Las migajas de la infancia
He creído, durante mucho tiempo, no tener muchos recuerdos de mi infancia; entiendo por ello los anteriores a los siete años. Pero me equivocaba: imagino, más bien, que apenas les di ocasión para aflorar en mí. Al volver a examinar los últimos años que pasé en el Mont-Noir, por lo menos algunos vuelven a hacerse visibles poco a poco, al igual que los objetos de una habitación con los postigos cerrados en la que no hemos entrado desde hace mucho tiempo.
A la memoria me vienen, sobre todo, plantas y animales, de manera más secundaria algunos juguetes, juegos y ritos celebrados a mi alrededor y, de forma más vaga aún, como en un segundo plano, algunas personas. Me veo subiendo, a través de las altas hierbas, la abrupta pendiente que lleva a la terraza del Mont-Noir. Todavía no han segado. Abundan los acianos, amapolas y margaritas, que a mis criadas les recuerdan la bandera tricolor, cosa que a mí me desagrada, pues quisiera que mis flores fueran únicamente flores. Ignorábamos, naturalmente, que cinco o seis años más tarde esas «adormideras de los montes de Flandes» iban a engalanarse con una gloria fúnebre, convertidas en adormideras de verdad y consagradas al sueño de unos cuantos millares de jóvenes ingleses muertos en aquella tierra; adormideras cuyas reproducciones en papel de seda siguen vendiéndose aún para ciertas obras de caridad anglosajonas. La pendiente de la pradera era tan empinada que la carretilla que yo arrastraba, llena de ciruelas y grosellas espinosas recogidas en el huerto, acababa siempre por derramar su contenido, que resbalaba por la hierba. En la época de los tilos en flor, la recolección duraba varios días. La extendían después en el suelo del desván, que olía bien durante todo el verano.
Tuve una cabra blanca a la que Michel en persona pintó los cuernos de color dorado, animal mitológico antes de que yo supiera lo que es la mitología. Tuve un cordero muy gordo, completamente blanco, al que enjabonaban todos los sábados en la pila del lavadero; salía de allí y se revolcaba sobre la hierba húmeda, perseguido —en épocas de la gran colada de primavera, cuando se extendía la ropa en el prado, las sábanas, los almohadones, los manteles y las servilletas almacenados en el desván desde el último otoño— por la pandilla de lavanderas que se quedaban sin aliento de tanto gritar. (Durante el invierno, el desván lleno de ropa sucia no debía de oler tan bien como en verano, cuando lo llenaban de flores de tila, pero tal vez el aire glacial impidiera los malos olores y además, metían siempre entre la ropa, por todas partes, ramitas de espliego.) Al atardecer, cuando hacía bueno, Michel encendía en los bosques innumerables lamparillas de color verde que parecían luciérnagas; la niña, cogida de su fuerte mano, hubiera podido creer que penetraba en el país de las Hadas. Se inquietaba un poco por si impedían dormir a los conejos, pero le aseguraban que los conejos ya estaban durmiendo a esas horas en sus madrigueras.
Despiertos en cuanto llegaba el alba, éstos saltaban durante todo el día bajo los altos abetos. Verlos me consolaba de la hora que pasaba cada día ante mi ventana, mientras peinaban y cepillaban mis cabellos que me llegaban hasta la cintura. Barbe los separaba en dos largas trenzas, que ataba con un lazo azul. En menos de un instante, los lazos de raso resbalaban y caían, librándome muy pronto de su insoportable tirantez. Al igual que los ciervos —los otros dioses amenazados—, los conejos saltarines lucían en el trasero su enternecedora colita blanca, pero yo jamás hice lo que me aconsejaban: verter en ella sal para apoderarme de ellos y apretar contra mí sus flancos suaves y calientes. Sabía ya que los dioses nos agradecen que no turbemos sus juegos.
Animal también y, al mismo tiempo, recipiente sagrado, utensilio mágico, fue el primer juguete del que yo me acuerdo: era una vaca de hojalata o de chapa, enteramente recubierta de piel de vaca de verdad, y cuya cabeza se volvía hacia la derecha y hacia la izquierda haciendo muuuu. Aquella cabeza se desenroscaba, para introducir en el vientre de metal un poco de leche, que luego salía por los imperceptibles agujeros de las ubres cubiertas de piel rosada. Yo rechazaba, desde que me habían quitado el pecho, todo elemento cárnico; mi padre respetó ese rechazo. Me alimentaban bien, pero de otra manera. A la edad de diez años, aprendí a comer carne «como todo el mundo», aunque seguía rechazando el cadáver de cualquier animal salvaje o de cualquier criatura alada. Más adelante, cansada ya de luchar, acepté aves y pescado. Cuarenta años después, indignada por las masacres de animales, he vuelto a seguir el camino de mi infancia.
Tuve una burra que se llamaba Martine, como tantas otras burras, con su burrito llamado Primavera que trotaba a su lado. Me acuerdo menos de haber montado en ellos que de haberlos besado todos los días, tanto a la madre como al hijo. Pero hablando de burros, diré que yo ya había experimentado, siendo aún más pequeña, un amor parecido al de Titania por un burrito gris que paseaba a los niños en una isla del Bois de la Cambre, en Bruselas, donde yo pasaba unos días en casa de mi tía inválida. Tanto amaba yo a aquel asno que prorrumpí en sollozos cuando, después de haber dado tres vueltas a la isla, tuve que abandonarlo. Michel quiso comprárselo al dueño, pero el propietario del burrito tenía en él su ganapán, ya que el citado animal poseía el don maravilloso de gustar a los niños. Regresé al Mont-Noir ensombrecida por aquel gran disgusto amoroso. En cuanto a los bueyes y caballos que pastaban en las praderas, se me consentía, todo lo más, meter el brazo por entre las alambradas para ofrecerles un puñado de hierba o una manzana. «Ya ves, pequeña —me decía Michel—, todo es cuestión de paciencia y habilidad. La gente piensa que las vacas son menos inteligentes que los caballos. Puede ser. Pero cuando una vaca, por casualidad, se coge la cabeza en la alambrada, la va sacando poco a poco, volviendo el cuello a uno y otro lado. Un caballo de granja también logra a veces liberarse, pero un purasangre se hace pedazos». El mismo Michel pertenecía a la raza de los purasangre.
