XVI
Al pasar ante la casa de Elvira, el doctor Martínez Escudero decidió visitarla. Era muy temprano, pero estaba deseando saber qué tal había acabado la compleja historia de Inés y Bruno. Él había estado presente en el reencuentro del matrimonio y se sorprendió ante el amor patológico que aquella mujer sentía por su marido. «No me importaría tenerla como paciente —dijo para sí mientras pulsaba el timbre de la puerta—. Sin duda, es un reto para cualquier psiquiatra».
María, la doncella de Elvira, le abrió tan sonriente como siempre.
—Acompáñeme, doctor, la señorita está desayunando.
—Esperaré, no la moleste —dijo Martínez Escudero, pero ante la insistencia de la criada no tuvo más remedio que seguirla.
No se podía imaginar el doctor que encontraría a Elvira acompañada. «Pero ¿desde cuándo estos dos…?». En la mesa, aferrando con gesto posesivo una mano de la mujer entre las suyas, Gálvez observaba divertido la reacción del galeno.
—Mil perdones —dijo el doctor dedicándoles a ambos una sonrisa abierta—. Sé que no son horas, pero la impaciencia es mala consejera.
—No se disculpe, querido doctor —le contestó ella—. Venga, siéntese aquí y desayune con nosotros.
—Estoy impresionado con la historia de Inés. —Gálvez sacó el tema antes de que Martínez Escudero añadiera palabra—. ¿Sabe que yo fui uno de sus muchos pretendientes?
—¿Cómo terminó ayer el asunto? —quiso saber el doctor.
—Como usted sabe, doctor, una vez Inés comprobó que su marido había recuperado la memoria, no ocultó detalles de toda la operación que había realizado con el apoyo de un primo, muy bien relacionado, que la asesoró y ayudó a camuflar la venta de la casa de Valdemorillo, así como el cambio de identidad de Bruno —recordó Elvira.
—Sí —convino el doctor—, y tenía razón al afirmar que ella se había sacrificado para mantener esa nueva vida. Es verdad que esa mujer lo hizo todo por amor y que renunció a su profesión.
—Por amor a sí misma —apuntó Elvira—. No entiendo cómo se puede querer a una persona sabiendo que la haces desgraciada.
—No estoy de acuerdo —discrepó el doctor—. Con su nueva identidad, Bruno no fue desgraciado; lo es ahora al descubrir el engaño y sobre todo al pensar en la mujer a la que amaba.
—Ha sido un cúmulo de mala suerte —apuntó Gálvez—, porque imaginemos que Inés no se llega a ocupar de él después del accidente. ¿Quién lo habría hecho, si Elsa no estaba en Madrid?
—No lo sé —respondió Elvira—, imagino que volvería a Madrid y el contacto con la gente a la que veía todos los días, los edificios de su calle, la casa de Madrid y la de Valdemorillo… Seguro que hubiesen acelerado su recuperación.
—Sí, es posible.
—Pero me preguntaba usted por el final. Veamos… Se reunieron, a diferencia de las otras veces, aquí en casa. Bruno nunca quiso encontrarse con ella en otro lugar que no fuera la casa de Ana, pero Inés sentía tal odio por mi sobrina que solo con verla echaba chispas. Ayer le propuse a Bruno que se encontrara con su mujer aquí para evitar situaciones desagradables. Bruno me pidió que me quedara, pero salí y los dejé solos, así que no sé qué se dirían… Lo que sí le puedo comentar es lo último que hablaron al despedirse, delante de mí. Bruno, que estaba de lo más tranquilo, le pidió que le olvidara, que se hiciese a la idea de que había muerto, porque muerto estaba para ella. «No te guardo rencor —le dijo—, pero no podría soportar volver a estar a tu lado».
—Eso es terrible —manifestó el doctor—. No puedo imaginar cómo habrá reaccionado ella.
