CAPÍTULO 1

ABARRACH

Abarrach, mundo de piedra, mundo de oscuridad iluminada por el fuego del mar de magma fundido, mundo de estalagmitas y estalactitas, mundo de dragones de fuego, mundo de aire ponzoñoso de vapores sulfurosos, mundo de magia…

Abarrach, mundo de los muertos.

Xar, Señor del Nexo y, ahora, Señor de Abarrach, se recostó en el asiento y se restregó los ojos. Las estructuras rúnicas que estaba estudiando empezaban a hacerse borrosas. Había estado a punto de cometer un error (algo inexcusable), pero se había dado cuenta a tiempo y lo había enmendado. Cerró los ojos, doloridos, y repasó mentalmente la estructura una vez más.

Empezar por la runa del corazón. Conectar el pie del signo mágico a la base de una runa contigua. Inscribir los signos en el pecho, ascendiendo hasta la cabeza. Sí, allí era donde se había equivocado las primeras veces. La cabeza era importante, vital. Después, trazar las rimas sobre el tronco y, finalmente, sobre brazos y piernas.

Un trabajo perfecto. Xar no apreció el menor fallo. En su imaginación, ya veía levantarse y revivir el cuerpo muerto en el que había estado afanándose. Una forma de vida corrupta, era cierto, pero muy provechosa. El cadáver resultaba mucho más útil así que si se hubiera descompuesto bajo tierra.

Xar mostró una sonrisa de triunfo, pero la mueca tuvo en su rostro una vida aún más corta que la de su imaginario difunto. Sus pensamientos siguieron, más o menos, esta secuencia:

Soy capaz de resucitar a los muertos.

Al menos, estoy bastante seguro de poder resucitar a los muertos.

Pero no puedo estar seguro.

Allí estaba el freno a su entusiasmo. No disponía de muertos a quienes resucitar. O mejor dicho, disponía de demasiados. Pero no lo bastante muertos.

Presa de la frustración, Xar descargó las manos sobre la enrevesada estructura de signos mágicos.

Las tabas rúnicas[1] se estremecieron, resbalaron de la mesa y se precipitaron al suelo.

El Señor del Nexo no prestó atención a las fichas. Siempre podía recomponer la estructura. Una y otra vez. Ahora, la conocía tan bien como la magia para invocar el agua. Aunque, para lo que le había de servir…

Xar necesitaba un cadáver, un cuerpo que llevara muerto no más de tres días y que no hubiese caído en poder de aquellos malditos lázaros[2]. Irritado barrió la mesa con el brazo, arrojando al suelo las pocas tabas rúnicas que aún quedaban sobre ella.

Abandonó la estancia que utilizaba como estudio y se dirigió a sus aposentos privados. De camino, pasó por la biblioteca y allí encontró a Kleitus, el dinasta, antiguo gobernante (hasta su muerte) de Necrópolis, la ciudad más extensa de Abarrach. A su muerte, Kleitus se había convertido en un lázaro, uno de aquellos muertos vivientes. Desde entonces, la horrenda forma del dinasta —que no estaba vivo ni muerto— vagaba por los corredores y salones del palacio que una vez había sido suyo. El lázaro creía que seguía siéndolo y Xar, pese a saber que no era así, no veía ninguna razón para sacar a Kleitus de su error.

El Señor del Nexo se preparó para hablar con el Señor de los Muertos Vivientes. Xar había combatido a muchos enemigos terribles durante sus esfuerzos por liberar a su pueblo del Laberinto. Dragones, lobunos, caodines y otras fieras… Xar no temía a ninguno de los monstruos que el Laberinto pudiera crear. No temía a ningún ser vivo. Aun así, no pudo evitar un nudo en las entrañas cuando contempló el rostro del lázaro, como una horrible mascara mortuoria en permanente cambio, y vio el odio en su mirada. El odio que los muertos sienten por los vivos en Abarrach.

Los encuentros con Kleitus no resultaban nunca agradables, y Xar solía evitar al lázaro. Al Señor del Nexo le resultaba incómodo hablar con un ser que sólo tenía una idea en su mente: la muerte. La muerte de su interlocutor.

