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Partieron de Flotsam a la mañana siguiente y durante los primeros kilómetros el viaje fue bien. Mina se entretenía y se divertía con los paisajes nuevos tan interesantes. Los granjeros de los distritos más alejados llevaban sus productos al mercado y se intercambiaban amistosos saludos. Una caravana de ricos mercaderes, protegidos por hombres de armas, ocupaba toda la calzada. Los soldados eran muy serios y ponían cara de ocupados, pero los comerciantes saludaban a Mina y, al ver al monje, le pedían que bendijera su viaje y le tiraban unas cuantas monedas. Después pasaron un señor y una dama con su séquito. La dama se detuvo a admirar a Mina y le dio unos dulces, que ella compartió con Beleño y Atta.

También se cruzaron con varios grupos de kenders, que dejaban Flotsam (a la fuerza) o se dirigían hacia allí. Los kenders se paraban a hablar con Beleño y se intercambiaban las noticias y los rumores más recientes. Beleño les preguntaba sobre la calzada que se extendía ante ellos y recibió mucha información, alguna de ella no demasiado fiable.

El encuentro más interesante fue el que tuvieron con un grupo de gnomos que viajaban con una combinación de máquina trilladora, amasadora y cocedora de pan a vapor; pero habían perdido el control y el armatoste estaba desmontado a un lado de la calzada. Aquél encuentro los retrasó bastante, porque Rhys se detuvo a atender a las víctimas.

Todas aquellas novedades ocuparon buena parte del día. Mina estaba contenta y se portaba bien, mientras esperaba ansiosamente encontrarse con más gnomos. Se detuvieron pronto para pasar la noche. Como hacía buen tiempo, acamparon al aire libre y a Mina le pareció muy divertido, aunque ya no pensaba lo mismo alrededor de la medianoche, cuando descubrió que se había acostado sobre un hormiguero.

Como consecuencia, a la mañana siguiente estaba malhumorada y gruñona, y su ánimo no mejoró con el transcurso del día. Cuanto más se alejaban de Flotsam, menos gente se encontraban en el camino, hasta que llegó un momento en que no había nadie más que ellos. El paisaje consistía en franjas de tierra vacía con unos pocos árboles desgarbados. Mina se aburría y empezó a quejarse. Estaba cansada. Quería parar. Las botas le apretaban en los dedos. Tenía una ampolla en el talón. Le dolían las piernas. Tenía hambre. Tenía sed.

—¿Cuánto falta para llegar de una vez? —preguntó a Rhys, caminando cansinamente a su lado y arrastrando los pies por el polvo.

—Me gustaría avanzar unos pocos kilómetros más antes de que oscurezca —dijo Rhys—. Después acamparemos.

—¡No, no al campamento! —protestó Mina—. Me refiero a Morada de los Dioses. Estoy muy cansada de caminar, de verdad. ¿Mañana ya estaremos allí?

Rhys estaba intentando encontrar la forma de explicarle que bien podrían tardar un año antes en llegar a Morada de los Dioses, cuando Atta emitió un ladrido agudo. Con las orejas tiesas, miraba fijamente a la calzada.

—Alguien viene —dijo Beleño.

Hacia ellos se dirigía un jinete en su caballo, corriendo a buen ritmo por cómo resonaban los cascos del animal. Rhys cogió a Mina de la mano y rápidamente tiró de ella hacia un lado de la calzada, para alejarla del camino de los cascos del caballo. Todavía no podía distinguir al jinete, debido a la leve pendiente de la calzada. Atta obedeció a Rhys y se quedó junto a él, pero no dejaba de gruñir. Le temblaba todo el cuerpo y sacaba los colmillos.

—Sea quien sea quien viene, a Atta no le gusta —observó Beleño—, eso no es muy propio de ella.

Acostumbrada a viajar, Atta solía ser simpática con los desconocidos, aunque mantenía las distancias y sólo se dejaba acariciar si no encontraba la forma de escapar. Sin embargo, estaba advirtiéndolos en contra de aquel extraño, antes incluso de verlo.

Caballo y jinete llegaron al alto de la cuesta y, al verlos, apuraron el paso y bajaron la pendiente al galope. El jinete iba tapado en una capa negra. Su larga cabellera se agitaba al viento en su espalda.

Beleño lo miraba boquiabierto.

—¡Rhys! ¡Es Chemosh! ¿Qué hacemos?

—No podemos hacer nada —contestó Rhys.

El Señor de la Muerte tiró de las riendas del caballo cuando ya estaba más cerca. Beleño miró en derredor, desesperado por encontrar un sitio

donde esconderse, pero estaban atrapados en la llanura. Ni un árbol ni una hondonada a la vista.

