CAPÍTULO 35
EL LABERINTO
Alfred colgaba, desvalido, de la copa del árbol; una rama recia ensartada en la espalda de la levita sostenía al sartán como una segunda —y, en el caso de —Alfred, más firme— columna vertebral. Sus brazos y piernas se agitaban débilmente; el desmañado individuo era absolutamente incapaz de liberarse.
El perro deambulaba debajo, con la boca abierta en una sonrisa y la lengua colgando, como si hubiera acorralado a un gato. Cuando llegó al lugar, Haplo levantó la vista.
—¿Cómo has hecho para terminar así?
—Yo… no tengo la menor idea. —Alfred abrió los brazos. Después, volvió la cabeza en un esfuerzo por mirar a su espalda—. Si no resultara demasiado extraño, diría que… que el árbol me ha cogido cuando pasaba volando junto a él. Por desgracia, ahora parece reacio a soltarme.
—Supongo que no habrá riesgo de que se rompa la costura de la espalda de la levita, ¿verdad? —dijo Haplo.
Alfred desplazó el peso de su cuerpo con cautela, hasta balancearse a un lado y a otro. El perro observó la escena fascinado, con la cabeza ladeada.
—Es una prenda muy bien confeccionada —respondió Alfred con una sonrisa de disculpa—. El sastre de su majestad, la reina Ana, me hizo la pieza original y quedé tan satisfecho con ella que… en fin, que desde entonces siempre me las he hecho iguales.
—¿Que tú te haces la ropa?
—Me temo que sí.
—¿Con la magia rúnica?
—¡Soy un sastre bastante competente! —replicó Alfred en tono defensivo.
—Resucitar a los muertos y confeccionar ropa —murmuró Haplo—. Precisamente lo que necesito.
Los tatuajes mágicos de su piel seguían despidiendo su leve fulgor, pero ahora empezaban a escocerle con un hormigueo. El peligro, fuera lo que fuese, estaba más cerca. Miró hacia el risco. No vio a Marit, pero no esperaba que estuviera visible. Imaginó que se había ocultado a la sombra de alguna roca.
—No recuerdo que este maldito árbol fuera tan alto —comentó Hugh la Mano, torciendo el cuello para mirar hacia arriba—. Aunque te encarames sobre mis hombros, no lograrás alcanzarlo. Si se desabrochara la levita y sacara los brazos de las mangas, caería a peso.
Alfred reaccionó a la sugerencia con considerable alarma.
—No creo que eso dé resultado, maese Hugh. No soy muy ducho en cosas de este tipo.
—En eso tiene razón —asintió Haplo con aire lúgubre—. Conociendo a Alfred, seguro que termina ahorcándose.
—¿No podrías bajarlo con tu magia? —Hugh dirigió una mirada a la piel iluminada del patryn.
—Usar la magia desgasta mis fuerzas igual que correr o saltar consume las tuyas. Prefiero conservarla para cosas importantes como la supervivencia y no desperdiciarla en minucias como bajar de un árbol a un sartán. —Haplo guardó la daga en el cinto y se acercó hasta el pie del árbol—. Subiré a soltarlo. Tú quédate aquí debajo, preparado para cogerlo.
Hugh la Mano movió la cabeza en gesto de negativa pero no se le ocurrió ninguna solución alternativa. Retiró la pipa de sus labios, la guardó en el bolsillo y se situó justo debajo del sartán colgante.
Haplo se encaramó al árbol y probó la resistencia de la rama antes de avanzar por ella. El aspecto de la rama le había hecho temer que no resistiera el peso de los dos, pero resultó ser más fuerte de lo que había calculado. Soportó su peso, y también el de Alfred, sin dificultad.
—Lo ha cogido cuando pasaba volando junto a él —repitió Haplo con aversión. Sin embargo, había visto cosas más extrañas. La mayor parte de ellas, relacionadas con Alfred.
—Es…, es una caída tremenda—protestó el sartán con voz temblorosa—. Puedo utilizar la magia y…
—Utilizar la magia es lo que te ha llevado a esta situación —lo interrumpió Haplo mientras avanzaba con cautela por la rama, aplastándose contra ella para distribuir más el peso.
