Fernande
La muerte de Mathilde no cambió gran cosa en la rutina de Suarlée. Hacía años que la Fraulein había asumido el papel de educadora y el de intendente: continuó desempeñándolos según las directivas que le venían de la señora o que antaño ella le había sugerido a la señora. Vestían a las jovencitas y, cuando era necesario, se renovaban tapices y cortinas conforme a los gustos de la difunta. Es probable que esta regente sintiera temor, durante algún tiempo, de que el señor volviera a contraer matrimonio, cosa que hubiera trastornado los usos y costumbres familiares. No fue así, como sabemos. Comparado con lo que hubiera sido un cambio de régimen como ese, la Dama de Namur, a la que nadie vio jamás, resultaba un compromiso soportable. Únicamente parecía duro verse obligada a aceptar que las mejores frutas, las más hermosas y tempranas verduras, la caza de la estación, fuesen a parar a la persona en cuestión. La Fraulein nunca le perdonó al señor de C. de M. aquel permanente insulto asumido en cada comida, y transmitió sobre este punto su indignación a los niños.
Mientras me contenté con evocar por encima la infancia y adolescencia de Fernande, dotada de siete hermanos y hermanas, imaginé a un tropel de niños tales y como los vemos en Toltoï y en Dickens: pandilla reidora que se dispersa por los salones y pasillos de una casa grande, saltos, juegos de sociedad, besos intercambiados en la noche de Navidad con los primos y vecinos del campo, jovencitas con vestidos de crujiente seda haciéndose confidencias sobre sus enamorados o sus novios. Pero, aparte de que el Hainaut no es ni Rusia, ni Inglaterra, no parece que las condiciones de vida en Suarlée se prestaran mucho a estos encantadores cuadros. Me olvidaba de que las diferencias de edad entre los niños de familias prolíficas son a menudo enormes, sobre todo cuando algunas muertes se intercalan entre los vivos. Fernande tenía dos años en la época en que su hermana Isabelle, de unos veinte años, se casó en Suarlée con su primo en tercer grado, Georges de C. de M. Buen y correcto matrimonio, preparado seguramente desde hacía mucho, como casi todos los de entonces, con vistas a la exacta proporción entre carteras y bienes raíces, y que Mathilde tal vez aprobó antes de morir. El día de la boda, Fernande no haría seguramente más que una aparición a los postres, en brazos de la Fraulein, para que las señoras pudiesen acariciarla como es obligado.
Georgine y Zoé, que tenían, respectivamente, diez años y nueve años más que la pequeña Fernande, pudieron desempeñar durante mucho más tiempo a su lado el papel de madrecitas y de hermanas mayores. Pero, al igual que más tarde lo hizo Fernande, acabaron su educación en un convento. Zoé se halla interna en las Damas Inglesas de Passy, desde donde le escribe a su padre unas juiciosas cartitas acerca de la carne cruda que toma para fortalecerse y de las dificultades que encuentra una jovencita en París para montar a caballo, ya que el picadero de los Campos Elíseos es muy caro y el del Château d’Eau lo frecuentan damas no muy bien. Octave y Théobald están en el colegio. En cuanto a Gaston, ya casi un adulto, ya hemos visto que se reducía a una presencia familiar aceptada, se diría, sin ninguna ternura, pero también, a lo que parece, sin ese disgusto ni esa vaga repulsión unida a un poco de temor que los enfermos mentales hacen sentir, en ocasiones, a sus hermanos y hermanas. No obstante, Fernande, que le hizo a su marido muchas confidencias, nunca aludió a la anormalidad de su hermano mayor, lo que tiende a probar que la existencia de aquel desgraciado era una molestia para la familia.
La Fraulein despertaba a las niñas a las seis en invierno, a las cinco en verano; Jeanne, que tardaba más en vestirse, dejaba la cama unos minutos antes. Pasaban sin hacer ruido por delante del cuarto de papá, Jeanne bajaba las escaleras como lo hizo toda su vida, sobre su trasero, lo que siempre daba lugar a algunas bromas amables, mantenidas al límite del susurro. La Fraulein y una doncella cogían del brazo a la inválida; en tiempo de lluvia, el pequeño séquito coronado por paraguas iba a la iglesia con impermeables y chanclos relucientes; los abrigos guateados, las capuchas y las zapatillas que se ponían por precaución encima de los botines son obligatorios en tiempo de nieves. En el verano, los vestidos claros de las niñas y las sombrillas de Zoé y de Georgine alegran este cuadro. La pequeña Fernande cierra la marcha con sus pasitos menudos que le valdrán más tarde el apodo de «el pequeño desarrollo», que le puso su cuñado francés Baudoin, gran aficionado a las bicicletas. A la salida de la iglesia, la Fraulein siempre se detiene respetuosamente delante de la tumba de la señora.
El desayuno, al que el señor no asiste jamás, puede decirse que se toma en alemán. Lo mismo ocurre con el almuerzo. El estudio, cortado por un breve recreo, acapara el intervalo. Veinte minutos siguen a la comida del mediodía. La Fraulein hace como quien no duerme, en un sillón del saloncito. Las señoritas mayores bordan con aplicación; el bordado es un arte para el que Jeanne pronto da muestras de poseer sorprendentes aptitudes; sus manitas inquietas, que no pueden sostener ni una cucharilla, ni una taza, manejan la aguja con calma e inteligencia. Las jóvenes se dedican a la pintura en porcelana y a los recortables. A las dos, se vuelven a poner a estudiar hasta las seis, con el intermedio de un paseo y el alegre episodio de la merienda. A las seis, Fernande, así como las señoritas y los muchachos, si están de vacaciones, trepan por la escalera para lavarse la cara y las manos con el agua caliente de un jarrito colocado al pie de cada lavabo por la doncella; las señoritas se quitan el delantal y se ponen una cinta en el pelo. Jeanne recibe abajo los mismos cuidados, para no tener que subir las escaleras. Los viernes y los sábados ponen en funcionamiento el calentador de la bañera y las niñas se meten en el agua con camisa de franela. La Fraulein que, tarde y mañana, hace sus abluciones con agua helada, desdeña aquel modo demasiado lujoso de limpieza.
Monsieur de C. de M. preside casi siempre la cena. Lo poco que se habla en la mesa se dice, pues, en francés. Pero, por lo general, reina un silencio de cartujo: cada cual toma silenciosamente la parte que le corresponde de una serie copiosa de manjares, todos buenos, abundantes y sencillos; únicamente, como ya sabemos, escasean las verduras tempranas y la fruta es presentada con parquedad. Los niños sólo tienen derecho a abrir la boca si papá les ha hecho previamente alguna pregunta, cosa que pocas veces se toma el trabajo de hacer. Todo lo más, inopinadamente, se informa aquí y allá sobre los estudios de los chicos y las lecciones de las hijas mayores, y aquellos y éstas, desconcertados, no siempre tienen suficiente presencia de ánimo para contestar. Pero estas comidas mudas eran, según parece, tradicionales en Suarlée. El diario de la tía abuela Irénée indica que, cincuenta años atrás, las cuatro señoritas Drion tampoco hablaban en la mesa.
Después de cenar, Papá se instala —tanto en verano como en invierno— en el rincón de la chimenea que hay en el salón. Rompe la faja del periódico que le mandan desde Bruselas y el silencio, en la media hora que sigue, es aún más profundo que durante la comida. La Fraulein borda con bastidor, debajo de la lámpara y se las arregla para no hacer ningún ruido cuando deja las tijeritas, cada vez que las utiliza, en el velador que hay a su lado. Los niños están sentados a lo largo de la pared, con la espalda bien derecha apoyada en los duros palos de las sillas y con las manos apoyadas formalmente en las rodillas. Esta sesión de inmovilidad se supone que es un ejercicio de compostura y decoro. El pequeño Octave, no obstante, ha inventado un juego mudo para pasar el tiempo: un concurso de muecas. Las mejillas se hinchan o se ahondan; los ojos guiñan, se ponen en blanco, giran dentro de las órbitas; los labios se estiran, destapando ferozmente los dientes; las lenguas apuntan obscenamente o cuelgan como trapos; las comisuras de unos labios caen, como las de un viejo sin dientes, o se estiran monstruosamente dando a los rostros jóvenes un aire de apopléjicos. Las frentes se arrugan, las narices se mueven como las de los conejos cuando comen. La Fraulein, que lo ve todo, agacha la cabeza, absorta en su bastidor y hace como quien... La regla consiste en guardar la mayor seriedad mientras se hacen todas esas contorsiones. Un susurro, una risa aunque contenida, acaso haría a Monsieur de C. de M. levantar los lentes de su periódico; la idea de las catástrofes que podrían ocurrir después produce pavor. Monsieur de C. de M. pasa de las noticias de la corte y la ciudad a los debates parlamentarios, que lee sin saltarse ni una línea; echa una ojeada a las noticias del extranjero; saborea sin omitir nada la crónica de los tribunales, los ecos de la Bolsa y el informe de los espectáculos que no verá. Dobla metódicamente el periódico y lo pone en la cesta de la leña, con objeto de que sirva para encender los troncos del día siguiente... Las caras a lo largo de la pared han vuelto a ser lisas e inocentes. Los niños se levantan y se acercan uno a uno para darle un beso a papá y desearle las buenas noches.
En el verano gozan de un cuarto de hora de gracia, debajo de los tilos, y la Fraulein, que manda todas las noches que le sirvan una infusión, tiene en la taza sus florecitas del año pasado. La poderosa vida nocturna zumba y palpita: movimientos de hojas heladas por la luna, gorjeos de pájaros incubadores, asustados por un ave rapaz, coro de ranas en la hierba húmeda; unos insectos se golpean contra la lámpara grande de aceite y falta poco para que caigan en la tila de la institutriz. Un caballo golpea con el casco en su compartimiento de la cuadra cercana; pasa el cochero con su linterna, saludando a todo el mundo; el granjero cierra de golpe la pesada puerta del establo en donde acaba de parir la Roja. Pero los niños de Suarlée tienen un alma ciudadana: nada les emociona en el medio natural en que se hallan sumidos. La brasa del puro que se ve relucir en el balcón de Monsieur Arthur atrae más su atención que los planetas que despuntan en el cielo. Vuelven a entrar en casa, la Fraulein ha manifestado que hace demasiado fresco; cada cual coge su vela de la consola que hay en el vestíbulo. Después de haber jugado a inventar muecas, juegan a las sombras chinas en la pared de la escalera. Jeanne sube los escalones por el mismo procedimiento que empleó por la mañana al bajarlos. Al pasar por delante de la puerta de papá, que ya debe estar durmiendo, bajan la voz. En principio, al menos, nadie se olvidará de rezar antes de acostarse.
El 31 de diciembre había costumbre de que los niños escribieran una carta a su padre felicitándole el Año Nuevo; carta que seguramente repetían una y otra vez hasta alcanzar el grado de corrección deseado. La casualidad me ha conservado las cartas así escritas por Fernande, entre los nueve y los doce años. He aquí la que escribió cuando tenía once años:
Mi querido Papá:
Permítame que con ocasión
del Año Nuevo le exprese,
junto con mis mejores deseos
de que tenga un feliz año,
de perfecta salud y larga vida,
mi grande y profunda gratitud.
Ruego a Dios, querido Papá,
que derrame sobre usted,
en el año 1884,
sus mejores bendiciones,
y que nos conceda la dicha
de conservarle con buena salud,
muchos años más todavía,
para sincero alborozo
de todos vuestros hijos y nietos,
y muy particularmente de su respetuosísima hija,
Fernande.
Suarlée, 1 de enero de 1884.
No se sabe cómo respondía Monsieur de C. de M. a estas efusiones. Los regalos del primer día del año eran escogidos, probablemente, por la Fraulein en Namur. Cada uno de los niños, en todo caso, recibía una moneda de oro que le dejaban guardar hasta la noche y que después se depositaba en el Banco, en una cuenta de interés compuesto a su nombre, pues se suponía que esto iba a enseñarles lo que es la economía y la rentabilidad del dinero.
Una vida familiar como ésta nos parecería hoy en día grotesca u odiosa, o ambas cosas a la vez. Pero los niños de Suarlée no conservaron de ella, sin embargo, un recuerdo demasiado malo. Treinta años más tarde, oí a Octave y a Théobald, a Georgine y a Jeanne, ya casi viejos, evocar este pasado con entonaciones enternecidas y discretas sonrisas. Los jóvenes brotes un poco débiles habían conseguido insinuarse y florecer entre las piedras.
La desgracia física de Jeanne y la desgracia mental de Gaston quizá tuvieran algo que ver con la casi completa ausencia de vida mundana en Suarlée. Ciertas solemnidades oficiales eran, sin embargo, imprescindibles. Monsieur de C. de M. asistía seguramente a las recepciones del Gobernador, y sus hijas, en el corto espacio de tiempo que mediaba entre el internado y el matrimonio, a los bailes del Círculo Noble de la provincia. Se preparaban largamente para ello y pensaban asimismo largamente en ello después. De cuando en cuando, Mademoiselle Fraulein lleva a las jovencitas a Namur para hacer compras y visitar a las religiosas del convento de las Hermanas Negras. El cochero ayuda a Mademoiselle Jeanne a subir al coche, y también a bajar.
Para visitar a la familia, existe la solución fácil del ferrocarril. Hacia 1880 las vías férreas proliferan, como las autopistas en nuestro país, y parece como si debieran crecer y multiplicarse para siempre; la estación es el símbolo de la modernidad y del progreso. Pero aunque la estricta división en tres clases y la existencia de compartimientos para damas solas permitan observar estrictamente las reglas del decoro, el ferrocarril somete a las jovencitas de Suarlée a codearse con cualquiera en las estaciones de las grandes ciudades, tales como Namur o Charleroi; Zoé y Georgine son objeto de las insistentes miradas de los horteras y, al subir a los trenes, pueden serlo de las solicitudes excesivamente atentas de algunos viejos señores. Además, la invalidez de Jeanne no facilita este tipo de locomoción. Fraulein prefiere, para sus señoritas, el antiguo y agradable coche de caballos o, en caso de que el trayecto sea realmente demasiado largo, una manera mixta: el cochero de Suarlée deposita a sus jóvenes señoritas en una estación y el de sus anfitriones las recoge en otra, evitándoles así «transbordos» complicados. El coche es como una casa propia donde se hacen comiditas; Fraulein hace recitar allí las lecciones a sus alumnas o les cuenta, una vez más, alguna de sus anécdotas morales y divertidas de las que posee todo un cargamento y que a mí me exasperarán una generación más tarde.
Está la historia del abuelo un poco chocho, a quien su hijo y su nuera obligan a comer aparte, sirviéndole los alimentos en una escudilla de madera que no corría peligro de romperse, en caso de que la dejara caer. Un día, el hijo ve a su propio niño que está horadando con una navaja un pedazo de viga inservible. «¿Qué estás haciendo?» «Hago una escudilla para ti, para cuando seas viejo.» O también la historia del niño que vuelve del pueblo con su padre, quien acaba de comprar en el mercado tres kilos de cerezas. El niño no quiere llevar la cesta, que le parece demasiado pesada. El padre se encarga, pues, de la misma y va comiendo mientras anda, escupiendo los huesos. Cada cinco minutos, tira también, por bondad, una cereza entera y el pequeño tiene que agacharse a recogerla entre el polvo. Esto es lo que uno obtiene cuando no es servicial. Y, en fin, particularmente dirigida a las dos señoritas ya prometidas, la historia terrorífica de aquella joven empeñada en tener unas manos muy blancas el día de la boda. La víspera, las juntó por debajo de la nuca y durmió sobre ellas toda la noche. La encontraron muerta cuando llegó la madrugada. Para levantar los ánimos, muy bajos después de esta anécdota, la Fraulein lanza una de sus bromas, siempre las mismas y todas de una sosería poco corriente. Por temperamento y por principio, siempre está pinchando a las jovencitas, método que cree infalible para formarles el carácter. De cuando en cuando, una palabra murmurada al oído del cochero hace que éste pare el coche y aquella de las señoritas que se ve en apuros se desliza discretamente por entre la avena loca.
A Marchienne van con escasa frecuencia. Me faltan documentos al respecto, pero me cuesta, no obstante, creer que Monsieur de C. de M. viera sin disgusto cómo aquella propiedad, cuyo nombre lleva, pasa a manos de los hijos de un segundo matrimonio. Varios años, es verdad, han transcurrido desde aquella decepción, si es que lo fue. En esta familia, en la que suelen aureolar de leyenda a las mujeres que murieron jóvenes, nunca se habla, empero, de la hermanastra de Arthur, Octavie de Paul de Barchifontaine, que murió de parto a los veintidós años. También se ignora a su hermanastro Félix, que vive en París. Émile-Paul, que vive en Marchienne, es, por el contrario, una figura familiar, así como su joven mujer irlandesa. Juegan con sus hijos, Émile y Lily, y después con Arnold, pero muy espaciadamente. Nadie, por lo demás, se atrevería a admitir ni un minuto que no reina el mayor afecto entre las dos familias.
La Pasture es un paraíso siempre abierto de par en par. La buena Zoé, que se encuentra muy sola desde que se quedó viuda, acoge tiernamente a sus nietecitos. A veces se repite un poco, al hablar de su bienamado Louis, cuyo retrato, con uniforme de gala, enseña continuamente, sin olvidar el suyo que la representa con un pañuelito en la mano, un amplio vestido de seda oscura al que alegran un cuello y unos puños de encaje. La anciana señora enseña a los niños los originales un tanto amarillentos de este atuendo. Colma a sus visitantes de mimos culinarios: los postres no son en ningún sitio tan decorativos y exquisitos como en La Pasture. Los paseos en barquilla por el estanque, con la gentil prima Louise y el apuesto primo Marc, son acontecimientos memorables, que Octave y Théobald estropean un poco cuando están, amenazando con hacer zozobrar el esquife. Zoé muere septuagenaria en 1888 y es comparada en su Recordatorio a las santas mujeres de la Escritura. Su hija, la tía Alix, la sigue de cerca, pero el viudo, el tío Jean, senador y burgomaestre de Thuin, perpetúa las buenas tradiciones de Louis Troye. Una fotografía que acaban de enseñarme me lo muestra, hacia 1895, con el pelo completamente blanco, paseando con Fernande que ha llegado de Bruselas con su hermano Octave y la Fraulein. Esta última lleva puesto su vestido negro con botones de azabache y parece una dueña alemana. Fernande, muy bonita y muy coqueta, se protege del sol con una sombrilla grande. El rostro delgado y barbudo de Octave aún no se ha convertido en la máscara que será más tarde: delata ese no sé qué de inquieto que acabará por llevarlo al asilo de Geel.
