Un grano de incienso

Comienza un nuevo verano, el segundo desde que nació la niña. Michel no espera nada de él. Todo seguirá igual: los mismos paseos por el parque, las mismas conversaciones intrascendentes con los granjeros, los mismos subterfugios para evitar lo más posible a Madame Noémi. Una mañana, recoge la bandeja del desayuno que le han dejado a la puerta. Es una escena que creo haber descrito ya, pero esta vez, en lugar de instalarse junto a la chimenea, Michel lo hace delante del ventanal, frente a unas pendientes cubiertas de hierba aún no segada. Tira a la papelera, sin quitarle la faja siquiera, el periódico local que le han puesto en la bandeja, hace lo mismo con dos o tres cartas que supone son ofertas de usureros o facturas de proveedores, y se detiene por fin ante un sobre orlado de una fina franja negra, de esos que la gente distinguida utilizaba para comunicarse con sus amigos de luto. La letra, larga e inclinada, indicaba una mano de mujer, de una mujer perteneciente a la buena sociedad y, más precisamente, que hubiese estudiado en el Sagrado Corazón o en algún internado exclusivo como el de las Hermanas de la Anunciación. Aquella letra no difería mucho de la de Fernande; era menos fina y más firme. Michel da la vuelta al sobre: está cerrado y lleva un sello de lacre de cera negra, y en el sello un blasón de origen evidentemente germánico, con su cimera y sus adornos suntuosos y complicados. Introduce con cuidado un cuchillo en lugar de romper el sobre con el dedo, intuyendo ya que esta carta será, tal vez, de las que se guardan.

Leyó lo siguiente:

Señor, le escribo esta carta temblando.

Hasta hace poco, no me había enterado de la muerte de Fernande, que fue una de mis mejores amigas. Probablemente, usted ya no se acuerda de mí: fui señorita de honor en su boda y solamente hablé con usted ese día.

Yo también me casé, pocos meses más tarde, en Dresde, con un báltico que, como tal, es súbdito ruso. Hemos vivido alrededor de dos años en Curlandia, donde reside su familia, después en San Petersburgo y, finalmente, en Alemania. El recordatorio de Fernande, si es que me lo enviaron, no me llegó. Al regresar a Holanda fue cuando me enteré por mi madre de la muerte de mi amiga y de que le había dejado a usted una niña. Cuando Fernande me escribió para decirme que estaba encinta, yo también lo estaba. Nos prometimos recíprocamente que, en caso de que nos ocurriese algún accidente a una de las dos, la otra se encargaría de velar por los hijos de ambas. Sería vano y pretencioso que yo le propusiera desempeñar junto a la pequeña el papel de una madre; comprendo esto mejor que nunca, ahora que tengo dos hijos. Pero quizás pueda ayudarle un poco, cuando usted lo desee, en la tarea, tan pesada para un hombre viudo, de educar a una niña.

Quizás sepa usted que mi madre posee, en los bosques de Scheveningue, una casa muy grande donde pasamos la temporada de verano. Hay un pabellón en el jardín destinado a los invitados. Casi siempre está vacío, pues mi madre invita a muy poca gente. Sería una alegría para ella y para mí si usted consintiera en pasar parte del verano allí, junto con la niña y la persona que se ocupe de ella. Se encontrarían en un ambiente amigo y a la niña puede que le sentara bien el aire del mar. Mi marido, de acuerdo conmigo en todo, también se alegraría. Está muy ocupado con su carrera de músico y se disculpa de antemano por estar a menudo ausente.

Yo seguiré en París unos quince días más. Le ruego me dé una respuesta y también que acepte mi simpatía, que yo hubiera deseado poderle expresar mucho antes.

Jeanne de Reval

Michel se pone a pasear arriba y abajo por la habitación, como si aquel monótono vaivén fuera el de un péndulo y le ayudara a remontarse en el tiempo. Sí, debe de tratarse de la deliciosa aparición vestida de terciopelo rosa que le deslumbró un día gris de noviembre, en su boda con Fernande, hará unos cuatro años. Jeanne de Reval... Más adelante, Fernande había intercambiado con su amiga, en efecto, unas cuantas cartas. Le había hablado a Michel del matrimonio de Jeanne con un barón báltico; de paso, también había hecho ciertas alusiones a unos episodios más antiguos de la vida de la joven. Él escuchó todo aquello con oído distraído. Ahora, le parece estar oyéndolo de nuevo. Irá a Scheveningue con la niña. Ese proyecto de pasar una temporada bajo los pinos y a la orilla del mar le llena de una nostálgica dulzura, como si todas las emociones ya secas revivieran.

¿Vería en la mención del marido a menudo ausente una manera de decirle que estarán solos con frecuencia ellos dos? No es seguro. Esta carta sin disfraz le impide hacer más conjeturas. Bien es cierto que hace algún tiempo, ante la hermosa señorita de honor, él se había dicho casi en broma que era una pena haberla conocido ya tan tarde, y que con gusto le hubiera visto ocupar el lugar de la novia. Pero las cosas imposibles no tienen demasiada influencia en nuestra imaginación; entretanto, se había olvidado de Jeanne. Ahora, vuelve a acordarse de ella. Ante la belleza, que tan poco abunda, el sentimiento que en él predomina es de respeto. El respeto a Jeanne es un sentimiento que sobrevivirá a las mismas llamas de la pasión.

Trato de evocar la vida de Jeanne hasta esos meses de Scheveningue que mi padre pasó junto a ella, uniendo entre sí unos cuantos recuerdos que me transmitieron de aquellos años. Mi fuente principal es el mismo Michel, que hasta su muerte nunca dejó de hablar de ella, pero que ignoraba, sin duda, muchos pequeños hechos que la concernían y que Fernande sí conocía. Hubiera sido contrario a su código leer las cartas, no muy frecuentes por lo demás, que ambas mujeres se escribían, y seguramente ni una ni otra fueron muy lejos en cuanto a confidencias escritas. Ciertos relatos discretos y a veces evasivos me llegaron después, por medio de unas señoras de edad que, sin duda, ponían mucha agua en el vino de sus recuerdos. Algunos hechos provienen directamente de Madame de Reval en el único momento en que yo pude abordarla siendo adulta, si es que puede llamársele adulta a una chica de veinte años. Probablemente y como ya lo hice en otras ocasiones, aunque muy pocas veces, en el curso de estas crónicas, tendré que rellenar algún claro o subrayar un trazo con ayuda de precisiones extraídas de otras personas que tienen cierto parecido con ella, al menos de perfil, o de medio perfil, o que se hallan en circunstancias poco más o menos análogas que dan autenticidad a las que ella vivió. Aunque este procedimiento sólo es aceptable con la condición de elegir, entre la cohorte de los seres, aquellos que pertenecieron al mismo grupo sanguíneo o a la misma raza de alma... Pero las palabras más o menos incompletas o incoherentes de terceros, los relatos contados distraídamente durante un paseo, o con los codos apoyados en una mesa después de haber comido, nos dejan siempre con ganas de saber más: hay que colmar los agujeros de la tapicería, o pegar los fragmentos de cristal roto. En Archivos del Norte, tomé de Michel siete u ocho detalles, que fui añadiendo a largos intervalos, referentes a la visita de su padre a Londres para tratar de hacerle abandonar a una querida inglesa, y regresar a Francia para casarse con una mujer joven, noble y pobre, que luego lo arrastraría mucho más lejos que todas las Bacantes de Inglaterra. El anciano señor contaba también con este último viaje para hacer unas compras en Bond Street, ver la Torre de Londres y gozar del confort del Hotel Brown. Estas pocas informaciones, bien exprimidas hasta la última gota de su jugo, me dan materia en Archivos del Norte para unas diez páginas; no creo haber añadido nada que no estuviera implícito en ellas o que no perteneciera a la materia de mis personajes. Y es así, pero aún con mayores escrúpulos, como yo quisiera situar dentro de su campo magnético la existencia de Jeanne.

A los dieciséis años, su madre, Madame Van T., la confió por un año al Sagrado Corazón de Bruselas para que perfeccionase su francés. Fue un error, ya que el francés claro y pulido que, desde el siglo XVIII se hablaba en las buenas familias de Holanda, Rusia y Austria, era más puro que el de un convento belga. Pero quizás hubiera en aquella elección de una institución católica en Bélgica (París asustaba a las madres) el deseo de sacar a Jeanne de las rutinas holandesas y protestantes.

A Jeanne le costó mucho hacerse a las devociones algo almibaradas, a los altares adornados con flores y encajes de papel, y sobre todo a la inane ambición mundana, ya tan notable en aquellas niñas, al esnobismo virulento de cierta sociedad belga, que tal vez se debiera al hecho de que muchos advenedizos chocaron ásperamente con los descendientes de antiguos linajes en la recién nacida Bélgica del siglo XIX. No se sabía ya muy bien de dónde procedía tal título ni tal nombre, ni tampoco el sentido exacto del d e minúsculo francés opuesto al De mayúsculo flamenco. Tan sólo una de las alumnas del pensionado fue y siguió siendo para Jeanne una amiga: Fernande.

Un poco más joven que la bella holandesa, más ingenua, como corresponde a una niña que no conocía del mundo más que su Hainaut y su Sambre-et-Meuse, Fernande gustaba probablemente por su sensibilidad algo febril, por su amor a las flores y a los animales, por sus ojos verdes de párpados algo alargados y por una delicadeza que, en ciertos momentos, se asemejaba a la belleza. La joven Fernande se prodigaba en fervores externos: las azucenas de la capilla, el mes de María, el Sagrado Corazón, los nacimientos de Navidad, en torno a los cuales flotaba para la adolescente el sentimiento de las maternidades futuras, el culto a los santos que pone en la vida diaria un elemento de novela piadosa y de patetismo, las Vírgenes en ocasiones pintadas y engalanadas como las españolas, con el corazón rodeado de espadas. El escueto fervor de la joven luterana sorprende a Fernande. Por fortuna o bien debido a una instrucción religiosa más sensata que de ordinario, Jeanne no oponía la Biblia a estas poéticas apariencias, ni parecía creer que todas las verdades se hallaran contenidas en un libro llamado por excelencia El Libro. Entre ellas reinaba una gran libertad. Bocas desdentadas de antiguas institutrices murmuraron durante mucho tiempo que existía una amistad particular entre las dos alumnas. En cualquier caso, se trataba de una intimidad afectuosa y cálida. Uno de los milagros de la juventud es el redescubrir, sin modelos, sin confidencias susurradas, sin lecturas prohibidas, por el hecho de un profundo conocimiento carnal que está en todos nosotros mientras no nos enseñen a temerlo o a negarlo, todos los secretos que cree poseer el erotismo cuando lo más frecuente es que posea únicamente una falsificación. Pero las habladurías de las viejas Fraulein son una prueba insuficiente de semejante iluminación de los sentidos: nunca sabremos si Jeanne y Fernande la conocieron, ni siquiera si la entrevieron juntas.

