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Aunque estaban agotados después de la terrible experiencia en la torre, a Rhys no le pareció prudente quedarse mucho tiempo cerca del castillo de Chemosh. Preguntó a Mina si el bote resistiría hasta Flotsam y ella respondió que sí, siempre que no se adentraran mucho en el mar. Navegaron siguiendo la costa en dirección norte, hacia la ciudad portuaria de Flotsam.

Hicieron el viaje sin problemas, excepto por un pequeño susto cuando Beleño se desmayó de repente y se quedó tumbado en el fondo de la barca. Se le oía murmurar «pastel de carne» sin apenas fuerzas. Muy preocupada, Mina buscó por el bote y, sin que nadie se sorprendiera, encontró más pasteles en un saco. Beleño volvió en sí con una rapidez pasmosa en cuanto olió la comida y, llevándose un pastel, se retiró al fondo del bote para comerlo, evitando las miradas reprobadoras de Rhys.

Pasaron varios días en Flotsam, descansando y recuperando fuerzas. Rhys encontró un mesonero dispuesto a darle trabajo a cambio de unas cuantas mantas y un sitio para dormir en el suelo del comedor. Mientras él fregaba el suelo y lavaba los cuencos, Beleño y Mina exploraban la ciudad. Al principio Rhys había prohibido a Mina que saliera de la taberna, pues pensaba que una niña de seis años no debía andar deambulando por ahí. Pero después de un día intentando hacer su trabajo mientras trataba de evitar que Mina molestara a los huéspedes, hiciera montar en cólera al cocinero y la rescatara del pozo después de que hubiera caído dentro, Rhys decidió que sería mucho menos peligroso que saliera a explorar con Beleño.

La principal preocupación de Rhys era que Mina anduviera por ahí contándoles a los desconocidos que tenían unos objetos sagrados. Beleño había descrito la naturaleza de los poderes milagrosos de esos objetos, que eran

realmente extraordinarios. Rhys explicó a Mina que los objetos sagrados tenían un valor incalculable y por eso habría quien querría robarlos, e incluso estaría dispuesto a matar para hacerse con ellos.

Mina lo escuchó con mucha atención. Asustada por el hecho de que cabía la posibilidad de que perdiera sus regalos para Goldmoon, prometió solemnemente a Rhys que los mantendría en secreto. Rhys no tenía más remedio que confiar en que lo hiciera. Se llevó a Beleño a un aparte y convenció al kender de la necesidad de evitar que Mina hablara. Después mandó a los dos a la calle, con Atta como guardiana, para que conocieran Flotsam y él pudiera trabajar un poco.

Había habido un tiempo en que Flotsam era una ciudad arrogante, divertida, bulliciosa y alocada. Con mala fama, Flotsam había sido el refugio preferido de piratas, ladrones, mercenarios, desertores, cazarrecompensas y jugadores. Entonces llegaron los Señores de los Dragones. El más grande y cruel de todos era una hembra de Dragón Rojo enorme llamada Malys, que parecía disfrutar especialmente atormentando a la ciudad de Flotsam. De vez en cuando la sobrevolaba y caía en picado sobre ella para envolver en llamas unos cuantos barrios. Como consecuencia, muchos habitantes murieron o huyeron de allí.

Malys ya no estaba y Flotsam se recuperaba lentamente, pero la jovencita alocada no había tenido más remedio que madurar y se había convertido en una ciudad más triste y prudente.

La mayoría de las embarcaciones que se amarraban en el puerto en ese momento pertenecían a la raza de los minotauros, que dominaba los mares desde sus islas hasta las tierras conquistadas de la antigua nación elfa de Silvanesti por el norte, hasta los lejanos reinos del sur. El pueblo de los minotauros intentaba acercarse a los humanos, esforzándose por ganarse su confianza.

Perfectamente conscientes de que su supervivencia económica dependía del comercio con las naciones humanas, los oficiales minotauros ordenaban a sus hombres que se comportaran lo mejor posible mientras estuvieran en Flotsam. Al mismo tiempo, los habitantes de la ciudad también pensaban en su propia supervivencia económica y en prácticamente todas las tabernas y tiendas de Flotsam se veían carteles dando la bienvenida a los minotauros.

