1
Una tormenta embravecía el Mar Sangriento. Una tormenta extraña, nacida en el cielo, que se agitaba sobre un castillo que se erguía en lo alto de una montaña. Las nubes se arremolinaban alrededor de las murallas del alcázar. Rugían los truenos y estallaban los relámpagos. Su destello cegaba a lo mortales que lo presenciaban —un monje, un kender y una perra—, mientras luchaban por avanzar entre las dunas de arena que se extendían en la lejana costa. Los tres se alzaban contra los látigos de viento que les arrojaban arena a los ojos. El agua del mar los empapaba cada vez que una ola se precipitaba sobre la orilla. Cuando lograban llegar a la costa, las olas se aferraban a la arena con dedos agarrotados, en un último esfuerzo por resistir, pero la fuerza del mundo las arrastraba de nuevo al mar.
Cada vez que un rayo cruzaba el cielo, el monje percibía una torre en la lejanía del mar. El día anterior, esa torre no estaba allí. Había aparecido durante la noche, arrebatada a las profundidades del mar por alguna fuerza catastrófica. Desde entonces, se alzaba sobre el agua, con sus muros chorreantes, con un halo de desconcierto, como si se preguntara, igual que hacían hombres y dioses, cómo había terminado allí.
Rhys, el monje, se encogía con la túnica pegada a la piel. Su cuerpo fibroso y delgado debía luchar por cada paso que daba contra los empellones del viento. Conseguía avanzar, pero a duras penas. Beleño, el kender, estaba teniendo más dificultades, pues era más pequeño y ligero que su compañero humano. El viento ya lo había derribado dos veces y si entonces se tenía sobre sus pies, era sólo gracias a que se aferraba al brazo de Rhys. Atta, la perra, estaba más cerca del suelo y, por tanto, las dunas la protegían un poco, pero tampoco lo estaba teniendo fácil. Cuando la siguiente ráfaga de viento arrancó a Beleño del brazo de Rhys y lanzó ¿Atta contra un montón
de tablas arrastradas por el mar, Rhys decidió que sería mejor que volvieran a la gruta que acababan de dejar.
La angosta cueva era sombría y el mar llegaba hasta ella, pero por lo menos allí estaban protegidos del viento y de los certeros relámpagos.
Beleño se sentó en una piedra húmeda junto a su amigo y dejó escapar un suspiro de alivio. Se escurrió el agua del moño y trató de hacer lo mismo con la camisa, que estaba bastante gastada. Los rigores del viaje habían comido tanto el color del tejido que era imposible adivinar cuál había sido alguna vez. Atta no se tumbó, sino que daba vueltas nerviosamente. El cuerpo cubierto de pelo negro y blanco se estremecía cada vez que un trueno hacía temblar el suelo.
—Rhys —dijo Beleño, mientras se secaba el agua salada de los ojos—, ¿ese castillo que se veía en lo alto de la montaña era el de Chemosh?
Rhys asintió.
Un rayo laceró el cielo no muy lejos de allí y el trueno bajó rodando por la ladera. Atta se estremeció y ladró hacia el ruido sordo. Beleño se acurrucó más cerca de Rhys.
—Oigo voces en la tormenta —dijo el kender— pero no puedo entender lo que dicen ni distinguir quién habla. ¿Y tú?
Rhys negó con la cabeza. Acarició a Atta, para intentar calmarla.
—Rhys —dijo de nuevo Beleño, un momento después—, me parece que deben de ser los dioses. Al fin y al cabo, Chemosh es un dios y a lo mejor está montando una fiesta para sus amigos, los dioses. Aunque también tengo que decir que no tiene pinta de ser de los que les gusta ir a bailar, por eso de que es el dios de la muerte y tal. Pero quién sabe, igual tiene una faceta divertida.
Rhys contemplaba la luz cegadora que centelleaba fuera de la gruta y escuchaba las voces, pensado en aquel viejo dicho: «Cuando los dioses braman, los hombres tiemblan».
—Están pasando tantas cosas, tantas cosas raras —enfatizó Beleño—, que estoy un poco confuso. Me gustaría que habláramos un poco, sólo para cerciorarme de que tú crees que ha pasado lo mismo que yo creo que ha pasado. Y, para serte sincero, hablando parece que el aullido del viento y los relámpagos no son tan malos. No te importa que hable, ¿verdad?
A Rhys no le importaba.
