CAPÍTULO VII

MISTERIO EN APPLEDORE

Sentados en la cumbre del Mynd, entre los húmedos matorrales, Richard y Mary contemplaban los vellones de niebla que a semejanza de silentes y albos fantasmas iban rodeándoles poco a poco. Pugnaba la niña por refrenar sus lágrimas. Y al notar su tensa actitud, preguntóle su hermano:

—¿Estás asustada, Mary?

Tragó saliva la pequeña, antes de contestar:

—Asustada… precisamente asustada, no; no lo estoy. Creo que… que se me ha metido algo en la garganta. Debe de ser esta niebla.

—Pues yo sí que tengo miedo —confesó el chico—. Y creo que tú no dices la verdad, hermanita. Y eso no me gusta.

—De acuerdo. Como no puedo dejar que lo tengas tú solo… si; tal vez tenga yo también un poco de miedo.

—¡Eso está mejor! Y ahora, ¿qué podemos hacer?

—Pues… no lo sé, Richard; pero ten la seguridad de que es ésta la mayor aventura que hemos tenido hasta ahora. Tendremos que demostrar mucho valor; más valor que nunca. Papá y mamá nos preguntarán si hemos sido valientes…

—¡Sí! Y papá y David querrán saber también otras cosas, ¡si hemos sido sensatos! Dame la mano, y hagamos otra promesa: que pase lo que pase no lloraremos ni una sola vez. ¿De acuerdo?

La niña se estremeció, y al estrechar la mano de Richard, comprobó que también estaba él temblando. Entonces le dijo:

—No creo que nos convenga continuar en este sitio. ¿Qué camino te parece más seguro?

Y el interrogado puso de manifiesto la sensatez a la que acababa de aludir, indicando:

—Hatchholt está muy lejos de aquí. Y además, podríamos extraviarnos en la montaña. Volvamos a Appledore. Tardaremos menos tiempo en llegar… y conocemos mejor el camino. La señora Thurston es una bruja; pero John nos ayudará. Yo seré Ricardo «Corazón de León», y tú no tendrás nada que temer. ¿De acuerdo?

Llevando bien sujeto a «Macbeth» por la correa, la niña dio la mano a su hermanito, el cual inició la marcha. Les costába avanzar por aquel sinuoso sendero, al que en las horas de plena claridad no habían podido distinguir apenas, oculto como estaba entre las altas hierbas, aparte la circunstancia de ser poco transitado. Y cuando Richard tropezó con una mata y arrastró a Mary en su caída, dijo la pequeña al tiempo de levantarse:

—Más vale… más vale que en vez de ser el rey Ricardo seas otra vez el Gran Jefe «Lobo Colorado»; ése sí que sabe deslizarse cautelosamente, como un felino que…

Siguieron descendiendo los gemelos por la ladera del monte, dando vueltas y más vueltas, pareciéndoles que el pinar de Appledore había desaparecido, pues por más que caminaban no llegaban a su lindero. En cuanto a «Macbeth», estaba hecho una verdadera lástima: sucio, mojado y con las orejas gachas, miraba de vez en cuando a sus amos, los cuales habían percibido varias veces la aturdidora sensación que se experimenta al despertar súbitamente y no recordar en qué lado está la ventana o la puerta de la habitación.

Al cabo de largo rato, y tras haber encontrado varios árboles, sin poder afirmar si habían pasado antes por el mismo sitio, los dos chicos se detuvieron, espantados, viendo ante ellos una oscura sombra. Impensadamente, Mary soltó la correa de «Macbeth», el cual se acercó al citado bulto sin demostrar ni pizca de excitación. Entonces Richard se atrevió a avanzar unos pasos, para exclamar seguidamente:

—¡Qué tontos somos, Mary! ¿Sabes lo que es? ¡Una roca!

En efecto, no era más que una peña, envuelta en velas de niebla. Mary se sentó en el húmedo suelo, apoyando su espalda contra ella, al par que el tembloroso «Macbeth» se acomodaba sobre su falda. Richard imitó a su hermana, pasándole un brazo por el cuello, para comunicarse mutuamente un poco de calor. Y así permanecieron durante varios minutos los niños y el perro, hasta que este último levantó las orejas, al oírse el rumor de un avión.

