EN DEFENSA DEL REY DEYÓTARO
1 1 Si bien en todos los procesos realmente importantes, Gayo César, al comienzo de mi intervención suelo emocionarme más profundamente de lo que parece admitir mi experiencia o mi edad[1], además en esta causa tantos motivos me perturban que, cuanto empeño me proporciona mi conciencia para defender la vida del rey Deyótaro, tantas facultades me resta el miedo.
En primer lugar, voy a intervenir en defensa de la vida y el patrimonio de un rey, lo cual en sí mismo, aunque no es injusto, al menos tratándose de un peligro para ti, es, en cualquier caso, tan insólito (que un rey sea reo de pena capital) que hasta la fecha no se ha oído cosa semejante.
2 En segundo lugar, a aquel rey al que solía honrar junto con todo el Senado por los servicios prestados a la República[2], ahora me veo obligado a defenderlo contra la más atroz de las acusaciones.
Añádase que me encuentro turbado[3] por la crueldad de uno de los acusadores, por la vileza del otro. Cruel Cástor, por no decir criminal e impío, un nieto que ha llevado a su abuelo hasta un trance de pena capital y ha dirigido la amenaza de su juventud contra alguien cuya vejez habría debido guardar y proteger, y la recomendación para su vida incipiente la ha sacado de la impiedad y del crimen; ha empujado a un esclavo de su abuelo, tras corromperlo con regalos, a acusar a su dueño, lo ha apartado de los pies de los embajadores[4].
3 Pero cuando contemplaba la cara del esclavo fugitivo acusando a su dueño, y a un dueño ausente y tan amigo de nuestra República, cuando escuchaba sus palabras, no tanto lamentaba la maltratada situación de un rey como sentía pánico ante el futuro de todos nosotros. En efecto, mientras que, de acuerdo con la costumbre[5] de nuestros antepasados, no está permitido que se obtengan datos de un esclavo contra su dueño ni siquiera con torturas, instrucción en la que el dolor podría arrancar una declaración veraz hasta de uno que no quisiera, ha surgido un esclavo que, sin trabas, acusa a quien no podría mencionar en el potro de tormento.
2 4 Pertúrbame a veces, Gayo César, otro hecho aún, que, sin embargo, cuando te recuerdo hasta en los pequeños detalles, dejo de temer, pues es en realidad desfavorable, pero se vuelve muy favorable gracias a tu sabiduría. A saber: hablar sobre un atentado ante alguien contra la vida del cual estás acusando que se puso en marcha el plan del atentado, cuando lo consideras en sí mismo es duro, porque apenas existe alguien que, siendo juez de un peligro para su persona, no se muestre más favorable para con él que para con el reo. Pero tu notable y singular manera de ser, César, hace que me desaparezca tal miedo. Y es que no tanto temo qué vas a opinar tú sobre el rey Deyótaro como comprendo qué deseas que los demás opinen sobre ti.
5 Estoy impresionado también por la novedad del propio lugar, porque una causa de tanta envergadura como ninguna otra se ha instruido con debate la expongo entre cuatro paredes, la expongo fuera de la reunión y de aquella concurrencia en la que suelen afanarse los empeños de los oradores. En tus ojos, en tu caía y semblante me aquieto, a ti sólo tiendo la vista, hacia ti sólo se dirige mi discurso.
Estas circunstancias son, a mi entender, de gran peso para la esperanza de hacerme con la verdad, de poco para el enardecimiento del ánimo y para el ímpetu y confrontación oratorios; 6 porque este caso, Gayo César, si lo expusiera en el Foro, contigo también como oyente y juez, ¡cuán gran entusiasmo me aportaría la afluencia del Pueblo Romano!; pues, ¿qué ciudadano no apoyaría a un rey, cuya vida entera recordaría que se había consumido en las guerras del Pueblo Romano? Contemplaría la Curia, dirigiría mi vista al Foro, pondría, en fin, por testigo al cielo mismo. De esa manera, cada vez que evocase los beneficios de los dioses inmortales y del Pueblo Romano y el Senado al rey Deyótaro, en ninguna circunstancia podrían faltarme las palabras.
7 Como las paredes hacen estas ventajas más reducidas y mi actuación[6] en una causa tan importante se debilita con el lugar, es cosa tuya, César, que tantas veces hablaste en defensa de muchos, referir a ti mismo qué estado de ánimo tengo ahora, para que, además de tu equidad, también tu interés en escucharme eliminen más fácilmente esta consternación mía.
