Capítulo 22
Hamilton, Rob y yo entramos en el despacho de Denny. Alrededor de la larga mesa de conferencias estaban sentados Denny, Irwin Piper, Cash y Felicity. El retrato del antepasado de Denny nos miraba, recordándonos que estábamos en las oficinas de un respetable bufete, y que debíamos comportarnos en consonancia. Denny hizo las presentaciones, mencionando que Felicity se había encargado de redactar el borrador de los documentos. Tenía aspecto de cansada, lo que no era en absoluto sorprendente. Debía de haberse dado una paliza para redactar todo aquello en tan poco tiempo.
En realidad, no había más que dos interlocutores en la reunión: Hamilton y Piper.
—Cash me ha hablado mucho de su empresa, míster McKenzie. Deduzco que debe de irles muy bien. Conozco varias empresas norteamericanas de las características de la suya, y a todas les va bien.
Hamilton ignoró el cumplido y fue directo al grano.
—Expóngame a ver lo de Mix N Match —le dijo.
Piper se recostó en la silla y juntó las yemas de los dedos, formando un arco. De las mangas de su chaqueta asomaron unos almidonados puños y unos gemelos de oro con sus iniciales.
—Llevo veinte años invirtiendo en empresas, y se me da bien. Sólo una vez cada diez años surge una oportunidad de esas que no se puede dejar escapar, una oportunidad para arriesgar un capital considerable, con la casi absoluta certeza de hacer una fortuna. A todo el mundo se le presentan tales oportunidades, pero la mayoría no les saca partido. Se conforman con una miseria. Pues bien, Mix N Match es una de esas raras oportunidades. Poco que perder y mucho que ganar. A la empresa le van a lanzar una «opa» los japoneses.
Piper hizo una pausa para darle mayor peso a su convencimiento.
—Y cuando la lancen, voy a ganar mucho dinero —concluyó.
Hamilton le dirigió una inexpresiva mirada.
—¿Quiere participar conmigo? —le preguntó Piper.
Hamilton permaneció en silencio, tratando de que Piper diese más detalles. Pero Piper no estaba dispuesto a ello y no se dejó presionar. El silencio, que ninguno de nosotros se atrevió a romper, debió de durar cosa de un minuto. Al fin, Hamilton se decidió a contestar con otra pregunta.
—Que yo sepa, míster Piper, no tiene usted mucha experiencia en empresas de distribución —le dijo.
—Puede llamarme Irwin —lo atajó Piper.
—Muy bien, Irwin —dijo Hamilton, no muy a gusto con el nuevo tratamiento—. Como le digo, no tiene usted mucha experiencia en el sector. ¿Cómo se le ha presentado esta oportunidad?
Me rebullí inquieto en la silla. Entrábamos en un terreno peligroso. No nos habíamos preparado para esa pregunta.
Piper se levantó y se acercó a mirar por la ventana, que daba a una tranquila calle. Trata de ganar tiempo, pensé. Se dio la vuelta.
—La familia de mi esposa vivió en Japón, y aún conserva algunas amigas japonesas. Una de ellas está casada con un alto ejecutivo de una distribuidora japonesa. Estuvo en Estados Unidos y fue a vernos al Tahití. Iba de paso a Florida, a reunirse con su esposo, que estaba en viaje de negocios. Me informé sobre la empresa de su marido. Habían anunciado su firme intención de hacerse con alguna empresa americana este año. La candidatura de Mix N Match era clara. Hablé con Cash, que me proporcionó documentación sobre la empresa. Y eso es lo que hay —dijo Piper, extendiendo los brazos sonriente—. Por supuesto, agradecería que esto no saliese de estas cuatro paredes.
De nuevo se hizo el silencio, mientras Hamilton sopesaba la respuesta de Piper. Me pareció que el silencio de Hamilton era una grosera intimidación, pero Piper no abandonó sus buenos modales.
—¿Por qué habríamos de colaborar? —dijo al fin Hamilton—. ¿Por qué no salgo yo corriendo a comprar todos los bonos para mí?
—Me decepcionaría usted si lo hiciese —contestó Piper—, sobre todo, tratándose de una idea que le he propuesto por medio de Cash.