La madera crujió. Alfred lanzó una exclamación de pánico y agitó pies y manos. La rama emitió otro crujido amenazador.
—¡Quédate quieto! —Ordenó Haplo con irritación—. ¡Harás que caigamos los dos!
Deslizó la daga entre la levita y la rama y empezó a cortar la costura.
—¿Qué…, qué quieres decir con eso de que mi magia me ha llevado a esto? —quiso saber Alfred, que había cerrado los ojos con fuerza.
—El viento no ha cogido a ninguno de los demás para intentar estrellarlo contra la montaña. Sólo a ti. Y la montaña no empezó a derrumbarse hasta que tú te pusiste a cantar esas condenadas runas.
—Pero ¿por qué?
—Repito lo de antes: dímelo tú —replicó Haplo con un gruñido.
Ya estaba a media tarea, cortando despacio con la esperanza de dejar caer a Alfred lo más suavemente posible, cuando escuchó un silbido grave. El sonido lo traspasó, abrasador como un dardo de hierro candente.
—Qué trino tan extraño —dijo Alfred.
—No es ningún pájaro. Es Marit. La señal de peligro.
El patryn dio un tirón de la daga y segó el resto de la costura de un largo corte apresurado. Alfred tuvo tiempo de lanzar un grito de alarma; a continuación, se encontró cayendo. Hugh aguardaba debajo, con los pies firmemente plantados en el suelo y el cuerpo preparado. Cogió a Alfred y amortiguó su caída, pero los dos rodaron juntos por el suelo.
Desde su atalaya en el árbol, Haplo miró hacia el risco. Marit se dejó ver desde su escondite en las peñas lo suficiente como para señalar hacia su izquierda. Emitió otro silbido grave y añadió una serie de tres aullidos gatunos.
Hombres tigres.
Marit levantó las manos, mostró los diez dedos extendidos y repitió el gesto dos veces.
Haplo masculló un juramento. Una partida de caza; veinte, al menos, de aquellas bestias salvajes que no tenían nada de hombres, pero que eran llamadas de aquel modo porque caminaban erguidos sobre dos poderosas patas traseras y empleaban las garras delanteras, que contaban con pulgares oponibles, como manos.[37]
Por lo tanto, podían utilizar armas y eran especialmente diestros con una conocida como zarpa de gato, cuyo propósito era más incapacitar que matar. La zarpa de gato era una pieza de madera en forma de disco con cinco afiladas «garras» de piedra en el borde, que se arrojaba con la mano o mediante una honda. Su magia era débil, en comparación con la patryn, pero muy efectiva. Allá donde golpeaba el cuerpo cubierto de tatuajes mágicos, la zarpa de gato clavaba las garras en los pequeños resquicios entre los signos, penetraba profundamente en el músculo y se adhería allí tenazmente. El arma solía lanzarse a las piernas de la víctima, y su efecto en los muslos y pantorrillas hacía caer a la presa con mortífera eficacia.
Los hombres tigres prefieren la carne fresca.
Haplo volvió la mirada fugazmente hacia la montaña desmoronada que tenía a su espalda, pero ya antes de hacerlo sabía que era inútil. No podían volver a la caverna. Escrutó el horizonte y advirtió que Marit agitaba la mano, urgiéndolo a darse prisa.
Bajó del árbol. Hugh tiraba de Alfred en un intento de ayudarlo a incorporarse, pero el sartán se desplomaba como un muñeco.
—Parece que, con la caída, se ha lesionado el otro tobillo —dijo la Mano.
Haplo soltó un nuevo juramento, más audible y más gráfico.
—¿A qué vienen todos esos silbidos y gestos de mano? —preguntó el asesino, dirigiendo la mirada a Marit.
La patryn ya no era visible, pues se había retirado de nuevo tras las rocas para evitar que los hombres tigres la vieran. De todos modos, si las sospechas de Haplo eran ciertas, las bestias no necesitaban verla. Sabían lo que buscaban y, probablemente, dónde encontrarlo.
—Vienen hombres tigres —anunció Haplo, conciso.
—¿Qué son?