Pero antes de hablar propiamente de la acusación, señalaré algunos detalles sobre la esperanza de los acusadores. Éstos, aunque dejan ver que no sobresalen ni por su inteligencia ni por su experiencia y práctica en este campo, sin embargo han acudido a este proceso no sin alguna esperanza y propósito.
3 8 No eran desconocedores de que tú habías estado encolerizado con el rey Deyótaro. Recordaban que éste había sido castigado con ciertos quebrantos y pérdidas por mor del resentimiento en tu ánimo. Tenían constancia de que, si por un lado estabas encolerizado con éste, además eras amigo de ellos. Y como declaraban justamente ante ti sobre un peligro tuyo, creían que vendría a tomar asiento fácilmente una acusación falsa en un ánimo ya muy herido.
Por todo ello, libéranos antes que nada de este miedo, César, en nombre de tu carácter leal y consecuente y de tu clemencia, de modo que no lleguemos a sospechar que subsiste en ti algún ápice de ira[7]. Por esa diestra tuya te lo ruego, que tendiste como huésped al rey Deyótaro, tu anfitrión, esa diestra, insisto, no más firme en las guerras y combates que en las promesas y en la fidelidad al cumplirlas. Tú decidiste en su casa renovar el viejo pacto de hospitalidad; te recibieron sus dioses penates, te contemplaron amistoso y bien dispuesto los altares y los hogares del rey Deyótaro.
9 No sólo sueles acoger los ruegos con facilidad, César, sino ser vencido por las súplicas de una vez por todas. Nunca consiguió aplacarte ningún enemigo que sintiera que había quedado en ti algún residuo de animadversión.
Por lo demás, ¿a quién le son desconocidas tus quejas contra Deyótaro? Nunca lo acusaste como enemigo del Estado, sino como un amigo que ha cumplido escasamente con su deber, porque se habría mostrado más inclinado a la amistad con Gneo Pompeyo que a la tuya; al mismo, sin embargo, decías que estabas dispuesto a conceder el perdón a su actitud, si por aquel entonces hubiera enviado refuerzos a Pompeyo o incluso a su hijo y él se hubiera servido de la excusa de su edad[8].
10 De ese modo, liberándolo de los cargos más graves, le dejabas una muy pequeña culpa [contra la amistad[9]]. Por consiguiente, no sólo no adoptaste medidas contra él, sino que lo liberaste de cualquier motivo de temor, lo reconociste como anfitrión, lo mantuviste como rey, porque él no se extralimitó por odio a ti, sino que cayó en un error generalizado[10]. Este rey, al que el Senado había mencionado con ese título repetidas veces en decretos altamente elogiosos y que desde su juventud había considerado a tal estamento el más prestigioso y respetado, quedó trastornado, hombre alejado y extranjero, por los mismos sucesos que nosotros, que habíamos nacido y vivido siempre en el centro de la República.
4 11 Al oír que se habían tomado las amias con la sanción de un Senado unánime[11]; que había sido confiada la República a los cónsules, a los pretores, a los tribunos de la plebe, a nosotros los imperatores[12], para defenderla, se sentía sacudido en su ánimo, y un hombre tan amigo de este imperio, experimentaba una gran angustia por la suerte del Pueblo Romano, en la que veía que estaba involucrada también la suya. En medio de tan gran temor, consideraba, sin embargo, que debía mantenerse quieto. Pero quedó conmocionado, sobre todo, cuando oyó que habían huido de Italia los cónsules, que todos los consulares —pues así se le transmitía—, el Senado en pleno, la totalidad de Italia se habían dispersado, pues a tales noticias y rumores estaba abierto el camino a Oriente y no llegaba después nada cierto. Nada oía él de tus propuestas, nada de tu afán por la concordia y por la paz, nada de la conjura de determinadas personas contra tu dignidad. Aun siendo eso así, se contuvo a pesar de todo hasta que llegaron a él 12 emisarios y cartas procedentes de Gneo Pompeyo. Ten compasión, ten compasión, César, si el rey Deyótaro cedió a la influencia de un hombre al que todos nosotros seguimos, en quien no sólo los dioses y los hombres acumularon toda clase de honores, sino incluso tú mismo, numerosos y del máximo valor[13]; pues, si bien tus gestas llevaron la oscuridad a las loas de los demás, no por eso perdimos el recuerdo de Gneo Pompeyo. Cuán grande llegó a ser su nombre, cuántos su poder, cuánta su gloria en toda clase de campañas, cuánto los honores de parte del Pueblo Romano, cuántos de la del Senado, cuántos de la tuya, ¿quién lo ignora? Tanto había superado él a sus predecesores con su gloria cuanto tú has sobrepasado a todos. Y así, enumerábamos con admiración las campañas de Gneo Pompeyo, sus victorias, sus triunfos, sus consulados; no alcanzamos a recapitular los tuyos.
