CAPÍTULO 36
EL LABERINTO
Los hombres tigres lanzaron aullidos de frustración cuando los patryn penetraron en el bosque.
—Si tú y tus amigos podéis seguir un poco más antes de descansar para curaros —dijo la mujer a Haplo—, deberíamos continuar adelante. Se han dado casos en que los hombres tigres han seguido a sus presas al interior del bosque. Y un grupo tan numeroso no se dará por vencido fácilmente.
Haplo miró a su alrededor. Hugh la Mano estaba pálido y tenía la cabeza cubierta de sangre, pero se mantenía en pie. No comprendía las palabras de la mujer, pero adivinaba a qué se referían. Cuando vio la mirada inquisitiva de Haplo, asintió gravemente.
—Puedo seguir.
Haplo dirigió la mirada a Alfred. El sartán volvía a pisar con ambos pies con la firmeza y seguridad de costumbre (lo cual, en el caso de Alfred, significaba tropezar con cualquier raíz que sobresaliera un poco del suelo, y así sucedió ante los ojos de Haplo). Tras recuperar el equilibrio, dirigió una sonrisa al patryn y agitó las manos. Cuando habló, lo hizo en el idioma de los humanos, como había hecho Hugh.
—He aprovechado el tumulto… Cuando han salido a ayudaros, mientras nadie miraba, yo… en fin, la idea de tener que montar otra vez en ese perro… He creído que sería más sencillo…
—Es decir, te has curado a ti mismo —resumió Haplo.
También empleó el lenguaje humano. Los patryn, que los observaban, habrían podido utilizar su magia para comprender aquella lengua mensch, pero habían decidido no hacerlo; por cortesía, probablemente. Sin embargo, no habrían necesitado la magia para entender el idioma sartán, una lengua basada en las runas. Quizá no les gustara, pero no tendrían dificultades en reconocerla.
—Sí, me he curado —confirmó Alfred—. Lo he considerado preferible. Ahorra tiempo y problemas…
—Y preguntas indiscretas —añadió Haplo con suavidad.
Alfred miró a hurtadillas a los otros patryn y se ruborizó.
—Eso, también.
Haplo suspiró y se preguntó cómo no había caído antes en ello. Si los patryn descubrían que Alfred era un sartán —su enemigo ancestral, un enemigo al que aprendían a odiar desde el momento mismo en que alcanzaban a comprender qué era el odio—, no había modo de saber cuál sería su reacción. Muy bien, se dijo: intentaría mantener la ficción de que Alfred era un mensch, igual que Hugh. Ya sería bastante difícil explicar la presencia de éste, pues la mayoría de los patryn aún encerrados en el Laberinto no habrían oído hablar jamás de las razas llamadas «inferiores». En cambio, todos sabrían quién era un sartán.
Alfred miró de soslayo a Marit.
—No te traicionaré —murmuró ella en tono despreciativo—. Al menos, por ahora. Podrían descargar su ira sobre todos nosotros.
Con una mirada mordaz al sartán, se separó del lado de Haplo. Varios de los patryn empezaban a adelantarse al grupo para explorar el camino que iban a recorrer. Marit se unió a ellos.
Haplo concentró sus pensamientos en los peligros más inmediatos.
—Mantente cerca de Hugh —ordenó a Alfred—. Adviértele que no haga ninguna mención de los sartán. Es mejor que no les demos ideas.
—Entiendo. —Alfred siguió con la mirada a Marit, que avanzaba entre varios patryn—. Lo siento, Haplo —añadió en un susurro—. Por culpa mía, tu gente se ha convertido en tu enemigo.
—Olvídalo —respondió Haplo con expresión sombría—. Limítate a hacer lo que te diga. Aquí, muchacho.
Llamó al perro con un silbido y emprendió la marcha, renqueante. Alfred se retrasó hasta que Hugh le dio alcance.
Los patryn dejaron solos a los dos extraños, aunque Haplo advirtió que varios de ellos ocupaban posiciones en retaguardia con la vista fija en Hugh y Alfred y con las armas siempre a mano.
