Puerta de Moros

—¿Tú crees que sería capaz de asesinar?

—Por supuesto que sí, Sansprénom, ya sabes que pienso que todos seríamos capaces.

El verano empieza a abatirse sobre los tejados de Puerta de Moros que se ven desde el balcón del piso de Plaza del Humilladero. Incluso las palomas parecen absortas, volando en círculos sin terminar de decidirse por bajar a descansar a un árbol. Paula se acomoda contra el pecho del gigante y piensa en qué verano más pegajoso van a pasar ellos dos, que ya tienen tanto calor en la piel en pleno invierno. Encuentra curioso que no le desagrade la idea. No se hubiese imaginado a sí misma en esa situación ni en sus mejores sueños. Apoya la cabeza en la tripa que sube y baja al ritmo de las inhalaciones del cigarro de Sansprénom y mira por el balcón un tanto soñadora, un tanto ebria de romanticismo barato.

—No sé, resulta que a veces me doy miedo a mí mismo. Desde hace un tiempo, desde que empezamos con todo esto, siento que en algún momento se me podría ir todo de las manos y ser yo también como fuiste tú. O sencillamente matar por impulso. No sé.

—Eso es algo inevitable que sucede a veces.

—¿Qué te pasa? ¿Tienes sueño?

—No, pensaba en lo bien que estoy aquí, así, contigo.

—Duérmete si quieres.

—¡Uf!, cómo nos va a llegar el verano, gigante. Nos va a comer vivos.

—Sobreviviremos. Siempre hemos sobrevivido a los veranos.

—Pero este es el primero de verdad nuestro, el primero que pasamos juntos. Creo que vamos a morir por combustión espontánea.

—Eres más bruta cuando quieres.

Se dan un beso.

—Pareces preocupado.

—Sí, es que la carta de Luján… No he podido dejar de pensar en ella desde que llegó. ¿Te diste cuenta de lo estúpido que parecía con aquel libro?

—Sí, bueno, es la visión de una librera que no sabe nada de ti.

—Pero aquello de que parecía en mitad de un naufragio… eso era verdad. Ella se dio cuenta, simplemente, de que resultaba patético.

—No te martirices. Yo que te conozco lo vi más bien como una caricatura.

—Tú que me adoras y que besas el suelo por donde piso.

—Tampoco te pases.

—El caso es que me hizo pensar en el momento que he sido un imbécil con todo esto, contigo. Incluso llegué a pensar en abandonarte y volverme a Francia o yo qué sé, a algún lugar en el culo del mundo. Desconectar, huir. Pero luego me di cuenta de que en realidad no te tenía miedo a ti, sino a mí. ¿Sabes?, era muy fácil estar con alguien que no te deja ser libre, porque no hay que tomar decisiones, no hace falta ser valiente. Echaba de menos eso de Marga: la libertad del esclavo.

—¿Qué me quieres decir con eso? ¿Habías pensado dejarme?

Oui, supongo que millones de veces. Me daba tanto miedo la libertad que me ofrecías, lo que sentía a tu lado, que la muerte de esa chica y la denuncia y todo fueron una burda excusa. Pero una parte de mí se quedó siempre contigo, no sé, eres adictiva. Didier ya me lo había advertido.

—Este Didier…

—Y me alegro. No sabes cuánto en realidad. Porque en verdad no importa que hayas sido lo que hayas sido, que yo sea un asesino en potencia o que me encontrase naufragando agarrado a Boris Vian, he hecho mucha memoria y aun así no logro acordarme, pero bueno, no importa, de verdad. Lo único que me preocupa es el sueño de Luján.

—¿Pero por qué tiene que preocuparte un sueño?

—Porque los sueños son importantes. A veces me parece que nos adelantan cosas o que nos hablan sobre partes de nosotros que desconocemos o que queremos negar. Recuerda que hubo una noche que soñamos lo mismo los dos y que ese sueño lo cambió todo.

