XIV

Cerró el libro. Era una historia triste con un final más triste aún y Ana pensó que si ella fuera la autora, no castigaría a Emma con la muerte, sino todo lo contrario, porque aquella mujer valiente no se resignó a su destino, sino que reivindicó su derecho a vivir en plenitud. Le desagradaba que a la protagonista de Madame Bovary la hubieran obligado a expiar su pecado. Y que incluso se hubieran excedido en la pena, ya que en vez de proporcionarle una muerte quizá dulce por enfermedad, Flaubert optó por arrojarla al tortuoso camino del suicidio, absolviendo sin embargo a sus amantes, tan culpables como ella de su adulterio.

Ahora entendía las razones por las que no le dejaron leer aquella novela, pero no las compartía, porque si la protagonista procede —según la opinión generalizada de la sociedad— de un modo inadecuado, buscando la solución a un matrimonio tedioso y a un marido del que no está enamorada —en el campo de lo prohibido a las mujeres—, y que por lo tanto no constituye un buen ejemplo, en el libro quedan muy claras las consecuencias para quien se atreva a seguir «tan inadecuada conducta».

Quizá su estado de ánimo no hiciese de aquella la mejor tarde para zambullirse en la lectura de Madame Bovary, pero lo cierto es que la había enfadado bastante. Desde su regreso de Italia se notaba mucho más susceptible y exigente con su propio comportamiento y con el de los demás. Y sobre todo sentía que cada vez era más pragmática: siempre había sido valiente y se había enfrentado a los problemas, por mucho que le dolieran, pero ahora no deseaba perder ni un minuto en preocupaciones que se podían solucionar de inmediato. Así, no había dudado en contarle a Santiago su decisión de seguir siendo amigos, pero nada más.

—Es posible, y no te voy a negar, que si no hubiese hecho el viaje a Roma, tal vez esta conversación no se produciría —le dijo Ana—. Te quiero mucho, Santiago, eres mi amigo más cercano. De hecho, mi primera noche en Roma no dejé de pensar en ti. Aunque me he dado cuenta de que mi independencia es lo más importante para mí y la causa de que necesite hablarte de mis sentimientos, porque jamás me perdonaría hacerte daño.

Santiago se sentía morir, era como si le faltase el aire… La miraba y no soportaba la idea de que no fuera suya. Ana era su primer amor. Nunca querría a nadie como a ella.

—Perdóname, Santiago, jamás ha estado en mi ánimo hacerte daño. Lo siento si ha sido así.

Lo miró con ternura y lamentó no estar locamente enamorada de él.

Santiago protestó, pidió perdón, buscó motivos…, pero por fin Ana tenía claro qué deseaba: ansiaba conocerse a sí misma, conocer a otra gente, otros países, ser libre… y eso debía hacerlo ella sola. Cuando después de todo aquello Santiago cerró la puerta a su espalda, Ana sintió pena y a punto estuvo de salir tras él. No lo hizo y comprobó un poco asustada cómo la pena se transformaba de forma inmediata en una sensación de libertad, como si se hubiese quitado un peso de encima.

Llamó a Ignacia para que la ayudara a vestirse. Iba a un concierto con su tía y Juan. No pudo por menos de preguntarse qué habría pasado entre ellos.

—Señorita Ana, ¿se pone el vestido verde? —le preguntó Ignacia.

—No, prefiero la falda de rayas con la blusa rosa, hace demasiado calor. —Era su blusa preferida, el tono rosa pálido la favorecía y sobre todo le daba ese aire romántico que a ella tanto le gustaba. Se miró al espejo y sonriendo comentó—: ¿Sabes qué estoy pensando? Voy a encargar un vestido de este mismo color, ¿no crees que me sienta bien?

—Señorita, usted con cualquier color está muy guapa. —Lo decía de veras—. ¿Quiere que le peine un moño?

Estaba terminando de peinaría cuando escucharon que llamaban a la puerta. Ana se sobresaltó.

—No puede ser que vengan a buscarme si aún no son las siete.

—Voy a ver, señorita.

—Deja, Ignacia. Que abra Berta.

—Libra esta tarde.

Mientras Ignacia iba a abrir, Ana se probó varios pendientes y al final se decidió por unos de perlas.

