V

Ana caminaba sola por la calle Barquillo. La información que le había facilitado Fernando Gálvez era correcta y después de varios días haciendo indagaciones, había conseguido que alguien recordara a la profesora de violín, que según le dijeron se apellidaba Mancebo y vivía en el número 23, aunque hacía mucho que se había ido.

A pesar de que el 23 era un edificio antiguo con un importante deterioro en su fachada, a través de las ventanas se podía apreciar que el interior de algunas de las viviendas resultaba alegre y espacioso. Ana cruzó el patio interior donde jugaban unos cuantos chiquillos y dio gracias por su buena suerte al ver a dos mujeres mayores que se calentaban al tímido sol invernal. Ninguna de las dos recordaba a nadie de las características de la profesora de violín pese a que una llevaba quince años viviendo allí, y la otra, más de veinte.

—Lo mismo cuando yo llegué, esa señora ya se había ido —le dijo la inquilina más antigua—, y no creo que pueda conseguir en todo el edificio ninguna información, porque el resto de los vecinos han llegado más tarde que yo.

—¿Por qué no la mandamos que vaya a ver a la portera del 27? —dijo la otra.

—Es verdad, la señora María lleva más de treinta años en la portería y es lo suficientemente cotilla como para saber la vida de todos los que vivimos en esta calle.

Ana se despidió de ellas dándoles las gracias. En realidad, se estaba tomando demasiado en serio aquel asunto. Pero ¿qué otra cosa podría hacer?

Su tía la había llevado a ver al doctor amigo de Juan. Si Ana —que no podía disimular su nerviosismo— esperaba encontrarse con un hombre adusto y mayor, se llevó una auténtica sorpresa: Rodrigo Martínez Escudero no tendría más de cuarenta años. Era guapo, de mediana estatura, con facciones muy finas y de trato muy afable, lo que le permitió romper de inmediato las barreras tras las que Ana se había parapetado y conseguir, sin grandes esfuerzos, que le contara con toda sinceridad lo que le sucedía. Después de hacerle varias preguntas al respecto, el doctor trató de tranquilizarla restándole importancia a todo aquello, aunque le aseguró que estudiaría a fondo su caso y le pidió que acudiera a verle cada quince días para mantener un seguimiento. También le habló de la posibilidad de mantener, junto con otras personas, una conversación sobre las circunstancias que rodearon la muerte del general Prim, a fin de observar las reacciones de Ana. Lo cierto era que ella había respirado aliviada, porque en algunos momentos temió que dudasen de su salud mental, aunque lo que no iban a conseguir era que dejase de investigar. Si el mensaje escrito en las partituras no existiera, con aquella hoja dibujada a su pie, no se preocuparía lo más mínimo de sus experiencias —como ellos la aconsejaban—, pero lo había visto y tenía que descubrir la verdad.

—Perdone, ¿es usted la señora María?

—Sí, ¿qué desea?

—Verá —dijo Ana humildemente, con verdadera necesidad—, estoy tratando de localizar a una persona que vivió en el número 23 de esta calle. Se llamaba Inés Mancebo. Era profesora de violín y creo que se fue hace muchos años. ¿La conocía?

—Claro que la conocía. Era una chica muy guapa y muy lista. Se quedó huérfana con dieciocho años, pobre, pero sus padres le dejaron dinero suficiente para que pudiera vivir tranquila. La chica siguió estudiando hasta convertirse en profesora. No sabe cuántos pretendientes tenía, aunque ella no le hacía caso a ninguno.

Ana la escuchaba encantada y emocionada porque presentía que aquella señora le facilitaría los datos necesarios.

—¿Sabe cuándo se fue de aquí y adónde?

—Creo que fue a comienzos del 71. Sé que vendió la casa porque se iba de Madrid para contraer matrimonio, aunque desconozco a qué ciudad fue o si salió de España.

—¿Dónde podría encontrar más información? —inquirió Ana, un tanto desilusionada.

—No lo sé. La portera del número 23 hace años que murió y en toda la calle la más vieja soy yo. Lo siento —dijo la mujer entrando en la portería.

La fecha coincidía, había dejado la Escuela y Madrid al mismo tiempo, pero…

—Señorita, un momento —llamó la señora María—. Ahora que recuerdo, si la Inés se fue para casarse, seguro que tuvo que pedir la partida de bautismo a la parroquia de San José, donde la habían bautizado.

—Muchísimas gracias —respondió Ana con reprimida ilusión.

—¿Estás segura? ¿De verdad no quieres que te acompañe?

—No, tía Elvira. Sé que vendrías encantada, pero prefiero ir sola.

