El desafío
Sábado, 22 de mayo de 2010
«¡Maldita mujer! ¡Me está volviendo loco!»
Karol se detuvo en seco al comprender que había vuelto a seguir una pista falsa. Desanduvo sus pasos hasta la intersección de pasillos en la que la había olido por última vez. Cerró los ojos e inhaló profundamente, buscándola. Percibió el rastro de su perfume y el leve olor de su excitación... y de su diversión. Abrió los ojos y, sin dejar de olfatear el aire como un animal, comenzó a seguir su estela. Se detuvo en la entrada de una tienda, confundido. Su olfato le decía que había entrado allí y que a la vez había seguido pasillo adelante. Las aletas de su nariz se dilataron mientras olisqueaba de nuevo el aire. El penetrante olor de su perfume le instó a entrar en la tienda e ignorar el otro rastro, mucho más tenue. Caminó entre estanterías y mostradores guiándose por su percepción, y al final dio con su presa. Solo que no era la presa que buscaba, sino otra. Una anciana. Gruñó furioso, comenzando a desesperarse, y cuando se estaba girando sobre sus talones para intentar recuperar el rastro y encontrarla, se detuvo con los ojos entornados. Una sospecha acababa de colarse en su cabeza. Se dirigió a la mujer que olía a la colonia de su ladrona.
—Perdone... —se excusó—. No he podido evitar oler su perfume, me parece delicioso y me gustaría regalárselo a una amiga. ¿Podría decirme dónde lo ha comprado?
Y así fue como se enteró de que la anciana no lo había comprado sino que, tal y como él había sospechado, una joven vestida con una camiseta con un logo rosa, le había dado una muestra impregnada en un cartoncito y, además, había tenido la generosidad de echarle un poco en las muñecas y el cuello. Karol asintió ante la explicación con una sonrisa que no le llegó a los ojos y salió de la tienda.
Su ladrona había encontrado una nueva manera de confundirle. ¡Maldita fuera por jugar con él! ¡Y maldito él por permitirle jugar! Apretó los labios, furioso. No pensaba perder más tiempo recorriendo el centro comercial y menos en el estado en que se encontraba. Se llevó la mano a la ingle con disimulo e intentó recolocarse el pene para ganar un poco de espacio y comodidad en los pantalones. Tras casi una hora buscándola, su erección se había convertido en una pulsante molestia, en un dolor de huevos indeseado, en un recordatorio constante de su falta de control. Se sentía incómodo, frustrado, enfadado... excitado, alerta, vivo. Giró la cabeza de golpe, y allí estaba, mirándole divertida desde el otro extremo del pasillo. La vio guiñarle un ojo y echar un poco de perfume a una mujer que se había detenido ante ella, para, a continuación, girar la esquina y desaparecer.
Karol esbozó una sonrisa depredadora y fue tras ella. La siguió a través de tiendas y pasillos hasta que la acorraló en una librería. Separados por apenas unos metros y rodeados de una docena de personas que leían sinopsis y miraban portadas, ignorantes del hombre y la mujer que se miraban como si no existiera nadie más en el mundo.
Dio un paso hacia ella, y ella, en vez de escapar como siempre hacía, se mantuvo inmóvil, a la espera. Karol se detuvo confundido, ¿por qué no huía? Inspiró con fuerza, impregnándose en su olor. Estaba excitada y decidida. ¿Decidida a qué? Contempló su boca entreabierta, sus pechos agitados por la acelerada respiración, sus ojos devorándole... Tragó saliva, repentinamente consciente de cuál era la intención de la mujer. Quería que fuera hasta ella, que la tocara, que volviera a besarla... Pero él no podía hacer eso, porque si lo hacía, volvería a perderse en sus labios, en sus ojos, en su olor... y estaría perdido. Se quedó petrificado en el sitio, remiso a dar siquiera un paso que le acercara más a ella. Estaban en juego su voluntad y su cordura.
Ella arqueó una ceja, frunció los labios y apoyó las manos en sus caderas. ¿Por qué no iba hacia ella? Se lo estaba poniendo fácil, solo tenía que dar tres pasos más y la alcanzaría. Y entonces ella sería clemente y permitiría que la abrazara, y volvería a sentir su mirada bicolor clavada en sus ojos, sus manos acariciando su piel, sus labios bebiendo de su lengua... Estaba harta de jugar al gato y al ratón. Lo quería a él. Y lo quería ya. Estaba tan caliente como, parafraseando a Tennessee Williams, una gata sobre un tejado de zinc caliente. Estaba harta de tener orgasmos cuando él la miraba, quería tenerlos con él bien adentro. Le había costado, pero al final había decidido ponerle las cosas fáciles, a ver si así conseguía cazarla de una buena vez, todo fuera porque conservara su estúpido orgullo masculino. Pero él no parecía precisamente contento con la nueva situación, muy al contrario, parecía aterrorizado. Dio un paso hacia él. Él reculó.
«¿Por qué hace esto?», pensó Karol retrocediendo a la vez que ella se acercaba. Ese no era el juego al que llevaban jugando desde principios de año. Se suponía que él debía perseguirla y ella debía huir, para al final robar algo y correrse bajo su atenta mirada... ¡a varios metros de distancia! No pensaba tocarla de nuevo. No lo podría soportar. Una sola vez ya había sido demasiado. Una sola vez ya había conseguido que perdiera el control de sus sueños y de sus deseos. No quería ni pensar en lo que pasaría si volvía a tocarla. Caería rendido a su embrujo.
