Los enredados senderos
Durante los primeros meses de la guerra, antes de que ésta, aún fluida, cuajara en guerra de trincheras, reinaba el desconcierto pero también el impulso individual. Egon y Jeanne siempre habían dedicado algunos momentos de su tiempo a los indigentes y a los enfermos; no hacían más que cambiar de infortunados. Jeanne trabajaba en una ambulancia privada, cerca de Senlis, cuyos gastos corrían a cargo de una asociación luterana. Egon, que había renunciado a las aventuras de antaño, llevaba a París a los heridos graves que, a veces, morían por el camino. Aquellas tareas les daban la impresión de permanecer en contacto con, por lo menos, un pedazo de realidad.
Muy pronto, Egon se percató del riesgo que corría de ser enrolado en un regimiento ruso que se estaba formando en Francia. Una semana antes, habían reunido a los primeros reclutas en un cuartel del extrarradio: estudiantes, socialistas, miembros de las comunidades situadas en provincias limítrofes del Imperio y que, al igual que Egon, no tenían ningún interés en combatir por el Zar. Parte de aquella gente huyó. Oficiales rusos, a cargo del proyecto, dispararon sobre ellos y hubo bastantes muertos. Los periódicos no hablaron del incidente.
Egon y Jeanne dejaron París y se marcharon a Suiza. Holanda era neutral, pero resultaba muy difícil llegar hasta ella, ya que estaba rodeada en tres de sus lados por Alemania y por la Bélgica ocupada, y hubiera sido una prisión. En Suiza, por el contrario, el aire parecía más puro, y los gritos e imposturas de la prensa, tanto de la francesa como de la alemana, llegaban allí ya amortiguados. Pero la vida material planteaba sus problemas. Tras unas cuantas estancias temporales en Morgues y después en Lausana, Monsieur y Madame de Reval aceptaron el ofrecimiento de un amigo suizo, coleccionista y melómano, industrial y mecenas célebre, que les ofrecía una casita lindante con su suntuosa morada de Winterthur. Al cabo de un invierno, sin embargo, se cansaron de aquel paso continuo de artistas y escritores que constituían la corte de Otto Weiner, de aquellas interminables discusiones sobre pintura, sobre la música y la guerra, de aquellos vaticinios siempre falsos que anunciaban, ora la invasión de Suiza, ora una paz negociada para dentro de dos días. Otto Weiner le hizo, no obstante, grandes favores a Egon. El rumor de las piedras, su primera obra medio pianística, medio coral, había sido dada en París la víspera de la guerra. Admirada o criticada, consiguió situar definitivamente a Egon entre el reducido número de innovadores importantes. Weiner logró que se escuchara en Basilea y encontró para el autor, en el Instituto Pro cultura artística de esa ciudad, un puesto de profesor de interpretación musical que le obligaba cada semana a estar allí dos horas. Egon había logrado superar su miedo nervioso a exhibirse en público; dio conciertos en las grandes y pequeñas ciudades helvéticas. Unos fondos que había dejado en París le llegaron por fin gracias a ese mismo bienhechor. También les llegaron unos florines, residuos de la herencia paterna de Jeanne. Buscaron por la región una vivienda que fuera sólo de ellos y compraron, por fin, cerca de Soleure, un pabelloncito desmantelado del siglo XVIII.
Soleure había sido residencia oficial de los embajadores en los cantones suizos; un poco del siglo de las Luces había brillado allí. El pabelloncito, con su modesto pórtico y sus artesonados estilo Luis XV, conservaba aún cierto encanto francés. Un jardín abandonado adoptaba aires de parque. Las traducciones de Angelus Silesius y de Novalis se vendían con cuentagotas, así que Jeanne, para ganar algo más, trató de fundir en una sola novela ciertos rasgos de la vida de estos dos hombres. Pero carecía del don de escribir. Arrojó al fuego su obra por parecerle mediocre. Ayudada por Egon para el vocabulario musical, redactó una sombría biografía de Gluck y otra de Schubert, que su editor parisino aceptó a pesar del descrédito de todo lo relacionado con Alemania. Ella decía sonriendo que aquellas obras «daban un poco de dinero». Pero ya era mucho que la época de las Luces y la época romántica consiguieran que se olvidase, durante la lectura de algunas páginas, el imperio alemán. Una carta del generoso Romain Rolland, cuyo generoso Por encima del conflicto entusiasmaba a Michel por entonces, vino a calentarle el corazón.
Durante aquellos años, Egon estuvo callado. Compuso, no obstante, una serie de estudios para piano, breves coloquios consigo mismo o con una voz que tan pronto era la de Jeanne como la de desconocidos, expresándose en sordina y que no eran, probablemente, sino también la suya. La imagen de los dos niños, que se educaban en un buen colegio, pero que, según Egon, «se estaban haciendo suizos», oponía su ávido y alegre apetito de vida a la calma de los huertos dorados y el perfume insidioso de las setas entre la hierba húmeda, o al agrio sabor de las últimas bayas halladas bajo el musgo. La muerte del hermano pequeño de Egon, su preferido, cadete en la guardia y caído en una de las primeras escaramuzas de Petersburgo, dejaba en su ánimo menos desvalimiento que el recuerdo de un hermoso invierno en aquella ciudad ahora tan cambiada, donde Jeanne y sus dos hermanos habían saboreado sin reservas las fiestas del teatro y de la vida juntos. El alegre galope del Caballo blanco a orillas del lago, el primer ballet de Egon que se representó por entonces, se hundía menos en la muerte que en un brotar, inexplicable, de la inmortalidad. Estas obras enigmáticas, a menudo contradictorias, publicadas muchos años después, servirían un día de clave, más bien falsa, para futuros biógrafos. En cuanto al Laberinto del Mundo, no era más que un largo proyecto para pasado mañana.
Por aquella época en que su puesto de instructor era una novedad, Egon se interesaba por sus alumnos como si fuesen instrumentos, buenos, mediocres o malos, a los que oía por primera vez. Durante una de las dos noches que cada semana pasaba en Basilea, paseaba, en ocasiones, por las orillas tumultuosas del Rin, como antaño en Dresde, por los muelles del Elba, o en París, en ciertos jardines cercanos a Nôtre-Dame. A veces, algunos encuentros satisfactorios le enriquecían o apaciguaban: un rostro, un cuerpo cuya imagen conservaba dentro de sí, pero que no trataba especialmente de volver a encontrar. Y a veces le ocurría que tampoco sentía gran interés en encontrarse a sí mismo.
En la Suiza alemana, Egon y Jeanne habían reanudado lo mejor que podían sus tareas caritativas, pero éstas habían cambiado de forma. En Basilea, al igual que hacía no mucho en Ginebra, la Cruz Roja se ocupaba de recoger informaciones sobre los desaparecidos, muertos o prisioneros. Egon y su mujer resultaban útiles para esas investigaciones, debido a su conocimiento de varias lenguas. Jeanne, sobre todo, que tenía más tiempo libre, pasaba parte de cada día descifrando listas o respondiendo a las mismas. Una mañana, encontró en una lista austríaca el nombre de Franz, al que habían dado por desaparecido tras la cuarta batalla del Isonzo. Ni ella ni Egon ignoraban (se habían informado sin decírselo cerca del Director de la prisión en Roma) que Franz, liberado poco tiempo antes de que Italia entrara en guerra, había sido entregado a las autoridades austríacas. Debió ser movilizado casi inmediatamente. Esta vez, el apellido, la edad, la dirección familiar eran probablemente falsas, pues no era seguro que Franz hubiera tenido familia, el número de regimiento también se hallaba consignado. Jeanne mostró la lista a Egon, no sin encogérsele el corazón, temiendo reavivar demasiados recuerdos.
—Desaparecido... O muerto... O bien escondido bajo el uniforme de algún caído italiano.
—No lo envilezca demasiado —dijo ella—. Tal vez ha muerto como un héroe.
—Es posible, pero también es posible lo contrario. Para nosotros, nada ha cambiado. Un desaparecido es casi un muerto. Espero al menos que no venga un ávido espectro a llamar a nuestra puerta.
—En cuanto a mí —dijo ella—, prefiero recordar únicamente al joven que organizaba ballets de flores para los niños.
—Gracias —dijo él devolviendo la hoja.