—Supongo que puedo empezar por cuando estábamos encadenados en la cueva —comenzó Beleño—. No, espera. Tendría que decir cómo acabamos ahí encadenados en la cueva, o sea, que debería empezar por el minotauro. Pero el minotauro no apareció hasta que tú no luchaste con tu hermano muerto, el Predilecto, y el pequeño lo mató…
—Empieza por el minotauro —sugirió Rhys—. A no ser que quieras retroceder en el tiempo hasta el día en que nos conocimos en el cementerio.
Beleño se lo pensó un momento.
—No, no creo que tenga voz suficiente para retroceder tanto. Empezaré por el minotauro. Íbamos bajando la calle y tú estabas muy, muy enfadado con Majere y decías que ibas a dejar de servirlo a él o a cualquier otro dios, cuando, de repente, todos esos minotauros salieron de la nada y nos cogieron prisioneros.
»Le lancé un hechizo a uno —añadió Beleño con orgullo—. Hice que se cayera y boqueara por toda la calle como un pez fuera del agua. El capitán de los minotauros dijo que era un «kender con cuernos». ¿Te acuerdas, Rhys?
—Sí, y tenía razón. Fuiste muy valiente —repuso Rhys.
—Entonces el minotauro me cogió y me metió en un saco y nos llevó a los dos a bordo de su barco. Pero no era un barco normal. Era un barco que pertenecía a la diosa del mar y navegaba por el aire, no por el agua. Ya te dije entonces que no puede darse la espalda a un dios…
—Y no te equivocabas —dijo Rhys.
Había cumplido los treinta años y, durante lo que parecía toda su vida, había sido un monje devoto de Majere. A pesar de que no hacía mucho había perdido la fe en el dios, éste se había negado a perder la fe en él. Ésa certeza lo llenaba de humildad, júbilo y agradecimiento. Había andado a ciegas y había tropezado mil veces en la oscuridad, había tomado muchos caminos equivocados que iban a morir a callejones sin salida; pero había encontrado la forma de regresar a su dios y Majere lo había acogido en el seno de su amor.
—El barco del minotauro nos trajo aquí, a la otra punta del continente, donde Chemosh construyó su castillo. Y cuando el minotauro nos encadenó en la cueva… Ves, ya he llegado a esa parte.
Rhys volvió a asentir y siguió acariciando a Atta, que parecía mucho más tranquila mientras escuchaba hablar al kender.
—Entonces recibimos un montón de visitas, muchas más de las que podrían esperarse para alguien que está encadenado en una cueva. Primero vino Mina. —Beleño se estremeció—. Eso sí que fue una visita desagradable. Se acercó a ti y te pidió que le dijeras quién era. Afirmaba que la primera vez que te vio, tú la habías reconocido…
«Pero no fue así», pensó Rhys, confuso. Todavía no había logrado entender esa parte de la historia.
—… y como no pudiste decirle quién era, Mina se enfadó. Pensaba que estabas mintiendo y dijo que si no se lo decías, iba a volver a la cueva y nos mataría a Atta y a mí. Moriríamos en medio de grandes tormentos —concluyó Beleño.
»Después de que se fuera Mina, apareció Zeboim. ¿Ves lo que quiero decir, Rhys? Cuando estábamos en Solace nunca tuvimos tanta compañía como allí, encadenados en la cueva. Zeboim te dijo que le dijeras a ella quién era Mina, porque todos los dioses estaban muy nerviosos con el asunto y tú respondiste que no podías. Ella se enfureció y repuso que contemplaría encantada cómo Mina nos mataba a mí y a Atta, y cómo moríamos en medio de grandes tormentos. —Beleño se detuvo para tomar aire y escupir un poco de agua del mar—. Y después nos mandaste a mí y a. Atta a buscar ayuda entre los monjes de Majere de Flotsam, pero no conseguimos llegar tan lejos. Sólo pudimos llegar a la calzada de arriba y eso ya fue complicadísimo, por culpa de las dunas, y tuve unas palabras con tu dios. Fui muy duro con él, te lo aseguro. Le dije a Majere que ibas a morir porque le estabas siendo leal y que, para variar, podía ser él quien te mostrara lealtad a ti. Le pedí que nos ayudara a Atta y a mí a salvarte. Y entonces nos vieron dos de los Predilectos y decidieron que querían matarme.
Beleño suspiró.
