III

El aspecto del salón principal de la casa de Elvira era soberbio. A pesar de que oficialmente estaba de luto por la muerte de su hermano, había querido mantener el tradicional encuentro con sus conocidos y amigos. Organizaba tres fiestas anuales. Esta de ahora era la destinada a darle la bienvenida al nuevo año. La segunda —en opinión de la organizadora— no perseguía más que un objetivo: abandonarse en manos de la primavera, y para la ocasión era preceptivo llevar atuendos relacionados con esta estación. La tercera solía ser a la vuelta de las vacaciones de verano y tenía carácter benéfico: normalmente se sorteaba un cuadro de su amigo Juan —que era un afamado pintor— y lo recaudado se destinaba a obras de caridad.

En esa ocasión, la muerte de Pablo había empujado a Elvira a buscar un tono más austero: si no una fiesta, se podría hablar de un cóctel, ya que se había suprimido la música, el baile y otras manifestaciones lúdicas, limitándose a reunir a un grupo de amigos a los que ni siquiera se les había exigido vestir de etiqueta. Aun así, la mayoría de las señoras aparecían hermosísimas con sus elegantes vestidos y joyas espectaculares.

Mientras observaba el atuendo de sus invitadas, Elvira pensó que cualquiera que las hubiese visto entrar en su casa creería que iban a asistir a una fiesta de renombre y se preguntó si había hecho bien en seguir adelante con la tradicional reunión de inicio de año. No le importaba lo que dijeran de sus costumbres, pero le disgustaba la sospecha de que alguno de los no invitados comentaría antes o después lo inapropiado de no guardar un luto estricto tras la muerte de su hermano. A Elvira le hubiera gustado vivir en otra sociedad más auténtica que la suya. Estaba harta de tanta hipocresía. Pero era una cobarde y no se había atrevido a dejar de lado la mayoría de las imposiciones establecidas como buenas y correctas. Algunas veces, como ahora, se permitía romper algún que otro molde; era una forma de sentirse viva.

La tía de Ana era la anfitriona perfecta, en eso estaban de acuerdo quienes algún día tuvieron la suerte de ser invitados a su casa. Aquella noche ya habían llegado todos. Solía enviar unas noventa invitaciones, contando con que al final asistirían en torno a sesenta personas porque siempre surgían contratiempos. En esta ocasión, el número de ausencias era inferior y alrededor de setenta invitados llenaban los distintos salones.

Cualquier tipo de velada organizada por Elvira resultaba interesante, sobre todo por la variedad de asistentes, aunque siempre sucedía lo mismo: en la primera media hora se mezclaban todos, pero según iban pasando los minutos, los hombres formaban sus corrillos y lo mismo hacían las mujeres. Solo el grupo de amigos íntimos de Elvira permanecían mezclados entre ellos —tres hombres y cuatro mujeres—. No era inusual que según avanzase la velada los ojos del resto se fuesen volviendo hacia este pequeño círculo, atrapados en lo extraño de su comportamiento.

Elvira se sorprendió al ver que Ana se encontraba con ellos y escuchaba muy atenta lo que decía un conocido catedrático de Historia a su amigo Juan.

—La pena es que en esas declaraciones, de las que se hace eco Morayta en su reciente Historia de España, el tal Ramón Martínez Pedregosa no desvele quiénes les pagaron para irse al extranjero después de participar, como asegura, en el asesinato del general Prim.

—Lo extraño es que ese Pedregosa falleciera de muerte natural. Lo más probable es que no tuviese nada que ver con el asesinato —dijo Juan.

—Es probable. Lo cierto es que nunca sabremos la verdad —concluyó el catedrático con cierta resignación.

—Quién sabe, es posible que alguno de los que intervinieron en el asesinato se atreva a desvelar la verdad y así conozcamos la identidad de quienes les encargaron el crimen.

Era Juan quien había manifestado esta opinión.

—No lo harán. —Elvira no salía de su asombro al escuchar a su sobrina, que muy seria intervenía ahora en la conversación—. Es imposible porque los han ido matando a todos. A los que de verdad podían hablar, ya se ocuparon de silenciarlos.

Pero ¿qué sabía Ana de todo aquello? «Tal vez ha leído algún libro sobre el asesinato del general Prim —se dijo Elvira—, aunque no imaginaba a mi sobrina interesada por estos temas».

