CAPÍTULO 9
FORTALEZA DE LA HERMANDAD
SKURVASH, ARIANO
Ciang concluyó la lectura y levantó la vista hacia Hugh.
Mientras ella leía la carta, la Mano había permanecido en silencio, con las manos en los bolsillos de sus pantalones de cuero y la espalda apoyada en la pared. Por fin, desplazó el cuerpo para apoyar su peso alternativamente sobre ambos pies, cruzó los brazos y bajó la vista al suelo.
—No le das crédito —murmuró la elfa.
Hugh movió la cabeza:
—Un asesino que trata de sacarse de encima un muerto. Dice que nadie sospechó, pero es evidente que no fue así, y el tipo trata de justificarse con su hijo antes de marcharse a la guerra.
Ciang mostró su enfado. Sus labios desaparecieron, convertidos en una fina línea de irritación.
—Si fueras un elfo, lo habrías creído. Incluso hoy, los juramentos que hace no se lanzan a la ligera.
Hugh se sonrojó y se apresuró a disculparse:
—Lo siento, Ciang. No pretendía ser irrespetuoso. Es sólo que… he visto algunas armas mágicas en mi vida y no he conocido ninguna capaz de una cosa así, ni nada parecido.
—¿Y cuántos hombres has conocido que, después de muertos, hayan sido devueltos a la vida, Hugh la Mano? —inquirió Ciang con voz suave—. ¿Y cuántos con cuatro brazos? ¿O acaso ahora te niegas a darme crédito a mí, también?
Hugh bajó la vista y la clavó otra vez en el suelo. Con expresión torva y sombría, contempló de nuevo el puñal.
—Entonces, ¿cómo funciona?
—No lo sé —respondió Ciang, también con la mirada fija en la tosca arma—. Tengo algunas suposiciones, pero sólo son eso; suposiciones. Ahora sabes tanto de este asunto como yo.
Hugh se revolvió, inquieto.
—¿Cómo llegó a poder de la Hermandad? ¿Sabrías decirme eso?
—Ya estaba aquí cuando llegué, pero la respuesta no es muy difícil de imaginar. La guerra elfa fue larga y costosa y causó la ruina de muchas familias elfas. Quizás esta noble familia pasó tiempos difíciles y uno de los hijos menores se vio obligado a buscar fortuna y se afilió a la Hermandad. Tal vez trajo consigo la Hoja Maldita; ahora, sólo Krenka-Anris sabe qué sucedió en realidad. El hombre que me precedió en el cargo me entregó la caja con la carta; era un humano que no había leído su contenido, ni lo habría entendido, de haberlo hecho. Sin duda, sólo eso explica que permitiera que el puñal se entregara en préstamo.
—¿Y tú nunca has permitido que nadie lo usara? —preguntó Hugh con una mirada penetrante.
—Jamás. Olvidas, amigo mío —añadió Ciang—, que ayudé a enterrar al hombre de los cuatro brazos. Pero, por otra parte, ninguno de nosotros se ha visto tampoco, hasta hoy, en la obligación de matar a un dios.
—¿Y crees que con esa arma es posible hacerlo?
—Si crees el relato, fue creada precisamente con ese propósito. He pasado la noche estudiando la magia sartán; aunque ese hombre al que debes matar no es uno de ellos, la base de la magia que utiliza es, en esencia, la misma.
Ciang se puso en pie y se desplazó con paso lento desde la silla hasta las inmediaciones de la mesa sobre la que descansaba la caja del puñal. Sin dejar de hablar, pasó delicadamente la larga uña del índice por la empuñadura, siguiendo las marcas del martillo en el metal, Pero tuvo buen cuidado de no tocar la hoja en sí, la hoja marcada de runas.
—Un mago de Paxaria, que vivió en los tiempos en que los sartán vivían todavía en el Reino Medio, hizo un intento de desentrañar los secretos de la magia sartán. No es un caso raro. Sinistrad, el hechicero, hizo lo mismo, según me han dicho…
La mirada de Ciang se desvió en dirección a Hugh. Él frunció el entrecejo y asintió, pero no dijo nada.