La mujer que dirigía lo que Haplo había tomado por una partida de caza se acercó a él y avanzó a su paso. Estaba rebosante de preguntas; Haplo advirtió el destello luminoso de la curiosidad en sus ojos castaños. Pero no le hizo ninguna. Le correspondía al jefe de la tribu interrogar a un forastero… aunque fuera el más extraño de los forasteros.
—Me llamo Haplo —se presentó, llevándose la mano brevemente a la runa del corazón, trazada en su pecho izquierdo. No era necesario que dijera su nombre, pero lo hizo por cortesía y para demostrar su gratitud por haberlo rescatado.
—Yo soy Kari —respondió ella con una sonrisa, y también rozó su runa del corazón con los dedos.
La mujer era alta y delgada, con los músculos firmes de una corredora. No obstante, debía de ser una pobladora; si no, ¿qué hacía liderando una partida de caza?
—Ha sido una suerte que os presentarais tan oportunamente —comentó Haplo, renqueante.
Kari no se ofreció a ayudarlo; hacerlo habría sido un insulto hacia Marit, que había demostrado tener cierto interés por Haplo. La mujer aminoró el paso para acoplarse al de éste. Mientras caminaban mantenía una discreta vigilancia, pero no parecía especialmente preocupada de que los siguieran.
Haplo no veía en los signos mágicos de su piel ninguna indicación de que los hombres tigres fueran tras ellos.
—No ha sido casualidad —respondió Kari con calma—. Nos han enviado a socorreros. El jefe ha creído que podíais estar en dificultades.
Esta vez fue Haplo quien se consumió de ganas de hacer preguntas, pero —por cortesía, claro— se abstuvo de interrogar a la mujer. Era privilegio del jefe explicar sus razones para hacer las cosas. Desde luego, el resto de la tribu no se atrevería nunca a ofrecer explicaciones por su cuenta o a poner sus palabras en boca de otro.
Llegados a este punto, la conversación se hizo entrecortada. Haplo miró en torno a sí con un nerviosismo que no era nada fingido.
—No te preocupes —dijo Kari—. Los hombres tigres no nos persiguen.
—No era eso —respondió Haplo—. Antes de topar con ellos, descubrimos un fuego. Temía que tal vez un dragón estuviera atacando algún poblado cercano…
Kari lo observó, divertida.
—Tú no conoces gran cosa sobre dragones, ¿verdad?
Haplo sonrió y se encogió de hombros. Por lo menos, lo había intentado.
—Está bien, de modo que no es un fuego de dragón…
—El fuego es nuestro —le informó Kari—. Nosotros lo cuidamos.
Haplo movió la cabeza.
—Entonces, quizá sois vosotros los que no sabéis mucho de dragones. El resplandor puede verse desde lejos…
—¡Naturalmente! —Kari seguía mirándolo divertida—. Para eso está. Por eso lo prendemos en lo alto de la torre. Es un fuego de bienvenida.
Haplo frunció el entrecejo.
—Perdona que diga esto, Kari, pero si vuestro jefe ha tomado esta decisión, me temo que sufra del mal.[38] Me sorprende que no os hayan atacado antes.
—Lo han hecho muchas, muchísimas veces —respondió Kari como si tal cosa—. Mucho más en generaciones anteriores que ahora, desde luego. Hoy en día, muy pocas cosas del Laberinto son lo bastante fuertes o atrevidas como para atacarnos.
—¿Generaciones pasadas? —Haplo se quedó boquiabierto.
¿Quién era capaz de hablar de generaciones pasadas, en el Laberinto? Allí, pocos niños conocían a sus propios padres. Bien, a veces, en alguna tribu numerosa de pobladores, alguien era capaz de remontar su ascendencia a un padre jefe, pero eran casos raros. En general, las tribus terminaban barridas o dispersadas y los supervivientes se incorporaban a otros grupos que los asimilaban.
En el Laberinto, el pasado no se remontaba más allá del día anterior. Y del futuro no se hablaba jamás.