—¡Jamás he visto más odio en los ojos de nadie! —exclamó Elvira—. De haber podido, lo habría fulminado. Sin embargo, se limitó a decirle: «No creas que en mi desesperación podré pensar en el suicidio, eso nunca». Le aseguró: «Tengo que vivir para hacerte pagar todo el daño que me estás haciendo. No creas que Elsa Bravo se va a salir con la suya». Y entonces Bruno la agarró de un brazo y le gritó: «¡No te consiento que menciones su nombre!», y le dio la espalda.
—Y ella ¿qué hizo?
—Se fue sin mirar atrás.
—De no haberla vivido de cerca, jamás hubiera creído semejante historia —intervino Gálvez—. Aún os estoy viendo: tu sobrina y tú en el Levante, el día que nos conocimos… Nunca habría imaginado la realidad que se escondía tras vuestras pesquisas. ¿Cree usted que Ana tiene poderes extrasensoriales, doctor?
—Lo desconozco. De todos modos, lo que yo creo es que Ana es una joven muy sensible y que han concurrido una serie de circunstancias que lo han potenciado. Nada más. No debemos darle más vueltas.
—¿Le parece que Bruno se quedará en Pienza?
—Estoy seguro —afirmó el doctor, que ya sabía que Bruno y Ana habían partido ayer noche hacia Italia—, porque cuando lea el diario que Elsa dejó escrito, según me contó Ana, no podrá irse… Aunque tal vez me equivoque y se vaya a otro lugar con el que soñaron juntos, quién sabe. Por cierto, Elvira, su sobrina me comentó que el conjunto vienés le había contestado aceptando su incorporación, aunque friera más tarde, ¿cuándo piensa irse?
—Me parece que a finales de año, pero seguro no lo sé. Ya sabe que Ana puede sorprendernos en cualquier momento…
—Sí que son hermosos los cipreses en este lugar —dijo Bruno, que miraba entusiasmado en derredor—. No me sorprende que estos parajes hayan alimentado la creación de tantos artistas.
—Usted es un buen dibujante —dijo Ana convencida.
—Soy aficionado, ahora lo sé. ¿Cómo es posible que en todo este tiempo no haya recordado nada? —se lamentó de nuevo. El desconcierto en el espíritu de Bruno tenía que ser grande y por más que lo intentaba, Ana no conseguía ponerse en su situación. Había vuelto a ser el mismo, veinte años después. Y ¿qué sucedía con el que había sido en este tiempo? ¿Cómo se armonizaba el uno con el otro?
El hecho de que Inés le hubiera engañado facilitaba las cosas: le resultaría más sencillo alejarse de ese mundo que resultó irreal, el mismo que poco a poco iba disolviéndose como las brumas del ensueño. Aun así la decisión de no volver a verla significaba sin duda un trago amargo, del que tardaría en recuperarse.
—Está usted muy triste, Bruno. —Ana no preguntaba, hacía constar un hecho—. Debe sobreponerse.
—Es complicado. No puedo evitar sentir pena por Inés, pero lo cierto es que no podría soportar su presencia, y no por el daño que me ha hecho, que ha sido mucho, sino porque cerca de ella viviría atemorizado. —Guardó silencio y cuando retomó la palabra tenía la vista fija en el brazo de Ana—. Hablemos de otras cosas. ¿Sabía que Elsa tenía una pulsera exacta a esa que lleva usted?
—Sí, lo sé. Me lo dijo Renato, que es quien la tiene ahora porque Elsa se la regaló. También recuerda en su diario el día que se la regalaron.
—Yo estaba con ella —afirmó Bruno con la mirada perdida en algo que le preocupaba y que decidió contar a Ana—. ¿Sabe?, tuve una especie de premonición el día antes de que me ocurriera el accidente. Presentí que algo le pasaba a Elsa… y no hice caso.
—¿Qué pasó?
—A Elsa no le apetecía que me fuera de caza, pero al final la convencí y quedamos en vernos el domingo por la tarde. Solo estaría fuera de Madrid el sábado y la mañana del domingo. Antes de irme pensé en darle una sorpresa y como sabía que ella asistía los sábados a misa de once en la iglesia de Santa Bárbara, me acerqué para verla a la salida. Esperé varios minutos después de que se marchase todo el mundo; entré en el templo y no la vi. Fue entonces cuando tuve la sensación de que algo le pasaba, pero no quise atender mis miedos y me tranquilicé, me animé a pensar que tal vez su madre se había sentido indispuesta. Ahora sé que no asistió a misa porque ya no estaba en Madrid… Y estoy seguro de que el texto de la partitura lo escribió el viernes por la tarde.