—Ésa noche a todo el mundo le entraban ganas de matarme. Da igual. El asunto es que Atta y yo echamos a correr, pero los dos tenemos las piernas cortas y los Predilectos tenían las piernas largas. Y aunque Atta tiene dos piernas más que yo, los dos estábamos perdiendo terreno cuando me di de bruces con Majere. Pumba. De frente contra él. Cuando vio que estábamos en un apuro, mandó unos saltamontes a por los Predilectos y les hizo huir. Le recordé eso de que estabas sacrificando tu vida por él y contestó que no podía ayudarnos, porque había un resplandor ámbar muy raro en el cielo y tenía que irse y hacer cosas de dioses en otro sitio…
—No creo que ésas fueran las palabras exactas de Majere. —Rhys se alegró de que la oscuridad ocultara su sonrisa.
—Bueno, tal vez no —admitió Beleño—, pero eso era lo que quería decir. Después me dio su bendición. A mí. A un kender. A un kender que además le había hablando con tanta dureza. Así que Atta y yo volvimos corriendo a la cueva donde tú seguías encadenado, y allí nos encontramos a Chemosh. Quería que le dijeras quién era Mina y dijo que sería él mismo quien te matara, y seguramente habría cumplido su amenaza, de no ser por Atta, que le mordió en el tobillo. Y entonces el mundo tembló y nos tiró a todos al suelo, incluso al dios.
Beleño enarcó una ceja y miró a Rhys.
—¿Por ahora está todo bien? Porque aquí es donde las cosas empiezan a volverse raras. Mejor dicho, más raras todavía. Chemosh no podía estar más furioso. Empezó a chillar a los otros dioses porque quería saber qué estaba pasando. Resulta que el temblor se debía a que alguien estaba arrancando esa torre del fondo del Mar Sangriento. Eso provocó unas olas enormes que empezaron a acercarse a la orilla y esas olas inundaron la cueva. Tú estabas inconsciente y encadenado a la pared, mientras el nivel del agua no dejaba de subir. Dependía de Atta y de mí que te salvaras.
Beleño se detuvo para coger aire.
—Y me salvasteis —dijo Rhys y abrazó al kender.
—Logré abrir la cerradura de las esposas —repuso Beleño—, ¡la primera y única vez que he logrado forzar una cerradura! Mi padre se habría sentido orgulloso. Sabes, fue Majere quien me ayudó a abrir la cerradura.
A Beleño le vino una idea a la cabeza.
—Dime, ¿tú crees que Majere volvería a ayudarme si quisiera forzar otra cerradura? Porque en Solace hay un panadero que hace unos pasteles de carne impresionantes, pero cierra la tienda justo después de cenar. A veces a mí me entra el hambre en plena noche y no querría tener que despertarlo…
—No —dijo Rhys.
—¿No qué? —preguntó Beleño.
—Que no creo que Majere te ayudara a forzar la cerradura de la puerta trasera de esa panadería.
—¿Aunque sea para no despertar al panadero en plena noche?
—No —repuso Rhys con convicción.
—Vaya. —Beleño suspiró otra vez, más profundamente que todas las veces anteriores—. Supongo que tienes razón. Aunque me apuesto algo a que si Majere probara esos pasteles alguna vez, reconsideraría su postura. ¿Por dónde iba?
—Acababas de abrir la cerradura de las esposas —contestó Rhys.
—¡Ah, sí! El agua estaba subiendo y tenía miedo de que te ahogaras. Intenté arrastrarte fuera de la cueva, pero pesabas demasiado, no te ofendas.
—No me ofendo —respondió Rhys.
—Y entonces seis monjes de Majere entraron corriendo en la cueva, te levantaron y te sacaron afuera. Y supongo que también te curaron el golpe de la cabeza, porque aquí estás, y aquí estoy yo y aquí está Atta, y estamos todos bien. Así que —concluyó Beleño su relato— tu hermano el Predilecto ya está en paz. La historia ha terminado y podemos volver a casa, a tu monasterio. Atta puede cuidar el ganado, yo visitaré a mis amigos del cementerio y viviremos felices. Fin de la historia.
Rhys se dio cuenta de que así era. Ésa era la historia, el último capítulo ya estaba escrito.
