La primera vez

20 de marzo de 2010

Alba escuchó sus pasos deteniéndose frente al dormitorio. Estaba segura de que era Zuper. No había nadie más en la casa. Levantó la mirada del libro que estaba leyendo y frunció el ceño. Aún estaba enfadada con él. La noche anterior en la playa había hecho el payaso... que era más o menos lo que siempre hacía él. Pero en esa ocasión lo había hecho por otra chica. No por ella. Y eso la había cabreado muchísimo. Zuper era su payaso. De nadie más. Solo que él todavía no lo sabía.

Miró a Elke. Su amiga y amante estaba sentada en un puf negro, casi oculta tras la cama. La alemana le devolvió la mirada junto a una sonrisa rebosante de picardía y malicia. Habían hablado largo y tendido sobre Zuper y ambas habían coincidido en que el pelirrojo les gustaba. Y mucho. En el tiempo que le conocían habían descubierto que no era el payaso que fingía ser, que su peculiar manera de actuar era solo fachada. En realidad era un joven inteligente, divertido, amable y leal por el que se sentían irremisiblemente atraídas. Quizá algo más que atraídas, tal y como había demostrado el ataque de celos que Alba había sufrido la noche anterior en la playa.

Zuper era el hombre perfecto para ellas. O lo sería, si ellas tuvieran «aficiones» más normales. Pero no las tenían. Ni querían tenerlas.

Eran ama y sumisa. Y adoraban el bondage.

Alba deseaba atar al pelirrojo en la cruz de San Andrés que tenía en la mazmorra del Templo y jugar con Elke delante de él, hasta que se pusiera tan duro y las deseara tanto que suplicara por la liberación... Si lo hacía bien, quizá le dejara correrse.

Elke, por su parte, estaba deseando ver cómo Alba atormentaba a Zuper para luego jugar con él mientras su dómina se lo follaba... siempre y cuando él llegara a merecer ese privilegio, claro.

Pero ambas eran conscientes de que ese era uno más de sus sueños imposibles.

Era sencillo enamorarse de un hombre. Más si ese hombre era tan especial como Zuper. Lo difícil era que él aceptara sus juegos. Aunque él en ningún momento había parecido espantarse por sus insinuaciones. Claro que solo habían sido eso, indirectas. Bromas. Frases pícaras. Nada que pudiera tomarse en serio.

Escucharon un leve sonido proveniente del otro lado de la puerta, una uña rascando la madera. Elke se encogió de hombros sin dejar de mirar a Alba. Esta imitó a su amiga y esperó. Si él quería disculparse por haberse comportado como un payaso con otra chica, tendría que entrar y suplicar de rodillas su perdón.

—¿Estás dormida? —Les llegó su susurro a través de la madera.

—Entra y cierra la puerta —le ordenó Alba.

Y él obedeció.

—Alba, siento como me comporté anoche. Fui un completo gilipollas —dijo mirando al suelo.

—Con disculparte no basta, Zuper. Te mereces un castigo por hacer payasadas con otra mujer sin haberme pedido permiso antes —dijo antes de cerrar la boca aturdida. Le había hablado como a su sumiso, y él no lo era. Lo más probable era que la mirara horrorizado por tratarle como si fuera suyo... ¡y por amenazarle con castigarle!

Esperó con el corazón en un puño a que él se burlara de sus palabras. Pero no lo hizo.

—¿Qué castigo crees que sería adecuado? —preguntó él con la mirada baja. Dejando a Alba totalmente petrificada.

Se sobrepuso con rapidez y bajó de la cama para situarse de pie ante él.

—Mírame a los ojos, Zuper —le exigió sujetándole la barbilla entre sus finos dedos—. ¿Qué castigo crees que mereces? —le devolvió la pregunta.

—Ayer dijiste que me pondrías el culo rojo como un tomate y luego me dejarías besarte los pies —respondió haciendo uso de todo el valor que pudo reunir. Casi estaba seguro de que ella no lo había dicho en serio... pero ese «casi» había dado alas a su imaginación. Había soñado con esa escena toda la noche, y había amanecido duro como una piedra.

Alba sonrió. Era cierto que había dicho eso en un arranque de ira al verle tontear con otra.

—Para obtener un privilegio antes hay que ganárselo —le espetó severa.

Luego caminó hasta el armario, y tras revolver entre las cajas del suelo, se puso unos zapatos rojos, de kilométrico tacón de aguja. Sus zapatos de dómina.

—¿Te gustan? —le preguntó.

Él asintió con la cabeza e inspiró profundamente. En su entrepierna se dibujó el bulto de una tremenda erección. Erección que se apresuró a cubrir con las manos, avergonzado.

—No te tapes —le exhortó ella.