Haplo abrió la boca y la cerró otra vez. Insistir en sus preguntas sería ineducado. Ya se había extralimitado suficiente. De todos modos, se sentía incómodo y echó más de un vistazo a los reveladores signos mágicos de su piel. Nada de aquello tenía sentido. ¿Acaso estaban siendo atraídos a alguna clase de trampa rebuscada?
Al fin y al cabo, se recordó a sí mismo, se hallaban en el corazón del Laberinto, en el mismo inicio de aquel mundo terrible.
—Vamos, habla sin miedo, Haplo —lo instó Kari, percibiendo su incomodidad, tal vez su suspicacia—. ¿Qué pregunta te ronda la cabeza?
—He venido aquí con un propósito —le confió él—. Busco a una persona, una niña. Debe de tener siete, quizás ocho puertas de edad. Se llama Rué.
Kari asintió con calma.
—¿La conoces? —A Haplo se le aceleró el pulso, esperanzado. No podía creerlo. Haberla encontrado ya…
—Conozco a varias —respondió Kari.
—¡A varias! ¿Pero cómo…?
—Rué no es un nombre fuera de lo común en el Laberinto —dijo Kari con una sonrisa de complicidad.
—Yo… supongo que no —murmuró Haplo.
Para ser sincero, nunca había pensado en ello; nunca había considerado la posibilidad de que hubiera más de una niña con aquel nombre en el Laberinto. No estaba acostumbrado a pensar en la gente por su nombre. No recordaba el de sus padres, ni el del jefe de la tribu en la que había crecido. Incluso Marit había sido «la mujer», cuando pensaba en ella. Y el Señor del Nexo era sólo eso, su señor.
Bajó la vista hacia el perro, que trotaba a su lado. El animal le había salvado la vida… y él no se había molestado nunca en ponerle un nombre, siquiera. Sólo después de haber cruzado la Puerta de la Muerte, después de haber penetrado en los mundos de los mensch, había tomado verdadera conciencia de los nombres y había empezado a pensar en la gente como seres individuales, seres importantes, distintos y separados.
Y no era el único que tenía problemas con los nombres. Volvió la cabeza hacia Alfred, que avanzaba trastabillando, tropezando con cualquier obstáculo que surgía o incluso resbalando en el trecho más llano del camino, si no encontraba otra cosa.
«¿Cuál es tu verdadero nombre, sartán? —se preguntó Haplo súbitamente—. ¿Y por qué no se lo has revelado nunca a nadie?»
Los patryn habían recorrido una larga distancia. Haplo tenía cada vez más problemas con la pierna, que le producía un dolor terrible, hasta que Kari, finalmente, ordenó un alto. La penumbra grisácea empezaba a hacerse más oscura; la noche se acercaba. Viajar por el Laberinto era peligroso a cualquier hora, pero mucho más después de anochecer.
Llegaron a un claro del bosque, cerca de un riachuelo. Kari lo examinó, consultó con los suyos y anunció que acamparían allí a pasar la noche.
—Aprovechad para curaros —indicó a Haplo—. Os prepararemos comida. Después, dormid en paz. Nosotros montaremos guardia.
Los patryn les ofrecieron un plato caliente, cocinado en una pequeña fogata que encendieron en el centro del claro. Haplo se quedó asombrado de su osadía, pero no dijo nada. Presentar cualquier tipo de protesta habría equivalido a cuestionar la autoridad de Kari, y —como extranjero y como persona que había sido rescatada por ella—no tenía derecho a hacerlo. De todos modos, experimentó cierto alivio al observar que los patryn eran, al menos, lo bastante juiciosos como para no permitir que el fuego humeara.
Una vez atendidos los invitados, Kari les preguntó cortésmente si podía proveerlos de algo más.
—Tus dos amigos no hablan nuestro idioma —dijo, al tiempo que dirigía una mirada a Hugh y Alfred—. ¿Tienen las mismas necesidades que nosotros? ¿Podemos ofrecerles algo en especial?
—No —respondió Haplo—. Gracias.
Con todo, tuvo que reconocer la habilidad de la mujer. También el suyo había sido un buen intento.