Piper venía a decir que lo que Hamilton insinuaba era una vileza éticamente intolerable. Siguió junto a la ventana. Erguido, digno, con absoluto aplomo, miraba a Hamilton, que seguía sentado. Me admiró su habilidad para inyectar tal dosis de moralina en un asunto tan turbio.
—Pero hay una razón más pragmática para unir fuerzas —prosiguió Piper—. Si actuamos concertadamente, seremos mucho más eficaces en nuestras conversaciones con el comprador de Mix N Match una vez se haya hecho cargo de la sociedad. Le sacaremos mucho más partido si todos tenemos bonos al mismo precio. Si nos lanzásemos a comprar bonos, compitiendo entre nosotros, la cotización se dispararía, y nadie saldría ganando. Es mucho mejor ir poco a poco y con tiento, encauzando nuestros intereses a través de un solo canal.
—Hombre, supongo que a entender eso, llego —dijo Hamilton.
—¿Se une a nosotros entonces? —dijo Piper—. Si hemos de hacerlo, cuanto antes mejor.
—Tendría que pensarlo un poco —contestó Hamilton.
—Ya —dijo Cash aclarándose la garganta—. Entiendo que tenga que pensarlo un poco. Pero, como dice Irwin, si se decide, hemos de movernos en seguida. El rumor está ya en el parqué. Sé de algunos que tienen muchos bonos de Mix N Match, y ganas de vender. Pero habría que abordarlos en los dos próximos días. Lo que significa que hemos de tener estructurada la gestora en seguida. ¿Por qué no lee la documentación ahora? ¿No le parece? —añadió señalando al montón de papeles que Felicity tenía delante.
No había más remedio que admirar la habilidad de Cash, me dije. A eso se le llamaba rematar una venta. Pese a ello, Hamilton se resistía.
—Me parece, Cash, me parece... De acuerdo en ver ahora mismo la documentación. Pero quede claro que eso no supone ningún compromiso por mi parte.
—De acuerdo, pues —dijo Piper acercándose a la mesa—. Lo comprendo perfectamente. Y ahora le ruego que me perdone. Míster Denny conoce perfectamente mi enfoque legal del acuerdo. Ha sido un placer conocerlo, Hamilton. Confío en que vayamos a colaborar.
Piper rebosaba magnetismo y capacidad de seducción al tenderle la mano a Hamilton, que, por una vez, había quedado como un tipo desabrido y pedante. Y no le gustó nada comprenderlo así. Se levantó, le estrechó brevemente la mano a Piper y volvió a sentarse, dispuesto a sumergirse en el montón de documentos.
—Bueno, pues vamos a echarle un vistazo a esto —dijo.
Cash se excusó también, y salió. Rob se marchó también al poco rato. De manera que sólo quedamos Denny, Felicity, Hamilton y yo para comentar la documentación.
A Felicity no le dio tiempo a redactar un contrato en forma. No lo había hecho mal, pero quedaban varias lagunas. Acordamos de antemano que, si Hamilton proponía puntualizaciones, Denny asentiría a todas ellas. No podíamos permitirnos pasar horas discutiendo pormenores legales que, en definitiva, no iban a servir para nada.
Hamilton puso varias objeciones, pero tras breves amagos de oposición, Denny las aceptó. Al cabo de dos horas, teníamos redactado un documento con el que todos estuvimos de acuerdo. Sólo faltaba la firma de Hamilton, en cuanto decidiese unirse al consorcio.
En el taxi de vuelta a la oficina, Hamilton iba muy callado. Miraba por la ventana hacia el trajín de colores, rojos, negros y grises, de los autobuses, los taxis y los trajes, que iban de un lado para otro. Al cabo de unos cinco minutos, musitó algo que no entendí bien.
—¿Decía? —le pregunté.
—Que no me gusta esto —repuso Hamilton.
—¿Qué es lo que no le gusta? —dije, tras sopesar rápidamente sus palabras.
—Demasiado fácil. No me huele bien. Y Piper ha mentido en cuanto a cómo se enteró de la oportunidad. No sé a qué juega, pero no me gusta.
Ni a mí que me lo dijese. Piper me había parecido de lo más convincente, pero por lo visto no se la había dado a Hamilton. No quería que advirtiese mi ansiedad por convencerlo de que participase en la operación. Pero, por otro lado, necesitaba desesperadamente que se comprometiese.