Mas volvamos a los años de Suarlée: hasta 1883, Acoz sigue siendo la excursión preferida de Fernande. En cuanto llegan, las señoritas se instalan en el hermoso salón de los tapices; Jeanne, arrellanada en una poltrona, ya no se mueve de allí y, debido a su estado, es tratada como una persona mayor. La dueña de la casa muestra alguna preferencia por su ahijada Zoé, que ha heredado de ella uno de sus nombres, el de Irénée que, sin embargo, es nombre masculino que por su desinencia han debido tomar por un nombre de mujer, aunque en el calendario romano designe a un obispo de Lyon martirizado en época de Marco Aurelio. Se habla de matrimonio. Madame Irénée evalúa en su justo precio las uniones proyectadas para las dos jóvenes, y como sus futuros carecen de partícula y de títulos, aún insiste mucho más en que son de excelente origen. Irénée, así como su difunto marido y las pequeñas, por su sangre de Troye y de Drion, pertenecen a esa misma aristocracia burguesa. Mas cuando se está con aquella piadosa mujer, las conversaciones siempre acaban por tratar de religión. Se habla mucho de muertes edificantes, que son su especialidad. Una de las religiosas del convento emplazado en la vecindad acaba de morir en olor de santidad: su cuerpo ha permanecido expuesto durante ocho días en la capilla sin dar ni la menor señal de putrefacción. Otra madre, casi recluida en otro convento, suda sangre. No se divulgan mucho estos milagros por no dar pie a los sarcasmos de impíos y radicales. La Fraulein y las señoritas escuchan con respeto. Fernande se aburre.
Afortunadamente, el «tío Octave» en persona viene a buscar a la niña, la coge de la mano y se la lleva a ver los animales salvajes y los perros. La niña corretea con él a lo largo de los arriates. Aún no ha llegado, gracias a Dios, a la edad de las falsas timideces y coqueterías. Ni siquiera es bonita: tan sólo una delgada y frágil brizna de hierba. Sus rasgos todavía no están bien definidos, pero Octave cree reconocer en ellos el estrecho perfil arqueado que tanto amó en su joven hermano, y al que no es insensible cuando se mira entre dos espejos. Y además, lleva en femenino el mismo nombre de Rémo antes de que él lo rebautizase para siempre. Hará un poco más de treinta años (¡ya!), él llevaba así al pequeño Fernand, a examinar las semillas del invernadero de cristal. El niño lo llamaba «su querido sembrador». ¿Por qué esa frase sin importancia trae de nuevo a su memoria lo que ya creía acabado, aceptado, ya que no olvidado? La niña balbucea. Le dan miedo los perros grandes y los animales salvajes pero le gustan las flores; se aprende de memoria sus nombres. De vez en cuando, su manita se extiende, coge torpemente o más bien arranca un tallo o una mata. El tío, algo solemne, protesta: «Piensa en la planta mutilada, en sus laboriosas raíces, en la savia que brota de su herida...». Fernande levanta la cabeza, perpleja: se percata de que la están riñendo y suelta la flor moribunda que apretaba en su manita sudada. Él suspira. ¿Lo habrá entendido? ¿Pertenece a ese pequeño número de seres a quienes se puede instruir o formar? ¿Se acordará de su admonición cuando esté en el baile, cuando lleve en el corpiño o en los cabellos lo que Victor Hugo llamaba un ramillete de agonías?
Si llueve, él le cuenta historias. Sólo una de ellas ha llegado hasta mí: la de la anacoreta merovingia Santa Rolende, gloria del folklore local. Todos los años, el lunes después de Pentecostés, una procesión recorre unos treinta kilómetros paseando a través de los campos las andas de la santa y las de un piadoso contemporáneo suyo. El patio de honor de Acoz es una de las estaciones tradicionales del cortejo; Fernande debió ayudar en alguna ocasión a sembrarlo de flores. Miraría, con sus ojos nuevos de niña a quien todo maravilla y a quien nada asombra, la singular parada: el tambor mayor y los orfeones de los pueblos precediendo al clero; los desfilantes, con uniforme de fantasía que ellos mismos se han confeccionado y cuyos abigarrados colores recuerdan a los diferentes ejércitos que han pasado por aquel rincón de tierra, así como el gentil desaliño de los monaguillos. Habrá respirado el olor a incienso y a rosas pisoteadas, mezclado con el rostro, más fuerte, de vino peleón y de multitud sudorosa. El «tío Octave», para quien es un honor llevar las andas parte del recorrido, aprecia, sin duda, los elementos paganos, sagrados también, aún más inmemoriales que la piadosa Virgen de Gerpinnes, que subsisten en esta solemnidad: los más robustos lugareños y lugareñas han sido elegidos para jefes de fila, y esta selección se hace tradicionalmente en la posada, regándola con buenos tragos. Los campesinos se alegran de que la procesión pisotee sus campos, lo que aumenta su fecundidad. Cuando el fervor y la excitación llegan al colmo, los muchachos ejecutan en torno a las andas saltos casi faunescos, parecidos a los que se dan en torno al fuego, por las fiestas de San Juan, y se lanzan en persecución de las muchachas, remedando un episodio de la leyenda de Santa Rolende. Se dicen chanzas sobre la santa y su piadoso amigo el ermitaño, y la tradición local afirma que las dos andas, cuando se encuentran, se precipitan por sí mismas una hacia otra.
El relato de la vida de Rolende, tal como lo contaba Octave, no tiene nada que ver con el insípido romanticismo de la hagiografía apócrifa del siglo XVIII: La princesa fugitiva o la vida de Santa Rolende, ni con la prosa de sacristía de los folletos que se distribuyen en la iglesia. Un poeta ha pasado por allí. No pretendo imitar aquí el estilo del narrador, que diferirá, sin duda, del que emplea el escritor. Pero al menos en este relato encontramos lo que había retenido, durante sus últimas visitas a Acoz en vida de Octave, una oyente de once años.
Didier, rey de los lombardos, tenía una hija tan hermosa como el día que se llamaba Rolende. La había prometido al más joven de sus hombres ligios: Oger. Se sabía que éste era un príncipe de allende los mares y el hijo mismo del rey de Escocia. Didier y Oger eran paganos que adoraban a los árboles, a las fuentes y a las piedras altas que se ven por las tandas.
Rolende se había convertido, y consagrado a Dios en secreto. Como comprendía que ni su padre, ni su prometido respetarían sus votos, decidió escapar. Ligera como una hoja empujada por el viento, atravesó los puertos y valles de los Alpes y luego se internó en los Vosgos. Oger, a quien avisó una sirvienta infiel, se había lanzado tras las huellas de sus pasos. Le hubiera sido fácil alcanzarla y cogerla por sus sueltos cabellos, pero él la amaba: no soportaba verla convertida en un pobre animal atrapado por una fiera. Permanecía, por lo tanto, a cierta distancia.
Cuando Rolende, extenuada, se detenía para dormir, él también lo hacía así, escondido detrás de una roca o de un macizo de árboles. Cuando llamaba ella a la puerta de una granja, para mendigar pan y leche, él también mendigaba después los mismos alimentos.
Tan sólo una vez la alcanzó. Una mañana en que aún no se había levantado de su lecho de hojas, se atrevió a acercarse a ella y la oyó gemir, víctima de la fiebre. La cuidó durante varios días. En cuanto se puso mejor, se alejó antes de que pudiera reconocerlo y la dejó reanudar su camino.
Se internaron, finalmente, por el bosque de Ardenne. Rolende aminoraba el paso. Al llegar a un valle, entre Sambre y Meuse, la vio de repente arrodillarse para rezar, y luego levantarse y recoger ramas de un matojo, que entretejió para hacerse una cabaña. Él también hizo lo mismo en la otra vertiente del valle.
Vivieron así unos cuantos años, alimentándose con bayas silvestres y con los alimentos que los aldeanos les ofrecían. Él rezaba desde lejos cuando la veía rezar.
Llegó un día en que los aldeanos encontraron muerta a Rolende en su rústico oratorio. Decidieron enterrarla en un pesado sarcófago pagano que arrastraron con bueyes hasta la ermita.
Oger contempló estos funerales desde lejos. Vivió todavía algunos años más haciendo la misma vida que Rolende le había enseñado. Una noche, por fin, murió. Los aldeanos, orgullosos de sus dos ermitaños, propusieron reunirlos dentro de una sola y misma sepultura. Llevaron a Oger en unas parihuelas a la capilla de Rolende; levantaron la tapa del gran sarcófago y el esqueleto de la santa abrió los brazos para recibir al bienamado.
¿De qué amor frustrado o, por el contrario, ardientemente realizado, o las dos cosas a la vez, sacaría Octave con qué transformar así la leyenda? Me he remitido a los pequeños libelos hagiográficos: hablan de una genealogía gloriosa de la santa, instalada por decirlo así en el Gotha del siglo VII; los padres de Rolende se lanzan a su vez tras las huellas de su hija y se hacen religiosos después; el príncipe fiel es a la par, confusamente, un servidor, igualmente fiel, que acompaña a la princesa, flanqueada asimismo por una sirvienta. Octave, que omite todo esto, no ha dicho nada tampoco sobre una visita de Rolende a las Once Mil Vírgenes. Por el contrario, ha extraído el tema de la Dafne cristiana perseguida por un Apolo bárbaro; sobre todo, ha inventado el ademán sobrecogedor de la muerte o quizá haya tomado, de labios de alguna vieja de pueblo, este rasgo maravilloso que le parecería harto profano a los sacristanes. Tal como es, su relato se sitúa entre las leyendas de tierna pasión y unión en la muerte, flores quizá de un antiquísimo mundo celta, deshojadas desde Irlanda hasta Portugal y de Bretaña hasta Renania. Me pregunto si Fernande, convertida en wagneriana, al escuchar en Bayreuth la muerte de amor de Isolda, recordaría a los santos amantes de Gerpinnes. Da la impresión de que una historia como ésa, aprendida en la infancia, debe marcar para siempre una sensibilidad femenina. No siempre le impidió a Fernande caer en el estilo «consultorio sentimental».
Pero algo subsistía, finísimo hilo de araña en una mañana de verano.
Octave murió cristianamente, como ya sabemos, en la noche del 1 de mayo de 1883, noche mágica dedicada por la tradición a los espíritus de los bosques, a las hadas y a las brujas. El 2 de abril anterior, se había celebrado el matrimonio de Zoé en Suarlée. La noticia de la muerte del «tío» quizá contara menos para Fernande que las tarjetas postales enviadas por los nuevos esposos durante su viaje de bodas. A principios del otoño, Monsieur de C. de M. recibió de Zoé, ahora instalada en la mansión de A., entre Gante y Bruselas, una carta afectuosa dándole las gracias por haberla casado con aquel Hubert tan buen muchacho, tan bien educado y cortés. Estos adjetivos dan mucho que pensar: después de cuatro meses de intimidad conyugal, Zoé habla de su marido igual que, siendo soltera, hablaría de un amable desconocido a quien hubiera visto en el baile.
«Agitada», sin embargo, «por todo esto» (y parece ser que esta manera de expresarse englobaba a un mismo tiempo el matrimonio y numerosas sesiones con el dentista), Zoé anunciaba con alegría una próxima visita al viejo y grato Suarlée, adonde llegaría acompañada de Hubert, para la temporada de caza. Entretanto, mandó venir a sus hermanas más pequeñas para llevarlas a una modista de Bruselas. Fernande, la pequeña ninfa, y Jeanne la Inválida supieron lo que son las pruebas en el salón lleno de espejos de una experta artesana. Pero todas estas novedades no eran más que un preludio para Fernande. Durante aquel otoño tuvo lugar para ella el acontecimiento más importante para una jovencita antes del matrimonio: ingresó en un internado.
No infligiré al lector la descripción del internado de las Damas del Sagrado Corazón en Bruselas, por aquellos años. Nada sé del ambiente de aquellos lugares ni de la existencia que en ellos se llevaba; mis descripciones serían, todo lo más, calcos de las novelas de la época, o casi de la época, que han dedicado algunas páginas a este tiempo de instituciones. Lo más sustancial de lo que poseo sobre este período de la vida de Fernande es un paquete de notas y de informes trimestrales, acompañados de una copia del reglamento cuidadosamente escrita a mano en papel rayado. (Borrón: una mala nota; cuaderno no abierto por donde va la lección: una mala nota; plumier que no contiene los objetos necesarios: una mala nota. Tres faltas: volver a copiar el deber; tres vacilaciones: lección no aprendida. Distracción: una mala nota; responder sin ser interrogada: una mala nota.) Las papeletas son rosas (muy bien) o azules (bien); las papeletas amarillas (bastante bien) y verdes (mal) no han sido guardadas, evidentemente. Por lo demás, hasta 1886, saca uno la impresión de que Fernande fue una alumna ejemplar. Es primera en religión, en francés, en redacción, en historia, en mitología, en geografía, en cosmografía, en caligrafía, en lectura, en aritmética, en dibujo, en gimnasia y en higiene. Es segunda en literatura, en declamación y en ciencias naturales. Más tarde, las cosas se estropearon.
Las razones para la caída en picado que siguió a estos éxitos fueron discutidas a menudo en mi presencia por la Fraulein. Veía en ello el resultado de un capricho, lo que equivale a decir de un enamoramiento. Una señora holandesa, la baronesa de G., aunque protestante, había confiado su hija Monique a las Damas del Sagrado Corazón, para dar el último toque a su educación y a su francés. A decir verdad, el francés de la señorita de G., exquisito como el que a veces se transmitía en las antiguas familias extranjeras, podía perder más que ganar con el hecho de frecuentar ciertos acentos belgas. Fuera lo que fuese, la llegada de Monique G. (este nombre y esta inicial son ficticios) produjo gran alboroto en el mundillo del convento. La joven baronesa, como hubieran dicho por entonces en Bélgica, era muy hermosa, con esa belleza casi criolla que a veces se encuentra en Holanda y que corta la respiración. A Fernande le gustaron enseguida aquellos ojos oscuros en un rostro dorado, y aquellas trenzas abundantes y negras, sencillamente recogidas. La parte moral también tenía algo que ver con su admiración. Comparada con las demás señoritas que aspiraban a producir una impresión de vivacidad algo seca, como las parisinas, de Monique se desprendía una atmósfera de grave dulzura. Fernande, para quien la religión se componía, sobre todo, de una serie de cirios encendidos, de altares llenos de flores, de imágenes piadosas y de escapularios, quedó seguramente sorprendida ante el contenido fervor de su amiga: la joven luterana amaba a Dios, en quien Fernande, a esa edad, no había pensado apenas. Por otra parte, se hallaba menos inclinada a los escrúpulos que las otras jovencitas acostumbradas al confesionario y al recuento estricto de sus pecadillos. Fernande experimentaba la atracción de una naturaleza ardiente unida a un comportamiento sosegado.
Si creemos a la Fraulein, el naufragio de las notas trimestrales de la alumna que, hasta entonces, había sido un modelo, era debido a una de esas apuestas heroicas que sólo se hacen en la adolescencia: para dejar el primer puesto a la extranjera, Fernande se eclipsaba, trabajaba mal, titubeaba a propósito. Una abnegación semejante, casi sublime si la situamos en su tiempo y en su contexto, no es posible pero, sin duda, algo tendría asimismo que ver la distracción inmensa del amor (una distracción: una mala nota) y la impresión de que, a su lado, todo lo demás no es nada, ni siquiera los premios de honor con cantos dorados que daban en el Sagrado Corazón.
Sé que me acusarán de omisión, o de hablar con segundas si dejo a un lado la parte de sensualidad que pudo mezclarse con este amor. Pero la pregunta es en sí misma ociosa: todas nuestras pasiones son sensuales. Puede uno, todo lo más, preguntarse hasta qué punto esta sensualidad pasó a los actos. En la época y en el medio de los que hablamos, la ignorancia total del placer carnal en la que se esforzaban por mantener las educadoras a las muchachas encomendadas a su cuidado hace relativamente poco plausible, entre dos alumnas de las Damas del Sagrado Corazón, cualquier realización de ese tipo. La ignorancia, es verdad, no es un obstáculo insuperable, tan sólo suele serlo superficialmente. La intimidad sensual entre dos personas del mismo sexo forma parte con tanta frecuencia del comportamiento de la especie que no puede ser excluida de los más encopetados internados de antaño. Con toda seguridad, no se limitó a las espabiladas chiquillas de Colette o a las muchachas híbridas y bastante artificiales, de Proust.
Pero esta ignorancia tan protegida se veía reforzada por aquel entonces (paradójicamente, si pensamos en ello) por una gazmoñería inculcada desde muy temprano y que nos hace pensar que las madres, las criadas y las institutrices de aquellas santas familias, así como más tarde las vigilantes religiosas, sufrían ellas mismas, sin saberlo, una especie de obsesión sexual. El miedo y el horror a la carne se traducen en cientos de pequeñas prohibiciones que son aceptadas como naturales. Una joven no pone jamás los ojos en su propio cuerpo; quitarse la camisa en presencia de una amiga o una pariente sería casi tan monstruoso como las más procaces familiaridades carnales; coger por la cintura a una compañera es una indecencia, como también intercambiar una mirada, durante el paseo, con algún apuesto muchacho. La sensualidad no es presentada como culpable, es sentida vagamente como algo sucio, incompatible, en todo caso, con la buena educación. No está excluido, empero, que dos adolescentes apasionadas, haciendo caso omiso —a sabiendas o no— de estos argumentos tan fuertes sobre naturalezas femeninas, descubrieran en un beso, en una caricia apenas esbozada, con menos probabilidad en el acercamiento completo de los cuerpos, la voluptuosidad o, al menos, el presagio de ésta. No es imposible, pero es incierto, tal vez improbable y lo mismo valdría preguntarse hasta qué punto ha podido la brisa empujar a dos flores la una hacia la otra.