—Lo cambió todo para ti, yo siempre te he querido igual.

—Sí, lo cambió todo para mí porque quizá ahí me percaté de que el fantasma de Marga no se interponía entre nosotros, sino que era yo el que lo interponía. Que tú ya lo habías matado desde el primer café la Palma.

—Vale, y lo que te quita el sueño del sueño de Luján, valga la redundancia, ¿es?

—Es que ella, ya antes de morirse, soñó que yo mataba a Marga, que la forzaba en mitad de una plaza y luego la mataba y dejaba que se la comiesen las palomas. Es como si Luján hubiese visto lo que yo iba a hacer o lo que debería haber hecho desde hacía mucho tiempo.

—Si Marga desapareciese misteriosamente de donde quiera que esté yo no te denunciaría, cielo, no te preocupes.

—No bromees, ya sabes lo que me cuesta hilar todo lo que quiero decir en castellano. Estoy reordenando mis ideas.

—Vale, vale, perdona. A ver, sigue.

—No me refiero a matar a Marga de verdad. Quizá no había pensado nunca en matarla, con lo fácil que hubiese sido a veces, porque no sentía por ella una pasión tan desmedida, era otra cosa. Algo más parecido a la obsesión, a la sumisión del esclavo que te he dicho antes. Con ella no había que tomar decisiones, no había que pensar, todo estaba ya ordenado y predestinado, escrito, no sé si me entiendes.

—Sí, claro, era ella la que lo decidía todo.

—Pero no solo eso. Yo siempre he sido un tipo muy clásico. En realidad no estaba esclavizado por Marga, sino por mi concepto del amor eterno, del encontrar a una persona y saber que vas a pasar con ella el resto de tu vida, sin tener que plantearte una alternativa, ¿entiendes? Porque la alternativa no existe. Estás con ella y nada más, tienes una compañera que cuadrará contigo tu camino y lo recorreréis juntos. Uno no se plantea si puede sentir algo por otro o si le dejarán abandonado o si es bueno o malo lo que tiene porque es lo que debe ser. No hay más.

—Ya veo.

—Entonces seguía con Marga como ciego, convencido de mi amor por ella, de mi fidelidad, y contaba con su amor y con su fidelidad. Pero ella ya debía tener claro desde hacía mucho que yo no era su hombre y por eso se comportaba así, quería cambiarme, convertirme en su concepto de compañero. Pero a la gente no se la cambia.

—Me resulta complicado comprender que alguien quiera cambiarte.

—Qué cursi eres —la besa en la nariz y en la frente—. El caso es que una parte de mí entendía aquel proceso y se negaba a aceptarlo. Por eso me sentía en mitad de un naufragio al que no sabía cómo había llegado. Y cuando se marchó me ahogué del todo. Pero cuando te conocí mataste a su sombra y yo no quise reconocer que también yo la había matado, ¿comprendes? Porque tú me has enseñado lo más importante: ser libre. Y ser libre da mucho miedo. Ni siquiera tengo la obligación de quererte o de estar contigo. Tú lo entiendes todo. Incluso entendiste que te denunciase. Es muy difícil deshacerse de ti aunque bien que lo he intentado.

—¿Y por qué tendrías que deshacerte de mí?

—Ya te lo he dicho, por miedo. Tú significas que en mi vida podría pasar cualquier cosa, incluso que mate algún día. Y eso da ganas de salir corriendo. Ya maté una novia en ese sueño de nuestra muerta, podría volver a hacerlo.

—Pero no conmigo, nunca conmigo. Y si lo hicieses estarías perdonado por adelantado, no te preocupes.

—Iba a decir que no podría hacerte daño, pero siento que ya te lo he hecho y que hasta que no nos cruzamos con Luján aquella noche, no se expuso sobre la mesa, no se hizo patente. El doppelgänger de Marga, las dos lamias, me mostraron lo cruel e injusto que podía llegar a ser. Y tú ni siquiera te enfadaste.