—¿Qué podría hacer Piper? —dije—. El contrato no deja resquicio alguno.
Y así era en efecto. No había prácticamente nada que Piper, ni ningún otro, pudiesen hacer con la gestora sin contar previamente con De Jong & Co., que podía vetar toda compra o venta de valores.
—No sé. No acabo de ver claro el enfoque de Piper —dijo Hamilton, acariciándose el mentón—. No hay mucho que perder desde el punto de vista de un experto en riesgos, ¿verdad? —añadió, mirándome con fijeza.
—No —contesté, sosteniéndole la mirada—. Desde luego, nunca puede estar uno seguro de lo que se oculta en una empresa. Pero tengo la impresión de que, con unos bonos que están a un veinte por ciento del nominal, ni siquiera la eventualidad de una quiebra sería una mala cosa. También subirían los bonos.
Hamilton me miró sonriente, con auténtico afecto, me pareció a mí.
—Me alegro de que haya colaborado conmigo en esto. Es un alivio poder trabajar con alguien en quien confío.
La expresión de mi cara debió de reflejar sorpresa ante aquella insólita efusión, porque Hamilton, con visible embarazo, volvió a mirar por la ventanilla.
—Siento que ya no pueda trabajar conmigo —dijo.
Por un momento, sus palabras me enorgullecieron. Pero sólo por un momento. Esbocé una sonrisa para mis adentros ante aquella ironía. Ya podía ir pensando Hamilton que yo era la única persona en quien podía confiar. Pronto le demostraría lo equivocado que estaba.
De nuevo en la oficina, fuimos cada uno a lo nuestro. Llamé a Cash.
—¿A que Piper ha estado extraordinario? —me dijo.
—Eso me ha parecido a mí. Pero Hamilton recela.
—¿Lo va a hacer o no?
—Si sigue pensando igual, no —repuse.
—¿Qué ocurre?
—Al principio todo ha ido bien —le dije—. No ha podido resistir la tentación de forrarse. Pero no se fía de Piper ni de ti. Está convencido de que tramáis algo, aunque no sabe qué. Y dudo que esté dispuesto a arriesgar una fortuna para averiguarlo.
—¡Mierda! —exclamó Cash—. Déjame, que ya verás cómo lo convenzo.
—No podrás. Me temo que sea precisamente de ti de quien más sospecha Hamilton. No harías más que afirmarlo en sus recelos acerca de la operación.
—¿Y si Piper hablase de nuevo con él? O acaso tú mismo.
—No querrá escuchar a Piper. Y le extrañaría que yo presionase. Creería que me he vuelto loco.
Permanecimos en silencio unos instantes, pensativos.
—¿Qué tal ha ido con la Phoenix Prosperity? —le pregunté.
—A Jack Salmon le ha encantado la idea —repuso Cash—. Pero dice que tiene que pensarlo. O sea, consultar con Hamilton.
—Que ya sabemos lo que le dirá, como no cambie de opinión. Llámame si se te ocurre algo —le dije.
Colgué, muy contrariado. Estábamos cerca de conseguir el objetivo de nuestro plan. Pero parecía que, con sus recelos de última hora, Hamilton nos lo iba a echar por tierra. Y allí seguía yo, estrujándome el cerebro, cuando parpadeó la luz del teléfono. Era Cathy.
—Tengo una idea —me dijo.
Se me aceleró el pulso al oírla.
—Dime, a ver.
—Quizá Hamilton no crea a Cash, ni a Piper e incluso puede que tampoco a ti. Pero conmigo sería otra cosa.
—¿Si le aconsejases invertir en la operación? —pregunté en tono escéptico.
—No. Si le aconsejase no invertir.
Y me expuso por qué. Parecía una buena idea.
Cathy volvió a llamar a las tres y media en punto. Me las arreglé para estar hablando con Hamilton justo en ese momento, confiando en que, como en otras operaciones delicadas, me hiciese escuchar por el supletorio. Y, en efecto: en cuanto Hamilton vio de qué iba la llamada, me indicó con un ademán que cogiese el otro teléfono.
—Cash me ha insistido mucho en que le pregunte si ha tomado una decisión respecto de unirse al consorcio —oí que casi balbucía Cathy.
