10
Beleño había estado esforzándose por demostrar a Mina que se sentía ofendido, lo que era comprensible, porque primero lo había metido en un montón de agua salada y después estuvo a punto de ahogarlo, pero un rato después ya la había perdonado. Le gustaba la nueva sensación de poder respirar debajo del agua como si tuviera branquias en el cuello que palpitaran hacia dentro y hacia fuera. Se palpó el cuello para comprobar si realmente las tenía y se quedó muy desilusionado al ver que no era así. En ese momento, llegó al castillo.
Rhys y Mina estaban discutiendo. Por lo que parecía, Mina quería que Rhys entrara y el monje se negaba rotundamente, actitud que Beleño, como kender con sentido común, aprobaba, pues había supuesto inmediatamente que aquel edificio debía de ser el Solano de Famas o la Sala del Sacro Lejos o como se llamase.
Beleño se quedó chapoteando, mientras esperaba que la discusión llegase a su fin, y no tardó en aburrirse. Allí abajo lo único que podía hacer uno era nadar. Se preguntó cómo podían soportarlo los peces. Como no había nada más que ver, aparte del castillo de arena, decidió echarle un vistazo y se fijó en que la puerta era de lo más interesante, pues estaba hecha de perlas y tenía la esmeralda más grande y hermosa que el kender hubiera visto jamás. Se acercó nadando para verla desde más cerca.
Beleño nunca logró explicarse lo que sucedió después. O su sentido común decidió hacer las maletas y marcharse de vacaciones; o su lado más kender se despertó, le pegó un buen porrazo al sentido común y lo dejó fuera de juego.
En realidad, daba lo mismo.
El hecho era que aquella esmeralda era la más grande y hermosa que Be—
leño hubiera visto jamás y cuanto más se acercaba a ella, más grande y hermosa parecía. Así que al final, el lado kender que realmente tenía, por mucho que su padre pensara lo contrario, no tuvo más remedio que alargar el brazo, coger la esmeralda e intentar soltarla.
Entonces pasaron dos cosas, una de ellas mala y la otra peor.
La mala fue que la esmeralda no se soltó.
La peor fue que la puerta sí lo hizo.
Se abrió la puerta.
«¡Vaya!». Eso fue todo lo que pudo gritar el sorprendido kender antes de que el agua del mar corriera al interior del castillo de arena y lo arrastrara consigo.
La puerta se cerró.
Las rápidas corrientes de agua revolcaron a Beleño y, durante un momento de gran tensión, no sabía si estaba del derecho o del revés. Entonces el agua lo dejó sobre una superficie sólida y prosiguió sin él. Se quedó quieto un momento, con la respiración entrecortada e intentando asimilar todo lo ocurrido tan repentinamente. Cuando superó el sobresalto, se percató de que estaba respirando aire y no agua, algo que lo alegraba. Había estado repasando mentalmente todo lo que sabía sobre la dieta de los peces y había llegado a la triste conclusión de que iba a tener que sobrevivir a base de gusanos.
Después de tomar unas bocanadas de aire profundas y tranquilizadoras, decidió levantarse y echar un vistazo alrededor.
Echó un vistazo y otro vistazo más, y cuantos más vistazos echaba, más seguro estaba, con un temblor en el estómago, de que él no debía estar en aquel sitio. En esa situación, un kender con sentido común, incluso un kender con cuernos, no podía hacer más que una cosa.
—¡Rhys! —aulló Beleño—, ¡ayúdame!
Rhys se volvió justo a tiempo para ver cómo Beleño era arrastrado al interior de la Sala del Sacrilegio y la puerta se cerraba detrás de él. Mina reía y daba palmadas.
—Ahora, señor monje, tienes que entrar. Gano yo.
La niña sonrió y le sacó la lengua.
Rhys nunca había sido padre y a menudo se había preguntado cómo era posible que un padre diera un buen azote a su propio hijo. Estaba empezando a entenderlo.
Mina nadó hasta la puerta y pasó la mano por la esmeralda tallada. Cuando la puerta se abrió lentamente, una corriente de agua empujó a Mina y a Rhys al interior y tumbó a Beleño, que estaba dando puñetazos a la puerta desde dentro.
Rhys se levantó al instante. Volvió la vista hacia la puerta abierta y contempló el paisaje, que recordaba a un desierto de arena mojada.