Rhys ordenó a Atta que se quedara callada y ella le obedeció lo mejor que pudo, aunque de vez en cuando se le escapaba un gruñido. El monje atrajo a Mina hacia sí y sostuvo el cayado delante de ella, mientras ponía la otra mano sobre el hombro de la niña, en un gesto protector. Beleño se mantuvo imperturbable al lado de su amigo. Recordándose a sí mismo que era un kender con cuernos, adoptó una expresión fiera.

—¿Quién es ese hombre? —preguntó Mina, mirando al jinete de negro con curiosidad. Volvió la cabeza hacia Rhys—. ¿Lo conoces?

—Lo conozco —contestó Rhys—. ¿Tú lo conoces, Mina?

—¿Yo? —Mina estaba sorprendida. Negó con la cabeza—. Nunca antes lo había visto.

Chemosh desmontó y empezó a caminar hacia ellos. El caballo se quedó inmóvil donde lo había dejado, como si se hubiera convertido en piedra. Beleño se acercó un poco más a Rhys.

—Kender con cuernos —repetía Beleño para sí con el fin de darse valor—, kender con cuernos.

Atta gruñó y Rhys le hizo callar.

Chemosh hizo caso omiso de la perra y del kender. Lanzó una mirada a Rhys, sin demasiado interés. Toda la atención del señor se centraba en Mina. Tenía una expresión tensa, lívida de rabia. Sus ojos oscuros eran gélidos.

Mina observaba a Chemosh desde detrás de la barricada formada por el cayado del monje y Rhys sintió que temblaba. La sujetó con más fuerza para que se sintiera segura.

—No me gusta ese hombre —declaró Mina con voz temblorosa—. Dile que se vaya.

Chemosh se detuvo y lanzó una mirada furibunda a la niña pelirroja que se protegía en los brazos de Rhys.

—Ya puedes poner fin a este jueguecito tuyo, Mina —dijo Chemosh—. Me has hecho quedar como un tonto. Ya te has reído bastante. Ahora vuelve a casa conmigo.

—No voy a ir a ningún sitio contigo —repuso Mina—, ni siquiera te conozco. Y Goldmoon me dijo que nunca hablara con desconocidos.

—Mina, deja ya esta estupidez… —empezó a decir Chemosh, enfadado, y alargó la mano para cogerla.

Mina le propinó una patada en la espinilla al Señor de la Muerte.

Beleño tomó aire, cerró los ojos y esperó el fin del mundo. Como el mundo seguía su curso, Beleño abrió un poco los ojos y vio que Rhys había empujado a Mina detrás de él para protegerla con su cuerpo. Chemosh tenía un aspecto indescriptiblemente lúgubre.

—Estás montando un espectáculo magnífico, Mina, pero no tengo tiempo para tonterías —dijo con impaciencia—. Vendrás conmigo y traerás los objetos que vilmente robaste de la Sala del Sacrilegio. O de lo contrario, pronto veré a tus amigos en el Abismo…

Una lluvia torrencial ahogó el resto de la amenaza de Chemosh. El cielo se volvió tan negro como la capa del dios. Las nubes de tormenta se agolparon y agitaron. Zeboim llegó en una ráfaga de viento y un golpe de granizo.

La diosa se inclinó y ofreció la mejilla a Mina.

—Dale un beso a tu tía Zee, bonita —dijo con dulzura.

Mina escondió la cara en la túnica de Rhys.

Zeboim se encogió de hombros y volvió la mirada hacia Chemosh, que la observaba con una expresión tan oscura y amenazadora como la tormenta.

—¿Qué quieres, zorra del mar?

—Estaba preocupada por Mina —contestó Zeboim, dedicando una mirada cariñosa a la niña—. ¿Qué haces tú aquí, Señor de los Putrefactos?

—Yo también estaba preocupado… —empezó a decir Chemosh.

Zeboim se echó a reír.

—¿Preocupado por lo magníficamente bien que lo jodiste todo? Tenías a Mina, tenías la torre, tenías el Solio Febalas, tenías a los Predilectos. Y lo has perdido todo. Tus Predilectos son un montón de cenizas grasientas y asquerosas en el fondo del Mar Sangriento. Mi hermano tiene la torre. El Dios Supremo ha reclamado el Solio Febalas. Y en cuanto a Mina, ha dejado dolorosamente claro que no quiere tener nada más que ver contigo.

Chemosh no necesitaba que le recitaran la letanía de sus desgracias. Dio la espalda a la diosa y se arrodilló junto a Mina, que lo miraba con perplejidad y cautela.