La noche era oscura, la tormenta arreciaba con furia y estaban pasando cosas muy extrañas; pero la tormenta y la noche pronto terminarían, pues las tormentas y las noches siempre terminan. Ésa era la promesa de los dioses. Cuando amaneciera, Rhys, Beleño y Atta emprenderían el camino de regreso a casa, de regreso a su monasterio. El viaje sería largo, pues el monasterio estaba al norte de la ciudad de Staughton, que se encontraba en la costa occidental. Ellos estaban en la costa oriental del vasto continente de Ansalon y tendrían que viajar a pie. La distancia no lo preocupaba. Cada paso estaría consagrado al dios. Pensó en los trabajos que desempeñaría para ganarse el pan, en las personas que conocería, en las buenas acciones que intentaría hacer a lo largo del camino y el viaje no le pareció largo en absoluto.
—¿Has oído eso? —preguntó Beleño de repente—. Era como un grito.
Rhys no había oído nada aparte del clamor de los truenos, el aullido del viento y el romper de las olas. Pero el kender tenía los sentidos muy despiertos y Rhys había aprendido a confiar en ellos. Se sintió todavía más convencido al ver que Atta también había oído algo. Había levantado la cabeza y tenía las orejas tiesas. La perra miraba fijamente hacia fuera, donde arreciaba la tormenta.
—Espera aquí —dijo Rhys.
Salió de la gruta y el viento lo golpeó con tanta fuerza que el mero hecho de estar de pie era un triunfo.
El viento le apartó los largos cabellos oscuros del rostro y le pegó la túnica naranja al delgado cuerpo. El agua salada hacía que le escocieran los ojos y los granos de arena se le clavaban en la piel. Se protegió los ojos con la mano y escudriñó alrededor. Los relámpagos encendían el cielo de forma casi constante. Vio las olas oscuras con la cresta blanca de espuma, las algas que rodaban por la playa vacía empujadas por el viento, pero nada más. Estaba a punto de volver al resguardo de la gruta, cuando oyó el grito. Ésta vez venía de detrás de él.
Una ráfaga de viento envolvió a Beleño y el kender retrocedió varios pasos tambaleándose, antes de caer al suelo.
—¡Te dije que esperaras dentro! —gritó Rhys.
—¡Pensaba que se lo decías a Atta! —respondió Beleño a gritos. El kender se volvió hacia la perra, que tenía las orejas pegadas a la cabeza por la fuerza del viento. Agitó el dedo ante ella—. ¡Atta, quédate dentro!
Rhys estaba sujetando a Beleño, quien trataba de levantarse a pesar del viento sin demasiado éxito, cuando volvió a oír el grito.
—¡Ahí está otra vez! —exclamó Beleño.
—Sí, pero ¿dónde? —contestó Rhys.
Miró a Atta. La perra estaba en posición de alerta, con las orejas hacia delante y la cola inmóvil. Tenía la vista clavada en el mar.
Volvió a oírse el grito, agudo y nítido, cortando el aullido del viento. Entrecerrando los ojos para protegerse de la arena y el agua, Rhys volvió a escudriñar la noche.
—¡Bendito sea Majere! —exclamó con voz entrecortada—. ¡Espera aquí! —ordenó a Beleño, que no tenía muchas otras alternativas, pues cada vez que se levantaba, el viento volvía a tumbarlo.
Bajo el resplandor del último relámpago, Rhys había visto a una pequeña, una niña a juzgar por las dos largas trenzas que el viento hacía danzar delante de su cara, con el agua de aquel mar revuelto por el viento a la altura de la cintura. La perdió un momento en la negrura y rogó que otro relámpago le iluminara. Un manto de luz blanca rosácea encendió el cielo y allí estaba la niña, agitando los brazos y pidiendo ayuda a gritos. Intentaba alcanzar la orilla con todas sus fuerzas, luchando contra la despiadada corriente que trataba de arrastrarla mar adentro.
Rhys se enfrentó al temporal, secándose el agua salada que le entraba en los ojos, con la mirada fija en la pequeña. La niña no se rendía en su afán por llegar a la playa. Casi lo había conseguido, cuando una enorme ola ribeteada de blanco rompió sobre ella y la pequeña desapareció. Rhys escudriñó la espuma, sin dejar de rezar por que la niña volviera a aparecer, pero no veía nada.
Intentó avanzar más rápido, pero el viento soplaba desde el mar y lo obligaba a retroceder un paso por cada dos que avanzaba. Se forzó a seguir, buscando a la pequeña con la mirada mientras iba acercándose al agua con ímprobos esfuerzos. No veía nada y ya empezaba a temer que el mar se hubiera cobrado su víctima, cuando de repente divisó el cuerpo de la pequeña, oscuro bajo la luz de la luna, tirado en la orilla. Estaba tumbada boca abajo, donde el agua cubría poco, con las trenzas flotando alrededor.