Él obedeció de inmediato. De hecho, desde que la conocía había deseado escuchar una orden de sus jugosos labios.

Alba caminó hasta la cama con pasos seguros, duros. Se sentó en el borde y entornó los ojos, pensativa.

—Quítate los pantalones, arrodíllate frente a la cama y pon las manos en el colchón.

Zuper abrió mucho los ojos al escuchar su orden, se llevó las manos a la cintura de los vaqueros e hizo lo que le había exigido. Con el corazón aleteando histérico en su pecho, se arrodilló y puso las manos sobre el colchón, aferrando con los dedos las sábanas. ¡Iba a suceder! ¡Iba a sentir sus azotes en el culo! Su polla palpitó impaciente ante ese pensamiento.

Alba entornó los ojos al comprobar que no solo estaba muy excitado, sino que se plegaba sumiso y deseoso a sus órdenes. Miró a Elke que los observaba semioculta y arqueó una ceja. La alemana se encogió de hombros, igual de asombrada que ella.

¿Podría ser posible que de verdad fuera el hombre perfecto para ellas? ¿En todos los sentidos? Estaba dispuesta a comprobarlo.

Zuper cerró los ojos, impaciente y aterrado. Impaciente por recibir el castigo prometido. Aterrado porque Alba solo estuviera bromeando, y por tanto se espantara al descubrir sus perversas fantasías. Tragó saliva, deseando que ella hiciera algo.

El primer azote llegó de improviso. En la nalga derecha. El segundo, apenas un segundo después, le escoció sobre la izquierda. Gimió quejumbroso... y excitado.

—No tienes permiso para quejarte —le susurró ella al oído.

Él cerró la boca, apretó los dientes y, aferrándose con más fuerza a las sábanas, obedeció. Iba a demostrarle que era digno de su castigo... e iba a disfrutar con ello.

Los azotes se sucedieron sin orden fijo, a veces varios en un breve intervalo, otras, con algunas desesperantes pausas entre uno y otro. Al principio cuasi delicados, ligeros roces que le sensibilizaron la piel, le endurecieron la polla e hicieron que sus testículos protestaran doloridos por la falta de atención. Luego aumentaron de intensidad, variando fuerza, rapidez y zona. El calor se acumuló en sus nalgas y recorrió todo su cuerpo. Con cada exquisito golpe el placer y el dolor se mezclaban, reverberando en cada centímetro de su piel. Los testículos se tensaron en la bolsa escrotal, el pene se irguió e hinchó hasta que el simple roce del glande contra las sábanas le obligaba a morderse la lengua para no jadear de placer. Y, mientras tanto, Alba continuaba su castigo, acariciándole la espalda, el pelo y los hombros con una mano mientras le golpeaba con la otra. Diciéndole entre azote y azote lo hermoso que se veía su culo tan encarnado, lo bien que se estaba portando, lo mucho que la estaba complaciendo... y con cada una de sus palabras Zuper se sumergía más y más en un trance hipnótico en el que nada importaba. Nada salvo ella. Sus manos, sus palabras, sus caricias, sus golpes.

Un último azote, más un premio que un castigo. La palma de la mano acariciándole el trasero mientras las yemas de los dedos arrullaban la sensible piel del perineo, y, después, todo terminó. Demasiado pronto. Quería más.

—Lo has hecho muy bien. Puedes incorporarte —dijo ella con voz cariñosa.

Se levantó haciendo acopio de todas sus fuerzas para no gemir, tenía la piel tan sensible que el simple movimiento de sus músculos al tensarse le hizo jadear... de placer. Temblaba de pies a cabeza, los testículos le dolían por la necesidad de correrse, y el pene se balanceaba imperioso en el aire, brillante por las lágrimas de esperma que resbalaban desde la abertura del glande hasta el frenillo. Inspiró profundamente, deseando que ella se sintiera lo suficientemente complacida con él como para permitirle llegar al orgasmo. No pedía más. Se giró, mirándola a la vez que le mostraba su tremenda erección.

—No tienes permiso para mirarme.

Zuper bajó rápidamente la cabeza a la vez que se tapaba avergonzado. Había ido demasiado lejos.

—Aleja las manos de esa preciosa polla. Ahora es mía, solo yo puedo ordenar que la cubras, ¿entendido?

Él asintió, dejó caer las manos paralelas a sus muslos e irguió la espalda adelantando las caderas, orgulloso. Ella había dicho que era la dueña de su verga...

—Santo Dios, es un sumiso de los pies a la cabeza —exclamó en ese momento Elke.

