CAPÍTULO 13

WOMBE, DREVLÍN, ARIANO

Amaneció el día señalado para la puesta en marcha de la gran máquina. Los dignatarios se reunieron en la Factría, formando un círculo en torno a la estatua del Dictor. El survisor jefe de los enanos, Limbeck Aprietatuercas, tendría el honor de abrir la estatua y ser el primero en descender a los túneles, abriendo la marcha hacia el corazón y el cerebro de la Tumpa-chumpa.

Aquél fue el gran momento triunfal de Limbeck. Sosteniendo en la mano el preciado libro de los sartán[23] (aunque no era necesario que hiciera tal cosa, pues se lo había aprendido de memoria, de cabo a rabo; además, con su cortedad de vista, era incapaz de leerlo a menos que lo colocara justo delante de sus narices), con Jarre (ahora, «señora del survisor jefe») a su lado y acompañado de una muchedumbre de dignatarios, Limbeck Aprietatuercas se acercó al Dictor.

Cediendo a sus propios temores —sobre todo, a los humanos—, los kenkari ocultaron el libro y cualquier rastro suyo durante mucho tiempo. Finalmente, el presente Portavoz del Alma —un kenkari estudioso que, como Limbeck, padecía de una curiosidad insaciable— había descubierto el libro y había comprendido al momento que milagros maravillosos podía proporcionar al mundo. Sin embargo, también él tenía miedo de los humanos… hasta que se produjo un incidente que le hizo ver el auténtico mal. Entonces, el kenkari entregó el libro a Haplo para que lo llevara a los enanos.

El enano, que había iniciado todos aquellos prodigiosos cambios con un simple «¿Por qué?», dio un suave empujón a la estatua.

La figura del sartán envuelto en la capa y encapuchado giró sobre la peana. Antes de iniciar el descenso, Limbeck se detuvo un momento y escrutó la oscuridad con la mirada.

—Baja los peldaños uno a uno —le aconsejó Jarre en un murmullo nervioso, rodeada de dignatarios impacientes por empezar la marcha—. No vayas demasiado deprisa y agárrate de mi mano; así no te caerás.

—¿Qué? —Limbeck parpadeó—. ¡Ah! No se trata de eso. Veo perfectamente. Esas luces azules[24] facilitan mucho las cosas, ¿sabes? Sólo estaba… recordando.

El enano suspiró, y los ojos se le nublaron; de repente, veía las luces azules aun más borrosas que antes, si tal cosa era posible.

—Han sucedido muchas cosas y la mayoría de ellas aquí, en la Factría. Aquí se celebró mi juicio, cuando me di cuenta por primera vez de que el Dictor intentaba decirnos cómo funcionaba la máquina; más tarde, la lucha con los gardas…

—Cuando Alfred cayó por la escalera y yo quedé atrapada aquí dentro con él y vimos a su gente, tan hermosa, todos muertos. —Jarre tomó de la mano a Limbeck y apretó con fuerza—. Sí, lo recuerdo.

—Y cuando encontramos al hombre de metal y descubrí esa sala donde humanos, elfos y enanos convivían armoniosamente.[25] Entonces comprendí que nosotros también podíamos vivir así. —Ensayó una sonrisa y suspiró otra vez—. Y luego llegó ese terrible combate con las serpientes dragón. Estuviste realmente heroica, querida —comentó, mirándola con orgullo. La veía perfectamente, aunque fuera lo único en el mundo que podía distinguir con claridad.

Jarre movió la cabeza a un lado y otro.

—Lo único que hice fue enfrentarme a una serpiente dragón. Tú combatiste con monstruos mucho mayores y diez veces más terribles. Tú luchaste contra la ignorancia y la apatía. Combatiste el miedo, que habían adoptado formas de mensch para pasar inadvertidas en aquel mundo. Obligaste a la gente a pensar, a hacer preguntas y a exigir respuestas. Tú eres el verdadero héroe, Limbeck Aprietatuercas, y te quiero, aunque a veces seas un poco borrico.

Jarre dijo esto último en un susurro y luego se inclinó hacia él para darle un beso en las patillas delante de todos los dignatarios y de la mitad de la población enana de Drevlin.