El viento dejó de soplar de forma tan repentina que Rhys, que estaba dedicando todas sus fuerzas para combatirlo, perdió el equilibrio y cayó de bruces sobre la arena húmeda. Miró en derredor con asombro. El último rayo parpadeó y desapareció. Los truenos habían enmudecido. Las nubes de tormenta se habían desvanecido, como si un gigante se las hubiera tragado al respirar. La trémula luz rojiza del amanecer asomaba por el horizonte. En el cielo oscuro que todo lo cubría, seguían haciendo guardia las dos lunas, Lunitari y Solinari.
No le gustaba esa repentina calma. Era como estar en el ojo del huracán. Aunque la tormenta se había aplacado y ya podía verse el cielo azul sobre su cabeza, se sentía como si los dioses estuviesen esperando el azote final de la tormenta, que caería sobre él con toda su fuerza.
Rhys se levantó de su última caída y echó a correr por la orilla húmeda hacia la niña, que yacía inmóvil donde las olas rompían.
Le dio la vuelta y vio que tenía los ojos cerrados. No respiraba. El monje recordó nítidamente aquella vez que estuvo a punto de ahogarse después de saltar desde los acantilados del alcázar de las Tormentas. Zeboim lo había salvado en aquella ocasión y utilizó su misma técnica para tratar de salvar a la niña. Movió aquellos brazos tan pequeños arriba y abajo, mientras rezaba a Majere. La niña tosió y cogió aire en un jadeo. Expulsó el agua del mar y se sentó, sin dejar de toser.
Rhys le dio golpecitos en la espalda. La boca de la pequeña volvió a llenarse de agua salada. Por fin recuperó el aliento.
—Gracias, señor—logró decir con voz entrecortada, justo antes de desmayarse.
—¡Rhys! —gritó Beleño, mientras corría por la arena, precedido por Atta—. ¿La has salvado? ¿Está muerta? Espero que no. No te parece curiosa la forma en que amainó la tormenta…
Beleño llegó junto a Rhys a la carrera, en el preciso momento en que el sol clareaba el horizonte y un rayo iluminaba el rostro de la niña. El kender ahogó un grito y se detuvo de golpe. Se quedó allí de pie, mirándola fijamente.
—Rhys, ¿tú sabes quién…? —empezó a decir.
—¡No hay tiempo para chácharas, Beleño! —lo interrumpió Rhys.
La pequeña tenía los labios azules. Su respiración era entrecortada. No llevaba más que una camisola lisa de algodón, sin zapatos ni calcetas. Rhys tenía que encontrar la forma de hacerla entrar en calor o moriría de frío. Se levantó con el cuerpo inerte de la pequeña entre los brazos.
—Voy a llevarla a la cueva. Hay que encender un fuego para calentarla. A lo mejor encuentras algo de madera seca detrás de las dunas…
—Pero, Rhys, escúchame…
—Te escucharé dentro de un minuto —contestó Rhys, haciendo un esfuerzo por mostrarse paciente—. En este momento, lo que tienes que hacer es encontrar madera seca. Tengo que calentarla…
—Pero Rhys, ¡mírala! —exclamó Beleño, mientras intentaba caminar a su mismo paso—, ¿no la reconoces? ¡Es ella! ¡Es Mina!
—No seas ridículo…
—Claro que no soy ridículo —repuso Beleño con gran seriedad—. Créeme, ojalá lo fuera. Ya sé que esto debe de sonar a cosa de locos, porque la última vez que vimos a Mina ya era mayor y ahora es pequeña. Pero estoy seguro de que es ella. Lo sé porque cuando miro a esta niña, me siento igual que la primera vez que vi a Mina. Lo que siento es tristeza.
—Beleño —insistió Rhys suavemente—, la leña.
—Si no me crees —añadió Beleño—, mira a Atta. Ella también la reconoce.