En cualquier caso, el informe trimestral del mes de abril de 1887 constata el derrumbamiento escolar de Fernande. La alumna que, hacía no mucho, era una alumna brillante, obtiene el número veintidós en instrucción religiosa y en aritmética, el catorce en estilo epistolar, el trece en geografía. En gramática, obtiene el número cinco y consigue, como por casualidad, dos primeros puestos en el transcurso del trimestre. Sus lecturas en voz alta no están bien articuladas, lo que sorprende cuando se piensa que más tarde encantarán a su marido, que era un juez exigente. En los trabajos de aguja, Fernande se supera: obtiene el número cuarenta y tres sobre las cuarenta y cuatro alumnas de la clase. Consigue progresar en orden y economía, y se admite que se ha aplicado, lo que contradeciría las hipótesis de la Fraulein. Su comportamiento en clase es un poco mejor, pero su compostura es muy descuidada y no hace esfuerzo alguno por corregirla. Continúan gustándole las ciencias naturales, acordándose quizá de los nombres de flores que le enseñaba «el tío Octave». Su inglés es «poco serio». Como indica el informe, «su carácter no está formado aún».
Un texto más confidencial, que hace alusión a la crisis por la que atraviesa Fernande, ¿llegaría al mismo tiempo a Suarlée? Puede ser, pues las instituciones educativas, igual que los gobiernos, proceden de buen grado mediante documentos secretos. En todo caso, Monsieur de C. de M. llamó a su hija para que volviera a casa, pareciéndole inútil tal vez dejarla en una institución en donde ya no aprendía nada. Además, le parecía malo un cariño tan excesivo por una protestante. Hay que añadir a esto que Monsieur de C. de M. envejecía, minado ya, al parecer, por la larga enfermedad que acabaría con él unos años después. Su vida en Suarlée, en donde ahora se confinaba cada vez más, no era especialmente alegre, entre la Fraulein por una parte y, por la otra, Jeanne la Inválida y Gaston el Simple. Puede que anhelara tener de nuevo a su lado a una persona joven, de espíritu despierto y cuerpo sano.
He tenido ante mis ojos un retrato de Fernande, pintado por aquella época, seguramente por Zoé, aficionada a las bellas artes, y que me ha permitido saber el color de los ojos del modelo. Eran verdes, como a menudo lo son los de los gatos. Fernande está representada de perfil, con los ojos ligeramente entornados, lo que le da una mirada «hacia abajo». Lleva un vestido color esmeralda que la artista había creído poder conjuntar con los ojos, y un enorme sombrero con escarapelas de cinta escocesa, el mismo que ostenta también en una silueta recortada de por aquel entonces. Tendría todo lo más unos quince años.
Otro retrato, que le «sacó» un fotógrafo de Namur, conmemora, dos años más tarde, una visita a Suarlée de Isabelle y de sus hijos. Fernande y Jeanne están de pie, a los dos lados de un pedestal sobre el que han encaramado a una niña vestida de blanco, con un traje adornado con tira bordada. Una niñita algo mayor, de aspecto enfermizo, se apoya en la falda de Jeanne. No es menester tener una bola de cristal para prever el destino de estas cuatro personas: está inscrito allí. Jeanne, firme y frágil, tiene esa mirada inteligente, algo fría, que yo le conocí después. No ha cumplido los veinte años y apenas difiere de lo que será cuando llegue a los cuarenta. La niña de la tira bordada, mi futura prima Louise, con una naricilla gratamente respingona, parece estar muy contenta de su elevada posición. Aquel cuerpecillo resistente y aquella almita segura de sí poseen lo que hace falta para resistir durante tres cuartos de siglo: reina sobre sus tíos del mismo modo que reinará sobre sus heridos, sus enfermos, sus enfermeras y enfermeros de las ambulancias en las dos Guerras Mundiales. Mathilde, la niña enfermiza, vestida con un horrible trajecito marinero y una boina que no le sienta bien, parece una total equivocación del destino: dejará muy pronto este mundo.
Fernande resulta más misteriosa. Ya del todo ascendida a la categoría de señorita, lleva una falda sobrecargada de tupidas basquiñas: Con su atuendo de señora parece muy redondita, lo que quizá fuera culpa de la cocina del internado que acababa de abandonar pero, sobre todo, de la eclosión de la adolescencia, de un nuevo lujo de carne y de sangre. Sus senos rellenan el corpiño sin escote. Debió peinarse antes de posar para el fotógrafo, pero ha dejado escapar una mechita que cuelga («la compostura de Fernande es muy descuidada»), cosa que la habrá consternado más tarde. Los ojos miran esta vez bien de frente. El párpado alargado asciende imperceptiblemente hacia las sienes, característica bastante frecuente en la región, como asimismo en los cuadros de los antiguos pintores de lo que hoy es Bélgica. Por detrás de esta jovencita con amplias enaguas, yo columbro a las atrevidas muchachas con calzones a rayas que seguían a sus hombres hasta Macedonia o a las cuestas del Capitolio, y a las que fueron vendidas en subasta tras las campañas del César. Me remonto incluso algunos siglos hasta llegar a las mujeres «de las poblaciones de los fondos de cabaña», procedentes, según dicen, del Alto Danubio y que iban a por agua con sus cubos de arcilla gris. Pienso también en Blanche de Namur, que fue a Noruega seguida por sus damas de honor, para casarse con el Folkengar Magnus, apodado «El jodedor», y que vivió muy libremente en una corte libre, insultada junto con su voluptuoso esposo por la austera Santa Brígida. Fernande no sabe nada de todo esto: sus cursos de historia no iban tan lejos. Tampoco sabe que ha vivido ya más de la mitad de su vida: le quedan catorce años por vivir. Pese a sus atavíos de joven señorita, nada la distingue de las muchachas de pueblo o de las obrerillas de Charleroi con quienes ella no se trata. Es, como ellas, sólo carne tibia y suave. Como lo señalaron las Damas del Sagrado Corazón, su carácter aún no está formado.
El episodio que viene a continuación es tan feo que vacilo en consignarlo, tanto más cuanto que no tengo sobre el mismo más testimonio que el de Fernande. En septiembre de 1887, es decir, aquel mismo otoño en que la joven se quedó en Suarlée en lugar de volver en su día al internado de Bruselas, la Fraulein, Fernande y Jeanne oyeron una noche las voces de una brutal discusión en el despacho de Monsieur Arthur. Exclamaciones inarticuladas y ruidos de golpes resonaban a través de las puertas cerradas. Unos momentos más tarde, Gaston salió del despacho de su padre y regresó a su cuarto sin decir ni una palabra. Murió ocho días después, de unas calenturas.
Contado así, el incidente parece no sólo odioso, sino absurdo. Es muy raro que un padre de cincuenta y seis años se ensañe de esa forma con un hijo de veintinueve, y esta brutalidad parece aún más increíble cuando el hijo es anormal. ¿Qué delito pudo cometer Gaston el Imbécil? Un médico, empero, me señala que los retrasados mentales son a menudo violentos, que Arthur pudo legítimamente tratar de dominar a su hijo y que un golpe desafortunado pronto se escapa pudiendo causar una lesión grave, fiebre y la subsiguiente muerte. Sería muy fácil rechazar esta historia como invento de una niña un tanto histérica o, al menos, reducirla a los reproches que un padre exasperado le grita a un débil mental con el que adopta, a pesar suyo, el tono que algunos emplean cuando hablan con los sordos; o a una bofetada, quizá, o a un torpe puñetazo, y al ruido de un sillón volcado. En cuanto a la fiebre repentina, al parecer aquella familia vivió entre diagnósticos inseguros: pudo tratarse de fiebre tifoidea, que hacía estragos en los comienzos de aquel otoño, y el incidente de la querella bien pudo ser una pura coincidencia, o bien Fernande lo relacionó indebidamente con la muerte de Gaston, para que pareciese más dramático. Pero, aun habiéndolo inventado por completo, el relato de Fernande tendría el mérito de mostrarnos cómo la joven fabulaba al hablar de su padre, o más bien contra él.
Por una especie de pudor familiar, Fernande no le confesó nunca a su marido, como hemos visto, la invalidez de Gaston el Simple. Al contar esta historia, le daba al infortunado unos doce o trece años, lo que lo acercaba, en suma, a la edad mental que en realidad tenía. Es extraño que Michel no advirtiese que, en el relato presentado de esta suerte, había una imposibilidad de hecho: puesto que Mathilde sólo sobrevivió un año al nacimiento de Fernande, ésta no podía tener un hermano dos o tres años menor que ella. Pero la fecha exacta de la muerte de su difunta suegra sería lo último que le preocupase a Michel.
He descrito largamente a Fernande. Acaso sea el momento oportuno de describir también a mi abuelo durante aquellos años. En una fotografía tomada un poco antes, hacia los cuarenta años, el antiguo dandy está gordo y parece un poco fofo; en otra, Monsieur de C. de M. parece tener unos cincuenta años y ha vuelto a recuperar su estilo. Sus abundantes cabellos, en torno a una frente ya harto despejada, han sido, con toda evidencia, objeto de los cuidados de un peluquero. Una tupida barba le tapa el labio inferior y la barbilla, impidiéndonos juzgar su boca. Los ojos, tras los cristales de los lentes, son maliciosos e incluso un poco tunantes. Es el retrato de un señor a quien imaginamos contando un chiste mientras mordisquea un habano, trapaceando con un granjero o un notario, o sopesando la perdiz que acababa de matar. Puedo incluso representármelo rompiendo platos en su gabinete particular, si lo que sé de él no me hiciera pensar que hubo en su vida, por lo menos después de su matrimonio, pocos gabinetes particulares y pocas ocasiones de romper platos. No me atrevo a decir que esta imagen haga sonar en mí la voz de la sangre, pero, en fin, no es la de un hombre que muele a golpes a un enfermo.
Examinemos un poco más de cerca a este desdibujado Arthur, ya que es la única ocasión que tendremos para ocuparnos de él. Huérfano de madre a los ocho días, huérfano de padre a los trece años, creció al lado de su madrastra (de soltera, de Pitteurs de Budingen) y de los hijos de ésta. Cursa sus estudios en Bruselas, en la misma institución religiosa que su primo Octave, y veo que siguió con él un curso sobre poesía, lo que me enternece. Aunque haría falta saber qué clase de poesía ofrecían los profesores del colegio Saint Michel a sus alumnos, durante el año escolar de 1848-1849: ¿Lamartine y Hugo o Lefranc de Pompignan y el abate Delille? En Lieja, donde estudia derecho, Arthur parece haber sido, sobre todo, un joven a la moda pero sin las ambiciones estéticas ni el alfiler de corbata con calavera de marfil que ostentaba en Bruselas, por aquella misma época, su primo Pirmez. A los veintitrés años, lo que es algo pronto para alguien a quien nos describen como reacio al matrimonio, se despide de su soltería, prematuramente si puede decirse así, casándose con una prima hermana. Mucho me ha extrañado que renunciase de buen grado a Marchienne en un país y en una época en que las familias se las arreglaban para falsear el Código de Napoleón y permanecer fieles al principio de la primogenitura. Pero ignoramos cuáles fueron los arreglos concertados con sus hermanastros: Arthur, que era rico a la vez por la dote de su madre y la de su mujer no se encontraba, ciertamente, en la calle.
Una carta que escribió en la época de su matrimonio a su primo Octave, que viajaba entonces por el extranjero, nos explica quizá por qué prefirió el idílico Suarlée y la paz provinciana de los alrededores de Namur al Hainaut devorado por la industria: «Comprendo más que nunca —le asegura al poeta— tu repugnancia a confinarte entre nosotros... Triste país: barro y suciedad hasta las rodillas, gentes muy preocupadas por cosas positivas, que hablan de kilos, hectolitros, metros, decímetros o bien de expropiación, de transacción, de achicamiento, de extracción, siempre erizados de números, cálculos y cuentas, sin ganas ni tiempo para ser amables...». Esta carta demuestra que ya mi abuelo, en 1854 o 1855, no permanecía insensible al ver cómo desfiguraban al mundo; no obstante, la carta termina con una nota aprobatoria: los que se benefician de la inversión industrial que va a transformar Marchienne en tierra negra son, concluye el corresponsal de Octave, «hombres probos y dignos de estimación». ¿Quién puede censurarle? El dogma del progreso, por aquel entonces, no es discutido por nadie y le llamarían a uno sentimental si se entristeciera por el envilecimiento de un paisaje. Los que saben que no se destruye la belleza del mundo sin destruir también su salud no han nacido todavía. Pero no por ello deja de ser menos cierto que, comparándolo con Marchienne, cuyas cercanías estaban erizadas de altos hornos, Suarlée pudo parecerle a Arthur un retiro apacible.
En cualquier caso, vivió allí treinta y cuatro años, de los cuales diecisiete viudo. Ocioso nato, ni siquiera inició, al parecer, una de las carreras tradicionales en la familia, que su suegro Troye hubiera podido facilitarle. Si bien no se agarra, como Octave, «a su cima», al menos lo hace a su apacible modo de existencia. Fue un buen gerente, es verdad, de su considerable fortuna, lo que equivale a decir que se impuso el trabajo de ser su propio intendente durante toda su vida. Aún se conservan los legajos de papeles en los que consignaba detalladamente el estado de finanzas de las familias con quienes casaba a sus hijas. Este sedentario, que envidiaba a su primo Octave sus estancias en Italia, parece ser que no se movió nunca, por así decir, de sus propiedades. Este hombre a quien, evidentemente, no gustaban los niños, le hizo diez a su mujer, dos de los cuales murieron siendo pequeños y otros dos eran inválidos cuya existencia fue quizá para él una cruz. Sólo las afectuosas cartitas de Zoé prueban que no siempre fue para los suyos el sombrío tirano que asustaba a Fernande. No se le conoce ninguna afición particular: la caza parece haber sido para él, sobre todo, materia de ostentación. Pese a su hermoso exlibris con diez lasanges de plata sobre campo de azur, lo que yo he visto en su biblioteca son sobre todo libros devotos de Mathilde y algunas honestas novelas alemanas que encargaba la Fraulein. La única licencia que se tomó fue la Dama de Namur, lo que no significa que no hubiera otras. Si en un momento de incontrolable irritación, Arthur golpeó a su hijo imbécil, este espantoso incidente es el único de su vida que me inspira alguna emoción, y dicha emoción se basa en la compasión.
La enfermedad que lo consumía le hizo ir espaciando poco a poco las visitas a Namur y los paseos a casa de los granjeros: en lo sucesivo regentó sus bienes desde el despacho. Puede que no se haya hecho el suficiente hincapié en que el peor efecto de toda enfermedad es la pérdida gradual de la libertad. Monsieur de C. de M. pronto se vio secuestrado en el interior o en la terraza de su mansión. Llegó el día en que ya no bajó las escaleras; no le quedaba otra opción que tomar sus comidas o leer el periódico en su cama o en un sillón que arrastraban junto a la ventana. Un día, hasta perdió esa opción; permaneció en la cama.
No tengo motivos para creer que Arthur fuera de un ánimo muy meditativo. No obstante, debió a veces, como todo el mundo, rumiar su vida. Uno aprueba a su mujer por emplear a una joven alemana con cara de manzana roja y blanca y hela aquí presidiendo muertes y bautizos durante veinticinco años, reinando en la casa, mandando entrar al cura y al médico y retirándose discretamente de puntillas pero sin aceitar nunca los goznes de la puerta para impedir que chirríen. Él se lo ha pedido veinte veces, sin embargo. Y esa necia es quien le cerrará los ojos: tanto da que sea ella como que sea otro. Fifine (llamémosla Fifine) le ha procurado buenos momentos, pero, pensándolo bien, desde el fondo de su desamparo de enfermo, recordarlos le produce el mismo placer que el de un hombre víctima del mareo que rememora un paseo en barca; llega un día en que ya no se entiende por qué encontró apetitosa a aquella damita en déshabillé. En todo caso, él hizo bien las cosas: la donación en vida que tomó la precaución de hacerle no perjudica a los niños, ya que proviene de una modesta suma que ganó él en la Bolsa. En cuanto al Buen Dios y las postrimerías, todo sucedería conforme a las reglas y no había lugar de atormentarse por algo que le acaece a todo el mundo.
Monsieur de C. de M. falleció en 1890, al día siguiente de Año Nuevo. No sabemos si Jeanne y Fernande habrían metido por debajo de la puerta, como de costumbre, sus respetuosas cartitas. Su Recordatorio, una estampa del Varón de Dolores, hace alusión a los largos sufrimientos que purifican el alma. Por lo demás, se parece como una gota a otra al Recordatorio de Gaston, encargado al impresor dos años y medio antes. El de Gaston implora al Señor para que no entregue al Enemigo el alma del difunto, lo que puede parecer superfluo cuando se refiere a un finado a quien Dios no había dotado de razón. El Recordatorio de Arthur suplica una oración para que los pecados de los muertos les sean perdonados. Después de la ceremonia del entierro, tuvo lugar otra en Suarlée, probablemente aquella misma noche y casi igual de solemne: la lectura del testamento.