—Perdóneme, Bruno, pero ¿por qué le escribió el mensaje?, ¿no podía ir a su casa a contárselo?
—No, porque yo había ido a Valdemorillo a recoger los útiles de caza y, además, estoy seguro de que Elsa se acercó a la Escuela inventando alguna excusa y que fue acompañada de su hermano, que no la dejaría sola ni un minuto por miedo a que se escapara. Él fue nuestra desgracia. Tenía que haberse ido solo de Madrid, no implicar a su madre y a su hermana en su desventura…
—No estoy muy de acuerdo, Bruno. Usted sabe tan bien como yo que si determinadas personas tratan de localizar a alguien, presionan, amenazan y chantajean a quien sea, con tal de localizarlo. ¿Cree que a Elsa y a su madre las hubiesen dejado tranquilas si deseaban encontrar a Ernesto?
—Tiene razón —reconoció Bruno—, lo que no tenía que haber hecho fue implicarse en una acción de ese tipo.
Ana pensaba lo mismo, pero no disponía de la información necesaria para opinar al respecto del papel jugado por Ernesto Bravo en aquel contubernio. Si se atenía al escueto comentario de Elsa, podría pensarse que él había sido uno de los que contrataron a algunos de los asesinos que dispararon al general. No quería dejar pasar el tema, sin enterarse de ciertos aspectos.
—¿Usted y Elsa estaban en Madrid cuando se produjo el atentado contra el general Prim?
—Aquella tarde noche volvíamos de la casa de Valdemorillo, donde habíamos pasado la tarde.
—Pero ¿tenían conocimiento de la participación de Ernesto Bravo en el complot?
—A decir verdad, yo nunca supe a qué se dedicaba Ernesto. Viajaba con frecuencia, lo que nos parecía maravilloso porque así Elsa disponía de mayor libertad. Después del asesinato de Prim, sé que se ausentó de Madrid varios días. Recuerdo que a su regreso Elsa me comentó que estaba preocupada porque lo encontraba muy nervioso. Yo la tranquilicé diciéndole que dentro de muy poco no tendría que seguir soportando su difícil carácter, teníamos pensado casarnos en abril.
Ana se quedó en silencio respetando el dolor de Bruno. A los pocos segundos volvió a interesarse:
—¿Y por qué el hermano de Elsa no quería que ella mantuviese relaciones con usted?
—Lo cierto es que yo tenía muy mala fama. Bien merecida, por supuesto, pues había mantenido relaciones con muchas mujeres. Pero desde que me enamoré de Elsa mi vida cambió y me convertí en otra persona.
Ana recordó a la ventera y a su hija, y a punto estuvo de hacer un comentario, pero prefirió callar. Bruno parecía obsesionado con su responsabilidad.
—Todo habría sido tan distinto… ¿Se da cuenta? Si hubiese hecho caso a mi instinto, si después de la iglesia hubiese tratado de enterarme de lo que sucedía… Aunque no hubiera conseguido información alguna, porque para entonces Elsa ya no estaba en Madrid, al menos no habría ido a cazar cerca de Guadalajara y no habría dado lugar a que se produjera aquel fatal traspié que me precipitó a la hondonada.
—Quién sabe si, de no ser esas, el destino hubiese seguido otras vías para acabar en los mismos fines, e igualmente Elsa y usted habrían terminado lejos el uno del otro. Piense solo que aun así su amor perdura. —Ana pudo ver cómo las lágrimas se fijaban poco a poco en la mirada seca de Bruno. Trató de cambiar el curso de la conversación—: Hay algo que me gustaría saber, Bruno. ¿Cuál era la relación de mi padre con Elsa?
—¿Su padre? —preguntó él sorprendido.
