El joven Michel-Charles

En una habitación de estudiante de la orilla izquierda del Sena, un hombre joven se está vistiendo para ir al baile de la Ópera. Este cuarto de techos bajos, amueblado con restos de subastas, tan limpio como puede estarlo un cuarto alquilado por meses cuando la patrona es una persona de edad secundada por una criada perezosa, constituye por sí mismo un lugar común y requiere ser descrito en términos lo más triviales posible. Encima de la chimenea, en la que se consumen unas débiles brasas, una Coronación de Carlos X de márgenes chamuscados demuestra que la hospedera es legitimista. Encima de la mesa donde se amontonan los libros de derecho del joven Michel-Charles, hay una tablilla con algunos otros libros más queridos por él: poetas latinos, el Lamartine de las Meditaciones, Hugo, desde las Orientales hasta los Cantos del Crepúsculo, pero también Auguste Barbier y Casimir Delavigne, al lado de un ejemplar muy usado de las Canciones de Béranger. Todos estos detalles, sin embargo, y principalmente los títulos que se leen en el dorso de los libros, se pierden en la oscuridad de las primeras horas de una noche de febrero, atenuada únicamente por dos velas de cera. Apenas si se vislumbran en un rincón, encima de la desgastada alfombrilla protegida por un trozo de toalla de baño, las dos jarras que mi futuro abuelo —que en aquel momento tiene veinte años— ha subido él en persona llenas de agua tibia, y la bañera de chapa donde se ha bañado, tras escuchar las recomendaciones de su patrona pidiéndole que se las arreglase de tal manera que el agua no se saliese ni fuese a parar al piso de abajo.

Encima de la colcha, extendidos, están los pantalones ajustados, obra del mejor sastre, la levita, el dominó doblado de tal manera que ya produce un efecto misterioso y, encima de la almohada, el antifaz de raso negro. Unos zapatos relucientes danzan de puntillas sobre la alfombra que hay al pie de la cama. El estudiante, que se enorgullece de no gastar nunca del todo la moderada pensión que le envía su padre, no escatima, sin embargo, en lo que se refiere a su arreglo personal, un poco, en verdad, por vanidad de guapo mozo que quiere gustar y más quizá por el sentimiento de lo que se debe a sí mismo. Michel-Charles, que, modestamente, se cree sencillo, es en realidad complicado.

En calzoncillos y con camisa de chorrera, contempla el espejito de la cómoda con seria curiosidad. Este muchacho posee una de esas caras que parecen pertenecer no tanto al individuo, que todavía no ha demostrado su valía, como a la raza, como si por debajo del suyo aflorasen a la superficie, para luego borrarse, otros rostros distraídamente percibidos en las paredes de la casa familiar de Bailleul. En la fuerte osamenta, entre los pómulos salientes y el trazo de sus tupidas cejas, se insertan unos ojos de un azul intenso y frío que, en ocasiones, han hecho volverse para mirarlos a las beldades con quienes se tropezaba en los espectáculos o en los paseos públicos. La nariz, de tabique un poco ancho, le satisface menos: son de ese tipo de narices que una amante instruida calificaría de leoninas; él preferiría que fuese más fina. La boca es grande y generosa, pero la parte baja del rostro sigue marcada por una blandura infantil, cosa que, naturalmente, el estudiante, que se envuelve el cuello en dos lanas de fina batista, ni siquiera imagina. En cualquier caso, se percata de que la suya no es una fisonomía parisina, ni siquiera muy francesa. ¿No podrían, en suma, tomarlo por húngaro, por ruso, por un guapo escandinavo? Sí, por un Ladislao, un Iván, tal vez por un Óscar...

Quizá —se dice— logre con ello intrigar a las mujeres.

Pero en el fondo, ¿por qué se disfraza? Desde el primer año que pasó en París, no ha dejado de asistir con sus compañeros al baile de la Ópera, sin obtener más resultado que el de salir de allí decepcionado y cansado al cabo de un cuarto de hora. Lo mismo que a Frédéric Moreau, contemporáneo suyo, esos tumultuosos regocijos lo dejan frío. El objetivo de Michel-Charles es obtener lo antes posible un título para regresar después a Bailleul y ayudar a su padre enfermo en la gerencia de los bienes familiares. Este baile no es más que una locura a la que nada le obliga. Es verdad que ha estado hojeando algunas novelas de Balzac, sin saber por lo demás que estaba leyendo obras maestras, pues aún no estaban consagradas como tales. Pero en ninguna de las casas que él frecuenta en París, ni siquiera en la de sus elegantes primos D’Halluyn, ha tropezado con ninguna Diane de Cadignan, peligrosa con sus atavíos de color gris pálido. Ninguna Esther le ofrece los millones ganados en su lecho de cortesana; ningún Vautrin le ha dado los consejos casi paternales que le ayudarían a medrar en sociedad. Saca, pues, la conclusión algo apresurada de que las novelas no son sino pamplinas. ¿Qué clase de aventura puede esperarse en la Ópera, en medio del hormigueo de una multitud encapuchada y con antifaces negros, que fluye o se aglutina tan incomprensiblemente como una hilera de hormigas o una cresa de abejas? ¿Una impura que juega a ser una gran dama disfrazada de mujer galante, y a quien vigila un chulo desde lejos? ¿Una mundana disfrazada de soltera y a la que sigue su marido celoso sin que ella se dé cuenta? ¿Una doncella engalanada por una noche con las joyas de su ama que finge ser una mujer de mundo? Más valdría dedicarle la noche a la amable y acomodaticia Blanchette (le escojo este nombre), de oficio pasamanera (también su oficio es elegido por mí), a quien tan fácil es distraer los domingos, tras una hora de intimidad en la cama, ofreciéndole cuando llueve ir a visitar el Louvre, y cuando hace buen tiempo, dar un lento paseo por los jardines del Luxemburgo. Con esta clase de mujeres, no se deja uno embaucar.

Evoca sin placer la algarabía de risas tontas desencadenadas por unas réplicas que no merecen la pena, el tono agudo de las chanzas tradicionales, el relente de los perfumes y pomadas de las mujeres. Aún suponiendo que él lleve a cenar al Cadran Bleu o al Frères Provençaux a una bella desconocida, sabe a qué atenerse sobre la obsequiosidad licenciosa del mozo que le abre la puerta de un gabinete reservado, con el olorcillo aún no disipado de la comida anterior y la bocanada de polvo que se desprende del canapé de reps rojo cuando la hermosa se deja caer en él. ¿Estará sana, por lo menos? El recuerdo del museo Dupuytren, adonde su padre, Charles-Augustin, lo llevó durante una de las visitas que hace regularmente a París para consultar a sus médicos, ensució un instante la mente del joven. ¿Es obligatorio que él haga el amor con un dominó desconocido sólo porque hoy es martes de Carnaval?

Hay una botella de champán en un cubo con hielo, que él mismo compró en la botillería de al lado. Mientras termina de vestirse, la destapa con cuidado, evitando que el tapón haga ruido al saltar, pues le han enseñado que resulta vulgar; llena su vaso para los dientes con el líquido espumoso, y fríamente, deliberadamente, lo vacía hasta el final, vuelve a llenarlo y repite lo mismo hasta acabar con toda la botella. No quiere esto decir que Michel-Charles sea un gran bebedor: la familiaridad con los grandes crudos hace de él un conocedor y lo contrario de un borracho. Pero su padre le dio una receta que él transmitirá a su hijo: para mostrarse a tono en una fiesta a la que, en el fondo, no se tiene mucho interés en ir, nada hay tan eficaz como beberse a traguitos una botella entera de un champán de buena marca, sin lo cual la gente y las cosas no son más que lo que son.

Casi inmediatamente el brebaje produce el efecto deseado: su sangre late más aprisa; sus venas parecen llenarse, de súbito, de una llama de oro. Un hombre joven tiene el deber de compartir los placeres de su país y de su tiempo, de provocar la aventura, de correr el riesgo, de probarse a sí mismo que puede conquistar algo mejor que una encantadora griseta, que es capaz de reconocer la elegancia y el encanto por debajo del banal capuchón y del antifaz de encaje negro. Escoger, divertirse, atreverse, gozar, satisfacer... Maravilloso programa. Cuando Charles-Augustin, últimamente, vino a París arrastrándose con sus muletas por el salón de espera del doctor Récamier, que en lo sucesivo nada puede hacer por él, este padre inteligente le aconsejó a su hijo que no dejara pasar la juventud sin gozar, con moderación, de los placeres. Los dos Charles tuvieron aquel día una de esas conversaciones que establecen entre padre e hijo una francmasonería masculina, lejos de los oídos de madres, esposas, hijas y hermanas. Charles-Augustin, sin duda, no hubiese hablado con tanta franqueza en Bailleul. A partir de entonces, al pensar en el «gran jinete» petrificado poco a poco por la parálisis progresiva, Michel-Charles se ha preguntado si su padre, al recordar su pasado, no echa de menos algo más que las largas cabalgadas por el campo flamenco. El ruido de un coche que se para delante de la puerta lo hace volver a lo inmediato: es uno de esos cupés que el joven se permite alquilar para «salir» en los días de lluvia, barro o nieve, y que aumentan la buena opinión que de él tiene su patrona. Antes de bajar, se le ocurre una idea a Michel-Charles: abre el cajón que cerró con llave un instante antes y mete dentro su sortija de sello con chatón de ónice, regalo de Charles-Augustin, se saca del bolsillo unas cuantas monedas de oro que esconde debajo de sus camisas. Los seis luises que le quedan serán suficientes para invitar a cenar a una linda mujer, bien sea duquesa o bacante. Y si por desgracia la desconocida es alguna ramera ladrona, tanto menos habrá perdido.

FERROCARRIL DE VERSALLES, RUE DU PLESSIS:

Mañana, domingo, 8 de mayo, día en que se celebran los Juegos de Agua en Versalles, saldrán convoyes cada media hora... desde por la mañana hasta las 11 de la noche. Todos los trayectos serán directos, excepto los primeros convoyes de la mañana...

Se despachan billetes por anticipado en la Estación de la Rue du Plessis.

Tres meses más tarde, la tibieza de cierto 8 de mayo invadió aquella habitación, embelleciéndolo todo. Es demasiado pronto para que el sol dispare sus rayos en esa calle estrecha, pero se adivina que hará buen tiempo, que es uno de esos días de primavera que imitan al verano. Estamos en 1842; es domingo y, por añadidura (aunque Charles-Augustin se encogería de hombros), es el santo del Rey Ciudadano. Los libracos de derecho del estudiante ya no están encima de la mesa, cubierta con un mantel blanco; hay una cafetera sobre un infiernillo, además de un montón de tazas y platos, todo ello prestado por la patrona; hay también una cesta muy grande llena de brioches.

Por una feliz casualidad, un camarada de Cassel, Charles de Keytspotter, ha elegido este momento para visitar París, en donde su hermano mayor, que también es amigo de infancia, prepara su licenciatura de derecho. El grupito, al que vienen a añadirse dos antiguos condiscípulos de Miche-Charles en el colegio Stanislas, se propone dedicar el domingo a los Juegos de Agua de Versalles. Una vez hayan dado la vuelta al parque, le enseñarán al joven Keytspotter el palacio y los Trianon. La tarde la ocuparán retozando por el bosque tras haber comido en algún merendero. Al provinciano, que está en París desde hace pocos días, le han buscado para esta ocasión una amable compañera, elegida por Blanchette. Su hermano tiene a su griseta titular. Uno de los parisinos es hijo de un arquitecto llamado Lemarié; el otro es un joven de Drionville. Llevan o no llevan consigo a sus amigas correspondientes. Nadie se ha tomado la molestia de anotar los nombres de estas dos o tres bonitas muchachas: pongamos que se llamaran Ida, Coralie o Palmyre. Michel-Charles se ha empeñado en comenzar tan hermoso día invitando a todo el mundo a desayunar en su casa.