5 13 Así que el rey Deyótaro advino en aquella guerra desdichada y fatal hasta aquel al que había auxiliado antes en guerras justas y contra enemigos externos, con el que estaba unido no sólo por pacto de hospitalidad, sino incluso por una sólida amistad. Y advino, bien rogado como amigo, bien solicitado como aliado, bien convocado como alguien que había aprendido a obedecer al Senado. En definitivas cuentas, advino hasta el fugitivo, no hasta el que perseguía; en otras palabras, a la asociación en el peligro, no en la victoria.
Así las cosas, una vez librada la batalla farsálica, se separó de Pompeyo, no quiso perseguir una esperanza sin meta, consideró que se había hecho bastante, ya por el deber (si había estado obligado a algo), ya por el error (si no había llegado a enterarse de algo). Se dirigió a su patria y, cuando llevabas la campaña alejandrina, sirvió a tus intereses[14]. Él, al ejército de Gneo Do14micio, una persona tan destacada, lo sostuvo con alojamiento y víveres. Él envió dinero a Éfeso con destino a aquel al que tú elegiste de entre los tuyos como el más leal y de confianza. Él por segunda, él por tercera vez, tras subastar sus bienes, te entregó dinero del que te sirvieras para la guerra. Él expuso su propio cuerpo al peligro y estuvo a tu lado en la batalla contra Farnaces y estimó que tu enemigo era el suyo.
Estas acciones, sépase, fueron valoradas por ti en tal consideración que lo recompensaste con el honor y el título, tan impor15tantes, de rey. Así que alguien no sólo liberado por ti del peligro, sino incluso distinguido con el honor más elevado es acusado de haber querido matarte en su propia casa, algo que tú, a no ser que lo juzgues completamente loco, no eres capaz, sin duda, de sospechar[15]. En efecto, por dejar a un lado a qué acto criminal tan grave habría correspondido asesinar a un huésped en presencia de los dioses penates, a qué crueldad tan grande apagar la luz más refulgente de todos los pueblos y de toda la historia, a qué desmedida insolencia no temer al vencedor del orbe de la tierra, a qué ánimo tan inhumano e ingrato comportarse como un tirano con aquel por el que había sido llamado rey… por dejar a un lado eso[16]', ¿propio de qué locura tan grande habría sido incitar contra sí mismo solo a todos los reyes, de los cuales muchos eran vecinos, a todos los pueblos libres, a todos los aliados, a todas las provincias, en una palabra, todas las armas de todos? ¿De qué modo no habría sido él despedazado junto con su reino, con su casa, con su esposa, con su queridísimo hijo, no ya por haber cometido un crimen tan grave, sino siquiera imaginado?
6 16 Pero (supongo) hombre irreflexivo y temerario, no lo veía así[17]… ¿Quién más sensato que él, quién más precavido, quién más prudente?
Por más que, entiendo, ha de ser defendido no tanto por su inteligencia y prudencia como por su carácter leal y por la rectitud de su vida. Conocida te es, Gayo César, la honradez de esta persona, conocidas sus costumbres, conocida su coherencia. En realidad, ¿a quién que al menos haya oído el nombre del Pueblo Romano no le ha llegado a sus oídos la integridad de Deyótaro, su ponderación, su calidad humana, su lealtad? Así que el delito que ni se compadecería con un hombre insensato por miedo a su perdición inminente, ni con un facineroso, a no ser que fuera también un demente total, ¿ése imagináis vosotros que ha sido maquinado por una persona irreprochable y un hombre en absoluto necio?
17 ¡Pero en qué grado, no ya de carencia de verosimilitud, sino ni siquiera de sospecha[18]! Cuando llegaste a Peyo'[19], dice, y te dirigiste a la residencia del rey, tu anfitrión, había una sala reservada en la que estaban preparados los objetos con los que el rey había dispuesto que fueras agasajado. Hacia allí pretendía llevarte desde el baño antes de recostarte a la mesa, porque había hombres armados para asesinarte apostados en aquel lugar justamente. He aquí la acusación, he aquí el cargo por el que acusa a su rey un fugitivo, a su dueño un esclavo. Yo, por Hércules, César, al principio, cuando se me sometió la causa en estos términos, que el médico Fidipo, esclavo real, que había sido enviado con los embajadores, había sido corrompido por ese joven de ahí, me vi sacudido por una sospecha: «Ha sobornado al médico como delator; inventará, sin duda, alguna acusación de envenenamiento». Aunque lejos de la verdad, la acción, de todos modos, no se apartaba de una acusación habitual[20].
