6

Beleño se despertó sobresaltado con un ladrido de Atta.

La perra estaba de pie. Con las patas muy estiradas y el pelo del lomo de punta, miraba fijamente la entrada de la gruta. Beleño oyó un crujido, como si unas pisadas pesadas se dirigieran hacia ellos.

Estaban cerca y cada vez se aproximaban más.

Atta volvió a emitir un ladrido agudo de advertencia. Mina se despertó con el ruido, se echó la tela sobre la cabeza y volvió a dormirse. Los pesados chasquidos se detuvieron. Una sombra se posó sobre la entrada, tapando el sol.

—¡Monje! Sé que estás ahí.

La voz llegaba amortiguada, pero Beleño no tuvo problemas para identificarla.

—¡Krell! —aulló el kender—. ¡Rhys, es Krell!

Beleño era tan inmune al miedo como cualquier kender que se precie, pero también había sido agraciado con mucho más sentido común que la mayoría de los kender, algo que él achacaba a todo el tiempo que había pasado conversando con los muertos. Así que en vez de apresurarse a ir a saludar al Caballero de la Muerte, como cualquier otro kender habría hecho, Beleño se escabulló rápidamente a cuatro patas y volvió a gritar a Rhys.

—Estoy despierto —contestó Rhys con voz tranquila.

Estaba de pie, con el emmide entre las manos.

—Atta, silencio. Aquí.

La perra trotó para ponerse a su lado. Ya no ladraba, pero no dejaba de gruñir.

Krell entró en la gruta con paso arrogante. No iba embutido en la armadura maldita de los Caballeros de la Muerte que solía llevar. Su coraza era

la de la muerte. El yelmo era el cráneo de un carnero. Los cuernos se curvaban hacia detrás sobre la cabeza y se le veían los ojos a través de las cuencas de la calavera. El peto estaba hecho de huesos, era la parte superior del esqueleto de algún animal de inmensas proporciones. Llevaba los brazos y las piernas recubiertos de hueso, como si hubiera sacado fuera su propio esqueleto. Unas espinas también de hueso le sobresalían de las manos, los codos y los hombros. Para rematar su atuendo, llevaba una espada con empuñadura de hueso.

Tenía un aspecto imponente, aunque los ojos que centelleaban en el interior del cráneo de carnero ya no ardían con la llama aterradora de los muertos vivientes. En su mirada no había luz; estaba apagada. No hedía con el olor de la muerte. Simplemente apestaba, pues estaba sudando bajo todo el peso de la armadura. Tenía la respiración rasposa, porque la coraza era muy pesada y había tenido que recorrer a pie todo el camino desde el castillo.

Beleño dejó de caminar a cuatro patas y se puso de cuclillas.

—¡Krell, estás vivo! —exclamó Beleño, aunque no estaba muy seguro de que aquello fuera una mejoría—. Ya no eres un Caballero de la Muerte.

—¡Cállate! —gruñó Krell. Miró inquisitivamente toda la gruta, echó un vistazo a la niña dormida sin mucho interés, lanzó una mirada furiosa al kender y se volvió hacia Rhys—. He venido a por Mina. En nombre de mi señor Chemosh, exijo saber dónde está.

—Aquí no —contestó Beleño rápidamente—. No sabemos dónde está. No la hemos visto, ¿a que no, Rhys?

Rhys se quedó callado.

Krell entrecerró los ojos. Aunque apenas había luz, la gruta no era muy grande y no había rincones ni grietas donde esconderse.

—¿Dónde está Mina? —volvió a preguntar Krell.

—Puedes comprobarlo tú mismo —contestó Beleño en voy muy alta—. Aquí no está.

—Entonces, ¿dónde está? —inquirió Krell. Seguía con los ojos fijos en Rhys—. ¿Te acuerdas de la última vez que nos encontramos, monje? ¿Te acuerdas de lo que te hice? Te rompí prácticamente todos los huesos de la mano. Ésta vez no voy a perder el tiempo rompiendo huesos. Directamente te cortaré la mano por la muñeca…

Krell empuñó la espada y dio un paso hacia Rhys.

—Atta, quieta… —empezó a decir Rhys, pero ya era demasiado tarde.

Atta se abalanzó sobre Krell y le clavó los dientes en la pantorrilla, una parte que la greba de hueso le dejaba desprotegida.