—No merece la pena enfadarse, cuesta mucho trabajo desenfadarse luego.

—Eres maravillosa.

—Creo que no me lo dices todo.

—Vale, es que creo que todo esto de buscar al Asesino me está afectando. De alguna manera me siento asesino yo, ¿comprendes? Y también te considero a ti culpable. Porque ambos hemos matado a la Marga sombra a través de su doble, a través de Luján. Pero ahora Luján es más que un fantasma de los amores pasados. Es de carne y hueso, es una mujer, humana, una mujer a la que tu tío amó. Una mujer que soñó conmigo. No puedo seguir jugando a buscar al Asesino porque ya no es un juego. Hay sangre y sufrimiento. Y me siento responsable en cierta medida.

Paula se incorpora para permitir que Sansprénom apague el cigarro y lo mira a los ojos. El iris grisáceo está húmedo de afectación real.

—Comprendo —dice.

Luego el silencio en el cuarto y de nuevo el verano insinuándose a través del balcón abierto, el comienzo de los tres meses de infierno madrileño colándose por los poros que sudan en consecuencia. Paula recorre las paredes con la mirada. Esa habitación estaba casi vacía cuando llegó a la vida del gigante. Las paredes pintadas de azul eran las de alguien que solo está allí de paso; estaban desnudas. Las estanterías parecían siempre a medio recoger, nadie había puesto atención en que pareciese un hogar. Sin embargo ahora, aunque esa sensación no había desaparecido por completo, Paula podía reconocer ciertos toques de humanidad por los rincones: un par de fotografías, libros nuevos, algún pendiente que ella había olvidado sobre la mesita de noche… Se le ocurre que acaban de llegar a algún sitio con estas reflexiones, pero no sabe muy bien a dónde. Y es entonces que piensa en una metáfora perfecta para culminar semejante descubrimiento. El sopor de la entrada del verano se le pasa de golpe para obligarla a incorporarse del todo y mirarlo a los ojos de nuevo.

—¿Sabes? En todo este tiempo contigo he pensado que me abandonarías. Tenía mucho miedo y nunca te lo expresé. Ni siquiera me quitaba los guantes para tocarte porque siempre sentía en una parte de mí que me dejarías. No sabía si persiguiendo a Marga o porque volvieras a Francia o porque necesitases vivir una aventura propia, por ti mismo y sin nadie más. Pero pensaba que me dejarías.

—Pero, ¿cómo piensas esas tonterías? Nunca hubiese perseguido a Marga.

—Era por tu cuarto. Míralo. ¿Cuánto tiempo llevas viviendo en esta casa? Y no hay decoración, no tienes nada. Es como si estuvieses preparado para salir de viaje de un momento a otro.

—Sí, puede que eso sí sea cierto. Pero ahora lo único que quiero es dejar este asunto de la muerta y estar contigo, por fin.

Paula siente un escalofrío.

—Sí, por fin —dice muy bajito.

—¿Entonces?

—Entonces he tenido una idea para hacerlo oficial. Para que de verdad estemos el uno al lado del otro. No puedo obligarte a que hagas algo humano con esta habitación, no puedo obligarte a que te instales, recuerda que soy yo la que te ha enseñado a ser libre.

—Sí.

—Pero puedo hacer algo por mí, para que veas hasta qué punto estoy dispuesta.

—¿Dispuesta a qué?

—Vístete y ya lo verás.

El calor les golpea en la cara cuando salen a la calle. Casi de inmediato grandes gotas de sudor chorrean por la frente de Sansprénom.

—No comprendo por qué sudo tanto en este país, a ti no parece afectarte.

—Es que tú estás más cerca del sol.

Caminan juntos hasta la boca del metro de La Latina. Los dedos del gigante rodean la manita enguantada de Paula, que nota la presión pero no el roce y sonríe, segura de que Sansprénom no espera la sorpresa que le tiene reservada.

—Antes tenemos que pasar por una ferretería —dice.