Los signos mágicos de la piel de Xar emitieron un leve resplandor azulado, para defenderlo de un posible ataque. La luz azul se reflejó en los muertos ojos del dinasta, que emitieron un destello de disgusto. El lázaro había intentado matar al patryn en una ocasión, a su llegada a Necrópolis. El combate entre ellos había sido breve y espectacular. Kleitus no había vuelto a intentarlo, pero soñaba con ello durante las interminables horas de su atormentada existencia. Y nunca dejaba de mencionarlo cuando volvían a encontrarse.

—Algún día, Xar —dijo Kleitus, el cadáver parlante—, te cogeré por sorpresa. Y entonces te unirás a nosotros.

—… a nosotros —repitió el triste eco del alma del lázaro. Las dos partes del muerto siempre hablaban juntas, aunque el alma iba un poco más lenta que el cuerpo.

—Debe de ser magnífico para ti tener todavía un objetivo —replicó Xar con cierta acritud. No podía evitarlo: el lázaro lo ponía nervioso. Pero el Señor del Nexo necesitaba ayuda, información, y, hasta donde él sabía, Kleitus era el único que podía proporcionársela—. Yo también tengo uno. Un objetivo que me gustaría tratar contigo… si tienes tiempo para ello, claro. —El nerviosismo de Xar provocó el comentario sarcástico.

Por mucho que se empeñara, el patryn era incapaz de mantener durante mucho rato la mirada fija en el rostro del lázaro. Era el rostro de un cadáver, de un cadáver asesinado, pues Kleitus había muerto a manos de otro lázaro y, a continuación, había sido devuelto a aquella existencia penosa. El rostro era en ocasiones el de un cuerpo que llevaba mucho tiempo muerto y luego, de pronto, adquiría las facciones que Kleitus tenía cuando estaba vivo. La transformación se producía cuando el alma penetraba en el cuerpo y pugnaba por renovar la vida y por recuperar lo que una vez había poseído. Frustrados sus intentos, el alma fluía fuera del cuerpo en un vano esfuerzo por liberarse de su prisión. La rabia y la frustración permanente del alma proporcionaban una calidez antinatural a la carne muerta, fría.

Xar dirigió una nueva mirada a Kleitus y la retiró rápidamente.

—¿Me acompañas a la biblioteca? —preguntó con un gesto de cortesía y con la vista en cualquier sitio menos en el cadáver.

El lázaro lo siguió de buena gana. Kleitus no tenía un especial interés en servir de ayuda al Señor del Nexo, como éste bien sabía. Si lo acompañó, fue porque siempre cabía la posibilidad de que Xar pudiera descuidarse y bajar sus defensas sin advertirlo. Kleitus fue con él con la esperanza de poder matarlo.

A solas con el lázaro en la estancia, Xar pensó por un instante en llamar a otro patryn para que montara guardia, pero abandonó la idea de inmediato, horrorizado consigo mismo por el mero hecho de que se le hubiera ocurrido tal pensamiento. Tomar tal precaución sólo lo haría parecer débil a los ojos de su pueblo, que lo adoraba: además, no deseaba que nadie más conociera el tema de la conversación.

En consecuencia, aunque con bastante recelo, Xar cerró la puerta, hecha de hierba kairn trenzada, y la marcó con runas patryn de protección para que no pudiera ser abierta. Cuando trazó sus signos mágicos, lo hizo sobre unas borrosas runas sartán, cuya magia había dejado de actuar hacía mucho tiempo.

Los ojos inanimados de Kleitus recobraron de repente un destello de vida y concentraron la mirada en el cuello de Xar. Los dedos muertos temblaron de expectación.

—No, no, amigo mío —dijo Xar con tono afable—. Otro día, quizás. ¿O prefieres verte de nuevo en mí círculo de poder? ¿Quieres experimentar otra vez cómo mi magia empieza a desbaratar tu existencia?

Kleitus lo miró sin pestañear, inflamado de odio.