Rhys tenía que admitir que Atta estaba comportándose de una forma muy extraña. En condiciones normales, la perra se habría acercado a él dando brincos, impaciente por ayudar, lista para lamer las frías mejillas de la pequeña o empujar con el morro la mano inmóvil, remedios conocidos y reverenciados por todos los perros. Sin embargo, Atta se mantenía a cierta distancia. Se erguía con las patas muy tiesas, el pelo del lomo erizado y los colmillos asomando. Los ojos de color castaño de la perra no se despegaban de la pequeña y no eran precisamente amistosos. Gruñó, un sonido profundo que apenas salía de su garganta.
—¡Atta! ¡Ya está bien! —le riñó Rhys.
Atta dejó de gruñir, pero no abandonó su postura defensiva. Lanzó una mirada dolida y exasperada a Rhys; dolida porque no confiaba en ella y exasperada porque, por lo visto, no lograba meterle un poco de sentido común en la cabezota.
Rhys bajó la vista hacia la niña que tenía en brazos y le dedicó una mirada larga y atenta. Tendría unos seis años. Era una niña guapa de largas trenzas pelirrojas que le caían por encima del brazo. Tenía el rostro pálido y una nube de pecas le salpicaba la nariz. Hasta ahí, no tenía razones para creer a la perra y al kender. Y entonces la pequeña se estiró y dejó escapar un gemido entre sus brazos. Abrió un poco los ojos, que hasta entonces tenía cerrados, y pudo adivinar el resplandor ámbar detrás de los párpados semicerrados.
La duda se apoderó de Rhys y por un momento se sobresaltó.
—Ya te lo había dicho —dijo Beleño—. ¿A que sí, Atta?
La perra gruñó otra vez.
—Si quieres un consejo, vuelve a tirarla al mar —añadió Beleño—. Hace sólo una noche, iba a torturarte porque no sabías decirle quién era, y a Atta y a mí nos prometió morir en medio de grandes tormentos. ¿Es que no te acuerdas?
Rhys se repuso de su primera impresión.
—No voy a tirarla al mar. Hay un montón de gente pelirroja.
Siguió caminando hacia la cueva.
Beleño suspiró.
—Ya sabía que no nos escucharías. Voy a buscar leña. Vamos, Atta.
El kender echó a andar, sin demasiado entusiasmo. Atta lanzó una mirada preocupada a Rhys y luego siguió trotando al kender.
Rhys llevó a la niña al interior de la gruta, de la que no podía decirse que fuera muy acogedora ni que estuviera demasiado seca. El suelo cubierto de rocas seguía húmedo y había charcos por doquier, pero por lo menos estaban protegidos del viento. Con una buena hoguera pronto calentarían la cueva helada.
La niña volvió a revolverse y a gemir. Rhys le frotó las manos frías y peinó los mechones mojados de color rojizo.
—Pequeña —susurró con dulzura—, no tengas miedo. Estás a salvo.
La niña abrió los ojos, unos ojos ambarinos, de ámbar translúcido, ojos de miel, dorados y puros. Eran los mismos ojos de Mina, pero en ellos no había almas atrapadas, tal como había visto en los de Mina.
—Tengo frío —se quejó la pequeña, temblando.
—Mi amigo ha ido a buscar leña para encender una hoguera. En un momento entrarás en calor.
La niña se quedó mirándolo, observando su túnica naranja.
—Eres monje. —Frunció el entrecejo, como si estuviera intentando recordar algo—. Los monjes van por ahí ayudando a la gente, ¿verdad? ¿Vas a ayudarme?
—Claro, pequeña —contestó Rhys—. ¿Qué quieres que haga?
El rostro de la niña se crispó. No estaba despierta del todo y temblaba tanto que le castañeteaban los dientes. Le apretó la mano con más fuerza.
—Me he perdido —dijo. Empezó a temblarle el labio inferior y los ojos se le llenaron de lágrimas—. Me escapé de casa y ahora no sé volver.
Rhys se sintió aliviado. Beleño se equivocaba. Seguro que la niña era hija de algún pescador. La tormenta la habría sorprendido y la habría lanzado al mar. No podía haber caminado mucho, así que su pueblo no debía de estar muy lejos. Se compadeció de sus padres. Debían de estar desesperados.
—Cuando ya hayas entrado en calor, te llevaré a tu casa, pequeña —prometió Rhys—. ¿Dónde vives?
La niña se acurrucó, temblorosa. Se le cerraron los ojos y bostezó.
—Seguramente nunca hayas oído hablar de ese sitio —respondió con voz somnolienta—. Es un lugar que se llama…
Rhys tuvo que inclinarse para oír su susurro adormilado.
—Morada de los Dioses.