El profesor tomó la palabra.

—Querida señorita, no lamento en absoluto la muerte de toda esa gentuza que en realidad no eran más que asesinos a sueldo.

—Seguro que tiene usted razón, profesor —replicó Ana—, pero los verdaderos culpables, los que lo organizaron todo, los que decidieron acabar con la vida de Prim, siguieron disfrutando aquí de la misma situación de poder sin que nadie les pidiera cuentas de lo que habían hecho.

—Nunca se encontraron pruebas para confirmar eso que usted apunta —matizó el profesor.

—¿No se encontraron o no se buscaron? —interpeló ella, que aparecía totalmente acalorada, como fuera de sí, para añadir acto seguido—: ¿No recuerda lo que la viuda del general asesinado le dijo al rey Amadeo de Saboya?

Elvira observó la copa de su sobrina; estaba medio vacía, pero comprobó con alivio que bebía limonada. Después se giró hacia su amigo Juan, interrogándole con la mirada y pidiéndole ayuda para que diese por terminada aquella conversación. Necesitaba averiguar qué le estaba sucediendo a Ana. Él, tan receptivo como siempre, captó en el acto el mensaje de su amiga y dijo desenfadadamente:

—Perdón, profesor, ¿qué le parece si suspendemos de momento esta charla? Sé que Elvira está deseando mostrarnos su última adquisición, ¿no es así, querida? —le preguntó mientras tomaba una de sus manos.

Elvira, que se había incorporado al grupo, asintió con una sonrisa.

—Me da un poco de apuro, aunque la verdad es que me apetece mucho que lo veáis. Os aseguro que es la mejor obra que ha salido de las manos de Juan.

Antes de que ninguno de los amigos de Elvira dijera nada, fue el profesor quien intervino.

—Querido Juan, no sabía que fueras tan presumido. Vayamos a ver tu obra de arte. Tiempo tendremos para seguir charlando.

Entre risas, se disponían a abandonar el salón cuando Elvira se fijó en su sobrina, que permanecía sentada ajena a todo.

—Ana, ¿no te apetece verlo?

—¿Qué es lo que tengo que ver? —respondió ella un tanto sorprendida.

—No me digas que no has escuchado la propuesta que acaba de haceros Juan para ir a ver el cuadro que me ha regalado.

—Pues la verdad es que no.

—¡Pero si estabas aquí! Si discutías acaloradamente con el profesor sobre los asesinos de Prim —argumentó Elvira un poco enfadada.

—¿Yo? Imposible —replicó Ana—. Sabes que a mí la política… Seguro que te has confundido.

—No, eras tú, y parecías de lo más enterada.

—Que no, tía, créeme —insistió ella—. No he participado en ninguna conversación. La verdad es que no sé ni de lo que hablaban. Estoy bastante cansada, ¿en qué salón estará Enrique?

Ana parecía sincera, pero Elvira habría jurado que la había oído… Tenía que estar mintiendo. Aunque era cierto que su sobrina se había expresado de una forma poco habitual en ella, como si fuera otra persona. «Algo extraño le está sucediendo», pensó, y preocupada le propuso que se quedara aquella noche con ella para que pudiesen hablar con calma y sin que nadie las molestase.

—Ahora voy a buscar a Enrique. Tengo que decirle algo. Avisaré a mamá y me quedaré contigo. Creo que podrás aclararme muchas cosas que, según tú, me han sucedido esta tarde —dijo Ana, irónica, mientras abandonaba el salón.

Era consciente de que no tenía que haber acudido a casa de su tía. No se encontraba bien; no es que estuviese enferma, era su cabeza la que no conseguía centrarse. Tendría que hacer algo, no podía permanecer más tiempo dándole vueltas a lo que le había pasado en Biarritz, a las hojas pintadas en su libreta, al texto en la partitura de los Caprichos… Al principio había creído poder dominarlo porque confiaba en que fuera su inconsciente, pero aquel texto en la carpeta de las partituras constituía la prueba de que sus extrañas experiencias respondían a alguna fuerza que precisamente la había empujado hacia ellas. Ana se desesperaba al no ser capaz de llegar a ninguna conclusión.