Ella sintió que aquella palabra significaba que él le agradecía que pusiera, como siempre, un poco de dulzura en lo intolerable. De vuelta a su habitación, Egon se encerró con llave para que ella no lo viera sufrir. Se le agolparon los recuerdos. Le vino a la mente uno que había intentado olvidar, y que databa de lo que había sido su primera y feliz aventura en España. En una playa desierta, cerca de Alicante, Franz —de creer sus palabras— se había bañado desnudo con unos jóvenes gitanos a quienes había engatusado con un poco de cocaína, siendo así como Egon se enteró de que hacía uso de ella. Unos guardias encargados de vigilar la playa habían registrado la ropa tirada en la arena; ellos, al menos, sabían lo que era aquel polvo blanco. Estúpido, como siempre, para todo lo que fuera sentido práctico, Franz había tratado de huir a nado. Lo habían alcanzado algo más abajo, sobre un espolón rocoso. En cambio, los gitanos se habían deslizado como lagartos entre los huecos del acantilado. Egon supo todo esto porque a su albergue llegó un guardia encargado de obtener «los papeles del detenido». Encontró a Franz en el puesto de policía, en el cuarto de atrás, donde estaban los restos, llenos de moscas, de la comida del día anterior. Franz, al que habían colgado de las muñecas, había sido azotado y se hallaba cubierto de cardenales. Mientras Egon distribuía pesetas, Franz se puso la ropa con dificultad. A las preguntas de su amigo, el muchacho respondía con una especie de gruñido y encogiendo los hombros, gesto que pronto sería para él habitual. Por primera vez, a Egon le parecía que algo a un mismo tiempo insolente y subhumano se manifestaba en él. Pero hay también dioses subhumanos, un chivo sagrado, un Egipán, un Anubis que muerde y lame alternativamente.
Hasta ese momento y a pesar de las contrariedades y a veces de los malos ratos, el placer de los sentidos había sido sobre todo para Egon como dar un paseo por un mar apacible, o agradablemente agitado. Desde que había tropezado con Franz, había bordeado el abismo. Ocurre con los precipicios carnales lo mismo que con los espirituales, con sus vértigos y sus delicias, con sus suplicios también, que sólo conocen aquellos que se atrevieron a hundirse en ellos. Su distanciamiento de aquello a lo que Egon llama todavía el placer es tan grande como el existente entre la razón y la demencia, entre un aire de clavicordio y una tempestad de gongs. Las confidencias del conde Spada habían puesto en conocimiento de Egon que la brutalidad sensual, la afición bien definida al robo y a la mentira no eran un fenómeno reciente en Franz. A una repugnancia física como una náusea se añadía el horror de haber elegido a alguien tan bajo. Pero, ¿dónde comenzaba la elección? ¿Y si su presente repulsión, que a veces lindaba con el odio, fuera también una forma de hipocresía? Si el desaparecido regresara, ¿no se lanzaría él hacia el abyecto amigo, atrapado por un poder más parecido a la magia que al deseo? ¿Y si volviese físicamente degradado, lisiado, grotesco? No sabe. Ignora incluso si de verdad amó a aquel muchacho alto y esbelto, de músculos blandos pero súbitamente endurecidos en la cólera y la pasión, y de ojos turbios bajo unas pestañas de mujer. Lo imagina muerto, destruido, sin llegar a persuadirse de que aquel fuego sombrío se apagó para siempre. Aquella noche, al oír el timbre del jardín, vaciló en bajar a abrir la verja, como si temiese que llamara el amigo y atormentador de antaño.
Pero la angustia de la época primaba sobre todas las cosas. La guerra, en primer lugar, no ha desgarrado a ese báltico cogido entre distintos vasallajes, pero la derrota rusa en Tanneberg pronto le arrebató a parientes lejanos, compañeros, amigos de juventud, que había vuelto a ver durante la estancia allí con Jeanne. Rusia se derrumbaba, aunque la inepcia y la corrupción de sus gentes eran tales que no se les podía compadecer. Poco le importará, dos años después, que «Felix» haya matado a Rasputín. La pérdida de su hermano menor, como hemos visto, no fue sino un suceso aparte. Egon jamás experimentó sentimientos de amor muy profundo a su familia, de la que se separó en plena crisis de adolescencia y que deseaba hacerle desistir de su vocación musical; más adelante, le había disgustado que recibiesen tan fríamente a Jeanne, cuyo espíritu estaba libre de cualquier prejuicio. No obstante, a medida que las comunicaciones se iban haciendo más difíciles entre el Occidente y las provincias bálticas, también ellos se iban convirtiendo en desaparecidos, casi borrados del mapa. Desde que, ya firmado el armisticio, brigadas alemanas habían invadido el país, para proteger Europa de los bolcheviques, pero asimismo para intentar recuperar en el Este la zona de influencia perdida en el Oeste, todo se embrollaba allí como las secuencias de una película vieja soltando chispas: poblaciones locales amotinadas contra los barones propietarios de tierras o, en ocasiones, aunque con menor frecuencia, indecisas por temor a los cambios que pudieran seguir; en Riga, hubo el odio de las multitudes contra los ricos mercaderes germánicos, infestados de dinero; sintieron entusiasmo a veces, pero también terror a la llegada de las famélicas vanguardias rojas que acababan, junto con los cuerpos francos de von Wirtz, por agotar los víveres. Unos amigos suecos o ingleses de Egon, en sus legaciones de Berna, le informaban lo mejor que podían sobre las condiciones del viaje. Desde el armisticio, era algo más fácil acercarse por el peligroso Báltico a esos territorios en ebullición, donde cesaban toda legalidad y toda protección. Aquellas aventuras casi se reservaban únicamente para los portadores de misiones secretas, hombres de negocios, filántropos o pastores que a veces jugaban doble juego y que incluso eran encargados de hacerlo así; también a los periodistas o que se hacían pasar por tal. Egon logró organizar unos cuantos conciertos en Londres y en los países escandinavos. Partió, provisto de todos los salvoconductos y de todos los visados requeridos, incluso de un pasaporte suizo a su nombre (Jeanne y él acababan de obtener la nacionalidad helvética) en donde se mencionaba su profesión de músico. Otro documento, falso, lo convertía en un oscuro ciudadano suizo negociante en lino. El salvoconducto de la Cruz Roja podía servir o perjudicar según los casos: voluntarios sospechosos de espionaje habían sido recientemente encarcelados en Moscú. Jeanne, preocupada, no se sorprendía, mejor aún que él, tal vez, sabía que su marido sufría por haberse quedado fuera de la gran ventana del siglo, no de la guerra que siempre les produjo horror a ambos, sino del riesgo y de los privilegios que aporta el peligro, de la solidaridad y a veces de la fraternidad de las filas, de un mundo viril de contactos humanos. Egon se atormentaba de impaciencia. Jeanne decía sí al proyecto insensato de ir a ver a los suyos o, por lo menos, a informarse sobre los mismos, igual que hubiera dicho sí a cualquier otra tentativa que fuera en el sentido de la vida, aunque la muerte estuviese emboscada al final. Pasaron juntos la última noche, en la intimidad de los cuerpos y de las lágrimas, como en Dresde, antes de prometerse en matrimonio, y como en Roma, tras el escándalo que estuvo a punto de destrozarlos. Aunque los sentidos de Jeanne sufrieran aún largos períodos de soledad, su orgullo ya no padecía por ello. ¿Cuántos esposos supuestamente normales y bien avenidos, al cabo de veinte años de vida en común, se encuentran a menudo en la misma cama?
—Me resulta muy duro dejaros a los tres... Y si acaso...
Ella puso el dedo entre las bocas de ambos.
—Los niños te echarán de menos pero tendrán su propia vida. Y en cuanto a mí, nunca me sentiré del todo sola en una habitación donde hemos estado tan juntos.
Y al igual que toda mujer en un caso semejante, le reiteró que él volvería. Egon partió antes de llegar el alba, suponiendo que ella dormía por fin (no era así), para evitar unos adioses que los hubieran destrozado. Pero casi siempre, el que se va lleva dentro un impulso de energía e incluso de esperanza que le facilita las cosas más que al que se queda.