Krell lanzó un aullido de dolor y se retorció para mirarse la pierna. La

sangre empezó a manar por la herida con las dos filas de dientes marcados. Gruñó furioso y trató de herir a la perra con la espada. Atta se apartó ágilmente, mientras Rhys detenía el golpe con su cayado.

Krell resopló, burlón, y golpeó el bastón con la hoja, creyendo que iba a partirlo. Rhys levantó el cayado con un movimiento rápido y le golpeó con él en la mano. Krell soltó la espada. Doblando los dedos, miró furioso a Rhys, que había dado un paso atrás.

Krell se agachó para recuperar la espada.

—Atta, en guardia —ordenó Rhys.

La perra sacando los colmillos, lanzó un mordisco malintencionado a la mano de Krell. Éste la apartó bruscamente, con los dedos cubiertos de sangre.

—Creo que sería mejor que te fueras —dijo Rhys—. Dile a tu señor que la Mina que busca no está conmigo.

—¡Mientes muy mal, monje! —respondió Krell. El aliento que salía de la calavera del carnero era nauseabundo—. Sabes dónde está y me lo vas a decir. ¡Me suplicarás que te deje decírmelo! No necesito una espada para matarte de mil maneras horrendas.

Rhys no sentía miedo, como le había sucedido cuando estaba en presencia del Caballero de la Muerte. Lo que sentía era asco, repugnancia.

Krell ya no se veía empujado a matar por una maldición de los dioses. Krell mataba por razones ruines y mezquinas. Mataba porque se deleitaba con el dolor y el miedo de sus víctimas, y porque le gustaba sentir que el poder de la vida y la muerte estaba en sus sucias manos.

—Atta —dijo Rhys con voz tranquila—, vete con Beleño.

El kender cogió a la perra, que no dejaba de gruñir, y le cerró el hocico con las manos.

—Vamos a dejar que Rhys se ocupe de esto —susurró.

—No tengo más que decir una palabra a Chemosh, monje —amenazó Krell—, y te arrancará la carne de los huesos, eso para empezar…

Rhys cogía el cayado con firmeza. Lo sostenía en vertical delante de sí, apretándolo entre las manos. No tenía la menor idea de si estaba bendito como su otro cayado. Tal vez sí, tal vez no. Lo que sí sabía era que Majere estaba con él. Sentía al dios como una fuente de paz, calma y tranquilidad.

El brillo de los ojos de Krell se tornó amenazador.

—Vas a decírmelo.

Se acercó a la niña, que seguía dormida a pesar del alboroto, se agachó, la agarró por el pelo y la arrancó de su sueño de un tirón.

Mina cogió aire y lanzó un grito. Se retorció bajo la mano de Krell, intentando liberarse.

Krell la sujetó con más fuerza y puso una de sus enormes manazas sobre la garganta de la pequeña.

Mina dejó escapar un quejido y se quedó rígida.

—Siempre me gustaron jóvenes —rio satisfecho Krell—. Aquí tienes un adelanto de lo que le pasará a la niña si no hablas, monje.

Krell clavó unas uñas largas y amarillentas, que más parecían de un esqueleto que de un hombre, en la garganta de Mina. De las heridas empezaron a manar unos hilos finos de sangre. Mina se estremeció por el dolor, pero no hizo ningún ruido. Sus ojos ambarinos se endurecieron con fría determinación.

—Oh, oh —dijo Beleño, mientras tiraba de Atta hacia la pared.

—La próxima vez se las clavaré más. ¿Dónde está Mina? —preguntó Krell, mirando con furia a Rhys.

Pero quien respondió fue Mina.

—Aquí mismo.

Agarró el guantelete de hueso que cubría el brazo de Krell y clavó los dedos. El guantelete se resquebrajó, se partió y cayó al suelo. Mina siguió apretando y la sangre empezó a salir a borbotones por encima de sus dedos.

Krell gruñó de dolor y agitó el brazo para intentar liberarse.

Mina se lo retorció y se oyó el chasquido de los huesos. Krell aulló entre grandes dolores y, gimiendo, se dejó caer de rodillas. Se veían las puntas desiguales del hueso cubierto de sangre sobresaliendo entre la carne teñida de azul.

Mina lo fulminó con la mirada.

