VII

Después de la discusión con su madre, Ana no se había atrevido a pedirle el coche para ir a El Escorial. Acababa de llegar a casa de su tía Elvira, que como siempre se ofreció a acompañarla. «Si no fuera por ella —se dijo Ana—, sería incapaz de resolver con tanta prontitud muchos de los asuntos pendientes».

En la Escuela de Música le habían facilitado el nombre del bibliotecario: Bruno Ruscello, que efectivamente dejó de acudir al trabajo en enero de 1871. No existía ninguna nota del porqué de su marcha, aunque algunos apuntaban que había muerto en un accidente de caza. Según le aseguraron vivía en la calle Almagro, pero tenía que ser un error porque el número que le dieron correspondía al de su propia casa. No quiso preguntarle nada a su madre, pero sí a su tía.

—Juraría que tu padre la compró en la primavera del año 71. Sí, seguro —dijo convencida Elvira—, fue un año después de casarse. Al principio tus padres siguieron viviendo con nosotros en paseo de Recoletos, ya que a mamá le costaba muchísimo que su hijo preferido se fuera, disponiendo de una casa tan grande como la nuestra. Pero después de unos meses, Pablo convenció a mamá y tu abuela terminó aceptando los deseos de independencia del matrimonio.

—O sea, que es posible que el tal Ruscello viviera en ella —dijo Ana.

—Claro, pero sería de alquiler porque sé que tu padre se la compró a la viuda de Arguelles.

—Le podríamos preguntar.

—A ella no, por desgracia, murió hace unos años. Yo conozco mucho a una de sus hijas mayores y puede que se acuerde.

Por suerte para Ana y su tía, la hija de Arguelles se acordaba muy bien del inquilino que habían tenido en la calle de Almagro.

—Era un hombre muy guapo e interesante. De mediana edad. Un tanto extraño, no solía mezclarse con la gente, llevaba una vida muy solitaria —les aseguró a la vez que matizaba—, lo sé porque reconozco que despertó mi interés. Pero un buen día desapareció y nunca volvimos a saber de él. Se comentó que había muerto.

—¿Nadie preguntó por él, no dieron parte a la policía? —preguntó Ana—. ¿Qué hicieron con sus pertenencias?

—Curiosamente, no había nada en la casa que no fuera nuestro. Era como si ya supiese que se iba a ir. Mi madre no quiso hacer nada. Ella nunca creyó que hubiera tenido un accidente, sino que quiso dejar la casa y que nadie pudiera localizarle. Pero ¿por qué le buscan? —quiso saber la hija de Arguelles.

—Es por una carta que tal vez nunca recibió. —Ana se sorprendió de la mentira que le salió espontánea… «Pero que lo más probable es que sea la verdad», pensó.

—Pues no puedo ayudarlas y bien que lo siento. Aunque tengo un vago recuerdo de que el señor Ruscello abandonaba muchas veces la ciudad. Sí, ya sé, creo que tenía una casa cerca de El Escorial. Sí, sí, allí es donde se pasaba la mayor parte del tiempo cuando no trabajaba.

—¿Sabe cómo se llamaba la casa o algo que nos permita identificarla? —preguntó Ana.

La señorita Arguelles, que tanto las había ayudado, estaba intentando rescatar de su memoria algún dato. Al cabo de unos minutos, les dijo muy satisfecha:

—Sí, recuerdo que muchas veces oí comentar que la casa que había comprado era inconfundible porque tenía un patio interior muy bonito con un árbol, un tilo espectacular. La zona me parece que era conocida como los Gamonales.

—No esperamos ni un minuto más —dijo Elvira entrando en la habitación donde se encontraba Ana—, nos vamos solas con el cochero. Blas, el ayudante del cochero, no llega y no tiene por qué pasarnos nada. Además, tampoco vamos a realizar un viaje muy largo.

—Como quieras, tía Elvira, pero también podemos dejarlo para mañana.

—No, prefiero que vayamos hoy. Hace un día maravilloso y no sé cómo estará mañana. Siempre es más agradable viajar con buen tiempo.

Mientras las dos mujeres se acomodaban en el coche, María, la criada de Elvira, le entregaba al cochero una gran cesta con viandas por si no encontraban ningún lugar que fuera de su agrado para almorzar; así podrían tomar algo en el campo.

—Fíjate —le dijo Elvira a Ana—, María tiene miedo de que pasemos hambre. Seguro que ha puesto comida para un regimiento.

—Qué buena eres conmigo, tía.

—¿A qué viene eso ahora? Déjate de bobadas.

—Es verdad, te lo digo con el corazón. ¿Por qué te preocupas tanto por mí? —insistió la joven.