—Vuela muy bajo —observó Mary—. Y viene hacia aquí.

Segundos después, toda la Naturaleza pareció conmoverse con el horrísono fragor de los motores, cuyo estridor fue amortiguándose, conforme se alejaba el aparato.

—Se ha perdido —comentó Richard—. ¿Oyes? Está dando vueltas. Le pasa lo mismo que a nosotros; no sabe dónde está…

De nuevo atronó aquel lugar el estrépito del aparato, el cual tornó a alejarse definitivamente esta vez. No se movieron los chicos de su puesto junto a la roca, la cual les resguardaba del fresco vientecillo de poniente. De rato en rato, «Macbeth» alzaba la cabeza y lamía la cara de Mary; pero ni ésta ni su hermano parecían dispuestos a hacer una sugerencia sobre el camino que habrían de seguir.

En esto; y cuando las sombras del atardecer empezaban a teñir de gris a la ambarina niebla, he aquí que otro sonido vino a alterar el profundo silencio de la montaña:

«¡Tujúu… Tu vuit…! ¡Tujúu!».

—El búho —murmuró Mary—. También se siente solo.

Otra vez sonó el grito del ave nocturna. Y de pronto, al aclararse un poco la niebla, los gemelos pudieron ver los primeros árboles del pinar de Appledore, a muy corta distancia del sitio en que se encontraban. Al cabo de un momento se oyó el ulular de otro búho, respondiendo al anterior, el cual volvió a chillar mucho más cerca que la primera vez. Soltó entonces «Macbeth» un ladrido, al tiempo que sonaba un crujido en el pinar, como si alguien hubiese quebrado una rama. Y los gemelos se quedaron asombrados al ver aparecer a un hombre entre los árboles; pero aún habrían de sorprenderse más cuando el referido hizo bocina con las manos y emitió el grito del búho.

Reconociendo en aquel hombre a Jacob, el de Appledore, los chicos se pusieron en pie. Y al volver a ladrar «Macbeth», el criado miró hacia la roca, quedándose estupefacto.

—Por favor, mister Jacob —díjole Mary, corriendo hacia él, seguida por Richard y por el perro—. Llévenos a Appledore. Nos hemos perdido y no podemos volver a casa porque hay mucha niebla.

Y Jacob los miró con intensa aversión, mascullando:

—¿Por qué no os marcháis de una vez? Siempre estáis molestando por aquí. Ésta es una propiedad privada.

—Usted no puede dejarnos abandonados —protestó Richard—. ¿No comprende que nos hemos perdido… y que tenemos mucha sed y mucha hambre?

Pero Jacob no estaba dispuesto a escucharle; como lo demostró al echar a andar de prisa en dirección al bosque, al paso que gruñía malhumorado:

—Marchaos a casa. No tenéis nada que hacer por aquí.

—¡Un momento! —gritó Richard corriendo detrás de él—. ¡No se le ocurra pensar que vamos a quedarnos en este bosque, perdidos entre la niebla!

—Desde luego que no —apoyóle Mary—. ¡Ni se le ocurra! Nosotros vamos a ir adonde usted vaya, hasta que nos lleve a casa o… o a Appledore. No podrá echarnos de aquí.

Profiriendo dicterios en voz baja, Jacob se volvió hacia los niños y los contempló durante un momento.

—¡Ven aquí! —dijo luego, alargando una mano, para coger a Richard por un brazo—. Yo te enseñaré…

Y el chico hurtó el cuerpo fácilmente, al tiempo que «Macbeth» empezaba a ladrar furiosamente, dando vueltas alrededor del agresor, y con el hocico a peligrosa distancia de sus tobillos. Sorprendido, Jacob giró sobre sí mismo y dio un traspiés, adelantándose entonces Mary para sujetar al perrito por la correa, en tanto exclamaba en tono indignado:

—¡No se atreva a hacer eso otra vez! ¿Entiende? Mi hermano y yo somos muy valientes, y vamos a ir a donde usted vaya, hasta que estemos a salvo.