—¿Tenéis gatos caseros en Ariano?
Hugh asintió.
—Imagina uno más grande, más fuerte y más rápido que yo, con dientes y garras proporcionados a su tamaño.
—¡Maldición! —Hugh parecía impresionado.
—Es una partida de caza. Una veintena de esas bestias. No podemos plantarles cara; nuestra única esperanza es dejarlas atrás. Aunque no tengo idea de hacia dónde vamos a huir.
—¿Por qué no nos ocultamos? No pueden habernos localizado todavía.
—Yo creo que saben que estamos aquí. Las han enviado para matarnos.
Hugh puso una mueca de incredulidad pero no discutió. Se llevó la mano al bolsillo, sacó la pipa, se la colgó de la boca y miró a Alfred, que se frotaba los tobillos y trataba de aparentar que el masaje le producía algún alivio.
—Lo siento de veras… —empezó a decir.
Haplo le volvió la espalda.
—¿Qué hacemos con él? —Preguntó la Mano en voz baja—. No puede andar, y mucho menos correr. Yo podría cargar con él.
—No. Sería demasiado peso y te retrasaría. Nuestra única oportunidad es echar a correr y no parar hasta que caigamos exhaustos. Los hombres tigres son rápidos, pero sólo en distancias cortas. No aguantan una carrera de resistencia.
Un nuevo silbido urgente de Marit subrayó la necesidad de apresurarse. Haplo miró a Alfred, al perro y, de nuevo, al sartán.
—Has montado en dragón, ¿verdad?
—¡Oh, sí! —Se pavoneó Alfred—. En Ariano. Maese Hugh lo recordará. Fue cuando seguía el rastro de Bane y…
Pero Haplo había dejado de prestarle atención. El patryn alargó el brazo en dirección al perro y empezó a pronunciar las runas en voz baja. El animal, consciente de que iba a suceder algo que tenía que ver con él, se incorporó a cuatro patas y meneó la cola. Todo su cuerpo pareció agitarse de excitación. Unos signos mágicos azules surgieron de la mano de Haplo, cruzaron el aire centelleantes y se unieron en torno al perro.
Las runas chisporrotearon sobre el cuerpo como lectrozumbadores de la Tumpa-chumpa que se hubieran vuelto locos. El perro empezó a crecer de tamaño, a expandirse y agrandarse. Pronto alcanzó la cintura del patryn; después, el hocico ya quedaba a la altura de la cabeza de aquél y, por último, se quedó mirando a su amo desde lo alto, con la lengua colgando, rociándolos a todos con una ducha de baba.
Hugh la Mano dio un paso atrás con una exclamación de asombro. Sacudió la cabeza y se frotó los ojos. Cuando volvió a mirar, el perro era aún mayor.
—He tenido pesadillas de borracho más agradables…
Alfred, sentado en el suelo con expresión dolorida, observó al animal transformado por la magia. Haplo interrumpió el hechizo y se volvió hacia el lesionado sartán. Alfred hizo un intento patético de ponerse en pie, ayudándose en una roca oportuna.
—Ya estoy mucho mejor. De verdad. Vosotros id delante. Yo…
Sus protestas dieron paso bruscamente a una exclamación de dolor. Habría caído otra vez pero Haplo encajó el hombro en la cintura del sartán, lo levantó en volandas y lo arrojó al lomo del perro antes de que Alfred supiera qué había sucedido, dónde se encontraba o si estaba boca arriba o boca abajo.
Una vez que hubo determinado todas estas cosas, se dio cuenta de que estaba encaramado a lomos del perro —cuyo tamaño era ahora el de un dragón joven— y a considerable altura del suelo. Exhaló un gemido lastimero, echó los brazos en torno al cuello del animal y casi lo estranguló, agarrado a él como si le fuera la vida en ello.
Haplo consiguió que el sartán aflojase la presión mortal lo bastante, al menos, como para permitir respirar al perro.
—Vamos, muchacho —dijo el patryn al animal. Después, se volvió hacia el asesino—. ¿Estás bien?
Hugh la Mano le dirigió una mirada inquisitiva.
—Tu pueblo podría adueñarse del mundo.
