Plaza del Dos de Mayo

Como venía siendo su costumbre quedaron en la plaza del Dos de Mayo a tomarse unas cañas también aquel domingo. Pero esta vez Luján venía sin dormir, despeinada, con cara de fiesta y varios personajes que decían ser sus amigos, aunque ella ni los presentó. Pedro la miró con cara de «no puedo creer que me hagas esto» y ella se rio como solía reírse, con ese gorjeo que a él le encantaba los días que la quería y que no soportaba en mañanas como aquella en la que las drogas le dilataban las pupilas y llegaba con gente que acababa de conocer en cualquier after-hours. Eran tres: una mujer que rozaba la cuarentena sobre unos zapatos de tacón de aguja de un verde inverosímil, un hombre con sombrero que podría haber sido el padre de Luján e incluso el de Pedro y una japonesa encantadora que no paraba de hablar en japonés y a la que nadie comprendía.

—Aunque la cocaína es universal —dijo Luján con aire de desafío.

En aquellos días Pedro se planteaba que le habían empezado a gustar las palomas, quizá porque Luján no las soportaba. Ella decía que eran ratas voladoras, que todo lo comían y destrozaban, que extendían enfermedades misteriosas. «A veces uno se convierte en lo que más detesta», eso pensaba Pedro que no se había hecho a la idea de ese rencor que salía de Luján hacia él, ese rencor incomprensible que partía del hecho de haberla dejado cuando no pudo más, cuando se hartó de su despecho sin causa y su acritud al acostarse con otros y contárselo para provocarle. Ella fue la infiel, pero Pedro corrió con las consecuencias. Distraído, desmenuzaba trocitos del pincho reseco para que comiesen las palomas mientras la mujer de los zapatos verdes y el hombre del sombrero se cuchicheaban cosas al oído y disimulaban risitas ebrias de las que también la japonesa participaba sin entender mientras los ojos azules de Luján, oliendo a llevar despierta más de un día, más de una noche, con ayuda química por supuesto, con ayuda de ese odio además. De alguna manera no se había podido desprender del todo de ella y siempre los mismos domingos sin música en los que la cerveza y sus ojos azules y su pelo negro. Los mismos domingos en los que la plaza del Dos de Mayo se llenaba poco a poco de perros y de niños y ellos, clavándose los ojos de un lado a otro de la mesa, cerveza mediante, estado de ánimo con nubosidad variable. Por mirar a las palomas se dio cuenta de que la mujer rubia se había deshecho de uno de sus zapatos verdes y empezaba a acariciar la pernera del pantalón del hombre del sombrero, frotando con los dedos pequeños de uñas cuadradas pintadas de azul arriba y abajo y abajo y arriba. Aquel movimiento le excitó sobremanera. A lo mejor porque aquella mujer le daba un asco insoportable, un asco instintivo, atroz. Era tanta la náusea que se parecía al deseo. El pie arriba y abajo, jugando con los pliegues. Todo, todo aquello le producía al Pedro cansado, ligeramente enfadado, un asco de lejos excitante, todo, el hombre con su sombrero, el zapato desprendido de la mujer rubia, hasta Luján, con su fea costumbre de tentarlo hasta en lo que era más obvio que no se le podía tentar:

—¿Una rayita?, venga, Pedro, una solo. Yo me la voy a poner al baño, luego baja. Por los viejos tiempos.

—Nunca hubo viejos tiempos, Luján. No de esos al menos.

—Tú verás, si no bajas me voy a poner las dos.

Esos chantajes de Luján, absurdos. Niñatería pura. De todo aquel asco solo se salvaba la japonesa en su monólogo. Y también ella se salvaba de la excitación. Aquella mujercita de edad indefinida, de cara de luna sin imperfecciones, labios redondos y ojos negros prácticamente invisibles del todo inexpresivos, producía una simpatía tan estúpida como el asco. Tampoco Pedro entendía nada en aquella mesa, solo quizá a las palomas que se comían las migajas y que cada vez eran más, con ese bailecito que siempre se traen ellas cuando comen lo que se van encontrando: migas, cáscaras de pipa, un muelle de una estilográfica, un chicle escupido por algún maleducado. Luján se fue para el baño con los ojos brillantes, insultando al camarero, haciendo una mueca burlona de viciosa incorregible. La siguió la japonesa, en definitiva más integrada que Pedro pese a todo. En los viejos tiempos que Luján había nombrado era él el que solía consolarla de sus borracheras varias veces por semana, sujetándole la cabeza para que no se golpease con la taza al vomitar en el baño Roca azul que compartían en el piso de Amor de Dios. Le avergonzaba bastante admitir que hasta, a veces, le hacía las rayas para que pudiese levantarse por las mañanas. Se las dejaba encima de un espejo de mano, sobre la mesilla de noche. Cuando la encontró no esperaba todo aquello. Cuando la conoció era un pajarillo asustadizo y menor de edad que se había escapado de una casa ostentosa e infeliz en un barrio residencial. Malvivía traficando con cosillas que le daban camellos mayores en las discotecas. Estaba dormida en el portal de la casa de Pedro, con la cabeza apoyada en una mochila que guardaba todas sus pertenencias. Pedro se debió creer el príncipe del cuento, Henry Higgins salvando a Eliza Doolittle, algo así. Le ofreció un sitio donde dormir, una ducha, algo de comer, le dijo que confiase en él.