—Y otra cosa —añadió Richard—. ¿Por qué estaba usted ululando de esa forma? ¿Se ha vuelto loco… o le pasa algo en la cabeza? ¡A quién se le ocurre andar chillando como un búho!

—No es más que un viejo tonto, Richard —dijo Mary despectivamente—. ¡Ululando en medio de la niebla! Y desde luego que imita muy mal al búho.

Contuvo Jacob la respiración por espacio de un instante, a la vez que sus manos se abrían y se cerraban junto a las caderas. Apartáronse los chicos prudentemente, hasta hallarse fuera de su alcance. Y entonces volvió a oírse, más cercano que antes, el canto de la citada ave nocturna.

—Otra vez —dijo Richard—. Por lo visto, el bosque está lleno de gente rara. Parece que es el mismo que chilló hace unos minutos.

Torció Jacob su boca en un remedo de sonrisa, preguntando suavemente:

—¿De modo que habéis oído antes ese grito? ¿Dónde lo oísteis, pequeños? ¿Más allá de aquella roca? Escuchadme: Jacob os va a llevar a Appledore y luego os conducirá a vuestra casa en el coche, ¿entendido? Os reuniréis con vuestra mamá y vuestro hermanito… y olvidaréis esta aventura. Ahora, esperad aquí un momento, hasta que vuelva. Jacob quiere cazar al búho en su nido. Por eso estaba ululando de esa forma. ¡Ja, ja!…

Ante tan notable transformación, los gemelos se miraron, asombrados. Y era que Jacob, sonriente y tratando de mostrarse agradable, resultaba aún más desagradable que cuando estaba de mal humor. Sonó nuevamente el misterioso grito, al oír el cual, el criado se encaminó rápidamente hacia el sitio del que parecía provenir; pero los chicos le siguieron a pocos pasos, indicando Richard:

—Iremos con usted para ver al búho en su nido. No queremos quedarnos solos, porque luego no podríamos encontrarlo.

—Y no es sólo el búho —señaló Mary—. También hemos oído otra cosa.

—¿Y qué otra cosa habéis oído? —quiso saber Jacob.

—Un avión. Pasó por encima de nosotros.

—Y tuvimos que agachar la cabeza para que no nos rozara —añadió Richard.

Jacob parecía haber tomado una decisión con respecto a los chicos. En lugar de apartarlos de su lado, les habló con amabilidad, permitiendo que le acompañaran por entre los árboles. En cierto momento, se detuvo e hizo bocina con las manos, para lanzar el grito del ave, llegando inmediatamente la contestación, desde un lugar muy cercano.

—Venid —dijo entonces a sus pequeños acompañantes—. Vamos a cazar juntos a ese pájaro.

Y siguió andando entre la niebla, sin dejar de hablar en voz alta, como si quisiera que su voz y las de los chicos fuesen oídas desde bastante distancia. Poco después, una nueva voz sonó a pocos pasos:

—¡Socorro! ¡Acérquense, por favor!… Por aquí…

Y así encontraron los gemelos al misterioso «pájaro»: un hombre joven, de pálido semblante y agradable apariencia, que estaba sentado en el suelo, junto a una roca. Uno de sus pies se hallaba extrañamente torcido; pero lo que más llamó la atención, de los niños fue el conjunto de brillantes cuerdas que pendían de las ramas de un árbol. Antes de que ninguno de los tres hubiera podido hacer una pregunta, inquirió el desconocido:

—¿Alguno de ustedes estaba ululando como un búho?

—Si —repuso Jacob—; era yo. Y estos chicos… se habían perdido en la niebla y han venido a parar aquí. ¿Está usted herido?

Asintió el desconocido, indicando:

—Me he dislocado un tobillo. Y me duele bastante. En fin: supongo que querrán saber quién soy yo, ¿verdad?

—Por supuesto que sí —apresuróse a contestar Mary.

