Calle Sombrerete

(Carta de Luján Menéndez para Pedro Álvarez recibida por este demasiado tarde)

Amado Pedro:

Esta es la primera vez que te escribo (lo hago sentada en un portal de Sombrerete mientras le ha dado al tiempo por ponerse melancólico) y es, quizá, para despedirme. Ayer nos vimos de nuevo en el Dos de Mayo, como todos los domingos a la misma hora, disfrutando de este incómodo bucle en el que nos hemos convertido me pregunto por qué. De nuevo nos miramos a los ojos y de nuevo sentimos aquello que ha hecho que continuemos con esta farsa, este teatro de sentarnos a beber cerveza como si no sufriéramos, como si no deseásemos dejar de querernos o dejar de hacernos daño. Si nos lo hubiéramos permitido a nosotros mismos nos hubiésemos destrozado mutuamente. Por suerte tú eres demasiado listo y yo te quiero. Y mi amor, ahora que te escribo esto, pesa como una losa sobre el pecho. Porque te escribo para decirte que no habrá más cervezas. Ya no habrá plaza y terrazas. No para ti y para mí. La palabra «nosotros» hay que darla por imposible.

Supongo que no hará falta que te detalle las razones por las que he pensado en esta solución, pero quiero hacerlo porque hay un par de cosas que no puedes ni llegar a imaginar. La primera y más obvia (seguro que a esta habías llegado por tus propios medios) es que sufro. Sufro terriblemente estando contigo cada domingo, mirándote sin poderte tocar, porque cuando mis manos se acercan a ti, apenas recibo más que un gesto de desprecio que sé que no sientes. Tu corazón está conmigo, pero no así tus gestos, tus palabras, tus actos. Esto te divide para mí, siempre ha sido así, haciéndome llegar a sentir que era tu mascota, la chica bonita que pasear del brazo, la mujer con la que te acostabas, pero no yo, no tu amante y no tu amada. Al mismo tiempo también lo de chica bonita que pasear del brazo se seccionaba en dos para dar un gesto de vergüenza. Estuvimos años juntos, me he convertido en adulta a tu lado, y sin embargo jamás tu familia supo de mi existencia. Los que conocían nuestra relación eran los que venían de mi parte o cualquiera que a ti no te importase. Siento que en todo este interminable tiempo yo siempre he estado ahí pero tú nunca. Pero esto no es una carta para echar en cara ni para encontrar culpables. No soy una santa. Te castigué por ello, amor mío, te castigué día tras día. Tenía tanto miedo a perderte y sin embargo, algo me empujaba a hacer todo lo que estuviese en mi mano para conseguirlo. No hace falta que entre en detalles del infierno que te hice pasar: has sido testigo en primera fila. A veces, sin querer, se destruye al que más se quiere. Es lógico quizá, que por ello no confíes, no puedas volver a depositar tu amor en mí porque soy inestable. Y mis promesas de haber cambiado pueden tornarse en cualquier momento mentiras aunque lo sienta en el corazón cuando te lo digo. Es por eso que no resulta el ahora sería distinto aunque fuera cierto. Siempre te preguntarías hasta cuándo aunque todo fuese bien. El domingo puse sobre la mesa mi último órdago. Te dije la verdad, pero solo a medias. Ese si tú me dices ven, lo dejo todo, no se refería a que en ese momento lo hicieras. Ten en cuenta que en esta relación la que tiene que hacer examen de conciencia y esperar que la absuelvas soy yo. He cambiado mucho en estos meses. Diría incluso que soy otra mujer, pero tú no tienes razones para fiarte. Quizá hagas bien, no sé. De lo único que estoy segura es que te quiero por encima de todas las cosas, pero no puedo aguantar esta situación. He rehecho mi vida, he conocido a alguien que seguro que te disgustaría porque es solo un poco mayor que yo y a pesar de ello, si tú mañana, dentro de un mes, dentro de un año, decidieras que me perdonas y que vuelves a mi lado, yo lo dejaría todo por ti, por intentarlo. Pero tendrías que quererme de verdad y yo tendría que comportarme como una adulta. No sé si seremos capaces, pero tenía que intentarlo. Así que si me quisieras de veras de nuevo, sabes donde estoy. Porque no puedo verte cada domingo, ya no. Verte cada semana hace que toda mi culpabilidad aflore, que mi fragilidad se haga patente, que no pueda continuar. Supongo que si lo que quiero es continuar, esperarte no me ayuda. Así que sí, mi pequeño profesor, mi corazón sigue congelado esperando un milagro, pero mi cuerpo avanza, se defiende. No sé. Si tú me dijeras ven… Pero quizá ese día sea lejano o inexistente. O quizá no suceda hasta que veas lo que es perderme de una forma evidente, no sé. Me marcho aunque nos merezcamos el uno al otro. Intentaré amar a cualquiera como te he amado a ti y quizá no lo consiga, pero debo intentarlo.