—Mina, amor mío, por favor, escúchame. Perdóname si te asusté. Perdóname si te hice daño. Estaba celoso… —Chemosh se detuvo y después añadió—: Vuelve a mi castillo conmigo, Mina. Te echo de menos. Te quiero…

—Mina, cielo, no vayas a ningún sitio con este hombre horrible —dijo Zeboim y apartó al Señor de la Muerte de un empujón—. Está mintiendo. No te quiere. Nunca te quiso. Está utilizándote. Ven a vivir con tu tiita Zee…

—Voy a Morada de los Dioses —repuso Mina y cogió a Rhys de la mano—, y está muy lejos de aquí, así que tenemos que empezar a caminar. Vamos, señor monje.

—Morada de los Dioses —repitió Chemosh después de un silencio atónito—. Eso está lejos de aquí. —Se dio media vuelta y caminó hasta su caballo. Montó y clavó la mirada en Rhys, con expresión sombría y ceñuda—. Muy lejos de aquí. Y la calzada está llena de peligros. No tengo la menor duda de que volveremos a vernos pronto, monje.

Clavó los talones en los flancos del caballo y se lanzó a una carrera furiosa. Zeboim lo miró irse y después se volvió hacia Rhys.

—Es cierto que está muy lejos, Rhys —dijo la diosa con una sonrisa picara—. Pasaréis meses viajando, años quizá. Si es que vives tanto. Pero ahora que lo pienso…

Zeboim se agachó ágilmente para susurrar algo a Mina al oído.

Mina la escuchó, frunciendo el entrecejo al principio y después abriendo mucho los ojos.

—¿Puedo hacer eso?

—Claro que puedes, pequeña. —Zeboim le acarició la cabeza—. Puedes hacer cualquier cosa. Que tengáis buen viaje, amigos.

Zeboim rio y extendió los brazos. Se convirtió en un azote de viento, después amainó hasta ser una brisa burlona y, sin dejar de reírse, se alejó soplando.

La calzada estaba desierta. Rhys suspiró aliviado y bajó el cayado.

—¿Por qué ese hombre con pinta de tonto quería que me fuera con él? —preguntó Mina.

—Se confundió —contestó Rhys—. Pensaba que eras otra persona. Alguien que él conocía.

No era más que media tarde, pero Rhys estaba agotado después de la tensión del encuentro con los dioses y de todo un día soportando a Mina, así que decidió levantar el campamento. Extendieron las mantas cerca de un riachuelo que serpenteaba como una culebra entre la hierba alta. Cerca había una pequeña arboleda que les ofrecía refugio.

Beleño no tardó en recuperar las energías y empezó a provocar a Mina para que le contara lo que le había dicho la diosa. Mina sacudió la cabeza. Estaba muy concentrada dando vueltas a algo. Arrugaba la frente y se mordía el labio. Al final dejó a un lado aquello que tanto la preocupaba y, después de quitarse los zapatos y los calcetines, se fue a jugar al riachuelo. Disfrutaron de una comida frugal a base de habas secas y carne ahumada, y después se sentaron alrededor del fuego.

—Quiero ver el mapa que dibujaste —pidió Mina de repente.

—¿Por qué? —quiso saber Beleño receloso, llevando las manos a su morral para protegerlo.

—Sólo quiero mirarlo —contestó Mina—. Todo el mundo me dice sin parar que Morada de los Dioses está tan lejos. Quiero verlo por mí misma.

—Ya te lo enseñé una vez.

—Sí, pero quiero verlo otra vez.

—Vale, está bien. Pero vete a lavarte las manos —le ordenó Beleño, mientras sacaba el mapa del morral y lo extendía sobre la manta—. No quiero que se llene de marcas grasientas de tus dedos.

Mina corrió al riachuelo para lavarse la cara y las manos.

Rhys se había tumbado en el suelo cuan largo era, un poco de descanso después de la comida. Atta estaba junto a él, con la cabeza apoyada sobre su pecho. Rhys le acariciaba el pelo y contemplaba el cielo. El sol hacía equilibrios en el borde del horizonte. En el cielo se mezclaban los suaves tonos del crepúsculo, rosas y dorados, violetas y naranjas. Más allá del ocaso, sentía la mirada de ojos inmortales.

Mina volvió corriendo y mostró unas manos moderadamente limpias. Beleño sujetó el mapa con piedras y después enseñó a la pequeña la ruta que iban a seguir.

—Ahora estamos aquí —indicó.

—¿Y dónde está Flotsam, donde empezamos? —preguntó Mina.

Beleño señaló un punto pegado al anterior.

—¡Con todo lo que hemos caminado y sólo hemos recorrido eso! —exclamó Mina, incrédula y desesperada.

Se sentó de cuclillas junto al mapa y lo estudió, sacando el labio inferior.

—¿Por qué tenemos que ir de un lado a otro, subiendo, bajando y dando vueltas? ¿Por qué no podemos ir todo recto desde aquí?

Beleño le explicó que escalar montañas increíblemente altas era muy difícil y peligroso y que era mucho mejor rodearlas.