Las «muñecas bonitas» que movían y cerraban los ojos, daban unos pasos cuando se les daba cuerda con una llave que llevaban al costado y decían «papá y mamá» me parecían estúpidas. Solían ser regalos de gente de paso. Por fortuna, dormían dentro de su caja de cartón en lo alto de los armarios, de donde las criadas pocas veces las bajaban. Durante todo un invierno, una muñeca que valía cuatro perras, un bebé articulado de celuloide, me enseñó lo que es la maternidad. Casualidad o presagio, yo le puse el nombre de André, nombre que llevarían después dos hombres a quienes amé mucho, sin que mis intenciones al respecto tuvieran nada de maternales. Tengo una fotografía en la que se me ve, riendo a carcajadas y arrastrando por una escalera una muñeca del siglo XVIII, reliquia de una abuela; era una muñeca un poco inquietante, pues su rostro, sus brazos y su busto vestido con un corpiño atado con cordones cruzados, todo ello de cartón piedra, se transformaban, al echarle por encima de la cabeza su amplia falda marrón con reflejos dorados, en otra cara, otros brazos y otro busto con un corpiño exactamente igual. Muñeca Jano. Pero la falta de piernas me dejaba perpleja. Finalmente, un compañero de mi hermano me trajo de un viaje al Japón una muñeca que más parecía un ídolo, una dama de la época Meiji, con pestañas y cabellos de verdad, lisos y brillantes como la laca, peinados en un moño en el cual se hallaban clavadas unas largas agujas, que en casa le quitaron para que yo no me lastimase. Era demasiado grande para hacer otra cosa que no fuese besarla delicadamente en las mejillas color de albaricoque, y arrodillarme para contemplarla, toda tiesa y apoyada en el respaldo de un sillón. Esta muñeca abrió para mí un mundo.
Una fotografía tomada por la misma época y a menudo reproducida ofrece la estampa de una niña típica de aquellos años, inquietante en su aire tan inocente, con el pelo suelto y una camisa que descubre gran parte del pecho llenito, y los costados jóvenes y lisos. Este Yo desaparecido juntaba sus manitas para orar ante el rincón de un altar, pero mostraba de frente su rostro redondo de inmensos ojos claros, de los cuales no se sabría decir si pensaban profundamente o no pensaban en nada. Este simple atavío y esta conmovedora postura fueron, me parece, elegidos por el fotógrafo, un pariente algo bohemio a quien gustaban las niñas. El Mont-Noir no poseía ninguna capilla; una suerte de alcoba en el gran rellano del primer piso hacía las veces de la misma, con su velador revestido con un mantel de encaje y su Virgen esculpida en corazón de roble, rodeada la cabeza por una diadema de estrellas, y con el niño envuelto en los pliegues de su manto. Menos madre y virgen que reina, era un hermoso objeto ante el cual creo no haber rezado nunca, pero al que, en días de fiesta, adornaban con ramos de flores. El único Avemaría que yo recuerdo haber recitado por la noche durante unos cuantos años, lo rezaba arrodillada en la alfombra que había junto a mi cama o bien, en las noches frías, tapada con el edredón. Tal vez a esa cercanía entre las ganas de dormir y el sueño sea a la que yo debo el recordar palabra por palabra esa oración, que utilizo aún mecánicamente para medir el tiempo, como hacían entonces las viejas de nuestra comarca, para calcular los minutos que hay que dejar pasar antes de llamar por segunda vez a una puerta; a veces, al igual que los hermosos versos de algunos poemas aprendidos también de memoria, lo hago para ponerme mentalmente en estado de paz o casi en estado de gracia. Esta oración, que es un poema, la he recitado en varias lenguas cambiando a menudo el nombre de la entidad simbólica a la que va dirigida. «Dios te salve, Kwannon llena de gracia, que oyes correr las lágrimas de los seres.» «Dios te salve, Shechinah, benevolencia divina.» «Dios te salve, Afrodita, deleite de los dioses y de los hombres...» Es hermoso esperar que, con una u otra forma, que la mayoría de las religiones han escogido femenina como María, o andrógina como Kwannon, la dulzura y la compasión nos acompañarán tal vez invisiblemente a la hora de nuestra muerte.
Mi abuela mandaba enganchar los caballos al coche para ir a la misa mayor los domingos. Sólo yo la acompañaba. Durante la misa, siempre muy larga, la pareja de hermosos caballitos negros era desenganchada y encerrada en la cuadra de la posada cercana a la iglesia. Solas de nuevo, Noémi y yo ocupábamos el «banco del Señor» (por el que jamás se entendía el del Señor Dios). Desde allí, yo veía el altar un poco de soslayo. Como lo ignoraba casi todo del sacrificio de la misa —ni más ni menos, por lo demás, que las tres cuartas partes de los fieles—, me fijaba, sobre todo, cada vez que se arrodillaba el cura, en las gruesas suelas claveteadas de sus zapatos, que sobresalían de la casulla de encaje. Me gustaba el olor a incienso, pero no el gesto seco del cura dándole vueltas al cáliz para asegurarse de que lo había bebido todo y enjuagado: me recordaba al de los bebedores a la puerta del cafetín. En el momento de alzar, yo agachaba la cabeza, como todo el mundo, para no exponerme al riesgo de una muerte súbita al vislumbrar la hostia. Examinaba, un poco de soslayo, en la primera fila de sillas, a las señoras del pueblo que me parecían todas iguales, con sus rojas mejillas, bien frotadas para la ocasión, bajo sus sombreros llenos de perifollos y lazos. El cura predicaba en francés; parte de sus fieles le entendía mal y las viejas, fieles a la lengua flamenca, nada en absoluto. Noémi era la «señora del castillo» (la palabra se decía pocas veces con simpatía); yo era la niña de pelo negro, vestido blanco y cinturón azul (mi madre había hecho promesa de consagrarme durante siete años a la Virgen). Unos sesenta y cinco años más tarde, cuando volví por primera vez al pueblo de mi infancia, buscaron, para honrarme, a una niñita de cinco años con pelo negro y ojos azules, a la que pusieron un cinturón azul y un vestido blanco. Esta niña poseía el encanto de la infancia, pero el tener que ofrecerme flores la intimidaba, del mismo modo que me hubiera intimidado a mí en otro tiempo.