Dos días después de toparse con las anotaciones en los Caprichos, volvió a la biblioteca y utilizando la excusa de que había perdido una tarjeta con unos apuntes importantes, le rogó a la señorita Belmonte que le permitiera ver otra vez las partituras por si se hubiese quedado en la carpeta.

Disimulando a duras penas el nerviosismo, la había abierto con la esperanza de no encontrar el mensaje; deseaba que el texto hubiera desaparecido, bien porque el destinatario lo borrara o porque todo hubiese sido fruto de su imaginación. Ana prefería creer que sufría ciertas alucinaciones antes que ser consciente de que algo extraño le estaba sucediendo.

Pronto se desvaneció su ilusión; allí seguía el texto.

Sin dudarlo ni un segundo, se dirigió a la copista.

—Señorita Belmonte, ya he terminado. Desgraciadamente, la tarjeta no está, pero mire —dijo mientras le acercaba la carpeta de las partituras—, fíjese, aquí hay algo escrito y lo cierto es que el pasado día ni me di cuenta.

—Déjeme ver —pidió la copista mientras tomaba las partituras en sus manos. Después de leer el texto y mirarlo con detenimiento, afirmó muy convencida—: Estoy segura de que es una broma, un juego que no ha encontrado el eco deseado. No tiene ninguna importancia. Ahora mismo voy a borrarlo —añadió resuelta.

—Por favor, no lo haga —le suplicó Ana—. ¿Y si no es un juego?

—Sea lo que sea, una partitura no es lugar para enviar mensajes —concluyó la señorita Belmonte a la vez que borraba enérgicamente aquellas líneas.

Una profunda desazón invadió el espíritu de Ana, que salió de la biblioteca con paso inseguro. Era tal el desgarro interior que sentía que tuvo que buscar asiento y permanecer durante unos minutos con la cabeza reclinada entre las manos mientras las lágrimas resbalaban mansamente por sus mejillas.

Desde ese momento, Ana fue consciente de que lo que le estaba sucediendo se escapaba a su control. Se dijo que tal vez se estaba volviendo loca, pero tenía un testigo de que el texto de las partituras no era ningún invento. Lo cierto era que desde hacía unos días notaba que en algunos momentos se quedaba como ausente —lo mismo que, según su tía, le había sucedido hacía unos segundos—. ¿Era posible que ella hubiese opinado del asesinato de Prim? No podía seguir así, tenía que contárselo a alguien.

«Tal vez lo mejor sea desahogarme esta noche con Elvira —se dijo—. Seguro que ella es capaz de ofrecerme ese sosiego que tanto necesito».

—Te estaba buscando, ¿dónde te habías metido? —Enrique se acercaba a ella con cierto gesto de enfado. Ana le miró y respondió muy seria.

—Lo mismo te pregunto yo. También llevo varios minutos buscándote, ¿con quién estabas?

—Pues con el grupo de siempre. Algo que no has hecho tú porque todas tus amigas me han dicho que no has querido saber nada de ellas.

La verdad era que Ana no sabía muy bien por qué no se había unido a sus amigas, pero prefirió no decírselo a Enrique y se limitó a contarle con quién había estado.

—He saludado a unos y a otros. Al final me entretuve con los amigos de Elvira.

—Sabes que no me gustan demasiado —comentó él sin darle mayor importancia.

—Pues a mí me parecen muy interesantes y sobre todo divertidos.

—Tal vez demasiado —concluyó Enrique—. ¿No te apetece que nos vayamos a cenar? Tengo ganas de charlar a solas contigo.

—Lo siento, no es mi mejor día. Estoy cansada y además le he prometido a Elvira que me quedaría con ella esta noche.

—Lo mejor que puedes hacer si no te encuentras bien es irte a casa. Yo te acompañaré ahora mismo.

—Te ruego que no decidas por mí, Enrique. Sé muy bien lo que debo hacer. Puedes marcharte de la fiesta cuando quieras. Te libero del trabajo de acompañarme, puesto que me quedaré aquí.

El joven no salía de su asombro, pero no pudo decir nada porque en aquellos momentos uno de sus amigos lo reclamó para que les aclarara un tema sobre el que debatían. Ana, con cierto alivio, le observó mientras se alejaba. La verdad era que no le apetecía nada estar con él. ¿Debía romper de forma inmediata aquella relación que no conducía a ninguna parte? ¿Se disgustaría si él decidiera dejarla por otra? ¿Tenía algo que ver su profesor de violín?