—¡Karol, tío! ¿Qué haces tú aquí?
Karol se giró al escuchar su nombre y se encontró con la última persona a la que quería ver en esos momentos. Con Zuper. El pelirrojo, a pesar de aparentar ser un hombre despreocupado e irresponsable, tenía una mente preclara y una intuición prodigiosa. No le costaría averiguar que algo pasaba solo con ver la tensión que le recorría el cuerpo. Pero Karol aún no sabía si podía confiar en él. No le consideraba su amigo aunque las chicas lo adoraban. Se obligó a relajarse y sonreír.
—Hola, Zuper. —Se encogió de hombros antes de mirar de nuevo a su ladrona.
Esta le observaba con los ojos entornados, pensativa. ¿Carol? Tenía nombre de chica, pero no lo era. De eso estaba segura.
—Karol, este libro lo ha escrito un tipo que se apellida como tú. ¿Sois familia? —le preguntó Zuper acercándose a él con un libro en la mano.
La ladrona aguzó la vista mientras su presa cogía el libro de las manos del pelirrojo. Sapkowski... Su ratoncito se llamaba Carol Sapkowski.
—No somos familia —respondió Karol divertido muy a su pesar. Zuper siempre conseguía arrancarle una sonrisa—. Es un apellido bastante común en Polonia.
—Joder, pues me voy a cambiar mi apellido por el vuestro, parece que trae suerte. Él es un escritor famoso —dijo señalando el libro—. Y tú estás forrado de dinero. —Karol fue a protestar, pero Zuper continuó hablando—. Oye, entre tú y yo, ¿te afeitas los huevos? —le preguntó de sopetón.
La ladrona ahogó una carcajada ante la extravagante pregunta. Luego se mordió los labios, pensativa... Así que su acobardado perseguidor era polaco y estaba podrido de pasta. No sería difícil averiguar algo más de él. Sonrió taimada, cogió una diminuta agenda de un mostrador cercano, se la metió en el bolsillo y se dirigió a la salida, chocando a propósito con el polaco. O, mejor dicho, fueron sus dedos los que chocaron contra la ingle del polaco. Uf, estaba duro. Mucho.
Karol la sujetó por la muñeca e hizo ademán de retenerla, pero se lo pensó mejor y la soltó. Ya se había arriesgado bastante por un día, no pensaba tocarla, ni pedirle que se quedara; era demasiado peligrosa para su salud mental. Sacó el pañuelo de seda roja empapado en Chanel n.º 5 que siempre llevaba en el bolsillo y se cubrió la nariz con él para atenuar el aroma de la muchacha y también su propia excitación.
La ladrona observó enfadada el puñetero pañuelo. No sabía qué significaba, pero sí era consciente de que él siempre lo sacaba cuando estaba a punto de rendirse. Quizá le tranquilizara el olor de la colonia que tenía impregnada... Aunque su instinto le decía que su ratoncito era muy sensible a los olores, y que cada vez que se llevaba el pañuelo a la nariz, lo que hacía era intentar liberarse del olor de ella. En ese momento decidió que su próximo robo sería el maldito pañuelo. Y que, por primera vez en su vida, no se lo devolvería después a su dueño.
—Karol, tío, ¿pasa algo? —le preguntó Zuper al ver la extraña mirada que su amigo dedicaba a la mujer que había chocado con él; mirada que la mujer le había devuelto.
—No... perdona, ¿qué me has preguntado?
—Que si te afeitas los huevos.
Karol asintió con la cabeza, sin saber exactamente qué contestar. Sí, se depilaba las ingles... pero eso a Zuper no le incumbía.
—¿Cómo lo haces? —le preguntó el pelirrojo muy interesado. Karol negó con la cabeza, perplejo—. A Alba le gusta que esté depilado, y yo estoy encantado de complacerla, pero... ¡Joder! Estoy harto de cortarme con las malditas maquinillas, y, además, luego, cuando salen los pelos pican un horror. Compré cera de esa fría para depilarme yo mismo, y ¡no te puedes ni imaginar lo que duele! ¡Es horroroso! Y también he probado con las maquinitas esas que arrancan el pelo de raíz, y no sé qué es peor... ¿No sabrás tú de algún producto milagroso que elimine pelos sin hacer daño? —inquirió desesperado.
Karol lo miró patidifuso. Era la primera vez que hablaba de esos temas con otro hombre. Con Alba y Elke era algo habitual, las chicas le habían convertido en una especie de mejor amiga a la que contaban, y con la que experimentaban, todos sus trucos de belleza, pero con otro hombre... Inclinó la cabeza y sonrió.
—Me hago la depilación láser en una clínica de estética que me recomendaron Alba y Elke.
—¡Mierda! Eso no me vale, seguro que duele un huevo —protestó Zuper.
—No te creas. Las primeras veces puede que duela un poco, pero luego solo molesta —dijo pasándole una mano sobre el hombro.
—¿Duele menos? —inquirió Zuper entornando los ojos.
Karol lo miró pensativo; se había prometido no mentir.
—No. Duele igual. Pero como te la está haciendo otra persona no puedes ponerte a llorar, y tampoco salir corriendo. ¿Quieres que te lleve adonde me la hacen a mí?
Zuper apretó los labios, miró al polaco, y a la postre asintió con la cabeza.
—¿Qué tal? —le preguntó Karol cuando salieron del salón de belleza.
—Fatal. Duele muchísimo, parece que me han arrancado los huevos de cuajo y, además, escuece.
—Se te pasará pronto.
—Eso espero —respondió malhumorado.