—Podría decirte que lo hago por amor a tu padre, porque no quiero que a su hija le pase nada malo y trato de cuidar de ella, como lo haría él. Pero no es toda la verdad —dijo suspirando Elvira.

—¿Y cuál es esa verdad? —quiso saber Ana.

—Que te quiero mucho y te admiro por tu valentía. Sé que van cambiando los tiempos, pero yo, por ejemplo, me conformé con tocar el violonchelo solo para los amigos y en fiestas familiares, como deseaban todos. Sin embargo, tú quieres ser una profesional de la música. Estás dispuesta a luchar para poder desarrollar tu vocación y me parece maravilloso.

—Pero tú eres muy independiente. No te has casado como la mayoría de las mujeres. Viajas sola, te vas de vacaciones con tus amigos…

—Querida Ana, en el fondo soy una cobarde. Lo hago ahora porque no tengo a nadie a quien rendir cuentas y además dispongo de una situación económica que me permite hacer todas esas cosas. Pero hace unos años no era ese mi comportamiento.

—¿Lo lamentas?

—A nadie le agrada asumir su cobardía y en ese sentido me hubiera gustado dedicarme íntegramente al chelo, aunque es posible que entonces no hubiera podido ser feliz al lado de Juan, no disfrutaría de mis seres queridos como lo hago. Quién sabe… Lo que parece seguro es que mi vida sería distinta. Puede que mejor o tal vez peor. ¿Sabes, Ana? Yo no elegí mi vida, me dejé llevar, no quise enfrentarme a nada ni a nadie. Y eso, a veces, cuando repasas tu existencia, duele. Pero no quiero ponerme triste. ¿Has quedado con Juan para que te inmortalice en una de sus obras de arte?

—No, aunque le prometí que un día de la semana que viene pasaría por su estudio.

Ana estaba deseando preguntarle por Juan y contarle el comentario de Enrique sobre él, pero su instinto le decía que no lo hiciera. Ya llegaría el momento en que Elvira le abriera su corazón. Porque Ana creía firmemente que algo no encajaba en aquella relación.

—Cuando vayas a ir me avisas —dijo Elvira para añadir—: Ya le he comentado a Juan que no estaría nada mal que creara una colección de cuadros dedicada íntegramente a mujeres tocando instrumentos musicales.

—Sí que sería interesante —replicó—, pero imagino que no permitirás que el último cuadro que te ha hecho se exhiba en una sala.

—¿Te imaginas el escándalo? —preguntó riendo Elvira—. La otra noche más de uno se quedó pasmado.

—¿Lo ha visto mi madre? —quiso saber Ana.

—De momento no, y si puedo evitarlo, prefiero que no lo haga, pero seguro que le llega algún comentario y no tendré más remedio que enseñárselo. —Iban tan ensimismadas en la conversación que no se dieron cuenta de que el coche casi se había parado—. ¡No le habrá pasado nada a ninguno de los caballos! —exclamó Elvira.

El coche se había detenido por completo y antes de que ninguna de ellas bajara, el cochero les informó:

—Tenemos un ligero contratiempo. Se ha desprendido una parte de la ladera y nos corta el camino. Allí estoy viendo una venta, me acercaré para intentar que alguien nos ayude.

—Está bien, vaya. ¿Dónde estamos ahora, Manuel? —preguntó Elvira.

—Muy cerca de Valdemorillo —respondió el conductor.

—Pues sí que sería una pena que tuviéramos que volvernos —se lamentó Ana.

—No lo haremos, ya verás cómo se arregla —contestó optimista su tía.

—¿Nos acercamos para ver lo que ha pasado?

—De acuerdo, bajémonos un momento.

Sus botines no eran de tacones muy altos, pero sí dificultaban sus movimientos por aquel camino pedregoso. Solo dieron unos pasos, los suficientes para observar que la cantidad de tierra caída no era muy grande, aunque se habían desprendido dos piedras. Una de ellas, de gran tamaño, era la que dificultaba el paso.

—Va a tener que encontrar al menos a otros dos hombres —comentó Elvira para sí, como de pasada.

—¿Tres? —preguntó un tanto sorprendida Ana.

—Sí, porque mientras dos intentan levantarla, el otro coloca la soga con que sujetarla para que luego uno de los caballos la arrastre.

La temperatura no era muy baja, pero un ligero airecillo aumentaba la sensación de frío.

—Creo que estaremos mejor en el coche —dijo Elvira mientras agarraba a su sobrina del brazo.

—Mira, por allí viene Manuel —exclamó Ana.

—Señoritas, tenemos dos soluciones —dijo el cochero aún jadeante de la carrera—. Una, regresar a Madrid; y la otra, esperar a que lleguen las personas que pueden ayudarnos. Me aseguran que tardarán algo más de una hora.