Y al ver que aquel hombre la observaba a ella y a Richard con sonriente expresión, agregó:

—Sí; somos gemelos. Y este señor es Jacob. Vive en Appledore, y nos va a llevar allí, porque nos extraviamos en la niebla y…

—¿También vivís vosotros en Appledore?

—¡Oh! No, señor. Allí vive la señora Thurston.

—¿Y creéis que se prestará a cuidarme, hasta que me cure el tobillo?

Terció entonces Richard para exclamar en tono excitado:

—¡Ya sé lo que es eso, Mary! ¡Un paracaídas! ¡Este señor se ha caído de un avión!

—Así es, amiguito —confirmó el aludido—. O mejor dicho: no me he caído, sino que me he lanzado. Y puesto que ahora conocéis el secreto, debéis prometerme que no lo divulgaréis. ¿Prometido?

Asintieron los dos niños, continuando el aviador:

—Pues bien. Soy un oficial británico. Y tengo la misión de probar paracaídas en toda clase de tiempo.

—Debe de ser muy difícil —comentó Richard.

—Y usted debe de ser muy valiente —opinó Mary.

Y el paracaidista sonrió levemente antes de decir:

—¡Oh! No sé si lo soy; pero os agradezco vuestras palabras. Escuchad: estamos esperando una orden para lanzarnos sobre Alemania. Como es natural, hay que comprobar previamente muchos detalles técnicos, entre los que se cuentan los paracaídas. Hoy, por ejemplo, tenía que probarlo en medio de la niebla… y ya veis lo que he conseguido: ¡torcerme un tobillo! Por culpa de ese condenado trapo, que se enganchó en un árbol.

—Es curioso —dijo Richard—; pero la verdad es que siempre encontramos gente por aquí.

Jacob le miró ceñudamente, a la par que le preguntaba:

—¿Qué quieres decir con eso?

—Pues… el otro día seguimos a un hombre en la cima de la montaña. Esta mañana encontramos a John Davies en un claro del bosque de Witchend. Luego, esta tarde, cuando acompañábamos a John hasta Appledore, vimos a otro hombre que se escondía entre los árboles, en este mismo pinar. Por eso digo que siempre hay mucha gente por estos alrededores.

—Y también hay muchos búhos —apuntó Mary.

—Eso no importa ahora —dijo el paracaidista—. Lo que interesa es que me ayudéis a plegar mi paracaídas. ¿Sabréis hacer eso?

Asintieron los chicos, y dirigidos por el aviador, procedieron a doblar aquella gran pieza de sedoso material. Luego, auxiliado por Jacob, el contuso se puso en pie y empezó a caminar torpemente, advirtiendo entonces Richard la mochila colgada de los hombros, lo que le indujo a preguntar, solícito:

—¿Quiere que le llevemos la mochila? De esa forma podrá andar mejor.

—No, pequeño —rehusó el paracaidista—; muchas gracias. Como puedes ver, tenemos que probar estos aparatos con peso suplementario; porque en caso de entrar en acción, deberíamos llevar armamento, munición y muchas otras cosas.

Al cabo de un rato de lento avance por entre la niebla, Mary se apoyó en su hermano, sintiéndose soñolienta. Notaba la niña una desusada pesadez en sus párpados. Y sólo merced a un constante esfuerzo de su voluntad consiguió acompasar su marcha a la de los demás. Al fin, cuando se hallaron ante la desdibujada silueta de la casa de Appledore, Jacob abrió la cancela de tablas que daba acceso al jardín y dijo a los niños:

—Entrad en la casa por la puerta principal. Yo llevaré a este aviador a la parte trasera y…

—No, no —protestó Richard—. Iremos con ustedes. Así será más rápido. Mary tiene mucho sueño… y yo tengo mucha hambre. Y si ella tiene tanto sueño que no pueda tomar su cena… me la tomaré yo. No nos deje aquí, con este frío. Nosotros iremos…

—¡Vosotros vais a hacer lo que yo…!

—Un momento, amigo —intervino el paracaidista—. Yo no puedo tenerme más tiempo en pie. Entremos todos por la puerta principal.