Aquel documento no guardaba sorpresa alguna: Monsieur de C. de M. dejaba su fortuna dividida en partes iguales entre los siete hijos que aún le vivían. Ésta era lo bastante considerable para asegurar, aun fragmentada de esta suerte, una vida fácil a sus herederos. Además de una cartera de valores sólidos, o supuestos tales, los haberes se hallaban casi enteramente en bienes raíces, que todo el mundo juzgaba como únicas inversiones verdaderamente seguras. Habría que esperar todavía veinticinco años para que la guerra y la inflación mermaran esta seguridad. Ni Théobald, que acababa de terminar unos estudios más o menos serios con vistas a obtener un diploma de ingeniero; ni Octave, que no se había preparado para ninguna profesión, hubieran sido capaces de administrar estos bienes para sí mismos y para sus hermanas como lo había hecho Monsieur Arthur. El importe de los arriendos de las granjas sería entregado, en lo sucesivo, a los herederos, a fecha fija con los administradores y cobradores de rentas. Es cierto que había en ello un peligro, pero dichos agentes habían trabajado anteriormente para Monsieur Arthur y bajo su vigilancia; eran, de padre a hijo, adictos a la familia. Los hijos del difunto se felicitaban por la comodidad de un arreglo como éste. Ninguno de ellos se daba cuenta de este paso de gran propietario a rentista. Al mismo tiempo, los débiles lazos, no siempre amistosos, que unieron a Monsieur Arthur con sus campesinos quedaron definitivamente rotos.
Vendieron Suarlée, no sólo porque su mantenimiento hubiera sido en exceso gravoso para aquel o aquella que hubiera aceptado recibirlo como parte de su herencia, sino también porque nadie tenía ganas de seguir viviendo en él. Las hijas casadas poseían sus propiedades en otra parte; Théobald, muy decidido a meter su diploma en un cajón, de una vez por todas, no pensaba más que en la buena vida tranquila de soltero que podría llevar en Bruselas; Octave se proponía viajar. Jeanne, juzgando con discernimiento que su enfermedad era incurable, se había decidido a comprar en la capital una casa cómoda y decente, que la Fraulein regentaría para ella y en donde pasaría el resto de sus días. Esta casa sería asimismo un hogar para Fernande hasta que se casara, y era de esperar que en el futuro tendría su propia mansión o casa solariega.
Les repugnaba, sin embargo, entregar la vieja morada a manos de un tratante. La vendieron a un primo lejano, el barón de D., quien hizo de ella lo que ya hemos visto. El mobiliario, cuyo valor exageraban, fue repartido tan meticulosamente como lo habían sido las tierras. Las hermanas casadas recibieron los muebles que antes adornaron sus habitaciones, y además, quien un saloncito, quien un fumador. Octave y Théobald obtuvieron con que amueblar sus pisos de soltero. Los lotes de Jeanne y de Fernande atestaron la casa que Jeanne se había comprado en Bruselas. Toda muerte de un padre de familia con alguna fortuna es como el fin de un reinado: al cabo de tres meses ya no quedaba nada de un escenario, ni de un modo de vida que, durante treinta y cuatro años, habían parecido inalterables y que Monsieur Arthur creyó, sin duda, le sobrevivirían de alguna manera.
Antes de la partida de las dos señoritas y su institutriz (los dos hermanos habían dejado ya Suarlée), la Fraulein y Fernande dieron su último paseo por el parquecillo. Para Fernande, absorta en sus sueños de porvenir, aquel paseo no tuvo seguramente nada de sentimental. La cosa era distinta para la Fraulein. Volvía a ver, perfilándose contra la reja, a un hombre de alta estatura, algo corpulento para su edad, con una cuchillada en la mejilla, que se suponía debida a algún duelo a sable, aunque los estudiantes alemanes de la época a menudo se dejaban rajar para darse tono. A decir verdad, el visitante no era un antiguo estudiante, ni tampoco un duelista. Viajaba para representar a un fabricante de máquinas agrícolas de Düsseldorf y pasaba por allí todos los años para ver si Monsieur de C. de M. necesitaba algo. Para la Fraulein, nacida en no sé qué pueblecito de los alrededores de Colonia, la visita anual del viajante alemán era una fiesta. Les permitían comer juntos en la salita en donde se acostumbraba ofrecer un refrigerio a los granjeros, cuando acudían a renovar sus alquileres. Como Madame Mathilde había dado su consentimiento al noviazgo de la institutriz, ésta le entregó a su prometido sus ahorros, para que comprase los muebles necesarios para acondicionar la casa de Düsseldorf. El galán se largó, como es fácil adivinar, para no volver más. Los informes que sobre el terreno obtuvo Monsieur Arthur, por mediación del cónsul de Bélgica, revelaron que el viajante continuaba vendiendo máquinas agrícolas, pero que le habían asignado —tal vez a petición suya— otro campo de operaciones. Se había casado y ahora viajaba por Pomerania.
Los criados de Suarlée se rieron mucho de aquel desengaño, que se olieron no se sabe cómo. No querían a la Fraulein, que comía en la mesa con los amos. Los niños lo ignoraron todo; Mademoiselle Jeanne no se enteró hasta al cabo de muchos años. Tan sólo Madame Mathilde supo que, en lugar de indignarse, la Fraulein rezaba por «aquel pobre hombre» al que había inducido a la tentación entregándole sus parcos haberes. La tonta tenía aspecto de santa.
No es la primera vez que Suarlée, cuyo nombre, al parecer, significa en lengua franca «la casa del jefe», ve cómo una buena familia abandona los lugares y se dispersa, como lo hacen las buenas familias. Si, como se asegura que pasa en Nochebuena, se encienden fuegos en los lugares donde hay tesoros escondidos, se verían en aquel tranquilo paisaje luces distintas a las de las lámparas del pueblo, o a la del candelabro que alumbra débilmente el salón desamueblado de la casona en venta. El museo de Namur posee hermosas monedas del Bajo Imperio, y joyas belgorromanas halladas en Suarlée. Probablemente, sus propietarios las esconderían en vísperas de una invasión, con las acostumbradas precauciones: se apisona cuidadosamente la tierra para que nadie se entere de que la han removido recientemente; se amontonan encima detritos y hojas secas. O bien, se esconden los objetos valiosos en el hueco de una pared y se vuelve a colocar con cuidado el panel o el papel pintado. Así lo hicieron Irénée y Zoé Drion, asustadas por el populacho, durante las gloriosas jornadas de 1830, al abandonar Suarlée para refugiarse cerca de Amélie Pirmez; pronto recordaron, entre risas propias de su juventud, que el reloj escondido junto con las joyas seguía funcionando y que su tic tac y el timbre revelarían infaliblemente el escondite. Pero aquella vez, los patriotas no saquearon a nadie. Lo mismo harán en Flandes, un cuarto de siglo después, algunos retoños de Arthur y de Mathilde, y no siempre volverán a buscar su tesoro o, si vuelven, no lo encontrarán. Los belgorromanos de Suarlée tampoco encontraron el suyo.
Pero la vida doméstica continúa, poco más o menos igual, con sus pequeñas y pesadas costumbres. En un paraje cercano, han sacado del suelo unos perritos de piedra, muy gordos, con el hocico bobalicón y una campanilla al cuello, del tipo «perrito de su mamá», fieles retratos de los que ladrarían alrededor del sillón de una matrona en tiempos de Nerón. Precisamente, Mademoiselle Jeanne tiene un perrito de ésos, al que da de comer con tenedor. Razonable como siempre, decide no llevarlo a Bruselas: molestaría mucho en la casa de huéspedes donde pasarán unos días antes de instalarse en su casa. Se lo dejarán al jardinero.
La mañana en que se fueron, las señoritas rezarían sin duda por última vez en la capilla vacía. La alemana tuvo seguramente un recuerdo y un Ave para la señora. Fernande está distraída, y sueña con los faroles de gas de Bruselas.
En cuanto se instaló en su casa, situada en una calle tranquila, cerca de lo que entonces era la aristocrática Avenue Louise, Jeanne se sentó en un sillón bajo la veranda y ya casi no volvió a dejarlo, a no ser para acudir todas las mañanas a pie a la iglesia de las Carmelitas. Realizaba así, al mismo tiempo, un acto de piedad y un ejercicio de higiene. Las gentes del barrio se acostumbraron a ver pasar a aquella mujer de movimientos bruscos, sostenida de un lado por una criada con delantal (para resaltar bien su condición de criada) y del otro por una señora con un vestido negro de corte anticuado. Al volver de misa, otro de los ejercicios consistía en una hora de variaciones pianísticas, que Jeanne ejecutaba fría y correctamente, gozando sin duda al sentir cómo le obedecían los dedos sobre las teclas. El bordado de casullas y paños de altar se había convertido en un arte que ocupaba el resto de su tiempo; después ofrecía estos objetos a diversas iglesias.
Se apropió de la antigua habitación conyugal, tapizada de escarlata, de Arthur y de Mathilde. Fernande ocupó la habitación verde. En la suya, que era azul, la Fraulein volvió a instalar la fotografía de la familia imperial de Alemania. Una doncella y una cocinera que se habían traído de Suarlée ocuparon la buhardilla y el húmedo subsuelo y se pusieron de nuevo a sacar brillo a la plata y encerar los muebles, a freír, a asar, a cocer y a tostar.
Platos pintados por las señoritas ornaban la pared de la veranda. Había un jardín rectangular con unos cuantos árboles. Doce sillas de estilo Henri II y dos arcones fabricados hacia 1856 atestaban un comedor de medianas dimensiones. Una copia, más grande que el original, de El cántaro roto, comprado por Arthur y Mathilde en el Louvre durante su viaje de novios a un artista que trabajaba in situ, reinaba entre los dos aparadores. A nadie, ni siquiera a Arthur, se le había ocurrido pensar en el significado amablemente picante de aquella ingenua ruborosa, con los senos mal tapados por una manteleta descolocada y con el cántaro desfondado a la cadera. Nadie suponía que una copia comprada en el Louvre pudiera prestarse a tantos sobrentendidos indecentes. La amable portadora del cántaro reinaría sobre aquel interior durante treinta y cinco años.
Únicamente el hecho de no tener coche era sentido como una decadencia dentro del orden social. Pero Jeanne no salía y, cuando Fernande alternaba en sociedad, llamaban a un coche de alquiler.
La magia mundana desilusionó bastante pronto a Fernande, quizá porque sus éxitos no eran nada fulgurantes. Las dos hermanas tenían pocos amigos en Bruselas. Indudablemente algunos primos, con título o sin él, y algunas señoras amigas de la familia invitaban o conseguían que alguien invitase a la joven. Las compañeras del internado, todas de buena cuna, eran —si podemos llamarlas así— agradables vías de acceso: Fernande bailó a menudo con sus hermanos. La capital, que Fernande no conocía muy bien por no haber circulado mucho por sus calles cuando estaba en el internado, se escindía en dos partes: «La parte baja de la ciudad», ruidosa, atestada de tiendas y de bodegas donde los hombres de negocios degustan sus copitas de Oporto y los gruesos caballos de los carros tropiezan con sus adoquines, y «la parte alta de la ciudad», de donde apenas sale Fernande, que posee hermosas avenidas bordeadas de árboles por donde los criados de a pie pasean a los perros, las criadas a los niños y, por las mañanas, en sus tranquilas calles, se ven las grupas alzadas de las sirvientas que friegan el umbral de las puertas. Pero todos estos lugares carentes de lirismo se transforman mágicamente por las noches, para una joven «que frecuenta la sociedad»; las residencias acaudaladas, de antipáticas fachadas, se convierten por unas horas en románticos palacios de los que salen bocanadas de música y destellos de arañas de cristal, a los que no siempre tiene acceso Fernande. Sólo la invitan a grandes recepciones o a veladas íntimas, pero pocas veces, en las mismas casas, a unas y a otras. En provincias, la familia de C. de M. ocupaba naturalmente un lugar entre lo mejorcito. En Bruselas, aquel nombre muy antiguo pero bastante olvidado carecía poco más o menos de valor mercantil en la feria de los matrimonios. Todavía no había recibido por aquel entonces la capa de barniz suplementaria que le pondría, en el transcurso de la generación que ascendía, la brillante carrera diplomática del primo Émile. Jeanne no recibía: la edad y la situación de las huérfanas les hubieran, además, prohibido hacerlo. Fernande debió envidiar a sus amigas, que daban meriendas en las cuales había mayordomos de guante blanco que servían los pastelillos, y que organizaban cursos de bailes en su casa.
Su bonita fortuna no llegaba a ser «la bolsa» que buscaban los pretendientes profesionales y éstos no podían tener esperanzas de que el padre, el tío o el hermano de la joven les ayudara a medrar en política o en sociedad, en el Congo o en los consejos de administración. La belleza de Mademoiselle de C. de M. no era tan deslumbrante como para provocar flechazos y además éstos nunca se daban en la buena sociedad, que habría calificado de indecente un matrimonio por amor no sostenido por lo sólido. Los hermanos de Fernande la llevaron a los bailes del Concierto Noble, del que eran socios. Valsó mucho, según me indican sus carnés. Pero, cuando llegaba la una de la madrugada, entraba con gran bullicio el grupito de la dorada juventud bruselense, decidido a no divertirse ni bailar el cotillón más entre ellos mismos. Fernande y sus hermanos, junto con los representantes de la buena sociedad más rancia, se sentían entonces vagamente humillados o, en todo caso, mantenidos a distancia.
También tuvo, claro está, sus pequeños triunfos, no todo iban a ser reveses. Una fotografía dedicada, con su letra grande y picuda, a Marguerite Carton de Wiart, una de sus mejores amigas de los tiempos del Sagrado Corazón, perpetúa el recuerdo de un cuadro en vivo o de una opereta montada por un grupo de aficionados. Fernande lleva con gracia un auténtico vestido de campesina napolitana. Se nota que aquellos finos bordados, aquellos delicados frunces, aquellas vainicas del diáfano delantal nunca formaron parte de los oropeles de un guardarropa. Acaso se lo trajo de Italia alguno de los dos Octave, más probablemente el hermano que el «tío». Sólo se advierte una falta de gusto: en vez de las chinelas que uno esperaba ver, Fernande enseña, asomando de su larga falda, los altos botines relucientes que se llevaban en 1893. Segura de ser aplaudida, parece como si hubiera salido a saludar.
Los ojos lánguidos desean gustar. Nada hay en ella de campesina, ni tampoco de napolitana: colocada incongruentemente por el fotógrafo entre las plantas verdes de un jardín de invierno, más bien recuerda a la Nora de Ibsen disponiéndose a bailar la tarantela en un salón de Christiana.
Empezaban a reprocharle que fuese original. Su escasísima cultura, que ella trata de mejorar leyendo todo lo que cae en sus manos, sin exceptuar las peligrosas novelas de tapas amarillas, asusta a las madres: una jovencita que ha leído Thais, la cortesana de Alejandría, Madame Crisantemo y Cruel enigma no es del todo casadera. A menudo se le ocurre contar alguna anécdota histórica que le encanta y que presenta a unas personalidades que sus parejas de baile desconocen: el duque de Brancas, por ejemplo, o María Walewska. Le ha pedido a un viejo sacerdote conocido suyo que le enseñe el latín; llega a traducir algunos versos de Virgilio y, orgullosa de sus progresos, habla de ello. Confiesa incluso haberse comprado una gramática griega. Como nadie la secunda, ni siquiera aprueba estos intentos, no llegan muy lejos, pero Fernande ha adquirido, sin razón, la reputación de ser una joven con ideas, cosa que en realidad no es.
La casa de Jeanne se había convertido en una vivienda de paso para sus hermanas casadas de provincias. Llegaban entre dos trenes, haciendo coincidir sus visitas con los saldos de ropa blanca o el sermón de algún célebre predicador. Zoé, sobre todo, iba muy a menudo a Bruselas para consultar a su médico.
En ocasiones, como de mala gana, invitaba a Fernande para que pasara unos días en A. La familia de Hubert, instalada desde hacía mucho tiempo en aquel sosegado paisaje flamenco, debía su notabilidad a un escultor del siglo XVIII, cuyos ángeles y vírgenes barrocas adornaban bastantes altares y púlpitos en los Países Bajos austríacos. La pequeña quinta era agradable; el pueblo y su buena iglesia vieja se hallaban situados a cierta distancia. A las cinco de la mañana en verano y a las seis en invierno, la melancólica Zoé salía para ir a la primera misa. Todas las mañanas, con la mano en el puño de la puerta y volviéndose hacia el vestíbulo, le daba órdenes desde lejos a la doncella quien, se suponía, tenía que «hacer el salón», para que realizase los pequeños trabajillos de la casa antes de su regreso. No ignoraba que Cécile (se llamaba Cécile) se deslizaba al momento en la hermosa habitación del primer piso, ya que la hora de la misa era para Hubert la hora del amor. Pero la patética comedia se repetía todos los días para engañar a la cocinera y a su ayudante que, empero, estaban al cabo de la calle, y a la pequeña Laurence acostada en su cuarto de niña que, a los ocho o nueve años, ya lo sabía todo. Y muy digna, un poco cansada, emblema viviente de la resignación, vestida, enguantada y ensombrerada como si fuera a la ciudad, Zoé se marchaba a misa.
Las cosas no se habían estropeado hasta después de la muerte de un segundo hijo, el varón tan deseado, que falleció en edad temprana. La angélica Zoé se sometió humildemente a la voluntad del cielo; el simple Hubert vomitó blasfemias, golpeó en la mesa con el puño y declaró que Dios no existía; las aterradas reconvenciones de su mujer no hicieron sino exasperarlo más aún. No sé a ciencia cierta si fue por entonces cuando el rostro sonriente de Cécile se interpuso entre ellos; en cualquier caso, si, como nos describe la escena anterior, esta linda muchacha formó parte del personal doméstico de A., no permaneció mucho tiempo en esta posición subalterna y pronto tuvo casa propia en el pueblo. El complaciente padre de esta querida titulada era un cervecero arruinado, a quien sacó de apuros aquel «yerno por detrás de la iglesia». Era radical, tal vez francmasón y por ello mismo despreciado por las familias decentes. Este ambiente influyó en Hubert, ya furioso contra el cura de la parroquia que pretendía inmiscuirse en los asuntos del matrimonio. Un buen día, los lectores del periódico más avanzado del distrito se enteraron de que Monsieur Hubert D., el conocido propietario, había aceptado la presidencia del club anticlerical y esta información iba acompañada de un salvaje ataque contra el bonete. Zoé, sin duda, hizo cuanto pudo para volver a Hubert hacia Dios, ya que no a ella, lo que consolidó entre ambos la ruptura.
