CAPÍTULO 29

EL LABERINTO

Dejaron la sala de mármol blanco y sus ataúdes de cristal. Encabezados por Hugh, atravesaron un angosto pasadizo excavado en una roca gris de cantos ásperos. El pasadizo, recto y de piso llano, descendía en una pendiente suave y constante. A su término, una entrada en arco, también tallada en la piedra, daba paso a una gigantesca caverna.

El techo abovedado de la caverna se perdía a la vista, envuelto en sombras. Una luz grisácea y mortecina que surgía de un punto muy lejano, opuesto a la entrada, se reflejaba en la superficie húmeda de las enormes estalactitas. Las estalagmitas se levantaban del suelo de la cavidad a su encuentro, como dientes de unas fauces abiertas. A través de los huecos entre los dientes húmedos serpenteaba un río de agua negra que corría hacia el origen de aquella luz triste.

Era una cueva bastante normal. Haplo estudió la boca en arco. Tocó el brazo de Marit y le indicó en silencio una marca allí grabada. Era una solitaria runa sartán. Marit la observó, se estremeció y se apoyó contra la pared helada.

Estaba temblando y se sujetaba con fuerza los brazos desnudos. Había apartado el rostro y el cabello colgaba sobre él, ocultándolo. Haplo comprendió que, si echaba hacia atrás aquellos mechones de cabello enmarañado y le tocaba la mejilla, encontraría lágrimas. No la censuró por ello. En otra ocasión, él mismo habría llorado. Pero esta vez sentía una extraña exaltación. Era allí, después de todo, donde se había propuesto llegar desde el primer momento.

Marit no sabía leer la escritura rúnica de los sartán, pero conocía muy bien aquella runa solitaria. Todos los patryn conocían su significado. La conocían y habían aprendido a odiarla y detestarla.

—La Primera Puerta—dijo Haplo—. Estamos en el inicio mismo del Laberinto.

—El Laberinto… —repitió Hugh la Mano—. Entonces, tenía razón. Aquí fuera hay uno de esos curiosos lugares —señaló más allá de la puerta.

Hileras de estalagmitas se perdían en la oscuridad. Un camino, húmedo y resbaladizo, arrancaba del arco hacia las columnas. Desde su posición, Haplo alcanzaba a distinguir la primera bifurcación del camino, dos senderos que tomaban direcciones distintas, ambos serpenteando entre formaciones rocosas que no eran obra de la naturaleza sino producto de la magia, del miedo y del odio.

Sólo había un camino bueno. Todos los demás conducían a la catástrofe. Y estaban en la primera de las innumerables puertas.

—He estado en muchas cuevas en mi vida —continuó la Mano. Movió la boquilla de la pipa en dirección a la oscuridad—, pero en ninguna como ésta. Antes he avanzado por el camino hasta la primera encrucijada; después, he echado un vistazo para tener una idea de adonde conducía. —Se frotó la barbilla. Empezaba a crecerle de nuevo el pelo en la cabeza y en el rostro; una barba corta negroazulada que debía picarle—. Pensé que era mejor volver, antes de perderme.

—Perderte habría sido la menor de tus preocupaciones. Un giro en falso en ese Laberinto conduce a la muerte. Fue construido con este propósito. Es una prisión. Y mi hija está atrapada en ella.

Hugh dio una chupada a la pipa y miró a Haplo.

—¡Que me aspen…!

Alfred se acurrucó en la retaguardia, lo más lejos que pudo del arco de la entrada sin quedar separado del grupo.

—¿Quieres hablarle tú del Laberinto, sartán, o prefieres que lo haga yo?

Alfred levantó la vista un instante con una expresión de dolor. Haplo se dio cuenta, comprendió la causa y escogió no razonar. Alfred ya no era Alfred. Era el enemigo. No importaba que ahora estuvieran todos juntos en aquel trance. Haplo necesitaba alguien a quien odiar, necesitaba su odio como un recio muro en el que apoyarse; de lo contrario, caería y quizá no volvería a levantarse más.

El perro había permanecido hasta entonces al lado de Haplo, cerca de la boca de la caverna, olfateando el aire con claras muestras de no gustarle lo que percibía. En aquel momento, se sacudió y se acercó a Alfred. El animal se frotó contra la pierna del sartán mientras movía despacio, suavemente, el rabo plumoso.

—Comprendo cómo te sientes —dijo Alfred. Alargó la mano y dio una tímida palmadita en la cabeza al animal—. Lo siento.