—Pablo Sandoval.
—¡Dios mío, usted es hija de Pablo! Ahora comprendo la razón de que su apellido me resultara conocido. —Si bien Bruno había recuperado gran parte de su memoria, aún iba poco a poco incorporando datos, nombres y fechas de su vida anterior—. No puede imaginar la manía que yo le tenía —dijo con una media sonrisa—. Tanto que no podía soportar la presencia del payaso que su padre le había regalado. Elsa estaba encariñada con él, incluso lo llevaba con ella en los viajes. Yo sabía bien que ese cariño que le tenía no venía determinado por quién se lo regaló, pero de todos modos a mí me hervía la sangre al verlo, solo de pensar que Pablo podría apartarme de la mente de Elsa siquiera fuese un instante, y ella lo sabía. Así que un día después de una acalorada discusión, me dijo que, para mi tranquilidad, no volvería a llevarlo de viaje con nosotros. Pensé que lo mejor, para asegurarme de ello, sería dejarlo olvidado en la casa de Biarritz. Me ofrecí a hacer las maletas y me encargué de que el payaso no volviera con nosotros a Madrid. Más tarde, en el tren me arrepentí y le confesé lo que había hecho. Elsa se enfadó, pero me perdonó ante la promesa de volver en la próxima primavera a Biarritz con la excusa de recogerlo.
Ana casi no podía respirar. Le resultaba increíble lo que le estaba contando Bruno y era consciente de que no se había equivocado: aquel payaso había sido el desencadenante de todo.
Recordó el tema de la adivinación por contacto, ¿podía un objeto impregnarse tanto de la esencia y energía de alguien para poder transmitirla? Ana intentó evocar todos los detalles de las dos veces que había interpretado el 24, como ella sola no podría hacerlo, y en las dos estaba presente Bepo. En Biarritz lo tenía colocado al lado de su violín y en Madrid estaba interpretando con toda normalidad el 24, pero al caérsele la partitura se fijó en el payaso y á punto estuvo de perder el equilibrio también. En cuanto a las hojas dibujadas de forma inconsciente, Ana se dio cuenta de que el payaso Bepo viajaba en su bolso de mano y durante todo el viaje lo tuvo muy cerca de ella. Estaba segura de que en aquella figura, con la que se había encariñado sin saber nada de ella, se concentraban tanto energía de Elsa como de su padre. Probablemente sus razonamientos careciesen de explicación científica, pero no iba a consultar con ningún experto. Pensó que lo mejor era hacer caso a lo que Renato sabiamente le había aconsejado, «Ana, no sé nada de adivinación ni de ocultismo ni de temas paranormales. No me interesan, solo me dejo llevar por mi intuición y no me pregunto el porqué de mis reacciones». Sí, Renato tenía razón, y en aquellos momentos Ana se prometió a sí misma no volver a inquietarse ni preocuparse por algunas sensaciones que pudiera experimentar.
—Así pues, cuando vi el payaso en su casa —seguía diciendo Bruno—, sufrí una especie de conmoción.
—Me di perfecta cuenta —asintió Ana—. Pero ¿mi padre estaba enamorado de Elsa?
—Lo estuvo cuando eran muy jóvenes. Pablo y Elsa fueron alumnos en el mismo curso de violín y su padre se enamoró de ella. Creo que fue muy duro para él ver que su amor no era correspondido, ya que en realidad nunca fueron novios. Cuando yo llegué a Madrid, ya hacía un tiempo que su padre sabía que Elsa no le correspondía. Es curioso —exclamó pensativo Bruno—, a pesar de lo que le estoy diciendo, que es la verdad, siempre sentí celos de su padre porque su espíritu y el de Elsa se movían al unísono ante la mística de la música. Yo jamás he podido emocionarme como ellos, y eso que Elsa era la mejor. Paganini se hubiera sentido orgulloso de escuchar su Capricho 24 interpretado por ella.
Ante el recuerdo de su padre, Ana se emocionó y volvió a pensar que era él quien la llevaba de la mano en aquella historia.