De todos los interrogantes que Ana se planteó, solo para este último obtuvo algo parecido a una respuesta; al recordar a don Santiago advirtió que pensar en la remota posibilidad de que pudiesen pasar juntos una velada la hacía emocionarse y descubrió que una ilusión desconocida la recorría interiormente. «Seguro que es el atractivo de lo prohibido», se dijo al tiempo que notaba cómo la vergüenza hacía presa en ella. Ruborizada, cayó en la cuenta de que el simple hecho de compartir unas horas a solas, mientras él la enseñaba a interpretar a Paganini, despertaba en su interior una alegría tan plena y profunda como no recordaba otra.

—Vamos, Ana, ya se han ido todos. Subamos a la saleta, allí estaremos mucho más cómodas. Te puedes cambiar de ropa. Pasas un momento por tu habitación y nos reunimos en unos minutos. He mandado a María que nos prepare un chocolate, que a estas horas nos vendrá estupendamente.

Elvira Sandoval rodeaba la cintura de su sobrina con un brazo mientras subían la escalera. Componían una hermosa imagen. Podrían ser las modelos perfectas para un pintor vanguardista. En más de una ocasión al contemplar el brillo fulgurante de su mirada, alguien le había dicho a Ana que en ella habían quedado los destellos de la locura febril de algún antepasado. Quienes la conocían bien sabían que poseía una gran fuerza interior. Elvira —que adoraba a su sobrina, pero que era objetiva en sus apreciaciones— solía comentar que al observar la pasión con la que Ana acometía todas sus acciones, tenía que creer en la trascendencia de la vida.

—¿Se ha molestado tu madre cuando le dijiste que te quedabas conmigo? —le preguntó Elvira.

—No. Todo lo contrario: cree que tú puedes influir en mí para que recapacite mi decisión de dedicarme a la música. Mi madre siempre te pone de ejemplo, porque siendo como eres una virtuosa del violonchelo, solo lo interpretas en fiestas sociales de amigos y reuniones benéficas. Asegura que tú eres una mujer moderna, pero que siempre has sabido cumplir a rajatabla las normas sociales.

—Y es verdad —dijo muy seria Elvira.

—¿También lo es que vas a tratar de convencerme? —preguntó Ana con cierta ironía.

—No. Nada más lejos de mi intención. Algún día te explicaré por qué me conformé yo y decidí seguirles el juego a todos. Pero ahora es de ti de quien tenemos que hablar. No sabes cómo te agradezco que te hayas quedado. Lo cierto es que me preocupó muchísimo tu comportamiento de esta noche, no parecías tú misma. Puede que no tenga ninguna importancia, pero me gustaría que charláramos sobre ello. ¿Te has divertido esta tarde?

—A ti no quiero engañarte. No ha sido una de mis mejores veladas, tía. He estado nerviosa y distraída. Además, y puede que eso sea bueno, me he dado cuenta de que Enrique me interesa mucho menos de lo que pensaba.

Al llegar a la galería del primer piso, Elvira abrió la puerta del cuarto de invitados y sin hacer ningún comentario sobre la última revelación de su sobrina, la animó a pasar con un gesto de la mano.

—Ponte cómoda, Ana —le dijo tan solo—. Ahora nos vemos.

Estaba amaneciendo. Tía y sobrina, ajenas a todo, seguían hablando. Al principio Ana se había mostrado un poco reacia a contarle cuanto le estaba sucediendo, pero después de que Elvira mostrara su extrañeza por lo que había presenciado aquella tarde, cuando la oyó hablar del general Prim, consideró que debía abrirle su corazón. Sea como fuere, era la única persona que de verdad podría ayudarla, y después de sincerarse del todo con Elvira, comprobó aliviada que se sentía mucho mejor.

Juntas habían intentado razonar. La joven estaba segura de que algo la había impulsado hacia el misterioso texto de las partituras. Pero ¿para qué? ¿Cuál era el objetivo? Por su parte, Elvira no entendía nada.

—Tienes que ayudarme —reclamaba Ana con vehemencia—. Lo primero que debemos hacer es descubrir la identidad de las personas protagonistas de ese texto y qué ha pasado con ellas.