—Preguntan por usted, señorita. Es un señor mayor que dice llamarse don Luis Pérez.

Ana dudó unos segundos. Tenía el tiempo justo y no le gustaba hacer esperar.

—Está bien, Ignacia, dile que ahora estoy con él. Hazle pasar al salón.

Luis no podía disimular su nerviosismo. A la sensación que experimentó nada más pisar la calle Almagro, incrementada al entrar en el portal del número 36, se unía ahora la visión de aquel vestíbulo en el que juraría haber estado muchas veces. Sintió como un mareo y en su mente aparecieron las mismas imágenes —la calle, la casa y el hall que tan familiares le resultaban—, pero en otras tonalidades y difusas. «No puede ser —se dijo—. Es imposible. No conozco Madrid, seguro, Inés me lo dijo, así que no he estado nunca en esta casa… Aunque dicen que en ocasiones se tienen sueños premonitorios». Pensó que más le valdría no dejarse llevar por la fantasía. Cuando pasó al salón al que lo condujo la criada, respiró tranquilo: aquel lugar no le resultó conocido, aunque apenas tuvo tiempo de fijarse en los cuadros y objetos que llenaban mesas y estanterías. Antes de eso, se abrió la puerta dando paso a una hermosa mujer a quien Luis observó con auténtica admiración.

Ana se dio cuenta y se dijo que así solo miran los hombres que han amado a muchas mujeres.

—Buenas tardes, señor Pérez. Siéntese, por favor. Soy Ana Sandoval.

—Buenas tardes, muchas gracias por recibirme, señorita.

—Desea usted verme…

—Sí, y perdone mi atrevimiento por presentarme en su casa, pero verá usted… —Luis no sabía muy bien cómo abordar el tema. Debería hacerlo de forma directa, la verdad siempre era la mejor consejera—. Yo, señorita, he venido a verla porque su nombre figura en el remite de una carta que recibió mi mujer.

Ana estudiaba a Luis. Le parecía un hombre guapísimo y cuanto más lo examinaba, más se reafirmaba en aquella primera impresión. Cuando escuchó lo de la carta dio un respingo.

—¿Es usted el marido de Inés Mancebo?

—Sí.

Llamó a Ignacia haciendo sonar la campanita de cristal y preguntó a Luis si deseaba tomar café o té. Ella misma necesitaba tranquilizarse para poder seguir hablando.

—Prefiero café, aunque corro el riesgo de no dormir.

—¿Le ha mandado su mujer que venga a verme?

—En absoluto, no sabe nada.

Luis no quería desvelarle los verdaderos motivos que le llevaron a viajar a Madrid. De hecho, había ensayado cómo plantear el tema, pero comprobó con gran disgusto que no se acordaba de nada. No entendía qué le estaba sucediendo. Era como si su mente se hubiera quedado en blanco.

Ana advirtió que algo le sucedía y para darle tiempo a que recobrase la tranquilidad le preguntó:

—¿Se quedará mucho en Madrid?

—No, solo he venido a verla a usted.

Se estaba impacientando un poco, aquel señor no terminaba de decirle lo que quería y Ana, como hacía muchas veces, alargó la mano para acariciar la cabeza del payaso Bepo. No se fijó en la cara de su visitante.

Luis miraba aquella figura como quien ve visiones. «Me voy a marear. ¡Dios mío! Qué hace ese payaso aquí…».

—Y bien, señor Pérez, ¿para qué deseaba verme? —le preguntó Ana mientras seguía acariciando a Bepo.

Al no obtener respuesta, la joven levantó los ojos para mirar a Luis y asustada ante su aspecto, salió a buscar a Ignacia, que en aquel momento acudía a abrir la puerta de la calle.

—Si es el señorito Juan, que pase de inmediato —dijo Ana casi gritando.

Después de varios minutos, todos los intentos para que volviera a la normalidad resultaron inútiles. Luis Pérez estaba en un estado de semiinconsciencia, mantenía la mirada perdida y de vez en cuando repetía:

—No puede ser, ¿qué ha pasado?

Elvira y Juan escuchaban atentos las explicaciones de Ana, que muy poco podía contarles sobre quién era ese hombre.

—Es posible que esté enfermo y el viaje desde Córdoba, con el calor que hace, le haya afectado —opinó Elvira.