Los jóvenes llegan en grupos o uno detrás de otro. Blanchette, discretamente, entra la última y hace los honores, no sin intercambiar de cuando en cuando tiernas miradas con Michel-Charles. Lleva puesto un hermoso cachemir nuevo, regalo de separación, ya que están de acuerdo en que ella se case muy pronto con un amigo serio, cajero en Moulins. Las señoritas van vestidas de nansú o de organdí, con capotas llenas de flores y cintas azules o rosas; los señores lucen pantalones claros. El cuarto se llena de frufrús y de risitas.

Pronto se dispersan por las calles, aún casi vacías, por entre las tiendas con los postigos cerrados. Para añadir un nuevo placer a los placeres del día, han decidido ir y volver a Versalles en ferrocarril. La línea del Norte acaba de proyectarse, es la primera vez que Charles de Keytspotter, que ha venido a París en diligencia, tendrá ocasión de ver una locomotora. La línea Meudon-Versailles funciona sólo desde hace dieciocho meses; hasta para los parisinos del grupito, ir en ferrocarril es todavía algo muy nuevo. No es fácil encontrar sitio en los vagones, que están ya repletos. Ida o Coralie tiene miedo o lo finge por coquetería. Los señores la tranquilizan garantizándole que el tren es muy seguro. Durante el trayecto, los hermanos de Keytspotter cometen el error de iniciar con Michel-Charles una conversación sobre los pequeños grandes acontecimientos de Cassel; los dos parisinos hablan de política. Las jóvenes, que se aburren un poco, hablan de trapos y de sus enamorados del año pasado, se ríen mucho y opinan que el tren va menos deprisa de lo que les habían dicho. Michel-Charles ayuda con galantería a Blanchette a sacarse una carbonilla del ojo, a decir verdad invisible pero que, según dice ella, le hace mucho daño.

El espectáculo que brindan los Juegos de Agua es un éxito; Trianon también; el palacio, un poco menos; aquellas grandes estancias rebosantes de historia y atestadas de visitantes cansan a todo el mundo sin que nadie quiera reconocerlo. En la Galería de los Espejos, Blanchette hace la observación de que todo aquello, por la noche, debe de estar plagado de fantasmas. La hierba reciente de los senderos y su relativa soledad encantan a la pandilla. La comida, que se compone de tortillas y fritos, transcurre con alegría y les parece a todos deliciosa, pues es muy tarde y tienen mucha hambre. Beben para celebrar el próximo matrimonio de Blanchette puesto que, decididamente, se ha propuesto sentar la cabeza. Blanchette se ha quitado sin hacer ruido los escotados zapatos, que le aprietan un poco, y acaricia por debajo de la mesa con su pie encantador el tobillo de su tierno amigo. Brindan por los futuros éxitos de Michel-Charles y de Louis de Keytspotter en los exámenes de derecho, y por el de Lemarié en la Escuela de Bellas Artes.

El regreso se hace despacio; los jóvenes llevan a las señoritas del brazo, pues éstas dicen que están cansadas: entonan a coro una romanza; hacen callar con amabilidad a Lemarié, que ha bebido un poco de más y que tararea ordinarieces. Coralie, que tiene sed, quisiera que parasen un momento en un puesto de refrescos para beber agua de cebada, pero Michel-Charles le hace observar que apenas les queda tiempo para llegar a la estación si quieren estar en París a la hora de cenar en La Chaumière, donde ha reservado una mesa, y ver después los fuegos artificiales en el Sena.

En la estación de Versalles reina una atmósfera de feria y de inocente revuelta. El mismo Miche-Charles aconseja que esperen al tren siguiente, lo que, después de todo, no va a retrasarlos mucho: para acomodar a todos los viajeros, salen ahora convoyes cada diez minutos. Un tren arrastrado por dos locomotoras hace su entrada en la estación; parejas de burgueses endomingados, aunque despechugados por el calor precoz y el polvo, alumnos de instituto, obreros con su gorra, mujeres que tiran de sus hijos y llevan ramos de junquillos que empiezan ya a marchitarse, se precipitan sobre los altos estribos. Lemarié apenas tiene tiempo de señalar a sus amigos a un marino con muchos galones, que sube al compartimiento que hay al lado del suyo: es el almirante Dumont d’Urville, que ha vuelto recientemente, tras haber arrostrado mil peligros, de una exploración por el Antártico; una señora bien vestida y un muchacho joven que debe de ser su hijo lo acompañan. Con la ayuda de sus parejas, las grisetas consiguen encaramarse al compartimiento, protegiendo lo mejor que pueden sus volantes y sus gorros. La gente se sienta o se queda de pie por falta de sitio, casi sin aliento, justo en el momento en que los empleados cierran de golpe las portezuelas y echan la llave, con objeto de impedir que se larguen los listillos que viajan sin billete, antes de que el tren entre en la estación. Paul de Drionville, sentado enfrente de Michel-Charles, está un poco inquieto: su madre le ha hecho prometer que nunca montará en el primer vagón. Michel-Charles lo tranquiliza: están en el segundo vagón. Añade que, a decir verdad, van muy deprisa. El balanceo parece el de una barca que atraviesa el mar con mal tiempo. De repente, una serie de sacudidas, arrojan a los viajeros unos encima de otros, medio sonrientes, medio asustados; un choque enorme, semejante al de una ola de mar de fondo, lanza a los ocupantes al suelo o contra las paredes. Un tumulto hecho de metal que chirría, de maderas que se rompen, de vapor que silba y de agua que hierve cubre gemidos y gritos. Michel-Charles pierde el conocimiento.

Cuando vuelve en sí siente que se ahoga y tose en una atmósfera de horno lleno de humo. Un poco de aire más fresco parece llegar de alguna parte; nunca sabrá si se introduce por un tabique hundido o por un cristal roto. Arrastrándose en la oscuridad sofocante, apartando, rechazando unas masas que son cuerpos, agarrando aquí y allá pedazos de tela que se desgarra, consigue alcanzar la brecha, mete la cabeza y los hombros en aquella abertura demasiado estrecha, forcejea y por fin cae del agujero al terraplén.

El contacto y el olor de la tierra lo reaniman; comprueba a tientas que ha caído en un viñedo. A pesar del largo crepúsculo de mayo, casi está tan oscuro fuera como en el agujero de donde salió. Con la ayuda de sus manos que sangran, se pone de pie en el terraplén y comprende por fin lo que hasta entonces no ha hecho sino vivir. La segunda locomotora se ha precipitado sobre la primera: los vagones, construidos totalmente de madera, se hallan levantados, tumbados, rotos, montados unos sobre otros, ya no son más que una monstruosa hoguera de donde salen humo y gritos. Unas cuantas sombras se agitan y corren a lo largo de las vías; han escapado como él, por milagro, de los compartimientos-prisión. A la luz de una nueva llamarada, Michel-Charles reconoce a un tal Lalou, de Douai, antiguo condiscípulo suyo. Le llama, le agarra del brazo, grita indicándole el lugar del que acaba de arrancarse:

—¡Hay que entrar ahí dentro! ¡Hay gente! ¡Gente que está muriendo!

Las llamas que surgen por todas partes son las únicas en contestar a su fútil llamada. Una mujer joven tiende los brazos aullando a través de una ventanilla sin cristal; un hombre que arriesga su vida se acerca lo bastante para cogerle la mano, tira: el brazo se desprende y cae como un tizón ardiente. Un desconocido a quien el tren arrojó a la vía se arranca el zapato en llamas y con él un pie machacado, sólo unido al cuerpo por un jirón de carne. Un hombre joven, con menos suerte que Michel-Charles, ha caído igual que él en el viñedo, en la parte baja del terraplén, pero uno de los rodrigones le ha atravesado el pecho como si fuera una bayoneta; apenas tiene tiempo de dar unos pasos y muere exhalando un gran grito. El fuego ha sido caprichoso, igual que el rayo: a lo largo de las vías en donde las personas que se ocupan del salvamento se afanan con ganchos y varas, para atraer hacia ellas unos restos calcinados, un joven viajero completamente desnudo, abierto desde la garganta hasta el bajo vientre, tiene, en el orgasmo de la agonía, el aspecto de un monstruoso Príapo. En la parte de atrás, allí donde el fuego no lo ha invadido todo, unos peones camineros han logrado romper cristales o cerraduras, liberando a la gente que huye aullando, dejando aquella pesadilla tras ellos; otros, por el contrario, vuelven a sumergirse en el humo para buscar a sus compañeros. Pero los vagones que iban a la cabeza están perdidos.

A la claridad del fuego que ahora dibuja la silueta de los menores objetos, Michel-Charles se da cuenta de que el bajo de su pantalón cuelga en jirones negruzcos; al pasarse la manga por la frente para enjugar lo que él cree sudor, descubre que también su rostro está lleno de sangre. Cuando vuelve en sí, se halla acostado en una sala del castillo de Meudon, donde se prodigan los primeros cuidados a los heridos. El alba ilumina las cristaleras; ha pasado ya un día desde que tuvo lugar la catástrofe. Con grandes miramientos le cuentan que de las cuarenta y ocho personas que ocupaban los cuatro compartimientos de su vagón, él es el único superviviente.

Alguien, tal vez Lalou, lo llevó a su casa en un coche de punto. Por consejo, sin duda, del doctor Récamier que, desde hacía mucho, era el consejero de la familia, se tomó la decisión de que no se presentara a los exámenes hasta octubre, aun cuando hubieran previsto que lo hiciera en julio. Un estuche de reloj roto y un trozo de pasaporte sirvieron para levantar el acta de fallecimiento de los hermanos de Kaytspotter, que Michel-Charles firmó. Es posible que le hiciera el mismo favor a Lemarié y a Drionville. Un pedazo de cinta, el mango de una sombrilla encontrados en aquel matadero nos recuerdan a las grisetas; en vano he buscado identidades plausibles en la lista, seguramente incompleta, de los muertos, y Michel-Charles tal vez sólo conociera de ellas sus agradables apodos. Poco a poco se fueron borrando las cicatrices de las quemaduras del joven, pero un remolino de cabellos se destacó en su frente durante mucho tiempo, completamente blanco, entre el resto de los cabellos castaños.

Cerca de cuarenta años más tarde, escribió para sus hijos, en unos recuerdos breves redactados poco antes de morir, el relato de este desastre. Michel-Charles carecía de dotes de escritor, pero la precisión y la intensidad de su narración nos impulsarían a creer que, sin él saberlo quizá, por debajo de su pecho que luce una condecoración y vestido con paño fino, en el fondo de sus ojos casi inescrutables, aquella masa de tabiques de madera, de metal incandescente y de carne humana continuaba ardiendo y echando humo. Como hombre del siglo XIX, respetuoso con todas las formas de decoro, Michel-Charles no indicó por escrito que unas cuantas agradables muchachas se habían agregado a la alegre pandilla. Tan sólo mencionó su presencia a su hijo. También evitó contar a sus hijos algunos horribles detalles que yo he tomado de los informes oficiales.