Yo tenía siete años menos unas semanas. Era la época de las primeras comuniones precoces. Recibí, de las buenas hermanitas de la Escuela Libre de Saint-Jans-Cappel unas cuantas instrucciones a las que el breve catecismo del cura no añadió gran cosa. Me recomendaron, sobre todo, que no me lavase los dientes la mañana del gran día; había que estar en ayunas. Pero yo encontré en la mesilla de noche un pedazo de manzana y me lo comí sin darme cuenta. Tuve la mala ocurrencia de decírselo un día al cura, que se indignó muchísimo. Yo era la única que comulgaba ese día. Un pálido cliché me representa con un vestido blanco y un velo también blanco, del cual Barbe decía que era un velo de novia, cosa que primero me dio risa y después me hizo llorar, porque creía que se estaba burlando de mí. Este recuerdo algo borroso se añade al de una comida a la que invitaron a unos cuantos vecinos de las mansiones de los alrededores y en donde por vez primera y a modo de rito mundano, me dieron medio bizcocho mojado en champán. Del año siguiente (¿o sería el mismo año?) conservo, al contrario, el punzante recuerdo de haber recibido de manos del maestro de escuela, en la plataforma de la sala de fiestas donde se hacía la distribución de premios, una corona de laurel de papel dorado y un grueso volumen, encuadernado en rojo y oro, que narraba la vida de los sabios ilustres. Yo estaba segura de no haber puesto nunca los pies en el colegio, y no deseaba hacerlo, pero además, un vago horror a la impostura y a la injusticia empezaba a apuntar en mí. Una niña de seis o siete años no posee, por fortuna, un vocabulario adecuado para argumentar sobre estos temas, pero puede irritarse y acaso con más espontaneidad que un hombre o una mujer de sesenta años.
Esa indiferencia total ante ciertos hechos, ese entusiasmo apasionado en otros casos, serían más banales de lo que uno imagina si aceptáramos en el niño la oscura presencia de una personalidad adulta y de una conciencia ya individualizada, antes de que lo deformen mediante consignas o lo idioticen debido a las modas. Lucho aquí, casi desesperadamente, no sólo para no evocar más que unos recuerdos que salen enteramente de mí, sino para evitar toda imagen dulzona de la infancia, tan pronto falsamente tierna como molesta a la manera de un dolor de muelas, o bien amablemente condescendiente. El niño, por instinto, no se comunica con el adulto; muy pronto, lo que le dicen las personas mayores le parece falso o, al menos, sin importancia. Siendo aún muy pequeña, el Buen Dios del que me hablaban no me parecía un Dios bueno. Gracias a Barbe, que no se perdía ni un solo incidente excitante de la vida del pueblo, yo había oído a unas mujeres viejas toser, tapadas con su manta, y también había visto una vez, dentro de su ataúd, a un niño muy pálido, en el momento de clavar la tapa para llevarlo al cementerio. Había visto en la carretera algunos animales aplastados por los primeros automóviles: Dios no había sido bueno con ellos; tampoco era siempre bueno con la gente, sólo cuando le placía serlo; yo no creía tampoco en el hombre viejo y barbudo que espía a los niños, los castiga o los recompensa cuando son buenos, o más bien, sólo creía en ello un poco, a la manera en que se cree en Papá Noel, porque hay que fingirlo así. La enorme diferencia entre los que tienen fe en un creador que protege y castiga, y los que reconocen la existencia de algo que puede llamarse también divino, en todas las cosas y dentro de uno mismo, se marca desde muy pronto. Seguramente, no fue a los treinta años sino ya en su primera infancia cuando el príncipe Siddharta vio a un enfermo, a un lisiado y a un cadáver, todo lo más se lo callaría hasta los treinta años. Igualmente, pronto se establece la distinción entre aquellos para quienes Dios es el Uno y nada más, y aquellos otros para quienes el Uno no es más que una manifestación como otra cualquiera entre la Nada y el Todo. La niña del Mont-Noir no era tan diferente de una joven japonesa rodeada de ocho millones de Kami cuyos nombres ni siquiera hay que conocer, ni de los niños galorromanos sensibles al poder anónimo de los bosques y manantiales.
A pesar de los secos dogmatismos y de las inevitables ojeras, es beneficioso, al menos para la imaginación infantil, desarrollarse en el seno de una mitología todavía viva. El Mont-des-Cats poblado de trapistas era un lugar elevado adonde Barbe, Madeleine la Gorda y Madeleine la Pequeña subían siempre con reverencia. Junto al camino se hallaba el pozo de Santa Apolinaria cuyas aguas curaban el dolor de muelas. Aún recuerdo las gotas bebidas en el hueco de la mano, y la piadosa estampita con la imagen de la santa, desdentada por un verdugo, que me pegaban en la mejilla, poniéndome además un poco de esa especia llamada clavo, en la encía. Este lugar maravilloso estaba en territorio belga. Los encantos de la expedición se duplicaban para mis niñeras, con un poco de contrabando, y para mí, con la suerte de encontrar unas chocolatinas que sólo costaban una perra chica, en una tienda situada en la carretera, enfrente del pozo sagrado y que era muy célebre por sus golosinas baratas. La procesión se dispersaba a lo largo de las avenidas del Mont-Noir el día de San Juan. Ángeles con cestos de flores sembraban de pétalos el suelo. A mí me gustaban los ángeles y creía en ellos, pues siempre había amado a los pájaros. Participaba en esa procesión disfrazada de Isabel de Hungría, no sé por qué, acaso porque una estatua de la santa decoraba la iglesia. Me parece estar viendo la diadema de cuentas de cristal, el manto de terciopelo rosa forrado de seda también rosa, en la cual me cosían un ramo de rosas de verdad, pues no me creían capaz de llevarlas en la mano sin perderlas. Había un San Juanito con el pecho desnudo, cubierto con una piel de cordero, que me parecía muy guapo; supongo que hoy será Monsieur Croquette, o cualquier otro de los viejos del pueblo, a los que vuelvo a ver en cada una de mis escasas visitas a Saint-Jans-Cappel. Como yo pasaba mis vacaciones en el Mediodía, iba a ver el nacimiento que ponían cerca de la Villa de las Palmas, al que adornaban con platos hondos llenos de semillas empapadas en agua, que pronto se convertían en hierbas locas; recordé esto después, al leer la descripción de los antiguos «jardines de Adonis», que hacían germinar de la misma manera en honor al joven amante de Venus. El Jesusito de cera me parecía menos real que mi André de celuloide, pero el asno y el buey situados al fondo, los corderillos introducidos cuando llegaba la noche de navidad junto con sus pastores, ponían en esa gruta fabricada cada invierno con papel de envolver la buena presencia de las criaturas. El espectáculo se enriquecía cada 6 de enero con la llegada, largamente esperada, de los tres camellos engualdrapados, más bellos aún que sus Reyes Magos.