Caminaron hasta la calle donde Karol había aparcado el coche y al llegar a este, se miraron incómodos. No eran amigos. Pero en esa hora que habían pasado juntos, se habían acercado y habían aprendido que, aunque muy diferentes, se complementaban.
—Oye, tío... —comenzó a decir Zuper metiendo las manos en los bolsillos traseros de su pantalón y mirándole a los ojos bicolores—. Sé que no somos lo que se dice amigos, pero ¿podríamos hablar en privado? Ya sabes... una conversación de esas de tío a tío que las chicas no deben escuchar...
—Alba y Elke son mis amigas, si la conversación implica algo que no les puede gustar... —le advirtió Karol.
—Ya sé que son tus amigas. Yo también tengo amigos, bueno, tengo uno, Héctor —respondió Zuper a la defensiva—. Pero hay cosas de las que no puedo hablar con él, no las entendería. Y necesito hablar con alguien. No es sobre nada malo —se apresuró a decir—. Es solo que... —miró alrededor, incómodo—. Bah, da igual, tampoco es tan importante —negó con la cabeza—. Nos vemos otro día —se despidió.
—Zuper... —le llamó Karol cuando este se dio la vuelta para marcharse—. ¿Te apetece tomar un Żubrówka2 en el Templo? Alba y Elke no llegarán hasta dentro de un par de horas...
—Me encantaría —aceptó Zuper con una radiante sonrisa.
—¿Qué era eso tan importante de lo que querías hablar? —le preguntó Karol tiempo después.
Estaban en el gran salón del Templo, sentados frente a sendos vasos de Żubrówka. Y Zuper no había mostrado ninguna intención de hablar. Para ser un muchacho tan elocuente, se había limitado a sentarse y mirar la bebida como si quisiera descubrir todos sus secretos.
—Se me hace extraño estar aquí sin Alba y Elke —confesó.
Karol asintió. Entendía lo que quería decir el pelirrojo. A pesar de haber visitado el Templo con cierta asiduidad durante todo el mes, sus estancias en el salón se habían limitado al tiempo que tardaba en decir «hola» y bajar a la mazmorra... y a la mañana siguiente, en decir «adiós» y abandonar el Templo. Nada más.
—No sé qué hacer con las chicas —dijo de repente. Karol arqueó una ceja. Para no saber qué hacer con ellas, en la mazmorra se desenvolvía muy bien—. Sé lo que estás pensando, y no me refiero a eso —le dijo Zuper—. No quiero que nuestra relación se limite a unos cuantos polvos —declaró—. Quiero... que sea real.
—Ya es real.
—No lo es. Solo es real en la mazmorra, fuera nos seguimos comportando como amigos, y yo quiero más. ¡Son mis novias! —exclamó vehemente—. Quiero saludarlas con un beso en los labios cuando nos veamos, tomarlas de la cintura cuando estemos paseando, robarles alguna caricia cuando menos se lo esperen... ya sabes, el tipo de cosas que hacen los novios.
Karol apretó los dientes. No, no lo sabía. Él no había hecho ese tipo de cosas nunca. Su prometida no era una mujer cariñosa, y a él jamás se le habría ocurrido llamar la atención de esa manera sobre ellos; tenían una reputación que mantener y unas expectativas que cumplir. Y luego, cuando todo estalló y ella rompió su compromiso, y con este todo su mundo, no tuvo tiempo de pensar en ello, estaba demasiado ocupado entrando y saliendo de los quirófanos. Y cuando por fin se recuperó y fue libre para hacer lo que quisiera, lo último que había deseado era volver a amar a ninguna mujer. Por tanto, no. No tenía ni idea del tipo de cosas que hacían los novios, aunque se podía hacer una idea tomando como ejemplo el comportamiento de Eber con Sofía, y de Alba con Elke.
—¿Qué es exactamente lo que quieres? —inquirió mirando al pelirrojo. Intuía lo que quería, pero prefería asegurarse—. ¿Pretendes ser su esclavo 24/7?3
—¡Por supuesto que no! —exclamó vehemente echándose hacia atrás—. Pretendo exactamente lo que te he dicho, darles un beso de buenos días, abrazarlas en público o darles un pellizco en el culo cuando bailamos... lo que hacen los novios todos los días.
—Ah... ¿Y por qué crees que no puedes hacerlo? —le preguntó con los ojos entornados.
—Porque no sé si les gustaría o si me consideran algo más que su sumiso. El acuerdo al que llegamos en la mazmorra es bueno pero... ahora quiero más, y no sé si les parecerá bien. Y tampoco voy a preguntárselo ni solicitar su permiso, ¡joder! No quiero que piensen que soy un pusilánime que tiene que pedir aprobación para todo. Una cosa es el juego en la mazmorra, y otra muy distinta la vida real. Y las quiero tener también en la vida real —musitó mirándose las manos—. Estoy hecho un lío, Karol —dijo mirándole a los ojos.
—No, no lo estás. Sabes lo que quieres, pero no te atreves a ir a por ello —replicó el polaco—. Tal y como yo lo veo, solo tienes dos opciones: ir a por ellas y asumir los riesgos o seguir como estás y dejar pasar la oportunidad de ser feliz por miedo al rechazo.
—Si voy a por ellas... ¿Cómo lo hago?