—¿Qué es lo que quieres, Señor del Nexo?

—… Nexo —repitió el triste eco.

—Lo que quiero es sentarme —dijo Xar—. No me tengo en pie. He pasado dos días y dos noches concentrado en la estructura rúnica. Pero ya la he resuelto. Ahora conozco el secreto del arte de la nigromancia. Ahora, también yo sé resucitar a los muertos.

—Felicidades —apostilló Kleitus. Sus labios se fruncieron en una mueca burlona—. Ahora podrás destruir a tu pueblo como hicimos nosotros con el nuestro.

Xar no hizo caso del comentario. Los lázaros tenían, por lo general, una perspectiva bastante sombría de las cosas, pero el patryn lo encontraba comprensible.

Tomó asiento ante una gran mesa de piedra cuya superficie estaba cubierta de volúmenes polvorientos: un tesoro de conocimientos sartán. Xar había dedicado al estudio de aquellas obras todo el tiempo posible, teniendo en cuenta las mil y una obligaciones de un caudillo que se disponía a conducir a su pueblo a la guerra, pero aquel tiempo que había pasado entre los libros sartán era mínimo en comparación con los años que Kleitus había dedicado a tal labor. Además, Xar estaba en desventaja: estaba obligado a leer el material en un idioma ajeno: la lengua sartán. Aunque había aprendido el idioma mientras permanecía en el Nexo, la tarea de descomponer la estructura rúnica sartán y, luego, reconstruirla según el pensamiento patryn resultaba agotador y exigía mucho tiempo.

Xar no podría nunca, en ninguna circunstancia, pensar como un sartán.

Kleitus tenía la información que Xar necesitaba. Había hurgado a fondo en aquellos libros y él mismo era —o había sido— un sartán. Kleitus sabía. Y entendía. Pero ¿cómo sonsacar al cadáver? Allí estaba la dificultad.

Xar no se dejó engañar por el caminar arrastrado del lázaro ni por su ademán sediento de sangre. El juego de Kleitus era mucho más sutil. Un ejército de seres vivos, de sangre caliente, había llegado recientemente a Abarrach. Un ejército de patryn, trasladado allí por Xar con el propósito de instruirlo para la guerra. Los lázaros codiciaban a aquellos seres vivos, anhelaban destruir la vida que tanto envidiaban y que, a la vez, tan detestable les resultaba. Los lázaros no podían atacar a los patryn, demasiado poderosos para ellos.

Con todo, los patryn necesitaban un despliegue inmenso de su magia para convertir las oscuras cavernas de Abarrach en un lugar capaz de sostener la vida. Y el esfuerzo empezaba a debilitarlos, aunque sólo fuera muy ligeramente. Lo mismo les había sucedido a los sartán, en el pasado; así habían terminado por morir tantos de ellos.

Tiempo. Los muertos tenían tiempo. No sería pronto pero un día u otro, inevitablemente, la magia patryn empezaría a desmoronarse. Y entonces sería el momento de los lázaros. Xar no pensaba prolongar tanto su estancia allí. Ya había descubierto lo que había acudido a buscar en Abarrach. Ahora sólo tenía que determinar si el descubrimiento era o no real.

Kleitus no se sentó. Los lázaros no pueden descansar mucho tiempo en el mismo sitio, sino que se mantienen en constante movimiento, deambulando como si buscaran algo que han perdido toda esperanza de encontrar.

Xar no miró al cadáver viviente que se desplazaba adelante y atrás delante de él, sino que dirigió la mirada a los polvorientos volúmenes esparcidos sobre la mesa.

—Quiero poder probar mis conocimientos de nigromancia —declaró—. Deseo saber si realmente puedo resucitar a los muertos.

—¿Y qué te lo impide? —inquirió Kleitus.

—¿…te lo impide?

Xar frunció el entrecejo. El molesto eco era una especie de zumbido en sus oídos. Siempre se producía cuando él se disponía a decir algo, interrumpiéndolo y cortándole el hilo de los pensamientos.

