CAPÍTULO VI

HATCHHOLT

En tanto avanzaba, presurosa, hacia la granja de Ingles, la señora Morton miró a David y le dijo:

—Los mellizos tenían un aspecto muy inocente. ¿Crees que se quedarán tranquilos?

El muchacho asintió pensando en que algunas veces resultaba grato separarse de sus dos hermanitos, aunque sólo fuera para disfrutar de un corto respiro. Al entrar en la casa de la granja, la señora Ingles les recibió con grandes muestras de amistad.

—No sabe cuánto le agradezco que haya venido, señora Morton —dijo desde la butaca en que estaba sentada—. Mi sobrino Tom puede hacer algunos recados, pero todavía es muy joven para ocuparse de los quehaceres de la casa.

Explicó a continuación varios detalles de su vida doméstica, lamentándose porque el contratiempo sufrido le impidiese atender a sus faenas habituales. Y luego le encargó a su sobrino:

—Tom: no te quedes ahí, perdiendo el tiempo. Tienes que sacar a las vacas del establo, ¿recuerdas?

—Vete con él —díjole la señora Morton a su hijo—. Y cuando vuelvas de la estación, pasa por aquí, por si necesitáramos alguna cosa.

Marcháronse los dos chicos, encaminándose al establo, de donde Tom hizo salir las vacas. Una vez que la última de éstas cruzó la puerta, el sobrino de los Ingles miró fijamente a su amigo y le dijo:

—Esa señora Thurston parece un poco rara. Tendrías que haberla visto ayer, corriendo por esos campos, perseguida por tu perrito. ¿No le faltará un tornillo?

—Tal vez —dijo David.

Continuando aquél:

—De todas formas, no tenemos por qué preocuparnos por ella. ¿Cuándo vamos a celebrar otra reunión en el campamento?

—En cuanto podamos.

—Deberíamos vernos con frecuencia para que yo pudiera enseñaros a silbar como ese pájaro. ¿Quieres que vayamos al granero para ver si hay alguna rata?

Pero David no quería tardar demasiado en regresar de la estación. Y despidiéndose de su amigo, echó a andar hacia la carretera. Muchas incidencias habían ocurrido desde su llegada a Witchend: su encuentro con Tom y con Peter, el salvamento de Richard, el misterioso individuo que andaba por la cima del Mynd, la finca de Appledore… y sobre todo, el excitante descubrimiento del campamento del Pino Solitario. Al llegar a lo alto de una loma, detúvose brevemente el muchacho para echar un vistazo a los campos aledaños al monte. Cierto era que en cuanto llegasen las bicicletas podría realizar muchas excursiones por los caminos; pero también era verdad que tendría que efectuar bastantes trayectos a pie, a cuenta de la topografía de aquella región, compuesta mayormente por colinas.

Siguió luego su camino, no tardando en cruzar por el paso a nivel. La estación se encontraba casi desierta en contraste con la febril actividad de las grandes terminales de Londres, en las que no pasaban apenas cinco minutos sin que entrase o saliera algún tren. Y por cierto que resultaba divertido ver al guarda, cómodamente sentado en una silla apoyada en su garita, observando a las gallinas que picoteaban por en medio de la vía. A un extremo del andén, el viejo maletero estaba regando unas matas de berros que crecían junto a la cerca. Con ánimo de llamar la atención a quienquiera que pudiese recibirle, el muchacho se puso a silbar estridentemente; pero nadie salió a averiguar la causa de aquel insólito sonido, como no fuese la mariposa que apareció en la puerta de la sala de espera y revoloteó por un instante sobre el andén, antes de dirigirse a un cercano y florido jardín.

Dispuesto a cumplir la misión que hasta allí le había llevado, David se acercó a la ventanilla en que se expedían los billetes y llamó con los nudillos, mas sin recibir respuesta. En consecuencia, volvió al andén, y fue hasta donde estaba el viejo maletero, el cual le saludó sonriente, preguntándole:

—¡Hola, hijito! ¿Qué tal os va por Witchend? Supongo que no pensaréis volveros tan pronto a Londres, ¿eh?

David le explicó el motivo de su presencia en la estación. Y el maletero arrugó la frente, al tiempo que repetía:

—¿Unas bicicletas?… ¡Ah, ya! ¡Esas bicicletas! ¡Sí que han llegado! Deben de estar en el departamento de equipajes; si es que no las han llevado a otro sitio. Ven conmigo.