Londres, Copenhague, Estocolmo..., ver de nuevo estas ciudades tras unos cuantos años de guerra, le dio impresión de empezar otra vez a vivir. Le parecía, además, que su música era mejor comprendida que antes. La seguridad que él tenía de su propio talento había crecido. El viaje por mar hasta las islas Aland fue largo y peligroso hasta llegar a un punto de la costa carintia donde esperaban desembarcar discretamente gracias a las buenas voluntades locales. Los pasajeros, hasta entonces desconfiados, se acercaban unos a otros. Charlaban por las noches bajo la lámpara que se balanceaba, con una confianza al menos aparente. El mar, a partir de las islas, estaba sembrado de minas que derivaban junto con los bancos de hielo, pero la probabilidad de saltar juntos por los aires no alentaba necesariamente la sinceridad. Las jactancias y los lugares comunes reinaban, igual que en todas partes. El mutismo de algunos otros interesaba más, pero no se podía saber muy bien si escondían dentro el vacío o bien unos proyectos idealistas o siniestros. Un inglés que estaba sentado a la mesa al lado de Egon y que trabajaba también en negocios de lino, le dio unos cuantos consejos para cruzar las filas. Incluso insistió de manera sospechosa. Una vez desembarcado y con los pies en el barro de una turbera, Egon aprovechó la verdosa noche de primavera para quitarse de encima a su benevolente consejero. Muy lejos, a través de los árboles en fila, se vislumbraban las luces medio apagadas de una granja vieja. ¿Acaso la boca del lobo? Tanto daba arrojarse en ella enseguida. Pero las mujeres viejas y los dos hombres ya mayores que le abrieron la puerta, algo más tranquilos al oírle hablar en el dialecto local, no estaban a favor de los rusos. No es que tuvieran ganas de dar posada al extranjero, pero sus simpatías iban para los bálticos. Egon se enteró con sorpresa de que una de las mansiones dos veces saqueadas por el enemigo y utilizadas por una brigada alemana pertenecía —si es que aún podía emplearse esta palabra— a uno de sus primos Reval. En aquel momento, Egon se hallaba a unos quince kilómetros de la fluida frontera. Los alemanes iban de cuando en cuando a aprovisionarse en aquella granja. Al día siguiente, al amanecer, Egon acompaña a uno de los granjeros llevando al hombro un saco de pan para la tropa. Aquellos sacos de provisiones les sirven de salvoconducto. A una distancia que parecía fuera del alcance de la voz, el hombre se introduce dos dedos en la boca y lanza una especie de agudo grito de pájaro. Estuvieron parlamentando con el centinela. Tras haber evitado por muy poco un tiro disparado desde una torrecilla no se sabe por quién, Egon se encontró de pronto enfrente de su primo Conrad, veinte años más joven que él. Este tal Conrad, casi un adolescente, poseía un semblante serio y pensativo de niño. Conrad, al mismo tiempo que da de comer lo que puede al visitante, se embriaga de gozo hablando de música (la reputación de Egon ha llegado hasta él) y de literatura francesa de vanguardia. Pero las cosas están tomando mal cariz. Las guerrillas del general Von Wirtz abandonarán Curlandia en el caso de que Inglaterra y Francia les nieguen todo apoyo. Los combates locales en torno a Riga continúan. Conrad recita este boletín como si fuera una lección aprendida de memoria. Egon comprende que al muchacho no le gusta la guerra y que no piensa en salvar la patria (¿pero existe aún una patria que salvar?). Conrad está allí por Eric, otro primo hermano, que es también su compañero de armas, su modelo y su dios, al mando de trescientos hombres, bálticos y alemanes, implantados en aquella soledad. La inmersión de Egon en lo desconocido, ¿se estará tornando en visitas a la familia? Eric entra. Al igual que Conrad y Egon, pertenece a la raza de pelo rubio y ojos azules, pero su rostro, tenso, ostenta ya entre ambas cejas una delgada arruga imperiosa; su habla cortante es la de un hombre acostumbrado a dar órdenes.
—¿Qué vienes tú a hacer por aquí?
—A ayudar a los míos, si es que aún están con vida.
—A probar suerte, más bien, y a codearte con el peligro. En cuanto a ayudar a los tuyos, llegas demasiado tarde. A tu padre y a tus dos hermanos mayores los asesinaron tus campesinos, que llevaban por cabecilla a un exaltado rojo, nada tonto, un exaltado que ahora es jefe del Partido en Tallinn. Tus aldeanos se han adelantado un poco al reparto de tierras.
—¿Estás seguro?
—Tan seguro como se puede estar de algo en este maldito país.
La conversación va haciéndose más distendida. Los exabruptos cesan, como cesan a la entrada de un salón los acostumbrados cumplidos.
—¿Y Woïronovo?
—Ha ardido, según dicen.
Egon aparta los ojos de Conrad, percatándose de que Eric se inquieta en cuanto ve que alguien mira a su amigo. Pero sí le parece acordarse de que su primo tenía una hermana, mayor que él y que, en la época en que las familias se visitaban, él debió verla cuando era muy niño. «Ella ya no está aquí», responde secamente Conrad. Eric, que estaba terminando de comer, se va. Sólo un poco después y de labios de un subordinado se enterará Egon de que la joven se ha pasado al enemigo.
La evacuación de Kratovicé se llevará a cabo aquella misma semana. «Amigo, llegas a la clausura. Von Wirtz ha ordenado que ayudemos al resto de sus fuerzas bloqueadas en Dorpat. Después, y si esto es posible, deberemos seguir hasta Alemania a través de las filas polacas que tratan de proteger Varsovia de un nuevo ataque ruso. Quien sobreviva lo verá.»
Todo está dispuesto para la partida. Trescientos soldados malparados por el invierno y el hambre ostentan, sin embargo, una expresión satisfecha gracias al cambio. Conrad y Eric tuvieron que dejar allí, en el último momento, a la representante última de la generación anterior, a la tía Prascovia y a su doncella, ambas de origen ruso, secuestradas desde hacía meses en sus habitaciones de un lujo pasado de moda, en medio de cruces y de oraciones. El granjero, que había llevado a Egon a Kratovicé, prometía, en caso de que la situación así lo exigiera, llevarse a casa a las dos mujeres como si fuesen dos viejas conejas, escondidas al fondo de un saco vacío. El día de la partida, muy de mañana, Egon se volvió al oír que se abría una ventana: una de las viejas, en camisa, a quien probablemente había despertado el ruido, contemplaba con la mirada perdida cómo se iban las tropas.
Al llegar tres días más tarde a los alrededores de Murnau (Eric y Conrad seguían empleando los mismos nombres de aldeas y pueblos), se encontraron con que el río había crecido. La tierra firme se estaba convirtiendo en un barrizal.
—El que vengas con nosotros o te marches tú solo en peregrinación a un lugar que ahora es un montón de ladrillos resulta casi igual de peligroso —dijo Eric—. En cuanto a nosotros... Yo creo que la suerte está echada. Pero tú... mientras lleves dentro una sonata o un oratorio, trata de que no te disparen en la carretera...
—A la gracia de Dios —repuso Egon que, al acordarse de pronto que había olvidado su fe luterana, añadió sin convicción—: Si es que Dios existe...
Devolvió su caballito, tras una caricia, a un joven suboficial que había desmontado para cedérselo a él. Conrad y Eric pusieron pie a tierra y le abrazaron. Para gran sorpresa de los tres, sus lágrimas fluían o, por lo menos, les arrasaban los ojos, como las de los héroes de Homero. Egon se alejó.
Caminó mucho tiempo por el suelo medio inundado, apoyándose a veces en las raíces de los árboles. Hacia el mediodía, dos campesinos en un prado, con el agua hasta las rodillas, le pidieron que les ayudara a levantar a una vaca que se estaba hundiendo. Les ayudó y ellos le dieron las gracias sin que nadie inquiriese adónde iba ni quién era. Su indumentaria mal conjuntada y llena de barro le hacía parecerse a todo el mundo. Las botas, que había cogido en un rincón desierto de la mansión, le hacían daño en los pies y además, dejaban entrar el agua. Acabó por arrojarlas al río con el resto de los papeles de identidad que conservaba, de los cuales sólo guardó un delgado salvoconducto ya descolorido, y volvió a ponerse con gozo los zapatos de corcho que colgaban de su cinturón. Hacía calor y se anunciaba el lento crepúsculo de abril. Las nubes recubrían un cielo pálido. Poco antes de la noche, decidió tenderse en un terraplén separado de la carretera por una hilera de árboles. Creyó oír a lo lejos, hacia el este, una salva de artillería. No estaba seguro. Se durmió enseguida.
Se despertó envarado por la humedad. Consiguió reponerse con la marcha, pero se propuso descubrir un refugio mejor para la noche siguiente: cualquier choza de cazador o de guarda forestal disimulado en los bosques. Empezaban a caer gruesas gotas de lluvia. El día transcurrió lentamente, envuelto en una angustia horrible debido a la soledad, al chapoteo del agua en las orillas inundadas, al silencio y a la ausencia de enemigos. El sol, ahogado en sus tres cuartas partes entre la bruma, constituía su brújula. Pero se extraviaba y perdía tiempo continuamente con los enmarañados árboles sumergidos en el agua.