Elvira consultó el reloj. Eran las doce y media de la mañana.

—¿Ha preguntado si se puede comer en la venta?

—Me han dicho que algo pueden servir: queso, huevos…

—Ya que hemos llegado hasta aquí, creo que nos interesa quedarnos. Es muy pronto para comer, pero si lo hacemos mientras esperamos que lleguen a ayudarnos, perderemos menos tiempo.

—De acuerdo —contestó Ana—. ¿Prefieres que vayamos a la venta o que tomemos lo que nos ha preparado María?

—Seguro que María se ha esmerado, pero en el coche no vamos a comer y en el exterior, aunque hace bueno, corremos el riesgo de enfriarnos —opinó Elvira.

—Tal vez al volver aquel recodo estemos más resguardadas.

—Perdonen —dijo Manuel—, sé que no es de mi incumbencia, pero debo aclararles que si llevan las viandas para tomarlas en la venta, no resultará nada extraño, es algo que se hace con frecuencia. Ustedes no están acostumbradas a moverse en estos ambientes. Lo que sí pueden hacer es comprar una jarra de vino para que la ventera se sienta feliz.

—Buena idea —apuntó Elvira—, eso haremos.

El aspecto de la venta era ruinoso. El jardín o huerto que la circundaba parecía abandonado por completo. Se trataba de una edificación sencilla con un piso que probablemente estaría destinado a la vivienda. La parte de abajo consistía en una gran sala con toscas mesas e idénticos bancos de madera. Lo más destacado por el aspecto que presentaba era un gran mostrador atiborrado de ristras de ajos.

—No se asusten ustedes, pero no tengo tiempo para nada. Hace varios días que pienso colgarlos en la pared y aquí siguen.

La mujer que les hablaba no cumplía los cincuenta y a diferencia de la típica imagen de ventera, gorda y frescachona, aquella era delgadísima y bastante alta.

—Pueden sentarse donde les apetezca. Tienen toda la venta para ustedes. No creo que venga nadie. Hay días en los que ni una sola persona se detiene en este lugar. ¿Les sirvo algo? —preguntó de forma rutinaria.

—Dos jarras de vino, por favor —pidió Elvira—, y nos las acerca a la mesa si es tan amable.

Habían elegido la del fondo y hacia allí se dirigió Manuel con la cesta de la comida. Ana, al ir a sentarse, descubrió debajo una sucia muñeca de trapo que tomó en sus manos. El gesto no le pasó desapercibido a la ventera, que inmediatamente comentó:

—Es de mi nieta. Seguro que está a punto de llegar porque ha ido con su madre a buscar la leche. Ya verán —dijo orgullosa—, es la niña más bonita del mundo.

—¿Y viven aquí con usted? —preguntó Ana.

—Sí. Mi yerno trabaja en Valdemorillo, pero el dinero no da para mucho, así que conmigo están mejor. Ya veo que han traído comida. Han hecho bien, yo poco podía ofrecerles.

Ana miró a Elvira y se dio cuenta de que a su tía le sucedía lo mismo que a ella: les avergonzaba que aquella mujer que posiblemente pasaba grandes necesidades contemplara lo que María les había preparado: jamón, tortillas, fritos de pescado, queso, dulces y algo de fruta. Elvira se levantó, se acercó a Manuel y le mandó que se sirviera algo de comida. Luego se dirigió hacia el mostrador y le dijo a la ventera:

—Teníamos previsto comer con unos amigos, pero el desplome de esas piedras en el camino nos obliga a detenernos y no podemos llegar a una hora prudente. Estoy pensando que tal vez las podríamos invitar a ustedes a que comieran con nosotras.

—Qué generosas son. Pero yo ya estoy comida —aseguró tocándose el estómago— y a la niña seguro le han dao algo en la casería donde nos venden la leche. Mi hija Carmen es la única que las puede acompañar, aunque mi consejo es que vayan comiendo ustedes porque no sabemos a qué hora llegará y seguro que le da vergüenza. Ella, como yo, no está acostumbrada a esos refinamientos —afirmó muy seria mientras miraba fijamente a los cubiertos que habían colocado sobre la mesa y que destacaban aún desde la distancia—. Coman tranquilas y si les sobra algo, se lo dejan.

Ana imaginaba qué le estaba diciendo Elvira a la ventera, pero, aunque el local estaba vacío, no podía enterarse de la conversación, ya que su tía empleaba un tono muy bajo, y lo mismo hacía su interlocutora. Cuando regresó a la mesa y se lo contó, se quedó muy pensativa.

—Tía Elvira, ¿qué harías si tuvieras que vivir en este lugar y en las mismas condiciones que esta mujer? ¿Podrías resistirlo?