Hubo otras personas, emparentadas de cerca con las víctimas, que conservaron durante algún tiempo, en el fondo de sí mismas, el recuerdo del siniestro. El arquitecto Lemarié, padre del estudiante desaparecido, mandó construir en el lugar fatal una capilla que dedicó a Nuestra Señora de las Llamas; se volvió loco inmediatamente después de la ceremonia de consagración. El edificio era, según parece, bastante feo, pero su hermoso nombre hace soñar. Nuestra Señora de las Llamas; un padre igualmente piadoso hubiera podido mandar construir una capilla a Nuestra Señora de los Afligidos, a Nuestra Señora del Consuelo, ¿qué sé yo? Más valeroso, este desconocido mira de frente al holocausto, corriendo el riesgo de consumirse él mismo. Su Nuestra Señora de las Llamas me hace pensar sin querer en Durga o en Kali, en la poderosa madre india de la que todo sale y en quien todo se hunde, y que baila sobre el mundo anulando las formas. Pero el pensamiento cristiano es de esencia diferente: «¡Oh, tierna María, defiéndenos de las llamas de la tierra! ¡Presérvanos, sobre todo, de las llamas de la eternidad!», decía la inscripción colocada en el frontispicio. Para aquellas almas que habían pasado del fuego terrestre al fuego del Purgatorio, se debían decir cuatro misas al año. Se hizo así durante unos veinte años. Luego, el olvido disipó el recuerdo de las cenizas. La capilla, de estilo trovadoresco, seguía aún en pie hará unos treinta años. Un inmueble ocupa hoy su lugar.

Los hilos de la tela de araña en que todos estamos cogidos son muy frágiles: aquel domingo de mayo, Michel-Charles estuvo a punto de perder o de ahorrarse los cuarenta y cuatro años que le quedaban por vivir. Al mismo tiempo, sus tres hijos y sus descendientes, entre los que me cuento, estuvieron a punto de correr la suerte que consiste en no existir. Cuando pienso que una biela defectuosa (aseguran que se había encargado una pieza de recambio en Inglaterra y que había quedado detenida en la aduana) ha estado a punto de aniquilar esas virtualidades, cuando constato por otra parte lo poco que queda de la mayoría de vidas actualizadas y vividas, me cuesta atribuir una gran importancia a esas carambolas de la suerte. La imagen que para mí sobresale de todo aquel desastre, sobrevenido en tiempos de Luis-Felipe, no deja de ser la de un muchacho de veinte años que se abalanza de cabeza a través de una brecha, ciego y sangrando, igual que el día que nació, llevando su linaje en los testículos.

Incluso para mi padre, a quien no gustaba nada de lo que lo unía a su familia, y con mayor razón para mi abuelo, a quien todo unía a la suya, la antigua casa de Bailleul siempre significó belleza, orden y tranquilidad. Como desapareció entre las humaredas de 1914, y no tuve apenas tiempo más que de vislumbrarla siendo muy niña, permanece para siempre en ese illo tempore que es el de los mitos de la edad de oro. Balzac, en La búsqueda de lo absoluto, ha descrito una morada parecida con su genio de visionario, pero también con esa megalomanía que lo llevaba a sobrestimarlo todo. Hay pocas familias en el Flandes francés que tuvieran en su salón el retrato de un antepasado pintado por Tiziano; muy pocos cultivaban en su jardín tulipanes cuyas cebollas valían cada una cincuenta escudos; ninguna, por suerte, poseía una serie de anales de época que representase con todo detalle la vida del cervecero patriota Van Artevelde, lo que no es, todo lo más, sino un ingenuo invento de ebanista de la época de Luis-Felipe. Reducida a lo esencial, la casa Claes descrita por aquel hombre que apenas puso los pies en el Norte vive y respira tan bien que puedo dispensarme de describir esta casa de Bailleul.

El débil sonido de la campanilla y los ladridos de su bienamada perra Misca llenan de dulzura a Michel-Charles, de una dulzura que creía no volver a conocer nunca más. Vienen a continuación las tres vírgenes: Gabrielle, Louise y Valérie, blancas y sonrosadas con sus atuendos de verano, que se han adelantado para abrir la puerta a su hermano. Luego, admirablemente dueña de sí, dominando con altivez sus emociones, con una sonrisa reconfortante en los labios, llega Reine, la bien nombrada, que abraza a su hijo contra su amplio corpiño de tafetán reluciente como una coraza. El abrazo de la cocinera Mélanie, que ha visto nacer al señorito y que algún día reposará en el panteón de la familia, tras cincuenta años de fieles servicios, va acompañado de tímidos apretones de manos y de las reverencias de las demás criadas. Finalmente, un ruido seco y acompasado martillea este rumor; Charles-Augustin Cleenewerck de Crayencour, para honrar a su hijo, se ha levantado del sillón que apenas abandona desde que una enfermedad de la médula espinal, cuyos primeros dolores se hicieron sentir hará ya quince años, lo ha dejado paralítico de las dos piernas. Las altas muletas hacen toc-toc sobre los baldosines del pasillo.

El rostro bien afeitado de Charles-Augustin roza el de su hijo. Sus facciones surcadas de arrugas, su mirada seca, expresan una vivacidad que su cuerpo ya no tiene. Imposible con su frac bien cortado, controlándose excesivamente, a pesar de sus piernas blandas que flotan bajo su cuerpo, este inválido parece un burgués de Ingres. El buen Henri, hermano mayor de Michel-Charles, ha bajado de su habitación. No es precisamente un anormal, ni siquiera un retrasado mental o apenas. Los vecinos lo llaman «original». En cuanto pasó por la escuela parroquial, se percataron de que no había que soñar para Henri con el colegio Stanislas ni con los bancos de la Sorbona. Se sabe ya que irá envejeciendo allí, con la familia, sin pedirle gran cosa a la vida, sin molestar a nadie, contento de pasearse por la Gran Place con sus bien cortados trajes que le envía un sastre de Lille y distribuyendo caramelos o monedas a los chiquillos, que se ponen a decir bromas sobre él en flamenco en cuanto ha vuelto la espalda. Tiene excelentes modales: le gusta hacer favores, pasar la sal o la mostaza cuando están a la mesa y alguien se lo pide, saludando ligeramente al mismo tiempo. Le gusta escuchar a sus hermanas cantar una romanza acompañándose al piano, pero dedica la mayor parte de su tiempo a leer en su habitación a Paul de Kock, autor que no debe caer en manos de las señoritas. Sonríe a su hermano abiertamente, con sonrisa algo estúpida.

Al final del largo pasillo, la puerta del jardín se abre sobre las plantas verdes y los cantos de pájaros. Sus hermanas han dejado, encima de una mesa de metal, sus juegos y sus labores. Todo aquello estaba igual, una cierta tarde de hará al menos un mes, mientras que en Meudon soplaba y ardía el infierno. No nos equivoquemos: no es en el corazón sino en el espíritu donde Michel-Charles se siente golpeado. No habría que exagerar la pena que le ha causado la muerte de sus cuatro excelentes compañeros: no eran amigos hasta ese punto. La muerte de Blanchette es, claro está, un recuerdo atroz, pero la misma Blanchette no era más que una muchacha amable, a quien él se disponía a abandonar. Lo que durante algún tiempo lo ha dejado estupefacto y sin fuerzas es el sentimiento repentino del horror que se esconde en el fondo de todo. La cortina de las apariencias, tan alegres en aquel Versalles con sus Juegos de Agua, se ha apartado un momento: aun cuando no sea muy capaz de analizar la impresión recibida, ha visto el verdadero rostro de la vida, que es un horno ardiente. Reine se percata de que su hijo está cansado, lo lleva a la cama, corre las cortinas y lo deja con la perra Misca echa un ovillo a sus pies.

«Reine Bieswal de Briarde, mi madre —escribe Michel-Charles en las primeras páginas de sus recuerdos— era hija de Joseph Bieswal de Briarde y de Valentine de Coussemaker, nieta de Benoit Bieswal de Briarde, consejero en el parlamento, y de la señorita Lefebvre de la Basse-Boulogne, de quien tengo un retrato en el que está vestida de Diana cazadora. Era de estatura mediana, tenía un lindo cutis flamenco, era muy inteligente y muy buena... Había sido educada por una canonesa de alto linaje a quien los azares de la Revolución obligaron a salir al extranjero con su familia y que, desde entonces, no se había separado de ella. Todo en mi madre revelaba la cuidada educación de otros tiempos». Lo que él calla, y no es la primera ni la última ocasión en que lo sorprendemos saltándose unas verdades difíciles de decir, es que esta mujer tan afable era también imponente. Tenemos su retrato pintado por Bafcop, buen retratista con gran fama por entonces en la región del Norte. Esta cuadragenaria con traje de calle, vestida de raso y pieles, con las manos dentro de su enorme manguito, parece una fragata adelantándose con todas las velas desplegadas. La ex pupila de una noble canonesa posee una fisonomía de abadesa de antiguo régimen: se adivina que su cordialidad un tanto jovial esconde una voluntad flexible y cortante como la hoja de un cuchillo; su sonrisa es de las que siempre se salen con la suya. Reine es la obra maestra de una sociedad en que la mujer no necesita votar, ni manifestarse por las calles para reinar. Desempeña de maravilla su papel de regente junto al rey enfermo: se da por descontado que ella encomienda todo a Charles-Augustin; en realidad, ella es la que gobierna.

Este matrimonio unido se halla separado por unos matices de opinión que la buena educación les impide manifestar casi siempre. Para Charles-Augustin, sólo existe un rey en Francia y está en Frohsdorf. La epopeya o aventura imperial ha pasado para él a distancia. Este hombre, que se casó el mismo año de Waterloo, no es que se haya congratulado de la victoria de Wellington, pero el único dolor experimentado fue la muerte del hermano de Reine, guardia de honor del Emperador durante la campaña de Francia. Sin decir nunca tal cosa, Charles-Augustin tal vez lamente que este final glorioso, cuyo resultado ha sido el de aumentar la parte de herencia correspondiente a su mujer, no haya ocurrido al servicio de la bandera blanca. Más tarde dio su aprobación cuando Reine — legitimista, es verdad, pero impregnada de un realismo propio de una madre de familia— propuso que casaran a su hija Marie-Caroline con el hijo de los P., nacido de una honorable familia burguesa en la que el título de diputado del Norte será casi hereditario en el transcurso del siglo XIX, bajo los diferentes regímenes. Incluso le permite a Michel-Charles frecuentar en París a ese cuñado bien considerado en los ministerios, pero jamás admitirá que su hijo «coma en el pesebre» del Rey Ciudadano. Reine, por el contrario, sueña para este muchacho tan listo con una hermosa carrera administrativa, política quizá. Pero silencio: más vale esperar a que Michel-Charles apruebe sus exámenes de derecho. ¿Quién sabe? Este hombre y esta mujer, que tienen ambos cincuenta años, han visto ya cómo se sucedían en Francia ocho regímenes diferentes. Antes de que Michel-Charles defienda su tesis, es posible que la rama mayor esté de nuevo en el trono o, lo que es más difícil de creer, que Charles-Augustin haya cambiado de opinión. También puede sobrevenir, y las más abnegadas familias hacen inevitablemente estos cálculos a la cabecera de los enfermos, que Charles— Augustin ya no esté para imponer su opinión.