Hubo todavía, sin embargo, algunas débiles llamaradas de amor conyugal. En 1890, la sucesión de Monsieur de C. de M. se abrió en Suarlée y Zoé obtuvo a la vez su parte de los bienes paternos y la de la herencia de Louis Troye, que hasta el momento había quedado indivisa. Hubert vendió inmediatamente las tierras situadas en el Hainaut para comprar otras cerca de A., lo que, probablemente, no era un cálculo equivocado y aumentaba su prestigio. Compró asimismo con los denarios de su mujer un restaurante en la plaza del pueblo, y allí instaló a las sobrinas de Cécile. Dos hijos le nacieron a la mujer legítima durante aquellos años de euforia provocada por el dinero fácil, pero el segundo de estos embarazos le dejó una dolencia que el ginecólogo de Bruselas no consiguió curar. Esta vez, su vida conyugal terminó. Tal vez no lo sintiese, salvo el hecho, sin embargo, de que su definitivo apartamiento dejaba el sitio libre a lo que el cura, en el confesionario, hubiera llamado la impureza, o sea, a Cécile.
Su religiosidad se incrementó. Comulgaba todos los días y, para evitar un doble trayecto en ayunas, desayunó en lo sucesivo en el pequeño café católico que había frente a la iglesia. Aunque apenas chapurreaba el flamenco, hablaba en ocasiones con los aparceros de Hubert y les prometía obtener alguna reducción de sus alquileres o un plazo más amplio para la fecha de pago que Hubert no hubiera consentido por sí solo, ya que su radicalismo reciente no había hecho de él un filántropo. A menudo le otorga a su mujer estas concesiones y se muestra incluso desprendido en lo concerniente al dinero para sus limosnas. Después de comer o al atardecer si hay vísperas o salve, Zoé vuelve al pueblo y se ocupa también algo de las niñas del catecismo. Hubert pasa la mayor parte del tiempo en casa de Cécile o en el restaurante de las sobrinas, donde organiza sus banquetes de caza. Se le ve allí bebiendo cerveza fuerte en compañía de los descreídos del lugar y, seguramente, devorando a los curas.
Es poco probable que Zoé confesara todas sus penas a los oídos virginales de Fernande. Pero la joven tenía ojos en la cara. La incuria reinaba en la pequeña quinta. Zoé, desalentada, ya no daba órdenes a los criados, la mayoría de los cuales, además, no entendía el francés. Hubert la suplía a veces y luego terminaba por renunciar. Era cortés con su joven cuñada, que veía sin duda en aquel monstruo a un pobre hombre desorientado. Laurence era una niña de facciones agudas, falsamente precoz, que aporreaba con fuerza el piano del salón. Los dos muchachos se hallaban aún en la edad en que todos los niños son unos querubines. Zoé se los dejaba a una criada pues, debido a su tos, no siempre era oportuno que ella se ocupara de los mismos.
Puede que el espectáculo de este matrimonio y de algunos más disuadiese a Fernande de lo que hubiera sido para ella la solución tradicional: un primo lejano, el hijo de un antiguo vecino en el campo, o también un miembro de la buena sociedad namurense discretamente escogido por mediación de una madre superiora, del sacerdote de alguna parroquia o de cualquiera de las mujeres inteligentes pertenecientes a la familia, tales como Madame Irénée. Pero estos juiciosos arreglos, que habían sido normales durante anteriores generaciones, ya no seducían del todo a una jovencita de 1893, a quien su situación dejaba cierto margen de independencia. Fernande quería otra cosa, sin saber muy bien el qué.
No le quedaba sino prendarse de un hombre que no pensase en ella, ni, de momento, en el matrimonio. Y es lo que hizo. El barón H. (esta inicial es inventada) pertenecía a una novísima aristocracia de dinero; su padre y su abuelo habían sabido culminar, para sí mismos y para sus asociados, cierto número de operaciones financieras y habían sido recompensados por ello con un título. El joven barón (no recuerdo su nombre) no desmerecía de sus antepasados: se decía que era prodigiosamente listo. Pero era asimismo diletante, coleccionista, melómano. Tocaba bien el órgano y presumía de ser uno de los buenos alumnos de Widor. Sus medios le permitieron adquirir un instrumento de los más perfeccionados y mandar construir, para instalarlo, un salón de música en un anexo de su palacete. Me figuro que aquella estancia tendría el aspecto entre capilla y gabinete erótico que tan a menudo tuvieron los salones de música de aquellos tiempos, con sus vidrieras y sus divanes cubiertos de tapices turcos. Puede que incluso se quemara en ella incienso.
Fernande, aficionada a la música aunque ella no fuera más allá del simple tecleo, se sumió con deleite en aquella atmósfera de caliente invernadero. Armonía, armonía, lengua que para el amor inventó el genio... Esta definición, acertada sólo para cierto tipo de sensibilidades románticas, se ajusta exactamente a las emociones de Fernande durante al menos una temporada. Bach y César Franck se convirtieron para ella en tiernos resplandores. El barón H. tuvo la cortesía de enseñarle sus hermosas encuadernaciones y sus manuscritos iluminados; Fernande no entendía nada de estas cosas, pero, no obstante, sus comentarios eran menos estúpidos que los que había oído a otras mujeres y jovencitas de la buena sociedad. Por primera vez, desde «el tío Octave» de su infancia, Fernande tropieza con un hombre refinado, delicado, lo que ya empiezan a llamar un esteta, y al que ella misma describe como poseedor de una naturaleza de artista. A decir verdad, no tiene el hermoso rostro del tío angélico: está todo dicho sobre el aspecto del barón si resaltamos su insignificancia. Me gustaría poder suponer que Fernande, rechazando todos los prejuicios de los suyos, se enamoró acaso sin saberlo de un miembro perteneciente a la raza que ha dado al mundo más banqueros, profetas, melómanos y coleccionistas pero nada sé de los ascendientes del barón H.
En el orden mundano, sus relaciones no fueron más allá de unas cuantas vueltas de vals (el barón bailaba bien, aunque no le gustaba el baile); una o dos veces lo tuvo frente a ella en la mesa durante una cena. Fernande se hubiera muerto antes que declararse, crimen imperdonable en aquellos tiempos para una enamorada, pero sus silencios y sus hermosas miradas lánguidas hablaban por ella. El joven barón, absorto a un mismo tiempo en los negocios y en las artes, no vio nada o pareció no verlo. Fue distraído o prudente. Muchos años después se casó con una mujer fea, poco dotada, a quien rodeó metódicamente según dicen, durante sus embarazos, de reproducciones y estatuas antiguas, así como de bajorrelieves de Donatello, y que le dio hermosos hijos. Pero durante dos inviernos, Fernande vivió para este amor o, como lo hubiera dicho la Fraulein, para este capricho. Por las noches, cuando guarda en el cajón de su cómoda o en el armario sus plumas y sus pieles —que, como todas las mujeres de su tiempo, no se avergüenza de llevar— se percata, sin embargo, de que una vez más no ha hecho más que estancarse y dar vueltas en vano. Su vida para nada sirve. Al mismo tiempo, la inmensa nostalgia que le llena el corazón la transfigura a sus propios ojos, hace de ella una especie de heroína de novela cuyas pálidas mejillas y mirada triste contempla con admiración en su armario de luna.
Este fracaso aumentó quizá la afición a los viajes en Fernande. Ya hemos visto, además, que era frecuente entre los suyos. Viajar sola hubiera sido impensable para una joven como es debido; viajar escoltada por una doncella o una señorita de compañía ya era una audacia. Pero Fernande era mayor de edad; tenía sus propios medios de existencia; ni Théobald, por indiferencia, ni Jeanne, por cordura, hicieron objeciones: aquella familia tenía su lado bueno. Ni el hermano, ni la hermana mayor hubieran aceptado, sin embargo, que Fernande pasara temporadas en París, en donde sólo una mujer casada y en compañía de su marido se encontraba poco más o menos en su lugar; Italia, que para las gentes del Norte evoca siempre la imagen de no se sabe qué confusas voluptuosidades, tampoco hubiera tenido su aprobación. Pero Alemania era un sitio seguro y la Fraulein, que anhelaba volver a su país natal, alababa de buena fe los corazones virtuosos y las puras costumbres que allí había. En varias ocasiones, Jeanne le prestó la indispensable institutriz a su hermana, reemplazándola momentáneamente por una mujer que le recomendaron las religiosas. Fernande pasó de este modo varios veranos y varios otoños haciendo excursiones a lo largo del Rin o del Neckar, admirando viejos burgos, contemplando la Madona de Dresde o, en Múnich, los clásicos de la Glyptoteca que la Fraulein, empero, encontraba indecentes y, sobre todo, languideciendo y emborrachándose con la música inagotable que, por así decirlo, fluía de Alemania, con sus temporadas de Ópera, sus conciertos, sus kioscos de música y las orquestas de sus restaurantes.
Se instalaban en algunas de las pensiones recomendadas por la guía, consideradas como más decentes que un hotel. En ellas se tropezaba con gente culta. Abundaban los escritores en cierne, los eternos estudiantes, los extranjeros en busca de cultura. Hedda Gabler echa una ojeada a las obras maestras de la Pinacoteca y recorre las tiendas mientras el buen Georges Tesman toma notas sobre la industria doméstica en la Edad Media; Tonio Kröger y Gustav von Aschenbach se detienen unos días allí de camino para Italia o, por el contrario, a su regreso, y hablan soñadores de las noches de Nápoles y de los crepúsculos de Venecia; Oswald Alving, que subía hacia Noruega, inquieto por sus vértigos, hace un alto en el camino para consultar a un buen médico en Fráncfort o en Múnich. La obsesión de los viajes, para un corazón joven, es casi siempre corolario de la del amor; Fernande acecha, en el recodo de cada paisaje, al pie del pedestal de cada estatua, la aparición de uno de esos exquisitos seres que llenan las páginas de las novelas y de los libros de poemas. El estilo un poco soso de estas ensoñaciones no les impide contener lo esencial: la necesidad de amar, que Fernande envuelve en nubes de literatura, y la necesidad de gozar, que ella no se confiesa a sí misma.
Debieron iniciarse algunos pálidos idilios en la casa de huéspedes, con ocasión de un libro prestado o devuelto, de un paseo por el Parque adonde el amable Herr X. propone cortésmente acompañar a la señorita o, sencillamente, al ver a un joven extranjero leyendo en una mesa cercana y a quien, al día siguiente, ya no se vuelve a ver. Pero el elemento femenino es mayoría. Hay correctas mises inglesas y americanas, que casi no se distinguen unas de otras salvo por su acento, que acuden allí para perfeccionar el solfeo o la técnica pianística. También hay mujeres más robustas, mal vestidas por propia voluntad, luciendo corbata y a veces lentes, agresivamente indiferentes a su propia fealdad o a su propia belleza. Éstas copian en los museos, dibujan desnudos, aprenden arte dramático y, en ocasiones, distribuyen libelos socialistas. Una o dos veces, alguna hermosa muchacha mal peinada, que ha dejado tras de sí, por alguna parte de Escandinavia o de Polonia, a su decente familia, invita a Fernande para que comparta con ella en su habitación un pastel regado con kirsch. Pero el feminismo a ultranza, el tajante aserto de que todo está por reconstruir en la moral del amor asustan a la señorita de Suarlée; retira la mano que la joven anarquista ha acariciado afectuosamente.
Lo mismo que en la casa del barrio de Ixelles, se encuentra sola. Empieza a percatarse de que, de no haber alguna afinidad selectiva, siempre difícil, los seres no se aproximan ni forman lazos duraderos a no ser que el medio social, la educación, las ideas o intereses comunes les unan, y cuando sus palabras son pronunciadas en una misma jerga. Fernande no habla la lengua de aquellos transeúntes más liberados que ella. No tiene, como ellos, razones para estar allí: no trata de perfeccionarse en la música. Nunca será poeta ni crítico de arte y es incapaz de pintarrajear ni siquiera una acuarela. La injusticia social que conmueve a la rusa de cuello duro, su vecina de piso, no es en su mundo sino un tópico para obreros huelguistas y no comprende que una mujer tenga opiniones políticas. Pero ¿dónde está su puesto y qué puede ella hacer? Dedicarse a las buenas obras, como le aconseja Jeanne para entretenerse en los inviernos, se le presenta bajo el aspecto de un grupo de damas autoritarias, tipo coronela, que cosen canastillas y amonestan a las madres solteras. El convento que, en su lecho de muerte, le parece la mejor solución para su hija, no la atrae de momento; la austeridad de las órdenes contemplativas la espanta; la idea de tener que cuidar a los enfermos provoca en ella unas repugnancias de las que sabe no podrá deshacerse. El hábito del Sagrado Corazón tampoco la seduce. Nada de todo esto puede llenar su vida. El matrimonio es la única salida, aunque nada más sea para no permanecer en el rango inferior de joven sin colocar. Pero ni Oswald Alving, ni Tonio Kröger le hacen proposiciones y las únicas soluciones prácticas son las que suelen encontrarse, vestidas de frac, en Bruselas.
Tuvo, no obstante, su idilio alemán. En un hermoso mes de septiembre, pasaba una temporada con la Fraulein en un hotelito al linde del Bosque Negro. Salió sola para dar un paseo. La Fraulein, que padecía de migraña y continuaba teniendo fe en la virtud germánica, la acompañaba cada vez menos a estos paseos. Aquel día no había muchos paseantes; los estudiantes que solían caminar cantando, y a veces gritando, lieders de Schubert habían vuelto a sus universidades. Mademoiselle de C. de M. iba por uno de esos senderos en cuyas ramificaciones es imposible perderse, por estar muy bien señalizados en rojo y azul. Acabó por sentarse en un claro, sobre un banco de hierba. Sin duda llevaba, como de costumbre, un libro. Al cabo de un momento, un joven guardabosques, vestido con calzón corto, se sentó a su lado. Era hermoso, con una belleza rubia de Sigfrido. Él le dirigió la palabra; no era del todo un rústico. Intercambiaron las habituales banalidades: ella mencionó el país de donde procedía y explicó que Alemania le gustaba mucho. Poco a poco van acercándose: aquel apuesto muchacho sencillo la había hechizado.
Él le da un beso, ella se lo devuelve, le consiente después una caricia. Sus audacias no fueron muy lejos pero, por lo menos, Fernande sabe lo que es poner su cabeza en el hombro de un hombre; ha sentido el calor y el contacto de sus manos, se ha abandonado a esa violenta dulzura que trastorna todo el ser. En lo sucesivo, sabe que su cuerpo es algo distinto de una máquina de dormir, de andar y de comer, algo distinto asimismo de un maniquí de carne que se cubre con un vestido. El suave salvajismo silvestre la transporta a un mundo en el que ya no valen los falsos rubores que la paralizan en la casa de huéspedes. La Fraulein constata, una vez más, que el aire puro le sienta bien a la señorita.
Era demasiado escrupulosa para no confiarle, más tarde, a Monsieur de C. esta pequeña aventura. Michel tenía, respecto a la libertad de las mujeres no casadas, las ideas más amplias: una confidencia de aquel tipo sólo le parecía indicada en el caso de que el encuentro hubiera tenido por resultado un hijo a quien hubiera que proveer y que pudiese algún día ser objeto de un chantaje. La confesión de Fernande le pareció tonta, le irritó. Dejando a un lado las profesionales y algunas locas que no le interesaban, Michel —ya lo he dicho— estaba empeñado en creer que las mujeres eran unas criaturas ajenas a toda pulsión carnal, que sólo cedían por ternura al hombre que supiera seducirlas, y que no experimentaban en sus brazos otro goce que no fuera el del amor sublime. Aunque su propia experiencia hubiera agrietado continuamente esta noción, siguió toda su vida manteniéndola, oculta en esas profundidades en donde yacen las opiniones que nos son queridas pero que los hechos contradicen, y volvió a sacarla de cuando en cuando hasta el final de sus días. A menos, empero, que, saltando de uno a otro extremo, no tomara a todas las mujeres por Mesalinas, lo que también presentaba dificultades. Fernande, en esta ocasión, le pareció una tonta que había creído leer, en los ojos de un bruto alemán, la luz del amor cuando lo que en ellos había era lo que Michel llamaba un grosero deseo, siempre que no fuera él quien lo sentía. Que ella hubiera experimentado un puro deleite de los sentidos no sólo hubiera sido deshonroso para ella, sino inexplicable. Pero las mujeres, pensaba Monsieur de C., están más allá de toda explicación.
Llovió en los días siguientes: Fernande no volvió a ver a su Sigfrido. Cuando llegó el invierno, se reintegró sin gran placer al circuito mundano. El barón H., a quien vislumbró varias veces en alguna velada, no era ya más que un bello sueño de anteayer. Una impresión de «ya conocido» ponía sobre todo aquello un tinte gris. Le asqueaba aquella grosería muy real que observaba en algunas de sus parejas de baile; la risa basta que se desencadena tanto más ruidosamente cuanto que la chanza ha tardado en ser entendida, las conversaciones entre dos señores, sorprendidas en el buffet donde sólo se habla de informes de la Bolsa, de cuadros de caza o de mujeres. Su carné de aquel invierno me prueba que tuvo por pareja al menos a dos jóvenes que más tarde hicieron una carrera honrosa en la política o en las letras, pero dudo que hablasen de literatura entre dos contradanzas y, aunque hubieran discutido la caída del ministerio, Fernande no los hubiera escuchado. Fue entonces, sin duda, cuando adoptó por divisa un pensamiento leído en no sé qué libro: «Conocer bien las cosas es liberarse de ellas». Más tarde se lo dio a conocer a Monsieur de C., que quedó convencido. A menudo he tachado yo de falsa esa frase. Conocer bien las cosas, por el contrario, es casi siempre descubrir en ellas unos relieves y riquezas inesperadas, percibir relaciones y dimensiones nuevas, corregir esa imagen insípida, convencional y sumaria que nos hacemos de los objetos que no examinamos muy de cerca. En el sentido más profundo, sin embargo, esta frase toca a ciertas verdades primordiales. Pero, para hacerlas verdaderamente suyas, primero es menester hallarse saciado en cuerpo y alma. Fernande no lo estaba.