—Mi padre murió hace unos meses… Más o menos cuando Elsa. Yo creo que nunca dejó de quererla.
—¿Por qué lo dice? ¿Le habló alguna vez de ella?
—Jamás. Pero en el diario Elsa cuenta que pensó en escribir a Pablo para que le informara de lo que podría haberle sucedido a usted, aunque desechó la idea porque no quería hacerle sufrir.
—Qué pena —se lamentó Bruno—. De haberlo hecho, estoy seguro de que su padre me habría buscado…
—No haría como Inés, ¿verdad?
—Prefiero no pensar en ello… —Bruno volvió a guardar silencio unos segundos—. ¿Por qué ha intentado usted localizarme a pesar de las dificultades con las que se encontró?
—Tenía que hacerle llegar el mensaje de Elsa. Creo que fue Goethe quien escribió: «Solo puede ser salvado aquel que se esfuerza siempre con sus anhelos». Y ella empleó toda su fuerza en que usted supiera que después de más de veinte años sin verle, moría amándole. Su amor ha sido más fuerte que la muerte. Mire, allí está Pienza…
Bruno se secó un rastro de lágrimas y miró por la ventanilla. Le costaba creer la historia que le había contado Ana sobre cómo se inició todo la noche de fin de año en la casa de Biarritz. Le resultaban muy extrañas todas aquellas vivencias que le había ido enumerando de forma pormenorizada, aunque en realidad le daba igual. Gracias a ella se había encontrado a sí mismo y le estaría agradecido por siempre. Desde que recobró la memoria, el recuerdo de Elsa —que le hacía llorar con frecuencia— también le llenaba de felicidad, y apoyada la cabeza contra el cristal de la ventanilla del coche, se dejó envolver por el traqueteo al tiempo que su memoria evocaba una vez más, ya por siempre, los momentos que pasó al lado de su amada.
Por su parte, Ana se sentía satisfecha. Estaba a punto de cumplir su promesa: volvía a Pienza con Bruno Ruscello. Se alegraba de haberse dejado llevar de su instinto; la experiencia había resultado positiva, habían sido muchas e importantes las enseñanzas asimiladas, y el aprendizaje para conocerse un poco mejor a sí misma, definitivo. En cuanto a Bruno, la joven no tenía ni idea de qué haría él después de leer el diario. Ella se limitaría a llevarlo a la casa de Elsa, donde los esperaba Renato. Al recordar este nombre, Ana detuvo sus pensamientos y trató de traer a su mente el rostro de ese hombre en el que pensaba con bastante frecuencia. Sin esfuerzo, la imagen irrumpió nítida en su recuerdo. «Tengo ganas de verle —hubo de reconocerse a sí misma—. ¿Se habrá acordado de mí en algún momento?».
El coche se detuvo al lado del hotel, el mismo que la había alojado a ella durante su estancia. Ana pidió al cochero que bajase las maletas y las dejase en la recepción: ellos irían directamente a casa de Elsa.
—Tiene que perdonarme —la interrumpió Bruno, al oír las indicaciones de la joven—, pero necesito ir al cementerio antes que a ningún otro lugar. Quiero arrodillarme ante su tumba, que sepa que estoy aquí, que la sigo queriendo como el primer día, que siempre será así.
—Tendríamos que pasar a recoger a Renato Brascciano para que nos acompañase. Es posible que yo no sepa orientarme bien para encontrar la tumba y además…
—Por favor.
Al ver la decidida determinación en su mirada, Ana supo que no podría seguir negándose. Bruno mantenía abierta la portezuela del coche y la apremiaba con los ojos. En su mano, una de las bolsas que había viajado con ellos, la más pequeña.
—Está bien —cedió—. Vayamos.