—Pues claro que confío en ti —respondió ella con un descaro que entonces le encantó—, eres buena persona, tienes cara de profesor de literatura.

Debió enrojecer, porque ella gorjeó al reírse antes siquiera de que Pedro abriese la boca para confesar:

—Soy profesor de literatura.

Se quedó para siempre en aquel hueco que Pedro le hizo esa tarde. Al principio ni pensó en tocarla. Era una niña, daba clase a chicas de su edad en el instituto. Pero luego la cosa cambió. Se enamoró de su forma de caminar por la casa tocándolo todo. Aún cuando llevaba meses viviendo ahí y luego años, tocaba todo con la sorpresa del que hace un descubrimiento fascinante. Una noche se metió en el dormitorio en vez de quedarse en el sofá cama y ya no hubo vuelta atrás. Hacía un par de días que había cumplido los dieciocho y Pedro la quería, la quería como un bobo.

—Me miras como un estúpido.

Claro que la miraba como un estúpido. Era preciosa. Su piel parecía hecha de plumas, el tono de azul de aquellos ojos solo podía darlo el brillo perfecto de su pelo negro. Cómo se reían entonces juntos. Cualquier tontería significaba una fiesta, aunque Pedro ya supiera de sus largas ausencias, de sus amantes, la gente se la encontraba en cualquier parte y siempre era con otro. Pero se reían incluso cuando le decía que siempre había estado sola, que siempre la habían abandonado sin razón aparente.

—Tú nunca me dejarás, ¿verdad?

—Nunca, Luján. No puedo dejarte.

Y le pasaba la mano por la cabeza, convencido de su papel de redentor. Él jamás la dejaría. Y eso era más que una promesa: era un reto. No puede salvarse a quien no desea ser salvado. Y Luján nunca se preguntó por qué todo el mundo la dejaba tirada. Quizá no era culpa de todo el mundo, sino de ella, que cuando le dejabas tiempo y espacio era toda una experta en hacer la vida imposible a cualquiera. Porque ya las borracheras continuas y sus amiguitos de drogas en el salón de la casa de Pedro a horas tan absurdas como las cuatro de la tarde. O las peleas, cada vez más encarnizadas, en las que le gritaba que la estaba ahogando, que coartaba su libertad, que no era nadie para sujetarla ni para prohibirle nada de nada, que no era ni su padre ni su marido y que, desde luego aunque lo fuera tampoco tendría derecho. Lo curioso del asunto es que esas peleas solían estar provocadas por tonterías, como que le preguntara qué tal se lo había pasado en la discoteca aquella noche o por qué no había dormido en casa. Después de los gritos llegaban los llantos y a veces un desplomarse en sus brazos en un sollozo, como si de pronto fuese otra persona, de nuevo ese pajarillo abandonado y tembloroso que preguntaba si quería pegarle.

—No, por Dios, Luján, ¿cómo crees que yo…? No me digas eso.

—¿Quieres que me vaya?

—No, no quiero que te vayas.

—Tú nunca me dejarás, ¿verdad? No eres como la demás gente, no me vas a abandonar.