Zuper giró la cabeza y la vio. Estaba sentada en un puf negro, tras la cama. Y llevaba allí desde el principio, observándoles. Avergonzado como nunca, llevó las manos hasta la ingle, pero se contuvo antes de tapar con ellas el prominente pene que despuntaba sobre sus rizos pelirrojos. Cerró los dedos formando puños, y lentamente, volvió a dejarlos caer paralelos a sus muslos a la vez que volvía a bajar la mirada.

—Te has portado muy bien, pelirrojo —comentó Elke complacida—. Déjale que se la menee un poco, Alba, me encantaría ver cuánto puede aguantar sin correrse —comentó deseando averiguar más del que intuía iba a ser su compañero de juegos.

—¿Te he dado permiso para hablar, Elke? —le preguntó Alba observándola con los ojos entornados.

—No, dómina. Perdóname —se apresuró a responder respetuosa a la vez que caía de rodillas al suelo, con las piernas separadas, la espalda arqueada, los hombros echados hacia atrás, las manos con las palmas hacia arriba y la cabeza baja, en posición sumisa.

Alba asintió satisfecha y miró a Zuper. Se merecía una recompensa por haberla complacido y ella necesitaba saber hasta dónde estaba dispuesto a llegar.

—Mastúrbate —le ordenó tras levantarse de la cama y colocarse a su espalda.

Zuper suspiró agradecido, y esperó inmóvil a que Alba le ordenara a Elke que abandonara la habitación.

—¿A qué esperas? —le regañó la joven con tono severo.

Zuper se mordió los labios al comprender que Elke no iba a irse. Contuvo un instante la respiración y luego, sin darse tiempo a pensar, envolvió su dolorido pene con ambas manos y comenzó a masturbarse con rapidez. No había en el mundo nada que necesitara más que complacer a Alba. Ni siquiera respirar. Y si además eso daba pie a una increíble corrida, mejor que mejor.

—No tienes permiso para correrte —susurró Alba en su oído.

Zuper se detuvo bruscamente y cerró los ojos. Un segundo más y se hubiera corrido, disgustándola. Inspiró profundamente, volvió a aferrarse la polla y comenzó a acariciársela con cuidado.

«Hazlo despacio», esbozó Elke las palabras sin llegar a pronunciarlas. Zuper leyó los labios de la alemana y asintió con la cabeza.

—Elke, quítate la camiseta, arrodíllate frente a Zuper, levanta la cabeza y mantén la boca abierta —ordenó Alba con voz inflexible.

La rubia se apresuró a obedecerla. Alba la había visto mandarle el mensaje al pelirrojo... y la iba a castigar por ello. ¡Genial!

Zuper observó los enormes pechos de la alemana balanceándose y estuvo a punto de correrse. Detuvo su mano, intentando darse tiempo para recomponerse, para recuperar el control.

—Muéstrale lo que tiene que hacer, Elke. Está así por tu culpa —la regañó Alba con voz severa.

Elke llevó una de sus manos hasta el pene de Zuper, lo agarró con el pulgar y el índice bajo el glande y presionó fuerte durante unos segundos, luego hizo lo mismo en la base y se retiró a la posición de sumisión. Aún con la boca abierta. Aún con la cabeza echada hacia atrás. Alba no le había quitado el castigo. Ni se lo quitaría.

Zuper respiró profundamente al sentir que la presión en sus testículos había cedido de inmediato, volviéndose más dolorosa, pero menos apremiante. Sin perder un segundo más, volvió a masturbarse.

Alba observó con atención al pelirrojo, la tensión que se dibujaba en sus labios, sus ojos entrecerrados, el sudor que se acumulaba a lo largo de su clavícula y caía lentamente por su delgado y pálido torso. Percibió el momento en el que sus piernas comenzaron a temblar y hubo de hacer uso de la técnica enseñada por Elke. Continuó observándole cuando él volvió a menear las manos sobre su verga, y, antes de que comenzara a temblar de nuevo, se acercó a él y le susurró lo complacida que estaba a la vez que le acariciaba con las yemas de los dedos el final de la espalda. Él se tensó como un arco, y apretó los labios, consciente de que no le estaba permitido emitir sonidos.

—Tienes permiso para gemir.

Y lo hizo. Vaya si lo hizo. Un largo gemido abandonó su boca para ser rápidamente reemplazado por jadeos entrecortados que fueron subiendo de intensidad al mismo ritmo que su excitación.

Alba esperó unos segundos y luego deslizó las uñas por sus enrojecidas nalgas.

Zuper dejó de respirar a la vez que un desgarrado sollozo abandonó su garganta. Apretó con fuerza su miembro, desesperado por detener la inminente eyaculación. Tenía que conseguirlo. No podía fallarle. No ahora que estaba tan cerca de complacerla. Una solitaria lágrima resbaló por su mejilla al comprender que no podría evitarlo.