El muro de odio de Haplo empezó a desmoronarse y el miedo empezó a encaramarse sobre los restos. El patryn hizo rechinar los dientes.

—¡Maldita sea, Alfred, deja de disculparte! ¡Ya te he dicho que no es culpa tuya!

Culpa tuya… culpa tuya… culpa tuya…, repitió un potente eco.

—Lo sé. No lo haré más. Lo s… —Alfred emitió un siseo como el de una vieja tetera, vio la mirada de Haplo y enmudeció.

La Mano los miró a ambos.

—Me da igual de quién sea la culpa. Que alguien me explique qué es todo esto.

Haplo se encogió de hombros.

—Hace mucho tiempo hubo una guerra entre el pueblo de Alfred y el mío. Nosotros perdimos y ellos ganaron…

—No —lo corrigió el sartán con tristeza, en un susurro—, nadie ganó.

—En cualquier caso, su gente nos encerró en esta prisión y nos abandonó para buscar sus propias prisiones. ¿No es así como lo explicarías, Alfred?

El sartán no contestó.

—Esta prisión es conocida como el Laberinto. En ella nací yo, y también ella —señaló a Marit—. En ella nació nuestra hija… y en ella vive todavía.

—Si sigue viva… —murmuró Marit para sí.

La patryn había recuperado un poco el dominio de sí misma y ya no temblaba, pero no se atrevió a mirar a los demás. Apoyada contra la pared, continuó con los brazos apretados con fuerza en torno al cuerpo, sujetándose a sí misma.

—Es un lugar cruel —prosiguió Haplo—, lleno de una magia cruel que se complace no sólo en matar, sino en hacerlo lentamente, torturándolo a uno hasta que la muerte llega como una amiga.[36] Nosotros dos conseguimos escapar con la ayuda de nuestro señor, Xar, pero muchos no lo han logrado. Muchos se han quedado en el camino. Generaciones de los nuestros han nacido, vivido y muerto horriblemente en el Laberinto.

»Y ni uno solo de los nuestros que iniciaron la marcha desde la Primera Puerta —concluyó en voz baja— ha logrado llegar hasta la Última.

La expresión del asesino se hizo sombría.

—¿Qué estás diciendo?

Marit se volvió hacia él; la cólera había secado las lágrimas de sus ojos.

—Nuestro pueblo ha tardado cientos de años en alcanzar la Última Puerta. Y lo ha hecho pasando sobre los cuerpos de los que han caído antes. El padre agonizante señala a su hijo el camino que ha de recorrer. La madre al borde de la muerte entrega su hija a quienes se ocuparán de criarla. Yo logré escapar… y ahora he vuelto. —Emitió un gemido, un sollozo seco y desgarrador—. ¡Ah!, tener que soportarlo todo otra vez, el dolor, el miedo… Y sin esperanza de escapar. Estamos demasiado lejos.

Haplo sintió el impulso de consolarla, pero imaginó que su comprensión no sería bien acogida. Además, ¿qué consuelo podía ofrecerle? Marit sólo había dicho la verdad.

—Bien, es inútil quedarse aquí. Cuanto antes empecemos, antes acabaremos —declaró, y no se dio cuenta del lúgubre sentido de sus palabras hasta que escuchó la risa amarga de Marit—. Yo me había unido a este viaje con el propósito de volver al Laberinto —continuó diciendo en tono deliberadamente enérgico y práctico—. Es cierto que no había proyectado entrar por este extremo, pero supongo que da igual hacerlo por uno o por otro. Quizás éste sea mejor, incluso. Esta vez, no me perderé nada.

—¿Dices que te proponías regresar? —Marit lo miró con perplejidad—. ¿Por qué? ¿Para escapar de Xar? —Sus ojos se entrecerraron.

—No —contestó Haplo sin mirarla. Escrutó la caverna en dirección a la luz grisácea que se reflejaba en los remolinos del agua negra—. Estaba decidido a volver para buscaros. A ti y a nuestra hija.

Marit parecía a punto de decir algo. Entreabrió los labios, pero luego volvió a cerrarlos para evitar que escaparan las palabras. Bajó los ojos.

—Bien, voy a entrar ahí en busca de nuestra hija —anunció Haplo—. ¿Vendrás conmigo?

Marit alzó la cabeza y mostró sus pálidas facciones.

—Yo… no lo sé. Tengo que pensarlo…

—No tienes muchas alternativas, Marit. No hay más salida que ésa.