—Todo lo que podemos decir son conjeturas. Creo que deberíamos llamar a un médico —apuntó Ana.

—Tendría que ser de confianza. No nos interesa que luego haya comentarios —dijo pensativa Elvira, y exclamó de repente—. Juan, nuestro amigo el doctor Martínez Escudero está en Madrid y esta tarde iba al concierto. ¿Por qué no te acercas y le pides que venga?

—Ahora mismo —contestó Juan.

—Ha sido una idea estupenda, tía —le dijo Ana mientras con un abanico daba aire a Luis Pérez. Este, ausente, reclinaba su cabeza contra el respaldo del sillón.

—Qué raro resulta todo, ¿no? —dijo Elvira—: Viene desde Córdoba solo a verte, sin que su mujer lo sepa, no te dice nada y se pone malo.

—Señor Pérez, beba un poquito de agua, le hará bien —le pedía Ana.

Luis las oía, pero tenía la sensación de que no hablaban con él. Por su mente pasaban imágenes que no terminaba de identificar.

—¿Por qué no te sientas? —le sugirió Elvira a su sobrina—, es cuestión de minutos. Cuando llegue el doctor, ya nos dirá.

Ana volvió a ocupar la misma butaca y tomó a Bepo en sus manos.

—Él se quedó en la casa de Biarritz —dijo el hombre de forma casi inaudible. Tía y sobrina se miraron atónitas. Le preguntaron a qué casa se refería. Ana intentaba recordar el nombre de la villa antes de que su tía le pusiera La Barcarola, pero no lo lograba. Por suerte, Elvira se dio cuenta y dijo de inmediato:

—Señor, ¿se está usted refiriendo a Villa Olimpia?

Luis, que permanecía con los ojos cerrados, no dijo nada. Continuaba como ausente, aunque la calma estaba volviendo a su rostro.

Las dos mujeres lo miraban en silencio.

—Qué casualidad que hable de una casa en Biarritz —comentó muy pensativa Ana.

—No es nada extraño. Cada año aumenta el número de visitantes y este señor tiene una pinta estupenda. ¿Te has dado cuenta? Debió de ser guapísimo, aún lo es. Qué ojos, brillan como los de un joven —dijo Elvira en un aparte con admiración manifiesta.

—A cierta edad esa luz se recupera al recordar, o al mirar algo que despierta sensaciones seguro olvidadas.

—¿Desde cuándo te has convertido en una sabia que sabe de todo? —apostilló en broma Elvira.

—Perdón —dijo Luis, reanimándose poco a poco—, siento haberlas importunado con este malestar. Casi nunca me sucede, pero a veces…

—No se preocupe —le contestó Ana. Luego miró a Elvira y añadió—: Es mi tía.

—Elvira Sandoval —dijo ella tendiendo su mano.

Luis les había mentido, jamás se había encontrado tan mal: todo se había originado con la visión de aquel payaso de porcelana. Dudó si preguntar o no, y al final lo hizo.

—Ese payaso…

—¿Le gusta? —quiso saber Ana.

—No, no es eso. Habrá muchos iguales, imagino, porque juraría que he visto uno idéntico.

En aquel momento entraron en el salón Juan y el doctor Martínez Escudero.

—Les voy a presentar —dijo Ana—. Luis Pérez, Juan Blasco y el doctor Rodrigo Martínez Escudero.

Elvira miró a Ana, para interrogarla con la mirada sobre lo que deberían hacer. El doctor se anticipó y dirigiéndose a Luis preguntó:

—Cuénteme, ¿qué le ha sucedido?

—Perdón, señor Pérez —se disculpó Ana—. Tal vez no desee hablar con el doctor. Nos hemos asustado y como es muy amigo nuestro, le rogamos que viniera, pero si no lo considera necesario, no se sienta obligado.

Luis estaba inquieto. Era como si recobrase imágenes que sin duda conocía y le impactaban de tal forma que se sentía muy mal; hubo momentos en que creyó perder la consciencia. No le vendría mal hablar con el doctor, aunque si era de medicina general, poco o nada podría orientarle.