Karol parpadeó aturdido, ¿de verdad le estaba preguntando eso a él? No podía haber elegido peor persona a la que pedir ayuda o consejo. Su única experiencia con el cortejo se reducía a firmar el contrato de compromiso que habían redactado los abogados de su padre y el de Laska cuando decidieron que había llegado la hora de que sus hijos se casaran para unir sus empresas. Ni siquiera le habían preguntado, solo se lo habían puesto delante, y él se había limitado a discutir los detalles para sacar el acuerdo más ventajoso para Sapk Inc. antes de firmar. No había tenido que molestarse en conquistarla, seducirla ni nada por el estilo; simplemente tuvieron que comenzar a mostrarse en público con cierto grado de fingida intimidad.
—Dime algo, tío... —le exhortó Zuper al ver que se quedaba callado.
—Salúdalas con un beso y un abrazo la próxima vez que las veas —le indicó Karol. Zuper frunció el ceño, inseguro—. No creo que se enfaden, al fin y al cabo ya has conseguido el privilegio de piel y de labios. —No era una pregunta, había observado cada una de sus sesiones tras la pared de espejos, y sabía de sobra que el muchacho estaba consiguiendo mucho en muy poco tiempo... y que Alba y Elke estaban entusiasmadas con él.
Zuper se removió inquieto sobre el sillón. Intuía que él les miraba, pero saberlo a ciencia cierta era cuanto menos, perturbador.
—¿Y qué hago si rechazan mi saludo?
—No les permitas rechazarlo —aseveró Karol.
Zuper asintió con la cabeza, pensativo. Pasaron unos minutos, en los que cada hombre se perdió en sus pensamientos mientras saboreaba el vodka, hasta que el agudo timbre de un teléfono interrumpió el momento.
—Discúlpame un momento, tengo que solucionar unos asuntos. —Karol se dirigió a una puerta cerrada. Al instante de traspasarla el teléfono dejó de sonar.
Zuper se repantingó en el sillón mientras meditaba los pasos a seguir. O al menos eso hizo durante casi diez minutos, luego se cansó de meditar. Eso no iba con él.
—¿Qué haces, tío? —le preguntó a Karol entrando en el cuarto en el que este estaba.
Karol levantó un dedo a la vez que negaba con la cabeza, instándole a esperar en silencio, y luego continuó hablando por teléfono. Zuper se sentó en una silla y esperó. Y mientras lo hacía observó sorprendido lo que le rodeaba. Estaba totalmente fuera de lugar con la casa del polaco... y no solo con lo que había bajo la torre, sino con el edificio al completo. No era enorme como el resto de las estancias, ni estaba apenas decorada y libre de aparatos electrónicos. Joder, en el salón ni siquiera había un televisor, y en ese cuarto una de las paredes estaba forrada con pantallas planas llenas de números y datos. Y eso por no hablar de los ordenadores, faxes, aparatos de videoconferencia, teléfonos... Zuper parpadeó atónito; siempre había pensado que Karol solo tenía un móvil, jamás había visto un teléfono en su casa... y allí había por lo menos media docena de auriculares, cada uno de un color, anclado a una consola llena de botones. Aguzó el oído. El polaco parecía estar hablando en... ¿Ruso? En ese momento Karol colgó, tomó otro teléfono, pulsó un botón de la consola, y comenzó a hablar en... ¿Chino?
—¿Hablas chino? —le preguntó en el mismo momento en que colgó. Karol asintió mientras escribía algo en uno de los teclados que había en la mesa—. ¿Y ruso? —Karol volvió a asentir sin prestarle apenas atención—. ¿Cuántos idiomas hablas?
Karol dejó de teclear y entornó los ojos un instante, como si estuviera contando.
—Siete... —frunció el ceño—.Y polaco, claro. Entonces, ocho —afirmó tecleando de nuevo.
—¡Ocho!
—No, nueve. Inglés, francés, italiano, alemán, chino, ruso, español, polaco... y japonés, aunque este último lo tengo algo oxidado —comentó introduciendo unas claves. Los monitores que ocupaban la pared se quedaron en negro—. Regresemos al salón.
—¿Cómo es que hablas tantos idiomas?
—Es mi trabajo.
—¿Eres profesor de idiomas?
—Eh, no —rechazó Karol divertido—. Soy... —se detuvo un instante. ¿Cómo explicarlo?—. Soy buscador de información.
—¿Qué narices es eso? —inquirió Zuper mirándole alucinado.
—Me adiestraron para buscar y conseguir información para cualquier asunto que le conviniera a Sapk Inc., ya fuera para invertir en bolsa, comprar o hundir otras empresas, o simplemente ofrecer un regalo a los aliados.
—¿Qué es Sapk Inc.?
—La empresa de mi padre.
—Ah, como Sapkowski... —Karol asintió—. Pero ya no trabajas para tu padre, ¿no? —No es que supiera mucho sobre Karol, las chicas le habían contado algo, pero no demasiado. Solo sabía su nombre, su apellido, y que no tenía contacto con su familia.
—No. Hace tres años que dejé de estar a su servicio, pero no hay motivo por el que no pueda aprovecharme de todo lo que aprendí y usarlo en mi propio beneficio —comentó con una sonrisa ladina en los labios.
—Y que lo digas. Ya me gustaría a mí poder hacer lo mismo que tú y forrarme. Debe de ser alucinante tener tanto dinero.
—No tengo tanto —apuntó Karol divertido.
—Ya... —replicó Zuper lanzándole una intensa mirada para luego girar sobre sí mismo con los brazos en cruz, señalando todo lo que les rodeaba.