—Es una pena que haya tantas montañas —añadió el kender por último—. Si no, podríamos ir tan recto como vuela el dragón y no sería un camino tan largo.

Mina observaba muy pensativa el punto que era Flotsam y el punto que Beleño decía que era Solace, donde encontrarían a su gran amigo Gerard y a los monjes de Majere, que les dirían dónde podían buscar Morada de los Dioses.

Rhys estaba quedándose dormido, inmerso en la agradable tranquilidad del atardecer, cuando algo lo despertó de golpe. Beleño lanzó un chillido.

Rhys se incorporó tan rápido que asustó a Atta, quien mostró su enfado con un aullido.

—¿Qué pasa?

Beleño señaló con un dedo tembloroso.

El mapa había dejado de ser un montón de líneas y garabatos dibujados en la espalda de la camisa vieja del kender. Se había convertido en un mundo en miniatura, con montañas de verdad y masas de agua que brillaban bajo los últimos rayos de luz, y desiertos barridos por el viento y ciénagas pantanosas reales.

«Así deben de ver los dioses el mundo», pensó Rhys.

Beleño volvió a chillar y de repente el kender estaba flotando en el aire, ligero como una pluma. Rhys se sintió a sí mismo cada vez más ligero, su cuerpo perdía masa y peso, sus huesos eran tan huecos como los de un pájaro, su piel liviana como la espuma. Sus pies se separaron del suelo y empezó a ascender. Atta flotaba hacia él, con las patas colgando sin poder hacer nada.

—Recto como vuela el dragón —dijo Mina.

Rhys se acordó de aquel incidente en que estuvieron a punto de ahogarse en la torre. Recordó los pasteles de carne y la violenta conflagración que había consumido a los Predilectos y se dio cuenta de que tenía que poner fin a aquello. Tenía que hacerse con el control.

—¡Para, Mina! —dijo Rhys con tono duro—. ¡Páralo ahora mismo! ¡Bájame en este mismo instante!

Mina lo miró con los ojos muy abiertos, y ya brillantes por las lágrimas.

—¡Ahora mismo! —ordenó Rhys con los dientes apretados.

Sintió que se volvía más pesado y cayó al suelo. Beleño se desplomó como una roca y aterrizó con un golpe sordo. Atta, en cuanto se vio en el suelo, se escabulló rápidamente a agazaparse debajo de un árbol, lo más lejos posible de Mina.4

Mina fue bajando muy lentamente por el aire y se posó delante de Rhys.

—Vamos a ir a Solace caminando —dijo el monje, con la voz cargada de furia—, ¿me estás entendiendo, Mina? No vamos a ir nadando ni volando. ¡Vamos a caminar!

A Mina se le escaparon las lágrimas, que empezaban a correrle por las mejillas. Se tiró al suelo y empezó a llorar.

Rhys estaba temblando. Siempre se había sentido muy orgulloso de su disciplina y allí estaba, gritándole a una niña. De repente se sintió profundamente avergonzado.

—No quería gritarte, Mina… —empezó a decir sin apenas fuerzas…

—¡Lo único que quería era llegar más rápido! —gritó la pequeña, levantando la cara surcada de lágrimas y manchada de tierra—. No me gusta caminar. ¡Es muy aburrido y me duelen los pies! Y vamos a tardar demasiado tiempo, hasta el infinito. Además, la tía Zeboim me dijo que podía volar —añadió, entre hipos y temblores.

Beleño le pegó un codazo a Rhys en las costillas.

—Es verdad que vamos a tardar mucho y eso de volar podría ser interesante y…

Rhys lo miró. Beleño tragó saliva.

—Pero tienes razón, por supuesto. Tenemos que caminar. Para algo los dioses nos dieron pies y no alas. Ahora mejor me voy a dormir…

Rhys se arrodilló y abrazó a Mina. Ella le echó los brazos al cuello y sollozó sobre su hombro. Poco a poco, los lloros se fueron haciendo más débiles y la niña acabó quedándose callada. Rhys la miró y vio que había llorado hasta quedarse dormida. La llevó a la manta que había extendido sobre una zona de hierba mullida debajo de un árbol y la tumbó. Estaba tapándola con otra manta, cuando Mina se despertó.

—Buenas noches, Mina —dijo Rhys y alargó la mano para apartarle el pelo de la frente con ternura.

Mina le cogió la mano y la besó arrepentida.

—Lo siento, Rhys —dijo. Era la primera vez que lo llamaba por su nombre y no «señor monje»—. Podemos caminar. Pero ¿podríamos caminar rápido? —añadió con voz lastimera—. Me parece que tengo que llegar a Morada de los Dioses rápidamente.

Rhys estaba agotado, pues de lo contrario tendría que habérselo pensado dos veces antes de responder que sí, que podían «caminar rápido».