XIII

No había estado más de quince días fuera de Madrid, pero para Ana era como si hubiese transcurrido mucho más tiempo, se notaba distinta. Su vida cotidiana al lado de los suyos le parecía carente de interés, anodina. Se le iluminaba el rostro cuando pensaba en su estancia en la Toscana. El recuerdo de la visita a Bagno Vignoni la hacía sentirse diferente y la posibilidad de volver inundaba su espíritu de fuerza. Desde entonces había soñado muchas veces con aquel pueblo mágico y siempre lamentaba despertarse. Solo el nombre de Renato era capaz de hacer sonar mil campanillas en su interior. ¿Tal vez se estaba enamorando?

La última noche que pasaron juntos estuvieron en el restaurante hasta que les dijeron que iban a cerrar. Hablaron mucho de Elsa y de su gran amor. Para Ana era muy difícil entender cómo se podía alimentar una pasión tan profunda a través del tiempo; sin embargo, Renato sí creía en ese sentimiento y había tratado de explicárselo. Según él, siempre que no existiera rechazo de una de las dos partes, el amor entre ellas podía mantenerse aunque una hubiera muerto o fuera inaccesible. En opinión de Ana, eso era vivir de ilusiones.

—Un amor así solo existe en la imaginación, Renato.

—Sí, aunque a efectos prácticos funciona a la perfección. Me explicaré: imagínese que usted se ha enamorado de un profesor mayor que corresponde a sus sentimientos con la misma intensidad. Él muere y usted decide seguir amándole. A partir de ese instante vivirá del recuerdo. Y eso no quiere decir que dicho sentimiento no se convierta en el motor de su energía, del que disfruta en los momentos de soledad. Son muy pocas las personas que pueden adoptar un comportamiento de este tipo. Lucrecia… Elsa… era una de ellas. Yo soy testigo de que su amor por Bruno le daba fuerzas para seguir viviendo.

Ana se ruborizó al recordar la última conversación que mantuvo con Renato. No estaba acostumbrada a tomar vino y se había comportado de forma impertinente al preguntarle si él podría amar a otra mujer.

—Lo dice usted porque Elsa no me aceptó, ¿verdad?

—Sí, y también para comprobar si pudiera existir alguna posibilidad…

—No se muestre usted como una chiquilla caprichosa. Seguro que dentro de tres meses me habrá olvidado. Piense que cuando usted tenga cuarenta años, yo seré un viejecito de sesenta, pero iré a verla a Viena o a cualquier otra ciudad en la que actúe.

No pudo evitar sonreír al recordar esas palabras. Ana no sabía qué le estaba pasando. ¿Ansiaba sustituir a Elsa en el corazón de Renato? Era la primera vez que se planteaba su posible interés por aquel hombre que podría ser su padre. Lo que Ana tenía muy claro era que no podía conformarse con un amor mediocre. Había empezado a leer Madame Bovary, y no se convertiría nunca en una Emma más de las muchas que se han visto obligadas a hacer frente a un aburrimiento destructivo. Hablaría con Santiago.

Una vez hubo puesto un poco de orden en su caos emocional, Ana empezó a pergeñar la estrategia que habría de seguir para intentar llegar a Bruno Ruscello, y se dio cuenta de que era muy poco lo que podía hacer. Toda su actividad iba a resumirse, ahora que conocía la identidad de las personas que buscaba, en regresar a la Escuela de Música para recabar información más precisa y en escribir a Inés Mancebo con el fin de preguntarle por la carta que Elsa le había enviado.

Consultó la hora en el reloj de la pared y comprobó que aún le quedaba tiempo. Podía escribir a Victoria Bertoli y a Inés. Así le enseñaría la carta a su tía, a la que pensaba ir a ver sobre las cinco.

—Dios mío, estás preciosa —exclamó Elvira abrazándola con auténtica emoción—. ¿Qué ha pasado en el viaje que te ha iluminado de esta forma? ¿Localizaste a Elsa Bravo en Pienza o era todo una falsedad, un invento del hombre que te propuso que le acompañases?

Muy risueña y feliz de encontrarse a su lado, Ana miraba a su tía. Estaba más delgada y tenía un rictus de preocupación que no le pasó desapercibido porque la conocía muy bien. Tiempo tendría de preguntarle qué le pasaba…

—¿Tú sabías que mi padre estuvo enamorado de Elsa? —preguntó Ana casi a bocajarro.