18 ¿Qué dice el médico? Nada sobre veneno. Y sin embargo, la eso habría podido hacerse, primero, más ocultamente en la bebida, en la comida. Además, después resulta más impune lo que, cuando se ha llevado a efecto, puede negarse.
Si te hubiera quitado la vida abiertamente, habría vuelto contra él no sólo la odiosidad de los pueblos, sino, por supuesto, las armas. Si con el veneno nunca hubiera podido ocultarlo, ni que decir tiene, a la majestad del Júpiter aquel hospitalario, habría podido ocultarlo tal vez a los hombres. Entonces, ¿lo que habría podido, amén de intentarlo más ocultamente, también llevarlo a término con más precauciones, no te lo confió a ti, el médico astuto y, así lo creía, esclavo fiel; no quiso dejarte en la ignorancia acerca de las armas, el veneno, las celadas?
19 ¡Pero con cuánta gracia se ha urdido la acusación! «Tu buena estrella —asegura—, la misma que otras muchas veces, te salvó. Dijiste que no querías verlos[21] en aquel momento.»
7 ¿Después que? ¿Es que Deyótaro, sin haber podido perpetrar lo suyo en aquella ocasión, licenció a continuación a su ejército[22]? ¿No le quedaba ningún otro lugar para la celada? Y sin embargo habías advertido[23] que regresarías al mismo sitio tras haber cenado, y así lo hiciste. ¿Habría sido tan arduo que se mantuviera una hora o dos en dicho lugar a los armados tal como habían sido apostados?
Luego de haberte comportado durante la comida con simpatía y jovialidad, te dirigiste acto seguido allí, según habías anunciado. En aquella sala conociste a un Deyótaro tan afecto a tu persona como el rey Atalo hacia Publio Africano, a quien, como leemos en un texto, envió hasta Numancia desde Asia unos regalos de enorme valor, que el Africano aceptó en presencia de su ejército. Cuando Deyótaro hubo hecho esto en persona[24], con espíritu y modales propios de un rey, te retiraste a tu dormitorio.
20 Te lo ruego, César, recupera el recuerdo de aquel momento, pon ante tus ojos aquel día, rememora la expresión de las personas que te contemplaban y admiraban: ¿acaso alguna agitación, acaso algún tumulto, acaso algo que no fuera con mesura, que no fuera con sosiego, que no fuera conforme a la formación de un hombre muy digno y virtuoso? ¿Qué motivo, pues, se puede uno imaginar por el que quisiera matarte recién bañado y no quiso recién cenado?
21 «Lo aplazó —dice— hasta el día siguiente, para, cuando hubieran llegado al castillo, ejecutar allí lo que se había maquinado.»
No veo motivo de cambiar el lugar, pero, en todo caso, el asunto se ha llevado dolosamente. «En el momento —continúa— en que anunciaste después de la cena que querías vomitar, se aprestaron a guiarte hasta el baño, pues allí aguardaba la celada. Pero tu buena estrella, otra vez, te salvó: les explicaste que preferías en el dormitorio.»
¡Los dioses te pierdan, fugitivo! Así que no sólo resultas ser un mequetrefe y un malvado, sino un estúpido y un demente. ¿Qué?, ¿había colocado él unas esculturas de bronce en el baño que no podían trasladarse desde el baño al dormitorio[25]?
Ahí tienes los cargos referentes a la celada, porque ya no dijo nada más.
«De esto —nos revela— yo era conocedor.» ¿Cómo entonces? ¿Tan loco estaba aquél que al que tenía como comparsa de un crimen tan grave lo alejó de sí y hasta lo envió a Roma, donde sabía que se encontraba un gran enemigo, su propio nieto, y Gayo César, al que había tendido la celada, sobre todo teniendo en cuenta que era el único que podía deponer sobre él, que estaba ausente?
22 «Y a mis hermanos —prosigue—, como estaban enterados, los mandó a la cárcel.» ¿Así que, mientras encarcelaba a unos que tenía a su lado, te enviaba a Roma a ti libre, que dices que sabías las mismas cosas que ellos?
8 El resto de la pieza de la acusación se ha formalizado en dos puntos: uno, que el rey siempre estaba en guardia, porque era de un ánimo alejado de ti; otro, que había preparado un ejército contra ti de grandes proporciones.
Sobre el ejército hablaré brevemente, como de lo demás.