—Necesito un cadáver. Y no me digas que utilice a uno de mi pueblo. Eso es inaceptable. Yo, personalmente, he salvado la vida de cada patryn que he rescatado y llevado al Nexo.

—Les has dado la vida —apuntó Kleitus—. Tienes derecho a quitársela.

—… a quitársela.

—Tal vez —concedió Xar, alzando la voz para imponerse al eco—. Quizá lo que dices sea verdad. Y, si hubiera mayor número de los míos, si fuéramos muchos más, tal vez lo tomara en consideración. Pero somos pocos y no me atrevo a desperdiciar a uno solo.

—¿Qué quieres de mí, Señor del Nexo?

—¿… del Nexo?

—He hablado con otro de los lázaros, una mujer llamada Jera. Mencionó que en Abarrach aún había sartán. Sartán vivos. Un hombre llamado… hum… —Xar titubeó, como si no consiguiera recordar el nombre.

—¡Balthazar! —susurró Kleitus.

—… Balthazar—gimió el eco.

—Sí, ése era el nombre —se apresuró a decir Xar—. Balthazar. Él es quien los dirige. Un informe anterior que recibí de un tal Haplo, un patryn que visitó Abarrach, me indujo a creer que ese sartán, Balthazar, y todo su pueblo habían perecido a vuestras manos. No obstante, Jera me asegura que no fue así.

—Haplo… Sí, lo recuerdo. —La evocación no parecía ser muy del agrado de Kleitus, que permaneció largo rato meditabundo mientras el alma penetraba en su cuerpo, pugnaba por quedarse y se separaba de nuevo. El lázaro se detuvo delante de Xar y lo contempló con ojos evasivos—. ¿Te contó Jera lo sucedido?

La mirada del cadáver llenó de perplejidad a Xar.

—No —mintió, obligándose a permanecer sentado cuando su primer impulso habría sido levantarse y huir a algún rincón lejano—. Jera no me lo contó. Pensé que quizá tú…

—Los vivos huyeron de nosotros. —Kleitus reanudó su inquieto deambular—. Los seguimos. No tenían ninguna posibilidad de escapar. Nosotros no nos cansamos nunca, no necesitamos reposo, ni comida, ni agua. Finalmente, logramos atraparlos. Entonces organizaron una débil resistencia, dispuestos a luchar por salvar sus miserables vidas. Entre nosotros teníamos a su propio príncipe, muerto. Yo mismo lo había devuelto a la vida. El príncipe conocía lo que los vivos habían hecho a los muertos y comprendía que sólo cuando todos los vivos hubieran muerto podríamos ser libres los muertos. El príncipe había jurado conducirnos en la lucha contra su propio pueblo.

»Nos preparamos para la matanza. Pero en aquel instante intervino uno de los nuestros, el que fue marido de esa Jera, precisamente. Ahora es un lázaro; su propia esposa lo mató, lo resucitó y le proporcionó el poder que nosotros poseemos. Pero él nos traicionó. De algún modo, en alguna parte, había adquirido un poder propio. Posee el don de la muerte, igual que ese otro sartán que llegó a este mundo a través de la Puerta de la Muerte…

—¿A quién te refieres? —quiso saber Xar. De pronto, las palabras de Kleitus despertaron su interés, adormecido durante el prolijo discurso del lázaro.

—No sé quién era. Un sartán, sin duda, pero tenía un nombre mensch —respondió Kleitus, irritado ante la interrupción.

—¿Alfred?

—Tal vez. ¿Qué más da el nombre? —El lázaro parecía obsesionado por continuar su narración—. El marido de Jera rompió el hechizo que mantenía cautivo el cadáver del príncipe, y el cuerpo de éste murió. Los muros carcelarios de su carne se desmoronaron y el alma flotó libre.

La voz de Kleitus sonó irritada, llena de acritud.

—… flotó libre.

El eco tenía un tono anhelante, nostálgico. Xar se impacientó. El «don de la muerte»… ¡Bobadas de los sartán!

—¿Qué fue de Balthazar y los suyos? —inquirió.