—Sí —masculló Haplo—. Vámonos.
El patryn y el asesino emprendieron la carrera. El perro, con Alfred montado sobre él, bien agarrado, gimoteante y con los ojos cerrados, avanzaba tras ellos con un trotecillo relajado.
Manteniéndose a cubierto, Haplo escaló el risco hasta llegar junto a Marit. Los demás permanecieron al pie de la escarpadura de rocas, pendientes de su señal para continuar el avance.
—¿Qué tenemos aquí? —preguntó en un susurro aunque, para entonces, ya alcanzaba a verlo con sus propios ojos.
A la izquierda, un grupo numeroso de hombres tigres cruzaba la llanura a sus pies. Las bestias avanzaban con paso relajado, a dos patas. No se detenían a mirar a su alrededor, sino que venían directamente hacia allí. Y el grupo estaba formado por cuarenta individuos, por lo menos.
—Ésa no es una partida de caza normal —dijo Haplo.
—No —corroboró Marit—. Son demasiados, no se despliegan y no se detienen a olfatear el aire. Y todos van armados.
—El grupo entero se dirige de cabeza hacia aquí. Y nosotros, con la espalda contra la montaña. Y sin ayuda posible, ahí abajo. —Haplo contempló la extensa llanura con desánimo.
—No estoy tan segura de eso —dijo Marit, señalando con la mano a su derecha—. Mira allá, en el horizonte. ¿Qué ves?
Haplo fijó la vista donde decía. Las nubes grises flotaban a baja altura; hilos de niebla rozaban las copas de los abetos de un bosque lejano. Los picos mellados de unas montañas coronadas de nieve aparecían a la vista cuando se levantaba la niebla. Y allí, sobre el verde apagado de los abetos, a media altura en la ladera de una de las montañas…
—¡Que me aspen! ¡Un fuego! —exclamó.
Ahora que el brillante punto anaranjado había atraído su atención, Haplo se extrañó de no haber advertido inmediatamente su presencia, pues era la única mancha de color de aquel mundo deprimente. Dejó que la esperanza, avivada por la llama, lo calentara unos instantes; después, se apresuró a apagarla a pisotones.
—Un ataque de un dragón —dijo—. Tiene que ser eso. Fíjate lo elevado que está por encima de los árboles.
Marit movió la cabeza.
—No. He estado observando el fuego mientras tú andabas ocupado con el sartán ahí abajo. Arde de forma constante, y la llama de los dragones se enciende y se apaga. Puede ser un asentamiento. Creo que deberíamos intentar llegar a él.
Haplo miró a los hombres tigres, que reducían progresivamente la distancia entre ellos y su presa, y volvió la vista de nuevo al fuego, que seguía ardiendo con llama firme, brillante, casi desafiante, iluminando la penumbra. Debían tomar una decisión y, fuera cual fuese, debían tomarla pronto. Para dirigirse hacia el fuego tendrían que bajar del risco y aventurarse en la llanura, a la vista de los hombres tigres. Sería una carrera desesperada.
Hugh la Mano se acercó a Haplo arrastrándose sobre el vientre.
—¿Qué es eso? —preguntó con voz ronca. Sus ojos se abrieron como platos al observar a los grandes gatos que avanzaban con determinación hacia ellos, pero no añadió nada más, aparte de otro gruñido.
—¿Qué te parece a ti? —Haplo señaló la llama.
—Un faro. Una luz de posición —aventuró Hugh—. Debe de haber una fortaleza cerca de aquí.
—No comprendes —murmuró Haplo, moviendo la cabeza—. Nuestra gente no construye fortalezas. Sólo cabañas de barro y hierba, fáciles de levantar y fáciles de abandonar. Nuestro pueblo es nómada… debido a razones como ésas —e indicó a los hombres tigres.
Hugh la Mano mascó la boquilla de la pipa, pensativo.
—Pues juraría que es una señal de posición. Aunque, desde luego —añadió secamente, al tiempo que retiraba la pipa de los labios—, en un lugar donde los gatos caseros tienen el tamaño de un hombre y donde los perros son grandes como árboles, podría equivocarme.