—Me has hecho daño. Eres malo. —Arrugó la nariz—, y hueles mal. No me gustas. Yo me llamo Mina. ¿Qué quieres de mí?

—Esto es una especie de truco… —gruñó el hombre.

—¡Respóndeme! —Mina le propinó una patada en el muslo. La pieza de hueso se partió en dos.

Krell gimió.

—Me envió Chemosh…

—Chemosh. No conozco a ningún Chemosh —repuso Mina—. Y si es un amigo tuyo, tampoco quiero conocerlo. Vete y no vuelvas.

—No sé lo que está pasando —dijo Krell con voz cruel—, pero no importa. Dejaré que sea mi señor quien lo descubra.

Con su brazo bueno, cogió a Mina de la mano.

—¡Chemosh! Ya la tengo… —bramó.

Rhys pegó un salto y balanceó el cayado a la altura de la cabeza de Krell. El emmide silbó al cortar el aire. Rhys bajó el cayado, mirando alrededor estupefacto. Krell había desaparecido.

—Rhys —llamó Beleño con voz estrangulada—, mira hacia arriba.

El kender señalaba con la mano.

Krell colgaba del techo cabeza abajo, suspendido en el aire con una cuerda atada alrededor de la bota. Se le había caído el yelmo del cráneo de carnero, que estaba en el suelo, junto a los pies de Mina.

A Krell se le salían los ojos de las órbitas. Abría y cerraba la boca, sin que de ella saliera sonido alguno. El brazo roto le colgaba inerte. Se retorcía y daba patadas al aire, pero lo único que conseguía era girar y girar en medio de la nada. Mina levantó la vista hacia Rhys.

—Ya no tengo sueño. Es hora de marcharse.

Rhys miró a Krell, contorsionándose colgado de aquella cuerda de fabricación divina, mientras exigía y suplicaba a Chemosh que acudiera a rescatarlo. Rhys miró a Beleño, que a su vez miraba a Mina con expresión atemorizada, y no es fácil intimidar a un kender.

Mina alargó un brazo y cogió a Rhys de la mano.

—Vas a llevarme a casa, señor monje —le recordó—. Me lo prometiste.

Rhys no podía responder. Tenía una sensación en el pecho que lo presionaba y apenas le dejaba respirar. Estaba empezando a comprender la inmensidad de la misión en la que se había embarcado.

—¡Vamos, señor monje! —Mina tiraba de él con impaciencia.

—Mi nombre es Rhys Alarife —dijo Rhys, intentando hablar en un tono normal—. Y él es mi amigo Beleño.

—En… encantado de conocerte —saludó Beleño con un hilo de voz.

—¿Cómo se llama la perra? —preguntó Mina. Se agachó para acariciar a Atta, que pegó un respingo al contacto con la diosa niña y se habría escabullido si Beleño no estuviera sujetándola—. Es muy bonita. Me gusta. Mordió al hombre malo.

—Se llama Atta. —Rhys tomó una profunda bocanada de aire. Se arrodilló para ponerse a la altura de los ojos de la niña—. Mina, ¿por qué quieres ir a Morada de los Dioses?

—Porque es donde está mi madre —contestó Mina—. Está esperándome allí.

—¿Cómo se llama tu madre? —preguntó Rhys.

—Goldmoon —respondió Mina.

Beleño hizo un ruido estrangulado.

—Mi madre se llama Goldmoon —estaba diciendo Mina— y está esperándome en Morada de los Dioses y tú me vas a llevar allí.

—Rhys —intervino Beleño—, ¿podemos hablar un momento? ¿En privado?

—¿No nos vamos todavía? —se impacientó Mina.

—Dentro de un minuto —contestó Rhys.

—Vale, está bien. Voy a jugar fuera —anunció Mina—. ¿La perra puede venir conmigo? —Corrió hasta la entrada de la gruta y se volvió para llamarla—: ¡.Atta! ¡Ven, Atta!

Rhys hizo un gesto con la mano. Atta le lanzó una mirada cargada de reproches y después, con las orejas gachas, salió silenciosamente de la cueva.

—Rhys —atacó Beleño sin más preámbulos—, en el nombre de Chemosh, Mishakal, Chislev, Sargonnas, Gilean, Hiddukel, Morgion y… de todos los demás dioses de los que no logro acordarme en este preciso momento, ¿qué crees que estás haciendo?