Así, la ciudad que antaño se había hecho famosa por las peleas en las tabernas en las que se destrozaban sillas, se lanzaban mesas, se hacían añicos las jarras y se quebraban los huesos, tenía que contentarse con unas cuantas narices sangrando y alguna que otra costilla rota. Si estallaba una pelea, no tardaban en apaciguarla los ciudadanos o la guardia de los minotauros. Los

infractores acababan en los calabozos o se les concedía que durmieran la borrachera bajo cubierta.

Tal como Beleño no tardaría en descubrir, Flotsam iba camino de convertirse en una ciudad modelo. El crimen pasaba momentos bajos. Ni siquiera había ya un gremio de ladrones, pues sus miembros no conseguían el dinero suficiente para pagar las cuotas. Un asentamiento de gnomos a las afueras de la ciudad era la única posibilidad de un poco de diversión, pero Beleño se estremecía ante la mera idea de que Mina se mezclara con los gnomos.

—Ésa combinación bien podría suponer el fin de la civilización tal como la conocemos —aseguró a Rhys.

No obstante, el kender estaba contento porque había encontrado gente interesada en sus habilidades como acechador nocturno. Un montón de personas había muerto por culpa de la hembra de dragón y la capacidad de Beleño de hablar con los difuntos era muy apreciada. En su segunda noche en Flotsam ya tenía un cliente esperándolo.

Mina estaba ansiosa por ir con Beleño al cementerio «a ver a los fantasmas», como ella decía. Beleño, muy ofendido por ese término tan poco digno, le dijo con mucha seriedad que sus encuentros con los «espíritus» eran privados, algo entre él y sus clientes, y no podía haber nadie más. Mina se enfurruñó e hizo pucheros, pero el kender se mantuvo firme y esa noche después de cenar, se fue solo, dejando a Mina con Rhys.

Rhys dijo a la niña que lo ayudara a barrer. Mina dio un par de escobazos por la cocina, después dejó la escoba en un rincón, se sentó y empezó a molestar a Rhys preguntándole cuándo iban a partir hacia Morada de los Dioses.

Beleño volvió bien entrada la noche, llevando consigo un montón de ropa vieja y unas botas nuevas para él y para Rhys, cuyas botas ya estaban agrietadas y completamente gastadas. Por lo visto, el cliente del kender era un zapatero y le había dado las botas como forma de pago. Beleño también había llevado un sabroso hueso para Atta, que lo recibió con entusiasmo y le demostró su gratitud tumbándose a sus pies mientras relataba sus aventuras.

—Todo empezó anoche cuando estaba de visita en el cementerio, charlando con unos cuantos espíritus y entonces me fijé en un niño pequeño…

—¿Un niño pequeño de verdad o un fantasma? —lo interrumpió Mina.

—El término correcto es espíritu o espectro —la corrigió Beleño—. No les gusta que los llamen «fantasmas». Es bastante ofensivo. Crees en los espíritus, ¿verdad?

—Creo en los espíritus, lo que no creo es que tú puedas hablar con ellos —repuso Mina.

—Pues puedo.

—Demuéstramelo —lo retó Mina con picardía—. Llévame contigo mañana por la noche.

—Eso no estaría bien —contestó Beleño—, soy un profesional y las comunicaciones de mis clientes son confidenciales. —Se quedó muy satisfecho después de encadenar todas aquellas palabras tan bien sonantes.

—Ahora mismo estás contándonoslas —apuntó Mina.

—Eso es diferente —repuso Beleño, aunque por un momento no supo en qué sentido—. ¡No estoy diciendo sus nombres!

Mina dejó escapar una risita y Beleño se puso rojo. Entonces intervino Rhys, le dijo a Mina que dejara de meterse con Beleño y a éste que continuara con su historia.

—El espíritu del niño pequeño —recalcó Beleño— estaba muy, muy triste. Estaba allí sentado sobre su lápida, balanceando los pies y dándole golpes con los talones. Le pregunté cuánto tiempo llevaba muerto y me respondió que cinco años. Cuando murió tenía seis años y ahora ya había cumplido once. Eso me pareció muy raro, porque los muertos no suelen medir el tiempo. Me explicó que sabía cuántos años tenía porque su padre iba a visitarlo todos los años en el día de su cumpleaños. Parecía que eso le ponía muy triste, así que para alegrarlo un poco me ofrecí para jugar con él, pero no quería jugar. Entonces le pregunté por qué seguía aquí, entre los vivos, cuando su alma ya debería haber partido.

—No me gusta esta historia —se quejó Mina, frunciendo el entrecejo.