Elvira nunca había escuchado nada referido a ese tema en conversaciones familiares, pero sí tenía conocimiento de que a Pablo le sucedió algo en la Escuela de lo que quería olvidarse para siempre. La joven seguía hablando.

—¿Y que la intérprete del Capricho 24 que papá escuchaba continuamente era ella, Elsa Bravo?

—¿Te lo dijo Elsa? —preguntó Elvira sorprendida.

—No, Elsa murió hace unos meses. Calculo que más o menos cuando papá. Todas nuestras suposiciones eran ciertas. Elsa Bravo pasó en Pienza los últimos años de su vida. Fue ella quien escribió el texto de la partitura y dejó una especie de diario que yo he leído con admiración y respeto… En él cuenta las razones que la llevaron a irse de Madrid.

Elvira escuchaba emocionada y cuando su sobrina aludió al asesinato del hermano de Elsa, la interrumpió para decirle:

—Por eso Pablo se enfadaba tanto cuando escuchaba los comentarios sobre el atentado del general Prim. ¿Cómo iba a permanecer impasible conociendo de primera mano tantas cosas?

—¿Crees que papá sabía de la participación de Ernesto Bravo en el complot para asesinar a Prim?

—Estoy segura. Tú misma, al leer la tarjeta que tu padre guardaba junto con el fonógrafo, has comprobado que eran amigos. El hermano de Elsa fue uno de los que murieron asesinados en el extranjero para que nunca pudiera hablar.

—Tía Elvira, ¿crees que algún día se sabrá la verdad de lo sucedido?

—Es muy probable que no, porque siempre habrá distintas versiones y muchos han elaborado la propia. Suele suceder con los casos importantes que se han dado en la Historia y que no se han aclarado, dejando abierto el camino a todo tipo de especulaciones. Pero sigue contándome más cosas del diario —pidió Elvira.

Ana prosiguió con un exhaustivo relato en el que no omitió ningún detalle, tampoco sobre su estancia en la Toscana y la impresión que le había producido Renato Brascciano. Elvira creyó comprender entonces la razón de aquella luz interior y sintió envidia por no haber disfrutado ella de vivencias semejantes.

—Qué suerte, Ana. No sabes cuánto daría por tener una experiencia como la tuya.

—Pero, tía, tú has viajado por toda Europa.

—Sí, pero nunca abierta a lo nuevo. Llevaba mi mundo, mis amigos incorporados… ¡y eso era maravilloso!, aunque no dejaba de ser un muro que me impedía sumergirme con libertad y en soledad en nuevas experiencias. No he sabido abrir nuevas sendas en mi vida y ahora lo lamento. Me aferré a un imposible y por eso me encuentro vacía.

Resultaba evidente que el estado de ánimo de Elvira no era bueno y Ana imaginó que su tía atravesaba una crisis. Nunca la había visto así. Pensó que tal vez lograra hacerla reaccionar si se centraba en rebatir sus argumentos.

—Sé a qué imposible te refieres y no estoy en absoluto de acuerdo contigo. Te aferraste a él porque eso era lo que querías. Tía Elvira, ¿no has sido feliz en los atardeceres de Capri? ¿No has llorado ante la tumba de Shelley en Roma? ¿No has disfrutado en el teatro San Cario de Nápoles?

—Sí, pero podía haberlo hecho de otra manera.

—No, tía, Juan era la persona con la que deseabas estar. Ahora crees que te has equivocado y puede que sea así, mas ello no debe hacerte sufrir porque tú tomaste la decisión libremente. Dime, ¿qué ha pasado? Antes de irme trataste de convencerme de que tu amor por Juan era inquebrantable y habías decidido unir vuestros destinos respetándoos el uno al otro.

—Eso creía yo —afirmó Elvira pesarosa—, pero me he estado engañando todo este tiempo.

—¿No le quieres?

—Mi cariño sigue siendo el mismo.

—¿Entonces?

—Ha sucedido algo que me ha abierto los ojos.

—Y a mí, que vuestro amor me recordaba al de Elsa por Bruno: un amor eterno, un amor que permanece vivo en el tiempo a pesar de la distancia o incluso de la muerte.

—No te has equivocado, querida Ana. Si Juan hubiera muerto o estuviera muy lejos, me resultaría mucho más fácil seguir amándole.

—¿Por qué dices eso?