Atta estaba al otro lado de la entrada, en la arena húmeda, y se sacudía el agua. Había empezado por la cola e iba avanzando hacia la cabeza. Cuando Rhys la llamó, cruzó la puerta con recelo. Era evidente que no quería estar allí. La perra se pegó al monje, temblorosa.
Beleño tampoco quería estar allí.
—Rhys —dijo con voz débil—, es aquí. Ésta es la sala ésa. Es muy… Da mucho miedo, Rhys. Creo que se supone que nosotros no debemos estar aquí.
El Solio Febalas, la Sala del Sacrilegio, la prueba de la soberbia determinación del Príncipe de los Sacerdotes de desafiar a los dioses. El instinto de Beleño y de Atta no se equivocaba. Los mortales no debían penetrar allí. Era una estancia consagrada a los dioses, a su cólera.
—No estás enfadado conmigo por hacerte entrar, ¿a que no, señor monje? —preguntó Mina suavemente y deslizó su mano en la de Rhys.
Al mirarla, no veía a una diosa. Veía a una niña con la mentalidad de una niña, con un conocimiento del mundo imperfecto y sin acabar de formar. De repente, se preguntó si sería eso lo que veían los dioses al contemplar a la humanidad.
Rhys ya no sentía la cólera de los dioses. Sentía su dolor.
—No, Mina-contestó, —no estoy enfadado contigo.
La Sala era inmensa, un círculo perfecto cerrado por una bóveda alta. En las paredes se abrían nichos esculpidos en la piedra, cada uno de ellos consagrado a un dios. La pared de cada nicho estaba decorada con un único carácter arcano. En algunas, el carácter brillaba con luz propia. Allí estaba la luz constante de Majere, la llama blanca azulada de Mishakal, el resplandor plateado casi cegador de Kiri-Jolith.
En la pared de enfrente, los nichos estaban oscuros y combatían con la luz para extinguirla. El espeluznante símbolo de Sargonnas, dios de la venganza, era oscuridad sobre la oscuridad. El espacio de Morgion era de un verdinegro maligno, el de Chemosh de un fantasmagórico blanco como de hueso.
Los nichos que había en el centro, separando la oscuridad y la luz, luchando porque cada una se mantuviera en su lugar, pertenecían a los dioses neutrales. En el centro se encontraba el nicho consagrado a Gilean. Un libro descansaba abierto sobre el altar. Una luz roja bañaba un juego de platillos, perfectamente equilibrados, que estaba en el centro.
A ambos lados del altar de Gilean, uno a la izquierda y otro a la derecha, se abrían dos nichos que no eran oscuros ni luminosos, sino que ambos estaban envueltos por las sombras, como si delante de ellos colgara un velo.
En otro tiempo, uno había sido la oscuridad impenetrable y el otro la luminosidad lacerante. En ese momento, ambos estaban vacíos. Eran los altares de la desaparecida Takhisis y de Paladine, voluntariamente exiliado.
La Sala estaba repleta de objetos sagrados, apilados sobre los altares, tirados en montones o esparcidos descuidadamente por el suelo. Los soldados del Príncipe de los Sacerdotes habían sido los encargados de llevarlos hasta allí y los habían tirado sin demasiada ceremonia en aquel almacén de abominaciones.
Rhys era incapaz de decir nada. Las lágrimas le nublaban la visión. Cayó de hinojos y, después de colocar cuidadosamente el cayado a un lado, unió las manos en una oración.
—Señor monje, ven conmigo… —empezó a decir Mina.
—No creo que pueda oírte —repuso Beleño.
Mina soltó un pequeño suspiro.
—Sé cómo se siente. Yo me sentí igual cuando vine, como si todos los dioses estuviesen reunidos alrededor de mí, mirándome desde las alturas. Y yo era tan pequeña y estaba tan sola…
Dejó de hablar y lanzó una mirada nerviosa hacia los nichos.
—Pero todavía tengo que conseguir el regalo para Goldmoon y no quiero ir sola. —Se volvió hacia el kender—. Ven tú conmigo.
Beleño paseó una mirada cargada de deseo por los altares, por ese surtido sin fin de lo más extraño y hermoso, de lo más espeluznante y maravilloso.
—Mejor no —dijo al fin con pesar—. Yo soy un místico, sabes, y no estaría bien.