Beleño estaba a punto de hacer un comentario mordaz, pero vio la mirada de Rhys y se lo pensó mejor. Continuó con su relato.

—El niño pequeño dijo que quería partir. Veía un lugar maravilloso y muy bonito, pero no podía ir porque no quería abandonar a su padre. Le dije que su padre querría que siguiera su viaje y que volverían a encontrarse. El niño pequeño me respondió que ése no era el problema. Si volvía a encontrarse con su padre, ¿cómo lo reconocería su padre después de tanto tiempo?

Mina había estado moviéndose sin parar, pero se había quedado quieta. Sentada en el suelo con las piernas cruzadas, los codos apoyados en las rodillas y la barbilla en las manos, escuchaba atentamente con sus ojos ambarinos clavados en el kender.

—Le contesté que su padre lo reconocería pero el pequeño no me creyó. Así que le dije que se lo demostraría.

»Fui al zapatero y le conté que era un acechador nocturno, que había hablado con su hijo y que había un problema. Al principio el zapatero fue bastante grosero y no voy a negar que hubiera una pequeña refriega cuando intentó echarme de su tienda. Pero entonces le describí al niño pequeño y el zapatero se tranquilizó y me escuchó.

»Lo llevé al cementerio y allí estaba su hijo esperándolo. El zapatero me dijo que pensaba en su hijo todos los días y que se imaginaba cómo sería cuando creciera y dijo que por eso iba siempre a visitarlo el día de su cumpleaños. Que en su mente podía ver a su niño pequeño haciéndose mayor. Cuando el niño oyó esto, supo que no importaba cuánto cambiara, porque su padre siempre lo reconocería. El pequeño dejó de dar patadas a la lápida, dio un abrazo a su padre y partió.

»El padre no podía ver u oír a su hijito, evidentemente, pero creo que sí sintió el abrazo, porque dijo que se le había quitado un peso del corazón. Se sentía en paz por primera vez en cinco años. Así que me llevó otra vez a su tienda y me dio las botas, y dijo que yo era…

Sentándose recta, Mina preguntó de repente:

—¿Qué pasaría si el niño no hubiese muerto? ¿Qué pasaría si hubiera vivido y se hubiera convertido en un hombre y hubiera hecho cosas malas? Cosas muy, muy malas. ¿Qué habría pasado entonces?

—¿Cómo quieres que lo sepa? —le contestó Beleño de mal humor—. Eso no tiene nada que ver con mi historia. ¿Por dónde iba? Ah, sí. El zapatero me dio las botas y dijo que yo era…

—Pues te lo digo yo —dijo Mina muy seria—. El niño pequeño no tiene que crecer nunca. Así, su padre siempre lo querrá.

Beleño miró a Mina muy sorprendido.

—¿Por eso es tan…? —preguntó en un susurro, inclinándose hacia Rhys.

—Prosigue con tu historia —dijo Rhys en voz baja. Alargó la mano y acarició con ternura el cabello rojizo de Mina.

Mina esbozó una sonrisa fugaz, pero no levantó la vista. Miraba fijamente el fuego.

—Bueno, sea como sea, el zapatero me dio las botas —continuó Beleño dócilmente. Estaba allí sentado, incómodo, cuando de repente se acordó—: ¡Ah, y tengo otra cosa!

Fue a buscar una bolsa grande de tela y la dejó caer con aire triunfal.

Rhys se había fijado en el saco, pero había tenido mucho cuidado en no preguntar nada, pues no estaba muy seguro de querer saber la respuesta.

—¡Es un mapa! —anunció Beleño, mientras sacaba una hoja grande de papel de aceite enrollada—. Un mapa de Ansalon.

Extendió el mapa en el suelo y se preparó para presumir de su adquisición. Por desgracia, el mapa se empeñaba en quedarse enrollado y tuvo que sujetarlo con dos jarras de cerveza, un cuenco de sopa y la pata de un taburete.

—Beleño —dijo Rhys—, un mapa como éste cuesta un montón de dinero…

—¿Ah, sí? —Beleño arrugó la frente—. Pues no sé por qué. Yo lo veo bastante estropeado.

—Beleño…

—Vale, está bien. Si insistes, lo devolveré por la mañana.

—Ésta noche —dijo Beleño.

—El capitán de los minotauros no lo va a echar de menos hasta por la mañana —le aseguró Beleño—. Y no lo cogí. Le pregunté al capitán si podía prestármelo. Eso fue justo antes de que se desmayara. Tengo el minotauro un poco olvidado, pero estoy bastante seguro de que «Ash kanazi rasckana cloppfi»[1] significa «Sí, claro que puedes cogerlo, amigo mío».