Pasaba el tiempo sin que se supiera cómo. El 23 de febrero de 1900, bajo un cielo gris de invierno, Fernande festejó con melancolía sus veintiocho años.
Aquella misma semana más o menos, recibió de una antigua amiga de la familia, la baronesa de V. (de nuevo, esta inicial es inventada, pues el nombre de esta señora, a quien bien puedo llamar autora de mis días, se me ha olvidado), una carta que requería inmediata respuesta. Aquella anciana señora, que sentía gran afecto por Fernande, la invitaba a pasar las fiestas de Pascua en el hotelito que poseía en Ostende, situado entre las dunas y agradablemente aislado. La baronesa de V., que apenas hacía caso a su finca «La Temporada», iba muy pocas veces y sólo recibía invitados en la primavera y en el otoño. Informaba a Fernande que, en esta ocasión, junto con otros familiares que Mademoiselle de C. de M. ya conocía, encontraría asimismo a un francés de unos cuarenta años, de buena prestancia y hombre muy culto, con quien su joven amiga podría hacer amistad. Monsieur de C. había perdido a su mujer el otoño pasado; tenía un hijo, un muchacho de unos quince años, del que se ocupaban, sobre todo, sus abuelos maternos; excepcionalmente, en lugar de viajar como tenía por costumbre, había pasado el invierno en su palacete de Lille. Poseía en las colinas de Flandes, no lejos de la frontera belga, una propiedad cuyas hermosas vistas —que la baronesa había podido admirar— se extendían, cuando el día estaba claro, hasta el Mar del Norte. Era de esperar que aquella semana transcurrida en compañía de personas agradables, en casa de su vieja amiga, devolviera un poco de alegría y de confianza en la vida a aquel hombre enlutado. Fernande aceptó, como ya había hecho en otras ocasiones, la invitación de la amable señora. Hizo lo que cualquier mujer hace en un caso semejante: se compró uno o dos vestidos y mandó retocar algunos de los que ya tenía.
Cuando entró en el salón de la baronesa, la misma noche de su llegada, vio en medio de un grupo a un hombre de aventajada estatura, muy derecho, con la cabeza alta y que hablaba con vivacidad. No daba en absoluto la impresión de estar triste. Monsieur de C. era un brillante conversador, como bastantes hombres de aquella época y como ya apenas existen en la nuestra, ahora que los seres humanos parecen comunicarse cada vez menos. No se limitaba al monólogo: por el contrario, era de los que prestan a sus interlocutores más fuego, inteligencia y alegría de la que tienen. Su cráneo afeitado y sus largos bigotes caídos daban a este francés del Norte un falso aspecto de magnate húngaro... Los ojos, de un azul intenso, un tanto brujos, brillaban hundidos bajo unas cejas enmarañadas. Como no era muy observadora, Fernande no se fijó, aquella noche, seguramente en las largas y finas orejas que Monsieur de C. presumía de mover a voluntad. En la mesa, en donde lo tuvo como vecino, admiraría probablemente sus manos grandes de hombre aficionado a los caballos y de herrero, sin advertir, sin embargo, que el dedo mediano de la mano izquierda estaba cortado a la altura de la primera falange. Todos estos detalles, que doy aquí por comodidad, habrían fácilmente constituido al invitado de la baronesa V. una fisonomía extraña, casi temible, si lo que tenía de caballero y hombre de mundo no hubiera predominado. Con Mademoiselle de C. (sobre la cual había recibido una carta análoga a la que recibió Fernande acerca de él) tuvo todas las atenciones requeridas. Después de cenar, cuando se habló de tocar algo de música, Fernande se disculpó, recordando a su anfitriona que ella no sabía cantar, ni era una experta tocando el piano. Monsieur de C., a quien no gustaban los talentos de salón, se congratuló de ello.
La baronesa, casamentera benévola como lo son por instinto muchas mujeres de su edad y de su ambiente, los dejaba a menudo solos. La mayor parte de los invitados se habían marchado ya.
Fernande y Michel pasean, de mañana, por las playas aún desiertas en aquel desapacible abril. Enredándose en sus largas faldas y en el velo que se pone para protegerse de la arena, Fernande es incomodada por el viento. Michel tiene que aminorar el paso, símbolo de futuras concesiones. Alquila un caballo. Ella no tiene traje de amazona y además apenas sabe montar; él se dice que habrá que educarla. Fernande lo contempla, desde la veranda, caracolear por las dunas. Es tal la belleza de aquella costa que incluso deshonrada como lo estaba ya en esta época, en cuanto se vuelve la espalda a las feas alineaciones de chalés construidos en el dique, se tiene ante los ojos la inmensidad fluida sin nombre y sin edad, la arena gris y el agua pálida que el viento recorre sin cesar. A la distancia en que se encuentra, Fernande no distingue los detalles del traje del hombre, ni de los arreos de su montura: sólo a un jinete y su caballo, como en la mañana de los tiempos. Con la marea baja, Michel vuelve su caballo hacia el mar; el animal se adentra en él hasta que el agua le llega a los corvejones, para refrescarse; el jinete que contempla el horizonte está, en aquel momento, a mil leguas de Fernande. En días de lluvia, la charla al amor de la lumbre constituye el mejor recurso. Él se percata de que Fernande cuenta las cosas admirablemente, a la manera de un poeta; además, no tiene ningún acento, gracias a Dios, cosa que este francés no soportaría.
Se queda pensativo: hará dos o tres años, durante otra de sus estancias en Ostende, propuso a Berthe, su primera mujer, que dieran un paseo por las dunas. Berthe tuvo un mareo (todas las mujeres son iguales, ridículamente apretadas en sus corsés). Pasaban por delante de la verja de un hotelito; un criado ordenaba las sillas de mimbre en el porche. Monsieur de C. pidió permiso para que Berthe se sentara. La baronesa, que entretanto se había presentado, retuvo a los dos extranjeros; nació una amistad, sobre todo entre Michel y la anciana señora, ya que Berthe le parecía a esta última algo seca y dura. ¿Iba a repetirse la misma historia con nuevos elementos, sólo por el hecho de habérsele ocurrido dar una vuelta por las dunas hará dos o tres otoños? La descripción que la baronesa le envió de Fernande es bastante exacta: hermosos cabellos mal peinados. Ojos cariñosos y no sólo porque desee gustarle a él, mira a la señora del kiosco de los periódicos y al barrendero municipal con la misma mirada tierna y lejana. Para pertenecer a un ambiente como el suyo, ha leído mucho. Su edad es la apropiada. Monsieur de C. piensa que, para un cuarentón, casarse con una muchacha de veinte años es estar seguro de que sus vecinos en el campo le pellizcarán las nalgas. (Dejo a Michel su lenguaje, sin el cual no lo reconocería.) Por la misma razón, es bueno que no posea una belleza deslumbradora. Tiene clase, en todo caso, y es un punto que cuenta para este hombre que repite sin cesar que la clase y la raza no son nada, el nombre no es nada, la situación social no es nada y el dinero no es nada (aunque él lo gaste alegremente) y que, en general, todo es nada.
Supone que su madre le hará observaciones agridulces, pero la benevolencia no es una cualidad propia de Madame Noémi, eso ya se sabe. Le preocupa el dinero o, más bien, le preocuparía si fuese capaz de preocuparse, y prevé el aumento de gastos que va a suponer Fernande, pero gastar por una mujer es una parte del placer que espera de ella. Mademoiselle de C. de M., afortunadamente, posee su pequeña fortuna personal con la que podría arreglarse si algo se rompiera entre ellos. El invierno al lado de su madre ha sido lúgubre; viajar solo tampoco resulta siempre muy divertido. Además, existe la mujer, para este hombre a quien gustan mucho las mujeres. Los adulterios mundanos llevan mucho tiempo; de las prostitutas no quiere oír hablar; no le gustan las camareras. Hubiera podido, es evidente, casarse con alguna de las hermanas de Berthe, pero tampoco. Echa una mirada apreciativa al cuerpo tierno y algo blando de Fernande.
Mas cuando le hace algunos avances, Mademoiselle de C. de M. vacila. No es que la baronesa la haya engañado: él no está mal. La amistosa casamentera dejó en el aire, sin precisarlos mucho, algunos pequeños detalles, de los que quizá no está muy al corriente ella misma. El francés que, según ella, rondaba los cuarenta años, tiene exactamente cuarenta y seis. La muerte casi súbita de su primera mujer lo ha conmocionado; no lo ha consternado, como la carta de la baronesa tendía a hacer creer. El palacete de Lille pertenece, de hecho, a la gruesa y opulenta Noémi, que reina asimismo sobre el Mont-Noir y sus hermosas vistas, y no lo soltará hasta que se encuentre in articulo mortis. Michel sólo se encuentra en su casa en los grandes hoteles. La baronesa no ha dicho nada concerniente al pasado del presunto novio, pero la historia de su vida, vivida al azar, y más propia del siglo XVIII que del XIX, más bien excitaría, sin duda, que inquietaría a Fernande. Sin demasiado saber por qué y sin emplear este término que no está en su vocabulario, siente que está ante un ser humano de gran talla. Pero no experimenta, en presencia de aquel francés impetuoso y desenvuelto, el estremecimiento delicioso que, según ella, constituye el amor. No es culpa suya si prefiere el tipo angélico, el tipo esteta y el tipo Sigfrido al de oficial de caballería. Michel, que no está acostumbrado a que las mujeres se le resistan, se desconcierta y se irrita. Encuentra, por fin, la proposición que le hace ganar la batalla:
—Tiene usted el proyecto de pasar el verano en Alemania. Cuánto me gustaría descubrir a su lado ese país, que conozco bastante mal... Podemos llevarnos a esa Fraulein de la que tanto me habla. Hay que respetar las conveniencias, siempre que no molesten con exceso...
Este ofrecimiento sofocó y encantó a Fernande. De regreso a casa de Jeanne, anunció a los suyos este viaje de compromiso. Se escandalizaron. Pero lo que más les escandalizaba de esta historia era la nacionalidad de Monsieur de C. Con qué tono, cerca de diez años más tarde, oí yo exclamar a la prima Louise, con el alma llena de melancolía y de patriotismo: «¡Qué lástima, de todos modos, que la hija de Fernande sea francesa!». Aún no habíamos llegado ahí. Théobald hizo, no obstante, algunas observaciones por principio. Jeanne no hizo ninguna, pues sabía que Fernande obraría, de todas formas, según su capricho. La Fraulein subió protestando a hacer las maletas.
Aquellas maletas fueron el primer contratiempo del viaje. En un momento de distracción, la Fraulein las había facturado para Colonia en mercancías. Llegaron la víspera del día en que aquellas tres personas dejaban esta ciudad. Su retraso fue para Michel una ocasión de ofrecerle a Fernande algunas fruslerías que, de momento, le hacían falta y que él eligió para ella en unos almacenes que vendían cueros ingleses y novedades de París. La Fraulein aprovechó una parada en Düsseldorf para pasar por las oficinas de la compañía de máquinas agrícolas que representaba su prometido de antaño. Le informaron de que Herr N. había muerto en Pomerania; mandó decir una misa por el alma del estafador y cumplió todos los años este piadoso rito, hasta el fin de sus días. Michel y Fernande, que habían ido a visitar el pequeño castillo rococó de Benrath y a soñar con fiestas galantes, nada supieron del duelo de la austera institutriz; unos veinte años más tarde, una antigua doncella de Jeanne, a quien la vieja alemana había hecho confidencias, me contó burlonamente esta historia.
Michel y Fernande se sumergen en la llaneza alemana. A ambos les gustan las fiestas de pueblo, donde apuestos muchachos bailan el vals con chicas hermosas y, en Múnich, en el Jardín Inglés, los plácidos grupos de burgueses saborean su cerveza delante de la Torre China. La Pasión de Oberammergau les gustó; Michel había convencido a Fernande para que renunciase a la incomodidad agradable de las casas de huéspedes; desde su habitación del hotel, la Fraulein que ha pasado, en lo referente a Monsieur de C., de una desconfianza gruñona a una admiración sin límites (él es cortés y hasta galante con ella), agita su pañuelo cuando arranca el coche de los insólitos novios, a quienes no querría estorbar con su presencia y que se dedican a explorar las curiosidades de la ciudad y de sus alrededores. Como siempre, víctima de sus migrañas, pide a Monsieur y a Mademoiselle que le compren en la farmacia unos específicos de nombres repelentes y efectos molierescos; pone inocentemente, en su comedia romántica, el indispensable elemento chusco.
Ambos comulgan en la admiración por Luis II de Baviera: los parajes en donde se encuentran sus castillos les encantan, pero es una suerte que el guía que los acompaña no entienda las observaciones del francés acerca de las consolas estilo Luis XIV y los asientos Luis XV del Faubourg Saint Antoine con que el poético rey amueblaba algunas de sus moradas. Fernande indica gentilmente que dichas faltas de gusto son más bien enternecedoras. Bogan por el lago de Starnberg en un viejo vapor todo dorado, que antaño fue una embarcación real, buscando juntos en la orilla el lugar en que el Lohengrin supuestamente demente arrastró consigo a la muerte a su gordo médico alienista, con gafas y paraguas. Algunos de los desdenes de Michel, no obstante, influyen en Fernande: ya no mira a los oficiales que arrastran el sable por las calles con el mismo respeto que le había inculcado la Fraulein.
En Innsbruck, al finalizar el verano, empezó a soplar un viento agrio traído de Francia por el hijo de Monsieur de C., a quien, con dieciséis años, aún llamaban el pequeño Michel. Su padre lo había invitado imprudentemente a pasar dos semanas en el Tirol con su futura madrastra, entre unas aburridas vacaciones en casa de sus abuelos maternos y el retorno a un colegio cualquiera de Lille, de Arras o de París, Monsieur de C. no se acordaba muy bien de dónde, ya que el indisciplinado joven cambiaba a menudo de colegio. Ni Michel, ni Berthe se habían ocupado nunca mucho de su hijo. Cerca de un año antes, el adolescente había hecho indignarse a Monsieur de C., negándose a entrar en el cuarto de la moribunda; de creer a su padre, había pasado aquellos días atroces manipulando, en la feria, las máquinas tragaperras. Monsieur de C. no había percibido, por debajo de aquella huraña indiferencia, los efectos de una infancia amargada y frustrada, agravados por el espectáculo de un sordo conflicto conyugal, más penoso quizá para el muchacho que para sus mismos padres, y finalmente reforzados por aquella semana de agonía. Tampoco se había percatado de que, a los ojos de un adolescente, aunque éste no hubiera querido mucho a su madre, un viudo de cuarenta y siete años mimando a la sustituta podía parecerle odioso o vagamente obsceno. Fernande empeoró la situación con vanos esfuerzos de solicitud maternal.
Mi hermanastro escribió, cincuenta años más tarde, un corto relato de esos días cuyo recuerdo, entretanto, se había ido agriando en él. Sus cóleras de adolescente se mezclan en la narración con sus ideas preconcebidas de hombre maduro. Este genealogista aficionado, que pasa su tiempo libre anotando diligentemente milésimas de nacimiento, de matrimonio y de muerte, comprendidos los de Fernande, habla de su madrastra echándole unos treinta y cinco años, edad que ella nunca llegaría a alcanzar. Ya hemos visto que tenía veintiocho. Los adolescentes tienden casi siempre a envejecer a los adultos: no es sorprendente que el muchacho cometiera este error, pero es sintomático que lo repitiese cincuenta años después, a pesar de las fechas que él mismo había consignado en otra parte. Ridiculiza la cintura ajustada de la novia y sus curvas, que su padre encontraba seductoras, sin darse cuenta de que está juzgando a una mujer de la «Belle Époque» según la estética de la línea filiforme. Las fotografías de Fernande por aquel entonces muestran lo que uno esperaba ver: las sinuosidades discretas de una silueta de Helleu. Me pregunto, empero, si el hijastro no habrá superpuesto inconscientemente a esta primera imagen de su futura madrastra la que nos conserva una fotografía que data de unos meses antes de nacer yo, la última, al parecer, que le hicieron antes de las imágenes depuradas de su muerte. Fernande aparece repentinamente ensanchada, ceñida en un apretado traje de viaje: así es como Noémi y mi hermanastro la verían marchar del Mont-Noir para no volver más.
La crítica que hace sobre su cuperosa quizá esté más fundada. El mal era frecuente, como lo prueban los anuncios de especialidades farmacéuticas de los periódicos de la época. La mirada hostil del colegial pudo descubrirlo por debajo de los polvos de arroz. Que Monsieur de C., tan poco compasivo con los menores defectos de sus mujeres, no hablara de ello, testifica al menos que aquellas rojeces no desfiguraban a Fernande. El reproche de afectación puede que no careciese de fundamento, en una época en que era tan corriente. De todos modos, aquella mujer que citaba de buen grado a sus poetas favoritos delante de los paisajes que le gustaban no podía por menos de parecerle afectada a un muchacho que pertenecía más bien a la categoría de los malos estudiantes. Mi hermanastro añadía, con una satisfacción que no trata de ocultar, haberse enterado enseguida de que aquella fastidiosa desconocida era de muy buena familia. Esperemos que esta observación sea posterior y que un chico de dieciséis años no sintiera ya tanto respeto por las buenas familias.