—No se te daría mal —afirmó Karol divertido—. Alba y Elke me han dicho que eres capaz de obtener cualquier cosa. —Por lo que él sabía, el pelirrojo era un «conseguidor» de primer orden. Podía conseguir cualquier cosa, desde unas pulseras de hotel falsas hasta un pase para el palco de cualquier partido de fútbol. De hecho, vivía de eso, de conseguir cosas y venderlas. Y además parecía tener un sexto sentido para descartar la información inútil de la importante. Entornó los ojos pensativo.
—Bah, son chorradas. Simples argucias que me dan para comer —le quitó importancia Zuper.
—¿Te gustaría trabajar para mí?
—¿Yo? —Lo miró con los ojos muy abiertos—. ¿Qué tendría que hacer? —preguntó perspicaz.
Karol sonrió y le indicó que se sentara...
Cuando las chicas llegaron al Templo se encontraron a ambos hombres en el salón, rodeados de periódicos, y sumergidos en una conversación sobre... ¡acciones!
—¿Qué hacéis? Es más, ¿qué haces tú aquí, Zuper? —preguntó Elke alucinada. Era la primera vez que veía a Zuper en el Templo sin que estuviera citado en la mazmorra.
—Charlar con mi amigo —respondió este levantándose y yendo hacia ella con decisión—. Os he echado de menos —dijo depositando un suave beso en los labios de la alemana, dejándola totalmente pasmada. Luego se dirigió a Alba con las mismas intenciones, pero se detuvo al llegar junto a ella—. Estás muy guapa hoy —comentó devorándola con la mirada pero sin atreverse a dar el siguiente paso. Al fin y al cabo, Elke era como él, sumisa. Pero Alba era dómina, no sabía cómo recibiría sus atenciones, y no quería... fastidiarla.
—Gracias —musitó la joven. Esperó un instante a que él dijera algo más, y al ver que eso no iba a suceder, arqueó una ceja—. ¿A mí no me vas a saludar con un beso? —le increpó algo molesta. ¿Por qué a Elke sí, y a ella no?
Zuper le dedicó una sonrisa radiante para después abrazarla con ternura, y darle un impresionante beso que la dejó jadeando. Cuando se separaron, ambos sonreían encantados.
—A mí no me has besado con lengua —le recriminó Elke malhumorada y algo celosa.
Zuper parpadeó asombrado, sonrió y reparó su error. Acababa de darse cuenta de que iba a tener que ser muy cuidadoso. Tenía dos novias y debía dedicar a ambas la misma atención. ¡Era maravilloso!
Pasaron el resto de la tarde jugando al Monopoly. Él sentado entre las dos chicas, acariciando la mano a una y a la otra, besando a una y a la otra, y dándoles una paliza a ambas por igual. ¡No había quién le ganara cuando se trataba de comprar parcelas y construir hoteles en ellas!, bueno, sí. Karol le ganaba, pero el polaco no contaba, al fin y al cabo los negocios eran su trabajo...
Poco antes de las ocho y media, recogieron el juego, dando por ganador a Karol y por finalista a Zuper. Karol se colocó el parche en el ojo derecho y llevó a sus amigos al hotel en el que los Spirits tocaban esa noche, y luego condujo hasta 54sueños, su discoteca, donde se encerró en su oficina para pensar con detenimiento en todas las sorpresas que le había deparado el día.
Zuper observó a su mejor amigo, Héctor. El joven rubio miraba arrobado a la mujer que en esos momentos cantaba sobre el escenario. Hubo un tiempo en que Zuper había sentido envidia de la cara de idiota que Héctor tenía en ese momento, pero ya no. Porque estaba seguro de que él tenía la misma cara de imbécil. Ambos estaban enamorados. Ambos miraban a sus chicas embelesados. Solo que él tenía dos chicas a las que mirar. Elke, que estaba sobre el escenario tocando el bajo, y Alba, que estaba sentada junto a él en la mesa. Y las adoraba a las dos por igual. Sintió que su pecho se hinchaba de orgullo por tener a dos mujeres tan maravillosas, tan especiales, y porque no decirlo, tan guapas, a su lado.
—Pareces un pavo real... —le susurró Alba al oído—. ¿Qué estás pensando?
—En vosotras —respondió Zuper en el mismo tono de voz.
La sonrisa que le dedicó Alba fue el más hermoso de los premios.
La miró embelesado, incapaz de creer en su suerte. Apenas hacía dos meses que lo había aceptado como su sumiso y, desde entonces, había conseguido tanto que no se lo podía creer. Sí, había sido castigado con dureza el mismo día de su iniciación, pero mirándolo en retrospectiva, no solo se lo merecía, sino que además el correctivo le había motivado a comportarse mejor, controlarse más e ir asumiendo nuevos retos... Y tenía que reconocer que Alba era extraordinariamente imaginativa con respecto a los retos. Y con cada nuevo desafío que lograba superar, no solo ascendía a nuevas cotas de placer, sino que ganaba un nuevo privilegio. Pero no eran los privilegios, piel y labios, que había ganado los que le aportaban el mayor placer, sino todo lo demás. Ahora Alba confiaba en él, y lo desafiaba constantemente, para que tuviera un mayor control, para que aguantara más, para que aguzara el ingenio y así conseguir mejores castigos... Era apasionante.