Los detalles que no conoces se refieren en parte a una anécdota de nuestro pasado, en parte a mi sentido de lo onírico. Sabes cómo me afecta soñar y lo que creo en lo que sueño. Siempre buscando significados ocultos a las pesadillas que me hacían abrazarte en mitad de la noche, encontrando una protección en tu calor. Cómo me gustaba entonces que dormido me dijeras que me querías, como si no pudieses hacerlo despierto. La noche es propicia a que el alma se libere, supongo. Por eso temo soñar, por eso confío tanto en lo que los sueños intentan mostrarme en su particular lenguaje.

Haz un esfuerzo, rememora aquel día en el que decidiste poner el piso a mi nombre. Supongo que con el paso del tiempo ese recuerdo se habrá deformado y el piso lo pusiste a mi nombre cuando ya no me soportabas y todo ese amor había logrado convertirse en aversión. Pero esfuérzate un poco más porque no fue de esa manera. En aquel tiempo me mirabas de esa forma que tanto he buscado después en cualquiera al que permitiera tocarme. Aunque no lo dijeras, tu amor era todavía un acto generoso. Decidiste que amabas la manera en la que tocaba las paredes de aquella casa, siempre diciendo que me querías dando un rodeo, diciendo que amabas la forma en la que yo hacía tal o cual cosa como firmar siempre todos mis libros, y que aquella casa no tenía sentido para ti si no era a través de mí, que ya no. Por eso decidiste que debía aparecer mi nombre en las escrituras. Me negué al principio, te dije que si algún día salía mal te quedarías sin nada y tú respondiste que no querías nada si no era conmigo. A eso no pude oponerme. Quizá recuerdes o quizá no a la gestora que nos hizo los trámites. Yo la recuerdo de una forma intensa, como si cada vez que intentara respirar se me apareciese su rostro delante. Se llamaba Margarita Ródenas y era una chica rubia vestida con camisa blanca y pantalón negro, con el pelo cogido atrás. Hasta olía caro, recuerdo que pensé eso: «Esta chica huele caro». Es posible que tú no seas capaz de acercarte siquiera a perfilar su rostro porque evidentemente no te impresionó tanto como a mí. Recuerdo cada detalle de aquel despacho ordenado, el abrecartas de plata con sus iniciales sobre la mesa de roble, el olor a maderas nobles, los anillos de sus dedos de corte al mismo tiempo moderno y atemporal, los títulos colgados tras ella y enmarcados con cuidado, como si aquellos papeles fueran lo primordial en su vida, los asientos incómodos de tan nuevos donde nos sentamos a firmar, tú primero, yo con cierto recelo. ¿Sabes por qué recelo? Jamás llegué a decírtelo porque sé que humillarías mi miedo y lo harías pasar por una estupidez, pero ya no tengo por qué ocultártelo, ella ha sido definitiva en mi resolución. Sentí un pánico irracional al verla, como el que me provocaban las serpientes del zoológico cuando era niña a pesar de saber que me separaba de ellas un grueso cristal y que estaba a salvo. Pero era otra cosa, un miedo primigenio nacido de un instinto tan arraigado en el hombre como la propia supervivencia. De hecho ese tipo de pánico está unido de forma íntima a la supervivencia en sí. Vi en Margarita Ródenas, aquella mujer fría y ordenada de sonrisa congelada y modales estudiados, una versión de mí misma. No estoy hablando de parecido físico por supuesto, es evidente que ni siquiera tenemos el pelo del mismo color, ni tampoco de tipo de vida. Ella olía caro, yo no necesito nada, ya lo sabes. Era otra cosa. Era como si ella hubiese podido ser yo de haber tomado otras decisiones. Dicen que todos tenemos un doble en el mundo, alguien que es como nosotros pero de otro color, forma o tamaño, un doble y un reverso al mismo tiempo. Eso es, no sabía cómo describirte esto y de pronto he encontrado la forma: sentí que Margarita Ródenas y yo formábamos parte de una misma cosa, como la cara y la cruz de una moneda son lo mismo pero de diferente manera. Pero cuando se lanza una moneda al aire puedes decidir la suerte de cualquier cosa dependiendo del lado que caiga. Me preocupaba de una manera especial que nos hubiésemos encontrado, ya ves. Supongo que creo que si alguien se encuentra con su doble es posible que cualquiera de los dos acabe destruido. Es ley de vida, no hay sitio para dos seres iguales. Lo más normal es que acaben ocupando el mismo espacio porque uno de los dos fagocite al otro. No sé, Pedro, ya sabes cómo soy y las cosas que pienso. Siempre he creído que el universo tiene un orden y no se debe alterar. Aquel encuentro lo alteró definitivamente, lo sé y tengo miedo cada vez que algo me lo recuerda.