—Se nos escaparon —siseó Kleitus entre dientes, furioso. Sus cerúleos puños se cerraron—. Intentamos ir tras ellos, pero el esposo de Jera resultó ser demasiado poderoso y nos lo impidió.

—Entonces, es cierto que aún existen sartán vivos en Abarrach —murmuró Xar, haciendo tamborilear los dedos sobre la mesa—. Sartán que pueden proporcionarme los cadáveres que necesito para mis experimentos. Y para convertirlos en soldados de mi ejército. ¿Tienes alguna idea de dónde están?

—Si la tuviéramos, no estarían vivos todavía —declaró Kleitus, con una mirada de odio—. ¿Verdad que no, Señor del Nexo?

—Supongo que tienes razón —murmuró Xar—. Ese esposo de Jera… ¿dónde se encuentra? Sin duda, él sabe cómo dar con Balthazar…

—Tampoco sé dónde se ha ocultado. Hasta que tú y tu gente llegasteis, él ocupaba Necrópolis. Y nos mantenía fuera de la ciudad. Me mantenía apartado de mi palacio. Pero cuando os presentasteis aquí, se marchó.

—Atemorizado de mi presencia, sin duda —comentó Xar despreocupadamente.

—¡Ese lázaro no le teme a nada, Señor del Nexo! —Replicó Kleitus con una desagradable risotada—. Él es ese de quien habla la profecía.

—He oído hablar de una profecía —dijo el patryn, restando importancia al asunto con un gesto de la mano—. Haplo me comentó algo al respecto, pero su opinión respecto a los oráculos coinciden con la mía. Les doy poco crédito. Para mí, no son más que deseos.

—Pues a ésta deberías prestarle más atención. Esto es lo que dice la profecía: «Él traerá vida a los muertos y esperanza a los vivos. Y para él se abrirá la Puerta». Así proclama la profecía y así se ha cumplido.

—… se ha cumplido

—Sí, se ha cumplido. —Xar repitió las últimas palabras del eco—. Pero soy yo quien le ha dado cumplimiento. La profecía se refiere a mí, y no a un cadáver ambulante.

—Me temo que no…

—… temo que no.

—¡Claro que sí! —Exclamó Xar con irritación—. «La Puerta se abrirá…» ¡La Puerta se ha abierto!

—¡La que se ha abierto es la Puerta de la Muerte!

—¿Acaso existe alguna otra? —preguntó Xar sin prestar mucha atención, molesto e impaciente por retomar la conversación donde la habían iniciado.

—La Séptima Puerta —respondió Kleitus. Y, esta vez, el eco guardó silencio. Xar alzó la vista, preguntándose a qué venía aquello. Kleitus le dedicó un rictus que quería ser una sonrisa y prosiguió—: Hablas de ejércitos, de conquistas, de viajes de mundo en mundo… ¡Qué pérdida de tiempo y de esfuerzo, cuando lo único que necesitas hacer es entrar en la Séptima Puerta!

—¿De veras? —Xar torció el gesto—. He cruzado muchas puertas en mi vida. ¿Qué tiene ésta de especial?

—Fue dentro de esa cámara, dentro de la Séptima Puerta, donde el Consejo de los Siete realizó la separación de los mundos.

—…la separación de los mundos.

Xar guardó silencio, lleno de asombro. Las consecuencias, las posibilidades que se abrían si Kleitus estaba en lo cierto, si lo que decía era cierto, si aquel lugar existía todavía…

—Existe —afirmó Kleitus.

—¿Qué hay en esa…, en esa cámara? —quiso saber Xar, cauto, sin terminar de creer al lázaro.

Kleitus aparentó no haber oído la pregunta y se volvió hacia las estanterías de volúmenes que cubrían las paredes de la biblioteca. Sus ojos muertos, iluminados esporádicamente por el alma fugaz, buscaron algo. Por último, su marchita mano, manchada todavía con la sangre de aquellos a los que había dado muerte, se alzó para escoger un delgado volumen de pequeñas dimensiones.

El lázaro arrojó el libro sobre la mesa, delante de Xar.

—Lee —le indicó.

—… lee —llegó la triste coletilla.