Ya no le ataba a la cruz mientras jugaba con Elke, sino que había creado, ¡con sus propias manos y solo para él!, un cinturón especial que tenía dos esposas de cuero ancladas a las caderas con las que le sujetaba la manos para que no se tocara la polla. Se lo ponía y le permitía arrodillarse junto a ella cuando realizaba los bondages de Elke, y también cuando la llevaba poco a poco hasta el orgasmo. Y él lo veía en primera fila, lo olía... y si se portaba bien, incluso lo saboreaba. Tragó saliva recordando el sabor de la alemana, era increíble. Le había dejado lamerle el coño un par de veces, y por poco no se había corrido haciéndolo, pero había logrado contenerse y con ello, había conseguido su premio. Así había ganado el privilegio de los labios. Ahora Alba le besaba cuando le permitía correrse, y era... sublime.
Además, cuando tras el orgasmo a Elke le abandonaban las fuerzas, Alba le desataba y le permitía darle de beber, y luego ayudaba a su ama a verter aceite calmante sobre las rojeces que dejaban las ligaduras, y mientras lo hacía, jugaba a enfadar a Alba. Se le «caía» el aceite de las manos, o la «empujaba» sin querer, o «hablaba» sin darse cuenta... y entonces Alba, fingía enfadarse, y por supuesto, le castigaba. Su castigo favorito seguían siendo los azotes en el trasero, intercalando los roces en los huevos con algún que otro golpecito muy, muy suave. Le encantaba tener el culo rojo como un tomate... y luego, cuando Alba comenzaba a jugar con él, ella siempre encontraba la ocasión para pasarle las uñas sobre el trasero, y la sensación era... impresionante. Pero debía tener cuidado con las infracciones, si hacía demasiadas y muy seguidas, Alba le reprendía de verdad, y entonces los castigos no eran tan excitantes. Lo que le llevaba a mantener el ingenio vivo y, para qué negarlo, eso le encantaba.
Alba miró a Zuper embelesada. Había resultado ser todavía más especial y maravilloso de lo que había pensado en un primer momento. Había conseguido sus privilegios en muy poco tiempo y, al paso que iba, no dudaba de que en breve sería merecedor de optar al último. Y ella estaba deseando otorgárselo, se moría por acostarse con él, más ahora que por fin se había decidido a dejar claras sus intenciones y tratarlas a ella y a Elke como a sus novias. Y, para qué engañarse, eso le encantaba. No era solo sexo. Era mucho, mucho más. Ambas estaban total y rotundamente enamoradas de él, y estaba segura de que él sentía lo mismo.
Le observó con atención mientras le explicaba a Héctor alguna de sus teorías. Al principio le habían parecido absurdas, pero tras esa tarde en el Templo, jugando al Monopoly con Karol mientras este alababa la perspicacia de Zuper, se había dado cuenta de que no solo era inteligente... Tenía un sexto sentido para ver más allá de lo que había a simple vista. Suspiró emocionada. Era un hombre listo, muchísimo. Y también muy ingenioso. Y era suyo. Y de Elke. Y no había ningún reto imposible para él. O tal vez sí... Una sonrisa lasciva se dibujó en sus labios, había llegado la hora de ir más allá de los límites con los que habían jugado hasta ese momento.
Esperó hasta que ambos hombres dejaron de hablar, y cuando Héctor se levantó para ir a por unos refrescos, Alba se inclinó hacia Zuper y le susurró al oído:
—¿Te has masturbado durante esta semana?
—Eh... sí —respondió él, confuso. ¿Por qué le preguntaba eso? Ella nunca le había dicho que no pudiera hacerlo, y joder, él lo necesitaba. Se pasaba los días cachondo y las noches... mejor no pensarlo.
—¿Cuántas veces?
—No lo sé... una o dos al día —confesó abochornado.
Alba sonrió encantada, que su chico fuera tan ardiente haría el desafío mucho más excitante.
—No lo harás más —le ordenó tajante.
—¿¡Qué?! No me puedes pedir eso... —siseó él con los ojos abiertos como platos.
—Puedo y lo hago. —Alba arqueó una ceja ante su rebeldía—. No te masturbarás sin mi permiso.
—Alba... —gimió desolado antes de erguir de nuevo la espalda y fijar su mirada en ella—. ¿Durante cuánto tiempo?
—El que yo considere necesario.
—Lo que me pides es imposible, no lo voy a poder cumplir. Acabaré matándome a pajas antes de que me des permiso para hacerlo —musitó derrotado. Se veían en el Templo una vez a la semana como mucho... ¡No iba a ser capaz de estar siete días sin aliviarse!
—Claro que lo vas a conseguir —afirmó ella con seguridad—. ¿Cuándo no has logrado algo de lo que te he pedido? Solo tienes que proponértelo... —murmuró antes de aferrar entre los dientes el pendiente en forma de aro que él llevaba y que lo identificaba como su sumiso, para tirar con suavidad de él. Un ronco jadeo escapó de los labios masculinos—. Es un desafío, y tú siempre sales victorioso. No es diferente a cualquiera de los otros retos que te he impuesto.
—Sí lo es —gimió él en respuesta a la vez que se giraba hacia ella y, haciendo acopio de valor, posaba la mano sobre uno de sus dulces muslos—. Todo lo que me has pedido ha sido en el Templo, en un plazo de tiempo determinado que no iba a ser superior a unas pocas horas. Lo que me pides ahora no tiene plazo... puede ser un día, dos, tres, los que tú decidas; no voy a poder masturbarme en todo ese tiempo, y... ¡me voy a volver loco! Tú no sabes cómo me pongo por las noches... de día puedo más o menos controlarme, estoy con gente y parece que se me va un poco de la cabeza cuánto os deseo, cuánto os echo de menos, pero por las noches... Es imposible. No te puedes ni imaginar lo cachondo que me pongo al meterme en la cama... y de madrugada... y cuando me despierto —explicó entre dientes. En ese mismo instante, solo de pensar en la contención que le estaba exigiendo, se estaba poniendo duro como una piedra—. No, Alba, es imposible. Aunque quiera obedecer, no voy a ser capaz de controlarme. Mi cuerpo, y mi polla, no me hacen caso.