La Semana Santa era otra cosa. Tan pronto la celebrábamos en el Mediodía como en París, y una vez lo hicimos en el Mont-Noir, desde el cual mi padre me llevó a Brujas, que está muy cerca, para ver las estatuas y los cuadros de Iglesia; después nos llegamos a Bruselas y aquélla fue, según creo, la última visita que le hice a mi tía inválida, inolvidable para mí porque allí vi a Jeanne por penúltima vez. En todos estos sitios, mis criadas daban ritualmente la vuelta por siete iglesias y cuando sólo había una como en Saint-Jans-Cappel, entraban y salían siete veces por la misma puerta. Las palmas trenzadas del Mediodía, el boj del Norte, los sudarios color violeta de las estatuas que, como estaban envueltas todas ellas, siempre parecían bellas, la oscuridad de la iglesia el Jueves Santo, acompañada de un estrépito que me parecía imposible relacionar con las sillas que movía la gente, el silencio de las campanas que se habían ido a Roma y cuyo ruidoso retorno festejábamos metiendo la cara en el agua para estar guapos todo el año, eran otros tantos hitos del camino de la Pascua. Pero todo se borraba ante la efigie, vislumbrada aquí y allá en las iglesias de Flandes, del Jesús tendido y rígido, muy pálido, casi desnudo, trágicamente muerto y solo. Daba igual que la efigie fuera una obra sin par de un escultor de la Edad Media o una imagen cursi y coloreada de la Place Saint-Sulpice, a mí me importaba poco. Creo que fue delante de una de esas imágenes donde sentí por primera vez la curiosa mezcla de sensualidad que se ignora, de piedad, del sentido de lo sagrado. Quince años después, durante una Semana Santa napolitana, los besos y lágrimas de Ana ante el Cristo yacente de la iglesia de Santa Ana de los Lombardos, la cálida noche de amor del Jueves al Viernes Santo, iban a germinar de las emociones de aquella niña que no sabía lo que era la muerte ni lo que era el amor.
En el parque del Mont-Noir había una de esas grutas que los propietarios de finales del siglo pasado solían mandar hacer, influidos por Lourdes, un poco como sus ancestros que se mandaban construir unas ruinas a la manera de Piranesi. Nuestra gruta, cerrada por una verja que siempre dejaban abierta, estaba construida con piedras tratadas cementadas e igualadas con la llana, con guijarros del antiguo fondo marino de los Montes de Flandes. El suelo, los muros y la bóveda estaban hechos con aquellos mismos guijarros de los que rezumaba, cuando el tiempo era húmedo, un poco de agua rojiza, ferruginosa probablemente, como la que vi rezumar sobre las paredes de los pequeños mithraeums horadados por los soldados romanos al norte de Inglaterra y a menudo terraplenados nada más descubrirlos el arqueólogo local, si nada valioso se encontraba en ellos. Los soldados de la legión iban allí a rezarle al dios nacido de la roca. Nuestra gruta sólo tenía dentro un altar de la misma materia y adornado todo lo más (salvo durante la misa anual) con dos pequeños jarrones comprados en la feria y llenos de flores secas. Un hueco oblongo y vacío se abría bajo el altar, para depositar en él una efigie de Jesús yacente, que nadie, hasta el momento, se había preocupado de poner allí. Anuncié muy seria que pediría en la iglesia todos los domingos para poner allí un Cristo. Se me rieron en las narices y me aconsejaron que hiciera más bien una colecta para las misiones de China. Pero las misiones de China no me interesaban.
Algunos residuos mágicos se mezclaban aquí y allá con el anticlericalismo de la Tercera República. No es que aborreciesen al cura; le concedían la misma consideración, poco más o menos, que al cartero rural. En cuanto las aldeanas lo veían por la carretera, levantaban el pie por debajo de sus faldas y escupían discretamente para guardarse de no sabemos qué influencia nefasta que emanaba de aquel «dador de Buen Dios», un poco eunuco «puesto que pasaba sin mujeres», un poco hermafrodita «puesto que se vestía como una mujer». La remolacha en forma de calavera clavada a un árbol, con una vela encendida reluciendo a través de sus órbitas vacías, me asustaba en las noches de otoño, pero para Barbe, si la vela se apagaba de súbito, presagiaba la muerte de alguien. Se hablaba mucho del Anticristo; probablemente, siempre se ha hablado de él en todo tiempo, en las comunidades cristianas, pero esa obsesión por el fin del mundo parece haber sido más intensa en aquellos ambientes cerrados que en otras épocas, como la nuestra, en que tantas razones nos incitan a pensarlo. Cuatro ángeles —de creer a Barbe— anunciarían el amanecer de la última mañana tocando la trompeta en las cuatro esquinas de la Tierra. Como yo creía saber que la Tierra era redonda, esas cuatro esquinas me sorprendían un poco. Para convencerme, me enseñaron una bola de madera con cuatro astillas clavadas a modo de ángeles. En cuanto a la fecha en que el mundo se iba a acabar, ya se sabía: cuando todos los judíos hubieran vuelto a Palestina. Mucho antes del sionismo, la Declaración Balfour y el éxodo de los supervivientes de los pogroms y de los crematorios, esas nociones flotaban entre unos aldeanos que habrían oído contar, todo lo más, entre risas, algún chiste de «judíos», o repetir, en términos más groseros aún, una invectiva de Drumont. Y de hecho, incluso hoy, no todos los judíos han vuelto a Palestina, ni mucho menos, pero el Estado de Israel, con todo lo que esa palabra Estado contiene de oficial y de inflexible, existe de ahora en adelante. Para mí, naturalmente, los judíos eran gentes del Antiguo Testamento y no hubiera sabido muy bien dónde situar Jerusalén.