—Parece la primera cartilla de un chiquillo —dijo Xar, examinando el volumen con cierto desdén. Él también había utilizado libros parecidos a aquél, encontrados en el Nexo, para enseñar el lenguaje de las runas sartán a Bane, el niño mensch.

—Lo es —asintió Kleitus—. Procede de los tiempos en que nuestros hijos vivían y alborotaban. Lee.

Xar estudió el libro con recelo, pero parecía auténtico. Era antiguo, muy antiguo, a juzgar por su olor rancio y por su pergamino quebradizo y amarillento. Con cuidado, temeroso de que las páginas se convirtieran en polvo al contacto con su mano, abrió la tapa de piel y leyó en silencio para sí mismo:

La Tierra fue destruida.

Cuatro mundos fueron creados de sus ruinas. Cuatro mundos para nosotros y los mensch: Aire, Fuego, Piedra y Agua. Cuatro Puertas conectan cada mundo con los otros: Ariano, Pryan, Abarrach y Chelestra. Para nuestros enemigos se construyó un correccional: el Laberinto.

El Laberinto está conectado con los demás mundos a través de la Quinta Puerta: el Nexo.

La Sexta Puerta está en el centro y permite la entrada en el Vórtice. Y todo se consumó a través de la Séptima Puerta.

El final fue el principio.

Aquél era el texto impreso. Debajo, escrita a mano con letra tosca, había otra frase: El principio fue nuestro final.

—¿Eso lo has escrito tú? —inquirió Xar.

—Con mi propia sangre —asintió Kleitus.

—… propia sangre.

A Xar le temblaron las manos de expectación. El sartán, la profecía, la nigromancia; nada de eso importaba. Lo que revelaba el libro: ¡eso era lo realmente valioso!

—¿Sabes dónde está esa puerta? ¿Me conducirás a ella? —dijo Xar, poniéndose de pie con impaciencia.

—Sí, lo sé. Los muertos lo sabemos. Y me encantaría conducirte a ella, Señor del Nexo… —El rostro de Kleitus se contorsionó mientras el alma entraba y salía agitadamente del cadáver ambulante. Sus manos se flexionaron—. Me encantaría, si tú cumplieras un requisito. Podríamos disponer tu muerte y…

Xar no estaba de humor para chanzas.

—No seas ridículo. Llévame allí ahora o, si tal cosa no es posible —el Señor del Caos tuvo la repentina idea de que aquella Séptima Puerta se encontraba quizás en otro mundo—, dime dónde encontrarla.

Kleitus pareció meditar la respuesta. Por fin, movió la cabeza en gesto de negativa:

—No creo que lo haga.

—… que lo haga.

—¿Por qué no? —Xar dejó entrever su enfado.

—Digamos que… por lealtad.

—¡Que hable así quien ha sacrificado a su propio pueblo! —replicó Xar burlón—. ¿Por qué, pues, me hablas de la Séptima Puerta, si te niegas a llevarme a ella? —De pronto, le vino una idea a la cabeza—: Quieres algo a cambio, ¿no es eso? ¿De qué se trata?

—De matar. Y seguir matando. De librarme del olor de la sangre caliente que me atormenta cada instante de mi existencia… ¡y voy a vivir eternamente! Lo que quiero es la muerte. Respecto a la Séptima Puerta, no necesitas que te la muestre. Ese secuaz tuyo ya ha estado allí. Pensaba que él ya te habría informado.

—… muerte… informado.

—¿Qué secuaz? ¿Quién? —Tras un instante de perplejidad, Xar inquirió—: ¿Haplo?

—Sí, puede que ése fuera el nombre… —Kleitus estaba perdiendo el interés por el tema.

—… nombre.

—¿Que Haplo conoce la ubicación de la Séptima Puerta? —resopló Xar con aire burlón—. ¡Imposible! Jamás lo ha mencionado…

—Eso es porque el no sabe… Ningún vivo lo sabe. Pero su cadáver sí que lo reconocería. Y querría volver a ese lugar. Resucita el cuerpo de ese Haplo, Señor del Nexo, y él te conducirá a la Séptima Puerta.