Mademoiselle Van T. regresó a Holanda donde su madre la echaba mucho de menos. Prosiguió sus estudios bajo la dirección benevolente del pastor W., predicador liberal y amigo de la familia. Alrededor de ella se hablaban varias lenguas; los más hermosos libros de dos o tres literaturas fueron puestos entre sus manos sin inspirarle tal vez más que respeto; la emoción no brotaba para ella espontáneamente de los libros. De la literatura de su tiempo apenas conoció sino unas cuantas novelas que se veían encima de todas las mesas. Tuvo el buen gusto de no interesarse mucho por ellas. Sus conocimientos musicales tampoco fueron más allá de lo que se espera en una jovencita de buena familia. Pero su belleza, una elegancia innata para arreglarse y en todo su porte que, cosa rara, iba acompañada de discreción y de dulzura que nadie espera encontrar —sin que haya para ello razones, por lo demás— sino en una fea, hacen que la gente la aprecie y la ame. Va, siguiendo las costumbres de su tiempo, de bazar de caridad en bazar de caridad, de partidas de patinaje en partidas de patinaje, de los tés bajo los grandes árboles a los bailes donde se baila el vals ante las miradas vigilantes de las madres, en los salones con girándulas y refrescos, bajo las palmas de los invernaderos; los hombres jóvenes y bien educados —o que, por lo menos, así lo parecen— con quienes trata pocas veces se atreven a rodearle la cintura con un brazo o a besarle furtivamente la mano. De las emociones de sus sentidos y de su corazón por aquella época nada se sabe, y quizá fuera ella la primera en no saberlo. Afluyen las peticiones de matrimonio, tanto más cuanto que la joven es una rica heredera. Su madre es quien decide por ella: Madame Van T. no quiere casar a su hija hasta que cumpla los veinte años. No obstante, no rechaza la petición del conde de A., e insiste únicamente en que la boda no se celebre hasta dentro de dos años. El conde de A. acepta esta condición.

De momento, importan menos los personajes que el trasfondo y el marco. Salvo para algunos aficionados a la pintura, que ven en ese país museos y en esos museos obras maestras, Holanda es, para la mayoría de los franceses, una tierra desconocida. Suelen evocarse muy vagamente y mezclándolo todo las montañas de quesos, las hectáreas de tulipanes, el secamiento parcial del Zuydersée, las maquinarias del puerto de Ámsterdam, los banqueros y fabricantes de cerveza millonarios y el pintoresquismo de sus burdeles, con sus mujeres que lucen bragas de color rosa, bien a la vista detrás de sus paredes de cristal, en un barrio que, por aquella época, no ostentaba todavía sus sex-shops, sus comercios de cuero negro ni sus perros policía adiestrados para olfatear la droga. Los que conocen un poco mejor el Ámsterdam de hoy piensan en el reflujo de los indonesios hacia la metrópoli, que devuelve a la ciudad ese colorido de las Mil y una noches, antes debida a su gueto hoy pulverizado. (Y, sin embargo, al igual que sucede en todos los lugares golpeados por el rayo, unos individuos, unos grupitos pequeños han vuelto al sitio donde ocurrió la desgracia, nueva generación a menudo de procedencia distinta, como en el Marais los judíos magrebíes y argelinos en los viejos locales que dejaron vacíos los judíos de Francia y de Europa central asesinados.) Algunos piensan en los provos, ya olvidados, pero que son el síntoma de una violencia siempre latente bajo la placidez del Norte, en los hippies, tan numerosos que se les pisaba literalmente al andar, en los años sesenta, y por encima de los cuales había que saltar, como se hubiera hecho con un montón de cadáveres, hippies hoy expulsados hacia Copenhague, Vancouver o Goa, donde yo me los encontré todavía ayer, un poco más pálidos pese al sol de los Trópicos, o hacia no sé qué puerto o playa del otro mundo. Algunos intelectuales, que se cuentan con los dedos de la mano, saben que ese país de pintores tiene también sus novelistas, sus ensayistas y poetas secretos, como ocurre con todos los que se expresan en lenguas poco conocidas fuera de sus fronteras. En Francia, sólo Baudelaire soñó con Holanda, con una veracidad alucinada: sus soles borrosos y sus cielos húmedos son aún los que vemos hoy y que veían, hacia el año 1900, Jeanne y el conde de A.

Pero la vida social es una realidad compleja. La imagen del pesado burgués plutócrata, que hace reinar a la vez a su alrededor el lujo y la austeridad, nos persigue desde hace siglos en todas las Salidas de la Guardia cívica y en los Banquetes de las cofradías, diversificada aquí y allá mediante la de un joven portaestandarte, tan bello como un San Miguel, a quien aún no han engordado la grasa y el dinero. Pocos saben que al lado de esa burguesía de comerciantes subsiste, de una parte, una rancia nobleza que data del Santo Imperio, y de la otra, un patriciado nacido en las ciudades pequeñas: magistrados, oficiales y administradores, que poseen nombres también muy conocidos en la historia de los Países Bajos. El conde de A. pertenecía al primero de esos dos grupos. Estudiante en Groningue y en una universidad de Alemania donde había aprendido estrictamente aquello que le apetecía aprender, poco aficionado a la caza, pero participando, sin embargo, todos los años, en las batidas que daban los príncipes, buen jinete cuando corría detrás del zorro en Inglaterra, el conde poseía, en su casa de La Haya y en su quinta cerca de Arnhem, en medio de una Holanda de brezos y boscaje muy diferente de la Holanda de la costa, unos cuantos cuadros muy buenos pintados por grandes maestros, a los que él añadía, en ocasiones, alguna que otra obra de pintores menos conocidos por la gente de mundo, como por ejemplo una acuarela de Boudin, un dibujo de Seurat y uno de los primeros cuadros de Mondrian. En París, tenía un apartamento pequeño y amueblado con gusto, en el distrito XV; había vislumbrado con admiración a Mallarmé y conocido a Verlaine. También debió conocer la gran ciudad invernal y gris, donde las farolas de gas estaban rodeadas de un halo y en donde los caballos echaban humo bajo la lluvia y resbalaban a menudo sobre el pavimento engrasado, sin más porvenir que el látigo y el matadero en caso de no poder levantarse. Es también el París del Cancán y de las apetitosas chicas de las Brasseries, el París de las duquesas y de los bajos fondos, siempre mal descritos exceptuando a Proust, que muy pronto escribirá sobre ellos. A Monsieur de A. sólo se le conoce un escándalo, más bien halagador para él, por lo demás: se batió en duelo tras mantener relaciones con la mujer de un consejero de embajada. A los treinta y ocho años, es un perfecto hombre de mundo en el sentido francés de la palabra, lo que significa un miembro de la buena sociedad, en el sentido inglés de la palabra, lo que significa que había visto mucho mundo.

Hacía años que se especulaba sobre su futuro matrimonio. Madame Van T., que va a tenerlo por yerno, es muy envidiada.

El privilegio de un noviazgo largo y la relativa libertad de las muchachas solteras, mayor, en cualquier caso, que en el París de la época, hacen de Jeanne y de Johann-Karl unos compañeros inseparables. Ella le debe mucho; él le presta un libro que escoge a propósito para ella: los poemas de Samain, que ambos coinciden, por lo demás, en encontrar insípidos; los Romances sin palabras y Sensatez del Pobre Lelian que les encantan a ambos; Loti y su Próximo Oriente lánguido, que los mece como una lenta cabalgata por la arena; El tesoro de los humildes y La Sagesse et la Destinée de Maeterlinck cuyo misticismo y moralismo se derraman melodiosamente gota a gota, fluir derivado de antiguas fuentes que uno presiente a la vez abundantes y puras; el De Profundis de Oscar Wilde, en el compendio que circulaba por entonces; Swinbourne, empapado de melancólica voluptuosidad y ciertos poemas del joven Rilke que dejan para siempre un temblor en el corazón. Comentan estos libros juntos; como ella pertenece a esa clase de seres que en todo van siempre más lejos, parte de Maeterlinck para leer después a Emerson y abordar a Novalis, sorprendiéndose únicamente de que hagan falta tantas palabras para definir el Bien y tantos símbolos para significar a Dios. Él compensa lo que las ideas ambientales y sociales del medio tienen de convencional llevándola a ver representaciones de Ibsen. Pero él está ya impresionado por la Cándida de Bernard Shaw cuando ella está aún pensando en el destino de Nora. Van juntos al concierto; él la está preparando sin saberlo para otro, que sólo será capaz de expresarse mediante acordes.