—Porque en ese amor maravilloso del que hablas no interfiere la realidad. Ese amor se alimenta del recuerdo, de la ilusión… Pero en el mío sí ha tomado cuerpo «el día a día», y esa realidad hace tanto daño…

Ana recordó el análisis que Renato le había hecho sobre el amor y se dio cuenta de lo acertada que era su apreciación. Miró a su tía con cariño y lamentó que estuviese pasándolo mal. No iba a preguntarle nada más sobre aquel tema, aunque tampoco hizo falta: tras una breve pausa, Elvira retomó la palabra.

—Todo empezó la noche antes de irte de viaje. Me enteré por Gálvez de que Juan acudía muchas noches con un grupo de amigos a tomarse unas copas al Levante. El asunto no tendría mayor importancia, pero todos eran homosexuales, algo que no debería sorprenderme. Aun así fui incapaz de asimilarlo. No podía dejar de pensar en lo imaginable y hablé con él.

—¿Y qué pasó?

—Nada. Me dijo que él nunca me había engañado. Su condición sexual era la que era y las posibles relaciones que pudiese tener no iban a influir en el inmenso cariño que sentía por mí. ¿Entiendes mi frustración?

—Sí, lo que no comprendo es por qué no te diste cuenta antes.

—Muy sencillo: me engañaba a mí misma. Pensaba que si yo era capaz de renunciar a unos hijos, a un matrimonio, a todo tipo de relación con otros hombres, él haría lo mismo. Sin embargo, no es así.

—¿Qué vas a hacer?

—No lo sé. Ya no puedo tener hijos, ni formar una familia. Es demasiado tarde.

—Nunca es tarde para encontrar a esa persona que dé un vuelco a tu vida, que abra una ventana por la que entren atardeceres reales y no soñados como hasta ahora. Una ventana que tú considerabas cerrada para siempre. Tía Elvira, ¿serías capaz de enamorarte de otra persona que no fuera Juan? —le preguntó Ana sin ningún tipo de rodeos.

—Me gusta eso de abrir una ventana a otros atardeceres, suena muy bien.

—Sí, pero no has contestado a mi pregunta —insistió.

—Yo creo que sí, aunque no quiero hacerle daño a Juan.

—Piensa en ti, tía Elvira, a veces es conveniente quererse un poco. Por cierto —le preguntó Ana—, ¿qué sabes de Gálvez? Sería interesante que hablara con él ahora que tengo la certeza de quiénes son los protagonistas de la historia. También podría preguntarle por mi padre. Es fácil que lo conociera.

—Vendrá dentro de un rato a buscarme. Iremos juntos al teatro.

Ana no comentó nada, pero tuvo la seguridad de que Gálvez no era ajeno a la situación emocional que atravesaba su tía. Elvira no tuvo reparos en seguir hablando del tema.

—¿Sabes? Salgo con él con mucha frecuencia.

—Lo desconocía, aunque no me sorprende —dijo Ana con la sinceridad que la caracterizaba—. Creo que él ha sido un revulsivo para ti y, en cierta forma, la causa de que te replantees tu relación con Juan.

—Es verdad. Jamás podría imaginarme que a mis años, y enamorada como estoy de Juan, alguien pudiera despertar en mí ilusiones propias de la juventud.

—Eso es estupendo, tía Elvira.

—Sí, no está nada mal. Lo que sucede es que me pilla un poco mayor —comentó riéndose—. No se lo he contado a nadie, pero además de mi sobrina, tú eres mi amiga del alma y sé que me entiendes.

Ana tomó las manos de su tía, en un intento de darle fuerza, de decirle sin palabras que no se equivocaba, que siempre estaría a su lado. Elvira la miró con cariño y siguió hablando…

—Gálvez ha obrado el milagro. De repente me he dado cuenta de que la sexualidad sigue existiendo. De que disfruto observando cómo es la mirada de un hombre que te admira y desea. Presto más atención a mi arreglo personal, y pienso que debe de ser muy agradable tener a alguien querido cerca de ti por las noches. Te confieso que Gálvez me ha conquistado. Es una persona culta, simpática, que ama la música como yo, que me hace la vida más agradable y no me gustaría pedirle que dejemos de vernos.

—¿Por qué tendrías que hacerlo? —quiso saber Ana.

—Porque amo a Juan.

—Pero quien te hace feliz es Gálvez.