—Sin duda. Y tú también.

—¿Estás segura?

—Sí.

—¿Cómo te acostumbrarías a renunciar a las comodidades de las que gozas ahora?

—Me costaría muchísimo. Pero te aseguro que gracias a esa vida que tuve el placer de disfrutar, afrontaría mejor la calamidad.

—No lo entiendo muy bien. Yo creo que me sucedería al contrario —opinó Ana.

—A nosotras, Ana, nos han educado, nos han dado una formación. Sabemos leer, escribir, incluso interpretamos música. La cultura siempre es un arma de poder. La vida aquí sería mucho menos tediosa para nosotras que para ellas —concluyó Elvira.

—Puede que tengas razón, aunque no me convences del todo. Estas mujeres no echan de menos la cultura porque desconocen sus efectos. Resulta indudable que es un arma de poder, pero no garantía de felicidad. Yo creo que se acerca más a la felicidad el poner en práctica el esfuerzo personal para hacer las cosas bien y mejorar tu entorno —afirmó convencida—. Imagínate que la ventera o su hija se hubiesen preocupado de cuidar el jardín. ¿No crees que por las mañanas, al abrir las puertas y encontrarse con unas preciosas rosas, cambiaría su panorama?

—Es muy bonito lo que dices, pero es posible que no les gusten las flores —dijo sarcástica Elvira.

—Pues tomates si los prefieren. Lo interesante es superarse cada día.

—¿De verdad crees que alguien puede pensar en superarse en medio de esta soledad?

—No lo sé. Es probable que algunos enloquecieran y otros creciesen mucho interiormente.

—Perdonen, ¿quieren que les sirva más vino? —les preguntó la ventera, que se había acercado al ver la jarra vacía.

—No, muchas gracias —contestó Elvira a la vez que miraba el reloj—. No puedo creer que haya pasado ya una hora. Manuel, ¿cuánto nos dijo que tardarían?

—Algo más de una hora. Pienso que llegarán pronto —contestó el cochero, que se había acercado a la puerta para mirar.

—No se hagan demasiadas ilusiones —dijo la ventera—. El chico que fue a buscarlos no sabe demasiado de puntualidad. ¿Van muy lejos? —les preguntó.

Elvira se dio cuenta de que le había contado que iban a comer con unos amigos, así que tenía que improvisar.

—La verdad es que no lo sé —dijo Elvira pensativa— porque después de comer con esos amigos de los que antes le hablé, intentaríamos localizar una casa que según nos han dicho está en una zona que llaman los Gamonales.

—Vengan —pidió la ventera a la vez que abría una puerta a la que debía de ser la cocina—, les voy a enseñar algo.

Al contrario que el resto de la venta, la cocina mostraba un aspecto excelente, limpia y cuidada aun en su sencillez. «Seguro que este lugar es el preferido de la ventera», pensó Elvira. Con un espacio no muy grande, la cocina sí disponía de una amplísima ventana hacia la que se encaminó la mujer, con tía y sobrina tras sus talones.

—Miren, al fondo, ahí empieza la zona de los Gamonales. Qué casualidad —exclamó—, por allí vienen mi hija y mi nieta.

El paisaje reunía cierto encanto. En la parte de atrás de la casa existía una pequeña llanura con unos cuantos árboles que embellecían el lugar y que no impedían ver más allá, donde la pradera acogía diferentes arbustos entre los que destacaban unos vistosos tallos, con grandes flores blancas; gamones, conocidos popularmente como varas de san José. La mujer y la pequeña caminaban entre ellos y la estampa que ofrecían era ideal para figurar en algún almanaque que intentara resaltar la belleza silvestre y las ventajas de vivir al aire libre.

—¿Les gusta el paisaje? —preguntó la ventera.

—Sí, mucho —contestó Elvira, que añadió—: Ahora entiendo por qué denominan el lugar los Gamonales. ¿Es muy extenso? ¿Sabe si hay muchas casas en la zona?

—Es muy grande porque aquí esas plantas se dan muy bien y crecen sin ningún tipo de cuidado. ¿Casas? No sabría decirles, aunque seguro que mi hija les informa. A ella le gusta mucho salir al campo y conoce muy bien los alrededores. Pero no creo que haya más de tres o cuatro casas.

Ana permanecía totalmente silenciosa. Tenía una impresión extraña, le parecía percibir las sensaciones de la hija de la ventera, que caminaba entre los tallos de los gamones. Era como si ella hubiera repetido esa acción muchas veces y conociese a la perfección la textura, los olores que el contacto con aquellas plantas despertaban en ella. Pero era la primera vez que visitaba aquel lugar.

