Antón Martín

Después todo fue correr. Correr por las calles de Madrid ciega por completo, sin poder pensar, sin poder huir de dos imágenes que venían enlazadas como por encanto, pero sí, sería un encanto diabólico, una maldición, una tentación del infierno: primero la mano de Luján con su esmalte carcomido en las uñas enlazada a la suya en el concierto de Antonio Vega, sentir su frío, su maravilla, y luego esa mano descarnándose al separarse de la suya y ya el charco de sangre en mitad de la calle ennegreciendo el asfalto. Si hubiese podido así deshacer la imagen en pequeños fragmentos que se hicieran más soportables, habría corrido con los ojos cerrados. Pero ni siquiera de esa forma iba a deshacerse lo hecho. No iban a volver los conciertos, ni Antonio Vega, ni siquiera Luján, porque estaban todos muertos como en una canción sobre hojas secas que caen de los árboles. Todos muertos ya. No hay manos que se unan. Hay belleza en una desaparición, pero nada más.

Belleza. Minerva se preguntó entonces por qué ella tendría que ser así, por qué tendría que buscar belleza en todo hasta encontrarla y enamorarse de ella. La culpabilidad la perseguía por esas calles por las que iba corriendo. Belleza. Había encontrado hermosa a Luján en el suelo, desvencijada como una silla vieja, húmeda de rojo y negro, con aquello brillante y plateado, aquel cuchillito de acero, saliendo de la mitad del pecho como el mástil desnudo de una bandera. Y eso, ese detalle, haberlo encontrado hermoso, la hacía aún más culpable.

Comenzaron los «y sis» mientras corría: «Y si ella no hubiese ido ese martes al teatro», pero cómo no ir a ver a la reina de los mediocres con aquella peluca rubia brillando entre la basura; «y si Luján se hubiera quedado con ella», pero no podía exigirle eso, más bien era Minerva la que siempre encontraba la manera de ponerse a disposición de Luján; «y si no la hubiese seguido hasta el restaurante», imposible, la cadencia de sus caderas era tan hipnótica que la hubiera seguido al fin del mundo si a ella le hubiese dado por ir hasta allí; «y si no le hubiera mentido a aquel chico», y ahí sí que la culpabilidad como una tenaza hizo que se detuviera junto al cine Doré, se apoyase en sus muros y respirara con dificultad. Si ella, Minerva, no se hubiese interpuesto entre el chico de la pulsera de hilo y Luján disfrazada, Luján seguiría viva porque habría vuelto acompañada a casa. Necesitaba una cerveza.

Se metió en el primer bar que encontró, un sitio cutre con las paredes cubiertas de una grasa de siglos que ya no era ni pegajosa, con bocadillos de calamares a dos euros cuya procedencia era mejor no preguntarse y lleno de extranjeros borrachos y semiadolescentes que, era más que probable, disfrutaban de la beca Erasmus. Los camareros, que parecían dormidos a esas horas, ponían las cañas con una destreza impresionante (y le resulta curioso a Minerva ahora que hace la maleta a toda prisa en su piso de Delicias, recordar con detalle la forma en la que la espuma caía, el olor a frito, la mano del camarero dando fuerza a la cerveza con el gesto ausente del que ha hecho algo muchas veces). Empezó a beber allí. Le parecía, eso lo recuerda, que el alcohol la tranquilizaría como una poción mágica. Necesitaba beber para no pensar, beber para olvidar lo hermosa que le había parecido aquella catástrofe. Era terrible que le hubiese gustado la imagen, la composición de las formas, el cuerpo sobre el charco. Beber para no sentir que ella tenía parte de culpa en aquella bella estampa del horror. Y pidió una cerveza y luego otra más. Al final estaba claro que empezaría con los gin-tonics. No sabe los que se bebió, pero no fueron pocos. Se introdujo en la conversación de los becarios postadolescentes. Ellos estaban encantados, Minerva habla alemán, inglés e italiano y casi podía conversar con cada uno en su lengua mater. Resulta cómica en el recuerdo, la lucidez con la que manejaba los diferentes idiomas, sin equivocarse ni una vez en la procedencia de aquellos muchachos ebrios y lustrosos de ojos maravillados por la «bellisima Spagna». Hablaron de arte y de arquitectura. Eran aspirantes a director de museo la mayoría o a conservador desencantado. Ella había vivido en Florencia un año, dio para mucho ese tema. Recuerda que hasta en un momento se sintió orgullosa de sí misma en un relámpago de lucidez: estaba manteniendo una animada conversación con unos desconocidos, unos jovencitos adorables que parecían saber de la vida más que ella misma, coqueteando, haciendo guiños en idiomas, sonriendo. Recordó cómo había querido absorber de Luján esa vivacidad que ella tenía, cómo había deseado apropiarse de ella y saborearla, cómo había envidiado su capacidad social y de golpe se sintió triste y quiso echarse a llorar. Si Luján la hubiese visto fingirse no afectada, si la pudiese seguir con su mirada de alma errante hasta los erasmus, se hubiera sentido orgullosa. Minerva sociable, y sí, la misma Minerva aterrorizada por su manera de ver el mundo y de sentirse ante él, ahora comentando las formas libidinosas del David de Miguel Ángel.