No creo que ella sintiese conmigo el mismo escalofrío. De hecho un velo de prejuicios estuvo a punto de velar su perfecta sonrisa de negociadora cuando vio el esmalte carcomido de mis uñas. Pero se recompuso enseguida. Hice un esfuerzo tan sobrehumano para no rozarla cuando le devolví el bolígrafo que fue el mismo temblor de mis manos el que logró que nuestros dedos se encontrasen unos segundos. Dijiste:

—Perdónela, está emocionada.

—Me parece muy romántico que haya hecho esto por su novia, señor Álvarez —dijo ella.

Y sin embargo su tono de voz parecía transmitir todo lo contrario, como si ya supiera que yo me lo quedaría todo y tú vivirías de alquiler. No sé, en realidad eso no tiene mayor importancia.

Lo que sí la tiene es que a partir de entonces me la encontraría muchas veces. En una ocasión yo iba subida en un autobús y la vi pasar por la calle. Un par de semanas más tarde ella pagaba en una cafetería en la que yo entraba a buscar un café para Minerva. Me la crucé en el banco, en la cola de los servicios de una discoteca, la vi salir del despacho cargada de papeles y hasta una vez mirando un escaparate. Creí que me volvería loca. Era como si el universo tratase de decirme algo que yo no era capaz de comprender. Hasta, claro, que ella vino a mí sin reconocerme y el sentimiento de rechazo que me causó lo guardo todavía en el fondo de mi alma, empañándola con un vaho de terror que no se me quita.

Un miércoles a última hora vino a la librería. Venía con un chico enorme, un gigante casi, un hombre guapo y bien parecido que la miraba como si estuviese viendo a una diosa. A pesar de mi oposición al respecto, tuve que acercarme a atenderlos porque era la única librera que estaba disponible en esos momentos. Les pregunté si deseaban algo y ella me respondió que solo estaban mirando. Se paseó entre las estanterías mientras el chico guapo ojeaba un ejemplar bilingüe de El lobo hombre de Boris Vian. Como no tenía mucho más que hacer, me puse a colocar la sección de arte que, nunca he comprendido por qué, en la librería está junto a derecho, que es lo que mi doble miraba. Desde el primer instante, aquella muchacha rubia y no demasiado grande, se dedicó a hacer observaciones hirientes al gigante, que no abrió la boca. Criticó que no encontrara un trabajo mejor, que no tuviese aspiraciones en la vida, que no llevase corbata a trabajar bajo la premisa de que aquel trozo de tela podía marcar la diferencia entre conseguir un ascenso o quedarse igual, que no hubiese ido a no sé qué reunión familiar y un montón de cosas más con el mismo tono de negociador con el que nos había atendido en la gestoría. Supe de inmediato que aquel chico era su pareja, pero que ella no lo amaba. Quizá porque ella quería al hombre en el que podría llegar a convertirlo, no al que tenía delante. A veces la gente no acepta tal y como son a las personas con las que comparten su vida y eso hace que las relaciones dejen de funcionar. Si uno se engaña, si piensa que ama a una persona pero esa persona solo existe en su mente, es fácil llegar a negarse la evidencia de que la verdad es otra. Y la realidad acaba aflorando tarde o temprano. La consecuencia es la decepción. Tu pareja no está jamás a la altura de las circunstancias, porque no es ese sueño perfecto en el que lo habías convertido. Si no se aman los defectos de las personas no se las puede llegar a amar nunca, porque el ser humano es imperfecto de por sí. Sentí miedo entonces otra vez, porque ver a aquella chica era como verme en un espejo deformante. Quizá yo no era capaz de aceptar tu frialdad, de amar que me ocultaras, y quizá por eso te torturaba. Lo vi claro en el mismo momento en el que Margarita Ródenas se percató de mi indiscreta escucha y cambió de idioma para pasar a un casi perfecto francés al que él tampoco respondió, cada vez más encogido sobre sí mismo, agarrándose al libro de Boris Vian como a una tabla en mitad de un naufragio. Pero era como si aquel chico se hubiera perdido el naufragio en sí y se encontrase de golpe en el agua, o casi más descriptivo sería decir que estaba en su cama tranquilamente, en su piso perfecto, con su novia perfeccionista hasta el paroxismo, y de golpe se había encontrado a sí mismo en mitad del océano helado, agarrado a un madero aislado, sin supervivientes, sin tierra a la vista, en mitad de la noche más oscura y sin una explicación que le diese consuelo. Sentí pena por él. Es posible que no supiera todavía que toda aquella relación era una farsa. Es posible que no llegase a darse cuenta nunca de que aquella chica amaba a un hombre que no existía y que dedicaba todas sus fuerzas a transformarlo en él, por supuesto sin ningún éxito. No se puede variar la esencia de la gente.