—¡Abuela, abuela, ya estamos aquí!

Una preciosa niña rubia entró corriendo en la cocina, pero al descubrir a las dos mujeres que estaban con su abuela, dio la vuelta asustada para cobijarse en las faldas de su madre, que entraba tras ella.

—Buenos días —dijo Carmen, la hija de la ventera.

—Acércate, hija, estas dos señoritas vienen de Madrid y están buscando una casa. —De repente se interrumpió para decirles—: ¿Para qué quieren la casa?, ¿para comprarla? Buscan una en concreto, ¿verdad? ¿Qué es lo que saben de ella para identificarla? Carmen las puede ayudar. Ya les he dicho, hija, que tú conoces muy bien toda la zona.

—Sí —respondió ella con timidez—, ustedes me dirán.

Tanto Ana como Elvira miraban a la hija de la ventera sorprendidas no por su belleza —era realmente hermosa—, sino por la forma en que se movía. Tenía un estilo innato que sorprendía en aquel ambiente. Vestida de la manera correcta, podría pasar por una señorita refinada… mientras se mantuviera en silencio, porque al hablar Carmen se expresaba como cualquier persona que no ha recibido ningún tipo de educación.

—Hemos visto desde la ventana cómo disfrutabas con los gamones —dijo Ana.

—Le gustan tanto —dijo la ventera— que aunque no sabe pintar, los ha dibujado en varios papeles porque así dice que los recuerda mejor.

—Me encantaría ver tus dibujos.

—Están muy mal. Me da vergüenza enseñarlos —dijo Carmen, que les preguntó—: ¿Qué casa es la que buscan?

—Solo sabemos que tiene un patio con un gran árbol —explicó Ana.

—Es la casa del tilo —apuntó risueña Carmen, y dirigiéndose a su madre le comentó—: Sabe la que digo, ¿verdad, madre? Esa en la que usted trabajó antes de nacer yo.

—Pero esa casa no está en venta —dijo la ventera sin poder disimular cierta contrariedad.

—No, si nosotras no queremos comprarla, solo tratamos de enterarnos del paradero de la persona que según nos informaron es su dueña.

—Pertenece a los Muñoz de Sorribas —afirmó secamente la ventera.

—¿Esa familia ya era la propietaria cuando usted trabajaba en esa casa? —quiso saber Ana.

—No.

—¿Quiénes eran los dueños entonces? ¿Y cuántos años hace que usted sirvió allí? —preguntó ansiosa la joven.

—Me estuve ocupando de la limpieza dos o tres años. Creo que fue entre el 66 y el 69. No recuerdo con seguridad, pero sí sé que estaba trabajando en la casa cuando me casé en el año 68 y seguí durante un tiempo —afirmó la ventera.

—¿Y los propietarios? —insistió Ana.

—No tengo ni idea. Había una mujer que era la encargada, pero yo nunca vi a los señores de la casa. Viajaban mucho. A mí me llamaban para ayudar en la limpieza uno o dos días a la semana, cuando ellos no estaban.

—La persona a la que nosotros buscamos es un hombre, Bruno Ruscello —dijo Ana—, y según nos han asegurado, él era el propietario de una casa que por lo que nos dicen tiene que ser esa.

A Ana no le pasó desapercibida la luz que iluminó, solo unos segundos, los cansados ojos de la ventera y tuvo la percepción de que no estaba contando toda la verdad. Por ello insistió:

—Bruno Ruscello, ¿le suena ese nombre? Es probable que usted haya trabajado para él —dijo.

—Ya le dije que yo a la única persona a quien veía y conocía era a la encargada.

—¿Siguió ella en la casa cuando la vendieron?

—Murió al poco tiempo. Pero todas esas cuestiones se las aclararán los Muñoz de Sorribas. Por cierto, Carmen —dijo llamando a su hija—, ¿sabes si estos días en la casa del tilo está alguno de los propietarios?

—Sí. Esta mañana he visto en Valdemorillo a una de las hijas. Y comentaron que su madre se quedaría aquí durante un tiempo —aclaró Carmen.

—¿Les hemos ayudado en algo? —quiso saber la ventera.

—Por supuesto. Muchísimas gracias —respondió Ana, que en ese momento se dio cuenta de que Elvira no había participado en la conversación y no se encontraba con ellas. La vio en la mesa donde habían comido, con la niña sentada en su regazo, mientras le contaba alguna historia con la muñeca de trapo en sus manos, a la que hacía moverse como si fuera una marioneta.

—Se nota que su amiga tiene hijos, hay que ver cómo sabe tratar a los niños —comentó la ventera.

Ana no dijo nada y caminó hacia donde se encontraba su tía. En aquel momento Manuel, el cochero, les avisó de que ya habían llegado los hombres y que en media hora estarían listos para irse.