—Sea o no una señal, tenemos que intentar llegar hasta ella. No tenemos otra alternativa —insistió Marit.
Tenía razón. No quedaba otra opción. Ni tiempo para quedarse allí discutiendo. Además, si conseguían alcanzar el bosque sanos y salvos, era probable que sus perseguidores renunciaran a seguirlos. A los hombres tigres no les gustaban los bosques, territorio de sus enemigos ancestrales, los lobunos y los snogs.
Lobunos y snogs: otras amenazas que deberían afrontar. Pero… un poco de orden: una manera de morir después de otra, sin amontonarse.
—Nos descubrirán tan pronto como abandonemos nuestro escondite. Descended el risco lo más deprisa posible y echad a correr por la llanura. Dirigíos hacia los árboles sin desviaros. Si tenemos suerte, no nos seguirán dentro del bosque. No sirve de mucho marcar un orden de marcha. Intentemos ir agrupados.
Haplo miró a su alrededor y, con un gesto, indicó al perro que se acercara.
Alfred abrió los ojos, vio el grupo de hombres tigres que avanzaba hacia ellos y, con un gemido, volvió a cerrarlos.
—No te desmayes —le dijo Haplo—. Te caerías… ¡y, si lo haces, no esperes que me detenga a ayudarte!
Alfred asintió y se agarró aún más fuerte al pelaje del perro. Haplo señaló los árboles y ordenó al animal:
—Llévalo allí, muchacho.
El perro comprendió que esta vez el asunto iba en serio; lanzó una mirada ominosa a los hombres tigres y contempló el bosque con ceñuda determinación.
Haplo hizo una profunda inspiración.
—Vamos allá.
Se lanzaron hacia abajo por la ladera del risco. Casi al momento, unos maullidos feroces se alzaron en el aire con un sonido espantoso que erizaba el vello de la nuca y causaba escalofríos en el espinazo. Por fortuna, la pendiente estaba compuesta de afloramientos de granito, sólido y fuerte, y pudieron descender con rapidez. Después, avanzando en una trayectoria que los mantenía a distancia de los nombres tigres, el pequeño grupo alcanzó el terreno llano con ventaja sobre sus perseguidores.
De pronto, el piso se hizo llano y uniforme; la vegetación que hasta el momento había cubierto el terreno parecía segada deliberadamente para permitirles avanzar sin obstáculos. Mientras corría a grandes zancadas sobre aquella tierra oscura, casi negra, a Haplo le produjo la impresión de encontrarse en las feraces tierras de labor que se extendían sobre los lechos de musgo suspendidos en las copas de los inmensos árboles de Pryan. La idea, naturalmente, era ridicula. El suyo era un pueblo de cazadores y recolectores, de luchadores y nómadas, no de agricultores. Apartó la idea de su mente, agachó la cabeza y se concentró en mover las piernas.
El terreno llano era una ventaja para Haplo y su grupo, pero también lo era para los hombres tigres. Cuando echó una mirada atrás, Haplo vio que las bestias se habían puesto a cuatro patas y galopaban con sus poderosas extremidades sobre la tierra y la hierba rala.
Los oblicuos ojos de las criaturas despedían un fulgor verde; los colmillos relucientes y húmedos asomaban de su jadeantes bocas, sedientas de sangre, con una mueca de excitación ante la caza. El perro se había adelantado al galope; agarrado a su lomo, Alfred saltaba y se bamboleaba, lanzado arriba y abajo y zarandeado de un lado a otro. El animal cobró ventaja fácilmente sobre los que avanzaban a pie. Entonces, tras volver la cabeza hacia su amo con inquietud, empezó a aminorar la marcha para darle tiempo a alcanzarlo.
—¡Sigue adelante! —le gritó Haplo.
El perro obedeció, aunque no parecía muy conforme con dejar atrás al patryn, y reemprendió la carrera hacia el bosque.
Un ruido seco a la izquierda de Haplo hizo que éste volviera la mirada hacia donde había sonado. Los terribles bordes afilados de una zarpa de gato brillaban, muy blancos, en el suelo oscuro. El arma había fallado su objetivo, pero por muy poco. El patryn apresuró la marcha y recurrió a la magia para potenciar la fuerza y la resistencia de su cuerpo. Marit lo imitó.