—¿Y tu madre?

—Le he contado una mentira muy pequeña. Le dije que Fernández Arbós daría tres conciertos en Córdoba y que me vendría muy bien acudir, ya que no pude hacerlo cuando estuvo en San Sebastián.

—¿Te ha creído?

—Yo pienso que sí. Además, está tranquila porque sabe que no voy a estar sola —afirmó Ana—. Una de mis compañeras de clase vive en Córdoba desde hace un año y me quedaré en su casa.

—Querida Ana, sabes que las mentiras solo sirven para que un día descubran que te gusta engañar.

—Lo he hecho por necesidad. ¿Cómo le iba a contar…?

—Y a don Santiago, ¿qué le has dicho? —interrumpió Elvira.

—La verdad. Él conoce nuestra conversación con Gálvez y pensé que era lo mejor. Por supuesto que si no tuviera que ausentarme más de una semana, ni se lo comentaría.

Después de muchas visitas a la parroquia de San José, Ana había logrado convencer al párroco para que mirara en el libro de registro. No es que el sacerdote se negara a facilitarle la información, lo que sucedía era que casi nunca se anotaba la fecha en que habían sido solicitados este tipo de documentos. La joven había insistido, argumentando que la boda se había celebrado fuera de Madrid y que posiblemente al tener que enviar la partida de bautismo por correo, sí habrían anotado la fecha y con un poco de suerte incluso la dirección adonde deberían enviarla. El punto de partida para la búsqueda era enero de 1871, año en el que al parecer la profesora se había ido de Madrid. Ya habían revisado once meses y empezaron diciembre. Ana, sentada al lado del sacerdote, estaba decidida a no seguir forzándole si no encontraban nada en este mes, cuando por fin apareció la ansiada nota; la partida de bautismo de Inés Mancebo Sánchez había sido enviada el 11 de diciembre de 1871 a la iglesia de San Pablo de Córdoba.

Se sentía feliz. «Seguro que Inés era la destinataria del mensaje de la partitura —pensó— y viajó a Córdoba para reunirse con su novio, que había tenido que irse de Madrid». Pero si se habían encontrado, ¿qué sentido tenía que ella localizara el texto? Probablemente tuviera razón su tía al afirmar que se había enterado de la marcha por otro conducto o también que se le hubiera olvidado borrarlo. Con un poco de suerte, pronto lo aclararía todo.

—¿Y si no encuentras a Inés en Córdoba? Han pasado más de veinte años. Igual ha muerto, o a lo mejor se mudó hace tiempo, o…

—Sí, tía, he pensado en todo. Pero, decididamente, mañana me voy.

—De acuerdo. Te dejo, he quedado con Juan. No olvides que esta noche cenamos en su casa con el doctor Martínez Escudero.

—¿Solos? —quiso saber Ana.

—Sí. El doctor, Juan, tú y yo —le respondió Elvira.

—No veo de qué puede servirnos tener una charla sobre el asesinato de Prim —comentó Ana—. Y menos si se trata de ver cómo reacciono yo: con vosotros tres mirándome, dudo mucho que me comporte con naturalidad.

—No te preocupes, el doctor sabrá cómo hacerlo. Ya conoces que desde que le contamos lo de tu discusión sobre Prim pensó que sería interesante organizar este encuentro.

Ana había mandado pedir el coche porque aunque le gustaba pasear y Juan Blasco vivía muy cerca, en Hortaleza, se había arreglado demasiado para ir sola por las calles.

—Tiene que ser una artista o una modelo —comentaron entre sí dos vecinas de Juan cuando se cruzaron con ella en el portal—. Es preciosa. Seguro que va a casa del pintor. Hay que ver las mujeres tan guapas que le visitan… ¡Y pensar que sigue soltero!

Era un edificio antiguo, de los muchos que existían en Madrid, con interiores remozados y enormemente acogedores. Juan disponía de un estudio precioso con una luz espectacular, pues ocupaba la buhardilla que había reestructurado, ampliando las ventanas y sobre todo las claraboyas para conseguir que el techo fuese casi transparente.

Solo había estado en el estudio dos veces. No se consideraba una experta en pintura, pero Juan le parecía bastante bueno y decían que sus obras cada día se cotizaban más. Le gustaba mucho el colorido de sus paisajes, también alguno de los retratos, sobre todo los que le había hecho a su tía. El último, El violonchelo, era espléndido, aunque tal vez demasiado atrevido.

—Nunca te había visto con ese peinado. Te sienta de maravilla —le dijo Elvira al abrirle la puerta.

Ana llevaba un moño bajo que la hacía parecer mayor, pero le imprimía un estilo tan distinguido que nadie podía dejar de mirarla.