Aún era de día cuando llegó al interior del bosque, que se iba haciendo muy denso, donde una cabaña de guarda forestal se hallaba apuntalada entre dos árboles viejos. Estuvo escuchando un buen rato. Finalmente, tras haber llamado en vano, empujó la puerta. El interior vacío, oscuro, miserable, desprendía un olor insípido a descomposición humana. Pero la escena, iluminada por dos tragaluces, no tenía nada de violenta: aquellos muertos no eran de la guerra civil. Había un hombre viejo, tendido tranquilamente sobre el ancho banco cubierto con un jergón, que parecía haber muerto en paz. La vieja, medio doblada sobre una delgada manta, dejaba colgar la pierna hasta el suelo, como si hubiera fallecido en el momento de hacer un esfuerzo para acostarse. Puede también que, un instante antes de morir, hubiera tratado de hacerle un último favor al viejo. Aquellas dos muertes ¿se deberían al hambre? ¿Al tifus? Las caras hinchadas y los cuellos demacrados no expresaban nada. Mientras los miraba, una rata muy grande (o un gato, no estaba muy seguro) saltó de las faldas de la vieja y se escondió en un agujero. Egon salió de allí, cerrando cuidadosamente la puerta tras él, pero el olor le perseguía aún. Se obligó a entrar de nuevo, examinó durante un instante la pequeña despensa de tela metálica colgada en la pared y cogió lo único que allí quedaba, un mendrugo de pan negro que olía igual que todo lo demás. Pero el morral que había traído de Kratovicé estaba vacío. Salió otra vez, cerró la puerta y frotó contra el musgo del tronco de un árbol el pan que la lluvia ya estaba lavando. Se había hecho de noche y había que encontrar donde dormir. Detrás de la casa, un pequeño cobertizo medio en ruinas aún conservaba su cubierta de bálago, en parte protegida por el gran tejado oblicuo de la cabaña, en la que se apuntalaba. Egon se introdujo en él de un salto. Las gotas de lluvia escurrían desde arriba, formando una especie de cortina sobre la paja húmeda. Se refugió en el rincón más seco.
Hacia la media noche llegó hasta él un rumor que le pareció inmenso: los ruidos regulares de los pasos de una tropa se iban acercando. Trató de contar cuántos hombres habría, iban siete u ocho, todo lo más, de frente, caminando por aquel camino estrecho. Se perdió en sus cálculos, llegó a un total de unos seiscientos hombres más el refuerzo de una caballería en desorden. Algunas ametralladoras se hundieron. Marcaban el paso. Egon sintió la angustia de una horrible espera; las órdenes de mando eran dadas en ruso. Volvieron a ponerse en marcha; los ruidos, en la lejanía, eran de nuevo un vago rumor. Eric le había hablado de una división rusa que subía hacia el norte, pero estos hombres parecían estar buscando también ellos la carretera de Vilna. Egon esperó a que se hiciera completamente de día para proseguir su camino.
De pronto, ocurrió el incidente. Un hombre, un soldado letón ataviado con un viejo uniforme del ejército rojo, apareció por donde se habían alejado las tropas. Iba montado en un caballito que iba al paso y parecía muerto de cansancio. Estaba borracho, con toda seguridad, y se tambaleaba en la silla hasta tal punto que parecía caerse a cada momento. Al ver a un desconocido, disparó. La primera bala no dio en el blanco pero la segunda rozó a Egon en el costado derecho. «Para estar borracho, tira bastante bien.» Aunque, incluso antes de pensar esto, ya se había arrojado sobre el jinete ebrio, retorciendo la muñeca del hombre para hacerle soltar el arma. El borracho cayó, dando con la cabeza en un tocón que había a la orilla de un torrente. El cuerpo, en vilo, acabó por rodar pesadamente al agua. Egon lo hundió aún más, con la cara en el barro. Arrojó el revólver entre las altas hierbas. ¿Se trataría de un desertor, de un rezagado? No quiso pensar nada más salvo que era fácil matar a un hombre y que también hubiera sido fácil morir.
Cogió al sudoroso caballo de las riendas. Un poco más abajo, para alejarse del camino, le hizo vadear el río y cruzar a la otra orilla por el lugar donde se calmaba el torrente. Ahora se encontraban en un paisaje de breñas y oquedales que le parecía conocido, y que se hacía menos denso de vez en cuando, dando paso a grandes extensiones de hierba. Dos caminos para carros se prolongaban en la distancia. Aligerado de su pesado jinete, el animal había recobrado el aliento. Egon ató las riendas a los arreos para que el caballo no se enredase en ellas y, con la palma de la mano, lo empujó hacia adelante. El animal, en cuanto se vio libre, partió al galope. Tras haber vacilado un instante, Egon siguió, supersticiosamente, el mismo camino.
Sus recuerdos empezaban a precisarse. Aquello no era Woïronovo, sin embargo, cuyo amplio parque se extendía majestuosamente al centro de un gran círculo de árboles, paisaje de su infancia al que había amado y aborrecido al mismo tiempo. Aquí se encuentra en su casa y todo está bien. Se diría que la abandonó desde hace tanto tiempo que la partida y la ausencia no tienen ya importancia. Una casita de madera, antaño pintada de blanco, se esconde al fondo de un claro del bosque, unida al mundo por un sendero por donde únicamente puede pasar, todo lo más, un carro. Allí fue donde llevó a Jeanne tras su accidente, para evitarle el recibimiento ceremonioso y frío de los suyos. En cuanto ha puesto el pie en el escalón del umbral, que aún quema un poco, ya no le queda ninguna duda. Por allí pasa un regato, y a Jeanne le gustaba oír cómo se zambullía en él una rana, que confirma con su ruido aquel recuerdo. Allí es donde ella se sentaba, al llegar los primeros días buenos, en un banco que no ha cambiado. Recuerda también las apasionadas discusiones políticas que mantenía con el joven médico. ¿Está despierto o soñando? Le parecería casi tan imposible tener miedo en este lugar como en el limbo o en el cielo. Abrió la puerta, sujeta con el pestillo. En el interior, había una estancia bastante clara, casi desnuda, en la que él sabía de antemano dónde se encontraba la chimenea, y reconoció un viejo sillón. Un hombre con la cara medio tapada por sus largos cabellos grises y su barba rala estaba sentado en él, con los codos apoyados en la mesa. Dio un salto.
—¡Egon! ¡Hermano!
Se abrazaron. Era Odón, uno de sus compañeros de infancia preferidos. Durante la estancia de Jeanne en la casa forestal, acompañaba con frecuencia a Egon, por las noches, hasta su mansión, para jugar la inevitable partida de cartas en familia, y luego lo volvía a traer hasta donde estaba Jeanne, unas veces solo —y entonces los dos hablaban de sus aventuras pasadas— y otras, en cambio, escoltado por algunos otros muchachos del pueblo. Egon había resucitado, en su compañía, en el bosque apenas reverdecido, las canciones, las bromas y los placeres de otros tiempos. Al regreso, sobre todo, el alcohol tanto como el frío enrojecían las mejillas, pero el aire aún helado pronto disipaba aquellos vapores. Dejaban a Egon a la puerta o, más a menudo, amansados por la voz de Jeanne, aceptaban tímidamente de la joven dama una ración de pastel o una copa más de vodka. ¿Reconocería Jeanne a Odón? Él mismo no lo había reconocido hasta sentir su abrazo de oso amigo. Los años y los peligros habían hecho su obra. El hombre, que se había vuelto a sentar, empujó hacia su huésped un taburete de madera sin barnizar. Unos ruidos roncos se escapaban de su pecho: Egon comprendió que estaba llorando.
—No deberías haber venido, imbécil... Pero gracias a Dios que te vuelvo a ver... ¿Vienes a buscar algo?
Pasó la mano por la superficie desnuda de la mesa.
—Aquí ya no queda nada. Todo sucedió muy pronto, en el momento en que estaban más excitados los ánimos... La gente no quería a tus hermanos... Tú tampoco los querías... En cuanto a tu padre, siempre estaba en la cama, salió para tratar de ayudarles, apoyado en un bastón... La gente le respetaba pero el respeto se lo llevó el viento... Yo también le golpeé un poco. ¡Oh, no muy fuerte! Creo incluso que ni lo sintió... Un hombre en el suelo... Porque, al principio, yo estaba con los otros... Sin lo cual, no me hubieras encontrado aquí.