Precedió el hombre a David hasta un amplio almacén, donde el muchacho recogió su bicicleta, después de haber comprobado que no había sufrido ningún daño durante su transporte. El chico se despidió del maletero, y cuando pedaleaba alegremente en dirección al paso a nivel, oyó detrás suyo un acompasado rumor de cascos, lo que le hizo volver la cabeza. Deteniéndose al punto al reconocer a Peter, la cual se acercaba al galope de la yegua «Sally».

—¡Hola! —saludó la chica—. ¿Adónde vas? Yo pensaba ir a verte.

—También tenía yo esa intención —le respondió David—. Quería comprobar hasta dónde podía llegar con mi bicicleta, subiendo por el camino de tu casa. ¿Y tú? ¿Qué planes tienes para hoy?

—Verás: en vista de que hace tan buen día, supuse que te gustaría acompañarme al embalse para nadar un rato. Podríamos invitar también a Tom, ¿no te parece? Yo había bajado al pueblo a buscar unas cosas, porque hoy es nuestro día de compras.

Entonces David le explicó lo relativo al accidente sufrido por la señora Ingles. Y hacia la granja de este nombre se dirigieron los dos, encontrando allí a la señora Morton, ocupada en la cocina de la casa. Tras haberla informado sobre sus proyectos, David pidió permiso a su madre para llevarlos a cabo. Y una vez que hubo recibido su autorización, él y Peter marcharon a la finca de Witchend, quedándose extrañados al enterarse de que los gemelos se habían ausentado.

Interrogada a tal respecto, repuso Agnes:

—Pues… ¿adónde dijeron que se iban…? Hacia el bosque, nada más. Y que tú sabrías donde podrías encontrarlos. Nada más, David. No quisieron indicarme ese lugar. Yo les di unos bocadillos, y ellos me encargaron que te diera el aviso… y que tú comprenderías. No me explico qué misterio os traeréis entre manos.

Al punto comprendieron Peter y David la naturaleza de aquel mensaje. Los dos pequeños habían ido al campamento del Pino Solitario, con sabe Dios qué intención. Tal vez, para construir la presa de la que el día anterior habían hablado, y que tanto interés despertó en Richard…

—Escucha, David —dijo entonces la chica—: voy a ir hasta allí con «Sally», y los traeré de vuelta. Guarda tu bicicleta, que no te servirá para recorrer el sendero que hemos de tomar, y prepara tu traje de baño y los de los gemelos.

—De acuerdo —convino el muchacho—. Creo que es lo mejor que podemos hacer. En caso de que no los encuentres, déjales una nota, indicándoles dónde estamos. Aunque… no sé si serán capaces de llegar solos a Hachholt, sin saber el camino.

—Yo también dudo de que puedan encontrarlo —murmuró Peter, pensativamente—. Espero que estén en el campamento, o por sus alrededores. Y no creo que nos convenga aguardarles aquí. Podrían tardar demasiado, y… ¡Ya lo sé! Te diré lo que voy a hacer: decirles en el mensaje que nos hemos ido a Hatchholt; y que si quieren reunirse con nosotros, deben pedirle a Tom Ingles que los acompañe hasta allí. Les dejaré un plano del camino, para que puedan orientarse y estoy segura de que mister Ingles no tendrá inconveniente en dejar marchar a su sobrino. ¿Buena idea?

—Excelente —aprobó David.

Y una vez que su amiga se hubo marchado, subió al piso superior de la casa y empezó a revolver el contenido de los baúles en busca de los bañadores. Al cabo de unos minutos, tuvo que pedir ayuda a Agnes, la cual, en tanto buscaba las citadas prendas, murmuró entre dientes:

—¿Y también van a ir los dos pequeños? ¿Para tirarse al agua fría de ese lagunajo?… ¿Y dices que tu madre ya lo sabe?… ¡Bien, bien! No me parece a mi que sea una buena idea; pero… a tiempos nuevos, costumbres nuevas. ¿Y qué vais a poneros luego para entrar en calor? ¿Las mismas ropas? Cielo divino… Cuando yo digo que… En fin: aquí están los trajes de baño. Tened mucho cuidado, y no cometáis imprudencias. Yo bajaré a la finca de Ingles dentro de un rato para ayudar a tu madre.