—Iremos los dos a devolver el mapa esta noche —dijo Rhys.

—Bueno, si insistes. Pero ¿por qué no le echas un vistazo primero? Enseña el camino a…

—¿A Morada de los Dioses? —exclamó Mina, pegando un salto por la impaciencia.

—Bueno, no, Morada de los Dioses no sale en el mapa. Pero Neraka sí, que es un sitio cerca de donde podría estar Morada de los Dioses.

—¿Y dónde está? —preguntó Mina, agachándose junto al mapa.

Beleño buscó un rato y después puso un dedo sobre una cadena montañosa en el extremo occidental del continente.

—¿Y nosotros dónde estamos? —preguntó Mina.

Beleño señaló con el dedo un punto en el extremo oriental del continente.

—No está muy lejos —comentó Mina alegremente.

—¡No muy lejos! —repitió Beleño, exasperado—. Son cientos y cientos de kilómetros.

—¡Bah! ¡Mira! —Mina se puso sobre el mapa y a punto estuvo de pisarle los dedos a Beleño. Juntando mucho los pies, caminó de un lado al otro lado del mapa, pegando la punta de los dedos de un pie con el talón del otro—. Hasta aquí. ¿Ves? Como unos tres pasos. No es nada lejos.

Beleño la miró boquiabierto.

—Pero eso es…

—Esto es muy aburrido. Me voy a la cama. —Mina fue a donde tenía escondida su manta. La extendió y se tumbó, pero volvió a sentarse al momento—, mañana partimos hacia Morada de los Dioses —les anunció. Después volvió a tumbarse, se acurrucó y se quedó dormida.

—Tres pasos —repitió Beleño—, creerá que mañana por la noche ya habremos llegado.

—Ya lo sé —dijo Rhys—. Mañana hablaré con ella. —Miró el mapa con expresión lúgubre y suspiró—. Es un camino demasiado largo. No me había dado cuenta de lo lejos que habíamos viajado. Y de lo lejos que tenemos que ir.

—Podríamos comprar un pasaje en un barco —sugirió Beleño—. Podríamos encontrar alguno que admitiera a kenders…

Rhys sonrió a su amigo.

—Podríamos. Pero ¿volverías a ponerte en manos de la diosa del mar?

—No había pensado en eso —respondió Beleño, haciendo una mueca—. Supongo que caminar está bien.

Se dejó caer sobre la panza y siguió estudiando el mapa.

—No es una línea recta de aquí a aquí. ¿Cómo recordaremos la ruta?

Se tumbó de espaldas cómodamente y apoyó la cabeza sobre los brazos cruzados.

—El minotauro no echará de menos el mapa hasta mañana por la mañana. Si tuviéramos algo en lo que escribir, podría copiarlo. ¡Ya sé! ¡Podríamos cortar mi camisa vieja!

Volvió con la camisa, unas tijeras de esquilar que había pedido (legítimamente) prestadas al tabernero, una pluma y un poco de tinta. Beleño se sentó alegremente para copiar el mapa y trazar su ruta.

—¿Sabes algo de todos estos países diferentes? —preguntó a Rhys.

—Algo sé de ellos —contestó Rhys—. A menudo los monjes de mi orden dejan el monasterio para recorrer el mundo. Cuando vuelven, cuentan historias de los lugares en los que han estado y las cosas que han visto. He oído muchas historias y descripciones de las tierras de Ansalon.

Un toque triste en la voz de Rhys hizo que Beleño apartara la vista de su trabajo.

—¿Qué pasa?

—Se alienta a todos los miembros de mi orden a que emprendan ese viaje, pero no es obligatorio —contestó Rhys—. Yo no tenía ninguna intención de dejar mi monasterio. Pensaba que no necesitaba conocer más mundo que el que veía desde las praderas verdes donde llevaba a mis ovejas a pastar. Me habría quedado en mi monasterio toda la vida, si no hubiera sido por Mina.

Miró a la pequeña, que dormía en el suelo. Muchas veces el sueño de Mina era inquieto. Gritó, gimoteó y se encogió. Después se quedó enredada con la manta. Rhys la colocó bien, envolviéndola con ella, y la acarició hasta que se quedó más tranquila. Cuando ya respiraba más pausadamente, se apartó de ella y volvió donde Beleño seguía estudiando el mapa.