Hubo grandes vítores y carcajadas, y Limbeck se sonrojó hasta las raíces de la barba.

—¿A qué viene el retraso? —inquirió Haplo con suavidad. Silencioso y al amparo de las sombras, lejos de los demás mensch, el patryn permanecía cerca de la estatua del Dictor—. Puedes empezar a bajar cuando quieras. El lugar es seguro. Las serpientes dragón se han marchado.

«Al menos, ya no están en los túneles», añadió, pero lo hizo para sus adentros. El mal estaba presente en el mundo y siempre lo estaría, pero en aquel momento, con la perspectiva de una paz entre las razas mensch, la influencia del mal había decrecido.

Limbeck pestañeó y se volvió hacia donde estaba Haplo, aproximadamente.

—Y Haplo, también —le dijo a Jarre—. Haplo también es un héroe. Él es el verdadero artífice…

—No, nada de eso —se apresuró a replicar Haplo con gesto de irritación—. Mirad, será mejor que os deis prisa con este asunto. La gente de los demás continentes debe de estar esperando. Si la cosa se retrasa, es probable que empiece a ponerse nerviosa.

—Haplo tiene razón —asintió la enana, siempre pragmática, y tiró de Limbeck hacia la entrada de la escalera.

Los dignatarios se arremolinaron en tomo a la estatua, disponiéndose a seguirlos. Haplo se quedó donde estaba. Se sentía inquieto y no podía determinar la causa.

Observó por centésima vez los signos tatuados en su piel, las runas que le advertían de los peligros. No vio que despidieran su resplandor mágico como harían si lo amenazara algún riesgo; si las serpientes dragón acecharan en algún lugar allá abajo, por ejemplo. Sin embargo, la sensación no desaparecía: el hormigueo de la piel, el cosquilleo de las terminaciones nerviosas… Allí había algo raro.

Se retiró a las sombras con la intención de inspeccionar detenidamente a los presentes, uno por uno. Las serpientes dragón podían adoptar perfectamente la forma de los mensch, pero sus brillantes ojos rojos de reptil los delataba.

Haplo esperaba pasar inadvertido, olvidado. Pero el perro, excitado por el ruido y la actividad, no estaba dispuesto a quedar excluido de las celebraciones. Con un alegre ladrido, se apartó del lado de Haplo y corrió hacia la escalera.

—¡Perro! —Haplo alargó el brazo para coger al animal y lo habría conseguido, pero en aquel preciso instante percibió un movimiento a su espalda, más notado que visto: alguien acercándose a él, un aliento en la nuca…

Perturbado, volvió la mirada y no logró dar alcance al perro. El animal, juguetón, saltó a la escalera y se enredó rápidamente entre las augustas piernas del survisor jefe.

Hubo un momento delicado en que pareció que Limbeck y perro iban a celebrar aquella ocasión histórica rodando escalera abajo en un confuso ovillo de barba y pelambre pero Jarre, rápida de reflejos, agarró por sus respectivas nucas a su renombrado líder y al perro y consiguió impedirlo, con lo que salvó el día.

Con el perro firmemente agarrado en una mano y Limbeck en la otra, Jarre volvió la cabeza. En realidad, no había sido nunca muy amante de los perros.

—¡Haplo! —gritó en tono severo de desaprobación.

El patryn no tenía a nadie cerca. Estaba solo, si no contaba a los diversos dignatarios que formaban en fila a la entrada de la angosta escalera, esperando su turno para descender por ella. Haplo echó un vistazo a la mano. Por un instante, había pensado que las runas estaban a punto de activarse, de prepararse para defenderlo de un ataque inminente. Pero los tatuajes mágicos permanecieron apagados.

Era una sensación extraña, que nunca antes había experimentado. Le recordaba la llama de una vela, apagada de un soplo. Tenía la perturbadora sensación de que alguien, de un soplo, había apagado su magia. Pero tal cosa no era posible.

—¡Haplo! —volvió a gritar Jarre—. ¡Ven a coger este perro tuyo!