Minutos después, y cuando David había guardado su bicicleta y estaba envolviendo los bañadores en una amplia toalla, llegó Peter e informó brevemente:

—No los he visto, David. Silbé como el avefría y los llamé a gritos; pero no me contestaron. Les he dejado el plano, de modo que no podrán extraviarse, si los acompaña Tom. Y ahora, marchémonos en seguida, pues papá podría impacientarse.

Al cabo de unos minutos de camino, y cuando hubieron cruzado el arroyo de la Cañada Oscura, la chica tiró de las riendas y sugirió que era aquél un buen sitio para enseñar a David su primera lección de equitación.

—No creas que le prestaría mi yegua a cualquiera —le advirtió a su amigo—; pero como espero que pronto tengas tú también un «pony» para acompañarme en mis excursiones por la montaña…

Fatigosa fue, en verdad, la primera experiencia de David con la silla de montar. Al principio, «Sally» no pareció muy conforme con el nuevo jinete; pero al fin, tranquilizada por las palabras que le dirigía Peter, siguió avanzando normalmente por el sendero, mientras David se balanceaba, inseguro, de aquí para allá.

—¡No pongas esa cara de disgusto! —rióse la chica—. Y no te sientes tan tieso. Acomódate a los movimientos del animal y pronto te hallarás a tus anchas.

Poco después, cuando su profesora le dijo que ya había durado bastante la lección, David echó pie a tierra, lamentando tener que desmontar en el momento en que iba empezando a sentirse realmente cómodo sobre aquella montura.

—No has estado mal del todo —dijo Peter al tiempo de poner el pie en el estribo. Estoy segura de que no tardarás en ser un buen jinete. Por mi parte, confieso que me atrae la equitación. Hace un par de años, antes de la guerra, tomé parte en varios concursos. Y aunque ahora no se celebran esas pruebas, tengo intención de participar en ellas en cuanto se reanuden.

Continuaron andando los dos chicos por la orilla del arroyo, hasta llegar a una desviación del sendero, Peter tomó un atajo que llevaba a lo alto de una colina, e indicó desde allí una caseta situada junto a la carretera de Onnybrook, explicando que en la misma se recogían los víveres que los proveedores del pueblo les dejaban durante los meses del invierno.

—Papá baja hasta allí dos veces por semana —añadió—; pero sólo en busca de petróleo, pan, legumbres y otras cosas. La leche la tenemos en casa. ¿No viste a «Hepzibah», el otro día?

—¿Y quién es «Hepzi»… como se llame?

—La cabra. Tenemos una cabra lechera. Muy mansa y…

Tras varios minutos de marcha, alcanzaron los amigos la cima de otra loma, desde donde podía verse la casa de Hatchholt. Aguardábales allí mister Sterling, el cual besó a su hija y estrechó la mano de David, en tanto le decía:

—Bienvenido, amiguito. Todos mis amigos son bienvenidos a Hatchholt, siempre que procuren no ensuciar la casa. ¿Y los otros dos? Un chico y una chica completamente iguales. ¿Dónde se han quedado?

Entonces Peter le informó sobre lo que había ocurrido, e insinuó la posibilidad de que no tardasen en llegar, si encontraban el mensaje que les había dejado. Y su padre alzó ambos brazos y meneó la cabeza, con aire contrariado, expresando su disgusto con estas palabras:

—No, no. ¡De ninguna manera! La verdad es que no lo comprendo. O vienen a comer, o no vienen. ¿Cómo pueden suceder estas cosas? Debemos tener formalidad en todos nuestros actos, hija mía. He preparado patatas para cinco, y sólo vamos a ser tres comensales. ¿Has traído la carne?

—Sí, papá; pero no hace falta que empleemos toda la que traigo. Y en cuanto a las patatas, podemos guardar unas cuantas y comerlas luego, fritas o en ensalada. David sugirió que no debíamos hacerte esperar. Por eso hemos venido en seguida; para enterarte de lo que ocurría.

Nada repuso mister Sterling, aunque su actitud indicaba que se hallaba un poco más satisfecho con la anterior explicación. Y Peter le dio entonces a David con el codo, proponiéndole:

—Ven. Te enseñaré cómo limpio a «Sally» con la bruza y la almohaza. Y también podrás ver a «Hepzibah». Debe de estar pastando por ahí.