—Sí, pero si Juan me necesita…

Ana no quería hacerle daño a su tía, pero no iba a traicionarse.

—Tía Elvira, podrás atender las necesidades de Juan aunque estés casada con Gálvez.

—Entonces ¿tú consideras que debería hablar con los dos?

—Si estás segura de tu cariño por Gálvez, hazlo. Creo que Juan lo entenderá —siguió diciendo Ana— y en cierta medida se sentirá feliz de ver que tú lo eres. En cuanto a Gálvez, lo conozco menos y aunque es posible que a veces le ataquen los celos, podrá superarlos si conoce la situación de antemano.

—Ana, meditaré tus consejos y te contaré. ¿No te apetece acompañarnos al teatro?

—Prefiero volver a casa. He quedado con mamá y unas amigas suyas para hablarles de la Toscana.

—Cuánto me alegro de que las relaciones con tu madre hayan mejorado —exclamó Elvira—. Pero cuéntame, ¿qué piensas hacer para dar con Bruno Ruscello?

Ana le enumeró las pocas posibilidades con las que contaba y le leyó la carta que había escrito a Inés Mancebo.

—Casi no dispongo de ninguna pista que pueda seguir, pero confío en que algo sucederá.

—¿Crees que tendrás respuesta de esa mujer?

—Puede que sí, aunque solo sea para decirme que nunca recibió ninguna carta de Elsa.

—Esa señora no te gusta, ¿verdad?

—No es que no me agrade, lo que sucede es que desde el primer día tuve la sensación de que ni me decía toda la verdad ni deseaba hablar conmigo —confesó Ana—. Si no me contesta a la carta, viajaré a Córdoba para verla. No pienso aceptar el silencio.

Elvira observaba a su sobrina y le parecía otra persona, mucho más madura y segura de sí misma. No pudo evitar contemplar la pulsera etrusca que llevaba puesta y sobre la que ya le había hablado.

—¿No te la quitas nunca? —le preguntó de repente.

—Sí, pero la llevo mucho porque me gusta sentirla cerca.

—Y me decías que Elsa tenía otra igual.

—Exacto, y también se la regaló alguien en Roma.

—¿No has pensado que tal vez sea el distintivo de los miembros de una sociedad secreta?

—Y tan secreta que no la conozco —rio Ana.

—Déjame ver.

—Desabróchala tú misma —le dijo la joven a la vez que extendía el brazo. Elvira la observaba muy interesada.

—Me gustaría conocer la opinión de un joyero amigo mío. ¿Qué te parece si le hacemos una visita?

—Cuando quieras, pero ¿qué es lo que tanto te intriga de esta pulsera? —preguntó Ana mientras se la colocaba de nuevo en la muñeca.

—Toda ella, aunque sobre todo me sorprenden la amatista y el coral. Es una combinación extraña.

—Perdón —dijo María entreabriendo la puerta—. El señor Gálvez ha llegado.

—Dígale que pase.

Ana no daba crédito a lo que veía: Fernando Gálvez se había convertido en un señor elegantísimo. El cabello blanco y lacio estaba tan cuidado que podrían utilizarlo como anuncio de cualquier champú.

—Mi querida Ana, ¡qué alegría! Hace cinco minutos que me he despedido de Santiago y no sabía que usted estuviera en Madrid.

—Llegué ayer muy tarde y no tuve tiempo de avisar a nadie… Le ruego que si vuelve a encontrarse con Santiago, le diga que ya estoy aquí. Mañana intentaré localizarlo.

—¿Y cómo le fue la investigación?

Ana no recordaba haberle dicho nada sobre el objetivo de su viaje a Roma, aunque no le dio importancia, seguro que Elvira le había hecho algún comentario.

—Bastante bien —respondió—. Pídale a mi tía que se lo cuente, ya hablaremos mañana o pasado.

—¿Por qué no te animas y vienes con nosotros? —insistió Elvira.

—Ya te he dicho que me esperan en casa, y además quiero que esta misma noche salga la carta para Córdoba.

Inés Mancebo no tenía un buen día. Se había levantado de mal humor y además le molestaba muchísimo olvidarse de algo. Sabía que debía traer a la tienda un pequeño paquete para que su marido, Luis, lo llevara a casa de su amiga camino del médico. La noche anterior lo había dejado en la consola de la entrada para verlo por fuerza al salir y así evitar un posible olvido, pero ni con esas. De todos modos, tampoco es que aquello le originase un gran trastorno: a Luis le bastaría con salir media hora antes, podía pasar por casa a recoger el paquete y todo solucionado.

