Velázquez

La interceptó en la calle, a las doce de la mañana. Ella llevaba un vestido azul de punto inglés por encima de las rodillas y unos leotardos como de niña pequeña, también azules, que se escondían en unos zapatos merceditas de tacón alto de color marrón, como los que se llevan en los colegios de monjas en la forma e intención, pero más sugerentes y atrevidos por la parte de atrás. Ese tacón que provocaba un contoneo inusual en las caderas estaba diseñado para el desequilibrio. De hecho fue el tacón lo que hipnotizó a Arturo y lo que hizo que se fijase en ella. En aquel momento no buscaba nada, y lo normal hubiese sido que no se fijara en una mujer tan delgada. Prefería ver oscilar la carne, la vibración de un trasero bien formado, el movimiento de unos pechos que apenas se pudiesen estrujar con las manos. Sin embargo aquella chica tenía algo. Parecía disfrazada de niña para alguien, de niña perversa para él. La siguió unas cuantas calles. De alguna forma la chica parecía seguir un mapa absurdo, pasando varias veces por el mismo sitio como sonámbula o como perdida, pero acercándose de una forma que le pareció deliciosa a la casa de Arturo en el barrio de Velázquez. Era mucho más perfecto de lo que se había imaginado. Cuando la vio detenerse en un paso de cebra aprovechó para hacerse el encontradizo y chocó con ella de forma estruendosa. Los papeles que llevaba en la carpeta se desparramaron por el suelo. Como esperaba, la chica se mostró solícita y le ayudó a recogerlos. Sin embargo había en sus ojos azules un gesto arisco, como si estuviese molesta por tener que hacerlo, por tener que agacharse con sus incómodos tacones para recoger los papeles del suelo pero no pudiese, sin embargo, evitar ser cortés.

—Hola, disculpe, a veces voy un poco absorto. Lo siento. Me llamo Arturo Aguirre.

Ella le miró con infinito desdén, el pelo negro osciló unos segundos ofendido. Las manos le tendieron los papeles. El rostro lo examinó de arriba abajo. Finalmente cedió y le dijo su nombre: Luján. Era un nombre sencillo y sin adornos, aunque nada común, y Arturo empezó a temblar de anticipación. La haría suya en el más estricto sentido de la palabra. Doblegaría ese orgullo y esa forma de moverse. Llegaría un momento en el que ella no sería capaz de mirarle a la cara sin pedir permiso. Pero había que ir despacio. Intentó invitarla a un café que ella rehusó diciendo que iba a trabajar. Arturo fingió interés por el trabajo de ella, pero pronto descubrió que el interés que fingía resultaba mayor que el que Luján misma demostraba. Se propuso pues saber el porqué de esa falta de interés y no le resultó difícil averiguarlo: la iban a despedir. De hecho aquel era su último día en la librería en la que trabajaba. Se había puesto tan guapa solo para que la recordasen así, bella y orgullosa.

—¡Malditos explotadores! —dijo Arturo por ganarse su confianza—. Siempre haciéndose ricos a costa de los demás.

Aquello resultaba especialmente cómico viniendo de un rico heredero que no sabía lo que era trabajar y que dedicaba la mayor parte del tiempo a verlo pasar, incluso el mismo Arturo estuvo a punto de reírse de su cinismo. Pero Luján se le adelantó. La carcajada fue tan triste que sonó macabra en el aire, como una campanada fúnebre.

—No es cierto. Minerva, mi jefa, es un encanto. Lo que pasa es que yo soy un demonio.

—No creo que tras una cara tan bonita se pueda esconder el diablo.

—Si existiese, cosa que me resisto a creer, elegiría un rostro dulce para ocultarse.

—¿No cree en Satán?

—No creo en el bien y el mal como entes independientes. Por lo que si no creo en Dios, tampoco en el demonio.

Aquí fue Arturo el que sonrió malicioso.

—Ese ha sido el mejor engaño que ha hecho el diablo precisamente, ¿no cree? Ha convencido al mundo entero de su inexistencia.

—Lo dice como si lo conociese en persona.

—Algo de eso hay.

Arturo observó con placer cómo la actitud de Luján se fue relajando poco a poco, cómo su cuerpo se ablandaba, la sonrisa se le descolgaba con facilidad de los labios, el pelo negro dejaba de aparentar distancia y comedimiento. Charlaron un rato más en medio de la calle. Ella le preguntó qué eran esos papeles tan importantes que había tirado al suelo. Él repuso que una tesis doctoral sobre satanismo. Luján volvió a cortar el aire con una carcajada, cosa que Arturo aprovechó para ponerse muy serio y mostrarle la reproducción de un grabado del siglo quince que mostraba un aquelarre de brujas medio desnudas rodeando a un hombre con cabeza de cabra. Luján palideció. Arturo supo que la tenía en sus manos y decidió tutearla.

—¿Te he impresionado? Discúlpame. Es que el tema siempre me ha fascinado. Investigo las sectas satánicas de Madrid.

—¿Es… es alguna especie de trabajo?

—No. Lo hago por gusto. Nunca he trabajado en realidad, aunque esté mal decirlo. Tengo demasiado dinero como para pensar en hacer otra cosa que divertirme. Y el satanismo me divierte. Colecciono todo tipo de objetos relacionados. Hasta tengo un Goya de la época negra en el salón de mi casa. Herencia, supongo. Estas cosas siempre se heredan.

Los ojos azules de la chica se abrieron de par en par.

—¿Un Goya?