—Oh... es una lástima que no tengas tanta fuerza de voluntad como yo pensaba —musitó ella apartándole la mano con la que le acariciaba la pierna—. Había pensado... —Hizo una pausa antes de continuar y negó con la cabeza.
—¿Qué habías pensado? —inquirió él con voz estrangulada.
—Nada, si no vas a hacerlo, es mejor que no lo sepas —replicó ella, toda inocencia.
—Alba..., por favor.
—No puedo resistirme a ti cuando suplicas —confesó antes de besarle—. Había pensado que, ya sabes, a grandes esfuerzos siempre les siguen grandes recompensas...
Zuper dejó caer la cabeza y se aferró a la mesa con ambas manos. Todo su ser le empujaba a aceptar el reto de su ama, a llevarlo a cabo y complacerla. A hacer que se sintiera orgullosa de él, y además, le iba a recompensar por ello. Si estaba tan excitado solo de pensar en complacerla, ¿cómo lo estaría, y, cuánto placer conseguiría, si lograba salir vencedor? Levantó la cabeza y la miró, deseando aceptar. Temiendo hacerlo, y fallar.
—Si lo que te preocupa es perder el control por las noches... puedo sugerirte algo que te ayudará —susurró ella con voz severa.
—¿Qué? —gimió él incapaz de contener un ramalazo de excitación que se ancló en sus genitales. Cuando ella ponía esa voz...
Alba sonrió y señaló con la cabeza a Héctor, que en ese preciso instante dejaba los refrescos en la mesa para a continuación sentarse y comentarles lo llena que estaba la barra y lo mucho que le había costado conseguir las bebidas.
Zuper dio un trago a su refresco y miró enfurruñado a su mejor amigo. ¡No podía haber llegado en peor momento! Luego desvió la mirada a Alba, la joven escribía algo en una servilleta con toda la tranquilidad del mundo, como si la conversación que acababan de mantener no la hubiera excitado ¡mientras que él sería capaz de clavar clavos con la punta de la polla! Bufó indignado e intentó echar un vistazo a la servilleta. Alba la tapó con la palma de la mano a la vez que se reía con esa risa suya que parecía decir que estaba pensando algo malo, muy malo... Su pene saltó contra la tela vaquera del pantalón, instándole a hacer lo que fuera necesario. Zuper negó con la cabeza, y dirigiendo la mirada a los Spirits, observó con atención la actuación.
Poco después, su vigilancia fue premiada. Sara entonó una de esas aburridas canciones que tanto gustaban a los jubilados que se hospedaban en el hotel. Al fin y al cabo aún no era temporada alta, y la pista se llenó de parejas que se movían con más gracia y salero del que nadie pudiera creer posible dada la avanzada edad de los bailarines. Tomó a Alba de la mano y la instó a levantarse.
—¿Qué haces? —preguntó ella aturullada.
—Vamos a bailar.
—¡Es un pasodoble! —exclamó. Ni él ni ella sabían bailar ese tipo de música.
Él tiró de su mano por única respuesta, y ella, encogiéndose de hombros divertida, le acompañó a la pista. La abrazó con fuerza, pegándola a su delgado cuerpo, y comenzó a bailar con el mismo tino y elegancia que un elefante en mitad de una cristalería.
—¿Qué me ibas a decir? —inquirió él con impaciencia.
—¿Sobre qué? —replicó ella con fingida inocencia.
—Ya sabes sobre qué —susurró con los dientes apretados—. Ibas a sugerirme algo que me ayudaría a controlarme por las noches.
—Ah, eso... bah, no te preocupes. Lo he pensado mejor, y si no te sientes preparado es tontería que lo intentes.
—No voy a intentarlo, Alba. Yo jamás intento nada. Lo hago o no lo hago. Y voy a hacerlo —le espetó vehemente.
—¡Ese es mi chico! —exclamó ella antes de morderle el labio inferior con fuerza no exenta de dulzura, para a continuación sumergir la lengua en la boca de él.
Zuper jadeó excitado, la abrazó fogoso y cuando fue a deslizar la mano sobre su trasero, ella le volvió a morder el labio y se separó de él, no sin antes meterle algo en el bolsillo de los vaqueros.
—No, no, no —canturreó burlona sujetándole para que no pudiera hundir la mano en el bolsillo y hacerse con la codiciada servilleta manuscrita—. No se te ocurra mirarlo antes de mañana.
—¿Por qué? —musitó él enarcando las cejas.
—Esta noche, cuando llegues a tu casa, desnúdate y, sin leer la nota, ve a la ducha y hazte la paja del siglo, luego métete en la cama, medita sobre lo que hemos hablado, y si cuando te despiertes empalmado sigues decidido a experimentar con la privación del placer —le dio por primera vez nombre a lo que le estaba pidiendo—, entonces, guárdate la polla en los calzoncillos, porque no deberás masturbarte, lee la nota y sigue las instrucciones.
Madrugada del sábado al domingo 23 de mayo 2010
Laura elevó los brazos por encima de su cabeza y se estiró perezosa mientras observaba el monitor con los ojos entrecerrados. Tal y como había supuesto no le había sido demasiado complicado encontrar información sobre un ricachón polaco con el mismo apellido que un famoso escritor de fantasía épica de ese país. De hecho, lo más difícil había sido conseguir un buen traductor con el que traducir las páginas webs polacas... y tampoco lo había sido tanto, para encontrar cualquier cosa en Internet bastaba con saber dónde buscar. Y ella sabía.