En el fondo, Inés sabía que no era eso lo que la tenía de tan mal humor: lo que de verdad le molestaba era no poder acompañar a su marido al médico. No entendía por qué el doctor, que siempre los había recibido fuera del horario comercial, no encontró aquel día más hora para ver a Luis que las doce del mediodía.

Podían haber cerrado, aunque no debían hacerlo. Inés Mancebo y su esposo Luis Pérez tenían una pequeña tienda de regalos y objetos de papelería en la zona antigua de Córdoba, que abrieron después de su boda al poco de instalarse en la ciudad. Los dos se ocupaban del negocio, aunque era ella quien llevaba las riendas de todo no por ser más joven —era unos doce años menor que su marido, que estaba estupendo—, sino por su carácter dominante y protector. No tenían hijos e Inés volcaba todo su afecto maternal en él. Luis Pérez era un hombre tranquilo y se podría afirmar que formaban una pareja bien avenida. Su marido se acercó a ella y dándole un beso dijo:

—Inés, me voy. ¿Dónde me has dicho que está el paquete?

—En la consola de la entrada.

—Muy bien. Adiós.

—¡Espera! Imagino que no tardarás mucho con el médico. Lo mejor será que me quede aquí después de cerrar.

—No creo que me dé tiempo a volver por la tienda. Prefiero que me esperes en casa.

A veces, Luis se sentía un poco agobiado. Inés lo hacía por cariño, pero intentaba controlar todos sus pasos. Su círculo de amistades era más bien reducido y a todos tenía que darles ella el visto bueno. Él lo llevaba con paciencia y con relativa frecuencia se escapaba a charlar con Justo, el barbero; eso era lo que pensaba hacer hoy mismo. La consulta con el doctor era un puro trámite, un resfriado fácil de diagnosticar. En eso sí tenía razón Inés, que siempre le reprendía por no enterarse de esas corrientes de aire que si te pillan te dejan su huella…, pero el calor de Córdoba a menudo resultaba insoportable y más que molestar, las corrientes se convertían en un alivio.

Luis recogió el paquete para la amiga de su mujer. Lo cierto era que no entendía el interés de Inés en que lo recibieran de inmediato, pues se trataba de unas invitaciones de boda y faltaban más de tres meses para la celebración, pero en fin, cosas de Inés y mejor no llevarle la contraria.

En la acera se encontró con el cartero.

—Don Luis, tengo una carta para su señora, ¿se la entrego a usted?

—Déjeme ver el remite —pidió Luis, que leyó: «Ana Sandoval, Almagro, 36, Madrid».

No le decía nada aquel nombre, pero una especie de escalofrío le recorrió de arriba abajo. «Me ha debido de subir la fiebre», se dijo. No dejaba de ser raro. Ellos nunca recibían cartas, jamás… Miró de nuevo el remitente y se la devolvió al cartero tras pedirle que la introdujera por debajo de la puerta, ya que no había nadie en casa.

Los deseos de Luis no se cumplieron, porque cuando iba a entrar a ver al doctor llegaron unos pacientes con un accidentado y tuvo que esperar a que le curara. De regreso a casa no pudo evitar el pensar en la poca libertad de la que disponía. ¿Desde cuándo Inés lo decidía todo por él? «Desde siempre», tuvo que admitir, y él tenía mucha culpa por no haber sabido imponerse, claro que después de la enfermedad necesitaba apoyarse en ella. Se portó tan bien… Luego estaban los celos: Inés sufría solo de pensar que él pudiese mirar a otras mujeres. No podía sonreír a ninguna clienta, porque si su esposa lo presenciaba le sometía a un juicio sumarísimo.

Aunque no daba mayor importancia a la carta, debía reconocer que desde que la había visto, tanto la palabra «Sandoval» como «Almagro» no se alejaban de su mente y no alcanzaba a comprender la razón por la que un apellido y una calle provocaban en él una reacción de vacío y lejanía. En cuanto llegase a casa se enteraría.