Luego, una vez que se hubieran alejado a distancia conveniente, la chica consideró oportuno advertir a su amigo:

—Papá es realmente encantador, David; pero yo soy la única persona capaz de manejarle. Si quieres congraciarte con él, procura presentarte siempre bien arreglado. Y sobre todo… ¡no tires migas al suelo! Yo no sé a qué se deberá esta manía; pero la verdad es que no puede soportar la vista de unas migas.

En cuanto la yegua quedó reluciente, Peter y David volvieron a la casa, donde la primera advirtió a su padre que en caso de que llegaran los dos gemelos, tendrían que contar con otro invitado: Tom. Ante esta otra novedad; mister Sterling murmuró algo por lo bajo y elevó los ojos al cielo antes de exclamar:

—¡Por todos los Santos benditos!… ¡Esto es un embrollo, hija mía! ¡Una verdadera confusión! Si los chicos no vienen, sobrarán patatas; y si viene el joven Ingles, faltarán: No, no, no, no… No veo por qué han de estropearse mis proyectos después de prepararlos tan minuciosamente.

Cuando su hija le hubo tranquilizado, el vigilante del embalse se volvió a la cocina, mas sin dejar de menear su cabeza. Y los dos amigos fueron a sentarse al sol, a orillas del pequeño pantano, cuya superficie despedía en cierta zona unos breves y repetidos destellos.

—¿Qué es eso? —inquirió David, señalando hacia ese lugar.

—Truchas —le explicó Peter—. Hay muchas por aquí. Papá las pesca con mosca; y hasta incluso con lombrices. Algún día te las enseñaré, en el arroyo que alimenta el embalse. ¿Quieres que nos bañemos antes de comer?

Antes de que hubieran podido ponerse de acuerdo sobre esto último, mister Sterling apareció en la puerta de la casa e hizo una seña, anunciando que la comida estaba preparada. Volvieron los chicos a la casa, entrando en el comedor, que más bien parecía una exposición de muebles, a cuenta del brillo que emitían las pulidas superficies de los mismos. Luego, y después de resolver el difícil problema supuesto por una equitativa distribución de las patatas, el padre de Peter pidió al Señor que bendijera los alimentos, observó a David mientras éste partía su ración de pan, y exhaló un suspiro de alivio al ver que el invitado no había dejado caer migas al suelo.

Al terminar la comida, Peter y David ayudaron a mister Sterling a fregar la vajilla, aunque no a colocar las diferentes piezas en los distintos anaqueles, pues el dueño de la casa se empeñó en realizar por sí mismo tal operación, afirmando que tenía un lugar asignado para cada cosa, y que nadie sino él sería capaz de dejar platos y vasos convenientemente ordenados. Marcharon luego los tres al embalse, donde el padre de Peter contestó a una pregunta que acababa de hacerle David:

—Toda esta agua sirve para el suministro de las ciudades del Midland, a unos ochenta o cien kilómetros de aquí. Hay otros siete embalses como éste, e incluso mayores, en los montes de los alrededores. Supongo que sabrás que las grandes ciudades necesitan toneladas diarias de agua; pero muchas veces es preciso ir a buscarla a muchos kilómetros de distancia para conducirla en grandes cañerías, como las que parten de aquí. Además, ninguna ciudad puede depender de una sola fuente de agua; por eso…

—¿Y si se secaran? —quiso saber David.

Sonriendo él al contestar:

—¡Oh! Nunca se secan; pero en caso de que tal cosa sucediera, creo que las ciudades pasarían por muy graves contratiempos. De todas formas, es improbable que se sequen todos los embalses a la vez, porque no se usan todos ellos simultáneamente. Un embalse es una reserva de agua, ¿comprendes? Sirve para guardar el agua hasta que se la necesite.

—¿Y en caso de que rebosaran? ¿Qué sucedería?

—No pueden desbordarse todos al mismo tiempo, David. Y por otra parte, el agua que entra en el pantano viene a ser la misma que dejamos salir por las tuberías. Nunca puede ser más cantidad. Para eso estamos nosotros aquí; para vigilar que se cumpla tal condición.

Llevó mister Sterling a los chicos a la caseta construida junto a la presa, mostrándole las llaves que movían las esclusas y los diales que registraban el paso del agua por las mismas. Y el muchacho, que estaba empeñado en averiguar todo lo que podría ocurrir en caso de algún contratiempo, tornó a preguntar:

—Supóngase que por cualquier causa, las tuberías quedaran atascadas. ¿Reventaría el pantano?