El cementerio no era muy grande y no les resultó difícil dar con la sepultura de Elsa. Bruno no hizo nada por contener su emoción y Ana lo dejó solo: no quería enturbiar la intimidad de aquel momento. Se alejó por uno de los pasillos y al volverse para tomar otro de los senderos, vio cómo Bruno abría la bolsa y cómo poco a poco iba sacando pequeñas ramitas de tilo con las que al cabo terminó cubriendo toda la sepultura…
—La felicito por el éxito de su empresa y me felicito por tenerla cerca de nuevo —dijo Renato al tiempo que dedicaba a Ana la mejor de sus sonrisas. Los dos se hallaban en la logia de la casa de Elsa. Dentro, en el salón, Bruno leía lo que su amada había escrito para él.
—Yo también me alegro de volver a verle.
Renato la miraba con curiosidad no exenta de cariño. Su recuerdo había estado vivo y con una gran intensidad. Ana era, como Elsa, una persona singular, trascendente y además ¡tan guapa! No deseaba encariñarse demasiado, la diferencia de edad que los separaba resultaba casi insalvable. Quería seguir manteniendo contacto con ella y acudir muchas veces a verla —como le había prometido— en sus actuaciones musicales por las ciudades europeas; era consciente de que ya nada le ataba a Pienza.
Ana percibió que Renato la miraba con interés y se sintió halagada. Al verle tuvo la sensación de que se había esmerado en su cuidado personal y le encantaba pensar que ella había sido el motivo.
—Es hermoso lo que me contaba hace un momento. Detalles como ese los guardo en mis archivos profesionales y luego me sirvo de ellos al escribir mis novelas —dijo Renato en tono confidencial.
—¿Se refiere a las ramas del tilo?
—Sí.
Ana tuvo que reconocer que aquello había sido un detalle entrañable.
—Bruno me contó que había ido a Valdemorillo a la casa del tilo, y una vez que le autorizaron cortó unas cuantas ramas, porque según él, el tilo deseaba cobijar a Elsa como había hecho tantas veces.
—Ella habría hecho lo mismo —afirmó Renato.
—¿La echa mucho de menos? —preguntó esperando que la respuesta no fuera del todo afirmativa.
—Sí, y no puede ser de otra manera, ya que sigo viviendo aquí y haciendo las mismas cosas que cuando ella estaba.
—¿Piensa continuar en Pienza?
—Es posible que haga algunas escapadas, pero siempre volveré a este lugar. Le he dicho a Bruno que si quiere vivir aquí, puede disponer de esta casa como si fuera suya. Menos venderla, que haga lo que le apetezca.
Aquella tarde, Bruno recorrió uno a uno todos los rincones de la casa. Se abrazó a la ropa que había sido de Elsa, besó sus libros. Sus pequeños recuerdos se convirtieron para él en lo más preciado del mundo. Ya que Renato le había ofrecido la posibilidad de quedarse en la casa, esa misma noche dormiría allí. Pero había algo en su expresión que a Ana le preocupaba. Cuando Renato se fue al hotel en busca del equipaje, aprovechó para hablar con él.
—Tiene que resultar maravilloso sentirse amado de esa forma.
—Sí, y también insoportable al no poder responder… Creo que debo irme con ella porque mi vida ya no tiene sentido.
—¿Cómo que no tiene sentido? ¿Irse con ella? No estará usted pensando en el suicidio… —dijo Ana muy seria.
—Sería una respuesta a su amor. No seguir viviendo sin ella, correr a su lado.
—Eso que dice es una auténtica barbaridad. Si la quiere, aunque ella no esté, debe mantener vivo ese amor. Mientras exista, Elsa vivirá en usted. ¿No le sirve de ejemplo su comportamiento? Más de veinte años amándole sin saber nada.
—Ella podía mantener viva la esperanza de verme un día, pero ¿qué esperanza puedo albergar yo?
—¿Y para qué la quiere? No necesita esperar para saber si ella le ama o no. Usted posee la certeza de su amor, y por ese motivo no puede defraudarla comportándose como un cobarde.
Bruno cerró los ojos y se encerró en sí mismo. Ana entendió que deseaba estar solo y salió a la logia.