—¡Eso es lo que dice el sartán! —Replicó ella con desdén—. Puede que tú confíes en él, pero yo no. Tengo que pensarlo.

Marit apreció una mirada de lástima en el rostro de su interlocutor. Muy bien. ¿Qué importaba la opinión que Haplo tuviera de ella, que la creyera asustada, que pensara que necesitaba tiempo para reunir el valor preciso?

Con el cuerpo rígido, la patryn retrocedió cautelosamente por el sendero hacia el mausoleo. Al llegar a la altura de Alfred, le dirigió una mirada colérica hasta que el sartán se apartó de su camino con un gesto temeroso, tropezando con el perro al mover los pies. Marit lo dejó atrás rápidamente y desapareció pasadizo arriba.

—¿Adonde va? —preguntó Hugh, receloso—. Tal vez debería acompañarla alguno de nosotros.

—Déjala en paz. No lo entiendes. Los dos estuvimos a punto de morir, ahí fuera. Volver no resulta fácil. ¿Vendrás con nosotros?

—La alternativa es pasar la eternidad aquí —respondió el asesino con un gesto de indiferencia—. Y no creo que pudiera morir de aburrimiento… —añadió, con un guiño a Alfred.

—No, me temo… que no —respondió éste, tomando en serio el comentario.

Hugh soltó una risotada, seca y amarga.

—Muy bien, iré contigo. ¿Qué puede pasarme?

—Bien. —Haplo se animó un poco. Casi empezaba a pensar que tenían alguna posibilidad—. Podemos usar tus habilidades. ¿Sabes?, la primera vez que se me ocurrió la idea de volver al Laberinto, ya pensé en ti como compañero. Aunque resulta extraño cómo se ha producido todo. ¿Qué armas llevas?

Hugh la Mano se dispuso a contestar, pero Alfred lo interrumpió.

—¡Hum…! Eso no importa —dijo con una vocecilla.

—¿No importa? ¿A qué te refieres? ¡Por supuesto que importa!

—El humano no puede matar —explicó Alfred.

Haplo lo miró, paralizado de perplejidad. No quería creer lo que oía pero, cuanto más pensaba en ello, más claro le resultaba… por lo menos, desde el punto de vista de un sartán.

—¿Lo entiendes? —inquirió Alfred. Haplo murmuró su asentimiento con unas breves palabras irreproducibles.

—¡Pues yo, decididamente, no! —bramó Hugh la Mano.

Haplo se volvió hacia él.

—No puedes morir, no puedes matar. Así de sencillo.

—Reflexiona… —añadió Alfred en voz baja—. ¿Has matado algo, un insecto siquiera, desde tu… hum… retorno?

Hugh miró al sartán, y su tez adquirió un tono cetrino bajo los pelos negros de la barba incipiente.

—Por eso no me contrataba nadie —musitó ásperamente. Su piel brillaba por el sudor—. Triano quería que matase a Bane y no pude hacerlo. Tenía que acabar con Stephen y tampoco pude. Me contrataron para que te matase —continuó, dirigiendo una mirada turbada a Haplo— y no lo conseguí. ¡Maldita sea, ni siquiera fui capaz de matarme a mí mismo! ¡Lo intenté —se miró las manos— y no pude!

Se volvió hacia Alfred y, con los ojos entrecerrados, le preguntó:

—¿Es posible que los kenkari lo supieran?

—¿Los kenkari? —Alfred puso cara de desconcierto—. ¡Ah, sí!, los elfos que guardan las almas de los muertos. No; no creo que ellos estuvieran al corriente. Pero los muertos, sí —añadió tras una breve reflexión—. Sí, los muertos debían de saberlo. ¿Por qué?

—Porque fueron los kenkari quienes me enviaron a matar a Haplo —contestó la Mano con voz lúgubre.

—¿Los kenkari? —Alfred se mostró incrédulo—. No, esa gente no mataría a nadie, ni contrataría a un asesino para que se encargara de hacerlo. Puedes tener la certeza de que fuiste enviado por alguna otra razón…

—Sí —respondió Hugh con un brillo en los ojos—. Empiezo a comprender. Me enviaron a encontrarte a ti.

—Qué interesante, ¿verdad, Alfred? —Intervino Haplo, estudiando al sartán—. De modo que enviaron a Hugh la Mano a buscarte. Me pregunto por qué lo harían…

Alfred apartó la vista de la mirada de ambos.