Por aquellos días de antes de producirse la llamarada de 1914, el patriotismo en el pueblo parecía simbolizado por los farolillos del 14 de julio. A Michel le gustaban las fiestas populares, pero hubiese preferido para fiesta nacional algo distinto del aniversario de una parada de cabezas cortadas, con las mandíbulas llenas de paja. 1870 estaba lejos. Aquel cantón del Norte nunca había conocido lo equivalente al «durmiente del valle», tendido, sangriento, sobre la hierba, de un verso de Rimbaud. La Alsacia-Lorena también estaba lejos. Los boches aún no existían, así que el grupo ridiculizado, por no decir aborrecido, que necesita todo chovinismo, eran los belches (llamados así a causa de su acento). Los pequeños belches (la mayoría eran de elevada estatura) se burlaban, en cambio, de los fransquillons. Yo era de adherencia francesa y no me importaba que mi madre, pocas veces mencionada, fuera belga, puesto que ignoraba el flamenco y su buen francés, alabado por Michel, así como sus preferencias por la lengua alemana, la excluían de la cuestión. Los días en que se sorteaba en Bélgica, los franceses pasaban la frontera —la cual rodeaba el Mont-Noir— y se gratificaban con el espectáculo de los pueblos belgas, alegres con los vivas de los mozos que habían sacado buen número y caminaban cogidos del brazo, haciendo eses por las calles, seguidos por otros menos afortunados que, en cambio, bebían para consolarse. Los mozos favorecidos por la suerte berreaban su habitual estribillo, cuyo primer verso no carecía de cierto arcaísmo, de lo que nadie se daba cuenta, así como el segundo se embellecía con cierto giro flamenco:
No será Popol quien nos tenga por soldados. En efecto, no era a Leopoldo II, rey muy respetado por la banca internacional debido a sus empresas congolesas, a quien iban a servir aquellos muchachos, pero cuántos de ellos se pudrirían dos o tres años después en el fango del Yser, peones de un rey resignado que deseaba la paz, mientras que los altos mandos restantes no la deseaban... En aquel verano del que estoy hablando, nuestros vecinos no eran todavía «nuestros heroicos aliados belgas».
Ya vemos que «la niña rica», «la niña del castillo», según unos estereotipos que aún siguen vigentes, estaba menos aislada del «pueblo» —hermosa palabra que, como tantas otras de la lengua francesa se ha ido degradando— de lo que en nuestros días lo está una niña en un apartamento llamado burgués del distrito XVI. El centro del Mont-Noir —de ese mediocre edificio desaparecido del que conservo en mi memoria cada habitación— no era el salón ornado con un cuadro de El vicio y la virtud de Luini, traído de Italia por mi abuelo, pero que yo sólo veía los días en que Noémi me invitaba (es decir, casi nunca), ni el saloncito oval que antaño se utilizó para teatro de aficionados, ni el billar, que era feo, ni las dos estancias repletas de crucifijos y de relojes donde mi abuela hacía sus cuentas (¡por qué no habré heredado yo esa facultad!), ni el cuarto de la torrecilla con seis ventanas, con su estufa de esmalte ilustrada con las Fábulas de La Fontaine que a mí no me gustaba, como tampoco las Fábulas, porque los animales me parecían asemejarse demasiado a los hombres, ni el aguafuerte posromántico, colocado en un pasillo que llevaba a mi cuarto, en el que se veían unas personas pensativas o en pleno arrebato escuchando a un músico y ante el cual yo hice soñar a Alexis más adelante. El centro del Mont-Noir estaba situado abajo, entre la glacial lechería y la cocina llena de cacerolas y calentadores de cobre, era la Sala de las Gentes, otra palabra hermosa que hemos envilecido al igual que la de domésticos. Y sin embargo, ambas evocan a la Gens, el grupo sólido de la familia romana, y a los habitantes de la Domus que ya casi ninguno de nosotros posee. Cada uno de los habituales de esa Sala de las Gentes era un individuo cuya historia, si se escribiera, llenaría más de dos o tres gruesos volúmenes, era una osamenta, un sexo y un cerebro que funcionaba más o menos bien, pero que existía. Al llegar el mediodía, me lavaban cuidadosamente las manos. La viuda madre bajaba con paso suave, pero siempre rápido, y se instalaba en el comedor en la gran mesa redonda. Yo me colocaba enfrente de ella, separada de la sarcástica anciana por la circunferencia del mantel adamascado y por un espacio de más de setenta años del que ni ella ni yo nos dábamos cuenta. En las paredes, unos cuadros colocados marco con marco, como en los interiores de los aficionados al arte de antaño, representaban todos poco más o menos lo mismo: a un hombre o a una mujer vestidos como los antiguos, jóvenes o viejos, feos o guapos. Varios de aquellos hombres tenían una mano, y a veces las dos, metida en el bolsillo porque, al parecer, el pintor exigía así menos dinero. La mayoría de ellos eran obras de buenos artistas locales aunque no célebres (las pocas pinturas célebres ya hacía tiempo que habían emigrado a los museos); otros eran mamarrachos, en particular los retratos de mis abuelos paternos a los que yo no podía imaginarme tan tiesos y pomposos. Yo era de una torpeza indescriptible; las judías verdes que pinchaba en el tenedor formaban montoncitos alrededor de mi plato; la crema de chocolate chorreaba por mi vestido blanco. Esta crema, si es que habíamos llegado a los postres sin drama, producía el efecto deseado: «¡Llévense a esta niña!». Con un contento discreto, Joseph el del chaleco de rayas bajaba conmigo la escalera de caracol que conducía a la Sala de las Gentes.