Ambos son hermosos y a primera vista se parecen. El pelo y los ojos negros, más corrientes de lo que se cree en Holanda, testifican casi siempre, en ese país abierto al mundo, la existencia de una gota de sangre extranjera. Él tiene la suya: a principios del siglo XVIII, uno de sus antepasados acompañó a Pedro I, quien había ido a Saardom para aprender el oficio de carpintero de obra. Allí se quedó cuando el Zar volvió a Rusia. El abuelo de Jeanne fue administrador en Batavia, casó con la hija de un oficial, fruto ella misma de un matrimonio con una indonesia de alto rango. Un poco de Insulindia da a Jeanne esa tez dorada y esa pizca de indolencia criolla que constituye uno de sus encantos, pero de la que se habría avergonzado si se hubiera dado cuenta. Juntos van a la propiedad de Monsieur de A., cerca de Arnhem. Ella aprende con él a montar a caballo en aquel escenario de landas. Él la presenta a una de sus tías, ya mayor y algo loca, que ocupa por entonces la casona solariega de la familia y lo trata a él como si fuera un príncipe heredero. A veces hacen excursiones más largas. Jeanne duerme tranquilamente en la habitación del hotel provinciano o de la posada de aldea, junto a la de Johann— Karl, sintiéndose segura hasta tal punto que ni siquiera cierra su puerta con llave; él pertenece a un medio que respeta a la novia, aunque no respete otras muchas cosas. Mas los sentidos van abriéndose paso en aquella camaradería de antes de la boda. Sentado en la arena, Johann-Karl le habla de las islas dálmatas o de las costas de Noruega donde podía bañarse, en plena soledad, completamente desnudo y saboreando así el deleite de verse envuelto por el mar, deleite poco corriente en aquel entonces, cuando hombres y mujeres se vestían para bañarse de una manera ridícula, con trajes de baño de lana azul marino o negra con un ancla bordada. Jeanne le cuenta que, desde su infancia, ha tomado la costumbre de salir al balcón cuando la oscuridad es ya total o, cuando se le presenta la ocasión, por la puerta de su cuarto al mismo nivel que el jardín, completamente desnuda, para saborear mejor aquella oscuridad sin forma, las fragancias nocturnas que impregnan la piel, y para sentir en todo su ser la dulzura o la fuerza del viento. Sólo unos instantes, como un rito de ablución antes de irse a dormir. Una semana después, se encontraban en la isla de Texel, en la gran paz reinante antes de que llegaran las familias de los veraneantes que, ya en aquella época, invadían playas y dunas. Están casi solos en el hotel encaramado en lo alto de un acantilado de arena. En plena noche, Jeanne abre sin hacer ruido la puerta vidriera que da directamente a la duna. Sus pies descalzos disfrutan pisando la hierba escasa y ruda. El viento, que viene de muy lejos, sopla sobre ella suavemente, trayéndole algo del ruido amortiguado de las olas. El aire y el agua la bañan más completamente de lo que lo harían al sol. Y es entonces cuando Jeanne oye el leve chirrido de otra puerta que se abre al ras de la arena. Johann-Karl está allí, invisible como ella misma. El miedo a una sensación desconocida aunque deseada le pasa por la imaginación un instante y después cesa, en cuanto él se le acerca. Es bueno abrazarse así, piel contra piel, carne contra carne, sin pasar por las pequeñas decencias e indecencias de la ropa, que se desabrocha y cae. No está muy segura de amarle, ni particularmente ávida de entregarse a él, responde, simplemente, al deseo con el deseo. La pareja, de pie, acaba arrodillándose sin deshacer su abrazo: él está pegado a ella y ella a él, como cada uno de ellos lo estaría contra una roca tibia. Y Jeanne goza sin hablar, sin gritar tampoco; sus jadeos en voz baja y el sofoco del hombre apenas se distinguen del ruido lejano que hacen las olas y el viento. Una vez finalizado su intercambio, se separan. Ella regresa sola a su cuarto, como lo ha pedido.

Tuvieron otros dos encuentros semejantes a éste, aunque sin la solemnidad del aire libre y de la noche, en la casa que Johann-Karl habita o, mejor dicho, no habita, en La Haya, donde pronto lo arreglarán todo para instalarse allí después de la boda: hay que mandar parchear los viejos parqués de marquetería, recuperar aquí y allá un estuco de Daniel Marot, blanco sobre azul, algo descascarillado por el tiempo. Johann-Karl exige que penetre la plena luz del día en la habitación desprovista de cortinas, a la moda holandesa: el cristal no enmarca, por encima del tejado de enfrente, más que un gran rectángulo de cielo. Esa luz cruda le gusta a Jeanne. Dos cuerpos, que ya nada tienen que aprender uno del otro, tendidos en la cama, saborean apaciblemente el hecho de existir. Pero ciertos aspectos de la situación la deslucen a los ojos de la joven. Madame Van T. tal vez comprendería, incluso puede que la aprobase, pero un tabú de lenguaje, más fuerte aún que los imperativos morales, impide que se hable de estas cosas con una madre. Y en ella permanece la impresión muy fuerte de que, entre el tranquilo abandono de los sentidos y el libertinaje, es decir, el exceso, existe un abismo, pero que ese abismo es a veces tan fino como un cabello.

Pero las primeras fisuras, casi imperceptibles, son muy anteriores a la unión de los cuerpos. Se trata menos de la carne —que al contrario, por lo menos de momento, los acerca— que de esa materia mal conocida que llaman alma. ¿Es posible que tantos filósofos y poetas hayan hablado de la misma sin haber alcanzado siquiera sus fronteras? Pronto ha observado en Johann-Karl momentos de impaciencia, como si el menor contacto le arañase hasta hacerle sangre, y otros, en cambio, de atonía, durante los cuales hay que hacerle varias veces las mismas preguntas para que preste atención, ponerle la mano en el brazo para que se levante del asiento, deje una propina encima de la mesa y salga, o para que se acerque al coche que les espera. Estos momentos son tan cortos que ella los califica de instantes de distracción de una mente ocupada con otros pensamientos. Pero con frecuencia creciente, se producen otros síntomas preocupantes comentados con desaprobación por los que rodean a Jeanne y a su novio: éste no contesta a las cartas de invitación, o acude vestido con negligencia —él, que es árbitro de elegancias—, a las cenas a las cuales le invitan; emplea, en ocasiones, delante de la joven, unos términos groseros que se supone ella no conoce; Jeanne no ve en ello, por lo demás, sino el esfuerzo deliberado de un hombre delicado que trata de desprenderse de sus propios refinamientos. Hasta ella llega, incluso —entre los comadreos difundidos en voz baja—, que Johann-Karl ha contestado con palabras malsonantes a las observaciones de un príncipe, no en la intimidad durante una partida de cartas o en las cuadras, donde un príncipe se complace incluso en ser tratado con confianza, como un camarada, sino en una de esas ceremonias en las que todos tratan de ser comedidos. Sus derroches inquietan a la familia, que trata de imponerle un consejo judicial: lamentan, sobre todo, la venta a vil precio de unos cuadros de honorables maestros, reemplazados al momento por unas delirantes pinturas de Van Gogh. La gota que colma el vaso la constituye el hecho de tirar a la basura un insignificante pero venerable retrato de un antepasado, que ocupaba en A. el mismo lugar, entre dos aparadores, desde hacía ciento cincuenta años.

Por aquella época es cuando él le confía a Jeanne que escribe poemas en secreto, pero que, según le dice, le acusarán de haber plagiado, o bien chocarán por su libertad de expresión y su pensamiento subversivo. Ella le pide un día, no sin imprudencia, que le enseñe al menos algunos versos. Con extraña reacción, él le ofrece al día siguiente un paquete de cuartillas casi quemadas por completo, con los bordes encogidos y negros; unas cuantas palabras, apenas legibles, subsisten aún en el centro del papel pálido y friable, ya casi transformado en la misma materia gris que las cenizas. Johann-Karl debió poner su manuscrito sobre el montón de brasas de la chimenea, para cogerlo después con unas pinzas, justo antes de que el holocausto se hubiera realizado del todo. Jeanne mira esos despojos con los ojos llenos de lágrimas: esos poemas perdidos, ¿merecían ser llorados? No sabemos, pero lo que trastorna a Jeanne es que él no se arrepienta de haberlos quemado. Recordará toda su vida otro episodio. Un día, estando en la playa saboreando el placer de estar juntos, él recoge unas conchas para hacerle un collar. Se las trae al día siguiente, enhebradas en una delgada tira de cuero que le ata al cuello. Cuando ella le pregunta dónde encontró aquella estrecha tira negra, él confiesa con una media sonrisa que la tiene desde hace mucho tiempo: la cogió en una casa de prostitución, en el suelo de una habitación en donde acababan de azotar a una muchacha. El primer impulso de Jeanne es de indignación y de compasión.

—No se preocupe —dice él—. Las mujeres sólo reciben lo que se merecen.

Jeanne llevó el collar unos días. Pero con el uso, al rozar sobre aquella piel tibia, la cinta desteñía; había sido untada con una especie de betún, más que teñida. Le manchó de negro uno de los cuellos blancos. Jeanne la tiró, pero guardó las inocentes conchas.

Aquel hombre tan próximo a ella, respecto al cual no se había hecho más que unas preguntas, todo lo más, como todos nos hacemos acerca de las personas de nuestra intimidad, aquel amigo ahora amante y que seguía siendo su novio, con quien aún ayer encontraba natural unirse para toda la vida, va dejando gradualmente de ser una persona a quien se puede definir más o menos, un ser humano establecido en su cuerpo y en ciertas actitudes de su espíritu; se va convirtiendo, en suma, en una suerte de campo magnético, en un compuesto de vibraciones y de materia infinitamente más complejo de lo que ella había pensado. Jeanne se pregunta si no será la proximidad del matrimonio lo que desequilibra a ese ser tan amante de la libertad y de la soledad.

—La boda no se celebrará, si no lo desea.

—Nada de eso —respondió él—. Dejemos que se cumpla lo que ha sido proyectado.

La historia de un viejo guardabosques a quien Johann-Karl maltrata y deja por muerto por no obedecer sus órdenes con bastante rapidez, aquella otra —para la buena sociedad, aún más chocante—, relatada en todas partes, añadiéndole multitud de adornos, del insulto públicamente dirigido al príncipe, más algunos otros incidentes aún menos claros de los que la misma Jeanne nunca supo muy bien en qué consistían, determinaron a la familia a recurrir a un psiquiatra. La hora del Oporto en casa del tío X. se convirtió, inopinadamente, en una hora de consulta. Las autoridades en la materia aconsejaron un mes de reposo en un sanatorio donde, rodeado de sus propios domésticos, Monsieur de A. estaría «como en su casa», un poco como más tarde estará en su casa el Enrique IV de Pirandello. Olvidaban que Monsieur de A. jamás sintió interés por tener casa propia.