—Se me ha ocurrido que tal vez el abad de mi orden sepa algo sobre Morada de los Dioses. Aunque nos queda fuera de paso, creo que merece la pena dar un rodeo para buscar consejo en el Templo de Majere de Solace…

—¡Solace! —repitió Beleño con entusiasmo—, ¡mi sitio favorito del mundo entero! Allí está Gerard, el mejor alguacil del mundo entero. Por no hablar del menú de pollo y bollos de la posada El Ultimo Hogar. ¿Es los martes? Creo que era el de los martes. ¿O el de los martes era chuleta de cerdo con guisantes?

El kender volvió al trabajo con fuerzas renovadas. Basándose en su propia información (obtenida de otros kenders y por tanto no enteramente fiable) y en lo que Rhys sabía sobre las tierras que deberían recorrer, acabó planeando una ruta.

—Caminamos a lo largo de la costa norte del mar Kyrman —explicó Beleño, cuando todo estuvo listo—. Pasamos por las ruinas de Mica, que, según el mapa, están a unos cincuenta kilómetros, después avanzamos cien kilómetros más a través del desierto hasta llegar a la ciudad de Delfo. ¿Qué sabes de los humanos de Khur? He oído que son muy sanguinarios.

—Son un pueblo orgulloso, guerreros de renombre que están muy unidos a sus tribus, lo que a veces provoca sangrientas peleas. Pero también destacan por su hospitalidad con los desconocidos.

—Eso nunca parece incluir a los kenders. De todos modos, con todas esas peleas, debe de haber un montón de muertos deambulando por ahí. Quizá necesiten mis servicios.

Aferrándose a ese esperanzador punto de vista, Beleño volvió a concentrarse en su mapa.

—Hay una calzada que sale de Delfo y llega a la capital de Khuri-khan a través de las montañas. Después hay otra franja de desierto de ciento sesenta kilómetros más o menos y llegamos a Blode, hogar de los ogros.

Beleño lanzó un suspiro.

—A los ogros les gustan los kenders, pero para cenar. Y los ogros matan a los humanos o los hacen sus esclavos. Pero es el único camino.

—Entonces habrá que sacarle el mejor partido posible —dijo Rhys.

Beleño sacudió la cabeza.

—Si salimos de Blode con vida, que ya sería toda una hazaña, llegamos a la Gran Ciénaga. Allí vivía un Señor de los Dragones. Era una hembra llamada Sable, pero está muerta y con ella murió la maldición que asolaba el lugar. Pero la ciénaga sigue siendo un lugar poco agradable, con lagartos y plantas devora hombres y serpientes venenosas. Después, tenemos que encontrar la forma de cruzar el río Westguard, vamos un poco al oeste, otro poco al sur, seguimos la costa de Nuevo Mar, atravesamos Linh y Salmonfall y por fin llegamos a Abanasinia.

»Una vez allí, cruzamos las llanuras de Dergoth, pasamos por Pax Tharkas y entramos en lo que antes era Qualisnesti, más allá del lago de la Muerte. Tengo que admitir que esa parte incluso me apetece. He oído que hay un montón de espíritus deambulando por el lago. Espectros de elfos. A mí me gustan los espectros de elfos. Siempre son muy educados. Después cruzamos el río de la Rabia Blanca y nos internamos en el Bosque Oscuro, que, por lo que he oído, ya no es oscuro. Entonces vamos por las llanuras de Abanasinia, cruzamos por Gateway y por fin llegamos a Solace. ¡Bufl

Beleño se secó la frente y fue a buscar una jarra de reconstituyente cerveza. Rhys estaba sentado en su silla junto al fuego, contemplando el mapa e imaginando el viaje.

Un monje, un kender, una perra y una diosa de seis años.

Atravesando desiertos, montañas, ciénagas, llanuras, bosques. Enfrentándose a guerras civiles, refriegas en las fronteras, batallas entre tribus y sangrientas peleas. Además de las contingencias habituales del camino: puentes arrastrados por la corriente, incendios en los bosques, lluvias torrenciales, frío gélido, calor abrasador. Y los peligros habituales: ladrones, trolls, ogros, hombres lagarto, lobos, serpientes y los gigantes que de vez en cuando vagaban sin destino.

—¿Cuánto tiempo crees que tardaremos? —preguntó Beleño, limpiándose la espuma de los labios.

«Una vida entera», pensó Rhys.