No había nada que hacer. Todos los presentes en la Factría lo miraban entre sonrisas. Haplo había perdido cualquier oportunidad de mantener su cómodo anonimato. Mientras se frotaba el revés de la mano, avanzó hasta la boca del pasadizo y, con expresión sombría, ordenó al animal que volviera a su lado.

Conocedor, por el tono de voz de su amo, de que había hecho algo malo pero no muy seguro de a que venía la bronca, el perro trotó dócilmente hacia Haplo. Sentado sobre los cuartos traseros ante la estatua, el animal levantó una pata delantera con aire contrito, pidiendo perdón. El gesto provocó la admiración de los dignatarios, quienes le dedicaron una salva de aplausos.

Limbeck creyó que el aplauso era para él y correspondió con una solemne reverencia. Después, se encaminó escalera abajo. Haplo, empujado por la multitud, no tuvo más remedio que unirse a la comitiva. Dirigió una rápida mirada a su espalda, pero no vio nada. Nadie acechaba en las inmediaciones de la estatua. Nadie le prestaba especial atención.

Quizás habían sido imaginaciones suyas. Quizá la herida lo había dejado más débil de lo que creía.

Confundido, Haplo siguió los pasos de Limbeck y Jarre. Las runas sartán iluminaron su descenso hacia los túneles.

Hugh la Mano permaneció junto a una pared, al amparo de las sombras, observando al resto de los mensch desfilar escalera abajo. Cuando lo hubiera hecho el último, él los seguiría, en silencio y sin ser visto.

Estaba satisfecho, complacido consigo mismo. Ahora sabía lo que necesitaba saber. Su experimento había sido un éxito. Recordó las palabras de Ciang:

—Se dice que la magia de los patryn los previene de los peligros, de forma parecida a como actúa lo que llamamos nuestro sexto sentido, aunque el suyo es mucho más preciso, mucho más refinado. Las runas que llevan tatuadas en la piel emiten un brillante fulgor y no sólo les avisan del peligro sino que actúan como escudo defensivo.

En efecto; Hugh guardaba todavía un doloroso recuerdo de la ocasión en que había intentado atacar a Haplo, en el Imperanon. Una luz azul se había encendido como una llamarada y una descarga como un rayo había atravesado el cuerpo del asesino.

—Considero bastante lógico que, para que esta arma funcione, deba penetrar o desbaratar de algún modo la magia patryn. Te sugiero que experimentes —le había aconsejado Ciang—. Que pruebes cómo funciona.

Y eso había hecho Hugh. Aquella mañana, cuando el grupo de dignatarios se congregó en la Factría, la Mano estaba entre ellos. El asesino distinguió a su presa tan pronto como entró.

Recordando lo que conocía de Haplo, intuyó que el patryn taciturno y reservado se mantendría en segundo plano —«lejos de los focos», como dice la expresión— y bajo la protección de las sombras, lo cual facilitaría relativamente la tarea de Hugh.

La Mano acertó: Haplo se mantuvo apartado, cerca de la enorme estatua del que los mensch denominaban el Dictor. Sin embargo, Hugh masculló una maldición al ver al perro junto al patryn. No se había olvidado del animal, pero lo asombraba encontrarlo junto a su amo. La última vez que había visto al perro, estaba con él y con Bane en el Reino Medio. Poco después de salvarle la vida, el perro había desaparecido. El asesino no había estado especialmente agradecido al animal por su acto y no se había molestado en buscarlo.

Hugh no tenía idea de cómo había podido viajar el animal desde el Reino Medio hasta el Reino Inferior, ni le importaba. El perro iba a resultar una molestia añadida. Si era preciso, acabaría con él antes que con su amo. Hasta entonces, la Mano tenía que comprobar hasta qué distancia podía aproximarse al patryn y observar sí la Hoja Maldita mostraba alguna reacción.

Desenvainó el puñal, lo mantuvo oculto entre los pliegues de la capa y se retiró a las sombras. Las lámparas que habrían convertido la noche de la Factría en un día luminoso permanecían apagadas, puesto que la Tumpa-chumpa que les daba vida no funcionaba. Humanos y elfos estaban equipados con lámparas de aceite y antorchas, pero sus luces apenas conseguían penetrar en la oscuridad cavernaria del enorme edificio. Hugh la Mano, enfundado en las ropas de la Invisible, no tuvo ninguna dificultad para sumarse a aquella oscuridad y confundirse con ella.