—Gracias, tía Elvira, ¿no ha llegado el doctor?

—No.

—¿Qué sabe Juan de mi problema? —quiso saber Ana.

—Solo tu participación en la charla el día de la fiesta. Tanto a él como a mí, que te conocemos bien, nos sorprendieron tus comentarios sobre las personas implicadas en el atentado del general Prim y además me dijiste que no eras consciente de haber hablado. Eso es todo lo que Juan sabe. No le he dicho nada ni de las partituras, ni de la interpretación del Capricho 24.

—Mejor así —dijo Ana aliviada.

—De acuerdo —corroboró Elvira—, pero quiero que sepas que Juan es de total confianza. Por cierto, ¿no te ha dicho que quiere pintarte tocando el violín?

—No, no me ha comentado nada.

—Pues lo hará porque dice que nunca ha visto una figura más compenetrada con el violín que la que tú ofreces.

—Ana, veo que Elvira se me ha anticipado… ¿Posarás para mí? Te advierto que no voy a aceptar un no. Así que nos pondremos de acuerdo.

Juan acababa de entrar en la habitación y, dirigiéndose a una mesita auxiliar en la que se encontraban varias botellas, les preguntó solícito:

—¿Qué os apetece beber mientras esperamos al doctor? —Sin esperar respuesta les dijo—: No hemos tenido tiempo de comentar nada sobre el hundimiento del Reina Regente. Qué horror. Más de cuatrocientas personas ahogadas. Ha sido espantoso.

—Lo que yo no entiendo —dijo Elvira— es que uno de los mejores cruceros de la flota española pueda hundirse en las profundidades del mar por muchas olas de doce metros que haya o por mucho temporal que azotara la zona del Estrecho donde desapareció.

—¿Cuántos años tenía el barco? —preguntó Ana.

—Siete, según dicen —respondió Juan.

El crucero Reina Regente se construyó en Inglaterra por un coste de seis millones de pesetas. A pesar de la belleza de su línea y de todos sus adelantos técnicos, desde que en 1888 iniciara su vida en la mar, los informes de sus comandantes coincidían en denunciar que sus condiciones marineras no eran buenas, aunque no se hizo nada por solucionar esas posibles deficiencias. El 9 de marzo de 1895, el Reina Regente salió del puerto de Tánger rumbo a Cádiz. Nunca más se supo de él. Los testimonios de las tripulaciones de otros barcos que navegaban por la zona apuntaban al fuerte temporal como causa del naufragio que, según los citados testimonios, debió de producirse a la altura del cabo Trafalgar. Su hundimiento suponía la mayor tragedia ocurrida a la flota española. 412 hombres componían la dotación del crucero; todos desaparecieron en las profundidades del mar.

—Lo que tiene que resultar terrible para las familias de todas estas personas es no poder recuperar sus cuerpos —apuntó Ana compungida.

—Los tres barcos de la Armada que rastrearon la zona ya han cesado en sus trabajos de búsqueda. Todo ha sido inútil —apuntó Elvira.

—Nunca he creído en los refranes —señaló Juan—. Recordad ese que dice «año de nieves, año de bienes». Estas Navidades ha nevado más que en los últimos diez años juntos y menudos meses llevamos desde que comenzó 1895. Y lo que nos espera. Temo las medidas de Cánovas con respecto a Cuba.

—¡Ah, no! —exclamó Elvira—, eso sí que no. Juan, por favor, tenemos un pacto. Nada de política. Al menos, de la actual. Sírvenos unas copas y charlemos de otras cosas.

La cena estaba resultado espléndida. Si el menú lo había elegido Juan, sin duda era un excelente gastrónomo. Los cuatro comensales se sentían bien, con ganas de agradarse, y por lo tanto competían en amabilidad. Quien tenía mayores reticencias era Ana, al pensar que dentro de unos minutos la someterían a examen, pero unas copitas de vino obraron el milagro y se encontraba relajada y alegre.

Con el postre ya servido, una apetecible tarta de manzana, el doctor Martínez Escudero se dirigió a Juan de forma desenfadada.

—Tengo entendido que el día que dispararon al general Prim casi fuiste testigo del suceso.

—Exactamente por cinco minutos no presencié el atentado. Recuerdo muy bien aquel día, el 27 de diciembre del 70. Había pasado la tarde en casa de unos amigos. Lo normal era que me quedase con ellos hasta las nueve, pero había nevado y no resultaba muy aconsejable, entrada la noche, andar por las calles. De no haber sido por esa circunstancia, me hubiera encontrado con todo el jaleo posterior al trágico suceso. Pero cuando yo pasé por la calle del Turco no observé nada anormal, la verdad era que casi no se veía porque nevaba copiosamente.