—No tengo idea…

—Espera un momento —lo interrumpió Haplo—. Lo que has dicho no puede ser cierto. Hugh estuvo en un tris de matarme. Y a Marit también. Tiene un arma mágica…

—Tenía —lo corrigió la Mano con torva satisfacción—. El puñal ha desaparecido. Perdido en el agua del mar de Chelestra.

—¿Un arma mágica? ¿De los kenkari? —Alfred movió la cabeza en gesto de negativa—. Esos elfos tienen profundos conocimientos de magia, pero no la utilizarían nunca para fabricar armas…

—No —murmuró Hugh a regañadientes—. No me lo dieron ellos. Lo conseguí… bueno, digamos sólo que procede de otra parte. Según parece, el puñal es una pieza antigua, de diseño y fabricación sartán. Tu pueblo lo utilizó en alguna guerra ancestral…

—Es posible —asintió Alfred con expresión de extremo desconsuelo—. Me temo que en esa época se fabricaron muchas armas mágicas. Por ambas partes. No sé nada de ésta en concreto, pero imagino que ese puñal tenía inteligencia propia y podía actuar por su cuenta. Supongo que utilizó tu mano, maese Hugh, como simple medio de transporte. Y que tu miedo y tu voluntad le sirvieron para guiarse.

—Bueno, ahora se ha perdido, de modo que no importa —dijo Haplo—. El puñal ha desaparecido en las aguas de Chelestra.

—Es una lástima que no podamos inundar el universo con esas aguas —comentó Alfred en voz baja.

Haplo contempló la caverna y las aguas oscuras que fluían por ella. Si aguzaba el oído podía captar el ruido del agua, su chapoteo, su gorgoteo, sus suaves golpes en las rocas de los márgenes. Y podía imaginar qué cosas horribles nadaban en su corriente inmunda, qué criaturas espantosas acechaban en sus oscuras profundidades.

—Tú no vendrás con nosotros, ¿verdad? —inquirió.

—No —respondió Alfred, bajando la vista a los zapatos—. Me quedo.

Casi enferma de miedo, Marit se tomó tiempo en volver a la sala de piedra blanca, sabiendo que debía recobrar el aplomo antes de ponerse en comunicación con Xar. Su señor la entendería; siempre era comprensivo. En incontables ocasiones, lo había visto consolar a los patryn incapaces de volver a entrar en el Laberinto. Xar era el único que se había atrevido. Sí, él la entendería, pero quedaría decepcionado.

Marit penetró en la estancia redonda. Los ataúdes de cristal ya no eran visibles, ocultos por la magia sartán, pero percibió su presencia. Y rondar entre sartán muertos no le producía el placer que hubiera imaginado.

Se detuvo lo más lejos posible de la zona donde estaban los ataúdes, en el extremo opuesto de la sala. Una vez allí, se llevó la mano al signo mágico tatuado en su frente e inclinó la cabeza hacia adelante.

—Xar, mi Señor—murmuró.

El Señor del Nexo estuvo con ella al momento.

—Ya sé donde estamos, mi Señor —dijo la patryn en un susurro, sin poder evitar un suspiro—. En el centro del Laberinto. Nos encontramos ante la Primera Puerta.

Hubo un silencio. Después, Xar preguntó:

—¿Y Haplo va a entrar?

—Eso dice, pero dudo que tenga valor para hacerlo. —Marit dudaba de tenerlo ella misma, pero se abstuvo de mencionarlo—. Nadie ha regresado nunca al Laberinto, mi Señor, excepto tú.

«De todos modos —pensó—, ¿qué nos espera si nos quedamos aquí? Nuestras propias tumbas.»

Marit recordó el rostro de la mujer de la urna de cristal. La sartán, dondequiera que estuviese, descansaba en paz. Su muerte había sido dulce.

—¿Qué razón ha dado Haplo para entrar en el Laberinto? —quiso saber Xar.

A Marit le costó articular una respuesta. Titubeó y tuvo la incómoda sensación de que su señor la apremiaba.

—La… su hija, mi Señor—contestó al fin, balbuceante. Había estado a punto de decir, nuestra hija.

—¡Bah! ¡Una excusa ridícula! Se ha vuelto ambicioso, nuestro Haplo. Ha conseguido hacerse con el control de Ariano. Ahora, él y ese sartán amigo suyo se proponen subvertir a mi propio pueblo y volverlo contra mí. ¡Entrará en el Laberinto y formará su propio ejército! ¡Es preciso detenerlo…! ¿Dudas de mí, Marit?