Nunca tuvo el rey Deyótaro unas tropas con las que pudiera llevar la guerra al Pueblo Romano, sino con las que proteger su territorio de las incursiones y pillajes, y enviar refuerzos a nuestros generales. Por otro lado, antes podía, sin duda, mantener contingentes mayores; ahora, a duras penas unos reducidos[26].
23 El caso es que los envió a un tal Cecilio. Pero a los que envió, como no quisieron ir, los mandó a la cárcel. No pregunto cuán verosímil pueda ser que no hubiera tenido el rey a quienes enviar, o que los que fueron enviados no obedecieran, o que quienes no hubieron acatado la orden en un asunto tan grave fueran encadenados y no pasados por las armas. Pero en cualquier caso, cuando efectuaba envíos a Cecilio, ¿no sabía que aquel bando había sido derrotado, o consideraba a ese Cecilio un gran hombre? Al cual, hay que decirlo, el que conoce perfectamente a nuestros hombres, como no lo conocía (o como sí lo conocía), lo despreciaría[27].
24 Añade él otro detalle: no envió a los mejores jinetes[28]. Creo, César, que no era nada para tu caballería, pero te envió a hombres escogidos de entre los que disponía. Asegura que uno de dicho contingente fue reconocido como un esclavo[29]. No lo creo, no tengo noticia, pero en ello, incluso si hubiera sucedido, no creería que hubo alguna culpa en el rey.
9 Conque de ánimo alejado de ti…, ¿cómo? Esperaba, supongo, que te fuera difícil tu empresa en Alejandría a causa de las características de la zona y del río.
Y sin embargo en aquella misma época dio dinero, mantuvo al ejército, al que habías puesto al mando de Asia no le falló en nada; contigo vencedor no sólo estuvo dispuesto a la hospitalidad, sino al peligro incluso y a la batalla.
25 Vino luego la guerra de África. Rumores graves a propósito de ti, que incluso llegaron a alterar a aquel loco de Cecilio. De tal ánimo el rey en esa ocasión que se encomendó a las subastas y prefirió expoliarse a no suministrarte dinero.
«Pero —arguye—justo en esos momentos enviaba a Nicea y a Éfeso a quienes recogiesen rumores de África y se los refirieran con presteza; y en ésas, cuando se le anunció que Domicio había perecido en un naufragio, que tú te encontrabas cercado[30] en un castillo, sobre Domicio recitó un verso griego con el mismo contenido con el que tenemos también nosotros uno en latín: perezcan mis amigos mientras a la vez sucumban mis enemigos[31].»
Cosa que, aunque fuera el peor de tus enemigos, nunca, la verdad, la habría recitado, porque él es apacible, el verso muy cruel. Realmente, ¿cómo habría podido ser amigo de Domicio quien era enemigo tuyo? Es más, ¿por qué habría de ser enemigo tuyo, por quien, a pesar de que habría podido, incluso, ser ejecutado por derecho de guerra, recordaba que había sido instituido rey, él y su hijo?
26 ¿Después qué? ¿Adónde pretende llegar el granuja? Dice 26 que Deyótaro, excitado por aquella alegría, se precipitó sobre el vino y llegó a bailar desnudo en el banquete.
¿Qué tortura puede proporcionar un castigo adecuado a este fugitivo? ¿Alguien ha visto alguna vez a Deyótaro bailando o ebrio? Todo tipo de virtudes se hallan en nuestro rey, algo que no creo que desconozcas, César, pero sobre todo una sobriedad singular y admirable; aunque sé que no suelen ser alabados los reyes con esa palabra. El ser llamado hombre sobrio no tiene mucho de elogio en un rey. Esforzado, justo, severo, digno, magnánimo, generoso, benefactor, liberal; éstos son méritos de un rey, aquél lo es de un particular.
Que cada cual lo tome como quiera, pero yo la sobriedad, es decir, la moderación y la templanza, la considero la mayor de las virtudes. Es la que ha sido observada y conocida en él desde el comienzo de su vida, tanto por la totalidad de Asia, tanto por nuestros magistrados y legados como por los caballeros romanos que mantuvieron negocios en Asia.
27 Él, ciertamente, a través de muchos peldaños de buenos servicios a nuestra República, ascendió hasta este título de rey. Pero también es verdad que, cada vez que estaba libre de guerras del Pueblo Romano, consolidaba con nuestros hombres relaciones, amistades, empresas y negocios, a tal extremo que no sólo era tenido por un tetrarca de alcurnia, sino por un excelente padre de familia y un agricultor y ganadero altamente emprendedor.