No compraron nada, ella le quitó el libro de Boris Vian y lo devolvió a la estantería como si fuera lo más natural y se marcharon. Nunca más volví a ver a ninguno de los dos. Pero esta noche he soñado con ellos. Con ellos, contigo y conmigo. Tú y yo habíamos quedado en la plaza del Dos de Mayo a beber cerveza y ellos dos estaban en la terraza, en la mesa contigua a la nuestra. Hablaban animadamente en francés, o sería mejor decir que ella hablaba y él bebía vino sin apartar sus ojos de ella, con esa mirada de cordero degollado que tanto me impresionó en la librería. De repente ella se ponía a insultarlo, yo lo sabía por el tono y por los gestos de sus manos, aunque no porque entendiera el idioma. Él no se movió lo más mínimo. Te dije que aquello era una vergüenza, que jamás permitiríamos que a nosotros nos pasase nada semejante y tú sonreíste. Después ella empezó a insultar su hombría en castellano, hablando cada vez más alto de lo poco que disfrutaba en la cama con él, lo aburrido, lo soso, lo poco que estaba pendiente de tal o cual cuestión, del daño que le hacía cuando tal o cual cosa… y entonces él se ponía en pie de repente, se lanzaba sobre ella y empezaban a hacer el amor salvajemente en el suelo, delante de todo el mundo. Aquel hombre la poseía con una furia que era todas las furias, todas las bestias que puedas imaginar. Ella gritaba de una forma indescriptible, peor que si lo que estuviera haciendo fuera matarla. Aunque, por supuesto, ese fue el siguiente paso. Sus manos se atenazaron alrededor del cuello de aquella mujer y empezaron a apretar sin dejar por ello de moverse.

—Ahora seré yo el que decida cuándo debes respirar —dijo.

Y después le rompió el cuello. Sonó como una nuez partida con un martillo. Yo estaba aterrorizada, tanto que apenas podía moverme. Entonces él desapareció, y en su lugar cientos de palomas cubrieron el cuerpo por completo con el fin de alimentarse de él. Sabes el asco que me dan las palomas, imagina lo que sentí cuando sus picos se hundieron en los ojos.

—¡Tenemos que hacer algo! —te grité.

Y entonces te miré por primera vez y tus ojos no eran los tuyos. Lo último que vi fue el cuchillo que brillaba en tu mano y que bajaba hacia mí.

Sí, lo sé, es lo más desagradable que has oído nunca. Puedes imaginar cómo me desperté. Todavía siento escalofríos si lo pienso. El caso es que no sé qué significa, pero no creo que sea bueno. El sueño, además, establecía un paralelismo entre nosotros y ellos. Y están los dos asesinatos tan horribles. No sé, Pedro, es como si algo tratase de avisarme de que me alejara de ti. Y no sabes lo que me duele tener que darle la razón a ese sueño. No es que crea que me vas a matar, no va por ahí, no te preocupes, pero creo que esto nos hace mucho daño. Seguimos queriéndonos, claro que sí, daría mi vida por ti si me lo pidieras, pero a veces el amor no es suficiente para que algo funcione. Tiene que haber una conexión que nosotros hemos perdido. Eso es lo importante en realidad: la conexión, esas pequeñas cosas que tienen las parejas al mirarse y saberse, eso que hace que una persona contenga el aliento. Lo importante es lo inexplicable; seguir perdonándonos el uno al otro infinitamente por el daño que nos hemos hecho no lleva a ningún fin. Te quiero tanto que no comprendo cómo ha podido pasar que de fuego se haya pasado a ruinas, aunque es lo que el fuego suele dejar detrás de sí, supongo.