Ella percibió su desaprobación, casi colérica, pero no podía evitar lo que sentía.

—Creo que habla en serio… Desde luego, no ha hecho la menor mención de…

—Claro que no. —Xar desechó sus débiles protestas—. Haplo es astuto e inteligente. Pero no conseguirá sus propósitos. Ve con él. Quédate con él. Lucha por sobrevivir. Y no temas, no tendrás que estar ahí mucho tiempo. Sang-drax va camino del Laberinto; a través de mí, os encontrará a ti y a Haplo. Sang-drax me traerá a Haplo.

Ya que tú has fallado.

Marit captó el reproche y lo aceptó en silencio. Lo tenía merecido. Pero la imagen de las espantosas serpientes dragón que había entrevisto en Chelestra asaltó, repulsiva, su mente. Reprimió enérgicamente la visión. Xar se interesaba ahora por otras cuestiones.

—Haplo y el sartán… ¿De qué hablaban? Cuéntame todo lo que dijeron.

—Hablaron de Hugh la Mano. El sartán decía que tal vez podría liberar al humano de la maldición de su vida inmortal. Hablaron de Abarrach y de cierta cámara que existe allí. La llaman la Cámara de los Condenados…

—¡Otra vez ese maldito lugar! —Xar estaba irritado—. ¡Haplo no habla de otra cosa! ¡Está obsesionado con eso! Una vez quiso llevarme allí. Yo…

Hizo una pausa.

Una pausa muy larga.

—Yo… he sido un estúpido. Haplo me habría llevado allí —murmuró el Señor del Nexo. Sus palabras llegaron a Marit muy suaves, rozando su frente como alas de mariposa—. ¿Qué más contó de esa cámara? ¿Él o ese sartán hicieron alguna referencia a algo llamado la Séptima Puerta?

—Sí, mi Señor. —Marit se quedó perpleja, asombrada—. ¿Cómo lo has sabido?

—¡Un estúpido! ¡He estado ciego! —Repitió con acritud; después, en tono urgente e imperioso, continuó—: ¿Qué dijeron de ese lugar?

Marit relató todo lo que recordaba.

—¡Sí, eso es! ¡Una sala impregnada de magia! ¡De poder! ¡Lo que puede ser creado, también puede ser destruido!

Marit percibió la agitación de Xar, la sintió atravesar su cuerpo como una sacudida eléctrica.

—¿Dijeron en qué lugar exacto de Abarrach estaba esa cámara, o cómo llegar a ella?

—No, Xar. —La patryn se vio obligada a decepcionar a su señor.

—¡Sigue hablando con él de esa cámara! ¡Descubre lo que puedas: dónde está, cómo se entra…! —El Señor del Nexo se tranquilizó un poco—. Pero no despiertes sospechas, hija. Sé cauta y discreta. Por supuesto, es así como proyectan derrotarme. Haplo no debe llegar nunca a sospechar…

—¿Sospechar qué, mi Señor?

—Sospechar que conozco la existencia de esa cámara donde estás ahora. Sigue en contacto conmigo, hija… o tal vez debería decir esposa.

Xar volvía a estar complacido con ella. Marit no tenía idea de la causa, pero era su señor y sus órdenes debían ser obedecidas sin objeciones. Además, le agradaba saber que tendría su consejo cuando estuvieran en el Laberinto. Sin embargo, lo siguiente que dijo Xar resultó perturbador para ella.

—Le haré saber a Sang-drax dónde estás.

El comentario no la reconfortó en absoluto, aunque Marit sabía que debería hacerlo. Lo único que le produjo fue inquietud.

—Sí, mi Señor.

—Y, naturalmente, no preciso decirte que no menciones a Haplo nada de lo que hemos hablado.

—Por supuesto que no, mi Señor.

La presencia de Xar se desvaneció. Marit se quedó sola. Muy sola. Eso era lo que quería, lo que había escogido. Quien viaja solo, viaja más ligero. Y ella había viajado ligera, muy ligera.

Y ahora volvía a estar en el punto de partida.

Los cuatro (y el perro) se detuvieron en la boca de la caverna, la entrada al Laberinto. La luz grisácea se había vuelto más intensa, pero no más brillante. Haplo calculó que era mediodía. Si querían emprender la marcha, debían hacerlo en aquel momento. Ningún momento era bueno para internarse en el Laberinto, pero era mejor hacerlo con la luz diurna que por la noche.