Rhys cogió las botas de Beleño y se las tendió. El kender las apartó a un lado.

—Rhys, ¡esa niñita es una diosa! Por si eso fuera poco, ¡es una diosa que ha perdido la chaveta! —Beleño agitaba las manos para dar más énfasis a sus palabras—. Quiere que la llevemos a Morada de los Dioses, un lugar que quizá no exista siquiera, para reunirse con Goldmoon, ¡una mujer que lleva años muerta! ¡Ésa niña está para que la encierren, Rhys! ¡Chiflada! ¡Majareta! ¡Como una cabra!

—Chemosh —aullaba Krell mientras tanto—. ¡Cabrón! ¡Venid a sacarme de aquí!

Beleño señaló hacia arriba con el pulgar.

—¿Qué va a pasar cuando Mina se enfade con nosotros? A lo mejor nos manda a una luna y allí nos quedamos. O levanta una montaña y nos la tira a la cabeza. O nos convierte en merienda de dragón.

—Hice una promesa —dijo Rhys.

Beleño suspiró. Se sentó, cogió una de las botas y se calzó.

—Hiciste esa promesa antes de conocer todas las circunstancias —declaró Beleño, arrastrando hacia sí la otra bota—. ¿Sabes al menos dónde está Morada de los Dioses? Quiero decir, ¿si es que está en algún sitio?

—La leyenda dice que Morada de los Dioses está en las montañas Khal-kist, cerca de Neraka —respondió Rhys.

—Vale, esto se pone mejor todavía —refunfuñó Beleño—. Neraka es el sitio más espeluznante y maligno de todo el continente. Por no mencionar que está justo en la otra punta del continente.

—No está tan lejos —repuso Rhys, sonriendo.

Salieron de la gruta, en la que Krell seguía colgado del techo, retorciéndose y maldiciendo. Parecía que Chemosh no tenía mucha prisa por rescatar a su héroe.

—En mi opinión, te han engañado. —Beleño no se rendía. Se detuvo en la entrada de la cueva y levantó los ojos hacia su amigo—. Rhys, quiero que tengas en cuenta una cosa.

—¿El qué, amigo mío?

—Nuestra historia ha terminado, Rhys —dijo Beleño con seriedad—. Logramos un final feliz, tú, Atta y yo. Dejémoslo aquí y vamos a casa.

El kender hizo un gesto hacia Mina, que estaba corriendo entre las dunas, riendo sin parar.

—Esto es un asunto de dioses, Rhys. No deberíamos inmiscuirnos en algo así.

—En una ocasión, una persona muy sabia me dijo: «No puede darse la espalda a un dios» —contestó Rhys.

—Quien te dijo eso era un kender —repuso a su vez Beleño, malhumorado—. Y ya sabes que no puede confiarse en ellos.

—A uno de ellos le confié mi vida una vez —dijo Rhys, apoyando la mano sobre la cabeza de Beleño—. Y no me falló.

—Bueno, pues entonces es que tuviste suerte —murmuró Beleño. Se metió las manos en los bolsillos y dio una patada a una piedra.

—Mi historia no ha terminado. En realidad, la historia de cada uno nunca acaba del todo. La muerte no es más que otra página. Pero tienes razón, amigo mío —concedió Rhys, suspirando sin querer—. Viajar junto a ella va a ser peligroso y difícil. Tu historia tal vez no haya terminado, pero quizá deberías pasar página y seguir otro camino.

Beleño lo pensó.

—¿Estás seguro de que Majere no va a ayudarme a abrir cerraduras?

—No puedo asegurarlo, pero lo dudo mucho.

Beleño se encogió de hombros.

—En ese caso, supongo que me quedaré contigo. Si no, me moriría de hambre.

Beleño sonrió y guiñó un ojo.

—¡Es sólo una broma, Rhys! Sabes que nunca os dejaría a ti y a Atta. ¿Qué haríais vosotros dos sin mí? ¡Seguro que dejabais que os mataran unos dioses locos!

«Ése podría ser el final de nuestra historia», pensó Rhys. Chemosh no sería el único dios que estaba buscando a Mina.

Pero guardó su pensamiento para sí y, silbando a Atta, dio la mano a Mina, que llegó hasta él dando saltitos.