—¿Y mis cuñadas?
—No te preocupes. Las mujeres siempre salen del apuro. Creo que están en Riga. O quizá en Helsinki. En cuanto al castillo, mañana te enseñaré lo que queda de él.
Ardía un fuego de turba. Odón cogió una cacerola y echó en ella leche. Un mugido había revelado a Egon que, en alguna parte, había una vaca. Su amigo hizo una especie de papilla. Cuando estuvo hecha, lleno tres escudillas.
—¡Olga!
Una niña de unos siete años salió de una especie de armario alcoba, de la que Egon se acordaba porque también había allí una escalera. Una escalera tan empinada que Jeanne no había podido subirla. La niña era fea y desabrida. Egon se acordó de que Odón debió casarse aquel verano.
—¿Y tu mujer?
—No hablemos ahora de ella.
Comieron. La pequeña hacía ruido al tragar. Acabó por dormirse sobre su escudilla y Odón la llevó a la alcoba.
—Tendrá más calor que aquí.
Y al ver que Egon miraba la cama grande y sin ropa, apoyada contra una pared, le dijo:
—Sí, ésa es vuestra cama. La cama donde ella permanecía acostada todo el día con la pierna vendada. ¿Ya no cojea? Mejor. Pero el colchón lo robaron y la mayoría de las correas que hay debajo se han soltado. Dormimos en el suelo.
Extendió unas cuantas mantas. Egon no se atrevía a confesar que aún tenía hambre. Odón sacó una botella envuelta en trapos y se la tendió. Su amigo se negó a cogerla.
—¿Ya no bebes?
—Soy músico. Cuando bebo, toco mal.
—No vas a tocar nada, esta noche. A propósito —añadió dándose un golpe en la frente—, ¿y tu madre? No me has preguntado por ella aún.
—Muerta como los demás, supongo.
—No. Está en el pueblo. Mañana la verás.
Bebió por los dos.
—Llevaremos la niña a la mansión, así parecerá una partida familiar. Incluso podemos llevarnos la caña de pescar. Eso inspira confianza.
—¿Hay merodeadores, por allá?
—No suele haberlos. Como ya no queda nada...
Se levantaron al día siguiente con las brumas del alba. Pero el sol ya estaba alto cuando dejaron la barca al linde de los bosques.
—Odón, ¿dónde está tu antigua choza?
—Se quemó, igual que todo lo demás. Si he podido instalarme en tu casa ha sido porque necesitábamos que alguien permaneciese aquí, para ocuparse de los nabos y de las patatas. Yo soy, como quien diría, el administrador del municipio.
Caminaban sobre el antiguo césped. La niña iba dando saltitos, primero sobre un pie, luego sobre el otro. Al cabo de un cuarto de hora, Odón se paró y dijo:
—Aquí es.
—¿Dónde los han puesto?
—Aquí —repitió el otro apoyando el pie en tierra—. Ya te imaginarás que no se iban a tomar el trabajo de arrastrarlos muy lejos. Después de haberlos despojado de todo lo que llevaban, claro.
Egon alzó maquinalmente los ojos hacia su guía, que llevaba en la muñeca un reloj bastante bonito. Odón pareció no darse cuenta.
—Y éstos son tus ladrillos —dijo—. Hay también algunas piedras sillares.
Egon comprendió por qué le había parecido tan cambiado el paisaje. El antiguo bloque del castillo ya no lo cortaba en dos. Aquélla había sido una construcción bastante pesada y principesca, de la época barroca, un largo rectángulo hinchado, como tan a menudo se veían por la Europa del Noreste. Los balcones redondos y las altas ventanas barrocas habían sustituido, en el siglo XVIII, a la arquitectura aún militar del antiguo castillo fortificado, prueba, sin duda, de una nueva seguridad. Egon pensó en el aroma de los asados de cisne y de garza que emanaba de las cocinas; en las corzas y en los gamos enterrados en las panzas de aquellos hombres vestidos con jubones de brocado; en las mujeres que resaltaban sus senos sujetándolos con unos tiesos corsés; en las camas donde toda aquella gente había dormido y había hecho el amor; en la inagotable provisión de objetos apetecibles que, en aquellos tiempos, eran las criadas, los lacayos y los pajes; en las rivalidades de indumentaria entre los invitados; en las estridentes trompetas que anunciaban la hora de la cena; en los orinales y en las letrinas. Evocó los pocos antepasados cuya historia conocía: su tía abuela, Dorothée de Reval, embajadora y rival de Madame Tallien en el arte de las túnicas transparentes y de la danza, más luego organizadora de un círculo de iluminados que contuvo e influyó en reyes y príncipes. Recordó haber leído un breve volumen de Pensamientos escrito por ella en francés, en la época del Directorio: «Hay personas que alcanzaron casi la gloria, casi el amor y casi la felicidad». ¿Casi la gloria?, ésa sería su suerte, sobre todo si moría antes de haber podido profundizar y desarrollar sus dones. ¿Casi el amor? ¿Su amor por otros? El amor de otros por él. Todo el amor recibido, todo el amor entregado. Quizá y poniéndose en lo peor, no exista más que un amor que se ha equivocado de formas. Y de la misma manera, la brutalidad, la suciedad, las bajezas presentes no dejaban que en él subsistiera, es cierto, casi felicidad, pero sí una alegría indeterminada que resistía a pesar de todo. Dejando a Dorothée, que debió conocer esta alegría gracias a la danza, a la mística (al igual que Jeanne) y a menudo el amor, siguió remontándose en el tiempo hasta un pariente de Rodolfo II que se ocupaba de magia negra en las cuevas de Hadschin, en Praga. ¿Un alma de las tinieblas o un alma en llamas? ¿Sabía él siquiera lo que era su alma? Y mucho más lejos aún, aquel obispo de Magdeburgo del siglo XII, enterrado en su catedral... Un santo... Y sin embargo, aquel santo había dado su aprobación a la cruzada de los niños, seguro de que Dios protegería a los pequeños o los llevaría con sus ángeles...
—Fuimos mi mujer y yo quienes arrastramos a tu madre hasta aquí aquel día famoso, en fin, el día de la desgracia. Pataleaba como si le estuviéramos perdiendo el respeto. Dos mujeres la ayudan ahora: la mía, que a veces me deja pasar aquí parte de la noche, lo que hace que aún pueda echar una cana al aire de cuando en cuando, y una muchacha pelirroja capaz de reanimar a un muerto.
La casa, más bien pequeña, se hallaba atestada de gente. La vieja baronesa a quien allí llamaban Minna, estaba tendida en tierra, en el entresuelo, con dos o tres enfermos incurables y una mujer que acababa de dar a luz. Los largos cabellos blancos de Minna eran muy bellos. La piel tirante sobre los huesos y la falta de sus dientes postizos cambiaban un poco aquel semblante que él no había vuelto a ver desde hacía diez años.
Abrió vagamente los ojos, lo miró y dijo:
—Karl...
Era el nombre de su hermano mayor. Comprendió por qué la mención de la música había recordado a Odón la existencia de su madre. Desde hacía años, ésta ya no llamaba a Egon más que con el apelativo de «el músico».
Egon señaló a la mujer joven la sábana de arriba, que estaba completamente manchada de vomitona. Ella la quitó, la enrolló y trajo otra un poco más limpia.
—Nos falta ropa. Y lavar no resulta fácil.
Tampoco parecía recordar al Egon de antaño. Arrodillada también ella junto al jergón, su cuerpo, que se apretaba contra el de él, parecía, sin embargo, recordarlo.
—De todos modos, podrían lavarla y refrescarla un poco.
Ella asintió con la barbilla y trajo un barreño de agua tibia y un trapo. Egon desabrochó los botones de la vieja blusa de encaje deshilachada que Minna seguía llevando. La parte inferior del cuerpo estaba envuelta en una toalla, por debajo de la punta de una manta. Los senos flacos y amarillos colgaban, como si se hubiesen marchitado dando el pecho a sus hijos, aunque Minna jamás los amamantó, pues de este cometido se encargaban las nodrizas. Egon humedeció y después secó lo mejor que pudo cada pliegue de aquella piel grumosa. Una ojeada le permitió entrever la fisura pardorrojiza de donde él había salido. Con unas tijeras viejas algo estropeadas, le cortó las uñas de las manos y los pies, que ya empezaban a encarnarse. Después de unos cuantos gruñidos (probablemente le había hecho daño), Minna se adormiló repitiendo en sueños el nombre de su hijo mayor. Kristin (sí, la mujer se llamaba Kristin, ¿cómo podía él haberlo olvidado?) se puso a peinar los hermosos cabellos blancos. Odón gritaba al fondo del pasillo:
—Ya es hora de marcharnos.