—¡Dios bendito! —exclamó el hombre—. Eso no puede suceder. En todo caso, el agua vertería por encima… y también por los aliviaderos. Y formaría una corriente en el valle de Hatchholt, parecida a la que fluye por el vuestro, o por la Cañada Oscura.

A continuación, permitió que David moviera las llaves, haciéndole observar el giro de las agujas que señalaban la variación en el paso del agua. Se entretúvo allí un rato el muchacho, mientras Peter se consumía de impaciencia en el exterior. Al fin, satisfecha su curiosidad, David salió de la caseta, comprobando que su amiga se había marchado. Entonces se dirigió a la casa, donde tampoco estaba la chica, por lo que recogió su traje de baño y regresó al embalse, en tanto se decía que si Peter se había propuesto hacerle objeto de una broma, no podía haber escogido un momento más inoportuno, pues con ello sólo conseguiría perder el tiempo inútilmente.

Al llegar a corta distancia del sitio en que la chica solía ocultarse para observar a los pájaros, sorprendióse al ver una esbelta figura que lucía un traje de baño de color escarlata y un gorro de goma azul; pero inmediatamente la reconoció, alzando entonces la voz para llamarla a grandes gritos:

—¡Peter! ¡Espérame!

Sin contestarle, la nombrada avanzó hasta el borde del embalse y se lanzó al agua, cruzando con ágiles brazadas la distancia que la separaba de la presa, a cuya parte superior se izó, para sentarse allí a tomar el sol. Molesto por su actitud, David optó por esconderse entre unos matorrales, donde se puso su bañador. Luego fue hasta el sitio en que su amiga parecía hallarse esperándole; pero antes de llegar allí, vio que ella se dejaba deslizar hasta el agua y echaba a nadar hacia la otra orilla.

No podía explicarse David la razón de aquel extraño comportamiento. Dispuesto a averiguarlo, encaminóse a toda prisa hacia el punto que la chica había elegido como meta de su travesía, y se ocultó tras la baja pared que bordeaba el pantano. Segundos después, cuando ella se hubo izado al reborde interior, alargó una mano y le tapó los ojos, al tiempo que se sentaba a su lado. Y tan violento fue el sobresalto que experimentó Peter, que habría caído al agua si él no la hubiera sujetado por un brazo. Con gesto colérico, la chica se desasió a la par que exclamaba:

—¡Suéltame, bruto! ¡Me estás haciendo daño!

Sin inmutarse, inquirió David:

—¿Puede saberse lo que te ocurre?

—¡Como si no estuviera claro! —barbotó ella, furiosa—. ¡Nada! ¡No ocurre nada! Pensé que te había invitado para que vinieras a nadar conmigo; pero veo que cometí una equivocación. Por mi parte… ¡puedes ir a entretenerte con todas esas llaves y tal vez sea preferible que te vayas a buscar a papá y le pidas la llave de la caseta! De esa forma podrás pasar allí toda la tarde. Lo único que estoy deseando es que lleguen los gemelos y Tom. Si… si vinieran ahora…

Brillantes sus ojos a causa de las lágrimas, la chica volvió a lanzarse al agua. Y entonces David escogió la más acertada solución, consistente en imitar a la conturbada muchacha para gritarle alegremente una vez que hubo salido a la superficie:

—¡Qué limpia y qué clara está el agua! ¡Es la mejor piscina que he encontrado en mi vida! ¿Quieres que nademos hasta la otra orilla?

Después de breve titubeo, la invitada aceptó la sugerencia y echó a nadar junto a su amigo, el cual fue adelantándola progresivamente… hasta que optó por otra atinada actitud: la de fingir que se retiraba… y dejar que su amiga llegase a la meta en primer lugar. Al cabo de unos minutos de descanso junto a la presa, fue Peter también la primera en salir de su mutismo para indicar:

—Estaba preguntándome qué les habrá sucedido a los mellizos. Es posible que Tom no haya conseguido permiso de su tío para venir aquí, y que ellos se hayan quedado en Witchend. ¿Sabes lo que vamos a hacer? Vestirnos inmediatamente y subir hasta aquel monte de la derecha para observar desde allí el valle de Hatchholt, por si tu mamá hubiese dejado venir solos a los pequeños. Es un sitio bastante alto. Y está muy cerca de la cumbre del Mynd.