—Soy un auténtico desastre, no sabe cómo lamento el trastorno que les he causado —dijo ajeno a la sorpresa que le esperaba en cuanto a la especialidad del galeno—: Por supuesto que no tengo inconveniente en hablar con el doctor.

—Ana, ¿no crees que deberíamos dejarlos solos? —preguntó Elvira, siempre pendiente de todo.

Salieron y cerraron la puerta. Juan le preguntó a Elvira si podía utilizar su coche para recoger unas cosas en casa —«Son unos libros para Martínez Escudero. Así en media hora estoy de vuelta»—, y ellas dos se fueron a una salita pequeña, que era la que utilizaba Dolores para jugar a las cartas con sus amigas.

—¿Dónde está tu madre? Mejor que no se entere de nada, ¿verdad? —comentó Elvira.

—En ese sentido podemos estar tranquilas, me dijo que cenaba en casa de las Martín-Gómez y como sabía que yo salía con vosotros, no tendrá ninguna prisa por llegar. Tía Elvira, tengo una corazonada y unas enormes ganas de llorar. —Elvira miró a su sobrina, que estrujaba un pañuelo entre las manos y tenía la mirada como perdida—. ¿No te has dado cuenta? —le preguntó Ana con un hilo de voz—. Quien provoca el malestar al señor Pérez es la visión de Bepo.

—El hecho de que nos haya preguntado si habría otros payasos iguales, porque su imagen le resultaba familiar, no creo que pueda interpretarse como que el pobre Bepo fuese el desencadenante de su indisposición.

—En eso tienes razón, pero ¿no escuchaste cuando dijo angustiado que «tenía que estar en la casa de Biarritz»? Tía Elvira, creo que Bepo tiene algo que ver en esta historia. Seguro que era de Elsa o de Bruno. Estoy convencida de que pertenecía a uno de ellos. ¿Recuerdas cuando nos hablaron de la adivinación por contacto? Nos dijeron que los objetos pueden quedar impregnados de quienes los poseyeron y algunas personas sensibles son capaces de percibir a través de ellos cualidades o defectos de sus antiguos dueños. Es Bepo quien ha provocado en mí todas esas extrañas sensaciones, tía. Es él quien desde el primer día me transmite una energía que nada tiene que ver conmigo. Y ese hombre que está ahora con el doctor no puede ser otro que Bruno Ruscello.

Al cabo de una hora seguían esperando. Juan ya se había unido de nuevo a ellas y Elvira había pedido a Ignacia que preparara tila para Ana, que se encontraba muy excitada y según avanzaban los minutos aumentaba su nerviosismo. Les costaba comprender de qué podrían estar hablando durante tanto tiempo.

Cuando les pareció que se abría la puerta, los tres salieron al pasillo y al verlos, Martínez Escudero les pidió que pasaran al salón; tenían que hablar. Ana apretaba la mano de su tía y caminaba muy pegada a ella. Luis Pérez se hallaba sentado en el mismo sillón en el que le habían dejado; su cara estaba sonrojada y su aspecto era de cansancio. Martínez Escudero se colocó a su lado.

—Me parece providencial que este hombre se haya sentido mal aquí y que vosotros me llamarais, porque pocos mejor que yo para diagnosticar su mal. Hace años el señor Pérez sufrió un accidente que le produjo, según le diagnosticaron, una amnesia irreversible. En todo este tiempo así lo pareció, de hecho, a veces sucede que debido a un traumatismo la amnesia resulta definitiva, pero con seguridad nunca se sabe… Sin embargo, hoy algo le ha causado una honda impresión y gracias a ello recuperó alguna imagen de su pasado, con lo cual es posible que poco a poco pueda ir recobrando su memoria anterior al accidente.

Todos se quedaron en silencio menos Ana, que tomó a Bepo en sus manos.

—Es posible que me equivoque, querido señor, pero creo que ha sido esta figura quien le provocó el recuerdo y a no ser que tenga usted pruebas fehacientes que me demuestren que eso es imposible, yo juraría que su auténtico nombre no es Luis, sino Bruno. Bruno Ruscello.

—No entiendo nada. Eso que dice no tiene sentido. Mi mujer me conocía antes del accidente y ella sabe bien quién soy. ¿Esa figura?, sí tengo la sensación de haberla visto y me produce cierta irritación.