Murmurando entre dientes, Jacob se acercó a la casa e hizo sonar la aldaba, dando con ella un golpe, luego dos seguidos, y otro después. Y al abrir la puerta la señora Thurston, los recién llegados comenzaron a hablar, todos a la vez: Jacob, explicando lo que acababa de ocurrir; el aviador, agradeciendo anticipadamente a la dueña de la casa su posible hospitalidad; los gemelos, pidiendo a voz en cuello que los dejaran entrar cuanto antes; y «Macbeth», ladrando como un desaforado.

—¡Nos hemos perdido en las montañas! —gritaba Richard—. El diablo se había sentado en su silla, y luego pasó un avión… y este aviador estaba chillando como un mochuelo…

—¡Como un mochuelo, no! —corrigióle su hermana—. ¡Como un búho! ¡Y Jacob chillaba también como los búhos! ¡Un hombre tan grandote…!

—¡Parece mentira…!

—¡Callad! —interrumpióles la señora Thurston ásperamente—. Entrad en seguida y dejaos de chacharear. ¡Sois unos latosos! Primero venís aquí. Luego os marcháis sin querer probar la merienda. Y ahora estáis de vuelta otra vez.

Una vez que los chicos hubieron pasado al vestíbulo, la enfadada mujer cerró de un portazo y se quedó observando al aviador, el cual fue conducido por Jacob hasta una cómoda butaca. Dispuesto a ahorrar circunloquios, Richard se volvió hacia la dueña de la casa y le dijo:

—Tenemos mucha hambre.

—Yo no —indicó Mary—. Lo que yo quiero es volverme a casa. Y tú también quieres ir a casa, Richard. Señora Thurston, ¿quiere llevarnos en el coche?

—¡De ninguna manera! —negóse la mujer—. Habéis venido aquí, y aquí os quedaréis. Venid conmigo. No os preocupéis ahora por vuestra casa. Sé que Richard tiene hambre… lo mismo que Mary, aunque no lo confiese. Voy a ordenar que os preparen una buena cena.

Abrió la señora Thurston la puerta del cuarto al que esa misma tarde había hecho pasar a los gemelos. Y en cuanto éstos entraron allí, les advirtió en tono desabrido:

—Sólo me proporcionáis fastidio tras fastidio. Quedaos aquí un momento. Jacob os traerá un poco de leche y unos pasteles. Luego volveré a veros.

Rendida de cansancio, Mary fue a acurrucarse en el suelo, junto a la chimenea, en la que languidecía la llama de un leño medio consumido, Quería haberse sentido con más ánimos para comentar con Richard los recientes acontecimientos; pero la fatiga dominó esta vez su voluntad, por lo que no fue extraño que a los pocos minutos se sorprendiera el chico, al ver a su hermana profundamente dormida.

Minutos más tarde, le tocó sorprenderse a Mary, despertarse y encontrarse ante un mesa cubierta con blanco mantel, sobre el que había una bandeja con pasteles y dos tazas de leche caliente. Esto era, precisamente, lo que ella necesitaba, demostrándolo el afán con que ayudó a su hermano a aligerar el contenido de la citada bandeja, antes de volver junto a la chimenea, donde en aquel momento ardía un fuego alegre y acogedor.

—El brujo Jacob acaba de encenderlo —explicóle Richard—; él te puso en la silla. ¿Sabes que me siento ahora mucho mejor?

—Yo también; pero… ¿qué vamos a hacer? Es de noche, y mamá no sabe dónde estamos. ¿Crees que vendrán a buscarnos? Hay que decirle a la señora Thurston que nos lleve a casa. Tendrá que llevarnos, por fuerza.

En esto, la voz de la aludida sonó junto a la puerta.

—¿Qué es lo que tengo que hacer por fuerza?

Volviéronse hacia ella los dos gemelos, viéndola avanzar por la habitación, con una burlona sonrisa en sus labios y un humeante cigarrillo en una mano.