Todo allí era espontáneo, como la vida misma. La servidumbre se atracaba con los platos que bajaban de arriba casi intactos. La factura del carnicero hubiera podido cubrir los gastos de un gran restaurante. Los pedazos peores iban a los perros. A mí me sentaban triunfalmente encima de un montón de diccionarios viejos. Los toscos platos de porcelana azul y blanca y los tazones a juego, llenos de sopa o de café con leche, llevaban a un lado, en equilibrio, unas enormes rebanadas de pan con mantequilla, algunas con unos dientes marcados en la miga y que poco a poco y horriblemente se iban impregnando de bebidas y salsas. Con el codo apoyado en la parte más despejada del hule, Madeleine la Gorda copiaba con un lapicero fragmentos de canciones que había aprendido recientemente y que eran, sin duda, antiguas canciones en cualquier otra parte. Alcide el cochero, que era viejo pero que pasaba por gustar todavía a las mujeres, probaba suerte con la esclerótica Madeleine la Pequeña; César, el joven y apuesto chófer, no ocultaba su inclinación por Barbe. Joseph fumaba los cigarrillos rusos del amo, mientras hojeaba sus periódicos viejos. Hortense, la cocinera, con su cara rubicunda, asomaba la cabeza por la puerta entreabierta y coreaba con tono chillón, cantando en falsete, las canciones verduscas o escatológicas de las otras mujeres, las frases sueltas de versos patrióticos o de cánticos piadosos. Todo era igual para mí: me parecía, únicamente, que aquellas mujeres no sabían cantar.
... Yo la tiré en una cama que se movía...
... Le asesté dos o tres lanzadas...
... Soy la hija de la caca, soy la hija del pipí.
Soy la hija del capitán...
... Sadi Carnot, Presidente de Francia...
... Queremos a Dios en nuestras familias...
Todos hablaban mal de Noémi en voz muy alta, sabiendo que estaba sentada, como siempre después de las comidas, encima de una entrada de aire caliente, junto al aparador, y que no se perdía nada de aquellas mofas, como tampoco de las injurias espetadas contra su espía Mélanie. Pero un ruido flojo, blando y, no obstante, claramente perceptible proseguía a través de todo eso. Era en la lechería, el ruido continuo, sibilante, del grueso palo de madera metido en el agujero de una barrica, donde poco a poco el líquido grasiento se iba transformando en mantequilla y que la pequeña Marie, que tosía un poco, metiendo de vez en cuando en la mantequera sus manos siempre tibias, cogería para exprimirle hasta la última gota del suero agrio y azulado y hacer con ella un hermoso pan amarillo que envolvería en unas hojas. Lo sobrante, empapado de sal, llenaría después grandes tarros de gres para las futuras cocciones. El ruido de succión y de desprendimiento proseguía hasta caer la noche, cuando la pequeña Marie, envuelta en su toquilla negra, emprendía el camino hacia el pueblo. Me pregunto si Michel, enfrascado allá arriba en un libro, lo oiría también. Era un poco repugnante, un poco tranquilizador, pero también era —aunque entonces yo no hubiera podido expresarlo con palabras— el ruido mismo que hacen las cosas al mezclarse.
Hacía tiempo que Barbe ya no se ponía su uniforme azul marino de nurse inglesa, que Michel le había obligado a vestir, por amor a todo lo inglés. Se vestía bien, a mitad de camino entre la doncella de buena casa en día de fiesta y la mujer de mundo que desea pasar desapercibida. Yo la quería mucho. Ella era, según me dijeron, la que me dio el primer baño; en cualquier caso, seguía lavándome todos los días, secándome, echándome talco, poniéndome los vestidos y llevándome de paseo, cuando estábamos en la ciudad; cuando yo era muy pequeña, me sujetaba con una correa por debajo de los brazos como si fuera un perrito. Aquellos paseos al aire libre terminaban a menudo, por lo demás, en visitas a grandes almacenes, en cuya puerta casi siempre encontraba Barbe, como por casualidad, a algunos señores conocidos suyos y la mañana acababa en una pastelería. Durante toda mi primera infancia, ella sintió por mí esa pasión inconscientemente sensual que tantas mujeres sienten por los niños muy pequeños. Cuando yo tenía dos o tres años, recuerdo que ella me levantaba de mi camita cuna y me cubría todo el cuerpo con sus cálidos besos, dibujando los contornos por mí desconocidos y dándome, por así decirlo, una forma. Creo en la sexualidad innata de la infancia, pero esas sensaciones puramente táctiles se hallaban aún desprovistas de erotismo: mis sentidos no habían echado ni brotes ni hojas. Más adelante, aquellos arrebatos cesaron, pero los besos afectuosos no escaseaban; eran poco más o menos los únicos que yo recibía, salvo los de Jeanne, que no estaba conmigo a menudo, y salvo el beso amante pero también bastante rutinario del padre francés que era Michel, inclinándose sobre la niña para el abrazo nocturno. Barbe no carecía de encanto, es posible que entre Michel y ella hubiera habido algunos contactos carnales durante los primeros tiempos de soledad que siguieron a la viudedad de mi padre, pese al desdén que éste mostraba por los amores subalternos. En cualquier caso, ella era demasiado sensata para soñar con alcanzar algún día el puesto de señora de la casa. Pero su gusto por los hombres y el deseo de añadir unos cuartos a su salario, sin embargo abundante, le inspiraron el frecuentar las casas de cita en el Principado, en invierno, durante nuestro paso por París, y, en ocasiones, en Bruselas. Era la época en que las salas de cine proliferaban. Mientras que en casa suponen que estamos dando un paseo aprovechando una hermosa tarde, Barbe se instala a mi lado en una de las butacas, pero me deja sola en cuanto se hace la oscuridad, recomendándome que me esté quietecita: ella vendrá a recogerme antes de la salida. La niña no tiene miedo. Un piano algo cascado vierte unas notas que parecen siempre las mismas; apenas se distinguen las que van muy deprisa porque galopa un caballo, de los acordes solemnes, anunciando que va a ocurrir algo triste, ni de las notas muy dulces porque acompañan en la pantalla a un efecto de claro de luna. Yo me adormecía, distinguiendo únicamente, de cuando en cuando, la cara muy pálida de Mademoiselle Robine, la actriz de moda, asfixiándose con unos ramos de flores amontonados sobre su lecho, o la de Madame Sarah Bernhardt con traje isabelino, y que me asustaba tanto que tenían que dejar luego la lámpara encendida en mi habitación durante toda la noche. Pero Barbe regresaba siempre a la hora dicha. Al volver, me explicaba detalladamente lo que tendría que decir a mi padre para explicarle en qué había empleado el tiempo, en el caso de que me lo preguntara. En ocasiones, yo me daba cuenta de que me había hecho un lío y alzaba los ojos a Barbe para estar segura de que no la contradecía. Aquellas miradas interrogantes y tímidas hicieron sospechar a Michel que mentía. Supuso, lo que era falso, que Barbe me maltrataba o que, por lo menos, me amenazaba, para obligarme a ocultarle la verdad. De hecho, he conservado más o menos toda mi vida la costumbre, en momentos de vacilación, de interrogar con la mirada a mis compañeros para estar segura de que están de acuerdo. Aquella ojeada algo miedosa no tenía mayor trascendencia.