—¿Quieres verlo? Vivo ahí mismo.

Luján perdió por completo el interés por ir a su último día de trabajo. Lo sustituyó por la palma cálida y esponjosa de la mano de Arturo, el portero uniformado, las escaleras de mármol, el pasamanos de madera labrada, los techos pintados, las lámparas cargadas con lágrimas de cristal de murano. Primero el Goya, luego una copita de Pernod, más tarde un sofá de piel y una mano descortés en el muslo cubierto de leotardo. El Pernod le sentó mal, empezó a marearse y Arturo le acomodó la cabeza sobre un cojín de plumas. ¿Cuánto había bebido? No más de una copa rebajada con agua y sin embargo el calor, la humedad en el cuello, la cabeza fría y la visión borrosa. Se quitó los zapatos en un gesto, el ruido que hicieron al caer sonó dentro de los ojos, muy dentro, en un universo paralelo en el que el rostro apuesto y bien afeitado de Arturo empezaba a convertirse en el de un chivo que la besaba y desnudaba. Le pareció que el cuarto se iba llenando de gente, hombres y mujeres desnudos que la miraban ávidos, que se tocaban los unos a los otros sin dejar de observarla a ella, a Luján, consciente pero paralizada, la niña que no podía hacer nada por defenderse. Los ojos azules estaban abiertos sin poder parpadear, los brazos descolgados a los lados del cuerpo, una mano rozando la alfombra, las piernas obscenamente abiertas delante del chivo-Arturo, que sonreía con unos ojos inmensamente rojos, como dos brasas, como había leído en su adolescencia que debían ser los ojos del Drácula de Bram Stoker. Los invitados chillaban y se retorcían, devoraban sus miembros, se hacían sangrar con látigos y luego la pintaban a ella con la sangre. Decían cosas incomprensibles, o ella no podía entenderlos, como si su vocabulario fuese una amalgama de sonidos inconexos y guturales, emitidos por bestias. Con horror vio cómo uno tras otro la montaban todos los hombres de la sala, incluido el Arturo con cara de cabra, mientras las mujeres se besaban entre ellas, se retorcían los pechos, saltaban alrededor del sofá fabricando sonidos infames y agudos. Podía sentir cómo la penetraban, pero no podía hacer nada por detenerlos. Sabía que tenía encima a Arturo, pero no podía rechazar su abrazo de animal, sus ojos como pequeñas brasas encendidas. Sintió que se desgarraba, que perdía el control sobre sí misma, que el universo se difuminaba, que el dolor era tan intenso que obligó a la pérdida de conciencia y al borrón.

Lo primero que vio después fue el rostro de Arturo, pero ya no tenía cara de chivo ni los ojos rojos, sino que era guapo, tenía los ojos negros y olía a aceite de almendras y madera de pino. Comprobó que podía moverse y se sintió aliviada de poder hacerlo sin problemas. Estaba completamente vestida, incluidos los zapatos merceditas, pero no se hallaba en el sofá, sino en una cama con sábanas de seda negra como de hotel de película americana.

—¿Te encuentras bien? Me has dado un buen susto, bonita.

—¿Qué ha pasado?

—Espero que no te moleste que te haya traído a la cama, pero pensé que estarías más cómoda. Apenas probaste el Pernod caíste a plomo sobre la alfombra. Si lo llego a saber te doy una cocacola.

—He tenido un sueño extraño.

—Ha debido serlo, porque cuando uno se desmaya no suele soñar.

—¿Puedo ir al baño?

—Claro, es esa puerta de la derecha.

Luján se metió en el cuarto de baño y se vio pálida en el espejo, como si el miedo estuviera a punto de encanecerle las sienes. Lo que le preocupó del asunto es que no tenía la sensación de que ese miedo se hubiese interrumpido o estuviera pronto a desaparecer, sino que aparecía como una constante, algo que se hubiera presentado antes y tuviera cierta continuidad. ¿Qué había sido todo aquello? ¿Se estaría volviendo loca? Se buscó la piel con la mirada, registró en el reflejo cualquier parte de su cuerpo que quedase a la vista fuera del vestido y no tardó en descubrir unas marcas en el cuello moradas y largas, como de dedos. Se estremeció. ¿Demostraba aquello que su alucinación era real?

Arturo la vio salir del baño, no perdió la calma cuando ella sí lo hizo y le gritó histérica, le mostró las marcas del cuello, le pidió explicaciones referidas a chivos y orgías y sangre.

—Querida —susurró casi, con un toque de indiferencia en la voz—, lamento haberte lastimado, pero no podía dejar que te quedases tirada en la alfombra. Soy un caballero. No sé de qué me estás hablando, pero suena a pesadilla, pobrecita. Creo que te he impresionado demasiado con mis grabados.

Luján se quedó parada en la puerta del baño todavía, respirando de forma agitada, debatiéndose entre seguir defendiendo lo indefendible o ceder ante la mirada tierna de Arturo, no particularmente inocente pero para nada roja o satánica. Al final optó por esto último entre rendida y avergonzada. Se dejó invitar a comer en un restaurante caro, se dejó halagar por Arturo, permitió que él la besase, que la llevase de nuevo a su casa. Incluso se acostó con él en aquella cama de sábanas de seda negra, y hasta mucho después, cuando él dormía con la cabeza apoyada en su pecho, no se dio cuenta de que lo hizo deseando saber, buscando la comparación, para sentirse tranquila o comprobar de una vez y para siempre si aquel joven rico y un poco superficial se convertía o no en cabra.