Se levantaron. Kristin, que sólo se había entregado a él una vez veinte años atrás, como para pagarle por haberla ayudado en su desvalimiento, le echó los brazos al cuello bruscamente y le dio un beso de amante. De todos los incidentes del viaje, ninguno le unía más al pasado que aquella boca y aquella lengua cálidas. A su mente acudieron los peligros que habían corrido juntos, la policía desconfiada (o al menos así lo creían ellos), la noche loca en un tugurio de la pequeña ciudad, mientras él esperaba a que la mujer abortista le devolviera a Kristin lívida, con riesgo aún de hemorragia, pero ya libre del producto de otro, o se la devolviera muerta. No eran ellos los que ahora se abrazaban sino sus dos juventudes.
—Hay que salir de aquí lo antes posible. Demasiada gente te ha visto y sabe quién eres. ¡Toma! —le dice Odón.
Se detiene a dos pasos de la cabaña y le pasa una especie de blusón que llevaba doblado al brazo. Aquel sucio pingajo, aún más roto que su propia casaca, es, o más bien ha sido, una chaqueta de uniforme del ejército rojo.
—Te la pondrás mañana. Tienes que ir vestido igual que todo el mundo... Por fortuna, es de una talla muy grande. Esta vez te encontrarás hombres por la carretera: lisiados, convalecientes, tipos que vuelven a la chita callando para trabajar un poco en los campos, en una palabra... Tú serás un desharrapado igual que los demás.
Se acostaron en silencio. En plena noche, Odón se enderezó apoyándose en el codo.
—¿Duermes, hermano? Tengo que explicarte una cosa. Tu madre tenía un bolso pequeño lleno de piedras preciosas, escondido debajo de la camisa. Me las confió a mí, como quien diría... Y unas semanas atrás, una hermosa vajilla de plata que puse en lugar seguro, la de tu tío bisabuelo, a quien la Emperatriz de aquellos tiempos encontraba de su agrado... Cuando regreses, en momentos más tranquilos, repartiremos todo eso. No vas a ir cargado, mañana por la carretera, con cucharillas de plata sobredorada.
Egon dio las gracias medio en sueños. Confiado... Colocado en lugar seguro... Imagina de nuevo a su padre, caído en el suelo y al otro pegándole para que los compañeros lo consideren mejor... Su madre más bien fue arrastrada que llevada por propia voluntad... Más valía no pensar en todo aquello.
Al día siguiente, estuvo preparado muy temprano. Los dos amigos se abrazaron con algo menos de afecto que a la llegada. Odón estaba, probablemente, contento de verlo marchar, pero, no obstante, había corrido ciertos riesgos por él. Aquel buen samaritano, aunque no lo fuera del todo, seguía siendo el Odón de su infancia, el muchacho con quien él había jugado por el bosque y navegado por el río sobre unos troncos cortados, colgando, en días de calor, su ropa de las ramas de los árboles, y echándose a rodar por las cuestas cubiertas de hierba, fumando cigarrillos robados para ahuyentar a los mosquitos. Una idea se le ocurrió al forestal:
—Espera.
Descolgó de la pared una balalaika evidentemente fabricada por él.
—Vas hacia el Sur, como todo el mundo. Si te hablan, tú tócales algo. Es menos peligroso que hablar demasiado.
—No sé tocar eso —dijo Egon indicando el instrumento aldeano.
—Eres músico, así que ya te las arreglarás. A quince verstas de aquí hay un baile popular donde venden kwas, y un pozo para los que carecen de medios que les permitan beber algo más que agua. Descansa allí, es un lugar seguro. Y no tengas demasiada prisa: las cosas van a ir mal por el Sur. Trata más bien de esconderte unos días. Si te piden tus papeles, di que los has perdido estando borracho.
Egon seguía ya el camino rural invadido por la hierba, con su barro y sus agujeros llenos de agua. Los grupos que iban detrás de él o le precedían no le hacían mucho caso. En dos ocasiones, pasaron unos oficiales a caballo, sin mirar a su alrededor, gritando más que hablando, para que les oyeran los compañeros. El aire era pesado. Las quince verstas le llevaron casi todo el día. Se sentó en un talud, no lejos de la chabola tan minuciosamente descrita por Odón. ¿Sería un consejo saludable o una trampa? Algunos hombres descansaban sobre la hierba. Alguien le interpeló. En lugar de responder, se puso a tocar su instrumento. Sus dedos vacilantes recordaron algunas canciones de la infancia y del pueblo: a veces, el zumbido de un coro, con la boca cerrada, acompañaba sus estribillos. Música y baile eran inseparables, alguien se puso a bailar. De repente, se oyó una voz:
—¿Nada para el Partido?
Él sabía la música, aunque no la letra, de la Internacional. La melodía, algo monótona, se hizo interminable.
—¿Y bien, ya no conoces a tus antiguos amigos?
Alguien, por detrás, le estaba dando en el hombro. Egon soltó una exclamación de alegría. El que hablaba era —bien plantado, con su uniforme de oficial del ejército rojo— el joven médico de Tallinn que había cuidado de Jeanne y con quien ambos habían hecho amistad. Se besaron a la rusa, con el corazón en los labios, tan felices como si sólo ellos estuvieran en el mundo. Elie no le dejó hablar.
—Ayer vi a Odón en casa de Kristin. Me lo ha explicado todo. Yo tenía trabajo y no me vine de allí hasta hace una hora. Tienes que salir de este trance. Ya no te dejaré solo.
Bajó la motocicleta del terraplén. Ambos se subieron en ella y Elie la puso en marcha. Egon apretaba firmemente, entre sus brazos, el torso de su amigo, un poco para resistir los tumbos de la carretera y otro poco porque aquel cuerpo respiraba fuerza.
—Tomaremos, al llegar a la confluencia, uno de los trenes de refuerzos que van hacia el Sur. Nuestras tropas han renunciado a poner cerco a Varsovia y se han ido de Vilna. ¿Sabías eso? Las noticias corren mucho.
—Sí, pero los aldeanos también callan mucho.
—Mis jefes me habían mandado a Riga para negociar un proyecto que fracasó. Pero he visto tomar y retomar tan a menudo esta ciudad que me pregunto todavía si pertenece a alguien.
—¿Crees en la victoria de los rojos?
—O en su derrota, me da igual. Y que sea la santa Rusia o la Rusia roja. Sólo que soy ruso. No soy lituano, ni estoniano, ni barón báltico. Y desde el momento en que continúo, aun con uniforme, ejerciendo mi oficio de médico... ¿Cómo está Jeanne?
—Bien. Probablemente enferma de angustia en estos momentos y por mi culpa.
—Por la de los tiempos que corremos. ¿Sigue igual de guapa? ¿Sí? ¿Sigues amándola?
—Sí... En fin...
—Para... Me di cuenta de todo eso. Y no te aflijas. Uno ama como puede y cuanto puede. ¿No habéis tenido más hijos?
—¿No crees que en estos tiempos ya basta con dos?
—Tanto lo creo que yo no me he casado.
Continuaron en silencio, abriéndose paso entre algunos grupos que, en el último momento, se apartaban, y luego cruzaban y volvían a cruzar la carretera como gallinas asustadas.
—Elie, ayer noche, cuando Odón estuvo hablando contigo, ¿crees que me estaba entregando o que contaba con tu ayuda para sacarme de apuros?