Eran casi las tres de la tarde cuando reanudaron el viaje. Según las explicaciones de la ventera tardarían poco más de un cuarto de hora en llegar a la casa del tilo.

—Tía Elvira, ¿vas a cumplir lo prometido?

—Sí. En cuanto Juan disponga de un día libre, venimos a verlas. ¿No te ha parecido impresionante que sin haber ido nunca a la escuela pueda dibujar como lo hace? —preguntó Elvira.

—Sí. Esa muchacha es especial en muchos sentidos —aseguró Ana.

—¿Y qué me dices de la pequeña? Me he ofrecido para ocuparme de su formación y estudios en Madrid. Le he dicho a Carmen que si no quiere separarse de ella, yo le podría buscar una ocupación en casa. María estaría encantada de recibir ayuda.

—¿Qué te ha dicho? —le preguntó Ana.

—Me aseguró que lo hablaría con su marido y que estaba dispuesta a sacrificarse por la niña permitiendo que yo me hiciera cargo de ella en Madrid.

—Tía Elvira, no sabía que te gustaran tanto los niños. Tenías que haberte casado y estar ahora rodeada de hijos —apuntó Ana sonriendo.

La expresión de Elvira se volvió tan melancólicamente triste que Ana se arrepintió del comentario, pero antes de que pudiera decir nada, para que se olvidara de él, Elvira le respondió:

—El matrimonio no asegura los hijos porque puede ser estéril alguno de los cónyuges. Pero en verdad es la forma natural y legal de formar una familia. Quiero que sepas, Ana, que sí deseé casarme, aunque la persona de quien yo estaba enamorada prefería no hacerlo. También es verdad que no ansiaba el matrimonio pensando en los hijos, sino en compartir mi vida con esa persona a quien quería. Y me hubiese casado aun con la certeza de no tener hijos.

Ana se sentía avergonzada de haber provocado aquella reacción en su tía, que a duras penas podía contener las lágrimas. Prefería que no le contara nada. No sabía cómo reaccionar. Lo normal sería preguntarle quién era la persona de quien estaba enamorada, pero no podía ser otra que Juan, pensó Ana, así que decidió guardar silencio. Elvira estaba a punto de derrumbarse. Sin quererlo, su sobrina había hurgado en la herida: nadie conocía la realidad de su vida. Solo su confesor, que, pese a lo que podría pensarse, la había apoyado cuando decidió tomar aquel camino. Aun siendo una postura asumida libremente y desde hacía unos cuantos años, a veces sentía la necesidad de desahogarse. Y en esta ocasión era su sobrina Ana, veinte años más joven, quien despertaba en ella ese deseo de sincerarse. Elvira era consciente de que hablar del tema le haría bien, pero temía el efecto que podría causarle a ella.

—Señoritas, creo que ya hemos llegado —les dijo Manuel.

—¿Podemos abrir nosotros la portilla y pasar o es necesario esperar? —quiso saber Elvira, que miraba por la ventanilla del coche.

—No hay nada que nos impida el paso. La portilla está abierta —afirmó el cochero después de haberlo comprobado.

—Creo que deberíamos tocar la campana para avisar —comentó Ana.

—¿Dónde está? No la veo —quiso saber Elvira.

—Allí —señaló Ana—, debajo de las ramas de aquel árbol.

La finca estaba rodeada de un pequeño muro con una portilla en la que habían colocado un cartel donde se anunciaba que era propiedad privada. En una especie de gran estaca, mástil o similar aparecía sujeta una campana, no muy visible en aquellos momentos por la frondosidad del árbol vecino.

—Si han colocado una campana, será para que la toquemos —opinó Elvira, y añadió—: Dele fuerte, Manuel.

El badajo golpeó con fuerza la campana, que de inmediato dio cuenta de sí.

—Tía Elvira, ¿crees que será esta la casa que perteneció a Ruscello?

—Seguro, ya verás. No te pongas nerviosa —le recomendó.

—Si es la que buscamos, estos señores tuvieron que comprársela a comienzos de 1871, que es cuando dejó de trabajar en la Escuela de Música —dijo Ana convencida.

—No precisamente. Una casa no se vende de hoy para mañana. Es probable que haya tardado más tiempo.

—Entonces perfecto, porque así podremos obtener algunos datos de su vida después de abandonar su trabajo —exclamó la joven muy contenta.

Llevaban varios metros recorridos y desde el camino general no se divisaba ninguna casa, claro que el terreno era pedregoso y con pequeñas elevaciones que impedían verlo en su totalidad. En él crecían toda clase de arbustos y plantas silvestres, preferentemente gamones. Además, era un trayecto muy zigzagueante y a la vuelta de una curva podían encontrarse con la vivienda que buscaban, como sucedió.