Accedió David, ascendiendo los dos hasta la cima del indicado monte, para sentarse allí entre unas matas, en espera de que los gemelos apareciesen por el sendero que desde la casa de Hatchholt conducía al torrente de la Cañada Oscura. Al cabo de unos cinco minutos murmuró el muchacho:

—No vienen: No cabe duda de que no están en el sendero.

—Eso es lo que veo —coincidió Peter—. Tal vez no les dejen venir.

Y desviando la vista hacia otro sitio, añadió trémula:

—Siento… siento lo ocurrido. Me he comportado como una estúpida… y te traté con desconsideración. Discúlpame si…

—No te preocupes por eso —la atajó David, a quien fastidiaba recibir excusas—. Yo también me porté tontamente. Olvidemos esta tontería, ¿de acuerdo? Al fin y al cabo, somos dos camaradas del Club del Pino Solitario. Y nos hemos jurado eterna amistad, ¿verdad que si?

—Por supuesto que sí, David. Perdona mis malos modales ¿Somos amigos otra vez?

El muchacho se ruborizó, a la vez que se sentía acometido por intensa desazón. Deseando ocultar su cortedad, apartó su mirada de los brillantes ojos de la chica, para posarla en una cercana cima. Acto seguido, y al tiempo que se tumbaba bruscamente en el suelo, advirtió en tono alterado:

—¡Deprisa! ¡Agáchate!

Peter obedeció, inquiriendo, extrañada:

—¿Qué sucede?

—Fíjate —indicóle él—. En el monte de enfrente. Procura que no te vean, y mira hacia allí. Y dime si ves lo mismo que yo he visto.

Tras haber echado una cautelosa ojeada en la referida dirección, la chica se volvió hacia su amigo y murmuró:

—Es la señora Thurston. ¿Qué estará haciendo por aquí? Está caminando lentamente… y no deja de mirar continuamente al valle.

—Deberías cubrirte la cabeza con un pañuelo —observó David—. Tus cabellos rubios son muy brillantes y podrían descubrirte desde lejos. Quédate aquí un momento. Voy a arrastrarme hasta otro sitio desde donde me resulte posible observar a la mujer sin ser visto.

Moviéndose con agilidad, el muchacho fue a situarse tras una crecida masa de brezo, lo suficientemente cerca del lugar que ocupaba Peter para mantener con ésta una conversación en voz baja. La señora Thurston se había sentado entre los matorrales, y el pardo impermeable que vestía dificultaba su localización, a menos que se supiera el sitio en que se encontraba. En cierta ocasión, la luz del sol lució por un instante en un objeto que sostenía en sus manos, sorprendiéndose David al advertir que se trataba de unos prismáticos.

Poco después, al ponerse aquélla en pie, comprendió el muchacho que estaba observando el embalse y la presa. Y entonces dijo Peter:

—¿Sabes lo que está haciendo? Tomando fotografías. Lo que se ha llevado a los ojos en este momento…

—Unos prismáticos.

—No; eso fue antes. Ahora tiene en la mano una de esas cámaras fotográficas de último modelo, que sacan unas fotos estupendas. Yo lo sé porque una amiga mía del colegio tenía una y me la enseñó.

En tanto cambiaban las anteriores frases, los chicos seguían con la vista fija en la señora Thurston, la cual fue avanzando con aire furtivo, hasta colocarse en otro punto desde el que tomó nuevas fotos del pantano. Al parecer, se había propuesto sacar varias vistas de dicha construcción, y enfocadas desde distintos sitios. Entonces Peter se acercó a David y le dijo:

—No creo que me vea. Y si me ve… no me importa. ¿Qué está haciendo ahora?

—No lo sé —repuso su amigo—; pero no me gusta su actitud. ¿Para qué querrá esos fotos del embalse? Tu padre me dijo que el suministro de agua a los ciudades del Midland era una cuestión muy importante. Y esa mujer resulta sospechosa al andar espiando así… Repito, Peter: no me gusta nada este asunto. Debemos ir a informar en seguida a tu padre. Y también a mister Ingles, el tío de Tom. Pertenece al Ejército Territorial y… Voy a contárselo ahora mismo, sígueme.