—Estamos muy agradecidos por la cena —le díjo Richard—; y también por habernos dejado descansar aquí. Y ahora, ¿tendrá la bondad de llevarnos a casa?

—No digáis tonterías, pequeños —repuso la señora Thurston—. De sobra sabéis que eso no puede ser.

—¡Pues hemos de volver a casa inmediatamente! —gritó Mary—. Mamá debe de estar preocupada por nosotros. Sentimos mucho haberle causado molestias; pero usted debe llevarnos ahora a casa.

Exhaló la dama un hondo suspiro antes de indicar:

—Escuchadme los dos atentamente, y no os portéis como dos zopencos. Esta noche no podréis volver a Witchend. Es demasiado tarde, y hay mucha niebla. Y además, el coche está averiado.

—¿De modo que no puede usted llevarnos?

—¡Por supuesto que no! Tengo muchas cosas en que ocuparme. He de cuidar a ese paracaidista herido… y quiero hablar con mi sobrino.

—¿John? —preguntó Richard—. ¡Es verdad! ¡John podría llevarnos! Estoy seguro de que querrá acompañarnos a casa. Nosotros le trajimos aquí esta mañana y él nos devolverá ahora ese favor. Por favor, dígale que venga a recogernos.

—Imposible, amiguito. John no se moverá de aquí. Y es preferible que vayáis acostumbrándoos a la idea de pasar la noche en esta casa. Hay un buen dormitorio para vosotros en el piso de arriba. Mañana por la mañana, después del desayuno, os llevaremos a Witchend. Y ahora, ¿querréis contarme las aventuras que habéis corrido hoy por esos montes? Es posible que hayáis visto a otras personas, aparte ese paracaidista inglés.

Los dos mellizos se miraron en silencio. Luego, la niña dijo:

—Señora Thurston, muchas gracias por la cena; pero tenemos que marcharnos.

—Nos iremos solos. —Añadió Richard—. Seguiremos por la carretera, y llegaremos a casa sin peligro.

Y acercándose a la puerta, trató de abrirla; pero no logró su intento. Entonces se volvió hacia su hermana, para exclamar:

—¡Está cerrada! ¡Nos tiene prisioneros!

—¡Déjenos salir inmediatamente! —barbotó Mary, furiosa—. ¿Cómo se atreve a encerrarnos aquí? Hay que llamar a John, Richard, él nos ayudará. ¡John!… ¡John!… ¡Somos nosotros! ¡Venga a ayudarnos!

Con gesto airado, la señora Thurston arrojó al fuego el cigarrillo que estaba fumando y se levantó del brazo de la butaca en que se había sentado, para acercarse a la niña y retirarla violentamente de la puerta, a la par que le ordenaba:

—¡Cállate, sinvergüenza y desobediente!

Y asiendo a los dos niños por los hombros, los puso frente a sí y les dijo con persuasivo acento:

—Sed razonables. No podéis iros a casa esta noche, ¿entendido? Hay demasiada niebla, y ninguno de los que estamos aquí podríamos acompañaros. Y ni por asomo se os ocurra que voy a dejaros marchar solos, en medio de una noche tan oscura como ésta. No quiero que os suceda nada grave por esos caminos. Mañana, muy temprano… antes, incluso, del desayuno, Jacob irá en su moto a ver a vuestra mamá y le dirá que estáis aquí sanos y salvos, y que pronto llegaréis allí; pero ahora tendréis que acostaros, sin llamar a nadie; ¿entendido? ¡A nadie absolutamente!

Tan terrible era la expresión que aquella mujer tenía impresa en su rostro, que los dos pequeños se sintieron amedrentados. A pesar de sus esfuerzos, Mary no pudo impedir que las lágrimas asomaran a sus ojos y empezasen a deslizarse por sus mejillas; pero Richard recordó entonces a su madre… acometiéndole un sentimiento de culpabilidad, por haberse alejado con su hermana y con John, pese a sus advertencias… Y desprendiéndose bruscamente de la mano que lo sujetaba por un hombro, corrió hacia la puerta y empezó a gritar:

—¡John!… ¡John!…

Ante tal muestra de obstinación, la señora Thurston perdió la paciencia y se acercó al chico, asestándole en la boca una sonora bofetada. Palideció Richard; pero en lugar de apartarse, se mantúvo plantado ante su agresora, mirándola a los ojos, en actitud desafiante. Y entonces sucedió lo que siempre había llamado poderosamente la atención a quienes no conocían la estrecha unión que reinaba entre los dos gemelos: que ambos, tal como su padre solía decir «cerraron sus filas». Y efectivamente: al ver en la cara de su hermano las rojizas marcas de los dedos de la mujer, Mary avanzó hacia ella y la increpó duramente e insultándola:

—¡Canalla! ¡Le ha pegado! ¡Es usted una bestia! ¡Y yo se lo voy a decir todo el mundo! ¡Voy a contar a todos que usted le pegó a Richard! ¡Él no estaba haciendo nada malo! ¡Sólo queríamos volvernos a casa!

—¡Cállate! —ordenóle la señora Thurston.

Pero la niña siguió gritando:

—¡No! ¡No me callaré! ¡Gritaré y chillaré hasta que alguien…!

Alzó entonces aquélla una mano; pero antes de que hubiera podido golpear a la pequeña, he aquí que «Macbeth», que había estado durmiendo debajo de la mesa, decidió tomar parte en la liza y se precipitó hacia la señora Thurston, ladrando fieramente. Sorprendida ante la aparición del belicoso perrito, la mujer profirió un chillido y retrocedió hasta la puerta, en tanto gritaba:

—¡Sujétalo, Mary!, ¡sujétalo!… ¡Apártalo de mí!

Luego, cuando la niña hubo cogido al perro por la correa, se volvió hacia Richard y le dijo:

—Siento lo ocurrido; pero no deberías haberme hecho enfadar. Yo no quería pegarte. Y si perdí el dominio de mis nervios, fue debido a tu desobediencia. Portaos ahora como dos chicos buenos, y marchad a acostaros. Os prometo que mañana a primera hora os llevaremos a vuestra casa.

Ante la inutilidad de sus esfuerzos, los gemelos no tuvieron más opción que seguir a la dueña de la casa, la cual los condujo hasta un cuarto situado en el piso superior; pero antes de entrar en él, y al pasar ante una puerta entreabierta, pudieron ver aquéllos al paracaidista, tendido en una cama, y mostrando una blanca venda en torno a un tobillo. Sentado junto a él se hallaba John Davies. Y ambos estaban examinando una hoja de papel que el segundo tenía sobre sus rodillas.

Una vez que se quedaron a solas en aquella habitación, débilmente iluminada por la luz de una vela, los dos niños trataron de abrir la puerta, comprobando que estaba cerrada con llave.

—Es inútil —dijo entonces Mary con un suspiro—. Estamos prisioneros. ¿Tienes miedo, Richard?

—Miedo, no —repuso el interrogado con rotundo acento—. Lo que tengo es… odio contra esa malvada. Y preocupación, por lo que mamá estará sufriendo. ¿Y tú? ¿Estás asustada?

—No mucho. ¿Y sabes por qué? ¡Porque ésta es la aventura más interesante que podíamos soñar! Oye… ¿viste a John?

Asintió Richard, prosiguiendo ella:

—¿Y te fijaste en el papel que estaba mirando?

—Sí; también.

—¿Y qué crees que era? Me refiero al papel.

Sentóse el chico en el borde de la cama, quitándose los zapatos sin soltar los cordones. Al cabo de un momento, contestó:

—Pues… algo así como un dibujo… o un mapa.

—Exactamente, Richard; pero también había otra cosa ¿Notaste… lo que yo noté? ¿Oíste hablar a esos hombres?

En muda respuesta, el interrogado se encogió de hombros… para mirar luego a Mary con aire de asombro, en tanto murmuraba pensativamente:

—Por supuesto que los oí. Estaban hablando…

—¡Desde luego que estaban hablando! —exclamó la niña.

Y acercándose a su hermano, añadió en un susurro:

—Pero no hablaban en inglés.