Y la respuesta siempre fue que no, que no iba a dejarla porque la quería y que a la gente que se quiere no se la abandona. Sentado en aquella silla del Dos de Mayo, Pedro pensaba que todavía la quería a pesar de que, cuando se marchó (irónico, el piso era de él pero se fue porque no quería nada si no era con ella y a la vez no podía soportarla), su estado rozaba la necesidad psiquiátrica. No se puede vivir con alguien del que temes sus reacciones, sus infidelidades, sus cambios de humor. De Luján aprendió a temer y a desear a un tiempo que no regresara de sus incursiones en el mundo de la noche, que alguna vez le pasara algo y que ninguno de sus amigos ocasionales se hiciese cargo. Se la imaginaba enterrada en una fosa común, chica bonita sin identificar, joven con sobredosis, muchacha violada y apuñalada en un callejón del centro, las variaciones eran infinitas y le producían ese extraño asco excitante que ahora le causaban la mujer de los zapatos verdes y su acompañante con sombrero. Las palomas estaban animadas y cada vez se acercaban más y más a la mesa, de tal forma que pronto hubo diez o doce apiñadas debajo, sin asustarse del movimiento ascendente-descendente del pie de la mujer. Fue entonces que se dio cuenta de que algo raro estaba sucediendo. Era tarde ya, generalmente la plaza estaba llena de gente a esas horas y sin embargo parecían los únicos ocupantes de la terraza. El único ser humano que no pertenecía al universo Luján era el camarero, un hombre alto de ojos transparentes. Parecía ciego. El silencio se cortaba por el arrullo de las palomas y por algo parecido al rasgar de una tela que identificó con el sonido producido por la interacción del pie de la mujer rubia contra el pantalón del hombre. Y hasta ellos dos, con sus cuchicheos, tenían algo de irreal, algo de claustrofóbico a cielo abierto, como si siguiesen en una discoteca cerrada llena de gente. Sus pieles, pálidas, se trasparentaban hasta el punto de verse los vasos sanguíneos azules. El pulso palpitaba débil en el cuello de la mujer. «Todos muertos», pensó. Eso era lo que solía decir de los acompañantes ocasionales de Luján: muertos vivientes de ojos dilatados sin oficio ni beneficio. Esa parte era la que no entendía ella. No la dejó porque se los follara a cambio de coca, ni porque los trajera a su casa. No, la dejó porque temía convertirse en uno de ellos. En las películas, cuando un zombi te ataca, te conviertes en un zombi, es como una infección o algo así. Lo mismo pasa con los vampiros y demás monstruos muertos. Aunque tantas veces le había prometido que no la abandonaría que le costó mucho tiempo llegar a la conclusión de que era o ella o él, largarse o unirse. Para Pedro fue tan doloroso o más que para Luján, que le suplicó, le lloró, le gritó, le insultó y le lanzó cosas hasta que tuvo que ceder y prometerle que la vería todos los domingos. Necesito tiempo para pensar y, quién sabe, quizá volvamos si la cosa mejora, Luján; yo no puedo seguir así. Para Pedro dejarla supuso admitir su derrota como príncipe redentor. Se sintió un completo fracasado. Por eso lo de las cañas una vez por semana y al final la rendición aquel domingo esperando a que Luján y la japonesa saliesen del baño a la obviedad de que la única manera de dejarla del todo sería que estuviese muerta. En ese momento, una paloma envalentonada se le subió a la rodilla y lo miró con sus ojos inexpresivos.

—Si quieres podemos hacerlo por ti —dijo.

Pedro miró a la mujer rubia esperando una corroboración de que aquello no era una alucinación, pero ella parecía tan divertida por el hecho de que la paloma se le hubiese subido a la rodilla que estaba obviando que se había puesto a hablar.

—No te molestes, Pedro —siguió la paloma—, ella no nos entiende, pero tú sí. Eres un tipo bueno. Siempre nos das de comer, nos miras con aprecio, no eres de esos que ponen cristales y pinchos para que no nos posemos, o de los que utilizan trampas con hilo que nos cortan las patas. No, eres diferente. Tú no nos odias por ser muchas o por hacer nuestras necesidades en vuestras ciudades. Por eso, si quieres, podemos quitártela de encima. Ella sí nos odia. Dice que somos ratas voladoras, ¿nadie le ha dicho que eso responde más a la descripción de un murciélago?

Miró la cerveza intentando disimular. Luján había sido capaz de ponerle un alucinógeno en la bebida solo para divertirse.

—¿Y cómo piensas hacerlo? —preguntó un poco por hacer tiempo.

—Pensamos, nosotras siempre actuamos en colectivo. ¿Es que no ves cine?

—Sí, claro.

—En realidad nosotras somos más sofisticadas. A veces tomamos hasta forma humana.

En ese momento Luján hizo su gran aparición y espantó a la paloma con la mano.

—¡Qué asco, Pedro! Por Dios, cómo odio a esos bichos.