Podría pensarse que semejante proposición iba a desencadenar en Johann-Karl uno de esos ataques de furor a los que ahora cedía por las causas más fútiles. Pero no fue así. Quizá, como hombre cansado de rodar y cabecear en medio de las tempestades, afectado de no se sabe qué náusea interior, acepta la alienación como un modo de echar el ancla. Ve sin inmutarse cómo el mes se convierte en muchos meses, y ve sustituir a sus criados por enfermeros. Jeanne y su madre habían guardado silencio mucho tiempo sobre el desequilibrio del conde, pero llegó el momento en que madre e hija tuvieron que soportar el suplicio de los pésames equívocos, de las frasecitas como «¿Quién lo hubiera pensado?» y «¿Cuál es, en realidad, la enfermedad mental que padece?». Después de haberles enviado a las dos mujeres un yerno y un prometido como aquél, ahora las censuraban por no haber advertido antes no sé qué clase de extraña peligrosidad en aquel hombre al que, en lo sucesivo, cuelgan la etiqueta de loco. Madame Van T., siempre sumisa a la voluntad de Dios, acepta con calma esta conmiseración, fruto de envidias reprimidas. Jeanne, a quien sus amigas, preocupadas en apariencia por su bien, aconsejan olvide por completo al enfermo, va, por el contrario, a visitarle todas las semanas. Pero el asilo está situado en una región aislada; es preciso cambiar de tren y llamar a un coche. Así que Jeanne se acostumbra a quedarse por la noche en una posada cercana. Y la gente empieza a murmurar, suponiendo maliciosamente que los enfermeros sobornados le permiten reunirse en secreto con el enfermo, cuando jamás antes se habían permitido expresar duda alguna sobre la corrección de aquellas relaciones cuando el novio estaba sano. Un poco más adelante, Jeanne toma una decisión aún más audaz: se instala en la mansión de A., situada a unas leguas tan sólo del asilo, donde la acoge con entusiasmo sentimental la vieja tía, quien cree que existe una maquinación del resto de la familia contra Johann-Karl. Jeanne puede, de este modo, ir casi todos los días al pabellón donde se halla secuestrado el que fue su amigo.

Bien es verdad que Monsieur de A. apenas parece alegrarse de su presencia, pero en cambio, cuando ella se va, se aflige. Y de creer a los enfermeros, los días en que ella no va a verlo circula por el pabellón como un alma en pena, pegando la frente a los cristales. Jeanne ya se ha acostumbrado a aquellos momentos de amnesia total en que él no la reconoce, o ha olvidado su nombre. Se dice que quizá haya conservado de ella, muy al fondo y ahora fuera de alcance, un recuerdo más esencial que todos aquellos olvidos. En ningún caso, por lo demás, deja de tratarla con su cortesía habitual; los días en que recuerda su apellido, pide ceremoniosamente que traigan el coche para Mademoiselle Van T. El nombre de Jeanne, por el que no la llamaba casi nunca, ya ni siquiera le viene a los labios, salvo un día de lluvia y de viento en que ella le acompaña, como suele hacerlo, a dar una vuelta por el parque en compañía de un vigilante. A la entrada del pabellón, Johann Karl toma entre sus manos las heladas manitas de la joven y le dice:

—Pero, Jeanne, si está empapada: cámbiese de ropa enseguida.

No obstante, media hora más tarde, ni siquiera se da cuenta de que ella vuelve, ataviada de una manera ridícula con una bata de hombre, pues no hay ningún vestido femenino de repuesto en el pabellón. Marca vagamente el compás, en el brazo del sillón, del fragmento musical que ella le toca en la pianola. «Basta. Ya está bien.» Cree, evidentemente, que es uno de los criados quien está tocando esa música. Puede que sea mejor así. Jeanne se siente como uno de esos bibelots del castillo de A., colocados encima de las consolas, como ese libro sellado con las armas de la familia o como el relojito que, con el envés de la mano, tira él al suelo, porque los han puesto allí para abrir una puerta al recuerdo.

El jefe de la clínica, que se interesa por ella, le presta algunos libros, entre otros, las primeras obras de Freud. Estos textos le abren ciertos horizontes, pero le parece que aquellos especialistas toman enseguida por dogmas lo que en un principio ellos mismos presentaban como hipótesis. Los médicos de Johann-Karl están indecisos, por lo demás, en cuanto a las causas del desastre: ¿acaso basta una sífilis contraída durante sus años de estudiante, para explicar el derrumbamiento casi súbito de un hombre de treinta y siete años? Es dudoso: sólo en el teatro ocurre que el Oswald de Ibsen se vuelva súbitamente imbécil ante los ojos de su madre. Existen, en la ascendencia de Monsieur de A., un tío retrasado mental y algún tío lejano alienado; hay pocas familias que no cuenten con un loco análogo en sus secretos archivos. Jeanne, que ha asistido a unos cursos de la Cruz Roja, piensa en alguna enfermedad del cerebro, absceso o tumor, por aquel entonces de difícil diagnóstico. ¿Podría ser que algún choque emocional hubiera bastado para trastornar su alma? La historia del amor por la mujer de un diplomático está ya muy lejos; Jeanne piensa con una especie de espanto sagrado en la tira de cuero negro; tal vez se tratara para él de una curiosidad más que de una obsesión. ¿Será ella en parte culpable? ¿Habrá sido juzgada y condenada en su mediocridad por un hombre exigente? Creer eso sería concederse a sí misma demasiada importancia. Confusamente, pues en ella la mujer de corazón amante sólo pretende ser útil, se va percatando de que sus pequeñas atenciones, el arte que pone en conseguir que el enfermo se deje poner una inyección o se tome un calmante son poca cosa. En un arrebato de amarga lucidez, sobre todo a esa edad, constata que es a menudo vano y a veces tiránico tratar de ser útil.

Cerca ya de la navidad se produce un incidente. La anciana tía, que acude imprudentemente de improviso, con las manos llenas de flores y de golosinas, es recibida por un loco furioso que quiere molerla a palos. Nada igual se produce con las visitas de Jeanne, pero los médicos se oponen a que siga viéndolo. Así que regresa, con el corazón apesadumbrado, junto a su madre.

Madame Van T. hizo lo que con bastante frecuencia hacían, por entonces, muchas mujeres independientes y ricas de la buena sociedad. Para que se fueran apagando los rumores que habían corrido sobre Johann-Karl y Jeanne, pronto sustituidos, por lo demás, por otras murmuraciones sobre otras parejas, pero sobre todo para proporcionar a su hija ese cambio de escenario y de ideas que tanto necesitaba, Madame Van T. tomó la decisión de realizar lo que, a finales del siglo XIX, era el equivalente femenino de la Gran Vuelta que daban los jóvenes varones del antiguo régimen. Las libertades, en el caso de las mujeres, se veían, naturalmente, recortadas; las jóvenes con sombrilla y blusa de lino finamente plisada no tenían los mismos privilegios que los apuestos jinetes de antaño, los cuales frecuentaban los burdeles de Venecia, los baños de Liburnia, perdían grandes cantidades de dinero en el juego con los calaveras franceses y los dandies ingleses, se batían a espada o a pistola, eran introducidos en la corte gracias a algún protector con influencias, en el secreto de los gabinetes, y entraban al servicio de príncipes extranjeros, o bien frecuentaban a eruditos y experimentadores ilustres. También podían emborracharse en las cenas con las chicas de la Ópera. Si enumero todas estas diversiones, es para mostrar hasta qué punto la especie femenina va siempre rezagada respecto a las libertades que la moda de cada época concede a los hombres. No obstante, la Gran Vuelta que daban las mujeres tampoco carecía de encantos y era muy instructiva.

La solían dar, sobre todo, por los países de Europa central y de la Europa del Norte protestantes, en el seno de la buena sociedad conservadora donde apuntaban, por aquí y por allá, algunas ideas liberales, que se creían, por lo demás, poco más o menos anodinas, en aquella época en que el progreso científico, el bienestar, menos común de lo que se creía, y la paz, no obstante precaria, parecían estar destinadas a extenderse y durar para siempre. Madame Van T. tiene puerta abierta casi en todas las embajadas, en el mundo de la corte (había sido, en Holanda, dama de honor), en las sociedades de beneficencia o culturales de las que ella y sus amigos forman parte. Madre e hija se llegan hasta Venecia y Verona, pues bueno es que Jeanne conozca un poco Italia, pero aquellos dos años transcurren sobre todo en la Suiza alemana o francesa, en Alemania, sólida y compacta por entonces en los mapas de Europa; durante el verano, hacen alguna escapada a Copenhague, Estocolmo o las islas de Suecia y Dinamarca. Viena, ciudad que visitan, les parece demasiado frívola. Jeanne y su madre se instalan allá por donde van en los mejores hoteles: en el Bauer-au-Lac, en el Gran Hotel, en el Hotel de Inglaterra o en el de las Cuatro Estaciones. Adquieren ciertas costumbres: se convierten en clientas titulares de la modista en boga; tienen un asiento reservado en el templo; los guardianes del museo saludan a Jeanne cuando la ven pasar. Abundan los bailes y a ella le gusta bailar; también le gusta patinar en los estanques helados. Johann-Karl, apartado de la vida en su pabellón, como un muerto en su tumba, va quedándose poco a poco en esas profundidades en que el recuerdo subsiste sin hacer sufrir.