En el ínterin, la inquilina de Appledore había vuelto al lugar en que los chicos la descubrieron, pero no se detuvo allí, sino que continuó caminando hasta perderse de vista. Entonces David y Peter se pusieron en pie, murmurando ésta:

—Nos ha estropeado la tarde. Creo que tienes razón. Vamos a casa. Se lo diremos a papá. Luego podremos bañarnos nuevamente…

Pero David estaba reflexionando sobre lo ocurrido en los días anteriores… y no se sentía muy tranquilo. Cierto era que resultaba pueril empezar a imaginarse cosas raras; pero la conducta de la señora Thurston no podía ser más extraña. Y hasta incluso… no tendría nada de particular que los miembros del Club del Pino Solitario hubieran descubierto algo muy trascendental. En aquellos apacibles parajes de los alrededores de Onnybrook, la guerra parecía muy distante… y poco menos que irreal. Y sin embargo, en el momento en que Peter movió una mano para apremiarle a emprender en seguida el regreso, David recordó vivamente la imagen de su padre… así como la expresión con que le había mirado, al decirle «Adiós». Y también acudió a su memoria el siniestro ulular de las sirenas de Londres… y los retumbantes estallidos de las bombas… Todo eso parecía muy lejano. Como si no hubiera existido jamás.

Al notar su seria expresión, Peter le dijo:

—Anímate, David. Tal vez no se trate de nada grave. Vayamos a casa, y veamos si han llegado tus hermanos.

No estaban allí los gemelos. Y mister Sterling, que estaba cavando su huerto, sufrió un respingo al oír la voz de su hija, y se volvió en redondo para reprocharla:

—¡No me asustes así, muchacha! Ve a la cocina y pon a calentar el agua para el té. Y prepara unas rebanadas de pan con mantequilla.

Siguió David a su amiga hasta la puerta de la casa. Y mientras ella disponía lo necesario para tomar la merienda, se acercó por dos veces a la presa y oteó desde allí la parte baja del valle, esperando que de un momento a otro apareciesen Tom y los mellizos; pero no pudo distinguir ningún indicio de los mismos.

Luego, al sentarse a la mesa, relató a mister Sterling las extrañas incidencias ocurridas en aquellos días, incluyendo el desagradable encuentro con Jacob, en la estación de Onnybrook, el interés con que la señora Thurston les había interrogado a él, a sus hermanos y a Peter, y la prisa que demostró la citada en alejarlos de Appledore al sonar el grito del búho para impedirles que regresaran a su casa por la montaña.

—Además —agregó—, esta tarde la hemos visto en un monte cercano tomando fotografías del embalse… y comportándose de modo muy sospechoso. Yo había pensado que… que tal vez convendría dar aviso a las autoridades. ¿Qué opina usted, mister Sterling?

—¿Qué opino yo? —exclamó el interrogado con aire condescendiente—. ¿Qué quieres que opine, querido, amiguito? ¡Que has estado leyendo demasiadas novelas… o que vas muy a menudo al cine! Eso es lo que opino. Tranquilízate, pues, y olvídate de tal cuestión. ¿Cómo puedes afirmar que esa señora estaba fotografiando el embalse, en lugar de los pájaros y plantas del monte? ¿No sabes que esta zona es muy frecuentada por forasteros amantes de la Naturaleza? La misma señora Thurston me dijo una vez que le interesaba la vida silvestre, y que por eso realizaba muchas excursiones a la montaña.

Sonrió David poco convencido, en tanto que mister Sterling cambiaba el tema al invitarle:

—Ea: olvida ese asunto y córtate otra tajada de pastel. ¿Y los gemelos? ¿No se han atrevido a venir solos? Pocos mellizos tan parecidos he visto en mi vida. Realmente son iguales.

Continuó así la conversación, hasta que al terminar la merienda, el muchacho, que empezaba a sentirse desasosegado por la ausencia de sus hermanos, decidió despedirse de mister Sterling y de Peter, para volver en seguida a Witchend. Acompañóle su amiga durante un trecho. Y al llegar al punto en que el sendero bajaba a la Cañada Oscura, dijo David en tono grave:

—De verdad, Peter: ¿crees que tu padre tiene razón, por lo referente a la señorita Thurston? Con toda sinceridad: ¿crees que estoy obrando tontamente al sospechar de ella y que debería olvidar todo el asunto?

Tras un suspiro repuso la chica:

—No sé qué decirte, David. A mi me parece que es una persona normal. Y como papá nos dijo que andaba fotografiando a los pájaros…

—Entonces —inquirió el chico mirándola a los ojos—: ¿crees que soy un tonto? ¿Por qué no lo dices, si lo estás pensando?