Se trataba de una casa grande de planta baja, rectangular y su edificación recordaba la de los cortijos andaluces. Estaba situada en una pequeñísima elevación, solo la separaban del camino cinco escalones.

Un criado les esperaba unos metros antes de la entrada y, muy solícito, acudió a abrir la puerta al tiempo que extendía su brazo para que se apoyaran en él.

—Muchas gracias —dijo Elvira antes de preguntar—: ¿Están los señores en casa?

—El señor no, pero sí se encuentran la señora y algunos de sus hijos. ¿A quién debo anunciar?

—A las señoritas Sandoval.

—Ahora mismo, pero pasen, por favor —les pidió mientras les franqueaba la puerta.

El entorno de la casa estaba muy cuidado. Y pegados a los muros del edificio y trepando por ellos se entremezclaban unos cuantos rosales. «Cuando estén en plenitud —pensó Ana—, ofrecerán una imagen maravillosa».

—¿Te imaginas la fragancia que respirarán al abrir las ventanas cuando estén en flor?

—Sí. Tiene que ser una delicia —contestó Elvira.

—Veo que les gustan mis rosales —manifestó la señora que sonriente se acercaba a ellas, para añadir—: Soy Teresa Muñoz de Sorribas. Por favor, no se queden en la puerta, pasen.

Era una mujer menuda, ni guapa ni fea, pero con un encanto especial que emanaba de su forma de expresarse. Su voz suave y melodiosa contribuía a ello, aunque sobre todo era su entonación la que cautivaba. Elvira tenía la sensación de que no era la primera vez que la veía.

Ana le explicó el motivo de su visita y el interés que tenían en localizar al antiguo propietario. Teresa, muy amable, les sugirió que se sentasen en el salón.

—Sentadas charlaremos mucho mejor. ¿Qué les puedo ofrecer?, ¿prefieren té, café o tal vez una limonada? —preguntó.

—No se moleste —dijeron al unísono tía y sobrina.

—Insistiré. Así que más les vale decidirse. Les recomiendo la limonada, es especialmente buena.

La limonada era buenísima y Teresa Muñoz, una persona realmente amable. Ana recordó que su padre siempre le decía que las personas bien educadas conseguían convertir en sencillo todo lo complicado, que sabían suavizar las situaciones.

—Cuando mis padres compraron esta casa, no entendí muy bien su interés. Me parecía espantoso aislarse en el campo, aunque solo fuese por unos días. Sin embargo, ahora me quedo sola aquí y de buena gana no me movería de este lugar al que adoro —dijo Teresa mirando en derredor.

—No está muy lejos de Madrid y eso siempre facilita los desplazamientos —apuntó Elvira.

—No, ya lo sé, lo que sucede es que nosotros vivimos en Sevilla. He nacido en Madrid y toda mi familia materna y paterna es madrileña, pero me casé con un sevillano y hace más de veinte años que resido en la capital andaluza. A la muerte de mis padres —siguió contando Teresa—, mis hermanos quisieron vender esta casa; yo me negué e hice todo tipo de concesiones en la herencia para poder quedarme con ella. Claro que a mi marido también le gusta este lugar. La verdad es que fue él quien decidió toda la remodelación a la que la sometimos.

Tanto Elvira como Ana entendían ahora el porqué de las reminiscencias andaluzas.

—¿Llegó usted a conocer al antiguo propietario? —preguntó la joven.

—No. Y mis padres tampoco.

—Me imagino que se verían cuando firmaron la escritura —tanteó Elvira.

—Pues la verdad es que no estoy segura, aunque creo recordar que la firmaron por separado. Algún viaje no les permitió coincidir o algo así… No sé qué pasó exactamente.

—Pero se la compraron a Bruno Ruscello, ¿verdad?

—Sí, sí, por supuesto. Tengo muy reciente su nombre porque he visto la escritura hace unos días. Siento no poder darles datos útiles al respecto, pero lo cierto es que yo nunca supe nada de él. Mis padres jamás nos hablaron de cómo habían descubierto la casa… o tal vez sí y yo no presté atención.

—¿Recuerda en qué año la compraron? —inquirió Ana.

—Sí. Fue en agosto de 1869 —afirmó segura Teresa.

Ana y Elvira se miraron un tanto desconcertadas. Se habían hecho a la idea de que la casa se habría vendido después de la desaparición de Ruscello, lo que les habría permitido concluir que no había muerto en el supuesto accidente del que muchos hablaban. Pero algo no encajaba en sus soñadas conjeturas. Ruscello había vendido la casa año y medio antes de desaparecer, con lo cual probablemente ya pensaba en irse.