«Me gustaría saber qué te propones», pensó Xar y fingió seguir hojeando el libro infantil mientras observaba disimuladamente al lázaro. «¡Me gustaría saber qué es lo que persigues! ¿Qué representa para ti esa Séptima Puerta? ¿Y por qué quieres a Haplo? Sí, ya veo adonde quieres llevarme pero, mientras sea en la misma dirección que yo he tomado…»

Se encogió de hombros, levantó el libro y leyó en voz alta:

—«Y todo se consumó a través de la Séptima Puerta.» ¿Cómo? ¿Qué significa eso, dinasta? ¿O acaso no significa nada? No es fácil saberlo; a vosotros, los sartán, os produce un gran placer jugar con las palabras.

—Yo diría que significa mucho, Señor del Nexo. —Por un instante, un leve destello de siniestra diversión dio auténtica vida a los ojos muertos—. En cuanto a cuál sea ese significado, no lo sé ni me importa.

Kleitus alargó una mano, de piel blancoazulada salpicada de sangre y uñas negras, y, vuelto hacia la puerta, pronunció una runa sartán.

Los signos patryn que protegían la puerta se desmoronaron. Kleitus se abrió paso y abandonó la estancia.

Xar habría podido mantener las runas en su lugar frente a la magia del dinasta, pero no deseaba malgastar sus energías. ¿Para qué molestarse? Que se marchara; el lázaro ya no le sería de más utilidad,

La Séptima Puerta. La cámara donde los sartán habían separado el mundo. ¿Quién sabía qué poderosa magia existía aún en tal lugar?

Si era cierto que Kleitus conocía la ubicación de la Séptima Puerta, reflexionó el Señor del Nexo, no necesitaba de Haplo para que lo condujera. Era evidente, pues, que el lázaro quería a Haplo por sus propios motivos. ¿Por qué? Era cierto que Haplo había escapado de las manos del dinasta y a la persecución asesina de los lázaros, pero resultaba improbable que Kleitus le tuviera un especial rencor por ello. El lázaro odiaba a todos los seres vivos, sin excepción. No destacaría a uno en concreto si no tuviera un motivo especial para ello.

Haplo tenía o sabía algo que Kleitus codiciaba. ¿Qué podía ser? Era preciso preservar a Haplo, se dijo Xar. Al menos, hasta que descubriera el misterio.

Se concentró de nuevo en el libro y fijó la vista en las runas sartán hasta que las hubo grabado en su memoria. Un revuelo en el pasillo y unas voces que pronunciaban su nombre lo perturbaron.

Se levantó de la mesa, cruzó la estancia y abrió la puerta. Varios patryn deambulaban arriba y abajo por el corredor.

—¿Qué queréis?

—¡Mi Señor! ¡Te hemos buscado por todas partes!

La mujer que había respondido hizo una pausa para recuperar el aliento. Xar advirtió su excitación. Los patryn eran disciplinados; de ordinario, no dejaban exteriorizar sus emociones.

—¿Qué sucede, hija?

—Hemos capturado dos prisioneros, mi Señor. Los hemos cogido cuando salían de la Puerta de la Muerte.

—¿De veras? Una excelente noticia. ¿Qué…?

—¡Escúchame, mi Señor! —En circunstancias normales, ningún patryn habría osado interrumpir a Xar; sin embargo, la mujer era presa de tal agitación que no pudo contenerse—: Los dos son sartán. Y uno de ellos es…

—¡Alfred! —conjeturó Xar.

—No, mi Señor. Uno de ellos es Samah…

¡Samah! El presidente del Consejo de los Siete sartán.

Samah, que había permanecido durante largos siglos en estado de animación suspendida en Chelestra.

Samah. El mismo Samah que había provocado la destrucción de los mundos.

Samah, que había arrojado a los patryn al Laberinto.

En aquel instante. Xar casi habría creído en la existencia de aquel poder superior del que Haplo no dejaba de parlotear. Y casi habría creído en él por poner en sus manos a Samah.