Avanzó lenta y silenciosamente tras su presa, hizo un alto y aguardó con paciencia el momento oportuno para efectuar su movimiento. En el oficio de Hugh había muchos que, impulsados por el miedo, el nerviosismo o la impaciencia, se precipitaban en atacar en lugar de esperar, observar y prepararse mental y físicamente para el momento correcto, que siempre se presentaba. Y, cuando lo hacía, uno tenía que reaccionar, a menudo en apenas un abrir y cerrar de ojos. Era esta capacidad para esperar el momento con paciencia, para reconocer la oportunidad y aprovecharla, lo que había dado fama a Hugh la Mano.

Aguardó su ocasión y, mientras lo hacía, pensó que el puñal se había adaptado maravillosamente a su mano. No habría encontrado un herrero capaz de forjar una empuñadura que se ajustara mejor. Era como si el arma se hubiera amoldado a su mano. Hugh esperó y observó, más pendiente del perro que de su amo.

Y el momento llegó.

Limbeck y Jarre se disponían a iniciar el descenso cuando, de pronto, el survisor jefe se detuvo. Haplo se inclinó hacia él para comentarle algo; Hugh no pudo captar lo que decían, ni le importó. A continuación, los enanos se pusieron en marcha escalera abajo.

—Ojalá ese maldito perro siga sus pasos —murmuró para sí.

Y, en aquel preciso instante, el animal saltó tras ellos.

Hugh la Mano se quedó perplejo ante la coincidencia, pero reaccionó rápidamente para aprovechar la oportunidad. Se deslizó hacia adelante y la mano del puñal asomó entre los pliegues de su capa.

No lo sorprendió apreciar que Haplo, de pronto, percibía su presencia. La Mano tenía un saludable respeto por su oponente y, por tanto, no había esperado que el asunto resultara sencillo. El puñal se agitó entre los dedos de Hugh produciéndole una sensación repulsiva, como si tuviera en la mano una serpiente. Avanzó hacia Haplo esperando que en cualquier momento se encenderían las runas de advertencia del patryn, en cuyo caso Hugh se quedaría inmóvil, amparado por la ropa mágica de la Invisible que le permitía confundirse con la noche.

Sin embargo, las runas no mostraron el menor cambio. No apareció ningún fulgor azulado. Esto pareció inquietar a Haplo, que había percibido una amenaza y se miraba la piel buscando la confirmación, sin encontrar nada.

Hugh supo en aquel instante que podía matar a Haplo, que la magia del patryn había fallado, que el puñal debía de haber ejercido algún efecto sobre ella, y que así volvería a suceder.

Pero no era el momento de actuar. Demasiada gente. Además, habría perturbado la ceremonia y los kenkari habían sido muy precisos en sus instrucciones: Hugh no debía, bajo ningún concepto, perturbar la puesta en marcha de la Tumpa-chumpa. Aquello sólo había sido una prueba del arma. Ahora sabía que funcionaba.

Era una lástima haber alertado a Haplo de un posible peligro, pues el patryn estaría en guardia, pero esto último no era necesariamente malo para sus propósitos. «Un hombre que vuelve la vista a su espalda es un hombre que tropezará y caerá de bruces», decía una conocida broma de la Hermandad. Hugh no se proponía emboscar a su víctima, ni tomarlo por sorpresa. Una cláusula de su contrato —otro detalle sobre el cual los kenkari habían sido muy explícitos— decía que la Mano debería revelarle a Haplo, en sus últimos momentos, el nombre de quien había ordenado su muerte.

Hugh observó el desfile desde la oscuridad. Cuando el último noble elfo hubo desaparecido por la escalera, el asesino lo siguió, invisible y silencioso. Ya llegaría el momento, la ocasión en que Haplo quedara separado de la multitud, aislado. Y, en ese momento, al patryn le fallaría su magia. La Hoja Maldita se encargaría de ello. Hugh la Mano sólo tenía que seguir, observar y esperar.