Así que quien de joven, sin hallarse gozando aún de tanta fama elogiosa, no hizo nada sino con el máximo rigor y dignidad, ¿ése, con el prestigio actual y con esta edad, se puso a bailar?
10 28 Imitar, Cástor, deberías las costumbres y la conducta de tu abuelo, antes que hablar mal contra un hombre irreprochable y muy ilustre por boca de un fugitivo. Pero aunque hubieras tenido a un abuelo bailarín y no a un hombre de donde se pudieran obtener modelos de recato y pudor, aun así de ningún modo este ultraje cuadraría a su edad.
Las disciplinas a las que se había entregado desde una edad temprana, no de baile, sino para manejar bien las armas, perfectamente los caballos, ésas, la verdad, habían comenzado ya a fallarle todas con la edad; así que solíamos admirar, cada vez que muchos le aupaban al caballo, que el anciano pudiera sostenerse en él.
En cambio este joven, que fue soldado mío en Cilicia, camarada en Grecia, cada vez que cabalgaba en aquel ejército nuestro con sus jinetes preferidos, que su padre había enviado junto con él a Pompeyo[32], ¡qué atracción acostumbraba a despertar, cómo acostumbraba a jactarse, cómo a hacer ostentación, cómo a no ceder a nadie en entusiasmo y celo en aquel bando!
29 Pero cuando, una vez perdido el ejército, yo, que siempre había sido promotor de la paz, de igual modo tras la batalla farsálica fui mentor, no de deponer las armas, sino de abandonarlas definitivamente, no conseguí atraer a éste a mi influencia, porque, además de que él ardía en deseos de aquella guerra, creía también que debía dar satisfacción a su padre. ¡Afortunada esa casa, que no sólo ha logrado la impunidad, sino hasta la licencia de acusar! ¡Desdichado Deyótaro, que se ve acusado incluso por uno que estuvo en los mismos campamentos; y no sólo ante ti, sino, además, por los suyos! Vosotros, Cástor, ¿no podéis daros por contentos con vuestra tan favorable suerte, sin la desdicha de vuestros familiares?
11 30 Hay, sea, enemistades (que no debería haber, pues el rey Deyótaro a vuestra familia, perdida y desconocida, la sacó de las tinieblas a la luz. ¿Quién oyó respecto a tu padre quién era antes de oír de quién era yerno?). Pero, aunque repudiarais, ingrata e impíamente, el vínculo del parentesco, así y todo podíais llevar las enemistades de un modo humano, no acosarlo con una acusación falsa, no exigir su vida, no hacerle comparecer por un delito capital.
Está bien, admitamos incluso esta magnitud de crueldad y de odio… ¿hasta el extremo de que se violen todos los derechos a la vida y del bien común y hasta de la condición humana? Soliviantar a un esclavo con palabras, corromperlo con esperanzas y promesas, atraerlo a tu casa, prepararlo contra su dueño… eso supone declarar una guerra abominable, no a un pariente sólo, sino a todas las familias. En efecto, esa corrupción de un esclavo, si no sólo llega a quedar sin castigo, sino que incluso logra merecer la aprobación por parte de una autoridad tan elevada[33], ninguna pared protegerá nuestra seguridad, ninguna ley, ningún ordenamiento, porque, cuando lo que está dentro y es nuestro puede evadirse impune y luchar contra nosotros, se convierte en dominio la esclavitud, en esclavitud el dominio.
31 ¡Qué tiempos, qué costumbres! Aquel Gneo Domicio, al que conocimos de niños como cónsul, censor, Pontífice Máximo, con ocasión de haber citado ante la justicia del Pueblo, siendo tribuno de la plebe, a Marco Escauro, prócer de la ciudad, y habiendo llegado hasta él a su casa, en secreto, un esclavo de Escauro, y habiéndole explicado que quería presentar una denuncia contra su dueño, ordenó que fuera apresado el hombre y conducido a Escauro. ¡Mira qué diferencia! Aunque estoy comparando injustamente a Cástor con Domicio. Pero como quiera que sea, él devolvió el esclavo a su enemigo, tú lo apartaste de tu abuelo; él, sin haberlo corrompido, no quiso escucharlo, tú lo corrompiste; él repudió a un esclavo como colaborador contra su dueño, tú incluso lo has presentado como acusador.