Las dos damas se instalaron todo un invierno en Dresde, donde uno de los primos de Madame Van T. era cónsul. La ciudad barroca aún subsistía, gracioso sueño de piedra; pasará un poco menos de medio siglo y aquello será el infierno, donde los fugitivos hundirán sus pies en el asfalto derretido y ardiente de las calles y carreteras, donde los nobles animales del jardín zoológico, medio quemados vivos, darán vueltas aullando, en una especie de horrible carrusel de la muerte, y donde uno de mis amigos —prisionero de guerra destinado a trabajos forzados— me contará que, estando encargado de limpiar los escombros en un bunker que servía de refugio contra los bombardeos, encontró dentro a unas veinte personas sentadas en unos bancos, con la espalda recostada en la pared, muertas, que se convirtieron en polvo al entrar la corriente de aire por la puerta abierta. Pero esa espantosa pesadilla no la soñará la humanidad hasta cuarenta y tres años después: la misma Jeanne será ya polvo desde hace mucho tiempo. De momento, vive como si nada fuera a suceder.

Las tardes en que no salen de paseo, Jeanne se sienta junto al fuego con un libro en las manos (era la época en que los buenos hoteles aún tenían chimeneas de leña en las habitaciones). Madame Van T., en un sillón frente a ella, lee un libro devoto. Jeanne sueña. Lee mucho: trata de interesarse por la historia y por las obras de arte en cada lugar por donde pasa. Madame Van T. aprueba sus visitas a hospitales y cárceles, acompañada siempre por unos pastores protestantes amigos suyos. En los asilos de locos, las enfermeras le hablan de los pacientes, a quienes ellas conocen a veces mejor que los mismos médicos, pues tienen que vivir, por decirlo así, su mismo infierno. Las mujeres, según dicen, suelen ser más iracundas que los hombres, deseos y furores frustrados desbordan, como una baba obscena, de esas bocas de matronas y señoritas burguesas, de las que nadie sospechaba sabían tanto. Los hombres, en cambio, se contienen lo mejor que pueden delante de esas mujeres con tocas blancas en quien tal vez traten de encontrar a la madre o a la mujer que nunca tuvieron. Aunque los médicos vean en ello un prejuicio popular que data de la Edad Media, todo el personal del hospital cree firmemente en las perturbaciones causadas por las noches de luna, cuando los enfermos se agarran a los barrotes de las ventanas gritando y cantando, como si sólo ellos recordaran no sé qué rito que el resto del mundo ha olvidado. Las visitas que hace a los asilos de mujeres arrepentidas le presentan los mismos rostros dulzones e hipócritas, no muy diferentes de los de algunas primas suyas o de compañeras supuestamente impecables. Los asilos de ancianos son como prisiones. Las cárceles son como asilos de locos, marcados menos por su crimen que por el temperamento y las circunstancias que los empujaron a cometerlo. Ella sabe que, de todos modos, no le muestran el mundo tal cual es, sino a través de unos cristales bien lavados y a menudo con visillos de tul, pero lo poco que del mismo vislumbra le muestra, casi por todas partes, lo irremediable.

Mas ¿qué puede hacer ella? Su condición de mujer la limita, aun dándose cuenta de que el pastor Niedermayer, su mejor guía en Dresde, o el cónsul de Holanda, jovial y amable personaje, no son ni más abiertos ni más comprensivos que ella. Ha dejado de creer en el luteranismo que a su alrededor se practica; ya no cree, o no completamente, en el dogma cristiano tal como es institucionalizado y vivido. Pongamos, al menos, que cree de otra manera. Pero en ella no hay rebeldía. Según la costumbre, acepta ser confirmada como adulta, finalmente, en la iglesia luterana. A su madre le parecería chocante que no lo hiciera.

En Dresde, durante una primavera aún desapacible, Jeanne y su madre conocen a un joven báltico a quien el pastor Niedermayer —cuyo organista se ha marchado cogiéndolo desprevenido— ha contratado temporalmente para sustituirlo. El predecesor, un tal Muller, muy apreciado por la congregación a la que servía todos los domingos su ración de cantinelas religiosas, entrecortadas por aquí y por allá con una Oración de Valentín o un Romance a la Estrella, había cometido «la falsa nota» de casarse con una mujer de baja condición, camarera de oficio. Los bocks y la camarera fueron su perdición. Nada semejante era de temer con aquel joven fino y rubio, educado, al parecer, con rigidez prusiana, que pegaba un talonazo cada vez que besaba la mano de las damas. Un poco pálido, voluntariamente apagado, casi hubiera pasado inadvertido de no ser por su apellido, antiguo e ilustre, que hacía flotar sobre él lo equivalente a los estandartes de la guerra de los Treinta Años.

Su familia, rica en hectáreas de bosques y de tierra cultivable, pobre en dinero y abundante en hijos, era a un tiempo honrada y sometida a ciertas vejaciones por el gobierno ruso, por aquella época en que los efectos de la derrota en Port-Arthur quebrantaban las siempre frágiles provincias bálticas. Egon había logrado abandonar libremente Rusia, provisto de su diploma del Conservatorio de Riga, para proseguir sus estudios musicales en Viena, en París y en Zúrich. Dresde era, en casos como éste, el punto de partida o de llegada de estudiantes que aunaban sus esperanzas o sus decepciones en torno a la Madona y a los angelotes rafaelescos del Museo, a menudo la primera ilustrísima obra de arte italiano que les era dado contemplar. Los trabajos de Egon ya habían dado algunos frutos: en Zúrich y en París, donde había presentado unas cuantas piezas de música para flauta, oboe y piano, una docena de aficionados le habían aplaudido, el resto había bostezado o silbado. Los prejuicios familiares se oponían a que Egon diera recitales remunerados (oportunidad que no se le había presentado aún, por lo demás), ni siquiera lecciones de música. El joven había hecho caso omiso de esta salvedad en varias ocasiones, pero los profesores de música con numerosa clientela abundaban en Dresde. El ofrecimiento, bastante tacaño, del pastor Niedermayer había llegado justo a punto para permitirle retrasar su regreso a un país al que amaba, pero donde no quería vivir.

Jeanne y él se veían a menudo en los saraos algo engolados de la buena sociedad de Dresde. Este buen bailarín, a quien no le gusta el vals, da con ella unas vueltas al compás de la música de Strauss; una noche, en el Bellevuehoff, estando en el salón de música donde ya han rebajado casi todas las luces de gas, él llega a amansarse hasta tal punto que toca para ella una o dos de sus composiciones. Quizá fuera Jeanne para él la auditora ideal: no conoce lo suficiente la música para empeñarse en unas formas prescritas y criticar la falta de las mismas. A Jeanne, le parece haber oído, con más frecuencia de lo habitual, superponerse el compás a la melodía, dar vueltas a los sonidos como si fueran caballos en una pista, o sucederse unos a otros ordenadamente, por grupos, como una procesión en marcha. Aquella música —sin que ni Jeanne ni Egon se dieran del todo cuenta— era un preludio de las libertades rítmicas y tonales, de las audacias iconoclastas del porvenir. Mas precisamente, toda agresión premeditada parecía excluida de aquellas notas aisladas, tan pronto firmes como tallos que brotan en primavera, agujereando la nieve y los montones de hojas secas, como desgarradoras a fuerza de discordancias, a la manera de las relaciones excesivamente prolongadas entre dos seres humanos, hace poco tan dulces como el leve roce de una hoja contra otra. Ella comprende que no se trata, como en el caso de algunos maestros impresionistas, de proyectar las olas del mar o los paseos por un jardín sobre una superficie sonora, ni tampoco, como en la música de los compositores románticos, de volcar indiscretamente su felicidad sobre el público de los conciertos, ni de merodear como un ínfimo paseante por lo equivalente a vastas e invisibles arquitecturas barrocas o góticas que, momentáneamente, imponen una forma al espacio. Admirar o comprender, incluso amar, importa menos que ajustarse brevemente a una realidad cuyo pulso es más lento que el nuestro, a un mundo auditivo sin efusiones y sin símbolos que, a la vez, niega y lo sustituye todo. Un poco más lejos, aunque situado, no obstante, a una distancia siempre infinita, se desembocaría en el silencio.

Jeanne está enamorada: es la primera vez. Johann-Karl fue para ella un instructor, un maestro que le enseñó a vivir; él la liberó de ese fondo de crédula inocencia que tan pronto se acumula en el cerebro de una hija de madre piadosa, en el seno de una sociedad hipócrita. La experiencia del mundo que ha recibido de él se le pega a la piel como si fuera un barniz protector, un poco como, en su tiempo, los protegió su título de prometidos. Él fue su compañero, su amante a veces, pero jamás su confidente. Tras los meses de abnegados cuidados que ella le dedicó durante su hundimiento mental, no está segura ni lo estará nunca de que él haya sido amigo suyo.

Junto a Egon, todo es distinto. Emplearé con frecuencia o, por lo menos, daré a entender, a propósito de un amor de los años 1900, esa palabra que hoy está tan contaminada como el océano, que resulta tan ineficaz como la palabra Dios. Y sin embargo, el amor de Egon está dentro de Jeanne como el ruido de las olas en una caracola, y resonará dentro de ella hasta que la caracola se rompa. El haberse encontrado procura a la vida de ambos un sentido y un centro. Él se maravilla de tener enfrente, sentada a la mesa de una konditorei, a una mujer joven y hermosa que le escucha como podría hacerlo una hermana o un amigo. Entre todos los rostros femeninos insípidos o incitantes de los que apartó la mirada, no había previsto a esta mujer única en el mundo... En cuanto a ella, el corazón, los sentidos y el alma han entrado en juego al mismo tiempo. Es, a pesar de todo, demasiado mujer de su época para no enrojecer de amar a un hombre que todavía no le ha confesado su amor. Se avergüenza de sus noches en blanco. Seducir, esa diversión femenina por excelencia, le repugna. Se prohíbe a sí misma mirar constantemente aquel bello rostro y resiste al deseo de mantener mucho rato el contacto de sus manos. Tímidamente, él le pregunta si podrían verse todos los días, o si podría salir con ella, al menos una vez, de la ciudad, para recorrer juntos y a gusto esos campos y riberas que tanto agradan a los dos, y Jeanne se percata de que, al decírselo, sus labios tiemblan.