—No estoy tan segura —replicó su tía—. Verás, reflexionemos un momento: es fácil que al destinatario se le haya olvidado borrar el texto, o que no lo haya leído porque supo de la marcha de la persona que le escribía y no precisó recurrir al correo que utilizaban en casos de urgencia. Y además, querida, debes pensar que todo esto pudo haber sucedido hace muchos años.

Ana sabía que quizá su tía estuviera en lo cierto, pero aun así debía tratar de convencerla; en su interior presentía que no era eso lo que había ocurrido.

—Tal vez tengas razón —comentó muy pensativa—, aunque entonces no tiene ningún sentido que esa fuerza interior que desconocemos me haya llevado hasta las partituras. Si lo ha hecho, es por algo. Debo reaccionar, y el único hilo del que puedo tirar ahora mismo pasa por descubrir quién fue el autor del texto y a quién iba dirigido. Tú puedes ayudarme a ir atando cabos hasta aclararlo todo.

A Elvira le parecía todo muy poco serio, pero no quería incomodar a su sobrina, así que asintió con un gesto.

Animada por la postura de su tía, Ana empezó a ordenar los pasos que debería dar en aquella investigación que estaba a punto de acometer.

—Será necesario que averigüe cuántos profesores han abandonado la Escuela en los últimos tiempos —apuntó—, prestando especial atención a los de violín, porque estoy convencida de que una de las dos personas, si no las dos, interpretaba a Paganini.

—No debes descartar otro tipo de profesores; pueden haber elegido las partituras de los Caprichos simplemente porque les gustasen o guardasen algún recuerdo especial de ellos —manifestó Elvira—. A fin de cuentas, el dato que te lleva a pensar que son profesores es el libre acceso a las partituras, no el que ellos supieran interpretarlas.

—Tienes toda la razón —asintió Ana—, por lo tanto, habrá que tener en cuenta también a otro tipo de personas. Ese texto bien lo pudo haber escrito un bibliotecario o un copista, quién sabe. Es verdad que la noche de fin de año salieron de mi violín las notas del Capricho 24, pero eso no tiene por qué significar que las personas implicadas en esta historia fueran violinistas, sino que lo escucharon en aquel lugar, en La Barcarola. Tía Elvira, ¿serías capaz de recordar si alguna vez has tenido invitados en tu casa de Biarritz que tocaran el violín?

Un tanto sorprendida, ella le contestó que no recordaba a nadie tocando el violín en La Barcarola.

—Es posible que algunos de los amigos que en estos años nos visitaron sí supieran tocarlo, pero que yo recuerde, en La Barcarola ha habido pianos y violonchelos…, pero jamás violines.

—Sería muy importante que pudieras recordarlo con detalle, porque tu casa es el lugar donde empecé a percibir cosas extrañas. ¿Te acuerdas de quiénes fueron sus antiguos propietarios? —preguntó Ana con verdadero interés.

—Sé que eran italianos, aunque no recuerdo el nombre. Hace más de veinte años que la compré. De todos modos, Ana, ¿qué importancia tiene? ¿Para qué quieres saberlo? No estarás pensando en localizarlos, ¿verdad?

—No lo descarto, porque después de haber pensado mucho en lo que me está pasando, tengo la sensación de que ese alguien con el que yo he entrado en contacto vivió o estuvo de paso en la casa de Biarritz.

Elvira miraba con preocupación a su sobrina. Extendió un brazo y cogió de la pequeña mesa auxiliar un plato llano con algunas pastas que María les había dejado antes de retirarse a dormir. Se las ofreció a Ana y luego retomó la palabra.

—Entiendo muy bien lo que quieres decirme, pero considero que es un trabajo ímprobo que no seremos capaces de realizar. Admitiendo tu hipótesis, esa persona que según tú estuvo en La Barcarola puede ser un amigo o quizá incluso un mero conocido al que cualquiera de los distintos propietarios hubiese invitado a la casa. A saber cuántos fueron. Y por supuesto, sin olvidar al personal de servicio que haya trabajado allí todos estos años. De verdad, Ana, creo que va a ser prácticamente imposible que los localices. ¿Y si el texto es una broma, como apuntó la señorita Belmonte?