Por primera vez en toda aquella historia, Ana llegó al convencimiento de que estaban perdiendo el tiempo. No tenía ninguna seguridad y además el abanico de posibilidades no dejaba de ampliarse con nuevos supuestos, complicándolo todo.

Elvira observó el desánimo pintado en la cara de su sobrina y trató de seguir mostrando interés al plantear nuevos interrogantes.

—Es posible que Bruno Ruscello vendiera la casa en agosto de 1869 —dijo— y siguiera viviendo durante un tiempo en ella tras acordarlo con su madre.

—Claro que pudo haber sucedido así, aunque no podría confirmárselo —respondió Teresa—. Mis padres empezaron a venir aquí en 1872, pero se pasaron bastante tiempo reformándola.

Ana recordó lo que les había dicho la hija de la viuda de Arguelles: el bibliotecario no había dejado nada de sus pertenencias. Era como si hubiese decidido su marcha, algo que no encajaba con un supuesto accidente, a no ser que este se produjera justo cuando se iba de Madrid. Pero en tal caso, ¿cuál era el objetivo de que ella descubriese aquel texto de la partitura? ¿Qué debía hacer? Desanimada, decidió no preguntar si el antiguo propietario había dejado alguna de sus pertenencias en la casa. Deseaba saberlo, pero estaba dispuesta a olvidarse de todo.

Se encontraban en un salón pequeñito, muy coqueto y romántico, pintado de rosa, con una mesa camilla vestida a juego con el tapizado de las sillas y unas mesitas auxiliares con figuritas.

—Este es uno de mis rincones preferidos. Lo he decorado para mí… Solo he conservado ese cuadro, que siempre me ha llamado la atención. Es tan hermosa la postura de la cabeza… —dijo Teresa.

El cuadro era más bien un esbozo, un dibujo a lápiz de una mujer de espaldas. Ana se volvió —estaba sentada justo debajo de él— y al mirarlo sintió una especie de escalofrío: aquella cabeza le recordaba la de la mujer que veía en sueños.

—Sí que es bonito —dijo dominando la emoción para preguntar—: Dice que lo ha conservado. ¿A quién pertenecía?

—En teoría al señor Ruscello. Estaba en la casa cuando mis padres la compraron, aunque tal vez no fuese suyo; siempre me sorprendió que hubiese dejado este y otros muchos cuadros interesantes aquí. Me resulta difícil aceptar que alguien pueda desprenderse de cuadros que uno mismo ha elegido, así que quizá no fueran suyos, sino de dueños anteriores.

—Este cuadro no está firmado, ¿verdad? —preguntó Elvira mientras se levantaba para verlo de cerca.

—Sí, sí lo está. Giovanni: la misma firma en unos cuantos. No sé por qué tengo la impresión de que el pintor o pintora, quién sabe, era alguien cercano a alguna de las familias que vivieron aquí.

—¿Qué la lleva a pensarlo? —quiso saber Ana.

—Pues algo muy sencillo: en muchos de los lienzos se reflejan paisajes de la zona. Si les parece, les enseño otros cuadros. Los hemos conservado casi todos. Además, quiero mostrarles el patio interior, que es lo más bonito de esta casa.

—Es verdad, el patio del tilo… Algo nos comentaron —terció Elvira.

—Precioso, ya verán.

Apenas habían dado cuatro pasos por un gran salón cuyas puertas estaban abiertas al patio interior, cuando Ana empezó a percibir un aroma: el mismo que recordaba de sus sueños. Tomó a Elvira de la mano y musitándole al oído, le dijo un tanto excitada:

—¿Te has dado cuenta de cómo huele? Este es el perfume.

—Sí. Es un aroma dulce, un tanto empalagoso pero agradable —respondió Elvira, que no tuvo necesidad de preguntar a Teresa porque esta apuntó:

—Se habrán dado cuenta del intenso olor que inunda todo. Es el tilo, que se encuentra en plena floración.

Era verdaderamente espectacular. Teresa, orgullosa, mostraba a sus invitadas aquel ejemplar centenario, cuajado de diminutas flores blancas, como si los copos de las pasadas nevadas invernales no se hubiesen querido separar de las hojas.

—¡Dios mío! —exclamó Ana—. Fíjate en las hojas.

Ya se había dado cuenta: las hojas eran idénticas a las que la joven había dibujado en su cuaderno sin ser consciente de ello… Y quizá fuese fruto del azar, pero por primera vez Elvira Sandoval se dijo que el bibliotecario de la Escuela de Música, Bruno Ruscello, antiguo propietario de la casa, tenía algo que ver en aquella historia que atormentaba a su sobrina.