Aquellas excursiones casi diarias parecen modestas salidas de estudiantes: el orgullo de Egon se ofendería con la ostentación de un lujo o de un confort que, en tiempos de Johann-Karl se daba por descontado. Un tren o un vapor matinal los lleva fuera de la ciudad, a veces hasta esos paisajes alpestres, tan agradables, de la Suiza sajona, aunque más bien suelen ir a los pueblos ribereños del Elba, o a los situados en las laderas de las colinas. Todo les deleita: una torre vieja, un edificio medio derruido por culpa de las intemperies, un pajar o una catedral en ruinas, un aprisco donde el polvo, un rayo de sol y unas briznas de paja rodean con su aureola las dulces cabezas cuyo destino es perecer a manos del carnicero, un cementerio olvidado donde unos ángeles de piedra apuntan con el dedo al cielo, los animales del bosque y el ganado de los campos. Salen de buena mañana, al final de la noche friolenta, para llegar al amanecer al paraje elegido; a veces consiguen su objetivo. El mundo es joven: sus veinticinco años tienen dieciocho años. Egon se ha criado en el campo y conoce mejor que ella el nombre de los cereales y de las malas hierbas que crecen en los sembrados. En un sendero que bordea un pastizal, se detienen muy de mañana, a la hora en que los granjeros aún duermen en su granja; asisten al parto fácil de una vaca y a los primeros movimientos del ternerillo, cuyas patas tiemblan. Ambos aceptan, como lección de cordura, la serenidad del grueso animal que, con su instinto de madre, camina hacia el tronco de árbol que sirve de abrevadero, seguida de cerca por el pequeño vacilante. Aún le cuelga un poco de placenta. El recién nacido ha estado haciendo vanos esfuerzos por alcanzar las ubres, la madre se ha puesto de nuevo a pastar la hierba. Al día siguiente, a la misma hora, vuelven al mismo sitio y encuentran a la madre rumiando y al pequeño tirando con torpeza de sus cálidas ubres. Todo adquiere para ellos una calidad de frescura y de mágica simplicidad, como en el alba de los tiempos. En las posadas donde se paran, en ocasiones, a tomar un refrigerio por la tarde, antes de regresar —siempre a disgusto— a la ciudad, un violinista del pueblo toca para que bailen los mozos y mozas, cuyos pasos sobre el ruidoso entarimado casi impiden oír el débil hilo de la música. A veces, Egon coge el instrumento y el baile rústico se hace entonces salvaje y alegre, o bien, devolviendo su «crincrin» al violinista aldeano, coge de la mano al último de los chicos o chicas del corro y arrastra también a Jeanne. Este joven soñador y melancólico es en aquellos momentos un joven dios risueño. Una tarde, cuando ambos estaban en la colina viendo pastar a los corderos. Egon la deja un momento y se acerca, con paso largo, a apoderarse del carnero más hermoso de largos cuernos enroscados, el rey del rebaño. Él sabe que Aries es su signo celeste. El poderoso animal resiste. Un combate casi mitológico enfrenta a la masa gris y rizada con el joven extranjero que aquel día lleva puesto un calzón corto como el de los aldeanos, y los brazos desnudos. Empuja y arrastra ante sí a su prisionero de fuerte cornamenta; el hombre y su símbolo bestial se acercan, agarrados uno al otro. Durante un instante, Jeanne siente miedo, un miedo casi sagrado procedente del fondo de los tiempos en que hombres y bestias eran dioses. Los ojos de ónice del carnero relucen en el crepúsculo de la tarde, muy cerca de los ojos azules. Enseguida olvida ella su miedo, avergonzándose de su debilidad, y acaricia con sus manos la tupida lana, los cuernos acanalados y la frente obstinada donde se elabora el pensamiento animal. Limpia después, con su pañuelo, la frente estriada de sudor del hombre, quien suelta por fin a su prisionero y ayuda a Jeanne a bajar la cuesta.

Otra de aquellas tardes, a una hora aún más tardía, buscan una pista a través del bosque para ir a la estación donde piensan tomar el trenecillo local, pero la noche se les echa encima y el bosque parece una espesura mágica. De pronto, a dos pasos de donde ellos se encuentran, distinguen a un joven muchacho, de unos diecisiete años, tal vez un leñador o recolector de hierbas, o cazador de víboras, que se dispone a regresar a su casa y es tan bello que corta la respiración. Parece un personaje de los cuentos de Grimm o Andersen, con las mejillas sonrosadas, el pelo de oro como el de los Elfos y Hadas, de esos que guían a la princesa y al príncipe perdidos por el bosque hasta el país de las maravillas. El muchacho se contenta con indicarles, con su voz un poco cantarina, el camino de la estación, pero en ellos subsiste un maravillado asombro y Egon se vuelve para mirar al joven, quien aparta unas ramas y sigue corriendo por su camino, en pleno bosque, como un cervatillo.

El más bello de aquellos días que sólo a ellos pertenecen nació de una proposición de Egon. Se trataba de llegar al corazón del bosque, a un claro aislado, para permanecer allí durante todo el largo día de verano, los dos sentados y sin hablar, atentos a todo lo de su alrededor. Al alba, en el puente del barco que los lleva desde Dresde a la estación fluvial, desde donde seguirán su paseo a pie, habían escuchado varias veces ya el grito prolongado y victorioso de los patos salvajes cruzando el cielo. Pero el pleno día, en el claro del bosque, pertenece a los pájaros cantores, a los sedentarios, siempre presentes pero refugiados en el boscaje para construir allí sus nidos, y a las aves migratorias que, durante esa estación del año, bajan a comer glotonamente entre vuelo y vuelo. A menudo, el golpe seco y repetido de un picamaderos pone en aquel concierto su sonido artesanal de obrero a destajo, con prisa por construir un nido a sus futuros polluelos. Cae un trino desde muy alto. Una ardilla suspendida entre dos ramas produce su chirrido de carraca irritada. A medida que se acerca la noche, el pequeño pueblo de los bosques parece envalentonarse más, o tal vez deje de temer a aquellos dos humanos inmóviles. Un topo hace su agujero entre dos raíces; una liebre jadeante interrumpe su carrera, camuflada a medias por la hierba. Con una sonrisa, se indican uno al otro la hembra de un erizo, seguida por la fila de sus nuevas crías. Cuando la luz se filtra de soslayo por entre los troncos, se distinguen mejor los diáfanos filamentos dorados que sobresalen de la tupida superficie de los musgos, antenas casi invisibles que se estremecen cuando la palma y los dedos de la mano se hunden durante algún tiempo en sus valles verdes. Fieles a su pacto, Jeanne y Egon se levantan sin hablar, cogidos de la mano. La suerte de Jeanne se decide en una tarde así. ¿Cómo no desear vivir con él cuando han estado callando tanto tiempo juntos?

En la ciudad, las tareas caritativas a las que ambos están acostumbrados debido a su buena formación protestante les sirven de excusa para reunirse, excusa tanto más aceptable cuanto que las ideas humanitarias están de moda a principios de siglo, y la educación de las masas es considerada como el más importante de los servicios sociales que puedan prestarse. El pastor Niedermayer ha encargado a su organista que imparta una hora semanal de clase en un reformatorio para jóvenes delincuentes. Jeanne admira la paciente cordialidad de Egon para con aquellos muchachos a menudo groseros y malhumorados, su preocupación por meter un poco de música en la cabeza de esos adolescentes que no conocen más que el organillo, los orfeones callejeros o los acordeones en los bailes de algún ventorrillo. Y no lo admira menos cuando le ve retorcer las muñecas de un chico camorrista, que trata de destrozar las teclas del piano a puñetazos. Un domingo, él se deja arrastrar por ella al Asilo de alienados, a los que Jeanne suele visitar como ayudante benévola. Fue por Pentecostés; habían reunido a las locas para darles una merienda compuesta de café y kuchen. El programa comporta uno o dos fragmentos de música ligera, más un ilusionista. Las mujeres menean la cabeza de un lado para otro, canturreando, y una de ellas inicia unos pasos de baile. Egon, cediéndole el puesto al ilusionista, se sienta junto a una perturbada que, haciéndole carantoñas, pone la cabeza en el hombro de aquel joven señor tan bien vestido. Pero los kuchen y el café cremoso le hacen vomitar. Egon limpia el viejo rostro de la mujer y enjuga su propia ropa sin manifestar ningún embarazo. «Nada de lo que es del cuerpo me repugna», le dice a Jeanne, azorada.

Pocos momentos después, en su pastelería habitual, pasan revista a los incidentes del día y luego, como de costumbre, pasan del presente a su corto pasado. Su intimidad parece tejida así.

—Esa loca... Debo decirle que cuando yo tenía dieciocho años, me encargaron una temporada de cuidar a mi abuela, que se había ido convirtiendo poco a poco en una senil. Sí, teníamos criados, pero no confiábamos mucho en ellos, y mis hermanos mayores... Yo quería mucho a mi abuela; a ella le debo lo poco que sé sobre los pájaros y las plantas, incluso sobre los libros. Y cantaba con una vocecita muy entonada y débil... Durante mucho tiempo, de niño, dormí yo en su cama donde siempre estaba sola. Su marido, un hombre austero y duro, o al que acaso no gustaran las mujeres, no había puesto los pies en aquella habitación, según decían, desde hacía cuarenta años. Ella se reía y canturreaba igual que hoy lo hacía esa otra loca. A veces yo conseguía calmarla un poco. A menudo hacía y repetía esos gestos que no deben hacerse en público: arrugaba más y más su falda entre sus muslos. Esta loca de hoy me la recuerda.

Jeanne, en cambio, no tiene apenas ningún recuerdo que valga la pena compartir con él. Sus estudios y sus juegos en casa y en la playa, los perros a los que amó, los pájaros de la pajarera, los corros de niñas y sus carreras a la pata coja resultarían, probablemente, algo así como unas viñetas marchitas. Bien es cierto que algunos instantes le han dejado su marca; por ejemplo (debía de tener entonces nueve años), el momento en que, de pie sobre la arena, sin saber muy bien la hora del día ni el día del mes en que se encontraba, exclamó «¡Dios!», sin conocer tampoco muy bien lo que era Dios. ¿Lo sabe acaso hoy? De todos modos, cree intuir que Egon comprenderá ese fervor infantil, en el cual se hallaban ya incluidos todos los demás. Tampoco es necesario hablarle mucho de Johann-Karl. Él adivina. Sabe muy bien que no está tratando con una virgen de salón.