—¿Qué es un místico? —preguntó Mina.
—Es… Pues… —Beleño estaba confuso. Nunca antes le habían pedido que se definiera—. Significa que no creo en los dioses. Es decir, sí que creo en los dioses. No me queda más remedio, una vez me encontré a Majere —añadió con orgullo—. Incluso Majere me ayudó a forzar una cerradura, aunque Rhys dijo que eso de que un dios abriera cerraduras era un hecho aislado y que no tenía que esperar que lo hiciera más veces. Ser un místico quiere decir que yo no rezo a los dioses como hace Rhys. Como está haciendo en este preciso momento. Bueno, supongo que sí recé a Majere, pero no rezaba por mí. Lo hacía por Rhys, que no podía rezar porque estaba más muerto que vivo.
Mina parecía confundida y Beleño decidió que sería mejor que simplificara la definición.
—Ser un místico significa que me gusta hacer las cosas a mi manera, sin molestar a nadie.
—Vale —dijo Mina—. Puedes hacer las cosas a tu manera conmigo. No quiero volver ahí yo sola. Está oscuro y me da miedo. Y puede haber arañas.
Beleño negó con la cabeza.
—¡Por favor! —rogó Mina.
Beleño tenía que admitir que se sentía tentado. Ojalá no hubiera mencionado las arañas…
—¡No te atreves! —le retó Mina.
Beleño desdeñó el comentario con un gesto.
—¡Seguro que no te atreves! —insistió Mina.
Ésa vez funcionó. El honor de Beleño estaba en entredicho. Ningún kender en la larga y gloriosa historia de los kenders se había acobardado ante semejante acusación.
—¡Te echo una carrera! —gritó Beleño antes de arrancar a correr.
Caele nunca había llegado a ver la Sala del Sacrilegio, pero había podido visualizarla para el hechizo. Midori, la hembra de dragón, se la había descrito una vez. En aquel momento Caele no había prestado demasiada atención a la descripción, pues la hembra de dragón divagaba sobre eso con el único propósito de atormentarlo. Midori sabía que ante su presencia se sentía aterrorizado y le parecía muy divertido entretenerlo al alcance de sus colmillos.
Caele había creído enfermar de miedo el día en que la hembra de dragón había pasado una media hora insoportable divagando sobre el castillo de arena y lo listo que había sido Nuitari cuando lo construyó para que albergara los objetos sagrados, y la mala suerte que tenía él, Caele, porque jamás en su vida lo vería. Caele apenas recordaba nada de la conversación, pero sí consiguió rescatar las palabras «castillo de arena» de entre sus recuerdos. Con aquella imagen en la mente, su magia lo llevó hasta el lugar.
Se materializó en la puerta y se quedó petrificado, sin osar moverse hasta que no hubiera valorado la situación. El monje estaba de rodillas, lloriqueando. La perra estaba acurrucada a su lado. El kender y la mocosa estaban más lejos, saqueando un altar. Ni rastro de Basalto.
Caele había planeado matar al monje sin dilación, pero el hechizo mortal que iba a pronunciar se borró de su mente cuando su mirada perpleja empezó a pasar de un altar a otro. Ni en sus sueños más avariciosos había llegado a imaginar aquel tesoro de valor incalculable. Y allí estaba, desprotegido, esperando a que alguien lo cogiese sin más y lo vendiese al mejor postor. Caele estaba tan emocionado que podría haberse puesto a lloriquear como el monje.
Volvió a concentrarse en lo que lo ocupaba. En primer lugar, tenía que librarse de la competencia. Caele sabía un buen número de hechizos que podían matar a las personas de las formas más diversas y desagradables. Estaba cogiendo la calamita que haría que el monje se desintegrara en gotas pegajosas y rezumantes de carne, cuando percibió un movimiento cerca de uno de los altares.
Caele miró fijamente en aquella dirección. No estaba muy seguro de a qué dios pertenecía ese altar, pero tampoco le importaba. Uno de los objetos que relucía sobre el altar era un cáliz incrustado de piedras preciosas. Caele ya lo había apuntado mentalmente como especialmente valioso y se dio cuenta de que alguien más se había percatado de su valor. Una sombra se arrastraba cerca, una forma oscura y peluda que alargaba la mano.
—¡Basalto! —gruñó Caele.
La perra se incorporó de un salto lanzando un ladrido.