Hugh la Mano se mantenía a su altura resueltamente cuando, de pronto, se inclinó hacia adelante y cayó de bruces al suelo, con un reguero de sangre procedente de una herida en la cabeza. A su lado yacía una zarpa de gato. Haplo se desvió de su curso para ayudar al humano. Otra de aquellas armas terribles pasó junto a él con un zumbido.
Haplo no hizo caso. Hugh estaba sin sentido.
—¡Marit! —exclamó.
La patryn miró atrás, primero hacia él y luego hacia sus perseguidores, que acortaban rápidamente la distancia, e hizo un breve gesto con la mano que decía: «¡Déjalo! ¡Está acabado!».
Haplo tenía la mano bajo el hombro izquierdo de Hugh e intentaba poner en pie al humano inconsciente. Marit apareció al otro lado del asesino. Haplo notó que algo le golpeaba la espalda, pero no prestó atención. Era una zarpa de gato, pero se había estrellado contra él del revés, con las zarpas hacia afuera.
—¡Cierra el círculo! —indicó a Marit.
—¡Estás loco! —replicó ella—. ¡Conseguirás que nos maten a todos! ¿Y todo por qué? ¡Por un mensch!
Su tono era mordaz pero, cuando volvió el rostro hacia Haplo, éste apreció con sorpresa y placer cierta admiración mal reprimida en la mirada de la mujer.
Marit cogió a Hugh y musitó las runas en un susurro. El resplandor azul y rojo de su piel se extendió sobre el humano al tiempo que la magia de Haplo fluía también desde el otro costado. Hugh la Mano echó a andar otra vez, pero sus piernas obedecían ahora a las órdenes de la magia, no a su voluntad. Lanzado a la carrera como un sonámbulo, le recordó a Haplo el autómata de Ariano.
La magia combinada de ambos bastó para mantener en marcha al humano, pero el esfuerzo mermó la velocidad de los patryn. El bosque parecía más lejano que al principio de su desenfrenada fuga. Haplo ya alcanzaba a oír a los hombres tigres, que estaban cada vez más cerca; captaba el ruido sordo de sus patas en el suelo y los ronroneos de satisfacción ante la matanza que se avecinaba.
Habían dejado de arrojar zarpas de gato. Al principio, Haplo se preguntó por qué; después, comprendió con abatimiento que las bestias habían decidido que ya no era necesario recurrir a ellas. Era evidente que la presa estaba agotándose sola.
Haplo escuchó un gruñido. Marit lanzó un grito de advertencia y dejó caer a Hugh. Un bulto pesado impactó en Haplo por la espalda y arrojó al suelo al patryn. Un aliento fétido sobre su rostro lo puso al borde del vómito. Unas garras le rasgaron la carne. La magia defensiva de Haplo reaccionó con un chisporroteo de fuego rúnico azulado. El hombre tigre soltó un aullido de dolor, y el peso que soportaba el patryn desapareció de sus hombros.
Pero, si lo había alcanzado uno de los hombres tigres, los demás no andarían muy lejos. Haplo se incorporó ayudándose de las manos y se mantuvo en pie con dificultades. Escuchó los agudos gritos de batalla de Marit y la vio brevemente mientras plantaba cara a una de las bestias con una lanza. Haplo desenvainó la daga cuando otro hombre tigre lo atacó, esta vez por un flanco. Bestia y patryn rodaron por el suelo; Haplo hundió el arma una y otra vez en el cuerpo del hombre tigre mientras éste acuchillaba su rostro desprotegido con sus afiladas garras.
Un sonoro ladrido resonante, potente como un trueno, restalló encima de ellos. El perro había depositado en el suelo a Alfred y había regresado para participar en la reyerta. El animal agarró al hombre tigre que había asaltado a Haplo y empezó a sacudirlo con la intención de romperle el espinazo.
Y de pronto, para su asombro, Haplo escuchó gritos y voces procedentes del bosque. Unas flechas pasaron silbando sobre su cabeza y varios hombres tigres cayeron abatidos entre maullidos de dolor.