Ana estaba alterada y no dejaba hablar a nadie.

—Aún no me ha dicho por qué vino a verme.

—Se lo he contado al doctor. Me enteré por casualidad de que usted le había escrito a mi mujer, pero ella negó la existencia de esa carta y decidí venir porque tanto el nombre de la calle como su apellido me resultaban conocidos.

—Lo curioso —añadió el doctor— es que asegura que jamás ha estado en Madrid.

—Pues claro que los tiene que reconocer. Si es Bruno Ruscello, como creo —aseguró Ana—, vivió en este mismo piso.

—Eso no puede ser —dijo Luis muy pensativo—. Inés me lo habría dicho. Me ha asegurado en más de una ocasión que yo no conozco Madrid.

—Puede haberle mentido, como hizo con la carta —replicó Ana con rabia contenida.

—Si usted quiere, yo puedo ayudarle —apuntó el doctor—. Tengo que hacerle varias pruebas para comprobar si existen posibilidades de recuperación. Si es así, deberá seguir una terapia que nos llevará un tiempo. Pero quizá usted, don Luis, prefiera viajar a Córdoba para comentárselo a su mujer.

—Le escribiré —dijo muy serio—. Cuanto antes empecemos, mejor.

Elvira escuchaba en silencio. Estaba casi segura de que Ana tenía razón y en un deseo de ayudarla y llegar cuanto antes al final, preguntó:

—Doctor, si Ana estuviera en lo cierto y este señor fuera Bruno Ruscello, ¿sería interesante que ella intentara hacerle recordar con pasajes de su vida que conoce?

—Por supuesto, yo me mantendré en contacto con ustedes —dijo Martínez Escudero.

—Estoy pensando que nos resultaría a todos más cómodo que el señor Pérez se alojara en mi casa —dijo Elvira, que añadió mirando a Luis—: Tengo una casa muy grande, vivo sola y no me importa nada lo que puedan decir algunos cotillas. Si acepta mi invitación, estaré encantada.

El hombre no entendía las razones por las que aquellos desconocidos eran tan amables con él; bueno, sí lo sabía: lo confundían con un tal Bruno. La chica joven era guapísima, sus ojos denotaban una vida interior y un aire de misterio que le subyugaban. ¿Por qué habría escrito a su mujer? Tal vez para decirle que él era otra persona, ¿Bruno? Pronto sabría quién era ese personaje. Aceptaría la invitación, entre otras razones, porque no tenía dinero suficiente para vivir en el hotel.

—Se lo ofrezco de corazón —insistía Elvira en ese momento—, y creo que será mejor para todos.

—Acepte usted —dijo el doctor—. Estará mucho mejor que en el hotel.

—Muchas gracias por su invitación —dijo mirando a Elvira—. Pasaré por el hotel a recoger mis cosas.

Ana observaba cada gesto de aquel hombre. Se fijó en sus ojos, eran verdes y recordó cómo Elsa en el diario hablaba de su mirada: «La misma que me dirigió a mí al entrar. Tiene que ser él», se dijo. Y decidió hacerle una pregunta.

—Perdón, ¿habla usted italiano?

Luis la miró un tanto sorprendido y le dijo que no.

Entonces ella muy sonriente manifestó:

—Tú, tía Elvira, tampoco lo dominas, pero tal vez usted, doctor, me puede traducir esta frase: Si hai ricevuto l’incarico di trovare queste persone, non preocuparti, perché ce lafarai.

—Lo siento —contestó el doctor—, no puedo ayudarla.

Luis se había quedado pensativo… y de pronto dijo:

—Yo sí puedo. Ha dicho: «Si has recibido el encargo de encontrar a esas personas, no te preocupes, porque lo conseguirás».

—Gracias, es usted muy amable —dijo Ana—. Es un dato más a mi favor. Bruno Ruscello era italiano o de origen italiano y usted, por lo que acabo de comprobar, lo habla bien.

Luis se sentía abrumado, podría no haber dicho nada, pero él no tenía ni idea de sus conocimientos de italiano, se estaba asustando un poco y pensó que podrían aparecer cosas de su pasado que mejor estaban en el olvido y quizá por ello su mujer, que le quería bien, se lo había ocultado. Aun así, necesitaba saber quién era de verdad.