Kari asintió y se alejó. Estableció las guardias y apostó centinelas en el suelo y en los árboles. Después, ella y el resto de su gente se sentaron a cenar, sin hacer ninguna indicación a Haplo y los demás para que se unieran al grupo. Aquello podía entenderse como una mala señal —uno no compartía la comida con su enemigo— o, al contrario, podía ser una muestra de cortesía, como si Kari y los suyos consideraran que los dos extraños estarían más cómodos a solas con sus compañeros, dado que no hablaban el idioma patryn.
Marit regresó y se unió en silencio a Haplo y los otros, sin levantar la vista de su comida, una mezcla de carne seca y fruta envuelta en hojas de parra y cocida. El perro compartió el plato de Haplo; después, se tumbó de costado y, con un suspiro de fatiga, se quedó profundamente dormido.
—¿Qué sucede, Haplo? —Preguntó la Mano sin levantar la voz—. Puede que esa gente nos haya salvado la vida, pero no parece muy amistosa. ¿Ahora somos sus prisioneros? ¿Por qué nos quedamos con ellos?
—Te equivocas de medio a medio —respondió Haplo con una sonrisa—. Recelan de nosotros. No han visto nunca a nadie como vosotros y no comprenden. No; no somos prisioneros suyos. Podemos marcharnos cuando nos apetezca y no pondrán reparos. Pero viajar por el Laberinto es peligroso, como habéis comprobado. Tenemos que descansar, curar nuestras heridas y recuperar fuerzas. Ellos nos llevarán a su poblado…
—¿Pero cómo sabes que puedes confiar en ellos? —insistió Hugh.
—Porque son de los míos —replicó el patryn.
Hugh no se dio por vencido.
—También ese pequeño asesino, Bane, era uno de los míos. Igual que su maldito padre.
—Entre nosotros, en este lugar, en esta cárcel, las cosas son distintas. Durante generaciones, desde que fuimos confinados aquí, hemos tenido que trabajar en colaboración por mera cuestión de supervivencia. Desde el momento en que nacemos, nuestras vidas están al cuidado de otros, sea de nuestros padres o de absolutos extraños. Eso no importa. Y así sigue siendo a lo largo de nuestra existencia. Ningún patryn haría daño, mataría o… o…
—¿O traicionaría a su señor? —intervino Marit.
La patryn arrojó la comida al suelo con gesto enérgico, se puso en pie de un salto —despertando al perro, que se incorporó sobresaltado—y se alejó.
Haplo se dispuso a llamarla, titubeó y no llegó a hacerlo. ¿Qué podía decirle?
Los demás patryn habían dejado de hablar para observarla y se preguntaban qué sucedería y adonde iría. Marit cogió un pellejo de agua y se encaminó al arroyo, donde fingió llenarlo. En el Laberinto no había luna ni estrellas, pero el resplandor de la fogata se reflejaba en las hojas de los árboles y en la superficie del agua, proporcionando suficiente luz como para distinguir el camino. La patryn tuvo buen cuidado de no apartarse de la luz; lo contrario era buscarse problemas.
El resto de los patryn volvieron a la cena y a la charla. Kari siguió a Marit con la vista y luego dirigió una mirada fría y pensativa hacia Haplo.
Éste maldecía su propia estupidez. ¿En qué había estado pensando? «Los míos… un pueblo tan superior.» Empezaba a parecerle que oía las palabras de un sartán. Bueno, al menos, de uno como el difunto Samah; desde luego, no de Alfred, un sartán que tenía dificultades para sentirse superior a las lombrices.
—¿Entonces, qué quieres decir con eso? —preguntó Hugh, rompiendo el incómodo silencio.
—Nada —murmuró Haplo—. No importa.
Aunque quizá deberían recelar de aquellos patryn, en realidad. «Nos han enviado a buscaros.» Los hombres tigres también habían sido enviados a buscarlos. Y él mismo estaba mintiendo a los suyos, los estaba engañando al ocultar entre ellos al enemigo ancestral.
Un patryn que había acompañado a Marit durante el día se acercó al arroyo y se dispuso a sentarse a su lado. Ella le volvió la espalda y apartó el rostro. El patryn se encogió de hombros y se alejó.