Pero la astucia del cine no era una cosa segura. La acomodadora (aunque, sin duda, Barbe estaba conchabada con ella), o más bien alguna compasiva espectadora hubiera podido enternecerse al ver aquella pequeña a quien dejaban sola, sin que tuviera siquiera que intervenir ese personaje moderno de novela negra: el perverso seductor de niños. Barbe optó por el medio más sencillo de llevarme con ella a la casa de citas. Me instalaban en el salón. Yo me encontraba allí muy bien. Aquellos señores gordos con cadenas de reloj llenas de colgantes, aquellas señoras con la bata a menudo abierta, no me parecían muy diferentes (de no ser por los trajes, más livianos) de las personas mayores que se reunían en la Sala de Gentes. Se hubiera dicho que aquellos señores y señoras se enternecían al verme, al encontrar en mí un símbolo de la inocencia infantil. Incluso un día me subieron a la mesa y me pidieron que cantara o recitara algo. Yo no sabía cantar pero, en cambio, sabía de memoria trozos de poemas que Michel había empezado a copiar para mí en un grueso cuaderno. Como alguien que camina llevando una lámpara... Cuando el pelícano, cansado de un largo viaje... Tan puro que un suspiro sube hasta Dios más libremente que en lugar alguno... Mis auditores nunca habían oído nada igual, probablemente, pero lo más seguro es que no entendieran mis murmullos. Barbe aparecía de nuevo, con el sombrero y los guantes puestos, y me llevaba de allí después de saludar a toda la compañía. Aquellas visitas creo que sólo las hicimos dos o tres veces, pero nunca faltan delatores ni, sobre todo, delatoras.
Michel recibió la carta anónima en el Mont-Noir. El lugar había cambiado tras la muerte de Noémi. Michel recibía allí aquella semana a su amante del momento, a esa Liane a la que hemos visto desempeñar el papel de interina, a mi hermanastro que estaba a punto de casarse —unión que a Michel no le parecía mal, tal vez porque así se quitaba de encima a aquel importuno— y a su novia, algo basta, acompañada por su madre un tanto loca, así como a algunas otras personas de las que yo no sabía nada. Todas ellas opinaron que había que deshacerse de Barbe. Michel no había tomado por lo trágico la visita al burdel; no obstante, no eran unas costumbres como para alentarlas en una niñera. Dejó a sus invitados organizar un pequeño complot, quizá por cobardía no incompatible, en este hombre de gran corazón, con el valor o tal vez por ese curioso fondo de indiferencia que he comentado en otra parte. Me anunciaron que partiríamos al día siguiente muy temprano para hacer una larga excursión. Nos amontonamos en dos coches. A mí me extrañaba un poco que Barbe no viniese con nosotros, pero me dijeron que muy pronto se nos uniría.
No recuerdo como transcurrió aquel día. Volvimos por la noche. Nada más cruzar el umbral de la puerta de entrada, llamé a Barbe y subí corriendo las escaleras de la torrecilla; su cama, junto a la mía, estaba hecha; yo no veía sus ropas por ningún sitio. Corrí, volviendo sobre mis pasos y dándome coscorrones por el pasillo que formaba un recodo, ornado con su sombrío aguafuerte; acabé por entrar en los aposentos de Noémi donde ahora se había instalado Michel. Me cogió la mano y me explicó que a Barbe la había llamado su familia, que vivía entre Hasselt y Maestricht, y que tal vez se quedara allí unos meses. También me dijo que no llorase tan alto. Los días que siguieron, le envié a Barbe unas cuantas tarjetas postales llenas de faltas de ortografía pidiéndole que regresara. Ella me contestó al cabo de mucho tiempo con una cartita afectuosa en la que me comunicaba su próximo matrimonio con un granjero de Hasselt.
Yo ya me había acostumbrado a su ausencia, pero un peso enorme cayó sobre mí: me habían mentido. En lo sucesivo, ya no volví a confiar en nadie, ni siquiera en Michel. Éste me dijo más adelante su temor de que, al hacerme yo mayor, adoptara el estilo pretenciosamente descarado que Barbe había ido adquiriendo, o que imitase su timbre de voz bastante desvergonzado. Mucho después aún, me confesó que Barbe y César eran amantes y que él temía que se desarrollaran algunas escenas eróticas ante mis ojos, en la torrecilla. Puede que también algunos celos de aquel mozo bien plantado que era César tuvieran que ver con sus preocupaciones. En realidad, las noches en la torrecilla con Barbe me han dejado una impresión de solemnidad sin relación con su comportamiento o su fisonomía en el resto de la vida. Salía desnuda del lavabo donde se había dado un baño, cruzaba la espaciosa estancia con una palmatoria en la mano, acompañada por su sombra, gigantesca sobre las paredes blancas, y se iba a sentar delante de la estufa. Se sentaba para secarse y pasarse la piedra pómez por los pies. Sus pies, con las uñas encabalgadas, una dureza por aquí, un callo por allá, no eran bonitos. Pero la sombra nítida y negra, de grandes senos y vientre un poco caído, era majestuosamente bella.