Una vez descargado el traductor, solo había tenido que sumergirse en la red para descubrir que él se llamaba en realidad Karol, con K, y que, efectivamente, era un ricachón, o lo había sido.
Al principio no lo había reconocido, y por eso había perdido una hora buscándolo cuando lo tenía ante sus narices. Pero, en su descargo debía decir que jamás hubiera pensado que un hombre pudiera cambiar tanto en tan poco tiempo. El Karol Sapkowski que estaba inmortalizado en las fotos apenas si guardaba parecido con el hombre que ella conocía. Sí, su rostro era el mismo y también su altura... pero nada más. En las imágenes de él que había en las páginas de sociedad y de economía de los periódicos y revistas polacas, él siempre vestía elegantes trajes, probablemente hechos a medida a tenor de cómo le sentaban. También estaba menos delgado, y su pelo era negro, tal y como lo llevaba ahora, pero mucho más corto y peinado al estilo clásico. Tampoco llevaba los ojos, los labios ni las uñas pintadas, ni tenía los ojos bicolores, al contrario, ambos eran de un delicioso azul claro. ¿Usaría lentillas para cambiar el tono azul a negro en el derecho? Y si lo hacía, ¿por qué? Pero, aparte de las obvias diferencias entre el hombre que había sido fotografiado y el que ella conocía, había una que la había impactado profundamente. Él no parecía en absoluto contento ni siquiera alegre. Y no era que ahora lo pareciera, pero le había visto sonreír en más de una ocasión y tenía una sonrisa preciosa. Y, sin embargo, en las fotos de prensa, donde las falsas sonrisas «profident» brillaban más que los rayos de sol, él no sonreía. No había encontrado ninguna en la que se le viera aparentemente feliz. Ni siquiera aquellas en las que estaba acompañado de una voluptuosa, elegante y bellísima rubia: su prometida, o exprometida, según había leído por encima en las páginas de sociedad. Lo cierto era que no había hecho mucho caso a la prensa rosa. Esta, ya fuera española, polaca o marciana siempre era más de lo mismo, y a ella lo que le importaba no tenía que ver con la vida amorosa del hombre, sino con otras cosas. Utilizando un servidor seguro que había desviado por varios países, había llegado hasta la red polaca, y desde ahí no había sido complicado infiltrarse en ciertos registros y averiguar que él ya no estaba nacionalizado como ciudadano polaco. ¿Por qué haría algo así? Y lo que era más interesante todavía, ¿cuánto dinero le había costado conseguirlo? Porque si no había leído mal, para deshacerse de una nacionalidad tenía que estar nacionalizado en otro país durante tres años, y él no lo estaba. De hecho, si hacía caso de los datos de su pasaporte, estaba nacionalizado en una isla del Pacífico que solo existía en los registros, pero no en la realidad... ¡Impresionante! Le encantaría conocer al cracker4 que había conseguido eso.
Se levantó de la silla y, tras frotarse los ojos, se dirigió a la pequeña cocina americana que había en un extremo de su estudio. Tomó un vaso de plástico de la encimera, lo llenó con leche fría que sacó de la nevera y luego se hizo con el último paquete de donuts de chocolate que guardaba en el armario. De regreso al ordenador sorteó los cientos de libros que se acumulaban en altísimos pilares sobre el suelo, ignoró los restos de pizza del día anterior esparcidos sobre la mesa que había junto al diminuto sofá, y sentándose sobre la silla la hizo girar sobre las ruedas y posó los pies en la cama junto a la jaula de Pixie. Su casa no era muy grande, de hecho, no alcanzaba los veinte metros cuadrados, pero era perfecta para ella. Todo al alcance de la mano y poco que limpiar.
Jugó con los dedos de los pies con los barrotes de la jaula hasta que Pixie se despertó, y lógicamente, al ver el paquete de donuts se apresuró a trepar por las piernas femeninas hasta llegar a la tripa y de ahí, dio un salto a las manos. Laura sonrió, rascó las orejitas de su esquiva mascota y luego le acercó el donut a la nariz. Pixie se lo arrebató de las manos con vertiginosa rapidez, y regresó a su jaula donde se dedicó a mordisquearlo con deleite.
Laura sonrió divertida y luego se tomó lentamente su cena, o tal vez debería decir desayuno. Tras dejar los restos en la mesa, para que hicieran compañía a la correosa pizza, volvió la mirada al ordenador. Debería cerrar los ojos y descansar un poco. Llevaba desde que lo había visto, esa misma tarde, pegada al monitor, pero apenas eran las cinco de la madrugada, y aún era pronto. Sonrió, puso los dedos sobre el teclado, y comenzó a violar la ley.
Varias horas más tarde sabía dónde vivía Karol, con quién tenía contratado el sistema de seguridad de su casa, y lo que era más importante, como saltárselo. Solo necesitaba comprar un par de cosas, que conseguiría sin problemas en la deep web5 y elegir el mejor día para tomarse la revancha.
Se había alejado de ella, rechazándola, cuando se había mostrado compasiva y le había dado la oportunidad de acercarse y cambiar los términos del juego. No había problema, ella lo haría por él. Iría a por él y cambiaría las reglas del juego en su propio beneficio. Se había acabado el portarse bien. Sonrió.
Pobrecito..., no sabía con quién estaba jugando.