Haplo se incorporó dolorosamente y se acercó al agua, renqueante. Marit estaba sentada a solas, con los hombros hundidos, las piernas recogidas y la barbilla apoyada en las rodillas. Una vez, en tono burlón, Haplo había descrito aquella postura como «hacerse una pelota».
Al oír sus pasos, Marit levantó la vista con expresión ceñuda, dispuesta a repeler cualquier intromisión. Al observar que se trataba de él, se relajó un poco y no lo despidió con cajas destempladas, como Haplo temía.
—He venido por un poco de agua —dijo estúpidamente.
Ella no respondió. Su torpe comentario no merecía respuesta. Haplo se inclinó, usó la mano como cuenco y bebió, aunque en realidad no tenía sed. Después, se sentó a su lado. Marit no lo miró, sino que mantuvo la vista fija en el agua clara, fría e impetuosa.
—He preguntado por nuestra hija —informó Haplo—. En el poblado hay varias niñas de su edad que se llaman Rué. No sé por qué, pero no esperaba una cosa así.
Ella no dijo nada. Mantuvo la vista en el arroyo, cogió un palo y lo arrojó a la corriente. El agua cambió de curso, sorteó el obstáculo formando ondas y remolinos y continuó fluyendo.
—Detesto este lugar —dijo Marit de improviso—. Lo aborrezco, lo temo… Salí de él, pero en realidad nunca lo he dejado. Sueño con él, siempre. Y, cuando me encontré de nuevo aquí, tuve pánico pero una parte de mí…, una parte de mí…
Tragó saliva, frunció el entrecejo y sacudió la cabeza con gesto de irritación.
—…se sintió como si volviera a casa —la ayudó a terminar Haplo.
Marit parpadeó aceleradamente.
—Pero no es así —replicó con tono grave—. No puedo. —Volvió la cabeza hacia los patryn agrupados en torno a la fogata—. Soy distinta. —Hubo otro momento de silencio y, a continuación, añadió—: Te referías a eso, ¿no?
—¿Cuando he dicho que Hugh y yo éramos parecidos? —Haplo sabía perfectamente cuáles eran los pensamientos y los sentimientos de Marit—. Ahora empiezo a comprender por qué los sartán pusieron ese nombre a la Puerta de la Muerte. Cuando cruzamos esa Puerta, tú y yo morimos en cierto modo. Por eso, cuando ahora intentamos volver aquí, regresar a nuestra antigua vida, no resulta posible. Los dos hemos cambiado. Los dos hemos sido cambiados.
Haplo sabía qué había causado su cambio. Y se preguntó con gran interés qué habría sucedido para cambiar a Marit.
—Pero cuando estaba en el Nexo no me sentía así —protestó ella.
—Eso se debe a que estar en el Nexo no es abandonar del todo el Laberinto. Desde el Nexo se ve la Última Puerta y todos los pensamientos están concentrados en el Laberinto. Se sueña con él, como tú misma has dicho. Se siente el miedo. Pero ahora sueñas con otras cosas, con otros lugares…
¿Y Hugh? ¿Soñaba la Mano con aquel refugio de paz y de luz que había descrito? ¿Era eso lo que hacía tan penoso, tan difícil regresar?
¿Y cuáles eran los sueños de Marit?
Fueran cuales fuesen, era evidente que no iba a contárselos.
—En el Laberinto, el círculo de mi ser sólo abarcaba a mi persona —continuó Haplo—. En realidad, nunca se amplió a nadie más, ni siquiera a ti.
Marit lo miró fijamente.
—Igual que el tuyo, en realidad, no me abarcó nunca a mí —añadió con suavidad.
Ella apartó la vista otra vez.
—Nada de nombres —prosiguió Haplo—. Sólo rostros. Círculos que se tocaban, pero que nunca se unían…
Con un estremecimiento, Marit emitió un sonido inarticulado; él dejó de hablar y esperó a que dijera algo.
Ella guardó silencio.
Haplo había tocado algún punto muy sensible de Marit, aunque no sabía cuál. Continuó hablando con la esperanza de sonsacárselo.