Marit había vuelto con ellos. Estaba pálida, pero su expresión era de firmeza, con las mandíbulas encajadas.

—Iré con vosotros —se limitó a anunciar, e incluso esto lo dijo con gesto hosco, de mala gana.

Haplo se preguntó qué la habría impulsado a decidirse, pero sabía que no serviría de nada interrogarla. Marit no se lo revelaría nunca y sus preguntas no harían sino alejarla aún más de él. Así era cuando la había conocido. Protegida con una muralla interior. Con paciencia y cuidado, había conseguido encontrar una puerta; una puerta estrecha, pero que le había permitido acceder al interior. Y, entonces, la puerta se había cerrado a cal y canto. El embarazo… Ahora, Haplo sabía que ésta había sido la causa de que Marit lo abandonara y creyó entenderlo.

Desengaño, le había puesto por nombre a la niña.

Y, ahora, la puerta seguía cerrada y atrancada. No había modo de penetrar su muralla. Era imposible entrar y, por lo que podía deducir, Marit había sellado la única salida.

El patryn alzó la vista hacia el signo mágico sartán que relucía sobre el arco de la entrada. Se disponía a penetrar en el Laberinto, el lugar más mortífero que existía, sin más armas que su magia. Pero esto, al menos, no era un problema. En el Laberinto había siempre muchas formas de morir.

—Tenemos que ponernos en marcha —anunció.

Hugh la Mano estaba preparado, impaciente por empezar de una vez. Naturalmente, no tenía idea de dónde se estaba metiendo. Aunque no pudiera morir. Además, ¿quién sabía? Tal vez la runa del corazón sartán no pudiera protegerlo de la cruel magia del Laberinto. Marit estaba atemorizada, pero decidida. Iba a seguir adelante, tal vez porque no podía volver atrás.

Eso, o bien albergaba todavía intenciones de matarlo.

Y la única persona…, la última persona cuya presencia Haplo habría pensado necesitar o desear…

—Me gustaría que vinieras, Alfred.

El sartán movió la cabeza.

—No, no te gustaría. Sólo sería un estorbo. Me desmayaría…

Haplo lo observó con aire sombrío.

—Has encontrado de nuevo tu tumba, ¿verdad? Igual que en Ariano.

—Y esta vez no voy a marcharme. —Alfred bajó la vista. A aquellas alturas, debía de conocer al detalle sus zapatos—. Ya he causado demasiados problemas. —Alzó el rostro, lanzó una fugaz mirada a Hugh la Mano y volvió a bajar los ojos—. Demasiados… —repitió—. Adiós, maese Hugh. Lo lamento…, lo lamento muchísimo.

—¿Adiós? ¿Eso es todo? —inquirió el asesino con irritación.

—No me necesitas para liberarte de… de la maldición —explicó Alfred en voz baja—. Haplo sabe adonde ir y qué hacer.

No, se dijo Haplo; no lo sabía pero, de todos modos, no importaba. No era probable que llegaran tan lejos.

De pronto, se sintió irritado. Que el maldito sartán se enterrara vivo, si quería. ¿A quién le importaba? ¿Quién lo necesitaba? Alfred tenía razón. No sería más que un estorbo.

Haplo penetró en el Laberinto. El perro volvió la cabeza y dirigió una mirada lastimera a Alfred; después, avanzó al trote tras los talones de su amo. Hugh la Mano echó a andar tras el patryn, ceñudo pero aliviado, siempre contento de entrar en acción. Marit cubría la retaguardia. Estaba muy pálida, pero no vaciló.

Alfred se quedó en la entrada, con la vista en los zapatos.

Haplo avanzó por el camino con cautela. Al llegar a la primera bifurcación, se detuvo y examinó ambas ramificaciones. Los dos caminos parecían idénticos y ambos debían de ser igual de malos. Las formaciones rocosas como dientes se alzaban por todas partes, impidiéndole ver más allá. Sólo podía mirar hacia arriba, hacia lo que parecían incontables colmillos rezumantes. Se oía el murmullo de las aguas oscuras que se adentraban en el corazón del Laberinto.

Haplo sonrió para sí en la penumbra. Acarició la cabeza del perro y le hizo volverla hacia la entrada.

Hacia Alfred.

—Adelante, muchacho —ordenó al animal—. ¡Ve a buscarlo!