Nada más sentir la llave en la puerta, Inés se tranquilizó. Podía considerarse una persona con suerte: la posibilidad de que Luis hubiese llegado primero a casa y hubiese encontrado la carta la hacía temblar. Bien es cierto que venía a su nombre y siempre podría mentirle sobre el contenido, pero mucho mejor así. No sabía si sería capaz de disimular la inquietud que sentía. «¿Cómo habrá conseguido mi dirección?». Pensar que alguien pudiera haberla seguido la ponía histérica. Esa misma tarde contestaría y le pediría a aquella pesada que se olvidase de ella para siempre.

—Hola, cariño —dijo Inés con la mejor de sus sonrisas y el amor pintado en la cara—. ¿Qué te ha dicho el médico?

—Nada, un simple resfriado. Me ha recetado unas pastillas.

—¿Pudiste entregar las tarjetas?

—Sí, se las di a tu amiga.

Luis era incapaz de discernir en qué consistía el cambio, pero algo le pasaba a su esposa. Como quien no se interesa nada y lo hace por mero formulismo, preguntó:

—¿De quién era la carta que han traído esta mañana?

—¿Carta? —exclamó Inés simulando sorpresa—. No he recibido ninguna carta. ¿Por qué me lo preguntas?

Iba a decirle que el propio cartero se la había enseñado y que él había leído el remite, pero, por alguna razón que desconocía, optó por mentir.

—Se habrá equivocado. Me lo dijo la vecina del segundo, que creía que el cartero se dirigía a nuestra casa, pero habrá ido a otro sitio. Ya me sorprendía a mí que alguien nos escribiera.

—¿Has estado con Justo? —le preguntó Inés en un intento de desviar el tema.

—No. El doctor me recibió muy tarde y ya no me dio tiempo.

Inés no estaba segura de haber actuado de forma inteligente. Tal vez si hubiera inventado una historia sobre la persona que le había escrito, Luis se quedaría tan tranquilo. Sin embargo, ahora podría darse cuenta de que le mentía. Aun así se tranquilizó al observar el aspecto de su esposo: parecía haberse olvidado del tema.

Al día siguiente ninguno de los dos había dejado de pensar en la carta, aunque entre ellos era como si nunca hubiese existido.

Juntos se fueron a abrir la tienda, algo infrecuente en Inés, qué siempre llegaba más tarde: aquella mañana no quería dejar solo a Luis ni un minuto. Juntos habían regresado a casa y ahora en la sobremesa, ella dudaba si acudir a la cita semanal que mantenía con sus amigas en la cafetería cercana a la iglesia de San Pablo o volver a la tienda con Luis.

—No he podido avisarlas y temo que se preocupen si ven que no llego —comentó pesarosa.

—Yo creo que debes irte tranquila. Ya sabes que me las arreglo muy bien. Lo que puedes hacer es dejar a tus amigas un poco antes y pasar a recogerme, así volvemos juntos.

—Una idea estupenda, eso haré.

Luis respiró satisfecho. Por fin iba a quedarse solo.

Mientras se arreglaba, Inés seguía pensando en lo mismo y en la posibilidad de contarle a Luis que sí había llegado una carta, pero que sin darse cuenta la había metido en el bolso y como tenía tantas cosas en la cabeza, se le olvidó que la había guardado allí.

Se sonrió pensando en lo acertado de su argumento y decidió que aquella tarde, cuando volvieran juntos a casa, se lo contaría.

—Cariño —llamó Inés desde la puerta de la habitación—, me voy. Sobre las seis pasaré por la tienda.

—No te apures, ya sabes que estaré allí hasta las siete y media.

—Ya, ya lo sé, pero así te hago compañía.

No había pisado el portal y Luis, con toda la celeridad de que era capaz, ya estaba sacando una pequeña maleta en la que introdujo ropa interior, alguna camisa y útiles de arreglo personal. Buscó una libreta y en la primera hoja escribió:

No te preocupes. Estaré fuera tres o cuatro días. Necesito pensar. Un abrazo.

Te quiero,

Luis

Cerró la puerta con energía, y bajó las escaleras casi corriendo.

Antes de decidirse, lo había pensado mucho: no podía seguir con una incertidumbre e inquietud que no le dejaban vivir. Aunque aquellos nombres producían en su cabeza un efecto extraño, lo más grave era que su mujer le había mentido. ¿Qué podía contener la carta para negar su existencia? ¿Cuántas veces le habría engañado? ¿Tendría un amante? Seguro que esta no era la primera carta que recibía.

Caminó con paso firme hacia la estación. Debía tomar el primer tren a Madrid.