Los recuerdos de infancia y adolescencia de Egon, al menos los que él le cuenta, son por el contrario como una leyenda dorada. Coinciden, en lo esencial, con sus paseos por Alemania. Como todo hijo de buena familia en las provincias del Norte, ha crecido entre las gentes de bosques y granjas, poco más o menos libre de toda coacción, saltando y gozando como un cervatillo en las landas y en la hierba, quitándose su ropa de niño una vez dejaba el sendero que llevaba a la mansión, para estar dispuesto antes a bañarse en el estanque. Cuando salía al llegar el alba, siempre se encontraba con alguna anciana para preguntarle si había vislumbrado a Neck, el hermoso caballo blanco lacustre que emerge, golpeando con sus cascos el agua en calma, y cantando en vez de relinchar. Durante el verano, cuando las noches eran claras, los hombres de la granja lo llevaban con ellos a pescar. Recuerda a un joven jornalero, con quien se encontró por casualidad, y que lo cogió bruscamente en brazos, a dos pasos de una víbora, sobre la que el niño se inclinaba, confiado. Tiempos sin miedo, en que todo parecía nuevo y permitido, e inofensivas incluso las mordeduras de un perro vagabundo o las picaduras de un enjambre de abejas. Las viejas que vivían en las chozas le ofrecían sus remedios y su comida. Más adelante, ayudó a los muchachos que conducían el ganado recalcitrante, uniéndose a sus juegos y volteretas de pueblo, sin preocuparse por la posibilidad de ser aplastado. Montó a pelo, igual que ellos, agarrándose a las crines del animal y prodigándole palabras de ánimo o patadas ineficaces con sus talones descalzos. Del período del colegio guarda recuerdos no tan hermosos. Hubo unos incidentes de los que su familia no quiso saber nada o que tal vez ignoró de verdad. «Yo contaba tan poco para ellos... Después de todo, no era más que uno de sus siete hijos.»

Tenía ya diecinueve años y estaba estudiando en el Conservatorio de música cuando sus relaciones con una chica se convirtieron en drama. Hasta el momento, había conocido esos idilios medio festivos, medio pendencieros en que se recogen arándanos juntos, se vuelca taimadamente la cesta y se embadurna a la fuerza el rostro y las manos del contrario. Aquel día, en la landa en donde se encuentran, los rasgos de la joven aldeana que le acompaña se convulsionan; las lágrimas hinchan sus párpados en torno a unos ojos espantados. Está embarazada de dos meses. Le deja palpar su cintura por debajo del delantal. «Mis padres me matarán.» Él no duda de que así sea: la muchacha pertenece a una familia de rústicos rigoristas, pilares de una capilla disidente cualquiera.

—¿Era de usted el niño?

—Nada de eso. Y ella no sabía quién era el padre. Podía ser un chico cualquiera. Tal vez alguno de mis hermanos. Era tan bella que todos la deseaban. Una tarde, ya no pude más y decidí llevarla, mientras aún era tiempo, a una mujer que practicaba abortos en la pequeña ciudad. Primero caminamos y después subimos a un carro, luego a un vagón cuando se paró el tren, en dirección a Riga. Yo estaba aterrado por ella, a quien aquellos manejos podrían matar y en cuanto a mí, ya me estaba viendo denunciado a la policía, en la cárcel y quizá aguantando una paliza. Aún no me había enterado de mi inmunidad de joven señor, ni de que lo ilícito, en todas partes, es algo más lícito de lo que creemos. Pero si, por casualidad, algún policía ruso... Aquella noche dejé a la pequeña en manos de la vieja, que parecía una buena mujer. Yo había tenido que sacar del cajón de mi abuela el dinero necesario para llevar en el bolsillo los rublos que me pidieran. La mujer me dijo que le dejara a la niña hasta el día siguiente. ¡Qué noche! Anduve vagando de taberna en taberna, y no eran tabernas lo que faltaba en aquel burgo: había cuatro. Hice cosas insospechadas, conocí a unos seres sorprendentes, como nunca he vuelto a ver en mi vida. Los bajos fondos de San Petersburgo o de París no son nada en comparación con los de esa ciudad pequeña, con sólo tres mil almas y, de cuando en cuando, un farol en el umbral.

Fui a recoger a mi amiga al día siguiente por la mañana. Estaba ya preparada, empaquetada dentro de un montón de ropa, lívida, pero la vieja me aseguró que resistiría el trayecto. Y así fue, aunque creí por un momento que no llegaría viva. La dejé en casa de su hermana mayor, a unas verstas de la de sus padres, que nunca se enteraron de nada. Sí, volví después a verla en varias ocasiones, acabó casándose con un granjero de otro distrito. Debe de tener ahora dos o tres hijos.

—¿Y usted y ella, jamás...?

—Sí, una vez. Fue la semana anterior a la visita que le hicimos a la vieja. Estábamos sentados en el musgo. Ella quería regalarme algo, pagarme, en fin... Y en aquellos momentos, no corría ningún nuevo peligro. Era, de veras, muy bella.

—¿Y con las jóvenes de su clase, que hablaban bien su lengua?

—Con algunas. La que se llamaba Karin era vecina mía. En aquella región se es vecino de alguien aunque medien entre su vivienda y la nuestra unas cincuenta leguas de distancia. Karin era hija única de una familia rica y conocida. Mis padres querían que me casara con ella. Íbamos al baile juntos: allí se dan muchos bailes. Siempre estaba metida en casa. Incluso después de haberme ido, mis padres creían que yo volvería para casarme con ella. Era bonita, ingenua y buena, según me parece. Nos queríamos mucho.

—Entonces, ¿por qué la dejó?

—No pensará usted que yo iba a dejar que Karin se casara con un hombre como yo.

Aquella tarde, ya no hablaron más.

Unos días después, en un lunes de pleno verano, ella se estaba vistiendo para tomar con él el vapor del Elba y cenar en una posada a orillas del agua. Le entregaron un billete que se notaba escrito con prisa: Egon se encontraba mal y no podría reunirse con ella. ¿Podría Jeanne pasar un instante a su cuarto? Ella conocía ese cuarto, una especie de habitación de criada, en el segundo piso de la iglesia luterana donde él tocaba el órgano. Las ventanas del pasillo daban, como las de un claustro, al jardín del presbiterio: los arriates desprendían un agradable olor. La puerta no estaba cerrada más que con el picaporte. Nada más entrar, el calor y la oscuridad le produjeron sofoco. Abrió el ventanal, las contraventanas y tiró de la gran cortina oscura. Un inmenso desorden reinaba en aquella habitación minúscula. Los zapatos para la marcha, preparados para que su dueño los calzase, estaban en el suelo encima de los zapatos de ciudad; la camisa de por la mañana, hecha un rebujón y aún tibia de él, todavía no había sido sustituida por el blusón campestre que tanto le gustaba y que llevaba a medio poner, sobre el hombro desnudo. Estaba acostado boca abajo, sollozando, con la cabeza entre las manos. Ella se sentó en la cama, conmovida más que inquieta; conocía aquella propensión que él tenía a las lágrimas. Creyó oírle decir a través de su llanto:

—Jeanne... Ya le he hecho a usted bastante daño... Yo no sabía que la gente inepta de por aquí comentaba nuestras salidas. Tal vez su madre esté pensando... ¡Oh, mi reputación no se verá comprometida! Creo que nadie... Pero ya le dije que yo no quería que alguien como Karin se enamorase de un hombre como yo.

—Tal vez Karin le amase tal como es.

Ella levanta la mano que cuelga a lo largo de la cama y la coge entre las suyas; él le deja insertar sus dedos en los intervalos de los suyos, que separa y vuelve a cerrar; responde con una presión más fuerte a la presión de su palma, hasta que las dos llanuras de carne, surcadas según dicen por las líneas de la vida, del corazón y del destino, no sean más que dos superficies sensibles estrechamente pegadas una a la otra. Sus esponsales consistieron, en un principio, en ese resbalar y en esa unión de dos manos. Él se incorporó y fue hacia ella. Alguien podía entrar. Jeanne conservó la sangre fría necesaria para cerrar la puerta con llave, protegiendo el secreto de la habitación, pero la ventana, los postigos y la cortina permanecieron abiertos. Nunca habría bastante luz a su alrededor. Aquel momento, que habían deseado y temido, al igual que a un escollo a flor de agua sobre el que podría romperse su incipiente intimidad, fue, por el contrario, una hora clara de felicidad. Nunca dejó de alumbrar al menos un retazo de sus vidas.

Al revés de lo que pensaba Egon, Madame Van T. dio su aprobación al matrimonio. La grandeza del apellido, los dones musicales del joven y un encanto que a todos se imponía compensaban con creces lo que la fortuna familiar tuviera de incierto. Decidieron que la ceremonia, muy sencilla, se celebraría en Dresde. Madame Van T. había dado pruebas de una sabia indiferencia respecto a las palabras malintencionadas o simplemente necias que circularon en Holanda tras el hundimiento mental de Johann-Karl; la abnegación casi provocativa de Jeanne había sido censurada —ella lo sabía — y hasta se habían burlado de ella las gentes biempensantes. Daba igual, pero ambas mujeres no quería que volvieran a darse más habladurías con ocasión de la boda presente, como cuando una escoba levanta un montón de basura al fondo de un jardín. Madame Van T., no obstante, deseaba hablar con su banquero y su notario, y dar órdenes para que se hicieran algunos arreglos en la casa de La Haya y en la villa de Scheveningue. También había que renovar o poner al día el ajuar de Jeanne, pues la moda había cambiado entre 1897 y 1900. Como Jeanne se negaba a llevar plumas y pieles, sus abrigos de invierno y sus trajes de noche presentaban algunos problemas.