Esa misma noche, Renato los invitó a cenar a su casa, un hermoso edificio situado en el centro, muy cerca de la plaza de Pío II. Fue una cena sencilla en la que degustaron los platos típicos del lugar; unos raviolis rellenos de espinacas, un bistec a la florentina, con el vino Nobile de Montepulciano que tanto le gustaba a Ana, y de postre las famosas cantucci, riquísimas galletas de almendras. La conversación había girado en su mayor parte en torno a Elsa. Bruno sentía la necesidad de conocer todo su mundo y cómo se había desarrollado su vida. Pensaba quedarse a vivir de forma definitiva en Pienza.
—Cuando llegue la hora de mi muerte y me vaya de este mundo, quiero que me entierren junto a ella. Doy gracias a Dios por haber permitido este último goce, reposar para siempre a su lado —dijo Bruno con los ojos empañados.
Al escuchar estas palabras, Ana lo miró y sonrió para sí. «Tal vez —pensó— haya servido de algo la conversación que tuvimos».
—He visto algún cuadro suyo y sé que pinta muy bien. Creo que está en el lugar ideal para desarrollar sus facultades creativas —le dijo en un intento de ayudarle a asentarse en la que a partir de entonces sería su ciudad—. Seguro que Renato le puede aconsejar poniéndole en contacto con personas del mundo del arte.
—Ya le he buscado su primera ocupación en Pienza —aseguró Renato—. Como sé que trabajó de bibliotecario, le ofrecí ordenar mi biblioteca y hablar con otros amigos que, estoy seguro, desearán encomendarle trabajos similares.
—Piensas en todo.
—Sí, puede que sea un poco por deformación profesional.
La joven miró a uno y a otro. Los dos se habían enamorado de la misma mujer, pero a diferencia de Elsa, Ana nunca se habría decantado por Bruno: su elegido sería Renato. Le resultaba muy difícil desprenderse de esa especie de magnetismo que emanaba de la personalidad de su amigo italiano. También ellos se observaron: Bruno, sabedor de lo mucho que lo debió de amar Elsa si rechazó por él a un hombre como Renato, después de más de veinte años sola; Renato, con la certeza de que Elsa tenía buen gusto, pues Bruno era una persona que merecía la pena.
Fueron días tranquilos y plenos de melancolía para Bruno. Ana y Renato tuvieron la oportunidad de conocerse mejor, y se dieron cuenta de que entre ellos se había establecido una corriente de afinidades profundas muy difícil de ocultar.
Una mañana al regresar del paseo matinal con Renato, Ana le comentó que aquella misma tarde tenía que marcharse.
—¡Pero si me has dicho que te quedarías toda la semana! —exclamó él disgustado. Su creciente amistad les había llevado a tutearse.
—Sí, pero he pensado que es mejor que me vaya. Bruno comienza a estar perfectamente encajado en la vida de Pienza; los dos habéis congeniado bien y sin duda serás de gran ayuda para él. Mi trabajo ha finalizado. Debo seguir con mi vida.
Renato advirtió que sentía en lo más profundo de su ser que Ana se fuese: se estaba encariñando demasiado con ella.
—Perdóname, estás en tu derecho. Pero prométeme que me escribirás para tenerme al tanto de todas tus actividades.
—Sabes muy bien que lo haré. ¿Me acompañas a despedirme de Bruno?
Caminaban muy cerca el uno del otro, tanto que a veces sus manos se rozaban, y a ninguno le dejaba indiferente aquel contacto.
—Ayer oí por casualidad que en Pienza se conoce la casa de Elsa como la de la violinista. Suena bien.
—Los últimos años todo el mundo la quería —recordó Renato—. Cuando empezó a enseñar música, la gente la fue conociendo mejor y a Elsa no tenías más remedio que quererla.
Bruno estaba pintando en la logia. Al verlos trató de ocultar de su vista los trazos plasmados en el lienzo.
—Será mi primer cuadro en Pienza… y será para usted, Ana.
—Muchas gracias. Me encantará tener su versión del paisaje de la Toscana.
—No, no será el paisaje el protagonista, sino Elsa. Es la forma de darle las gracias por lo mucho que ha hecho por nosotros. También quiero regalarle el amati, seguro que esa sería la decisión de Elsa.