Logró que su tono denotase cierta aprensión, como si temiese oír la respuesta.
—Dudo mucho que me decida —dijo Hamilton.
—Ah De acuerdo, pues. Se lo diré a Cash. Se va a llevar una desilusión.
—Sí, dígaselo, dígaselo.
—¿Podría hacerle una pregunta? —dijo Cathy, fingiendo nerviosismo, cuando Hamilton estaba ya a punto de colgar.
—¿Sí?
—¿Por qué no se ha decidido?
Hamilton reflexionó unos instantes y debió de pensar que no había inconveniente en decir la verdad.
—Me huele mal —repuso—. No sé por qué, pero hay algo que Piper se calla.
—Ah, pues no sabe cuánto me alegro —exclamó Cathy con un convincente tono de alivio—. Hace usted muy bien. No parece un asunto muy limpio. Todos están seguros de que se va a lanzar la «opa». No sé de dónde habrán sacado la información, pero me da miedo que sea ilegal. Preferiría intervenir lo menos posible. No sé qué hacer. ¿Cree que debería ponerlo en conocimiento de alguien?
Hamilton no contestó.
—Cash me mataría si lo hiciese —prosiguió Cathy—. Porque igual luego resulta que no hay nada sucio en la operación.
Hamilton se había ido poniendo cada vez más tenso. Escuchaba con la mayor atención lo que Cathy le decía.
—Yo en su lugar no lo haría —dijo Hamilton—. Ignorando usted como ignora de dónde procede la información, no puede verse implicada.
—¿Está seguro?
—Completamente.
—Pues bueno —dijo Cathy en tono dubitativo.
—¿Qué hará Cash si yo no invierto? —preguntó Hamilton.
—Hay otro inversionista de Estados Unidos que lo está pensando. Pero, si no se decide, tenemos en reserva a Michael Hall del Wessex Trust, que invertiría los cuarenta millones él solo.
Hamilton entornó los párpados. Michael Hall tenía fama de avispado inversionista en la City. A menudo, lo entrevistaban en las revistas de economía, que elogiaban su habilidad para comprar y vender en el momento oportuno. Hamilton no concedía entrevistas y criticaba a Hall por andar siempre buscando publicidad. Lo que en realidad ocurría es que envidiaba su reputación. Si Mix N Match resultaba ser una ocasión de oro, a Hamilton lo llevarían los demonios si Hall la aprovechaba y él no.
—Hay un detalle que no entiendo —dijo Hamilton—. ¿Por qué habrá pensado Piper precisamente en mí para esta operación?
—Ah, es que no fue él —exclamó Cathy—. Le insistió Cash, que es quien me huelo que está detrás de todo esto. Lo ve como una forma de hacer que sus clientes clave se forren. Teme que al marcharse Paul en circunstancias tan difíciles, pueda perderlo a usted como cliente. No sabe qué hacer para convencerlo de que invierta.
—Entiendo.
—¿Le digo entonces a Cash que no está usted interesado?
—Sí —contestó Hamilton.
¡Mierda!, exclamé para mí al ver que Hamilton colgaba. Cathy lo había hecho de maravilla, pero daba la impresión de que Hamilton no acababa de picar. Vi que Rob se le acercaba.
—¿Vamos a participar en lo de Mix N Match? —le preguntó.
—Esa chica habla demasiado —dijo Hamilton, recostándose en la silla y acariciándose el mentón.
—Me parece que está asustada —dije—. Hemos hecho bien en dejarlo correr.
—No vamos a dejarlo correr —dijo Hamilton—. La creo. Cash debe de saber algo. Y filtrarles información a sus clientes predilectos para que vayan a tiro hecho es una de sus tácticas. Ni en broma voy a dejar que ese divo de Hall meta las manos en esto.
—¿Entramos entonces? —preguntó Rob.
—Ya lo creo que entramos.
—¡Formidable! —exclamó Rob.
Hamilton llamó en seguida a Cash.
—¿No estará escuchando Cathy?
—No —dijo Cash.
—Pues ándese con ojo con ella. Acaba de hablar conmigo y me parece que está... —dijo Hamilton, sin acabar de encontrar la palabra—, que está preocupada por esta operación. Quisiera tener la conciencia tranquila. ¿No habrá nada ilegal en esta transacción, ni en la forma en que obtuvo usted la información acerca de la misma?