Pedro estaba tan alucinado que no podía ni hablar. Luján estaba en peligro pero, ¿cómo decírselo? Era tan estúpido pensar que aquello había sido real. Pero por otro lado estaba el silencio de la plaza, que no hubiese ni un alma, que el cielo fuese naranja, el camarero ciego y el aspecto inquietante de aquellos dos que seguían, metiéndose mano esta vez, por debajo de la mesa. Luján reía y hablaba. Pedro hacía que la escuchaba mientras buscaba la forma de neutralizar el peligro. ¿Cómo se le había podido ocurrir desear que ella muriese? Forma humana, forma humana. Esos dos debían ser los pájaros. ¿Y cómo detenerlos si decidían atacar a Luján? ¿Cómo evitar que Luján se marchase con ellos tras las cervezas? Lo único que se le ocurría era llevársela a casa, decirle que volvieran. Pero sería de nuevo lo mismo y eso no, no podría soportarlo. La amaba, la amaría siempre, pero a veces el amor no basta. Así que en esas estaba cuando se fijó en los ojos de la japonesa, hermosos, negros, inexpresivos. Unos ojos vacíos que le estaban sonriendo. Comprendió que era demasiado tarde. Luján tenía dos heridas en el cuello de piel casi transparente, con los vasos sanguíneos palpitando débilmente en su azul dibujado. El hombre del sombrero también tenía heridas en el cuello. Y la mujer de los zapatos verdes. Luján le tendió la mano y dijo que nunca le dejaría, que era un tipo difícil, pero que se acabarían entendiendo. Que todavía le quería. Hablaba para un público ausente que se estaba besando ya sin miedo por encima de la mesa. Pedro alcanzó a oír que ella le preguntaba:

—¿Dónde vas?

Cuando se levantó y se dio la vuelta para no ver a la japonesa abalanzarse a sus ojos, para no oír su grito amortiguado por las alas de las palomas que también se iban a comer a los otros dos. Caminó hacia casa fumando, con una especie de alivio dentro de la náusea. Con una especie de náusea dentro del alivio.

Despertó bañado en sudor, en su piso. No sabía qué hora era, en qué día vivía. Miró el reloj de la mesilla. Eran casi las siete, en pocos minutos sonaría el despertador y de nuevo un miércoles cualquiera, con sus clases en el instituto y su lección de poesía del veintisiete para adolescentes a los que Federico García Lorca les importaba menos que mandarse notitas por debajo de los pupitres. Se sobresaltó con el sonido del televisor. Cogió la bata de encima de la silla y se la echó por los hombros. En el salón, su sobrina Paula comía pan con mantequilla mientras miraba las noticias.

—¿Qué haces aquí?

—Buenos días, tío. Te he traído churros, están en la cocina. Es que ayer salí con mi chico, pero no me apetecía quedarme con él.

—¿Habéis discutido?

—No, qué va. Es que todavía piensa en su antigua novia y eso me pone triste a veces. ¡Dios!

De pronto las acciones se superponen: ve el dedo de Paula, dentro de esos guantes blancos de cabritilla que siempre lleva, extendido hacia la pantalla, también ve la imagen, escucha lo que dicen el locutor y ella, entremezclado, como si fuese una red vertiginosa que marea a Pedro y hace que se siente en el butacón junto a la puerta; ve la cara de Luján ocupando todo el televisor, con sus ojos azules tan abiertos y su media sonrisa cínica.

—A esa chica, la señorita Luján Menéndez, de veintitrés años de edad, la vimos anoche en el restaurante donde cenamos, ha aparecido apuñalada esta madrugada en el céntrico barrio de Lavapiés, jugamos a adivinar quién era y qué hacía allí sola a aquellas horas, la policía no tiene ninguna pista sobre él ¿no te parece increíble? en el momento de su asesinato llevaba una peluca rubia y un vestido de la firma tío, ¿te encuentras bien? ¿La conocías? Más información en el diario de…

Nunca le presentó a su familia, nunca Paula supo de su existencia, fue como si todo rastro de aquella amante demasiado joven y demasiado infeliz se hubiese borrado con ella, con aquel sueño en el que las palomas y la plaza del Dos de Mayo y ahora Pedro tuviera que retomar su vida con aparente alivio. Aunque no era eso lo que sentía. Era más bien como si se hubiera enamorado de la Gorgona justo antes de cortarle la cabeza pero hubiese sido demasiado tarde para variar la dirección del filo.

—Me voy a dar una ducha, nena. Tengo clase. Te puedes quedar aquí el tiempo que quieras.

—No pasa nada. Tengo mi casa y la de mi chico, pero es que anoche, no sé por qué, cuando vimos a la chica esta con su peluca, se me antojó verte. Una especie de corazonada.

—Cosas que pasan. Relaciones absurdas que uno hace.

—Será. Oye, ¿crees que debería ir a la policía a decir que la vi?

—¿Y por qué ibas a hacerlo? ¿Viste a quién la mató?

—No. Solo la vi a ella, sola y como triste.

—Entonces no merece la pena. Mucha más gente la vería, supongo.

—Sí, supongo.

La vida sin Luján, pero ahora de cierto, como cuando a un pájaro le abren la puerta de la jaula y no recuerda cómo volar. La angustia y el alivio. Como si el amor y el dolor hubieran muerto a la vez y solo quedase el vacío, la sequedad, el alma yerma y Federico García Lorca y

Mi corazón oprimido

siente junto a la alborada

el dolor de sus amores

y el sueño de las distancias…