32 Pero ése fue corrompido por vosotros una sola vez[34]. ¿Acaso, tras haber sido conducido y haber permanecido contigo, no se refugió con los embajadores? ¿Acaso no acudió al aquí presente Gneo Domicio[35]? ¿Acaso delante del aquí presente Servio Sulpicio, una persona tan distinguida, que casualmente se encontraba entonces cenando en casa de Domicio, y del también presente Tito Torcuato, joven sin tacha, no confesó que había sido sobornado por ti, que con tus promesas se había visto empujado a un testimonio falso?
12 ¿Qué barbarie es ésa, tan desenfrenada, tan cruel, tan desmesurada? ¿Has venido a esta ciudad con este propósito: el de corromper las normas y las buenas conductas de la ciudad y el de ensuciar con la brutalidad de tu pueblo la humanidad de nuestra urbe?
33¡Pero qué cargos más agudamente recogidos! «Blesamio[36]—asegura, pues te denigraba amparándose en el nombre de éste, persona irreprochable y no desconocida para ti—, solía escribir a su rey que vivías en medio de la odiosidad, que eras considerado un tirano, que por tu estatua colocada entre los reyes[37] los ánimos de la gente estaban gravemente ofendidos, que no solías ser objeto de ovaciones…» ¿No te das cuenta, César, de que eso ha sido recogido por esta gente de las hablillas locales de los malvados?
¿Escribir Blesamio que César era un tirano? ¡Claro, había visto las cabezas de multitud de ciudadanos; a muchos maltratados por orden de César, golpeados, asesinados, muchos hogares arruinados y derrumbados, el Foro preñado de soldados armados!… Lo que padecimos siempre en una victoria sobre conciu34dadanos, eso no lo vimos contigo como vencedor. Lo diré: eres el único, Gayo César, en cuya victoria nadie sucumbió salvo combatiendo. Y al que nosotros, nacidos libres en medio de la más completa libertad del Pueblo Romano, no sólo no lo consideramos tirano, sino más aún, el más clemente en su victoria, ¿ése puede parecerle un tirano a Blesamio, que vive en una monarquía? Porque, ¿quién se queja de la estatua, sobre todo por una sola, cuando está viendo otras muchas…? ¡Porque, naturalmente, hay que sentir aversión por las estatuas de alguien por cuyos trofeos no la sentimos! Y si es el lugar el que provoca la aversión, evidentemente ninguno hay más distinguido que los Rostros[38]. Sobre las ovaciones, por otro lado, ¿qué debo responder? Ni han sido echadas en falta en tu caso[39] y más de una vez han sido ahogadas por un gentío estupefacto por la propia admiración, y a lo mejor han sido dejadas a un lado porque nada vulgar puede parecer digno de ti.
13 35 Me parece que nada ha sido dejado sin tratar por mi parte; sí algo reservado para la parte final del juicio[40], y ese algo es que mi intervención te reconcilie sin reservas con Deyótaro. Porque no temo que tú te enojes con él. Lo que me alarma es que sospeches que él está enojado contigo por algo, cosa que queda a una gran distancia, créeme, César, pues recuerda qué conserva gracias a ti, no qué ha perdido; ni estima que ha sido castigado por ti, sino que, al opinar tú que estabas obligado a otorgar muchas recompensas a muchos, no se opuso a que las tomaras de él, que había estado en el otro bando. Y así, si aquel Antíoco el Grande[41], rey 36 de Asia, cuando, después de que, completamente derrotado por Lucio Escipión, recibió la orden de reinar hasta el Tauro, perdiendo toda esta Asia que ahora es provincia nuestra, acostumbraba a decir que se le había tratado con benevolencia por parte del Pueblo Romano, porque, al haber sido liberado de una administración excesivamente grande, se manejaría con unos límites de reino módicos, puede Deyótaro consolarse mucho más fácilmente que aquél; y es que aquél había sufrido el castigo de su locura; éste, de su error.
Tú, César, le otorgaste todo a Deyótaro cuando le concediste el título de rey a él y a su hijo. Una vez mantenido y conservado un título semejante, considera que ningún beneficio del Pueblo Romano, ninguna buena opinión del Senado sobre él han quedado disminuidos.
Es de ánimo generoso y enhiesto, y nunca sucumbirá ante sus enemigos, ni siquiera al destino. Cree que, amén de haber37las ganado con su actuación anterior, mantiene igualmente en su ánimo y coraje muchas cosas que de ningún modo debería perder.
En efecto, ¿qué destino, o qué azar, o qué iniquidad tan grande van a poder borrar las resoluciones de todos nuestros generales sobre Deyótaro? Porque él fue galardonado por todos los que, tan pronto como pudo incorporarse a filas por la edad, combatieron en Asia, Capadocia, Ponto, Cilicia, Siria.