—Según ese mago la magia sartán es muy distinta de la elfa. Y de la humana. Su magia no se basa en manipular sucesos naturales como la humana, ni se utiliza para potenciar la mecánica, como hacemos los elfos. Vuestra magia y la nuestra funcionan con lo pasado o con lo que existe aquí y ahora; la de los sartán controla el futuro. Y eso es lo que la hace tan poderosa. Y la utilizan controlando el flujo de las posibilidades.
Hugh puso expresión de perplejidad. Ciang hizo una pausa para reflexionar.
—¿Cómo puedo explicártelo? Supongamos, amigo mío, que estamos en esta sala cuando, de repente, trece hombres entran en tromba por esa puerta para atacarte. ¿Qué harías?
Hugh le dedicó una mueca irónica.
—Saltar por la ventana.
Ciang sonrió y apoyó la mano en su hombro.
—Siempre prudente, amigo mío. Gracias a ello has vivido tanto. Sí, ésa sería una posibilidad, desde luego. Y aquí hay numerosas armas que te ofrecen muchas otras alternativas. Podrías utilizar una pica para mantener a raya a los atacantes. Podrías arrojarles unas flechas explosivas elfas. Incluso podrías echarles una de esas pociones humanas que desencadenan tormentas de fuego. Tendrías a tu alcance todas estas posibilidades.
»Y existen otras, amigo mío. Algunas más extrañas, pero todas posibles. Por ejemplo, el techo podría desplomarse inesperadamente y aplastar a tus enemigos. El peso de todos ellos podría provocar el hundimiento del suelo bajo sus pies. Podría entrar volando por la ventana un dragón y devorarlos.
—¡No es probable! —exclamó Hugh con una breve risa tétrica.
—Pero reconoces que es posible, ¿no?
—¡Cualquier cosa es posible!
—Casi cualquiera. Aunque, cuanto más improbable es la posibilidad, más poder se necesita para producirla. Los sartán tienen la facultad de escrutar el futuro, estudiar las posibilidades y escoger aquella que más les conviene. Entonces, la invocan y hacen que cobre realidad. Así fue, amigo mío, como fuiste devuelto a la vida.
Hugh había dejado de reírse.
—¿De modo que Alfred buscó en el futuro y descubrió la posibilidad…?
—… de que sobrevivieras al ataque del hechicero. Entonces, la escogió y tú volviste a la vida.
—Pero ¿eso no significaría que no había llegado a estar muerto, realmente?
—¡Ah! En este punto topamos con el arte prohibido de la nigromancia. A los sartán no les estaba permitida su práctica, según el mago…
—Sí, Iridal comentó algo al respecto, lo cual provocó que Alfred negara haber utilizado su magia conmigo. «Por cada uno que es devuelto a la vida cuando ha llegado su hora, otro muere antes de la suya», fueron sus palabras. Bane, tal vez. Su propio hijo.
Ciang se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? Es probable que, si Alfred hubiera estado presente cuando el hechicero te atacó, hubiese podido salvarte la vida. En ese caso, no habrías muerto. Pero ya lo estabas, y ése era un hecho que no podía alterarse. La magia sartán no puede cambiar el pasado; sólo afecta al futuro. Anoche pasé largas horas reflexionando sobre ello, amigo mío, utilizando el texto del mago como referencia aunque el autor no se dignó referirse a la nigromancia, ya que los sartán no la estaban practicando en esa época.
«Sabemos que moriste. Y que experimentaste otra vida después de la muerte. —Ciang torció levemente el gesto al decirlo—, Y ahora estás vivo. Concibe esto como un niño que juega a la pídola. El niño empieza en este punto. Salta por encima de la espalda del chico que tiene delante y llega al punto siguiente. Alfred no puede cambiar el hecho de que moriste, pero puede saltar por encima de ello, por así decirlo. Avanza de atrás adelante…
—¡Y me deja atrapado en medio!
—Sí, creo que eso es lo que ha sucedido. No estás muerto, pero tampoco estás vivo de verdad.
Hugh miró a la elfa:
—No pretendo ofenderte, Ciang, pero no puedo aceptarlo. ¡No tiene sentido!
—Quizá yo tampoco. —Ciang movió la cabeza—. Es una teoría interesante. Y me ayudó a pasar las largas horas de la noche. Pero volvamos al arma. Ahora que sabemos más acerca del funcionamiento de la magia sartán, podemos empezar a entender cómo actúa ese puñal…
—… dando por sentado que la magia patryn funciona como la sartán.