—En el Laberinto, mi círculo era un caparazón que me protegía de experimentar sentimientos. Así me proponía seguir pero, primero, el perro rompió el círculo y, después, cuando crucé la Puerta de la Muerte, hubo otra gente que, por decirlo así, caló en mi corazón. Mi círculo creció y se expandió.
»Yo no quería, no era mi propósito, pero ¿qué alternativa tenía? Se trataba de eso, o morir. Ahí fuera he conocido un miedo peor que cualquier espanto del Laberinto. Curé a un joven, un elfo. Y fui curado por Alfred, mi enemigo. He visto maravillas y horrores. He conocido la felicidad, el dolor y la pena. He llegado a conocerme a mí mismo.
»¿Qué fue lo que me cambió? Me gustaría achacarlo a esa cámara. A esa Cámara de los Condenados. La Séptima Puerta de Alfred. Una vislumbre de ese «poder superior» o lo que fuese. Pero no creo que fuera ésa la causa. Fue Limbeck y sus discursos. Y Jarre, llamándole bobo. Fue la enana, Grundle, y la muchacha humana, Alake, que murió en mis brazos.
»Fue incluso ese grupito irritante de mensch de Pryan, en permanente disputa: Paithan, Rega, Roland y Aleatha. Me acuerdo de ellos y me pregunto si habrán conseguido sobrevivir.
Sonrió y movió la cabeza. Después, se tocó la piel del antebrazo. Los tatuajes emitían un leve resplandor, advirtiendo de algún peligro, pero de un peligro aún lejano.
—Deberías haber visto —continuó— la mirada de los mensch la primera vez que vieron encenderse las runas de mi cuerpo. Creí que a Grundle iban a salírsele los ojos de las órbitas. Ahora, me siento entre mi propia gente como me sentía entre los mensch: soy diferente. Mis viajes han dejado huella en mí y sé que ellos lo perciben. No podré volver a ser uno de ellos nunca más.
Haplo esperó a que Marit dijera algo, pero no hizo el menor comentario. Hundió otro palo en el agua y se apartó de Haplo, rechazando su proximidad. Era evidente que deseaba estar sola.
Haplo se incorporó y regresó cojeando hasta su lecho para entregarse al reposo curativo —durante el tiempo que fuera posible—y tratar de dormir.
—Xar —suplicó Marit en silencio cuando Haplo se hubo marchado—. Esposo mío, mi Señor, ayúdame y guíame, te lo ruego. Estoy tan asustada, tan desesperadamente asustada. Y desamparada. Ya no reconozco a mi propia gente. Ya no formo parte de ella.
—¿Y me echas la culpa de ello? —replicó Xar con suavidad.
—No —dijo Marit, mientras hundía de nuevo el palo en el agua—. La culpa es de Haplo. Ha sido él quien ha traído aquí al mensch y al sartán. Su presencia nos pone a todos en peligro.
—Sí, pero puede resultarnos conveniente, al final. Dices que estáis al principio del Laberinto. Ese poblado, por lo que dices, debe de ser increíblemente grande, mucho mayor que cualquiera del que tuviese noticia. Esto me conviene. He trazado un plan.
—Sí, mi Señor. —Marit se sintió aliviada, inmensamente aliviada. Xar iba a aliviar la carga de sus hombros.
—Cuando llegues al poblado, esposa, quiero que hagas lo siguiente…
La oscuridad era ahora mucho más intensa; Haplo apenas alcanzó a reconocer el camino de vuelta al campamento. Hugh lo recibió con una expresión de esperanza que se borró de su rostro cuando observó que el patryn traía las manos vacías.
—Pensaba que habías ido a buscar más comida.
—No hay nada más —respondió Haplo con un gesto de cabeza—. Aquí tenemos un refrán: «Cuanto más hambriento estás, más deprisa corres».
La Mano refunfuñó y, con una mueca sombría, acudió al arroyo a llenar el estómago con agua. Se desplazó hasta allí silencioso y sigiloso, como lo hacía siempre. Como había aprendido a moverse. Marit no lo oyó acercarse y, cuando apareció junto a ella, la patryn dio un violento respingo.