Y ella movió la cabeza, mientras balbucía en tono apenado.

—Yo… yo no creo que seas tonto, David. Es que… no puedo comprender lo que sucede, ni… ¿Por qué no la olvidas?

Luego se volvió a mirar hacia el monte, indicando con un estremecimiento:

—Está empezando a hacer frío, y se ha cubierto el cielo. Márchate, David. Y apresúrate, porque no tardará en bajar la niebla de la montaña. ¿Volverás mañana, para nadar otro rato?

—Sí, Peter. He pasado una tarde muy agradable. Hasta mañana.

—Hasta mañana, jefe. Te esperaré, si hace buen tiempo. En caso contrario, bajaré a veros a Witchend.

Separáronse los chicos, echando a andar David por el sendero de la Cañada Oscura. Había descendido la temperatura, al paso que las cumbres de las montañas aparecían cubiertas por leves jirones de niebla. Y ni un solo sonido turbaba la quietud de los campos, pues hasta los pájaros habían enmudecido ante la proximidad de aquella blanquecina masa de nubes rastreras. Poco después el muchacho hubo de forzar su vista para distinguir el sendero por donde iba avanzando. Cruzó luego el arroyo y prosiguió su marcha por la margen derecha. Y cuando llegó al comienzo del atajo que él y Peter habían recorrido aquella mañana, paróse bruscamente, quedándose en actitud de escucha.

Llegaba a sus oídos el ronroneo de los motores de un avión que iba acercándose, y cuya ruta resultaba difícil de determinar a causa de las nubes que lo ocultaban. Acreció en seguida el rumor, retemblando la tierra y el aire a impulso del estruendo, al pasar el aparato a muy escasa altura sobre la cañada, lo que hizo que David compadeciera al desventurado piloto que tan mal tiempo encontraba al regresar a su base, aunque también se preguntó cómo se las arreglaría el citado para evitar la colisión con unas colinas a las que no podía ver. Fue apagándose lentamente el eco de los motores. Y al llegar el chico a la cancela de Witchend había vuelto a cernirse sobre el campo un completo y ominoso silencio.

Con un suspiro de alivio, David abrió la puerta de la casa y anunció alegremente:

—¡Ya estoy aquí, mamá! Espero que no te hayas preocupado por mí. ¿Cómo está la señora Ingles?

Entró la señora Morton en la sala, impresa en su semblante una expresión de bienvenida; pero al ver solamente a su hijo mayor, la sonrisa desapareció de sus labios, al tiempo que inquiría:

—¿No vienen contigo los gemelos?

—¿Conmigo? —repitió el muchacho; extrañado—. Pero… ¿es que no están aquí?

—No andes con bromas, David. No los habrás dejado fuera, escondidos entre la niebla, ¿verdad que no?

—¡Pero mamá! Si yo… yo creía que estaban contigo. Les dejamos una nota para que supieran que Peter y yo les esperábamos en Hatchholt, pues creíamos que los acompañaría Tom. Y no han ido allí.

Demudada, la señora Morton fue hasta la cocina, donde Agnes le refirió lo que los gemelos le habían dicho esa mañana. Y sin disimular su nerviosismo, volvióse hacia su hijo y le encargó:

—De prisa, David. Vete a la granja de Ingles, por si estuvieran allí. Es posible que hayan ido con Tom a alguna parte. En caso de que no estén, pregúntale a mister Ingles lo que conviene hacer. Monta en tu bicicleta, si puedes utilizarla con la niebla y… ¡y apresúrate, por Dios! ¡Busca, a tus hermanos y tráemelos a casa!

Después de abrazar a su madre, David salió de la casa, advirtiendo que la niebla se había hecho mucho más densa, hasta el punto de que ni siquiera podía distinguirse la cancela, situada a pocos metros de distancia. A fuer de precavido, volvió sobre sus pasos en busca de la linterna. Y al emprender la marcha por el camino de la granja, recordó la señal convenida el día anterior, y silbó dos veces, imitando el canto del avefría, mas sin recibir respuesta, en vista de lo cual, gritó fuertemente:

—¡Eh, Richard!… ¡Mary!… ¿Dónde estáis?

Pero sólo pudo percibir el rumor de las gotas que se desprendían de los empapados árboles.