No se ha organizado una recepción espontánea para celebrar el regreso del estudiante, al igual que se hizo el día ya lejano en que volvió con su título de bachiller, título entonces tan escaso en Bailleul que poco faltó para que le obsequiasen con una manifestación pública: saben que el accidente de ferrocarril acaecido en Versalles lo ha trastornado fuertemente. Pero la rutina densa y como untuosa de la vida de familia continúa. Todos los domingos, Reine preside una comida a la que se invita a todos los parientes, es decir, a casi todo el que cuenta algo en la ciudad. El mantel que se pone en la mesa para esta ceremonia, apenas menos sagrada que la misa mayor, resplandece con los cubiertos de plata y brilla suavemente con la porcelana antigua. Las croquetas de ave se sirven a mediodía; el postre y las golosinas hacia las cinco. Entre el sorbete y el asado de cordero se da por descontado que los invitados pueden dar una vuelta por el jardín e incluso, en ocasiones — disculpándose un poco por hallar placer en distracción tan rústica—, jugar una partida de bolos. Algunos aprovechan la ocasión para llegarse discretamente hasta un pabellón escondido debajo de un macizo verde. Charles-Augustin, obedeciendo las órdenes de los médicos, se pone en pie con la ayuda de sus muletas y va a tenderse un poco en la estancia de al lado. Las señoritas de la casa se arreglan los lazos y arrastran alegremente a sus amigas hasta su cuarto, o hasta un encantador reducto que hay en el entresuelo, en donde un banco de madera bien fregada ocupa uno de los lados. Hay sitio para tres personas a la vez y es costumbre que las señoras se refugien allí para sus conversaciones íntimas. El ligero rumor de un hilillo de agua que cae en una especie de pilón de una fuente no ofuscaba, me aseguran, a aquellas encantadoras mujeres. El cacharrito azul que hay en una esquina y que contiene una escoba es de porcelana de Delft, igual que los jarrones del salón.

Se festejan los esponsales de la joven Louise con su primo Maximilien-Napoleón de Coussemaker, de una familia de la que sólo pueden decirse cosas buenas desde hace cuatrocientos años. Charles-Augustin aprueba a este futuro marido, aun cuando uno de sus nombres de pila recuerde demasiado que los parientes cercanos de Reine han caído en las redes imperiales. Estos nombres característicos de un ambiente y de una época merecen una observación. Charles-Augustin debe seguramente uno de los suyos al jansenismo de su antepasado de Gheus. El de Reine, para una niña nacida en 1792, sólo puede tener un sentido: la fidelidad a la hija de Marie-Thérèse amenazada. Los Joseph y los Charles, los Maximilien, los Isabelle, los Thérèse y los Eugénie son tradicionales en la familia y algunos de estos nombres, bien es verdad, son muy corrientes en Francia. No obstante, todos ellos pertenecen a emperadores o emperatrices, regentes varones o hembras, españoles y austríacos, de los Países Bajos, o bien conservan la huella del agustinismo jansenista. No es del todo una casualidad que dos hermanos, que se trasladaron de Arras a París en 1789, y destinados a dejar huellas en la Historia de Francia, el primero de los mismos, profunda y el segundo, que pronto se borró, se llamaran Maximilien y Augustin de Robespierre.

Mal curado de sus pesadillas e insomnios, el joven regresa, no obstante, a París, en donde se examina y aprueba con brillantez en octubre. Nunca sabremos qué le trajeron los dos inviernos siguientes, ni si hubo algo más excitante que el estudio; sólo que volvió a alquilar su habitación en la Rue Vaugirard y que comía por treinta y seis sous en un restaurante de la Rue Saint-Dominique, lo que, para un estudiante, es una especie de lujo modesto. ¿Tropezaría por fin con su Diane de Cadignan o con su Esther, o bien se contentó con una segunda Blanchette? Los hombres del siglo XIX ocultan misteriosamente toda una parte de su vida.

No se trata de que el joven doctor, que obtuvo las cuatro bolas blancas en su examen, abra un bufete de abogado. Las profesiones liberales, tan apreciadas por cierta burguesía, son consideradas inferiores por esta familia que no ve más objetivo a la vida que la gerencia de sus bienes o el servicio al Estado. A pesar del enriqueceos, de Guizot, divisa del régimen, los negocios y la industria aún se sitúan unos escalones más abajo: Charles-Augustin no imagina a su hijo dirigiendo unas hilaturas. Los conocimientos y diplomas que Michel-Charles se trajo de París le servirán para establecer con cuidado los contratos con los granjeros, o para salir del paso sin demasiados contratiempos cuando se presente alguna historia de muro medianero. El padre, que tuvo que renunciar desde hace años a recorrer en persona sus granjas, tiene prisa por formar a su sucesor.

Pero Reine encuentra muy nervioso a este muchacho, que se sobresalta al oír el menor ruido, da largos paseos solitarios con Misca y se encierra en su cuarto, igual que Henri, aunque no para leer a Paul de Kock. Como suele suceder, estos padres conocen mal a su hijo, pero Michel-Charles tiene a sus hermanas por confidentes. Reine se entera por ellas de que el joven, al verse ocioso de repente, habla mucho de cielos azules, de ruinas romanas o de chalés suizos, y envidia a su primo Edmond de Coussemaker que está estudiando en Jena. A Gabrielle, su preferida, le ha enseñado unos versos en los que imita de cerca a Lamartine y en los que expresa el gozo que experimentaría al ver un día el mar de Sorrento.

Reine no conoce del mundo más que el París de Luis XVIII, por donde paseó en compañía de su joven marido; ha visto las tiendas, los restaurantes elegantes, una pantomima o un melodrama en el boulevard du Crime, el Bois a la hora del paseo de coches y, precisamente, esos Juegos de Aguas de Versalles que, de manera casi fatal, recomendó a su hijo. Las señoritas de la casa han pasado tres años en la capital, confinadas en el convento de la Avenue de l’Observatoire, adonde iba a buscarlas su hermano el domingo para llevarlas a la misa mayor de Saint-Sulpice, a ver una obra clásica en la Comédie Française o con ocasión de un baile familiar en casa del Diputado D. Pero estas mujeres, a quienes bastará, durante toda su vida, con su pequeña ciudad, presienten confusamente que la necesidad de viajar que atormenta al estudiante recién devuelto al hogar es legítima. Un hombre de buena cuna debe ver mundo antes de instalarse en el país donde la casualidad o la Providencia lo han situado. Un Gran Viaje turístico, del estilo de aquellos que solían hacer los gentileshombres del siglo XVIII, no sólo le devolverá a Reine a un hijo ya curado de su obsesión por los viajes, sino que le dejará asimismo el tiempo suficiente para montar sus baterías maternales con vistas a un buen matrimonio y (¿quién sabe?) a una carrera oficial para su querido niño.

Charles-Augustin sólo impone una condición: su hijo no se marchará hasta el año que viene y, en este intervalo, se preocupará de ampliar conocimientos sobre la geografía, la historia y la literatura de los países que va a visitar, así como de aprender un poco la lengua de cada uno de ellos. Durante aquel invierno, los transeúntes nocturnos, bastante escasos en aquella ciudad, donde la gente se acuesta temprano y en donde el frío y la lluvia obligan a desistir de dar paseos tardíos, hubiesen podido ver una lámpara encendida hasta altas horas de la madrugada, en la ventana de Michel-Charles. Pero el joven se prohíbe a sí mismo leer o releer las descripciones poéticas, los relatos de viajes impregnados quizá de un entusiasmo ficticio que le impedirían ver y juzgar con sus propios ojos. Probablemente hace mal. Alegrarse el espíritu con evocaciones líricas sobre los países que uno va a atravesar no es más necio que beberse una botella de champán antes de ir a un baile.

La víspera de su partida, Charles-Augustin le entregó a su hijo, al que ya había provisto de fondos necesarios para las primeras etapas del trayecto, un cheque de diez mil francos a cobrar en el banco Albani de Roma. Le especificó, por lo demás, que tendría que sacar de aquella suma algunos regalos elegidos con gusto «para las mujeres». En cuanto al resto, esperaba que el joven sólo cogería de allí tres mil francos para sus gastos personales y que daría pruebas de cordura devolviendo el saldo intacto. Digamos desde ahora mismo que aquella petición fue escuchada.

Un cupé se llevó por fin a los dos viajeros: Michel-Charles y su primo Henri Bieswal, un buen muchacho que, a la vuelta, se instalaría muy a gusto en su vida de rico propietario campesino y moriría siendo presidente de la sociedad agronómica. Michel-Charles, ebrio de alegría, confiesa que se marchó sin sentir ninguna pena —casi obligatoria por entonces, cuando alguien se separaba de los suyos—; los padres, en el umbral de la puerta, fingen estar contentos: a los cincuenta y dos años, Charles-Augustin sabe que sus días de enfermo están contados: ¿volverá a ver a su hijo? La robusta Reine piensa en el accidente de Versalles: no sólo son peligrosos los medios de locomoción modernos, también las diligencias pueden volcar, los caballos desbocarse, los barcos naufragar, al parecer, los bandidos infestan la campiña romana y Sicilia; hay Circes y Calipsos repartidos por el mundo, que acechan a los hombres jóvenes, se burlan de ellos y les escamotean sus monedas de oro, dejando en su sangre un veneno que les destruye la vida. Reine se dice que casi es un milagro que Charles-Augustin volviera antaño de Alemania, dejando a sus hermanos y hermanas en el cementerio; también es un milagro que haya fundado una familia, antes de que un mal incomprensible se adueñara de él. Aunque poco propensa a la ansiedad o a la amargura, piensa, echándole una mirada al bueno de Henri, que Charles-Augustin, a su vez, sólo tiene un hijo. El bueno de Henri, de pie en el umbral de la puerta, detrás de su madre, le tira besos a los viajeros. Gabrielle sujeta a Misca, que tira de la correa y quiere ir a reunirse con su amo.