De entre los árboles apareció un grupo de patryn que hizo retroceder a los hombres tigres con una lluvia de lanzas y jabalinas. Otra andanada de flechas obligó a las bestias a huir a través de la llanura, llenas de rabia y frustración.
Haplo había quedado aturdido y ensangrentado; los cortes de su rostro lo abrasaban.
—Marit… —murmuró, tratando de localizarla entre la confusión.
La vio sobre el cuerpo de un hombre tigre, empuñando una lanza ensangrentada. Se relajó al encontrarla ilesa. Varios patryn se habían encargado de Hugh la Mano y, aunque evidentemente perplejos a la vista de un hombre cuya piel carecía de tatuajes, lo transportaban con cuidado pero a toda prisa al abrigo del bosque.
Haplo se preguntó cansadamente qué opinión se habrían formado de Alfred. Una mujer hincó la rodilla a su lado.
—¿Puedes caminar? Hemos tomado por sorpresa a esas bestias, pero una manada tan numerosa no tardará en recobrar el valor. Vamos, te ayudaré.
La mujer alargó su mano para tomar la de Haplo y ayudarlo a ponerse en pie, quizá para compartir su magia con él, pero alguien se adelantó a ella. La mano de Marit asió la de Haplo.
—Gracias, hermana. Ya tiene quien lo ayude.
—Está bien, hermana —respondió la mujer con una sonrisa y un encogimiento de hombros. Se incorporó y volvió la vista hacia las bestias, que se habían retirado pero acechaban a prudente distancia.
Haplo se puso en pie, magullado, con la colaboración de Marit. Se había torcido una rodilla al caer y, cuando intentó apoyar el peso en ella, una punzada de dolor le recorrió la pierna. Levantó una mano para tocarse el rostro con mucho cuidado y, al retirarlo, vio los dedos rojos de sangre.
—Has tenido suerte; por poco, las garras te vacían un ojo —le dijo Marit—. Ven, apóyate en mí.
La lesión de Haplo no era grave; podría haber probado a andar sin ayuda. Pero no tenía especiales deseos de hacerlo. Rodeó con su brazo los hombros de Marit y los fuertes brazos de la mujer le rodearon la cintura y lo sostuvieron.
—Gracias —dijo él en voz baja—. Por esto y por…
Ella lo interrumpió:
—Ahora estamos en paz. Tu vida por la mía.
Y, aunque el tono de su voz era gélido, su contacto era afectuoso. Haplo intentó sondear en sus ojos, pero Marit mantuvo la mirada apartada de él. El perro, que había recuperado su tamaño normal, retozaba de nuevo a su lado, alegremente. Cundo dirigió la vista hacia el bosque, descubrió a Alfred de pie, apoyado sobre una sola pierna como un ave desgarbada y retorciéndose las manos con inquietud. Los patryn habían trasladado a Hugh la Mano hasta los árboles. El asesino había recuperado el sentido y ya intentaba incorporarse, rechazando la ayuda de los rescatadores y rehuyendo la curiosidad y el desconcierto que despertaba en ellos.
—Si no te hubieras detenido para ayudar al mensch, habríamos llegado al bosque sanos y salvos —dijo Marit bruscamente—. Ha sido una estupidez. Deberías haberlo dejado.
—Los hombres tigres lo habrían matado.
—¡Pero si, según tú, no puede morir!
—Sí que puede —replicó Haplo. Posó la pierna herida en el suelo inadvertidamente, y una mueca de dolor le cruzó el rostro—. Luego, vuelve a la vida y recupera también la memoria. Y los recuerdos son peor aún que la agonía. —Hizo una breve pausa y añadió—: Nos parecemos mucho, ese humano y yo…
Marit permaneció callada y pensativa. Haplo se preguntó si habría comprendido lo que le contaba. Casi habían llegado al lindero del bosque; la patryn se detuvo y lo miró de soslayo.
—El Haplo que conocía lo habría dejado atrás.
¿Qué quería decir con eso? El tono de voz no lo revelaba. ¿Era una alabanza ambigua?
¿O una acusación?