Ana se emocionó. Tomó el violín en sus manos con amor, solo como una profesional sabe hacerlo. Lo acomodó en su hombro, lo acarició con la mejilla y pensó en Elsa, en su padre, en el Capricho 24. Pero ella amaba a Bach y decidió que lo mejor en aquellos momentos sería oír una de las maravillosas danzas de la Partitas. Con los ojos cerrados, acometió la interpretación de la allemanda, primer movimiento de la Partita número 2 en Re menor. Las vibrantes notas se expandían al exterior y bien parecía que las ramas de los pinos y algún que otro ciprés se dejasen llevar por los sones de aquella dulce e insinuante cadencia que los hacía sentirse ligeros como si de repente pudieran elevarse sobre sí mismos.
Cuando se desvanecieron los últimos acordes y de nuevo el silencio se hizo dueño de la logia, Ana abrió al fin los ojos y miró en derredor. Los muros, el aire, incluso la quietud hablaba de Elsa y su amor eterno. Sabía que en apenas unos minutos se despediría de Bruno y que quizá no volviese a verle. Pero también que una parte de ella misma permanecería por siempre en aquella casa.
—Creo que es hora de que me vaya —se obligó a susurrar apenas a sus embelesados oyentes, la voz atrapada en el nudo de su garganta.
—Sé que un día te escucharé tocar en Roma y me sentiré muy orgulloso de ti. —Habían hecho casi todo el camino en silencio y las repentinas palabras de Renato la sorprendieron.
—¿Por qué lo sabes?
—No me preguntes. Tiene que ser así.
Habían llegado al hotel.
—¿De verdad no quieres que espere contigo hasta que venga el coche? —insistió Renato.
—No, por favor, despidámonos aquí.
Por una vez, Renato no protestó. Simplemente la miró a los ojos, le besó la mano como si quisiera que aquel momento fuese eterno… y se dio la vuelta tras un «nos veremos pronto» que sonó más parecido a un «no te vayas» de lo que él hubiese deseado.
Ana le observó mientras se alejaba. Ansiaba volver a estar muy pronto con él. Dentro de unos meses regresaría por sorpresa a Pienza y lo haría de forma distinta, liberada de los motivos que la habían llevado a descubrir esa interesante ciudad.
Antes de entrar en el hotel, tuvo la necesidad de acercarse al hermoso pozo renacentista que le había dado la bienvenida y al que Elsa se sentía tan ligada. Se aproximó y, al tiempo que pasaba la mano por el mármol centenario y sonreía ante el apego afectivo que experimentaba en determinados lugares, pensó que aquel sería siempre su lugar preferido en Pienza. A punto de abandonar la plaza, se giró para mirar el pozo una vez más y creyó ver a una mujer apoyada en él. Aunque estaba de espaldas, juraría que era la misma imagen de sus sueños, la del cuadro de Bruno. La mujer se giró y la miró sonriendo. Un escalofrío la recorrió de arriba abajo.
Más tarde, en el coche que la alejaba de Pienza, Ana recordaría cómo había echado a correr hacia la figura, aun cuando sus pies permanecieron anclados en tierra y su mirada poco a poco fue enfocando los contornos solitarios de un pozo al que únicamente acompañaba el recuerdo de días pasados. «Otra vez mi imaginación», se reprendió justo antes de que una emoción nueva hiciese presa en ella: esa suerte de felicidad que sigue a la culminación de una tarea, la paz del deber cumplido. Cuando las palabras salieron de sus labios, no hizo amago de frenarlas.
—Querida Elsa, ya puedes descansar en paz. Tu amor ha traspasado la muerte. Dile a mi padre que le quiero.
Levantó la vista al cielo y la bajó de nuevo para recorrer con ella la plaza. Luego dio media vuelta y se alejó despacio por las recónditas calles. A su espalda, el aire mecía los cipreses y su olfato jugaba a engañarla empujando a su memoria el aroma del tilo. Y de no ser porque lo sabía imposible, Ana habría jurado que el viento, los pájaros, las hojas con su roce, toda Pienza tarareaba in crescendo la partitura del 24.