Paradójicamente, este feliz viaje empieza con una nota sombría. En Perona, una reparación del cupé exige varias horas. Hace frío. El cochero propone a ambos primos que entren, para calentarse, en un asqueroso tabernucho frecuentado por carreteros. Con una jarra de cerveza delante, a la cual se guarda muy bien de tocar, el joven escucha y mira, en aquel fumadero maloliente, cómo sus vecinos ríen, beben, discuten y escupen en el suelo, profiriendo con voz ronca palabrotas obscenas. «No eran hombres, sino animales», anota el joven doctor en derecho indignado. Casi le agradezco que no se dejara engañar, como más tarde lo hizo uno de mis tíos abuelos maternos, por las estampas almibaradas de obreros de gran corazón: cromos como ésos son también una ofensa para el pueblo. Hay honradez en Michel-Charles al describir lo que ve tal como lo ve. La suciedad continuará obsesionando al muchacho, acostumbrado a una casa bien cuidada: Arles y Nîmes le parecen «ciudades sucias», a pesar de la belleza que poseen sus restos antiguos. El puerto de Toulon le parece «nauseabundo», en lo cual, sin duda, no se equivoca. Su descripción del penal recuerda a su descripción del tugurio. Al tener recientes sus lecturas de Dante, ha comprendido muy bien que estaba visitando el infierno. Pero son de nuevo el horror y la repugnancia los que dominan, y de ningún modo la compasión. Cuando las quejas de un presidiario, que pretende ser inocente, hacen que se le encoja el corazón, la sonrisa burlona del carcelero pronto lo devuelve a la realidad. «¡Asno!» —parece decirle aquel representante de la autoridad—. «La única compasión permitida aquí es ser despiadado.» El joven no lo contradice, y sale de allí más bien incómodo que conmovido. En el falaz combate entre el orden y la justicia, Michel-Charles se ha situado ya en la parte del orden. Seguirá creyendo durante toda su vida que un hombre bien educado, bien lavado, bien alimentado y bien bebido sin excesos; cultivado como debe serlo en su tiempo, un hombre de compañía agradable es, no sólo superior a los miserables, sino también de una raza distinta, casi de otra sangre. Incluso si, entre muchos errores, hubiera una pequeña parcela de verdad en este punto de vista que, confesado o tácito, ha sido el de todas las civilizaciones hasta nuestros días, lo que en él hay de falso acabaría siempre por agrietar cualquier sociedad que en él se apoye. En el transcurso de su existencia de hombre privilegiado, aunque no necesariamente hombre dichoso, Michel-Charles no ha atravesado nunca una crisis lo bastante fuerte para darse cuenta de que él era, en último término, semejante a aquellos desechos humanos, tal vez hermano suyo. Tampoco se confesará a sí mismo que todo hombre, un día u otro, acaba por verse condenado a trabajos forzados a perpetuidad.

En los últimos meses de su vida y en la paz relativa de un otoño en el Mont-Noir, Miche-Charles, cuarenta años después de su vuelta de Italia, pasó a limpio, en un volumen lujosamente encuadernado, las aproximadamente cien cartas que había escrito a los suyos durante su viaje. Placer un poco triste de enfermo que se apoya, por decirlo así, en el joven que fue. Michel-Charles, modestamente, pone el pretexto de que su hijo y la hija que aún le queda tal vez recorran con gusto aquellas páginas sin pretensiones para informarse de cómo se viajaba por Italia en aquellos tiempos lejanos. Marie no tuvo, me parece, ocasión de leerlos. Michel, mi padre, apenas les echó una mirada y le pareció insípido el contenido de aquellas hojas cubiertas de una fina y pálida letra. En una nota preliminar, Michel-Charles suplica que arrojen el volumen al fuego si algún día debiera salir de la familia. Le desobedezco, como puede verse. Pero además de que esos textos anodinos no merecen tantas precauciones, resulta que a cien años de distancia y en un mundo más cambiado de lo que Michel-Charles podía imaginar, estas páginas se han convertido en un documento desde muchos puntos de vista, y no sólo sobre la manera en cómo se establecía un contrato con los carreteros.

Reine había hecho prometer a su hijo que le escribiría todos los días, aunque no enviase una larga carta, sino una vez a la semana, o cuando se ofreciese algún correo para Francia. De ello resultó lo que se podía esperar un castigo que cumple, con buena voluntad pero sin entusiasmo, un muchacho bienintencionado. A los veintidós años, todos hemos escrito a nuestra familia, o a quienes hacían sus veces, cartas en las que contábamos que habíamos visitado un museo aquella misma mañana, y visto tal estatua célebre; que después habíamos comido una excelente comida, no muy cara, en un restaurante cercano, que pensábamos ir a la Ópera por la noche si encontrábamos entradas, y terminábamos rogando que saludaran a diversas personas en nuestro nombre. Nada de aquello que nos excitaba, nos inquietaba y, en ocasiones, nos trastornaba, se traslucía en estas tranquilizadoras misivas. Nos resulta difícil creer que estos anodinos informes, un poco infantiles, emanasen de aquel guapo mozo de ojos admirables, corriendo de correo en correo por aquel país que después no olvidaría jamás.

Claro está, la principal lítote es la que se refiere a las escapadas sensuales del cavaliere francés. A los padres buenos les gusta siempre creer que sus hijos «se lo dicen todo». Si por casualidad, alguna vez, Michel-Charles relató a los suyos una parte pequeña del todo, seguro es que no fue por medio de una carta leída a la luz de la lámpara, a la hora de tomar la tila. Apenas, en ocasiones, se adivina su ardor en dos palabras sobre la belleza de las mujeres de Avignon, o en la impresión evidentemente muy grande que le producen en el baile de la embajada de Francia las jóvenes moscovitas, princesas y damas de honor, que acompañan en su viaje a la emperatriz de Rusia, mujer de Nicolás I, la muy alemana Carlota de Prusia. Volverá a hablar, en Sicilia, de la encantadora princesa Olga, más tarde reina de Wurtemberg, pero las hermosas muchachas italianas, más accesibles, permanecen invisibles. Muy pronto, ambos primos se han unido a un grupo de tres o cuatro jóvenes franceses, por ahorrar, según dice Michel-Charles; esperemos que lo hicieran también por el placer de estar juntos. Aquellos muchachos decididos como él a instruirse divirtiéndose, le enseñan enseguida cómo estirar su peculio más allá de las previsiones paternas, hospedándose en posadas, lejos de los hoteles frecuentados por las misses inglesas y sus padres tajantes o estirados. En las ciudades grandes, alquilan un apartamento y buscan un criado de allí mismo. Parte del camino se hace a pie por gusto, hasta el momento en que los jóvenes viajeros, agotados, se congratulan de que los recoja alguna de las carrozza de pueblo.

Mas nunca sabremos nada de las aventurillas de estos jóvenes que vagabundean por los caminos en el país del Satiricón y de los Cuentos de Boccaccio, donde el amor fácil, pero no siempre tan romántico como se había creído, ha sido siempre una atracción o un espejismo para los extranjeros. No aparece ni el más mínimo alcahuete escapado de la comedia antigua, y que continuará después corriendo las calles, que proponga a aquellos Ilustres Señores llevarlos a buenos sitios, ni la más mínima linda lavandera, inclinada sobre el lavadero y presumiendo de sus curvas y sus senos; nada tampoco sobre esos coloquios apasionados de las miradas, a lo largo de un Corso, a la hora de deambular por las noches; ni sobre alguna bella que sonríe detrás de una celosía. Nada o muy poco sobre los vinos de la comarca, ni sobre discusiones apasionadas sobre política y arte, sobre querellas surgidas, a veces, entre camaradas; nada de bromas a la buena de Dios, como entonces gustaban, ni de canciones de taller o tonadillas de coracero berreadas en una carreta, tanto más alegremente cuanto que el carretero no entiende ni una palabra. Tan sólo una vez asistimos a uno de esos ejercicios corales a los que era aficionada la juventud de las escuelas, pero lo que aquí escuchamos no es de Béranger, ni de Désaugiers, ni ningún otro estribillo de moda: es un romance de Alejandro Dumas, El Ángel, que respira un idealismo de nata y que aquellos jóvenes cantan a voz en grito por las colinas toscanas. Los sentimientos etéreos que exhala son harto ficticios; acaso no lo sean más que los expresados en una canción de Prévert o en una patética cantinela de Edith Piaf.

Estas cartas banales del aventajado estudiante nos enseñan mucho sobre el estado de la cultura en una época en que las materias enseñadas han cambiado muy poco desde el siglo XVIII, acaso desde el XVII. Hemos lamentado tanto la derrota de las humanidades que no es malo ver cómo fueron ellas mismas las que se condenaron a muerte. A pesar de una memoria prodigiosa, que le permitirá durante toda su vida recitar impresionantes fragmentos de Homero, cuyo sentido casi ha olvidado, Miche-Charles, como la inmensa mayoría de los franceses instruidos de su tiempo, apenas sabe griego. En cambio, es un excelente latinista, lo que supone haber leído a cuatro o cinco grandes historiadores, de Tito Livio a Tácito, otros tantos poetas empezando por Virgilio al completo y acabando con pasajes escogidos de Juvenal, amén de dos o tres tratados de Cicerón y de Séneca. Casi todas las civilizaciones que se fundan en el estudio de los clásicos se limitan a un número muy restringido de autores, y al parecer, los méritos intrínsecos de éstos importan menos que la familiaridad que con ellos se tenga. Su lectura estampilla al hombre medio como miembro de un grupo y casi de un club. Le proporciona un modicum de citas, de pretextos y de ejemplos que le ayudan a comunicarse con aquellos contemporáneos suyos que disponen del mismo equipaje, lo que no es poca cosa. En un plano que se alcanza con menor frecuencia, los clásicos, bien es verdad, son mucho más que eso: son el soporte y el módulo, la plomada y la escuadra del alma, un arte de pensar y a veces de existir. En el mejor de los casos, liberan y empujan a la rebeldía, aunque sólo fuera contra ellos mismos. No esperemos que produzcan tales efectos en Michel-Charles. No es un humanista, especie por lo demás muy escasa en 1845. Sólo es un excelente alumno que ha estudiado humanidades.

La Italia que él visita es una Italia que ya nosotros no podemos ver. Las ruinas son todavía grandes vestigios envueltos en plantas trepadoras, ante las cuales sueña la gente sobre los fines últimos de los Imperios; no son esos especímenes de arquitectura del pasado restaurados, etiquetados, maquillados por la noche mediante focos, empequeñecidos por la vecindad de altos edificios que el próximo bombardeo derribará junto con ellos. La Meta sudans, punto de partida de todos los caminos del Imperio, con su fuente donde los gladiadores se lavaban los brazos ensangrentados, no ha desaparecido aún con el zafarrancho edilicio de Mussolini; aún se llega hasta San Pedro por un dédalo de callejuelas que hacen de la columnata de Bernini una inmensa y armoniosa sorpresa. El enorme pastel que es el monumento de Víctor Manuel no rivaliza todavía con el Capitolio. El ruido de las vespas no impedirá, hasta más tarde, oír el rumor de las fuentes. Michel-Charles merodea a caballo por una ciudad sucia y a menudo enfebrecida, mas no contaminada como hoy la vemos, que sigue estando a escala humana y a la de los fantasmas. Los amplios jardines que la especulación inmobiliaria destruirá hacia finales del siglo Verdean y respiran aún. Los barrios populares rebosan de una humanidad vociferante y sórdida que evocan, casi con ternura, los poemas en dialecto de Belli; el contraste es brutal entre la miseria de los pobres y el lujo de las familias papales y bancadas; no lo es menos en nuestros días entre el hampa dorada de la dolce vita y los habitantes de las cuevas y chabolas.