Se fue con ellos a una discoteca de música machacona e insistente, uno de esos sitios a los que nunca había pasado por falta de valor y quizá de curiosidad. Pagó la entrada de casi todos ellos y cree que bebió más de tres copas dentro. Tenía tanta sed… Era como si su cuerpo fuese un pozo seco, un pozo sin fondo que bailaba y se retorcía entre luces parpadeantes de colores y cuerpos sudorosos. La sed se apoderaba de su garganta y salían de ella cantos rituales como gritos sin sentido, guturales, liberadores y melancólicos, sedientos también de una vida que nunca fue la suya, que tenía la sensación de haberse perdido. Y la voz se le confundía entre la gente apretujada, devolviéndole el sonido seco de otras gargantas que no eran la propia y que se mezclaban en la mesa de tres platos del pincha-discos. No quería sentir y casi lo consigue. Se trasladaba como en trance de unos brazos a otros, moviéndose contra los jóvenes fascinados que se pasaban cristal de éxtasis de lengua a lengua, parada de golpe ante la torre humana del go-go brillante y perfecto que subido en una tarima semidesnudo, movía las caderas en golpes espasmódicos.

—Eso sí que es una obra de arte —dijo.

Y se echó a reír por su ocurrencia con tanta fuerza que la arcada se le subió al puente de la nariz y giró su ruta hacia el servicio. Estaba pálida en las paredes de espejo, tanto que la mayoría de jovencitas de tacón alto y maquillaje nocturno la dejaron pasar delante. Recuerda que pensó qué cantidad de gente salía un martes noche y que jamás lo hubiese imaginado, antes de tropezar con sus propios pies y caer hacia delante en el suelo algo húmedo. Su imagen repetida hasta el infinito, con la falda blanca desmayada sobre la espalda mostrando la ropa interior de algodón, esa ropa interior mojigata que empezó a odiar en aquel mismo instante, y los muslos desnudos y varicosos, le devolvió la inmensidad de su patetismo y le hizo reconocerse que debía volver a casa a llorar o a lo que fuese antes de que la situación se agravase si es que todavía podía hacerlo. Varias chicas de vestidos imposibles y delgadez infrahumana se le lanzaron encima para levantarla entre preocupadas y burlonas. Hizo falta tres intentos para incorporar a la Minerva avergonzada, que ya ni siquiera tenía ganas de vomitar.