—¿A qué hora se produjo el atentado? —quiso saber Elvira.

—Sobre las siete y media.

—De las cuatro personas que estamos aquí, quien más sabe del atentado a Prim sin duda eres tú, Juan —dijo el doctor—. Recuérdanos cómo fueron los hechos.

Ana permanecía silenciosa, observando. Se había dado cuenta de que el doctor, hábilmente, había introducido el tema, pero ella estaba tranquila y segura de que no podría intervenir en la conversación porque nada sabía, aunque tal vez formulase algunas preguntas.

—Se sabe que en el atentado de Prim participaron dos grupos de unas nueve personas cada uno —empezó contando Juan—. Pero a excepción de José Paúl y Ángulo, conocido señorito andaluz que suspiraba por la República, a quien dicen que el propio general identificó por la voz, los demás eran gente desconocida y de mala calaña.

—Pero algunos sí fueron reconocidos —apuntó Elvira—. Recuerdo que en casa se hablaba, con vergüenza, de lo sucedido en el café Madrid la misma noche del atentado.

—¿Qué pasó? —preguntó Ana.

—Pues que a uno de los supuestos asesinos, un tal Paco; Huertas, lo detuvieron en el café Madrid y cuando lo llevaban arrestado, un grupo de sujetos que se encontraban con él apaleo a la policía impidiendo que lo apresaran. Nunca más se supo de ese tal Huertas.

—Ni de ese ni de los otros. He ahí el misterio; siempre sé ha asegurado que a todos los que participaron en la emboscada al general se les facilitó la huida al extranjero para evitar posibles indiscreciones —afirmó Juan, para a continuación preguntarse—: ¿Alguien puede creer que unos cuantos maleantes fueron capaces de organizar solos el atentado? ¿Quién los ayudó a escapar? ¿Dónde consiguieron el dinero para establecerse en un exilio del que se supone todavía no han vuelto?

—O sea, que vosotros sois de los que piensan que había gente importante interesada en que no se descubriera la autoría del atentado —preguntó el doctor, que no dejaba de observar las reacciones de Ana.

—Sin duda —se apresuró a contestar Juan—. Mucha gente que poseía información sobre lo sucedido murió asesinada. Las autoridades no ocultaron sus intereses al permitir y favorecer el cambio de jueces y fiscales, con la única intención de que se sobreseyera la causa de dos de las personas que aparecían implicadas en el atentado; una, el jefe de la ronda del general Serrano; y la otra, el ayudante de Montpensier.

—Creo que la masonería española tampoco se escapó de las sospechas de muchos, que la consideraron autora y promotora del atentado y por supuesto, otro que parecía implicado era el partido republicano —apuntó el doctor.

—En realidad, yo creo que todos los posibles culpables que hemos mencionado podrían beneficiarse con la muerte del general Prim —dijo Elvira—, aunque solo fuera para vengarse de los desengaños recibidos.

—Te refieres sin duda al duque de Montpensier, ¿verdad, querida? —preguntó Juan con la seguridad que proporciona el conocer la respuesta.

Solo el doctor Martínez se había dado cuenta de que desde hacía unos minutos, Ana se frotaba la sien como para ahuyentar una molestia.

—Claro que apunto a Montpensier —respondió Elvira, que trató de argumentar su postura—: No es ningún secreto que el duque ni un solo día dejó de conspirar por conseguir el trono de su cuñada, Isabel II. Él apoyó y financió la revolución del 68 con la aspiración de ser proclamado rey de España, y si no sucedió así fue porque Prim exigió que antes deberían pronunciarse sobre el tema las Cortes Constituyentes. Todos conocemos el resultado.

—Las personas y partidos que habéis enumerado tenían motivos para desear la desaparición de Prim, en eso estoy de acuerdo con vosotros, pero lo que no habéis destacado es que ni uno solo de los dirigentes políticos del momento deseaba que el general siguiera viviendo. —Ana hablaba con voz fuerte y expresión no habitual en ella—. No. No lo deseaban porque Prim no murió en el atentado. La cota de malla que desde hacía un tiempo llevaba como prevención le salvó la vida. Ninguno de los diez o doce disparos resultó mortal. El propio general subió andando a su casa. Del atentado se salvó, pero no pudo hacerlo de una infección que se le declaró tres días después. ¿Simple negligencia médica? ¿Por qué los ministros no permitieron que la policía le tomara declaración?