Nuestra única vía es cerrar los ojos y empezar de nuevo, encontrarnos a nosotros mismos como si nunca nos hubiésemos conocido, como si nunca nos hubiésemos abierto. Tú y yo, cariño, somos herida, somos un dolor que se mueve y respira, un dolor que se siente en mitad del pecho cuando estás cerca. Sin embargo qué dulce es tu recuerdo, qué maravilloso, qué diferente de la realidad que debería recordar. Tu sonrisa lo llena todo cuando te sueño. Y sin embargo camino del brazo de otro esta vez, tratando de seguir olvidándote como si eso fuera posible. Pero es que el sueño y sentir que no debería haber despreciado ni temido a Margarita Ródenas como los adolescentes hacen mal en meterse con los ancianos: porque todos algún día seremos ellos si no nos quedamos por el camino.

La verdad es que no sé si has entendido esta carta, si has entendido esta despedida o si volverás el domingo que viene a esa plaza, a esa terraza, y te encontrarás con que yo ya no estoy, que aunque te ame con todo mi corazón no podré estar siempre para ti, ahí, esperando a que el mundo cambie y lleguemos de nuevo vírgenes a ese encuentro primero, como si pudiésemos dar cuerda al tiempo al revés. Volver al principio no siempre es fácil, aunque yo haya pasado tantas veces por aquel primer portal en el que me encontraste. Para nosotros es imposible volver porque nos hemos hecho viejos juntos, he peinado tus canas con los dedos, me has visto convertirme en una mujer. Hemos hecho un camino tan doloroso y tan bello que no podremos olvidarnos, pero tampoco amarnos ni perdonarnos. Como, al mismo tiempo, seremos incapaces de dejar de hacerlo. Hay un día en el transcurso de toda pareja en la que esta pierde la inocencia. La única forma de no participar de esa ruina de sentimientos, de continuar construyendo, es ser capaces de retrotraerse al instante primero, cuando el conocimiento era confuso y no había nada que perder ni que ganar. Cuando todo lo que había era futuro por delante. Eso no funciona para nosotros dos ya. Tenemos demasiado pasado, un pasado que nos pesa en los huesos y nos lastra. No me queda esperanza, por eso he decidido despedirme de ti de la mejor forma posible; sé que te encanta leer y por eso te escribo. Sé que te encanta el correo ordinario porque eres un antiguo, así que no te mando un mail. En lugar de eso me resisto a terminar esta carta porque no deja de ser un adiós definitivo a lo que más puedo amar. Si pudiera no dejaría que el papel se terminase nunca, para que nunca te llegase esta despedida empapada en mis lágrimas. Pero no te preocupes, no has fracasado, no has abandonado tú. Te dejo yo, me marcho de tu vida hasta que tú quieras, hasta que el mundo cambie o seamos capaces de convivir sin matarnos, lo que antes suceda. Puede sonar a chantaje. No pienses mal. No es la forma que tiene el más débil de conseguir que el fuerte se doblegue a sus deseos. No pido nada, solo quizá que seas feliz aunque para ello tengas que olvidarme o volver conmigo, lo que menos te torture.

Ya está. Lo he hecho. ¿Sabes?, nunca pensé que tendría valor. Supongo que en tu vida he entrado solo a mirar y a descolocar tus estanterías, como Margarita Ródenas entró en la librería aquel día en que en realidad empezó todo. Quizá perdí la inocencia en ese instante, de golpe me di cuenta de que yo no quería un perro y que mi tendencia natural hubiese sido convertirte en ello. Te imaginé abrazado a un libro de Boris Vian perdido en mitad del océano y sentí náuseas. Siento todo el daño que te he hecho. Y si alguna vez vuelves a mi lado, te pido desde ya perdón por todo el daño que te continuaré haciendo. A veces, siento que no hay personas ni malas ni buenas, sino falta de oportunidad al elegir el momento de encontrarse en una situación o con una persona. Y lamento haberla tenido contigo.

Adiós, profesor, buena suerte. Te quiero:

Luján