Una vez que el huraño colegial volvió con los frailes, Michel y Fernande disfrutaron en paz del final del verano en los lagos de Salzburgo. El otoño se insinuaba en el aire. Algo estaba terminando: sus futuros viajes nunca tendrían la libre fantasía de aquel largo paseo prenupcial. En una de esas mañanas en que el sol evapora las nieblas, al fondo del melancólico parque de Herllbrun, al volver un recodo, se encontraron ante un pedestal sin estatua. Fernande le hizo observar a Michel el vaho que salía de la tierra húmeda, que se condensaba, ascendía del zócalo como el humo de un sacrificio y luego seguía elevándose, cambiaba, imitaba vagamente las blancas formas de una diosa o de una ninfa fantasma. A Michel, durante toda su vida, le había gustado apasionadamente la poesía, la había encontrado sobre todo en los libros. Acaso fuera la primera vez para él que una joven culta, con un gracioso juego de imaginación, la hacía renacer a su alrededor con toda su frescura. Se sentía en el país de las hadas. Pero las hadas son caprichosas y, en ocasiones, locas. Cuando Michel, de vuelta del Mont-Noir, pasó dos días en Bruselas con el fin de ocuparse de las amonestaciones, se encontró a una Fernande desconsolada, que hablaba de su vida acabada, de su corazón hecho pedazos y de su triste porvenir. Lo mismo que un cuerpo celeste perturba a otro cuando pasa por su lado, así el barón de H., vislumbrado en alguna reunión de sociedad, tal vez hubiera, sin saberlo, causado esta crisis. Fernande anunció que si se casaba lo haría vestida de luto riguroso. Monsieur de C. no se conmovió por tan poca cosa:
—¿Cómo, querida amiga?... ¿Chantilly negro?... Será precioso.
Fernande renunció a esta veleidad.
Pero unos días más tarde, ya de nuevo en Francia y teniendo que asistir a la ceremonia de la misa por su primera mujer, que se celebraba a finales de año, Michel, en una mañana probablemente gris de finales de octubre, recibió de Fernande una carta que conservó cuidadosamente después. Lo mejor que en la joven había se expresaba en ella:
Mi querido Michel:
Quiero que recibas estas palabras mías. Este día va a ser tan triste para ti... Estarás tan solo...
Ya ves, qué tontas son las conveniencias... Era completamente imposible para mí acompañarte y, sin embargo, ¿hay algo más sencillo que estrecharse uno contra otro y ayudarse entre sí cuando nos queremos...? A partir de estos últimos días de octubre, olvida todo el pasado, mi querido Michel. Ya sabes lo que dice ese buen señor Feuillée sobre la idea del tiempo: que el pasado no es verdaderamente pasado para nosotros hasta que no lo hemos olvidado.
Y además, ten confianza también en las promesas del porvenir y en mí. Creo que este mes de octubre opaco y gris no es más que una nube entre dos claros: el de nuestro encantador viaje a Alemania y el de nuestra vida futura. Aquí, en familia, me siento de nuevo aprisionada por las inquietudes y preocupaciones de la existencia, por los «qué dirán», por ese espíritu temeroso y estrecho de todo el mundo. Allí, cuando estemos de viaje bajo un cielo más claro, recobraremos toda nuestra alegre despreocupación, aquella envoltura de afecto e intimidad, sin choques ni conmociones, que tan dulce nos resultaba.
Me siento feliz al pensar que ya no faltan más que tres semanas... Y durante estos días, no voy a decirte: no estés triste, sino no estés demasiado triste. Te espero el martes por la tarde, en cuanto llegues.
Un beso de mi parte al pequeño Michel. Mis mejores recuerdos a los tuyos... Te quiero mucho.
Fernande
El buen señor Feuillée debía ser Alfred Feuillée, filósofo bastante leído por entonces, y la mención demostraría una vez más que Fernande no desdeñaba las lecturas serias. Los «mejores recuerdos a los tuyos» parecen una forma de aludir, sin nombrarla, a Mame Noémi, a la que ya aborrecía. La alusión al «pequeño Michel» indica que la inocente Fernande aún se hacía ilusiones sobre el grado de afecto que podría inspirar algún día a su hijastro.
Michel necesitó aquel talismán para enfrentarse no tanto a la ceremonia de la misa de fin de año como a la del matrimonio, dolorosa para un hombre de cuarenta y siete años que ha pasado ya una primera vez por esas Horcas Caudinas. La antevíspera, un rito solemne tuvo lugar en casa de Jeanne: el reparto de la plata que, en un principio, había quedado indivisa entre ambas hermanas. Todo un lote se extendía encima de la mesa del comedor, entre papeles de seda. La Fraulein se atareaba contando y recontando los cubiertos. En una lista minuciosa se detallaba el aspecto, el valor y el peso de cada una de las piezas. Resultó que faltaban estas dos últimas indicaciones acerca de unas gruesas pinzas para azúcar que representaban unas patas de oso, alrededor de las cuales se enroscaba una serpiente, horroroso objeto que Michel hubiera descartado de buena gana. En aquella hora tardía de la tarde, las joyerías estaban cerradas. Théobald se puso el abrigo, el sombrero y los chanclos y fue a casa de un orfebre conocido suyo, que consintió en bajar a la tienda para pesar y hacer la peritación de la cosa. A Michel, aquellas gentes tan escrupulosas le parecían pequeños burgueses. Cuando él tuvo que repartir con su bienamada hermana Marie las joyas y bibelots heredados de su padre, ambos hermanos se habían divertido rifándose cada una de las cosas y él había hecho trampa para que le tocase a Marie lo que más estimaba. Aquellas patas de oso vagamente simbólicas le amargaban el matrimonio.
Por fin amaneció el 8 de noviembre, brumoso y frío, supongo, como son de ordinario en Bruselas las mañanas de noviembre. El tiempo no favorecía ni las emociones tiernas, ni los vestidos claros. La iglesia de la parroquia era de una fealdad banal. Michel había invitado a pocas personas. Su madre y su hijo habían llegado de Lille, ya inquieta la primera al pensar en una progenitura que pudiese disminuir eventualmente la herencia del «pequeño Michel». Vestida de tafetán gris o color cuello de paloma, ofrecía a la vista el majestuoso vestigio de una mujer hermosa, cuyo matrimonio se había celebrado poco más o menos por la misma época que el de Eugenia de Montijo con Napoleón III. Marie de P., hermana de Michel, llegaría probablemente del Pas-de-Calais con su marido, personaje a la vez cortés y triste, en quien se juntaban una austeridad jansenista y antiguas elegancias monárquicas. El excelente y grosero Baudouin, hermano de Berthe, también acudió por lealtad a Michel. La encantadora baronesa casamentera ocupaba, sin duda, un reclinatorio. Pero el conjunto de la familia de Fernande bastaba para llenar la nave. Habría que contar con todas aquellas gentes.
Una sorpresa esperaba a Michel: Fernande le presentó, en los últimos momentos, a su dama de honor, Monique, la hermosa holandesa, que había llegado de La Haya el día anterior, y regresaría aquella misma noche. Vestida de terciopelo rosa, con un gran sombrero de fieltro rosa tapándole los oscuros cabellos, Monique deslumbró y hechizó a Michel. Si la baronesa V. hubiera invitado a Ostende, para las fiestas de Pascua, a aquella joven de rostro dorado y grandes ojos... Mas ya era demasiado tarde y, además, Mademoiselle de G. tenía novio. Por otra parte, Fernande, con su traje de encaje blanco, tenía mucho encanto. A él le pareció aún más encantadora con su austero traje de viaje, dispuesta a marcharse con él lejos de todas las complicaciones.
En 1927 o 1928, uno o dos años antes de su muerte, mi padre sacó de un cajón una docena de hojas manuscritas, de ese formato más ancho que largo que utilizaba Proust para sus borradores y que hoy, me parece, ya no se encuentra en los comercios. Se trataba del primer capítulo de una novela empezada hacia 1904, y que se había quedado ahí. Aparte de una traducción y de unos cuantos poemas, era la única obra literaria que había emprendido. Un hombre de mundo, a quien él llamaba Georges de..., de unos treinta años, aproximadamente, salía para Suiza acompañado de la joven con quien acababa de casarse aquella misma mañana en Versalles. En el transcurso de la narración, Michel, por inadvertencia, había cambiado su destino y les hacía pasar la noche en Colonia. La joven se afligía de verse separada de su madre por vez primera; el marido, que acababa de romper —no sin alivio— con una querida, pensaba ahora en ésta con tristeza y dulzura. Su jovencísima compañera de viaje enternecía a Georges con su ingenua frescura: pensaba que él mismo sería quien, dentro de un minuto, le haría perder aquella noche esa frágil cualidad y haría de ella una mujer igual que las demás. La cortesía un poco forzada, las atenciones tímidamente cariñosas de aquellas dos personas recién unidas para toda la vida, que se encuentran solas por primera vez en un compartimiento reservado, estaban bien expresadas, y bien expresada asimismo la embarazosa elección de un dormitorio con una sola cama en un hotel de Colonia. Georges, mientras dejaba a su mujer preparándose para la noche, iniciaba por aburrimiento una conversación con el camarero, en el fumador. Media hora más tarde, evitando coger el ascensor para no verse sometido a la mirada escrutadora del ascensorista, subía por la escalera, entraba en el cuarto bañado por la débil luz de una lámpara de cabecera y, quitándose la ropa pieza tras pieza, realizaba —con una mezcla de impaciencia y desengaño— los mismos gestos que tan a menudo había hecho en otros lugares, con mujeres de paso, anhelando otra cosa y sin saber muy bien el qué.
Me sedujo la precisión del tono en que estaba escrito este relato sin vana literatura. Era la época en que yo escribía mi primera novela: Alexis. Le leía de cuando en cuando unas páginas a Michel, que sabía escuchar y era capaz de meterse de inmediato dentro de un personaje tan diferente del suyo. Creo que fue la descripción del matrimonio de Alexis la que le hizo recordar su bosquejo de antaño.
Algunas revistas me habían publicado aquí y allá algún cuento, algún ensayo o algún poema. Él me propuso que publicara aquel relato con mi nombre. Este ofrecimiento, singular por poco que se piense en ello, era característico de la especie de intimidad desenvuelta que reinaba entre nosotros. Me negué, por la sencilla razón de que yo no era la autora de aquellas páginas. Él insistió:
—Las harás tuyas arreglándolas a tu gusto.
Les falta un título y habrá que darles, sin duda, algo más de consistencia. Me gustaría mucho que se publicaran, después de tantos años, pero, a mi edad, no voy a someter un manuscrito a un comité de redacción para que lo juzgue.
El juego me sedujo. Del mismo modo que Michel no se sorprendía de verme escribir las confidencias de Alexis, tampoco encontraba nada incongruente en entregar a mi pluma aquella historia de un viaje de bodas en 1900. A los ojos de aquel hombre que repetía sin cesar que nada humano nos tiene que ser ajeno, la edad y el sexo no eran, en materia de creación literaria, sino contingencias secundarias. Problemas que más tarde dejarían perplejos a mis críticos, a él no se le planteaban.
No sé quién de los dos escogió, para aquella breve narración, el título de La primera noche. Aún ignoro si me gusta o no. Fui yo, en cualquier caso, quien señaló a Michel que aquel primer capítulo de una novela inacabada, transformado en novela corta, se quedaba, por decirlo así, en el aire. Buscamos el incidente que cerraría el broche. Uno de los dos inventó un telegrama que el portero del hotel entregaría a Georges en el momento en que sube las escaleras, comunicándole el suicidio de su medio añorada querida. El detalle no es inverosímil: no advertí que convertía en banales aquellas páginas cuyo mérito mayor era el de ser lo más austeras posible. Situamos esta vez la noche de bodas en Montreux, en cuyos parajes nos encontrábamos mientras hacíamos aquel remiendo. Mi manera de «darle consistencia» fue hacer de Georges un intelectual, siempre dispuesto a encerrarse en profundas meditaciones sobre el primer tema que se le presentaba, lo que, contrariamente a lo que yo pensaba, no contribuía a mejorarlo. Así arreglada, la breve narración fue enviada a una revista que la rechazó, tras los acostumbrados plazos, y luego a otra que la aceptó pero, por aquellas fechas, mi padre había muerto ya. La obrita salió un año más tarde y obtuvo un modesto premio literario, cosa que hubiera divertido a Michel y, al mismo tiempo, le hubiera gustado mucho.
En ocasiones me he preguntado qué elementos de realidad vivida contenía aquella Primera noche. Parece como si Monsieur de C. hubiera hecho uso del privilegio propio del auténtico novelista, que es el de inventar apoyándose tan sólo aquí y allá sobre su propia experiencia. Ni Berthe en otros tiempos voluntariosa y atrevida, ni Fernande, más complicada y además huérfana, se parecían en absoluto a la joven novia que tanto quería a su madre. El segundo viaje de bodas, el único que aquí nos concierne, se hallaba muy lejos de reunir por primera vez, en la intimidad mecida por los tumbos del tren, dentro de un compartimiento, a dos personas que apenas se conocían y es dudoso que Michel, para casarse con Fernande, renunciara a una querida oficial. Fue, por el contrario, la soledad de aquel invierno pasado en Lille la que lo determinó, al parecer, a intentar aquella nueva aventura. La parte de confidencia personal se halla más bien en ese tono de sensualidad desengañada y tierna, en esa vaga noción de que la vida es así y que puede que fuese mejor de otra manera. Mutatis mutandis, podemos imaginar a Monsieur de C. en algún Gran Hotel de la Riviera italiana o francesa, todavía bastante vacío en aquel principio de noviembre, pasando una media hora larga en el fumador o en la terraza algo húmeda que da al mar y en donde, por ahorro, no han encendido más que algunos de aquellos globos de porcelana blanca que adornaban por entonces las terrazas de los buenos hoteles. Preferiría, igual que su héroe, la escalera al ascensor. Poniendo el pie en la alfombra roja orlada de un listón de cobre, que lleva a lo que en Italia llaman «el piso noble», sube a un paso ni demasiado rápido, ni demasiado lento, preguntándose cómo acabará todo aquello.
Aquel viaje de bodas, precedido de un largo paseo prenupcial, duró mil días o poco menos. Más bien como paseantes ociosos que como auténticos viajeros, Michel y Fernande repiten sin cansarse una especie de circuito estacional que los lleva de nuevo a los parajes y hoteles preferidos. Su trazado incluye la Riviera y Suiza, los lagos italianos y las lagunas venecianas, Austria, con una internada que llega hasta los balnearios de Bohemia, para luego seguir en línea oblicua hasta Alemania, que sigue siendo una patria para la alumna de la Fraulein. París sólo lo ven de paso, para hacer compras o asistir a una obra de teatro de moda. España, respecto a la cual Monsieur de C. parece haberse quedado provisionalmente en las andaluzas de Barcelona celebradas por Musset, no les atrae: si pasan una temporada en San Sebastián es porque Fernande deseaba hacer el viaje a Lourdes, y vuelven su atención a los Pirineos. Hungría y Ucrania, que Michel había recorrido antaño con Berthe, quedan en lo sucesivo fuera de su itinerario; lo mismo ocurre con Inglaterra, que sigue siendo para él terreno de otra mujer, ésta amada locamente, y tampoco se trata de arrastrar a Fernande, poco aficionada al mar, hacia las islas de Holanda y Dinamarca, en torno a las cuales navegó en otros tiempos. Michel y Fernande sueñan de cuando en cuando con un viaje en dayabied, que no harán, pero que dejará su huella en unos versos de Michel que evocan nostálgicamente los ibis color de rosa y la arena plateada.
Su objetivo es, ante todo, la dulzura de vivir. Los lugares y monumentos ilustres tienen para ellos su importancia, es cierto, pero menos que los climas suaves en invierno y vivificantes en verano, y que ese pintoresquismo que aún abunda en la Europa de 1900. Además, para ellos como para tantos de sus contemporáneos, el hotel es un lugar mágico que tiene a la vez algo de caravanserrallo de cuentos orientales, de burgo feudal y de palacio principesco. En el restaurante saborean la obsequiosidad profesional del maître y del sommelier y el salvajismo domesticado de la música zíngara. Después de pasar un día paseando agradablemente por las callejuelas sórdidas de una vieja ciudad italiana, después de haberse codeado en Niza con la multitud que asiste a las batallas de flores, y en Dachau — encantador pueblecito bávaro tan querido de los pintores— con la del festival de las vendimias, regresan al hotel como a un lugar privilegiado, casi extraterritorial, en donde el lujo y la tranquilidad se compran y en donde se es objeto de las atenciones del portero y de las cortesías del director. Barnabooth, el Marcel de Proust y los personajes de Thomas Mann, de Arnold Bennet y de Henry James no piensan ni sienten de otra manera.
Ni Michel, ni Fernande pertenecen del todo, sin embargo, a ese mundo variopinto que frecuentan en el registro de los extranjeros. Cierto es que a Michel no le desagrada besarle la mano a la Gran Duquesa, que ocupa la suite del primer piso y ha tenido una atención con Fernande; es excitante, al salir de un gabinete particular del Sacher, cruzarse con el Archiduque que sale de otro entre dos vinos y dos mujeres galantes. Los yankees pintorescamente millonarios que atraviesan el vestíbulo detrás de un guía, son unos comparsas divertidos y Sarah Bernhardt, que cena con su empresario, añade sus encantos a los del Gran Hotel. Pero Sarah Bernhardt no es, en suma, interesante más que en un escenario; los americanos son gente que uno no tiene interés en conocer y a Monsieur de C. le gusta repetir el irreverente dicho: «Príncipes rusos y marqueses italianos gente son de poca monta». Incluso las relaciones que no obligan a lo que él llama hacer zalemas están también de más: roban tiempo.
Con mayor razón, tampoco se parecen a esas gentes provistas de cartas de presentación, que arden en deseos de visitar las colecciones del Príncipe Colonna o del Barón de Rothschild, medio cerradas al gran público y que, por consiguiente, resulta elegante haber visto. Las de los museos les bastan e incluso colman su apetito. Visitan las galerías con la esperanza de encontrar, por aquí o por allá, algún bello objeto que inmediatamente les atraiga o les conmueva, pero la obra maestra de dos asteriscos que no les seduce de inmediato no obtiene el favor de una segunda mirada. Esta desenvoltura que no los convierte en aficionados entendidos, al menos les evita los respetos de cumplido y los caprichos de pura moda. La mayoría de los cuadros del Salón le parecen ridículos a Michel y lo son, en efecto. La historia retiene más el interés de ambos y las catástrofes del pasado les producen, por contraste, la impresión de vegetar en una época de densa seguridad. En Praga, Fernande, que conoce bien la historia de Alemania, evoca para Michel los personajes de la Defenestración de 1618 (la de Jan Masaryck, en 1948, aún está por llegar): los heiduques y los reitres a las órdenes del partido protestante arrojaron por la ventana del Hraschin a los dos gobernadores católicos, que saltan desde setenta pies de alto y caen al foso. Un guía que pasa por allí con una hornada de turistas y que entiende el francés le hace observar a la señora que se equivoca de fachada. Tuvieron que trasladar su emoción, por decirlo así. Les entró una risa loca... Aquel día comprendieron que, en materia de grandes recuerdos históricos, como en todas las cosas, la fe es la que salva.