El viejo Trier murió poco antes de irse Barbe. Tenía unos doce años, edad honorable, pero no necesariamente final para un perro bien tratado. Aunque ¿lo habían tratado bien? Después de los tres años de gloria que pasó vagando con Fernande y Michel por Europa, se había convertido en mi perro; es decir, que guardaba celosamente mi cuna de niña, correteaba detrás de mí por los paseos del Mont-Noir, desaprobaba los excesivos vuelos de palomas en Montecarlo, y en París los patos del Bois de Boulogne, arriesgándose conmigo a meterse en los charcos de agua de mar. No consigo acordarme si me acompañó o no a Scheveningue. ¿Fue mal recibido por los perros de Axel y de Clément o, por el contrario, fraternizaron? Pero en el Mont-Noir, Noémi le había prohibido poner los pies en casa, por miedo a que sus patas torcidas mancharan el parquet; se estaba haciendo viejo; al cabo de unos años, se contentaron con llevarme todas las mañanas a la cuadra, donde dormía con Alcide; yo le llevaba golosinas; pasaba con él algún tiempo que siempre les parecía demasiado largo a las criadas; tras unas cuantas caricias, me sacaban de allí: ya hemos visto que yo era muy dócil. Los últimos tiempos fueron particularmente penosos: al igual que tantos otros bassets seleccionados por los criadores por su línea casi grotescamente estirada, Trier padecía dolores dorsales. Tuvo que renunciar a subir las escaleras. Daba igual, puesto que dormía abajo, en la paja. Apenas si podía arrastrarse hacia mí fuera de la cuadra, gimiendo y llorando de alegría alternativamente; sus cuartos traseros paralizados se arrastraban por los adoquines del patio, dejando tras él huellas de sangre. Su alegría al verme era conmovedora: el amor del animal por el ser que tan poco le da y que es su sol humano. Si yo hubiera sido mayor, habría suplicado que lo dejaran cerca de mí mañana y noche; habría tratado de dispensarle un poco de esa dulzura que a los hombres y a los perros moribundos procura la presencia de los seres a quienes aman. Pero la infancia es cobarde. Ni siquiera me despertó, una mañana, el tiro que le disparó Alcide en la oreja: este medio de acabar con una agonía demasiado larga de un animal familiar era el más corriente antes de que existieran nuestras inyecciones de hoy. «Mi querida tía: escribo para decirte que estoy muy triste porque mi pobre Trier ha muerto.» Así comienza el único mensaje a mi tía inválida que la casualidad me ha devuelto. Es, en suma, mi primera composición literaria. Lo mismo hubiera podido contentarme con eso.
Después de haber relatado aquí unos recuerdos más o menos inconexos, quisiera consignar el de un milagro trivial, del que uno no se da cuenta hasta después de que ha pasado: el descubrimiento de la lectura. El día en que los veintiséis signos del alfabeto dejan de ser trazos incomprensibles, ni siquiera bonitos, en fila sobre un fondo blanco, arbitrariamente agrupados y cada uno de los cuales constituye, en lo sucesivo, una puerta de entrada, a otros siglos, a otros países, a multitud de seres más numerosos de los que veremos en toda nuestra vida, a veces a una idea que cambiará las nuestras, a una noción que nos hará un poco mejores o, al menos, un poco menos ignorantes que ayer. Yo nunca tuve libros para niños. Los tomos rosas y dorados de la condesa de Segur me parecían llenos de tonterías e incluso de bajeza: historias contadas por un adulto que calumniaba e idiotizaba a los niños. Jules Verne me aburría; quizá sólo gustara a los chicos. Blancanieves, La pequeña cerillera, La bella durmiente del bosque, me encantaban, pero me los sabía de memoria antes de que aprendiese a leer. Siempre los asociaba con una voz firme de hombre, o una voz grave y dulce de mujer joven. Pronto conocí, gracias a mi padre, numerosos «clásicos». Yo iba a tomar contacto con la literatura francesa y parte al menos de la inglesa entre los siete y los dieciocho años. Aprendería también el suficiente latín y griego para remontarme aún más allá. Los escépticos dirán que las lecturas precoces son inútiles, puesto que el niño lee sin comprender, al menos durante sus primeros años. Yo doy testimonio de lo contrario, de que el niño comprende ciertas cosas, sabe vagamente que comprenderá otras más adelante y que las enseñanzas recibidas de esa manera son indelebles.
Pero por una oscura suerte, el primer volumen para personas mayores, comprado en una librería recientemente por Michel, a quien todas las novedades tentaban, era una novela idealista y cristiana de una tal Madame Reynes-Montlaur (si es que recuerdo bien el nombre), de quien ignoro si era protestante o católica. Esta novelista narraba la historia de los discípulos de Jesús refugiados en Egipto hacia la mitad del siglo I. La obra, según creo (se llamaba Après la neuvième heure) ha sido hoy olvidada. La encontré encima de la mesilla de Michel, en el Mont-Noir, una mañana de otoño en que nos preparábamos para marcharnos. Las criadas estaban embalando sus bártulos y los míos y no soportaban mi presencia, demasiado inquieta, así que me habían mandado al cuarto de mi padre. Michel estaba haciendo sus maletas. Como era octubre y hacía frío, mi padre me aconsejó que me metiera en su cama protegida por unas cortinas y me tapara con el edredón verde. Cogí el volumen y lo abrí al azar: la mayor parte de las palabras y de las descripciones eran demasiado difíciles para mí, pero tropecé con unas líneas que describían a unos personajes sentados a orillas del Nilo (¿acaso sabía yo situar el Nilo en un mapa?) y miraban una barca de vela púrpura (¿sabía yo lo que era el color púrpura?) que avanzaba, empujada por el viento, a la puesta del sol, sobre un fondo verde de palmeras y el fondo rojizo del desierto. Yo sentía que el sol poniente daba vida a aquel paisaje; los personajes, cuyo nombre no me importaba, miraban «pasar la barca». Un sentimiento de admiración me invadió, tan fuerte que volví a cerrar el libro. La barca ha seguido navegando río arriba, consciente o inconscientemente, en mi memoria, durante cuarenta años, el sol rojo descendiendo a través del palmar o sobre el acantilado, el Nilo fluyendo hacia el Norte. Algún día vería yo en ese puente llorar a un hombre de pelo gris.