Por lo que respecta a los dictámenes del Senado sobre su persona, tan numerosos y honoríficos, que están atestiguados en los documentos oficiales y monumentos del Pueblo Romano, ¿qué transcurso del tiempo los soterrará o qué olvido tan profundo los borrará?
¿Qué decir sobre su valor, sobre su grandeza de ánimo, seriedad, firmeza? Todos los doctos y sabios han sentenciado que esas cualidades son los bienes supremos; algunos incluso que los únicos, y que con ellos la virtud se da por satisfecha, no ya para bien vivir, sino más aún: felizmente[42].
38 Al sopesar él eso y al meditarlo los días y las noches, no sólo no está enojado contigo (pues sería, aparte de ingrato, también loco), sino que toda la tranquilidad y sosiego de su vejez los refiere, como algo recibido, a tu clemencia[43].
14 Si con esta disposición de ánimo vivió, ciertamente, en un pasado, no me cabe duda además de que con tu carta, de la cual he leído una copia, que entregaste para él en Tarragona al aquí presente Blesamio, se ha reanimado todavía más y se ha sustraído a cualquier tipo de inquietud, pues le instas a que tenga buenas esperanzas y a vivir con ánimo optimista, algo que, lo sé, no sueles escribir tú por pura cortesía, pues recuerdo que me escribiste en los mismos términos más o menos y que yo no era instado en tu carta a tener buena esperanza como fórmula de cortesía.
39 Estoy preocupado, no lo niego, por la causa del rey Deyótaro, con el que me unió en amistad el interés del Estado, la simpatía recíproca hizo contraer un vínculo de hospitalidad, el trato asiduo trajo la intimidad, y, en fin, sus preciosos servicios a mi persona y a mi ejército[44] generaron una muy estrecha relación.
Pero cuando sufro por él, también por muchos personajes principales, quienes conviene que por tu parte queden perdonados definitivamente y que tu merced no sea puesta en entredicho, ni se instale en los ánimos de la gente un desasosiego perpetuo, ni suceda que comience a temerte alguno de aquellos que ya una vez fueron liberados por ti del temor.
40 No debo, César, algo que suele hacerse en situaciones gravemente peligrosas, intentar provocar tu misericordia hablando con cualquier medio a mi alcance. No es preciso. Ella misma acostumbra a acudir en socorro de los suplicantes y los desdichados, sin ser convocada por el discurso de nadie. Imagínate a los dos reyes y contempla en tu mente lo que no puedes con los ojos: concederás, sin duda, a la misericordia lo que denegaste a la iracundia.
Muchos son los testimonios de tu clemencia, pero lo es sobre todo la integridad física de aquellos a quienes concediste la vida; lo que, si es glorioso con los particulares, mucho más se recordará tratándose de reyes. Siempre el nombre de rey fue sagrado en esta ciudad; pero el de los reyes aliados y amigos, el más sagrado.
15 41 Estos reyes temieron perder ese título con tu victoria; pero, una vez mantenido y ratificado por ti, confían incluso en que podrán transmitirlo a sus sucesores.
Sus propias personas ofrecen por la vida de sus reyes estos embajadores reales, Hieras y Blesamio, y Antígono, conocidos de ti y de todos nosotros ya hace tiempo; y Dorilao, adornado de la misma lealtad y virtudes, que recientemente fue enviado como embajador ante ti junto con Hieras; íntimos, por un lado, de sus reyes, y merecedores, por otro, así lo espero, de tu beneplácito.
42 Inquiere de Blesamio si escribió algo a su rey contra tu dignidad[45]. Hieras, huelga decirlo, asume toda la causa y se subroga como reo en lugar de su rey frente a aquellos cargos. Apela él a tu memoria, con la que prevaleces sobremanera; dice que en la tetrarquía de Deyótaro nunca se alejó ni un paso de ti; afirma que estuvo a tu disposición en los primeros tramos del territorio, que te acompañó hasta los últimos; que estuvo contigo justo cuando saliste del baño, cuando después de cenar examinaste aquellos regalos, cuando te acostaste en tu dormitorio; y que te 43 había prestado la misma asistencia al día siguiente. Por ello, si se maquinó algo de lo que es objeto de acusación, no rechaza que eso sea cosa suya.
En consecuencia, Gayo César, querría que sopesaras que en el día de hoy tu sentencia ha de acarrear a los reyes o una calamidad misérrima junto con sumo deshonor, o una fama incólume a la par que la vida. Desear la primera de las opciones es propio de la crueldad de ellos; respetar la segunda, de tu clemencia.