—Un respingo culpable —le contó más tarde a Haplo, al describirle el incidente—. Y habría jurado que la oí hablar con alguien.
Haplo descartó tal posibilidad; ¿qué otra cosa podía hacer? Marit le ocultaba algo, de eso estaba seguro. Ardía en deseos de confiar en ella, pero no podía. ¿Y ella? ¿Sentiría lo mismo por él? ¿Desearía confiar en él? ¿O estaría feliz y satisfecha de odiarlo?
Marit volvió al lugar de acampada y, uniéndose al círculo de los patryn, arrojó el odre del agua en su centro como presente. Tal vez estaba dispuesta a demostrar que ella, al menos, aún se sentía integrante de su gente.
Kari extendió una invitación a Haplo para que hiciera lo mismo. El patryn podría haberse unido a ellos de haber querido, pero estaba demasiado cansado y dolorido como para moverse. Tenía la pierna casi incapacitada y los arañazos del rostro seguían abrasándole. Necesitaba curarse a sí mismo y cerrar el círculo de su ser… como mejor pudiera, teniendo en cuenta que el círculo estaba roto y así seguiría para siempre.
Improvisó un lecho de agujas de abeto secas y se acostó en él.
Hugh la Mano se sentó a su lado.
—Yo haré la primera guardia —se ofreció el asesino sin alterarse.
—No, nada de eso —indicó Haplo—. Sería un insulto; daría la impresión de que desconfiamos de ellos. Acuéstate y descansa. Tú, también Alfred.
Hugh hizo ademán de iniciar una protesta; después, se encogió de hombros y se sentó en el suelo, con la espalda apoyada en un tronco nudoso.
—¿Alguna norma dice que tengo que dormir? —preguntó, al tiempo que cruzaba las piernas y sacaba la pipa.
Haplo le dirigió una sonrisa cansada.
—Por lo menos, que no se te note demasiado… —Dio unas palmaditas al perro, que se había echado a su lado. El animal levantó la cabeza perezosamente, lo miró con un parpadeo y volvió a sus sueños.
Hugh la Mano se colgó la pipa de los labios.
—No te preocupes. Si alguien me pregunta, diré que padezco de insomnio. De insomnio eterno.
Dirigió una mirada torva a Alfred. El sartán se ruborizó, y el resplandor del fuego del campamento contribuyó a incrementar el color de su rostro. Llevaba un rato buscando un rincón donde dormir pero, primero, se había golpeado en la cabeza con una roca medio enterrada y más tarde se había instalado, al parecer, sobre un hormiguero, pues de improviso se había puesto en pie de un salto y había empezado a darse palmadas en las piernas.
—¡Basta! —le ordenó Haplo, irritado—. Estás llamando la atención.
Alfred se apresuró a dejarse caer al suelo otra vez. Una leve expresión de dolor cruzó su rostro. Tanteó con una mano el suelo bajo su cuerpo, sacó una piña y la arrojó lejos. Al advertir la mirada de desaprobación de Haplo, el sartán se tumbó sobre la tierra y trató de aparentar que estaba cómodo. Con disimulo, su mano se deslizó de nuevo bajo su huesudo trasero y sacó otra piña.
Haplo cerró los ojos e inició el proceso curativo. Poco a poco, el dolor de la rodilla remitió y los cortes ardientes del rostro se cerraron. Pero él tampoco podía conciliar el sueño. El insomnio eterno, lo había denominado Hugh.
Los otros patryn montaron la guardia y apagaron el fuego. Los envolvió la oscuridad, rota sólo por el leve resplandor de los signos mágicos de su piel. El peligro los acechaba en todo instante.
Marit no volvió con el grupo ni se quedó con Kari y los suyos, sino que escogió para dormir un lugar equidistante de ambos.
Hugh dio una chupada a la pipa vacía. Alfred se puso a roncar. El perro cazó algo en un sueño.
Y en cuanto a Haplo, en el preciso instante en que había llegado a la conclusión de que no iba a pegar ojo, se quedó dormido.