La calle parecía fría de golpe, como si la primavera hubiese huido con su sentido del ridículo. Las farolas no iluminaban lo que debieran, todos los coches estaban parados y vacíos, se podía escuchar silbar el aire contra el asfalto, chocando contra él y volviéndose de repente otro, como ausente y menos impetuoso, más absurdo. La cabeza de Minerva daba vueltas entre los cuerpos que había tocado aquella noche, hasta puede que probase el éxtasis, no es capaz de recordarlo con claridad. Sus pies se encaminaron solos por entre las calles desiertas, esas calles que parecían querer decirle algo que ella no comprendía. Y quizá fue la vuelta al cuerpo cubierto de sangre lo que le hizo tener tanto miedo al silencio de esas calles que vomitó de pánico en una esquina. No podía volver a casa. Por allí ni siquiera parecían pasar taxis. Es por eso, por el terror, que se metió en el primer hostal que encontró a su paso y pagó por adelantado. Después vomitó su alma y su recuerdo antes de quedarse dormida olvidando poco a poco la muerte de Luján, aquella de la que había sido testigo y culpable.

Ahora la maleta está sobre la cama abierta, recibiendo todo lo que se puede recibir en una maleta. Ha vuelto de su paseo, un paseo que la ha obligado a recordar todo lo que sucedió aquella noche, y no puede soportarlo. Tiene que salir de Madrid, llevarse lejos su culpa, ver el mar, sí, ver el mar le parece buena idea. Huye hacia Barcelona, a pasar allí unas merecidas vacaciones. Le duele el pecho, apenas si es capaz de respirar sin echarse a llorar. ¿Para qué va a decidir qué se pondrá en las vacaciones? Se lo puede llevar todo y allí elegirá. No hace falta más. Lectura quizá. Bueno, en Barcelona también se pueden comprar libros, no se los llevará puestos pues. Se dice a sí misma que no tiene término medio. Quisiera morirse ahora porque el mundo no se ha enterado de la muerte de Luján. Y sobre todo no se han enterado de que ella lo vio todo, estaba presente y no hizo nada porque la belleza de aquella violencia gratuita la hipnotizó. ¿Y si se estuviese volviendo loca? Esa parece la excusa de una enferma mental. No salió de detrás del contenedor porque Luján era hermosa hasta muriendo. No, no es cierto. La paralizó el pánico, y su reacción posterior fue de lo más absurda: se echó a la calle, bebió, se drogó, durmió sola en un hostal porque al menos tuvo la decencia de no ligarse a uno de los erasmus. Llama a la librería. Sus empleados no dan crédito. Se le entrecorta la voz cuando dice que no sabe cuándo volverá de Barcelona, pero que ellos pueden hacerse cargo solos. Que no se preocupen, que les compensará con días libres.

—¿Estás bien? Te noto rara, Minerva.

—Es que me ha surgido una cosa en Barcelona y tengo que ir a ver el mar, lo siento, pero es muy importante.

—¿El mar? ¿De qué estás hablando?

—Bueno, no importa, da igual. El caso es que me tengo que ir y que es vital que me vaya y que os podéis hacer cargo de la tienda mientras no esté, ¿verdad? De todas formas tendré el teléfono encendido por si necesitáis algo.

Ver el mar para asumirlo. Sentarse vestida en la playa de la Barceloneta, correr hacia el agua e imaginarse caminando hasta desaparecer. Sin embargo no hacer nada de todo eso. Volver a su sitio en la arena, donde el hueco de su cuerpo había dibujado dos medias lunas, y mirar la danza de las olas una y otra vez. Preguntarse por qué no había ido a la policía y responderse que, total, ¿qué les iba a decir?, ¿que a Luján la había matado un tipo que se parecía a cualquiera y que, además ni siquiera parecía haber deseado atacarla, sino que fue ella la que atacó primero como si se defendiese de una amenaza invisible? ¿Qué decir?, ¿que Minerva no había hecho nada porque se había pasado tanto tiempo en los libros que no pudo soportar que la vida le escupiese así a la cara? Tendría que admitir que tuvo la culpa porque desvió el camino del tal Arturo, tendría que decir que no hizo nada cuando hubiese podido al menos gritar. Y antes que eso la huída, leer a Virginia Wolf tirada en la arena sobre la chaqueta, resistiendo los golpes de la brisa contra la cara, intentar olvidar y al mismo tiempo resarcirse en el dolor que le sube de vez en cuando por la garganta, siguiendo el ritmo cadencioso de las olas contra la Barceloneta.