La mirada de Michel-Charles se halla menos hastiada que la nuestra, pero también es menos sensible. Por una parte, él no ha visto cien veces de antemano estos mismos parajes revestidos con el prestigio que les añade el technicolor; no posee «fotografías artísticas» cuyas proporciones cambian debido a los subterfugios de la iluminación y de la perspectiva, exageran y suavizan los rasgos de un rostro de piedra, de suerte que al visitante le cuesta mucho, a veces, descubrir en un rincón de museo ese mismo busto reducido a lo que es. Por otra parte, su saber y su gusto a menudo se quedan cortos. El primer contacto de este hombre, acostumbrado a los verdes setos del Norte, con el paisaje italiano, es un fracaso; aquellas colinas secas no están menos floridas de lo que él había creído; el olvido le parece un árbol avaro y pobre. ¿Qué diría hoy ante unos parajes donde los pilares han venido a sustituir, con harta frecuencia, a los árboles, y en donde las aguas del Clitumnio, tan amadas por los grandes toros blancos de Virgilio, fluyen más abajo de una carretera estrepitosa? Las negras calles florentinas con sus palacios de hoscos relieves entristecen al viajero que aún no tiene sino un barniz de romanticismo. Si se atreviese, confesaría que las musculaturas de Miguel Ángel le parecen exageradas. En cualquier caso, es mayor el tiempo que le dedica, en Florencia, a la descripción del panteón de los Grandes Duques, con sus hermosas placas de mármol gris, que a La Aurora o a La Noche. En Paestum, las poderosas columnas achaparradas, que parecen haber salido directamente de las profundidades del suelo, casi le dan miedo. Se nota que pertenece a un pueblo para el cual la arquitectura renovada de los griegos ha tomado preferentemente atractivos a lo Luis XVI o una fría elegancia estilo Imperio. La fuerte Grecia preclásica de los dioses, monstruos y sueños no es presentida en esta primera mitad del siglo XIX, de no ser por un anciano y por unos cuantos jóvenes visionarios: el Goethe del Segundo Fausto y dos dementes: Hölderlin y Gerard de Nerval. También por un apasionado: Maurice de Guérin, que escucha dentro de sí el galope del Centauro. No se le puede pedir a un joven doctor en derecho que piense como ellos.

He descifrado con curiosidad, como es de suponer, el fragmento de la carta a mamá concerniente a la villa de Adriano, hermoso paraje hoy desacralizado por restauraciones indiscretas o por indefinidas estatuas de jardín halladas aquí y allá y agrupadas arbitrariamente bajo pórticos reconstruidos, sin hablar de un cafetín y de un aparcamiento a dos pasos del gran muro que dibujó Piranesi. Sentimos la desaparición de la villa del conde Fede tal como yo la conocí todavía en mi adolescencia, con el largo paseo bordeado por una guardia pretoriana de cipreses que conducían, paso a paso, hasta el silencioso dominio de las sombras, visitado en abril por el canto del cuco y en agosto por el chirriar de las cigarras, pero en donde —cuando pasé por allí por última vez— lo que más oí fueron transistores. ¡Qué corto ha sido el intervalo entre las ruinas abandonadas a sí mismas, accesibles tan sólo a unos cuantos aficionados intrépidos, semejantes a Piraneso abriéndose camino con el hacha por aquellas soledades encantadas, y la atracción turística para viajes organizados! El joven visitante de 1845 se pierde en lo que no es para él sino un inmenso solar sembrado de pedruscos informes. Adriano se sitúa en el tiempo tras los grandes historiadores antiguos que ha leído Miche-Charles; la verdad es que mi abuelo no se sumergió en el polvo de cronistas, tales como los de la Historia Augusta para —a la manera en que se fabrica un mosaico, pegando unos con otros trozos dispersos— tratar de hacerse una idea sobre el más moderno y más complejo de los hombres con vocación de reinar. Sus manuales le enseñan, todo lo más, que Adriano viajó, protegió las artes y guerreó en Palestina, y la Historia Universal de Bossuet le informa de que «deshonró su reinado con sus amores monstruosos». No basta esto para retener a un buen muchacho entre unos arcos rotos y unos olivos que no le gustan. Se apresura a dejar aquellos lugares sin interés, para ir a las fuentes adornadas con flores de lis de Villa d’Este, y a sus jardines donde es posible evocar a hermosas mujeres que escuchan a un caballero tocando el laúd.

Este joven recién iniciado en las artes confiesa que prefiere los escultores a los pintores, tal vez porque, sin que él se dé cuenta, el arte de los primeros está más cerca de los sentidos; de hecho, vaga casi exclusivamente entre lo que llamaban entonces «los antiguos», copias grecorromanas o, todo lo más, alejandrinas, de originales perdidos. El público de nuestros días se ha desinteresado de esas obras que le parecen frías o redundantes y que son, en cualquier caso, de segunda mano. Ya no va nadie al Vaticano para obtener del Apolo de Belvedere la revelación de lo sublime, ni para instruirse sobre el papel que juegan las emociones en el arte contemplando al Laocoonte, esa ópera de piedra. Incluso en materia de arte griego propiamente dicho, la moda ha caminado hacia atrás, dejando tras de sí a la Venus que trajo de Melos ese mismo almirante Dumont d’Urville, al que casi acompaña en la muerte Michel-Charles, pasando de los canéforas y de los efebos del Partenón al kouroi y a los korés arcaicos, y de éstos a las máscaras geométricas de las Cícladas, versión preclásica de las máscaras africanas.

Para no convertir a Michel-Charles en el filisteo que no es, es preciso recordar que Goethe y Stendhal miraban a los «antiguos» con esa misma mirada: esos dioses y esas ninfas con las narices más rectas que las nuestras, desnudos aunque envueltos en su perfección formal como en un traje, son rehenes de la edad de oro del hombre. Si están restaurados, repulidos, si se han reemplazado los pies y las manos que les faltaban, es porque las llagas del mármol hubieran deslucido la imagen de felicidad y armonía que de ellos se esperaba.

Estos dioses paganos resultan seguros hasta tal punto que un buen católico como Michel-Charles puede, e incluso debe, si tiene algo de cultura, ir a visitar el museo Vaticano después de visitar al Papa. Los príncipes de la Iglesia que recogieron esas obras maestras coleccionaron no ya ídolos (tan sólo algunos iletrados podrían darles ese nombre), sino sublimes y anodinos objetos de lujo, prueba de cultura y opulencia para sus poseedores, ornados con el encanto nostálgico de lo que se conserva, se cataloga o se imita, pero que nunca más se hará espontáneamente. A su vez, el prestigio de las grandes colecciones recae sobre esas hermosas obras: el Hércules haría menos efecto si no fuera también Farnesio. No se les pide, como hoy a las obras de arte (cuando se las toma lo bastante en serio para pedirles algo), que manden a paseo la imagen que nos hacemos del mundo, que transmitan el grito personal del artista, que «cambien la vida». Subversivas sin que el respeto que se les tiene permita advertirlo, mantienen, a pesar de todo, en ese mundo aburguesado del siglo XIX, comportamientos que, fuera de allí, no tienen ya derecho de ciudadanía. El Galo vencido se degüella en presencia de un joven que no se atrevería a tomarse la libertad del suicidio; filósofos que negaron la inmortalidad del alma, y «buenos» emperadores de los que se supone, no obstante, que enviaron los cristianos a las fieras, reinan envueltos en la majestad del mármol; los «malos» emperadores también. En una época en que una mujer desnuda es un manjar de burdel, en que las mismas mujeres casadas llevan camisones con el cuello cerrado hasta arriba y con manga larga, en que la más mínima alusión a las «malas costumbres» hace palidecer a las madres, Michel-Charles puede escribir tranquilamente a la suya que el Hermafrodita y la Venus son el más bello adorno de los Uffizi: le dejarán meditar ante el suave pie descalzo que sobresale de una sábana arrugada, y el guardián, que cuenta con una propina, tendrá gran cuidado en hacer girar sobre su soporte a la estatua de la encantadora Venus para beneficio del joven viajero.

En Nápoles, salió escandalizado del Museo Secreto. Las dos salitas que contenían en sus tiempos la «raccolta pornografica» nada tienen que enseñar a un joven que ha leído a Catulo y a Suetonio, pero la imagen es más traumatizante que la palabra. Las pocas frases «prod’hommescas» que ha escrito sobre este tema a su buena madre suenan a sinceridad, ya que no a verdad. A un muchacho de veintidós años, que es casto o poco menos, el espectáculo del libertinaje le hace el efecto de una provocación, con mayor razón si se siente tentado. Incluso si alguna vez, «en un momento de extravío» ha podido hacer alguno de aquellos gestos que reprueba, es vejatorio verlos delante de sí reproducidos en el mármol. Entre aquellos Príapos más o menos realistas, ¿recordó acaso el cadáver itifálico del accidente de Versalles, símbolo de las fuerzas de la vida expresándose hasta en la muerte? Apostaríamos que no. Pero cuando Michel-Charles hace la observación de que los excesos sensuales no sorprenden por parte de aquella gente, puesto que no eran cristianos, se compromete mucho. No sólo porque, si hubiera echado la más mínima mirada a París o incluso a Bailleul, se hubiese dado cuenta de que las costumbres han cambiado muy poco, por mucho que las tapen con la hipocresía, sino porque es asimismo un engaño convertir la Antigüedad en un Eldorado de los sentidos: el burgués austero, o que pretende serlo, ha existido siempre.

Toda indecencia demasiado expuesta a la vista le desagrada. A veces tropieza, al volver un recodo de un camino italiano, con su «noble y digno primo D’Halluyn» como él lo califica por irrisión, pimpante oficial que desertó para irse a vivir al extranjero con la mujer de uno de sus superiores. Este romántico D’Halluyn es tratado por él poco más o menos como Wronski —si hubiera vivido en Italia con Anna Karenina— hubiera podido serlo treinta años más tarde para cualquiera de sus primos de San Petersburgo que viajase por la península. Tener una querida es una cosa; abandonar su carrera y renunciar a sus galones es otra. Michel-Charles sólo ve un lado de las cosas, sin lo cual hubiese hablado con menos dureza de un hombre que arroja el uniforme a la basura para entregarse en brazos del amor.

Este «patricio flamenco», como él mismo se denomina, se deja pocas veces engañar por el juego social, por muy brillante que sea. Le gustó la hermosa disposición de los bailes en la embajada de Francia, pero los de los Torlonia, presentes dueños de la banca Albani, no le deslumbran; sólo se ha fijado en los parquets, mediocres para el baile, que irritan a este buen bailador de valses, y en la abundancia de invitados ingleses que, a su entender, desacredita cualquier fiesta. Parece no haberse fijado en los inmensos espejos que el avaro y fastuoso banquero, según Stendhal, compraba a buen precio en Saint-Gobain haciéndose pasar por su propio intendente, ni en las arañas de cristal reflejadas hasta el infinito, ni en el sombrío Antínoo Albani secuestrado en una sala demasiado pequeña y demasiado dorada para él, como una fiera joven en una jaula, ni en la sombra de Winckelmann asesinado merodeando por entre aquellas obras maestras algo maléficas, que reunió y de las que se enamoró. Los ingleses ocultan a mi abuelo los fantasmas. En Palermo, a pesar de los bellos ojos de la princesa Olga, se traga las historias sobre la suciedad y la grosería moscovitas, que le cuenta el duque de Serra di Falco, quien pellizca rapé mientras habla de su tabaquera de oro, tabaquera que fue un regalo de la zarina antes de marcharse. Aunque vaya a Loreto, medio turista, medio peregrino, y deje allí su exvoto como lo hizo Montaigne, se percata muy bien, en esa especie de Tíbet que es Italia por entonces, de las taras, muy a la vista, por lo demás, de los sacerdotes: el monsignore que en día de vigilia se permite darse «un banquete de protestante» le ofusca; acaso constató asimismo otras licencias más serias. En el momento de dejar Roma, él y sus jóvenes amigos, todos ellos buenos católicos, se ponen de acuerdo en reconocer que allí se perdería rápidamente la fe, si no se la llevara bien atornillada en el alma. Es la eterna reacción del hombre del Norte ante las pompas mezcladas con desidia del catolicismo italiano. Detrás de Michel-Charles y de sus amigos escandalizados, vislumbro la poderosa silueta de un monje agustino que, al desembarcar en la Roma del siglo XVI, casi cae de rodillas y besa aquel suelo santificado por tantos mártires pero que, cuando se va, está dispuesto a convertirse en Lutero. No obstante, a estos jóvenes franceses bien educados les parecería pretencioso tratar de reformar la Iglesia. Se contentan con encender un puro mientras hablan de otra cosa.