—Eso es imposible —se negó—. A mí me han conducido hacia las partituras con algún fin. Es necesario que descubra la verdad. Tía Elvira, prométeme que buscarás la documentación de la casa.

—Lo haré y también le preguntaré a Juan el nombre de un doctor amigo que acaba de regresar de París. Creo que es muy bueno. Dicen que fue discípulo de Charcot y que se formó en la Escuela de Neurología de la Salpêtrièr.

—Por favor, no quiero que ni Juan ni nadie se enteren de lo que me está pasando —pidió Ana.

—No diré nada, pero tú me acompañarás para que le comentemos todo al doctor.

Elvira no dudaba de su sobrina, ella misma había presenciado su sorprendente comportamiento hacía unas horas, sin embargo, necesitaban ayuda y orientación porque todo aquello la superaba: ¿cómo era posible que de pronto asumiese sin más que su espíritu percibía experiencias ajenas?, ¿en qué punto había empezado a creer semejantes patrañas? Ella misma consideraba a los adivinos y videntes unos farsantes que buscaban engañar a gente incauta, y la reacción de Ana la asustaba. ¿Qué le estaba pasando?

—Tía Elvira, tienes que observarme, que no se te escape nada de mi comportamiento. Creo que cualquier cosa que haga fuera de lo normal puede ser una pista que nos ayude a descubrir la identidad de las personas que nos interesan. Me has dicho que he opinado sobre los asesinos del general Prim… Tal vez la persona que quiere comunicarse conmigo vivió cuando se produjo el atentado. Si es así, ahora tendrá entre cuarenta y cincuenta años.

—No necesariamente —matizó Elvira—. Depende de la edad que tuviera en los setenta. Lo que sí parece seguro es que no puede tener menos de cuarenta.

—Qué pena que tú hayas estudiado música en París —apuntó Ana—, porque de haberlo hecho en Madrid, tal vez habrías coincidido con ellos.

Elvira a punto estuvo de decirle a su sobrina que su padre, su hermano Pablo, sí había asistido esos años a la Escuela de Música, pero prefirió guardar silencio. Ignoraba si Ana sabía que su padre había intentado tocar el violín y además no quería causarle dolor recordando la ausencia de su progenitor.

—Y si esa persona contemporánea del asesinato de Prim fue quien escribió el texto de la partitura —proseguía la joven—, ¿quiere eso decir que el mensaje podía llevar años ahí escrito? —preguntó con cierta impaciencia.

—No tengo ni idea, pero ya te comenté —le recordó Elvira— que quizá el destinatario se enterara por otros caminos de la marcha de su amigo o amiga y de ahí que el texto haya permanecido.

—En el supuesto de que eso fuese como dices —le planteó Ana—, ¿por qué me hacen a mí participe de este secreto?, ¿qué pretenden con ello? Tiene que existir algún fin. Sé que debo llegar hasta el fondo del asunto. He de conocer la identidad de esas dos personas y saber qué pasó con sus vidas. Una de ellas, no sé para qué, me está pidiendo que lo haga —dijo Ana muy seria.

—También debemos averiguar a qué árbol pertenece la hoja que dibujaste —comentó Elvira.

—Es verdad, me había olvidado de ese detalle. ¿Y todavía piensas que el texto de la partitura puede ser una broma? La hoja que yo pinté de forma inconsciente es idéntica a la que aparece en el mensaje. ¿Por qué tracé sus bordes dentados cuando sería mucho más sencillo que fueran lisos? Pero tenía que ser igual a la que figura como firma en el mensaje. ¿No te das cuenta de lo que me está sucediendo? —Ana la miraba implorante y Elvira no tenía respuestas. Lo único que sabía era que, según su sobrina, esta había interpretado el Capricho 24 de Paganini aun desconociendo la partitura; una partitura que, por cierto, contenía un misterioso mensaje al margen, y el mensaje en cuestión iba firmado con el mismo dibujo que ella había plasmado al detalle en su viaje en tren desde Biarritz. Ana parecía confusa, casi habló para sí cuando sus labios volvieron a despegarse y clavó sus pupilas en las de su tía—: Podrían ser coincidencias… e intento convencerme de ello…, pero me cuesta creer que todas estas coincidencias sean fruto del azar. Estoy segura de que algo o alguien ha guiado mis pasos hacia esas partituras.