—Córrete en la boca de Elke. En silencio. Y tú, sumisa tramposa y desvergonzada, trágate hasta la última gota —le ordenó a la alemana.

Zuper se abalanzó hacia la rubia, penetró su hermosa boca y eyaculó en ella mientras apretaba con fuerza la mandíbula para no gritar. Cayó al suelo de rodillas cuando sus piernas dejaron de sostenerle, temblando tras el orgasmo más potente y satisfactorio que había sentido en toda su vida. Y mientras estaba perdido en las brumas del éxtasis sintió los dedos de Alba limpiándole las mejillas húmedas de lágrimas.

—Tranquilo. Lo has hecho muy bien —susurró besándole los párpados y los pómulos a la vez que le acariciaba el pelo—. Me has complacido. —Zuper giró la cara para besarla, pero Alba se retiró con una sonrisa indulgente en los labios—. Aún no te has ganado el privilegio de besarme. Pero puedes chuparme los pies, tal y como te prometí ayer.

Zuper lo hizo, agradecido y excitado de nuevo. Pero no pudo solazarse tanto como hubiera querido porque Alba se apartó de él y se inclinó sobre Elke, que permanecía de rodillas, inmóvil con la boca abierta y la cabeza echada hacia atrás. Le abrió más la boca con los dedos y escudriñó su interior para luego revisarle la barbilla.

—¿Te lo has tragado todo? —le preguntó implacable. La alemana asintió—. No vuelvas a desafiarme, Elke.

—Sabes que lo haré, dómina.

—Oh, sí lo harás, y a mí me encantará castigarte por ello —replicó Alba besándola en la boca a la vez que tomaba uno de los pezones de la rubia entre sus dedos y tiraba de él retorciéndoselo—. Soy demasiado blanda contigo —se reprendió a sí misma regresando a la cama y cogiendo el libro que había estado leyendo.

Elke asintió con la cabeza y abandonó la habitación. Ya habían acabado.

Zuper continuó de rodillas en el suelo, luchando por recuperar la fuerza en sus piernas y levantarse, y cuando por fin lo consiguió y comenzó a ponerse los pantalones, cada roce de la tela contra su trasero le hizo recordar los azotes, excitándolo otra vez.

Cuando Elke regresó a la habitación estaba vestido de nuevo y una enorme erección se marcaba contra la bragueta de los vaqueros. Le miró, le guiñó un ojo y se sentó en la cama, junto a Alba.

—Ya se ha recuperado —murmuró a su amiga sin importarle que él la oyera.

Alba dejó el libro y miró al joven que la observaba todavía aturullado.

—¿Es la primera vez que haces esto? —le preguntó con una cálida sonrisa. Zuper asintió—. ¿Te gustaría repetirlo? No. No contestes todavía —le ordenó cuando él comenzó a asentir con la cabeza—. Practico el BDSM desde hace algún tiempo, solo en la privacidad del Templo, un lugar dedicado a los placeres del sexo del que Elke y yo somos... «socias». —Zuper enarcó las cejas—. Aunque hoy he hecho una excepción —aceptó Alba divertida—, pero será la primera y la única vez que la haga —indicó inflexible—. Solo soy dómina en el Templo, en ningún sitio más. El resto del tiempo soy Alba. ¿Entiendes lo que digo? —Zuper afirmó con un gesto de cabeza—. Bien, porque solo te voy a proponer esto una vez. Reflexiona durante un par de semanas, no menos. Medita sobre lo que has sentido hoy, investiga un poco sobre el BDSM, consúltalo con la almohada, y si te ves tentado a repetir la experiencia... —Alba se levantó de la cama, fue hasta su mesilla, sacó un joyero, y de este un pendiente de oro en forma de aro idéntico al que llevaban Elke y ella en la oreja derecha. Se lo tendió—. Ponte este pendiente, no hará falta que digas ni hagas nada más. Elke y yo sabremos lo que significa.

—Si... si acepto, ¿seré tu sumiso?

—Sí.

—Tu único sumiso —especificó él.

Alba entornó los ojos y miró a Elke, esta asintió sonriendo.

—Elke es la única sumisa de mi sexo que aceptaré jamás. Si me complaces mucho, hasta límites insospechados, quizá tengas el privilegio de ser mi único sumiso varón. Y si no... —dejó la frase en el aire. Zuper era el hombre perfecto para ellas. Ambas lo querían y deseaban, pero eso él no lo sabía... y no había necesidad de ponerle las cosas fáciles. El juego sería mucho más divertido así.

—Seré tu único sumiso varón —aseveró él. Iba a dedicarse en cuerpo y alma a complacerla. Y estaba seguro de que iba a disfrutar muchísimo haciéndolo.