—Las dos cosas a la vez. Quería cubrirse ante nosotros y también deseaba salvarte. No lo abrumes. No sabes lo que significan tres años de revolución en un país en donde tú has pasado, todo lo más, tres semanas. Yo he visto perder, volver a tomar y volver a perder la ciudad de Riga. El antiguo orden: los grandes banqueros y los traficantes acomodados a la moda alemana eran los más canallas de todos. La guerra de las nueve calles: las crápulas piojosas saliendo de sus agujeros de ratas, los que traicionaban a todo el mundo, los idealistas de tres al cuarto que no sabían sujetar a esa chusma ni dominarla. Las mujeres eran las peores, las putas sobre todo. Las más forzudas, disfrazadas con unos uniformes hechos jirones, se exhibían como si acabaran de salir del baile. Compréndelo, les daban asco esos viejos tripudos, con dentaduras de oro postizas, gafas de oro y aliento con olor a kummel; hacía años que tenían que soportar eso. Y luego, nuestro propio orden, el nuestro, duro, no digo de él nada más. Nuestros cosacos reventados de hambre montados en sus esqueléticos caballos y pegando sobre el montón. Fusilaron a una docena de prostitutas, por ejemplo. Me parece estar viendo a una bajita y regordeta que se levantaba mucho las faldas para que le dieran en el bajo vientre. Una mártir, en suma. Te quiero demasiado para hablarte de tus barones bálticos, pero tú no los viste, ni a tus aldeanos borrachos de champán, arrancándose la piel por unas cuantas parcelas de tierra quemada... Y vuestros buenos amigos, vuestros salvadores, esas brigadas de Von Wirtz que adquirieron experiencia en las trincheras del Oeste pero que, por fortuna, se largaban... Aunque ¿quién sabe? Desde que los polacos reanudan la ofensiva... Es como para echarse al suelo y no dejar de llorar.
La carretera se ensanchaba, dejando al descubierto una superficie mayor de cielo. Habían cortado muchos árboles. Llegaban a la confluencia, junto a un cobertizo abierto a todos los vientos. La gente asaltaba un tren que ya iba abarrotado. Elie dejó su motocicleta a un viejo guardavía que inmediatamente la ató con una cadena detrás de los bidones vacíos, en el cuchitril de las lámparas.
—Es un buen hombre. Tendrá cuidado de que no se la roben, porque la utiliza en mi ausencia.
Iban acoplando otros vagones que chirriaban.
—Míralos cómo se empujan con codos y rodillas para meterse dentro, como si fueran a la feria.
—No vamos a la feria, vamos a Vilna.
—Vilna ha caído ya. Vamos a Minsk.
—O a Kiev.
—¿Te interesa mucho saber dónde van a romperte los hocicos?
—Sube, Egon. Material móvil de antes de la guerra, unos trenes que van siempre de bote en bote (¡déjenos pasar, por Dios!), que se paran y vuelven luego a arrancar como si fueran orugas en fila. Una rueda que se desprende, leña amontonada como por casualidad sobre las vías. Arreglan la rueda y el tren sale de nuevo y, entretanto, los hombres bajan para vaciar el vientre o la vejiga, coger arándanos o comer hongos crudos. Ve hasta el final de la plataforma de atrás. Haz como yo. Agárrate al antepecho, en medio, debajo del farol. Y no te sueltes por nada del mundo... Se mueve mucho, pero al menos el aire refresca. No olvides la tercera parada, sin contar las fortuitas, en el kilómetro 375. Esperarás conmigo a que aminoren la marcha.
Y como un soldado letón, que estaba muy junto a él, trataba de seguir la conversación en ruso, le dijo:
—No te me aprietes tanto, amigo, y tira esa colilla. Es malo para la salud. Misión peligrosa para nosotros dos. Y sobre todo, no te me caigas encima si, por casualidad, hay un verdadero choque.
—¿Un dique? ¿Un puente? ¿Un depósito de armas? —preguntó el curioso cuyos ojos brillaban.
—No es a ti a quien encargan el trabajo.
El tren corría por entre los árboles. La primera de las averías previstas no se hizo esperar. Los hombres, dispersándose un momento por las cuestas, subían con las manos color violeta. Durante las paradas, se oían, procedentes de los vagones que iban en cabeza, retazos de conversaciones a voz en grito, palabras soeces, a veces el zumbido de una balalaika que le recordaba a Egon el instrumento abandonado en la carretera. La mano de Elie le apretaba el codo. Las estrellas nunca le habían parecido tan grandes.
—Aminoran la marcha. Saltaremos en la próxima parada. Pero ten calma. No hay que saltar antes de que algunos más se hallen ya en tierra. No hay que dar la impresión de que nos largamos con demasiada prisa.
Saltaron. La parada parecía ser larga; todo un grupo de rezagados esperaba al convoy. Los aficionados a las bayas y los comedores de hongos se dispersaban por el declive. Elie y Egon subieron sin prisa por el talud de la izquierda. Nada más dar unos pasos, el terraplén les tapaba ya. Caminaban lo más silenciosamente posible. Elie iba el primero, cogiendo a Egon de la mano para guiarlo a través de los matorrales de espinas.
—Ten cuidado, sobre todo, de no molestar a las víboras. En estos momentos hacen el amor enrolladas en las ramas. Los lobos no atacan al hombre si no tienen hambre. Los osos escasean. Desconfía de los revolcaderos de jabalíes: las hembras defienden a sus crías. No vayas tan deprisa: te agotarías enseguida. Agacha la cabeza, aunque no creo que disparen sobre nosotros. Lo más difícil es seguir avanzando poco más o menos en línea recta.
—¿Has venido alguna vez por aquí?
—Sólo una vez, ida y vuelta. Es lo que llaman una frontera escondida. Incluso en tiempos de guerra, es menester hablar más en secreto de lo que se cree. Hay un foso a aproximadamente unos veinte minutos de aquí. Déjame pasar delante. Coge un palo: yo también llevo uno. No toques nada sin investigar primero. En la vertiente opuesta del foso, las zarzas camuflan alambradas. Debajo de las ramas que cuelgan hay una brecha por la que casi nunca pasa nadie.
Aquellos veinte minutos transcurrieron fuera del tiempo que indican los relojes. Avanzaron los dos a ciegas, tanteando el suelo antes de poner el pie, por temor a caer en el foso abierto. Por fin bajaron a él con muchas precauciones, y volvieron a subirlo. Elie separó los bordes de la brecha con dos varas. Apenas veían lo preciso en la noche verdinegra.
—Pasa agachándote y salta lo más lejos posible. Caminarás después un buen cuarto de hora por entre las breñas menos tupidas. No creo que disparen sobre ti a distancia. Prefieren cogernos vivos. Más allá, hay una extensa pradera con macizos de árboles, que luego desciende hacia una vieja casona rodeada de empalizadas, que domina la carretera. Los mandos polacos y franceses están preparando allí una ofensiva. En cuanto salgas del bosquecillo, enciende esta linterna eléctrica, arrastrándote por la hierba lo más posible. Uno-tres-dos (marcó el ritmo). Insiste para informar lo antes posible a los jefes. Habla con arrogancia. Y si todo fuera mal...
Le metió en el bolsillo una cápsula.
—No la tragues antes de cerciorarte bien de que es absolutamente necesario. Me vuelvo. No te sería útil aquí, sino al contrario. Eso sí, silba bajito para que yo sepa que has pasado el obstáculo. Dale un beso a Jeanne por mí.
Su abrazo fue breve. Egon dio un salto de acróbata y rodó por el suelo en pendiente. El silbido suave de Elie respondió al suyo. Durante un instante, Egon, inmóvil, oyó alejarse sin hacer ruido a su compañero de fatigas. Sus propios zapatos de corcho, rellenos de hojas, eran todavía más silenciosos. Se detuvo dos veces para arrancarse una espina de la planta de los pies. En cuanto salió del matorral, ejecutó la maniobra requerida con el temor, a pesar de todas las seguridades que le había dado Elie, a que tirasen sobre él a distancia. Por el contrario, una banda de unos diez hombres, salidos no se sabe de dónde, lo rodearon, apuntándole con sus fusiles.
—¿Quién va?
Optó por decir la verdad.
—Barón Egon de Reval, de Woïronovo, en Curlandia. Traigo un informe que debo entregar inmediatamente al comandante. Llévenme, por favor, ante el general W.
Repitió la frase en francés, con un tono que más bien parecía mandar que solicitar. El cabo, evidentemente, hablaba un poco el francés.
—¿Sus papeles?
—¿De qué me habrían servido si no es para que me mataran los rojos? He hecho parte del camino escondido en un convoy ruso.
—Señor Barón —dijo el cabo, antiguo empleado de banca y que estaba muy orgulloso de sus conocimientos de francés—, voy a anunciar su nombre. Tal vez pase cierto tiempo antes de que le reciban. No tiene nada que temer si permanece aquí quieto, en medio de estos hombres. Al menor movimiento de huida, dispararán sobre usted.
—Gracias, oficial —dijo Egon, cuidadoso de ascenderle en graduación—. Esperaré sin moverme el tiempo que haga falta.