Todos se miraban sorprendidos. Había vuelto a suceder. Elvira, como si no se hubiera dado cuenta, le dijo a su sobrina:

—Al respecto de eso, querida, supongo que en aquellos momentos se pensaba que Prim lograría sobrevivir y podrían conocer su opinión cuando se encontrara mejor.

—Lo siento, no me lo creo. ¿Por qué Amadeo de Saboya no fue capaz de localizar a los asesinos de su mentor? ¿Mandaba él o lo hacían sus ministros? ¿No fue Serrano su primer presidente de Gobierno y Sagasta el cuarto? ¿Por qué Sagasta no había hecho nada, si siempre creyó que el crimen fue ejecutado por Paúl y Ángulo y financiado por el coronel Solís, ayudante del duque de Montpensier?

El doctor Martínez Escudero acababa de comprobar que lo que le habían contado respondía a la realidad. Ana se expresaba de forma automática.

—No sé si lo conoceréis —dijo para suavizar un poco la tensión—, pero yo he tenido la oportunidad de leer el libro que Paúl y Ángulo ha publicado en París sobre los asesinos del general Prim.

—No, no lo he leído —dijo Juan—, aunque me imagino que culpará a Serrano y a Montpensier.

—Sí, así es —afirmó el doctor.

—No sé qué pensaréis vosotros —planteó Elvira—, pero a mí me sorprende que un asesino, como todos aseguran que es Ángulo, convencido republicano, no se haya jactado nunca de su heroicidad, más aún cuando el atentado de Prim fue el desencadenante que permitió la República. ¿Queréis decirme por qué no volvió a España?

—Es de sobra conocido —dijo Ana, como quien está de vuelta de muchas cosas— que los asesinos o cómplices de asesinato son rechazados por los mismos que los emplearon.

—Lo cierto es —añadió Juan— que José Paúl y Ángulo falleció en circunstancias muy misteriosas, hace ahora poco más de dos años en París.

—La presencia de testigos siempre resulta desagradable y conviene eliminarlos —manifestó Ana convencida.

Elvira, pasmada, miraba a su sobrina. ¿Cómo estaba enterada de todos aquellos temas? ¿Les estaría tomando el pelo?

Había empezado a llover. El ruido del agua al chocar con los cristales de las claraboyas se convirtió en la excusa perfecta para desviar la atención. Juan consideró que había llegado el momento de poner fin a la charla.

—¿Qué os parece si preparo unas infusiones? —propuso.

—Estupendo —exclamó Elvira—, te acompaño. —Miró a su sobrina. Tenía aspecto de cansada, ¿qué le estaba ocurriendo? La dejaría a solas con el doctor.

—Ana, ¿se le ha pasado el dolor de cabeza? —le preguntó Martínez Escudero.

—Sí, gracias, me encuentro mejor, pero ¿cómo sabe que me duele la cabeza? No lo he comentado.

—Observé cómo se presionaba la sien. ¿Sabe que ha estado muy convincente en sus apreciaciones sobre lo ocurrido a Prim?

Ana a punto estuvo de asentir y no decir que no tenía ni idea de lo que había pasado, pero necesitaba saber a qué obedecía su extraño comportamiento.

—No recuerdo nada, doctor. No soy consciente de haber hablado. Me siento enormemente cansada.

—Relájese —le pidió el doctor—. Se le pasará enseguida.

—Doctor, creo que alguien se ha apoderado de mi espíritu y me utiliza para manifestarse.

—Yo no creo en esas posesiones, Ana —le respondió el doctor—. Pienso que es el inconsciente quien se manifiesta. Puede que lo único que haga sea repetir algo que conoce, pero de lo que no es consciente.

—¿Cómo? No he leído nada sobre el asesinato de Prim. No interpretar a Paganini, ¿y dice usted que mi inconsciente lo hace? Eso es imposible.

—Si prefiere pensar que alguien ha penetrado en su espíritu, hágalo, pero esa no es la explicación. Quiero ayudarla, Ana, y para eso necesito conocerla más a fondo. Prométame que seguirá viniendo a verme —le pidió—. Solo disponemos de un mes porque regreso a París, aunque creo que con ese tiempo será suficiente.

Ana se quedó muy pensativa. No tenía ni idea de si Elvira le habría contado al doctor su proyecto de viajar a Córdoba en busca de la profesora de violín, pero ella no se lo diría. «Puede que sea mi inconsciente quien me incordia —se dijo Ana—, puede que me esté volviendo loca o puede que una fuerza desconocida se haya apoderado de mi espíritu aunque el doctor no lo crea. Pero, en definitiva, todo son suposiciones. Lo que es real es el texto de las partituras y si he llegado a él, es por algo».