Yo sé lo que me une a esas dos personas que se diría extraviadas entre la multitud del Tiempo Perdido. En este mundo en donde todos piensan en medrar, ellos no lo piensan. Su cultura, cuyos fallos conozco, los aísla: Michel se ha percatado enseguida de que la Gran Duquesa no ha leído nada. Este hombre, que establece instintivamente relación con cualquier animal que se encuentra, aborrece la caza y ama demasiado a los caballos para que le gusten las carreras. Percibe la trampa y la jactancia que hay en el Gran Premio como, por lo demás, en todo. La cocina y los buenos vinos de los restaurantes de moda no interesan a Fernande, quien cena gustosa con una naranja y un vaso de agua. Monsieur de C., comedor de capacidades homéricas, sólo aprecia los platos sencillos: lo mejor de lo mejor para él consiste en encargar en Larue una serie de huevos pasados por agua, en su punto, o un delicioso buey hervido. Los cabarets para truhanes, las cuevas en cuya escalera falta un peldaño y en donde le acogen a uno con abucheos concertados de antemano (¡Aquí llegan los cerdos que estábamos esperando!) sólo le divierten una media hora. Goza con el genio amargo de Bruant y el argot patético de Rictus, pero percibe todo lo que hay de ficticio en aquellos bajos fondos para gentes de mundo. Tan sólo le une a aquella sociedad de juerguistas: la pasión por el juego. Pero Fernande, de momento, lo exorciza: no volverá a jugar hasta que ella muera.
De cuando en cuando se oyen los truenos de una tormenta que no llega, o que estalla tan lejos de allí que no se siente el peligro. A partir de 1899, la guerra de los Boers sobrexcita la anglofobia francesa y Michel, cuando le preguntan si está a favor de Kruger o de Inglaterra, responde que está a favor de los cafres. En 1900, el marido y la mujer devoran en los periódicos, como todo el mundo, el relato de las atrocidades cometidas por los Boers, pero Michel retiene en su memoria, sobre todo, la imagen de las señoras de las embajadas cogiéndose las largas faldas con ambas manos y corriendo a todo correr para llegar las primeras al pillaje del Palacio de Verano. El asesinato de Humberto I de Italia no es más que un suceso terribilísimo. Llamaradas de insurrección se encienden aquí y allá en los Balcanes o en Macedonia, pero sólo son eso: llamaradas. A veces, una mención del Affaire, una alusión al conflicto entre la Iglesia y el Estado reaniman el interés de Michel sobre estos temas. Por amor a la justicia, estuvo a favor de Dreyfus; por amor a la libertad, está a favor de las Congregaciones perseguidas. Por lo demás, no pretende en el primer caso calibrar la masa de imposturas e insultos que se han acumulado en Francia durante años ni, en el segundo, solidarizarse con la Iglesia, cuyos errores y lagunas deplora. Sus indignaciones son breves, al igual que sus cóleras personales. Europa, por la que se pasea en compañía de una dama con boa y sombrerito de velo, es todavía un hermoso parque por donde pasean a gusto los privilegiados y en donde los documentos de identidad sirven, sobre todo, para recoger las cartas de la lista de correos. Él se dice que algún día vendrá guerra y que entonces se va a armar la gorda, pero que después volverán a encenderse las arañas de cristal. En cuanto a la Larga Noche, si es que llega, la burguesía a quien odia, se lo tendrá bien merecido, pero este desbarajuste no acaecerá, sin duda, hasta después de que él ya no esté. Inglaterra es tan sólida como el Banco de Inglaterra. Siempre habrá una Francia. El imperio de Alemania, casi reciente, produce el efecto de un juguete metálico de colores chillones y uno no imagina que pueda desmantelarse tan pronto. El Imperio de Austria es majestuoso por su misma vetustez: Michel no ignora que el simpático y viejo emperador («¡Pobre hombre! ¡Ha sufrido tanto!») Fue apodado hace no mucho el Rey de los Ahorcados, pero en esas lejanas historias de Hungría y Lombardía, ¿cómo separar lo justo de lo injusto? El Imperio ruso, entrevisto con Berthe, parece una suerte de monarquía del Gran Mogol o del Gran Daïr, especie de Oriente casi polar. Una vasta cristiandad inmovilizada en unos ritos más antiguos que los de Occidente, un mar de mujics, un continente de tierras casi vírgenes, los santos momificados de las criptas en la catedral de Kiev y, por encima de todo eso, las cruces de oro de las cúpulas, los destellos de las tiaras y los tonos irisados de los esmaltes de Fabergé. ¿Qué pueden contra todo aquello un viejo hombre de Dios como Tolstói y unos cuantos puñados de anarquistas? Sorprenderían mucho a Michel diciéndole que estas tres grandes estructuras imperiales durarían menos tiempo que los buenos trajes que él se encarga y se alaba de llevar veinte años.
En aquellos tres años, Michel tomó cientos de fotografías. Muchas de ellas, de tipo casi estereoscópico, forman largas bandas arrolladas como papiros, que se abarquillan por las dos puntas cuando trato de alisarlas. Escenas populares: campesinos que aguijonean a sus asnos, campesinas que llevan un cántaro de agua en la cabeza; corros de niñas en las piazzettas italianas o farandolas bávaras. Monumentos que vio a tal hora en un determinado día y cuya imagen, así captada, le recordaría —eso pensaba él— los pequeños y felices incidentes de aquel día. Se equivocaba, ya que nunca, al parecer, volvió a echarle una ojeada a aquellos clichés pronto marchitos. Su tono sepia les imprime una inquietante melancolía: se diría que los han tomado bajo esa luz infrarroja a la cual, según dicen, se distingue mejor los fantasmas. Venecia parece sufrir por anticipado el mal de que hoy se mueve: sus palacios y sus iglesias parecen friables y como corroídas. Sus canales, menos atestados que en nuestros días, bañan en un mórbido crepúsculo, al que Barrès comparaba por entonces con los fuegos maléficos de un ópalo. Un color de tormenta se extiende sobre el lago de Como. Los palacios de Dresde y de Wurzburg, tomados un poco de soslayo por aquel fotógrafo aficionado, parece como si estuvieran ya torcidos por los bombardeos del porvenir. El objetivo de aquel transeúnte sin ideas preconcebidas revela después, igual que hubiera podido hacerlo una radiografía, las lesiones de un mundo que no se sabía tan amenazado.
Algunas figuras animan, a veces, estos escenarios de lujo. Aquí tenemos a Trier, muy jovencillo, con el pelo brillante y liso, comprado en Tréveris, cuyo nombre lleva y que, con sus patas torcidas, ha correteado a lo largo de las ruinas romanas, en su ciudad natal. Está atado con una larga correa a uno de los portaestandartes de bronce que hay delante de San Marcos y vigila con celoso cuidado el abrigo de su amo, su bastón, el estuche de los gemelos, formando una naturaleza muerta de viajero 1900. Y, como es natural, aquí tenemos también a Fernande. Fernande, que se inclina en la fuente de Marienbad, sosteniendo en una mano la sombrilla y un ramillete y, en la otra, un vaso de agua. Está probando el agua y hace una mueca encantadora. Fernande, delgada y erguida, con su traje de viaje, con una falda algo menos larga que de costumbre, que permite ver sus botas altas, entre la nieve de no sé qué estación alpina. Fernande con su traje de calle, con la inevitable sombrilla en la mano, que avanza a pasitos cortos por un paisaje de rocas, mientras su hijastro, encaramado en la cumbre de una formación dolomítica cualquiera, produce un poco el efecto de un joven Troll. Fernande, con blusa blanca y falda clara, y en la cabeza uno de esos enormes sombreros con escarapelas de cintas que tanto le gustaban, paseándose con un libro en la mano por algún oscuro bosque germánico y, con toda evidencia, leyendo versos en voz alta. Una de estas imágenes parece dar testimonio de una felicidad que Michel debió gozar, al menos de manera intermitente, durante aquellos años y cuyo recuerdo evidentemente se ha marchitado después como esos mismos clichés. La instantánea fue tomada en la habitación de una posada, en Córcega. Un feísimo papel de flores, una mesa de tocador que adivinamos coja; una mujer joven, sentada delante del espejo, pone una última horquilla en su complicado moño. Sus brazos alzados dejan que se deslice hasta su hombro la manga amplia de su bata blanca. Su rostro es un reflejo que se adivina, más que verse. En un velador, a su lado, el calentador y la bolsa de agua caliente de los viajeros. Me figuro que Michel no se hubiera molestado en fijar esta escena si no hubiera resumido para él una mañana de tierna intimidad. Debió haber muchas mañanas como aquélla en el transcurso de aquellos tres años.
Y, sin embargo, imperceptibles desgarraduras se van produciendo en su vida fácil, como en una pieza de seda usada por algunos sitios. Parece como si Fernande, al igual que tantas otras mujeres de la época, albergase dentro de sí a una Hedda Gabler crispada y herida. La sombra del barón melómano aparece a veces por el horizonte. Los días de crisis aguda, Michel sale a dar un largo paseo y regresa sosegado: no es de los que eternizan sus enfados. Ya he contado antes la irritación que le producen los anillos perdidos y los trajes demasiado pronto ajados. Fernande, que es miope, y dice que está encantada de serlo («Todo parece más bonito, desde lejos, cuando no se distinguen los detalles») utiliza, sin embargo, en el teatro y en otros sitios, unos impertinentes: instrumento arrogante que transforma un defecto en una especie de altiva reserva, de los que posee toda una colección en oro, en plata y también —lo confieso con vergüenza— en concha y en marfil. El ruidito seco del resorte produce en Michel el mismo irritado sobresalto que el de un insolente abanico.
La indolencia de Fernande limita a su marido a dar paseos anodinos. Sus lecciones de equitación no la han curado de su miedo a los caballos. Para el pequeño yate, que sustituye a los que Michel tuvo con Berthe: La Péri y La Banshee, ha escogido otro nombre de mujer legendaria: La Valkiria (a no ser que la antigua propietaria del mismo, la condesa de Tassencourt, que también era wagneriana, lo bautizase así y entonces el nombre habría sido una de las razones de la compra). Pero ella no tiene nada de una Brunilda. Regresan de Córcega en el sólido vapor-correo. La Valkiria, con su capitán y dos marineros, los sigue a marcha lenta por las costas italianas, ya que estos tres perillanes se paran en cada uno de los puntos en donde tienen algún pariente o amigo, o bien donde encuentran mujeres a su gusto. Michel se ríe al leer sus telegramas compungidos: «Tempo cattivissino. Navigare impossibile», pero Fernande critica el gasto innecesario. Hay ocasiones en que coinciden, en Génova o en Liorna, con su barquito y Monsieur de C. no resiste la tentación de pasar una noche en la cabina mecida por el mar. Pero siente remordimientos. No entra en su naturaleza dejar sola a una mujer en el cuarto de un hotel italiano, con una novela de Loti como único consuelo. Se reúne con ella enseguida y se para a comprarle flores en una plaza cualquiera del Risorgimento.
La brecha se ensancha en Bayreuth. Fernande se impregna allí de leyenda y poesía alemana. Monsieur de C. sigue a Wagner hasta Lohengrin y Tannhäuser inclusive: se le oyó canturrear la Romanza de la Estrella. Pasado este punto, la Música del Porvenir no es para él sino un largo ruido.
Los Tristanes achaparrados y las gruesas Isoldas, Wotan barbudo que se aproxima y las muchachas del Rin parecidas a las pavas de pueblo excitan su ironía apenas menos que los manjares que exponen en el buffet o que, en el entreacto, salen de los bolsillos de los espectadores, los uniformes y los cascos tan teatrales como el bárbaro aparato del escenario, los atuendos rígidos de Berlín o los exageradamente lánguidos de Viena. Mira de arriba abajo, sin simpatía, a los mundanos que acuden desde Francia para aplaudir la Música Nueva; Madame Verdurin se encuentra allí con su camarilla («¡formaremos un clanl! ¡Formaremos un clan!»); las voces agudas de las parisinas destacan entre el fragor de las voces alemanas. Dejando a Fernande que goce ella sola del tercer acto de los Maestros cantores, regresa al hotel y coge a Trier para darle su habitual paseo nocturno. Las farolas encendidas ven pasar a esta pareja amistosa y cínica, en el verdadero sentido de la palabra, a estos dos seres francamente unidos uno al otro, cada cual con su campo de acción más o menos restringido, sus gustos ancestrales y sus experiencias personales, sus caprichos, sus ganas de gruñir y a veces de morder: un hombre y su perro.
Las cartas de sus hermanos devolvían a Fernande una perspectiva más justa de los atractivos de su propia vida. Jeanne se limitaba a un boletín meteorológico con, en ocasiones, la mención de alguna boda, enfermedad o fallecimiento ocurrido en el círculo que frecuentaban; Jeanne no daba ningún detalle sobre su propia existencia, que le parecía no interesar a nadie. Repetidas veces le había propuesto Michel que hiciera, en su compañía y en la de Fernande, un viaje a Lourdes: le parecía que aquella enfermedad singular podría beneficiarse del choque producido por la inmersión en la piscina y por la atmósfera electrizada de una peregrinación. Por lo demás, tampoco negaba la posibilidad de una intervención divina: no negaba nada. Pero Jeanne siempre había respondido fríamente que los milagros no eran para ella.
Las cartas de Zoé estaban impregnadas de una piedad dulce. Menciona con enternecimiento la conmovedora alocución de Monseñor durante la confirmación de Fernand, su hijo mayor; el efecto casi celestial de los ramos, de los cirios y de los cánticos entonados por las niñas del catecismo y, finalmente, la excelente comida servida por las Buenas Hermanas en un convento de la vecindad. Zoé no añadía que le hubiera sido imposible rogarle a Monseñor que asistiera a una comida en la mansión del impío y aún menos en el restaurante de las sobrinas de Cécile. ¿Qué hubiera dicho si hubiese sabido que moriría dos años más tarde y que su Fernand sería arrebatado a los quince años por una fiebre maligna? Imagino que hubiera aceptado sin rebelarse la voluntad de Dios. Pero antes de morir, legó a su marido la parte de bienes de que disponía, empeñándose en darle, pese a todo, aquella prueba de confianza. En un mensaje de adiós, inspirado tal vez en el de Mathilde, o quizá para disimular, esta santa, imbuida hasta el final de las enseñanzas de su madre, de su Fraulein, de las Damas Inglesas y de los consejos del cura de la parroquia, se disculpa humildemente ante Hubert y sus tres hijos de los disgustos que hubiera podido causarles, y les pide que sigan fieles al espíritu de familia. Hubert manifestó su espíritu de familia casándose finalmente con Cécile.
En enero de 1902, Michel y Fernande asisten, en el Pas-de-Calais, al entierro de otra santa: Marie, la hermana de Michel, que murió en un accidente, durante un paseo por el parque, debido a un disparo que se le escapó al guardabosques, rebotó y le atravesó el corazón. Volveré a hablar de la vida y de la muerte de Marie. Digamos únicamente que, más fuerte que Zoé en cuerpo y alma, menos herida en su dignidad de mujer, fue por instinto, por una especie de impulso de todo su ser y sostenida también por las disciplinas mentales de la antigua y austera Francia cristiana, como ella realizó su ascensión hacia Dios. Michel sufrió sin duda mucho más en aquellos funerales que en cierta misa de aniversario a la que había asistido unos tres años atrás. Marie, quince años menor que él, era sin duda alguna el único ser, exceptuando a su padre, a quien hubiese venerado y amado afectuosamente al mismo tiempo. Pero el invierno del Norte se les hace insoportable a Michel y a Fernande: el espejismo de los cielos y de las olas azules pronto los devuelve a Menton o a Bordighera.
La existencia que se había organizado con su segunda mujer era costosa, como se imaginó de antemano. Mame Noémi, inamovible, se negaba a cualquier esplendidez suplementaria y Michel vacilaba en recurrir, como lo había hecho en tiempos de Berthe, a los prestamistas. La solución fue, como siempre, la de pasar el verano en el campo. La matrona, encerrada en sus habitaciones y siempre ocupada en urdir y deshacer intrigas de salón, no los molestaba apenas. Michel no olvidó ir a F. para presentar a Fernande a los hermanos y hermanas de Berthe, a quienes le unía una amistad de veinte años. Una fotografía hípica me lo muestra con sombrero de copa, junto a aquellos señores de L. con sombrero hongo, para la que posaron un instante a la entrada de un restaurante rústico del lugar, al regreso de un rallye o concurso local: más aún que a los jinetes, dedico un pensamiento a los hermosos caballos dóciles cuyo nombre no sé. Tomada por la misma época, con los establos del Mont-Noir al fondo, Fernande vestida de amazona se sostiene como puede sobre la bonita yegua que el palafrenero Achille controla gracias a un largo ronzal, mientras se ríe para tranquilizar a la señora.
Pero pronto acaban estas excursiones y ejercicios. Incluso a pie y bajo el suave sol de septiembre, dar la vuelta al parque con sus praderas y abetales es demasiado cansado para Fernande. Igual que una viajera sobre el puente de un transatlántico, se tiende en una tumbona, a orillas de la terraza desde donde se ve o parece verse, más allá del cabrilleo verde pálido del llano, la línea gris del mar. Nubes majestuosas bogan por el cielo, semejantes a las que pintaban, en aquellas mismas regiones, los pintores de batallas del siglo XVII. Fernande extiende sobre ella su manta de viaje, abre indolentemente un libro, le hace una caricia a Trier, que se acurruca a sus pies. Mi rostro empieza a dibujarse en la pantalla del tiempo.