El hombre se alejó tras un saludo correcto. Pero en cambio los hombres que no habían comprendido ni reconocido más que el nombre de aquel desharrapado con chaqueta rusa no pudieron por menos de dirigirle la palabra en ruso o en su lengua, medio guasones, medio sádicos, precisando las torturas que se infligían a los vagabundos y a los espías enemigos. La afectuosa abnegación de Elie y el recuerdo de Jeanne evocado por aquel amigo en el momento de decirle adiós continuaban manteniéndolo en un estado de exaltación en que vivir y morir le parecían casi igualmente aceptables. Elie no tenía que haberse sacrificado en vano.
El mensajero reapareció tras una larga ausencia. Su expresión mostraba que la balanza se inclinaba del lado bueno. El respeto había sido más fuerte. Los dos generales mantenían un conciliábulo. Egon, en un principio, sólo vería al ayudante del general W. Unos bosquecillos rodeaban por todas partes la antigua mansión barroca que parecía salir de un sueño. Egon siguió a su guía, a su vez seguido por los hombres que el alférez dejó en una habitación vacía, antes de cerrar, tras Egon y él, la puerta de un salón rococó atestado de muebles y cajones. Un viejo Erard, seguramente desafinado, le pareció a Egon una buena señal. Un hombre de rostro inteligente y cargado, con uniforme de coronel, estaba sentado a una mesa. Miró fijamente al extranjero. Al cabo de un instante su rostro se iluminó. Se levantó y le tendió la mano, diciéndole:
—Le habría reconocido, barón, aunque no hubieran pronunciado su nombre.
—No creo, comandante, haber sido presentado nunca al marqués de Leiris.
Una sonrisa amable y mundana pasó por el semblante del oficial.
—Le vi y oí en el estreno de El rumor de las piedras. Su mejor pasaporte son sus manos —dijo examinando los largos dedos llenos de arañazos y sangre—. Pero, querido amigo, ¿qué ha venido usted a hacer aquí? Los países bálticos no son, en estos momentos, un lugar de veraneo precisamente.
—Cometí la imprudencia de tratar de encontrar la huella de los míos. Todos han muerto, y un amigo de antaño, oficial del ejército rojo, me ayudó a atravesar lo que llaman la frontera escondida, que él conocía por haberla cruzado hará unas semanas con ofrecimientos de negociación.
—¿Elie Grekoff? —dijo el marqués consultando un carné.
—Me he prometido no pronunciar su nombre.
—Bien. El viejo (le llamamos así aunque tenga mi edad) está muy ocupado esta tarde y quizá no pueda verle hasta mañana por la mañana. Pero si usted me lo permite, cenaremos en un rincón de esta mesa.
—Temo que mis harapos no me lo permitan.
—Me olvidaba. Cabotin, busque usted una de mis chaquetas, que siempre le sentará mejor que ese guiñapo del ejército rojo, y quizá unas zapatillas: va calzado como un «hombre de los bosques». No se dé mucha prisa, tengo que terminar un informe.
La bandeja estaba sobre la mesa cuando volvió Egon. Afeitado, peinado y vestido con una chaqueta de interior, parecía haber rejuvenecido diez años. El marqués no olvidó hacérselo resaltar.
—No comerá usted muy bien, pero el vino le ayudará a que pase la comida.
El marqués prosiguió en tono más sombrío.
—Aún no le he dado el pésame de rigor. ¿Sabía usted ya que su hermano pequeño, que servía en la guardia, murió en Ucrania en el ejército de Denikine? Horrible época. No soy gran conocedor en Gotha...
Lo era, por el contrario. Uno de los disgustos de aquel hombre tan célebre como ingeniero y hacedor de negocios era que su título no se remontase hasta Carlos X.
—Pero ¿cómo no deplorar el hundimiento de un gran nombre? A propósito, si en París le vi a usted únicamente desde una butaca de patio, tuve en cambio el honor de ser presentado a la baronesa de Reval. Había aceptado asistir al estreno de una serie de conciertos de música antigua organizada por mi encantadora amiga Odette F. Uno de mis últimos placeres parisinos fue poder rendir homenaje a dos de las más encantadoras mujeres de París, sentadas una al lado de la otra.
—Odette, que es prima lejana de Jeanne es, en efecto, encantadora.
—Y Madame de Reval es la belleza en persona. ¡Cuando pienso que he venido a este país enamorado de Maria Walewska! Querido amigo, las polacas me aburren... ¿Tiene usted algún dinero?
—Ni un zloty, ni un céntimo.
Monsieur de L. se sacó del bolsillo unos billetes polacos arrugados y hechos una bola.
—Mañana le enviaremos a Varsovia, en el coche, con nuestro oficial de relación. Ya tiene el salvoconducto necesario. No, no me dé las gracias, estos billetes polacos no valen casi nada... Pero tendrá usted que atravesar Alemania.
Sacó cuidadosamente de su cartera tres o cuatro billetes franceses.
—Me los devolverá usted en París. No los cambie todos a la vez: el marco cae en picado. Esto le bastará al menos para llegar hasta Frankfurt o Múnich. A Múnich o incluso a Soleure, donde las autoridades suizas le mandarán hacerse otro pasaporte. ¡Ah, Soleure y las aventuras de Casanova en esa ciudad! Pero, cuando llegue a Alemania, no sea demasiado caritativo con los jóvenes desmovilizados y sin empleo. Son unos brutos. Revolucionarios ni siquiera vencidos. ¡Ah, hubiéramos podido llegar hasta Berlín!
—Señores.
El general W. acababa de entreabrir la puerta. El marqués presentó al barón.
—¿Se portan bien con usted, no carece de nada? Nos volveremos a ver en París. L., sírvame el café; tengo mucho que hacer, discúlpeme, barón.
—Póngame a los pies de Madame Reval —dijo a Egon el coronel marqués—. El viejo acaba de salir. Permítame escuchar dos o tres compases inéditos, esto remediará todos nuestros males.
Egon apoyó sus temblorosas manos en el viejo piano. Se creía incapaz de tocar; no obstante, brotaron dos o tres bengalas de sonidos, un grito o, más bien, un canto crucificado. El marqués salió de allí aplaudiendo.
El músico tardó en dormirse. Pensaba en París, la ciudad donde se adivina y comprende mejor que en ninguna otra parte quizá, y donde un escándalo de hacía unos diez años era aceptado como tal, pero no olvidado.
A la mañana siguiente, viajó con los ojos cerrados; a menudo se paraban en la carretera para dejar paso a los carros de asalto.
En Frankfurt, una huelga de ferroviarios lo detuvo varios días. La segunda noche, desdeñando los consejos del marqués, hizo amistad con un joven soldado al que habían desmovilizado recientemente y que buscaba trabajo antes de irse a Pomerania a casa de su madre viuda, quien contaba con su ayuda para reemprender los trabajos de la granja. El padre había muerto en el frente.
El muchacho devoraba más que comía. Egon le ofreció albergue para la noche en su mediocre hotel, respetado en una ciudad en ruinas. Hacía calor. El alemán había desperdigado por el suelo sus prendas de ropa y dormía ya. Egon, sentado en el borde de la cama, contemplaba aquel cuerpo rubio, joven, intacto, en el cual cinco o seis meses de guerra no parecían haber dejado señales. No era más que un ser humano joven, que no se planteaba preguntas y que no padecía. Pero, en mitad de la noche, el alemán se despertó durante una pesadilla, con un ataque de furor, golpeando la pared con los puños cerrados. Egon lo sujetó, pero ya los vecinos se estaban quejando. Salieron juntos para tomar un sucedáneo de café en un bar recién pintado, donde unas tiras de papel oscuro protegían todavía los cristales. El muchacho pidió después una copa de aguardiente. En aquel momento, un cliente modesto, con el pelo rizado, entró y se sentó a una mesa pequeña. El alemán lanzó un exabrupto.
—¿Qué te pasa?
—¿No has visto nada?
—Ese hombre no te ha hecho nada.
—No me ha hecho nada... Esos malditos ingleses, esos Maurice, esos Judy, son ellos los que... No ves que sin ellos hubiéramos tomado París, que los franceses solos... Ni siquiera se atrevieron a marchar sobre Berlín... No somos unos vencidos... Pero espera un poco. Encontraremos un jefe. Permitiremos al Káiser comer queso en Holanda. Les haremos hijos a las chicas... Canallas, que nos dejarán morir de hambre...
Egon se levantó en silencio para pagar la copa y los cafés y salió. El muchacho, dentro, continuaba despotricando, cosa que, por lo demás, no molestaba a nadie. Los trenes se pusieron en marcha unas horas más tarde. El telegrama que Egon había enviado la víspera llegó después que él.