Las pocas semanas previstas se prolongaron dos meses más. Casi todos los días, al principio por lo menos, Jeanne se preguntaba si no sería al día siguiente cuando iba a llevar a cabo el gran proyecto que siempre guardó en su corazón, o al menos así lo creía ella: el ir a enterarse de lo que la vida, entretanto, había hecho con Johann-Karl. Los médicos le decían que no había cambiado durante aquellos años. Las crisis violentas eran escasas, seguía pegando tranquilamente exlibris en sus incunables. No veían ningún inconveniente en que ella fuese a visitarlo, mas era probable que no la reconociera. Finalmente, Jeanne se abstuvo. Que él la reconociese o no, le daba igual. Algo en el fondo de ambos les recordaría siempre, sin duda, los momentos que pasaron juntos, pero era indiferente que la memoria escribiera un nombre o una fecha en particular sobre estos incidentes. Un día, sin embargo, llamó a un coche de alquiler y pidió al conductor que pasara lentamente, sin detenerse, por debajo de las ventanas de lo que, en el Asilo, llamaban el pabellón de Fougères. Él estaba allí, sentado a una mesa, frente a un enfermero con quien jugaba a las cartas.

Unos días antes de regresar a Dresde, hizo sola el trayecto de La Haya a Bruselas, en el vagón salón de caoba y tapicerías turcas de aquellos años. Iba a la boda de Fernande de C., pues había aceptado asistir como su única señorita de honor. Caía una lluvia fina. Con la mejilla pegada al cristal de la ventanilla, Jeanne escuchaba el ruido de las ruedas que la llevaban, ya ni siquiera a esa boda tan a menudo en entredicho, de Fernande y de Michel, a la que se alegraba de asistir, sino hacia su propio centro. No es que imaginara a Egon en su cuartito —tan grande cuando encontraron en él un área de felicidad— ni a Egon sentado a su mesa de trabajo, dibujando en el pentagrama una blanca y una negra, o leyendo, con el ceño un poco fruncido, alguno de los libros que les gustaban por entonces, tal vez Angelus Silesius o un tratado de Schopenhauer. Ella era él. Ella era sus manos sobre aquel cuaderno o aquel libro. Se sorprendía, al percibir su propio reflejo en el cristal, de no tener el pelo rubio. Quería que él se sintiera libre, sin coacciones, y él lo sabía. Ella le acompañaba, invisible por estar dentro de él, por la noche, a lo largo de un muelle del Elba, en busca de no sabemos qué encuentro, por el que de antemano se prometía no sufrir. De pronto, una alegría infinita la invadió, distinta del placer del orgasmo pues no trastornaba el trasfondo de su cuerpo, sino que más bien se parecía a la felicidad de estar en el lecho, hecha de abandono y de beatitud, de plenitud de ser y de ya no ser. Su cerebro valoró fríamente aquel don, que le parecía no merecer y al que definía tan pronto como un milagro, tan pronto como el cruzar un umbral, o bien como la fusión dentro de un todo andrógino. Pero ¿por qué le sucedía esto en el vagón pullman que iba de La Haya a Bruselas? ¿Estaría Egon pensando en ella? ¿Estaría experimentando una sensación análoga? Nunca quiso tratar de informarse después: los momentos de felicidad de los demás sólo a ellos pertenecen, lo mismo que los disgustos. Ambos, en todo caso, se habían besado a través del velo que llevaba puesto la viajera, ante los ojos muy abiertos del Cónsul y su mujer, que habían acompañado a las señoras a la estación de Dresde. Ambos conservaban en los labios la misma sensación de un contacto a través del encaje.

La casa de Mademoiselle Jeanne, la Inválida, era demasiado pequeña para todo aquel bullicio mundano. Las dos hermanas, después de haberse jurado que no invitarían a casi nadie, habían acabado por invitar a todo el mundo por cansancio. Los coches estaban ya preparados en la angosta calle para salir camino de la alcaldía y de la iglesia. La gente se impacientaba. Fernande estaba aún arriba, asqueada por el olor que se desprendía de las tenacillas calientes, en manos de un peluquero que, antes de que se pusiera el velo, trataba de dar los últimos retoques a su pelo rebelde. Monsieur de C. no andaba muy lejos. Fernande, con una toalla echada sobre los hombros recubiertos de encaje, le llamó para presentarle a Jeanne.

Mademoiselle Van T. se dejó cautivar enseguida por aquel hombre de cuarenta y siete años, de aspecto impetuoso y robusto, que daba la impresión evidente de encontrarse incómodo en aquella casa atestada de gente, en pleno bullicio de un día de boda. Michel, por aquella época, llevaba la cabeza casi rapada, a la moda húngara, y los largos bigotes caídos como los llevaban en aquel país que él no consigue olvidar. Mademoiselle Van T. reconoce, gracias a las descripciones de Fernande, los ojos un tanto brujos bajo las enmarañadas cejas, y las manos con dos falanges mutiladas de aquel hombre de mundo que a menudo vivió como un aventurero. Pero sus modales a un tiempo desenvueltos y corteses son enteramente mundanos y franceses. Gracias a las cartas de Fernande, Jeanne es una de las pocas personas que saben algo acerca del drama aún reciente que significó para Michel la muerte de su primera mujer; Mademoiselle Van T. comprende mejor por eso las sonrisas un poco crispadas y humedecidas de lágrimas de la novia. Esta tímida amiga de convento, que tiene poco más o menos su misma edad pero a quien ella siempre consideró como una hermana menor, ha elegido a aquel hombre de edad madura que posee sus reductos de sombra. Aunque ¿existe algún hombre que no los tenga? En cualquier caso, la elección es buena. Los ojos atentos se posan sobre la joven belga con una solicitud que no es fingida. Aquellas manos grandes y afectuosas parecen hechas para sostener a una mujer en la vida.

—Ya ve usted que todo va muy bien —dice con jovialidad el novio—. Fernande, hace ocho días, aún hablaba de vestirse de encaje negro.

—Estás encantadora de blanco —le dice Jeanne con dulzura.

Éstas fueron las únicas palabras que tuvieron tiempo de decirse. Michel oculta su deslumbramiento, aún visible en el retrato que me hizo de Jeanne unos veinte años más tarde. Sabía que era hermosa; no obstante, no había imaginado la belleza de aquel rostro de pálido ámbar, ni aquel cuerpo praxiteliano de curvas discretamente marcadas por el traje de chaqueta largo de terciopelo rosa, ni el sombrero de fieltro también rosa cubriendo a medias la noche del pelo y de los ojos tranquilos. Una emoción semejante debió expresarse en silencio, en su interior, con uno de sus lacónicos tacos de antiguo coracero: ¡Rediós! Si a la baronesa V., la encantadora casamentera que se estaba acercando a ellos en ese momento, haciendo melindres, se le hubiese ocurrido invitar por una semana, durante la Pascua, en su villa de Ostende, a la bella holandesa al mismo tiempo que a Fernande... Pero la suerte ya estaba echada, y Fernande poseía, además, mucho encanto. Mademoiselle Van T. iba a casarse dentro de quince días en Dresde. Todo, por lo demás, permitía suponer que las dos mujeres se volverían a ver con frecuencia. La aburrida alcaldía, la iglesia fría y lúgubre tampoco favorecían los sueños novelescos. Michel recuerda sobriamente que, menos de un mes atrás, su joven novia caprichosa, a pesar de las «buenas costumbres», había solicitado acompañarle a la misa de final de año por su primera mujer y por la hermana de ésta, para que estuviera menos solo en la iglesia de aquel pueblo del Norte de Francia, en medio de los mal pensados e hipócritas que no hacían más que insistir machaconamente sobre «esos tristes acontecimientos». Él no le consintió a Fernande, claro está, que cruzara la frontera, pero su tierna solicitud hace que la ame aún más.

Los invitados empiezan a dispersarse, los sirvientes empleados para la ocasión están quitando los vasos vacíos y los platos sucios del salón grande y del pequeño. En el momento en que los novios salen para la estación, Mademoiselle Jeanne la Inválida, de treinta y cinco años de edad y ya toda gris, pero resuelta y dueña de sí, insensible (aunque ¿qué sabemos nosotros?) al hecho de que los gozos matrimoniales (es decir, los únicos que la época concede a las mujeres castas) no son para ella, baja con dignidad los peldaños de la escalinata y se presenta a la portezuela del cupé, sostenida por su doncella y por la vieja Fraulein, la antigua institutriz de las dos hermanas. Los adioses son breves, la doncella y la Fraulein tienen prisa por llevarse a su señora al interior de la casa antes de que se produzca uno de sus ataques de parálisis nerviosa y caiga al suelo sobre el pavimento engrasado. Ahora les toca el turno a los tres hermanos de Fernande, buenos chicos, en aquellos momentos un poco obtusos, que se ríen por cualquier cosa y estrechan manos con muchos aspavientos. Madame de C., la desabrida madre del novio, escoltada por el hijo de la primera cama —hosco y seco ya a sus veinte años—, así como por la dulce Marie, la hermana menor de Michel, acompañada de su frío marido, se han marchado para no perder el tren de Lille. Jeanne Van T. aún está allí. Las dos amigas de convento se abrazan emocionadas; discretamente, Jeanne introduce, en el bolsillo del abrigo de viaje de Fernande, un frasquito de sales del siglo XVIII, chuchería de lujo que Michel había regalado a su prometida aquella mañana y que las excitaciones del día le habían hecho perder ya dos veces. Monsieur de C. no debe darse cuenta de esta distracción. Pero el champán, la efervescencia de los adioses familiares y mundanos, y el brazo de Monsieur de C. rodeándole afectuosamente la cintura, han producido el efecto deseado: los ojos de Fernande brillan y sonríe sin crispar los labios. Las dos amigas se dan el último beso. En cuanto a Michel, tan puntilloso en lo referente a buenos modales, comete voluntariamente una infracción a los usos establecidos, que imponen se reserve el besamanos para las mujeres casadas y, aunque falten todavía quince días para que Jeanne deje oficialmente de ser una mujer soltera, besa largamente la hermosa mano tendida.