«Este viaje me ha desarrollado el espíritu de una manera casi tangible», dice modestamente mi abuelo. Las páginas donde mejor puede verse ese programa van dirigidas a Charles-Augustin y en ellas se habla de política. Ya en una carta a su madre, Michel-Charles se había atrevido a enviar un poema en prosa escrito por él (pero que dice haber traducido del italiano), en donde la compasión por la Florencia caída se expresaba en términos muy parecidos a los que Musset, en Lorenzaccio, presta a los exiliados florentinos: aquel fragmento de elocuencia romántica no era todavía sino un plagio de colegial. Esta vez escribe como un adulto, y escribe a un hombre. Este extranjero, que habla bien el italiano, ha escuchado las confidencias de algunos jóvenes conocidos durante su viaje, sus amarguras, sus odios y sus esperanzas sagradas y en parte vanas. Siempre es un momento grave aquel en que un espíritu joven, hasta entonces despreocupado de la política, descubre de repente que la injusticia y el interés mal entendido pasan y vuelven a pasar por delante de él en las calles de una ciudad con disfraces de capa y uniforme, o bien se sientan a la mesa de un café con el aspecto de buenos burgueses que no toman partido. 1922 fue para mí una de esas fechas, y el lugar de la revelación fueron Venecia y Verona. Michel-Charles, a quien ha soliviantado la insolencia de los aduaneros y de los esbirros de los repugnantes borbones de Nápoles, comprende lo que se agita dentro de aquellos muchachos parecidos a él. Encogiéndosele el corazón, como suele suceder en estos casos, el joven se percata de que Francia ha dejado de ser, para sus entusiastas y jóvenes amigos, un portaestandarte. Las grandes esperanzas que suscitó en 1830 han sido, dice, decepcionadas. Charles-Augustin, para quien 1830 fue el crepúsculo de la legitimidad, ha debido estremecerse: el foso de las generaciones existe en todas las épocas, incluso si en sus orillas crecen las flores de los buenos sentimientos.

El fervor liberal que precedió en Italia al Risorgimento es uno de los más hermosos fenómenos del siglo: desde los tiempos en que el humanismo y el platonismo renacientes encendían las almas italianas, este país se ha visto muy pocas veces invadido por una pasión tan pura. Cuando se piensa que a esos grandes impulsos y a esos trágicos sacrificios individuales ha venido a añadirse la sangre colectivamente derramada en los campos de batalla del siglo XIX, uno se resigna, aunque nada más sea por costumbre, a esa oleada roja que impregna la historia. Se acepta menos fácilmente que haya seguido después la monarquía burguesa de los Saboya, arrastrando tras sus huellas a los negociantes y aprovechados; la guerra de Eritrea prefigurando a la de Etiopía; la Tríplice corregida por el abrazo de las Hermanas Latinas y las muertes inútiles de Caporetto; ni que al desorden, del que debieron salir reformas, sucedieran las balandronadas del fascismo, para acabar con Hitler vociferando en Nápoles (aún lo estoy oyendo), entre dos hileras de águilas de cartón piedra; con las ratas devorando los cadáveres de las Fosas Ardeatinas, con Ciano fusilado en su sillón y con el cuerpo del dictador romañol y de su querida colgados por los pies en un garaje. Y aún pasaría si el desorden, irreversible esta vez, no continuara con Venecia, roída por la contaminación química; con Florencia, víctima de una erosión contra la cual nadie lucha eficazmente; con los ochenta millones de pájaros migradores que matan al año los valientes cazadores italianos (diez por cabeza, la cosa no es tan grave); con la campiña milanesa reducida a un recuerdo; con los hotelitos de las actrices en la Via Appia; con las «ciudades artísticas» convertidas en un decorado en medio de áridas zonas de trabajos forzados industriales, de hormigueros humanos y de polvo. Otros países, ya lo sé, nos ofrecen un balance semejante: no es una razón para no llorar.

Volvamos a Michel-Charles. Treinta años más tarde, le decía a su hijo que, gracias a un ahorro moderado, había conseguido vivir cerca de tres años en aquella encantadora Italia. De hecho, pasó allí unos seis meses y el resto de su Gran Viaje, dedicado a las montañas de Suiza y a las universidades de Alemania, fue mucho más breve. Pero incluso suponiendo que mi padre no haya exagerado él también, un error semejante prueba hasta qué punto este periodo de libertad en un país que ya nunca volvería a ver, se situó rápidamente en un tiempo mítico sin relación con las fechas de los calendarios. Todos nos equivocamos: siempre nos parece que hemos vivido mucho tiempo en aquellos lugares donde hemos vivido con intensidad. «Quince años en los ejércitos se me han hecho más cortos que una mañana en Atenas», le hago yo decir a Adriano al contar su vida. Y fue para gozar de nuevo, a solas consigo mismo, de aquellas pocas mañanas de Italia, por lo que un marido contrariado, un padre infortunado o decepcionado, un funcionario de Segundo Imperio a quien le dio las gracias la República, un enfermo que sabía sus días contados y que no tenía gran interés en añadir más a la cuenta, puso en limpio con su letra pequeña y fina, hoy ya borrosa, esas cartas anodinas que brillaban para él con el fuego del recuerdo.

Uno de los episodios del viaje a Sicilia merece una mención aparte. En presencia de un acontecimiento que lo sacudió hasta las entrañas, Michel-Charles, con su sólido y bastante anodino realismo, consigue en ocasiones y por excepción lo que es el objetivo de todo escritor: transmitir una impresión que nunca se olvidará. Se trata de su ascensión al Etna. Lo hemos visto en Versalles, presa de las fuerzas del fuego y en peligro de muerte violenta: helo aquí enfrentándose a las laderas nevadas del volcán y al riesgo más insidioso de muerte por agotamiento.

Habían salido montados en mulas hacia las nueve de la noche, que era ventosa y fría, llevando por guías a unos cabreros y a unos muleros acostumbrados a la montaña. Las primeras horas del trayecto fueron sólo penosas, a través de los bosques de castaños que, más o menos, protegen del viento, aunque añaden su negror a la oscuridad de la noche. Sólo dos o tres veces en mi vida he participado, en Grecia, en esas ascensiones nocturnas, en fila, a lo largo de una pista bordeada de árboles, donde las grandes criaturas vegetales, a menudo desmedradas y torcidas en esas regiones, que son ya poco silvestres, recobran en la oscuridad su poder enmarañado y terrible. Michel-Charles, que era poco poeta o, al menos, no estaba muy dotado para la poesía, ha sentido sin embargo, como cualquiera en un caso como ése, que el hombre, cuando se sale de sus habituales rutinas y se expone a la noche y a la soledad, es muy poca cosa o más bien no es nada. ¿Piensa acaso en Empédocles? No, espero, pues lo más seguro es que no hubiera leído sus sublimes fragmentos dispersos en dos o tres docenas de obras de la antigüedad, membra disjecta de uno de los muy escasos textos en que Grecia y la India se dan la mano en una visión fulgurante de las cosas. No ha escuchado la inolvidable queja del alma hundida en las ciénagas terrestres, ni la voz en la noche que, según la tradición, llamó al filósofo hacia otro mundo. Lo único que debía de saber de Empédocles era la leyenda de su mors ignea, reducida como es natural a su más baja interpretación, y atribuida a la vanidad de un hombre que quiere darse importancia con su muerte milagrosa. Sigue, no obstante, sus huellas, del mismo modo que también sigue las huellas de Adriano, que escaló esa montaña en la época en que, poderoso y amado, desbordante de proyectos y de sueños, apenas envejecido aún, se hallaba todavía en la cuesta ascendente de su destino.

Al dejar atrás los bosques empieza la zona del hielo y de la nieve. Lejos queda ya la choza forestal, tras haber descansado un poco en ella. Las pacientes mulas avanzan con gran esfuerzo por aquel suelo resbaladizo en el que caen, se levantan, se hunden por fin hasta el vientre. Los muleros gritan a los jóvenes extranjeros que azoten sin piedad a sus bestias y dan voces furiosas para excitar a éstas. La noche se llena de silbidos, de látigos, de resoplidos y de gritos. Las mulas cada vez se hunden más y terminan por tumbarse en la nieve. Finalmente, hasta los mismos muleros renuncian: los jóvenes ponen pie a tierra; las mulas aligeradas de su carga son conducidas por sus duros amos a la cabaña forestal que acaban de dejar atrás. Michel-Charles se congratula de ello por los pobres animales, cosa que le agradecemos.

Pero así los muchachos ya no pueden contar más que con sus propios músculos, y recordemos que se han lanzado a esta aventura sin poseer el equipo que hoy lleva cualquier excursionista. Caminan en fila, hundiéndose hasta la rodilla y después hasta el vientre, arrancándose a cada paso de la capa blanda y esponjosa. Michel-Charles cree que se le han congelado los pies y las manos. Se siente morir y sabemos que no dramatiza nunca. Yo misma he sabido lo que es hundirse en la nieve y en el cansancio, he experimentado el sentimiento de que el motor central de la vida corporal se detiene, de que uno sólo puede respirar a bocanadas desordenadas, de que el pánico que nos invade es el de la agonía, y que la muerte, si acude, no hará sino poner el punto final; comprendo por ello el frío mortal que se ha apoderado de Michel-Charles. Los cabreros lo levantan cogiéndolo por las axilas, lo transportan, del mismo modo que me llevaron a mí dos caritativos vecinos en un día de tormenta de nieve desde su casa a la mía, a través de la masa blanca que yo ya no era capaz de atravesar. Están demasiado lejos del refugio para volver a bajar, pero a unos pasos del cono de lavas y escorias que los separa de la cumbre, se encuentra agazapada la pequeñísima casa dell’Inglese, casucha de piedra que un viajero británico previsor mandó construir para que sirviera de refugio. El guardián mantiene en ella una lumbre. Dentro del estado de estupor que causa el extremado cansancio, Michel-Charles se pregunta por qué no lo instalan delante de los leños encendidos. Pero sus salvadores tienen otros proyectos. A lo largo de un muro protegido del viento, los hombres cavan una fosa rectangular tan larga como un cuerpo humano y la llenan en sus tres cuartas partes de cenizas calientes, echando encima una manta delgada. Depositan a Michel-Charles en esta especie de tumba, cubierto con la vieja capa desteñida de uno de los cabreros; además le echan también unos cuantos puñados de ceniza tibia. Todo esto acaece a la luz de las antorchas, pues es de noche todavía. Le tapan hasta la cara con la punta del manto.