—Puede haber algunas diferencias, igual que la magia elfa es diferente de la humana. Pero repito que los fundamentos son los mismos. Primero, estudiemos esa historia del señor elfo que mató a su hermano. Concedamos que todo lo que cuenta es cierto. ¿Qué podemos deducir, entonces?
»Los dos hermanos se enzarzan en un duelo amistoso con armas blancas, pero el puñal que nuestro elfo ha escogido no sabe que la lucha es fingida. Sólo sabe que se enfrenta a un oponente que empuña una daga…
—Y, entonces, entra en acción, y lo hace convirtiéndose en un arma superior—asintió Hugh, observando la hoja con más interés—. Eso tiene sentido. Un hombre te acomete con un puñal. Si tienes la posibilidad de escoger tu arma, optarás por una espada. Así, el oponente no tiene ocasión de penetrar en tu guardia.
Hugh levantó la vista hacia Ciang, perplejo.
—¿Y tú crees que el arma escogió por sí misma convertirse en espada?
—Eso —respondió la elfa, muy despacio—, o reaccionó al deseo del señor elfo. ¿Y si éste pensó en aquel instante, como mera conjetura, desde luego, que una espada sería el arma perfecta frente a un adversario que empuñaba una daga… y, de pronto, se encuentra con la espada en la mano?
—Pero… estoy seguro de que el hombre de los cuatro brazos no deseó que le saliera el par extra —protestó Hugh.
—Quizá deseó tener una espada más grande y terminó con una de tal tamaño y peso que eran precisos cuatro brazos para sostenerla. —Ciang dio unos golpecitos en el mango del puñal con la uña—. Es como el cuento de hadas que oíamos de niños: la hermosa doncella que anhelaba la vida inmortal y se le concedió su deseo. Pero se le olvidó pedir la eterna juventud, de modo que se hizo más y más vieja, y su cuerpo se marchitó hasta convertirse en un pellejo. Y así se vio condenada a vivir sinfín…
Hugh tuvo una súbita visión de sí mismo condenado a una existencia parecida. Miró a Ciang, que había vivido mucho tiempo más que el elfo más longevo…
—No —respondió ella a su muda pregunta—. Yo nunca encontré un hada. Nunca la he buscado. Moriré. Pero tú, amigo mío…, no estoy tan segura. Ese sartán, Alfred, es el que tiene el control de tu futuro. Debes encontrarlo para recobrar la libertad de tu alma.
—Lo haré —afirmó Hugh—. Tan pronto como haya librado al mundo de ese Haplo. Cogeré el puñal. Tal vez no lo use, pero podría resultar útil. Posiblemente… —añadió con una sonrisa torcida.
Ciang le dio permiso con un gesto de cabeza.
Hugh titubeó un instante, flexionó las manos con nerviosismo y, notando los ojos rasgados de la elfa fijos en él, se apresuró a envolver el puñal en su paño de terciopelo negro y lo levantó de la caja. Después, lo sostuvo en la mano y lo observó con suspicacia, manteniéndolo lejos del cuerpo.
El puñal no hizo nada, aunque a Hugh le pareció notar que temblaba, que latía con la misteriosa vida mágica que poseía. Empezó a ceñírselo a la cintura, pero entonces lo pensó mejor y lo mantuvo en la mano. Necesitaría una vaina para llevarlo; una vaina que pudiera colgarse al hombro, para evitar el contacto con el metal. La sensación del arma en la mano, culebreando como una anguila, era desconcertante.
Ciang dio media vuelta para dirigirse a la salida. Hugh le ofreció el brazo y la elfa lo aceptó, aunque se esmeró en no apoyarse en el. Avanzaron con paso lento.
Un pensamiento le vino a la cabeza a Hugh. Sonrojándose, se detuvo bruscamente.
—¿Qué sucede, amigo mío?
—Yo… no tengo con qué pagar esto, Ciang —reconoció, avergonzado—. Las riquezas que poseía las entregué a los monjes kir. A cambio de haberme dejado vivir con ellos.
—Ya pagarás —respondió Ciang, y la sonrisa que apareció en su rostro resultó sombría y melancólica—. Llévate la Hoja Maldita, Hugh la Mano. Llévate también tu maldita persona. Éste será el pago que des a la Hermandad. Y, si alguna vez regresas, el siguiente pago será cobrado en sangre.