Poco a poco, el humilde calor va tomando posesión de su cuerpo y con él acuden el pensamiento y la vida. Michel-Charles levanta incluso un trocito de tela para ver si llega el día. Pero lo único que entrevé son las sombras agazapadas de dos jóvenes ingleses que han subido demasiado aprisa detrás de la pequeña tropa y que, víctimas del mareo que da la altura, se han puesto a vomitar a la puerta. Se vuelve a tapar la cara, con el mismo ademán que hacían los moribundos en el arte y en la vida clásicos, y se vuelve a hundir por un momento en las cenizas tibias. El estudiante que, a partir de su primera visita al museo de Arles, había descubierto dentro de sí una ávida curiosidad por el menor objeto, el más mínimo accesorio de la vida romana, ¿sabe acaso que su fosa reproduce exactamente la forma de un ustrinum, esa fosa rectangular, hecha al módulo humano, en la que los ciudadanos depositaban para quemarlos a los cadáveres de sus muertos, al menos aquellos para los cuales no se hacía el gasto de una suntuosa hoguera? ¿Recuerda acaso las iniciaciones mediante brasas y cenizas calientes del joven Demofonte, acostado por Deméter sobre carbones encendidos, que murió porque los gritos y las gesticulaciones de su madre impidieron que se realizase la obra mágica? Pero ninguna mujer estorba aquí el rito de los cabreros.

Al cabo de un poco más de una hora, el joven se siente lo bastante repuesto como para intentar reunirse con sus amigos al borde del cráter. Trepa hasta el cono, resbalando por las piedras pómez y las cenizas; este cuarto de legua le lleva otra hora. Cuando llega a la cumbre, ya es completamente de día, pero le aseguran que la aurora no fue esplendorosa.

La aventura de Versalles se había parecido al rito de un alumbramiento: el joven había sido precipitado con la cabeza por delante hacia la vida. La aventura del Etna es un rito de muerte y de resurrección. Estos dos incidentes casi sagrados lucirían mucho en las páginas preliminares de la biografía de un gran hombre. Pero Michel-Charles no es un gran hombre. Yo lo definiría como un hombre cualquiera si la experiencia no nos demostrara que no existe el hombre cualquiera. Nos enseña asimismo que cada uno de nosotros atraviesa, durante la vida, una serie de pruebas iniciáticas. Los que las padecen con conocimiento de causa son muy pocos y, de ordinario, lo olvidan enseguida. Y aquellos que, excepcionalmente, las recuerdan, a menudo, no consiguen sacarles partido.

La afición al arte que Michel-Charles adquirió o desarrolló en Italia puede juzgarse por los objetos que se trajo del viaje. Por fortuna, la producción en masa para turistas aún no existía; se hallaban en el estadio artesanal. Ese cofrecillo cuyas bandejas de caoba, encajadas unas dentro de otras, contienen huellas de entalles de tema clásico, ordenadas como confites en la caja de un gran confitero, constituye a la vez una suerte de juego de sociedad («¡Anda, si es Júpiter! ¡No, es Neptuno, fijaos en su tridente!») Y un inventario de lo que gustaba en los museos hacia 1840; es un bibelot artístico, aunque le vendieran un buen número de ejemplares del mismo a algunos aficionados rusos, alemanes o escandinavos que estaban realizando su Gran Viaje: yo he sustituido en él dos o tres piezas que faltaban por unos especímenes comprados, sin duda, por yankis del siglo XIX. Menos corriente, fruto de alguna visita a un anticuario, es esa copia hecha en el Renacimiento de un busto de emperador del siglo III, con el cuello envuelto en pliegues de ónice, reducido a las proporciones de un «objeto de virtud» semejante a los que Rubens se traía de Italia para su morada de Anvers. Una Ariadna abandonada, copia en bronce, posee, en cambio, la frialdad del estilo Imperio. Da igual: relegada a la sala de billar del Mont-Noir, me enseñó la belleza de unos pliegues ondeando suavemente sobre un cuerpo tendido. Finalmente, como una mancha sombría sobre los paneles claros del salón, un cuadro, uno sólo, adecuadamente escogido por aquel joven que creía no entender de pintura. Se trata de un Pudor y una Vanidad o de un Amor sagrado y un Amor profano de algún alumno de Luini, con una sonrisa misteriosa en la comisura de los labios, algo crispada, que recuerda a las mujeres y a los andróginos de Leonardo. No creo haber preguntado nunca el nombre de estas dos figuras, pero presentía en ellas no sé qué austera suavidad que ni las gentes ni el resto de los cuadros que colgaban de las paredes poseían.

Dos picaportes de bronce dorado en forma de bustos antiguos; un Tiberio desgastado y destrozado por el Imperio y la vida, y una joven Nióbide, con la boca abierta de par en par, gritando su desesperación inocente, siguen todavía en mi poder. Existen otros análogos en el palacio de los Dogos, en Venecia. Estos dos pequeños objetos de bronce, fundidos en Italia hará cerca de cuatro siglos, este Tiberio y esta Nióbide, transformados en accesorios de lujo barroco, ya caduco también, recubiertos con el oro casi inalterable de los antiguos doradores, fueron tocados por centenares de manos desconocidas que agarraron estos picaportes y abrieron puertas tras las cuales les esperaba algo. Un anticuario se los vendió al joven de pantalón gris perla; ya viejo y enfermo, mi abuelo tal vez los acariciase afectuosamente. Los he mandado montar en dos pedazos de viga procedente de la casa americana que he hecho mía; la madera de su peana creció antes de que naciese Michel-Charles, en el gran silencio de lo que era entonces auténticamente la Isla de los Montes Desiertos; el tronco cortado por el hombre que construyó esta casita sería transportado flotando por las aguas centelleantes del brazo de mar que, en invierno, hierven y humean al contacto del aire, más frío que ellas mismas. Las «gentes de la comarca» que vivieron aquí antes que yo desgastaron sus rugosidades arrastrando los zapatos por ese basto suelo, desde el severo recibidor hasta la cocina o hasta la habitación con una cuna. Me dirán que cualquier objeto puede dar lugar a una meditación como ésta. Tienen razón.

No hago más que mencionar las joyas compradas «para las mujeres»: un broche de mosaicos que representa al Coliseo bajo una luna llena romántica, un camafeo que ofrece a la vista un perfil de modelo para Canova o Thorvaldsen, un camafeo donde retozan unas ninfas, todo ello enmarcado por macizos engastes de oro. Reine los prendió en su amplio chal; Gabrielle y Valérie, en sus ligeras manteletas. Pero Michel-Charles se había reservado para él, y lo había mandado montar en una sortija, un camafeo antiguo del estilo más puro: esta vez se trataba de una cabeza de Augusto anciano. Se lo legó a su hijo, quien me lo dio después a mí cuando cumplí quince años. Lo he llevado puesto durante diecisiete años y debo mucho a este diario trato con ese ejemplo de severa perfección glíptica. Se deja de discutir sobre clasicismo y realismo cuando se tiene ante los ojos su completa fusión en un camafeo romano. Hacia 1935, se lo regalé, en uno de esos impulsos que no hay que lamentar nunca, a un hombre a quien amaba o creía amar. Siento algo de rencor hacia mí misma por haber puesto aquel bello objeto en las manos de un individuo, de las que pronto, sin duda, pasó a otras, en lugar de asegurarle el abra de una colección pública o privada, cosa que, por lo demás, tal vez haya logrado alcanzar. ¿Habrá que decirlo, sin embargo? Quizá no me hubiera yo separado de esta obra maestra de no haber descubierto, unos días antes de regalarla, que una ligera fisura, debido a no sé qué golpe, se había producido en el extremo derecho del ónice. Me parecía que se había convertido de esa forma en algo menos valioso, al verlo imperceptiblemente estropeado, perecedero. Era entonces para mí una razón para sentir por él menos interés. Hoy en día sería más bien una razón para estimarlo un poco más.

El álbum de flores secas que llenó Michel-Charles durante uno de sus viajes no es, bien es verdad, obra de un botánico. Los especímenes no figuran con su nombre en latín y no nos da la impresión de que el milagro de las estructuras vegetales haya significado algo para él. Sus maestros del Stanislas le enseñaron la retórica y la historia tal y como ellos la entendían, con preferencia a las ciencias de la naturaleza, del mismo modo que nuestros educadores sacrifican a menudo la botánica a la física nuclear; y la moda de los álbumes está tan muerta como la de los keepsakes. Pero a Miche-Charles parecen haberle gustado las flores por instinto, como a cualquiera que encuentra bonita una flor de aciano entre la hierba. Su deseo —dice— era fijar allí, gracias a esa especie de composiciones florales, el recuerdo de cada uno de los hermosos lugares por donde había pasado; no ignoraba que todo un mundo de emociones e impresiones creídas ya muertas subsiste para siempre en una hoja o en una flor desecada. Todo lo que él no ha podido o no ha querido decir en sus cartas se encuentra allí: la índole del momento, alegre o triste, la meditación, profunda, pero que expresada se convierte en lugar común, las palabras intercambiadas con alguna encantadora campesina. Cada pétalo, cuidadosamente pegado, permanece en su lugar, pequeña mancha rosa o azul, fantasma de una frágil forma vegetal sacrificada a la gloria de la historia y de la literatura. Flores de las Latomias de Siracusa y del Foro, hierbas de la campiña romana y del Lido («el horrible Lido» de Musset, donde muere «el pálido Adriático» y que sólo frecuentaban entonces unos cuantos pescadores venecianos y algunos judíos que iban allí a enterrar a sus muertos), briznas de boj o de ciprés toscanos, hojas de los hayedos de los Apeninos, flores de Clarens en memoria de Julie d’Étanges y de la novela de amor más hermosa de la literatura francesa, de la más insólita también, mal leída en nuestros días por los aspirantes a la licenciatura o incluso olvidada por completo.

Unos versos les dan escolta, ora tomados de los líricos y elegiacos latinos, ora de los grandes poetas o de los poetastros, del romanticismo. Horacio y Tíbulo triunfan en Italia, Schiller y Klopstock en Alemania, Byron y Rousseau en Suiza, pero Hégésippe Moreau está tan presente, al menos, como Lamartine. Estas líneas caligrafiadas enmarcan con sus festones y rosáceas las flores del recuerdo, como corolas concéntricas a las verdaderas corolas, o también se aprietan, como olas, en torno a cada islote floral desecado, recordando las curvas llamadas «célticas» de los manuscritos de Irlanda, que Michel-Charles, con toda seguridad, no había visto nunca. Todas las dotes que el joven podía tener para las artes se expresan ahí.

Después de las flores, los animales. Al llegar a Florencia, encuentra en lista de correos una carta desconsolada de Gabrielle comunicándole que Misca, la perra bienamada, enferma de un mal incomprensible, se está muriendo con grandes dolores que no saben cómo aliviar. «Pobre pequeña, ¿qué falta has cometido tú para sufrir así?», exclama Michel-Charles. Más tarde, tendrá la ocasión de repetir esta misma pregunta sin respuesta a la cabecera de una niña de catorce años: su hija mayor. Recuerda toda la humilde dicha que Misca le proporcionaba, su pelaje tan sedoso, tan suave cuando se la acariciaba, sus patas grandes y limpias que saltaban de un adoquín a otro, evitando el barro de las calles, las largas noches de insomnio tras el accidente de Versalles, cuando el animalito acostado a sus pies era para él un consuelo. No me hago ilusiones; si cede a un impulso lírico es, en parte, por haber leído en el colegio el poema de Catulo sobre la muerte del pajarillo de Lesbia y la historia del perro de Ulises. Pero su sinceridad es incontestable: el que Misca no esté esperándole ensombrece su regreso. La perrilla se convierte en el modelo de perfecciones caninas; sabe que todos los perros que tenga después le serán comparados sin compasión y que, por mucho que los quiera, la sombra de Misca, saltarina y ladradora, siempre los aventajará. Decididamente, es abuelo mío.