—Vamos, Hamilton, que conoce usted mi honestidad —protestó Cash—. Es una operación totalmente limpia. Tiene mi palabra.
Hamilton no le creyó, naturalmente, pero quiso cubrirse por si algo se torcía.
—Bien. Invertiré veinte millones. Envíeme un mensajero con la documentación para que la firme. Y que no se entere Cathy de que participo. Apártela de la operación con cualquier excusa.
Colgó, se giró hacia mí y sonrió.
—Esto va a funcionar —dijo—. Estoy seguro de que esto va a funcionar.
Yo volví a mi mesa y llamé a Calhy.
—¡Muy bien! ¡Has estado formidable! —le dije.
—¿Crees que está completamente decidido? —preguntó ella.
—Completamente.
—Mañana voy a Nueva York, y estaré cuatro días —me dijo—. A reanudar las conversaciones con varios clientes que Cash y yo vimos allí el mes pasado. Tenme al corriente. Cash te dirá dónde puedes localizarme.
—Descuida —le dije. Y de pronto me inquieté—. ¿Cathy?
—¿Sí?
—Ten cuidado con Waigel.
—¿Por qué?
—Tú sólo ten cuidado. Es peligroso. No me perdonaría que te ocurriese nada.
—Está tranquilo. No pienso acercarme a él. Además, no hay razón para pensar que yo le preocupe.
—Vale, vale. Quizá tengas razón —le dije, nada convencido.
La documentación se firmó aquella misma tarde y Hamilton autorizó que se abonasen veinte millones en la cuenta de la nueva gestora. Phoenix Prosperity firmó también por la tarde y transfirió veinte millones a la misma cuenta. Cash me dijo que Jack Salmon quiso participar, desde el primer momento, y que estaba furioso por no haberle dado antes luz verde su jefe. Piper firmó asimismo el contrato, pero no transfirió los veinte millones a la cuenta de la gestora.
De manera que en veinticuatro horas se constituyó la gestora e ingresó en su cuenta cuarenta millones de dólares.
Durante los dos días siguientes, me resultó muy difícil concentrarme en el trabajo, e incluso fingir que me concentraba. Hamilton seguía con su sangre fría de siempre. Sólo una vez echó un vistazo para asegurarse de que los bonos de la Mix N Match no habían bajado.
En cuanto Denny, como apoderado de la gestora, confirmó el ingreso de los fondos, actué. No dispuse de mucho tiempo. Tuve que aguardar al cuarto de hora, escaso, que tardaba Hamilton en ir a comprarse un sándwich y volver. Los demás, habían ido a almorzar, salvo Stewart, el sustituto de Debbie, que estaba en su mesa hojeando un boletín bursátil. Probablemente me oiría lo que iba a hacer. Era un poco violento.
Primero, llamé a Denny. A través del teléfono, que grababa las conversiones en cinta, le vendí a la gestora, a la par, los veinte millones de dólares en bonos de la Tremont Capital que tenía De Jong & Co. Luego, le volví a vender a De Jong, también a la par, los veinte millones que había invertido en la gestora. Tardé sólo un minuto. Stewart me miró un momento mientras yo hablaba por teléfono y siguió con su boletín. No llegó a enterarse de lo que hice.
Después cogí dos juegos de impresos de operaciones y los rellené con los detalles de las que acababa de realizar. Una vez procesados los impresos, ya era del todo seguro que los bonos de la Tremont Capital serían transferidos desde el Chase Bank, que es donde los tenía depositados De Jong, al Barclays, en el que la gestora abrió su cuenta de valores. Y, de manera similar, los certificados de participación en la gestora, que De Jong acababa de recibir de Denny Clark, les serían devueltos a éste por mensajero. Y lo que era más importante, el banco de De Jong recibiría instrucciones para recabar de la gestora el pago de los cuarenta millones.
Miré el reloj. La una y cuarto. Sólo me daba tiempo a comer un sándwich.
Mientras hacía cola en la pequeña sandwichería, repasé mentalmente toda la operación. El resultado concreto, de todo aquel cambalache, era que a De Jong le habían devuelto los veinte millones que pagó por los falsos bonos de la Tremont Capital. El activo de la gestora consistía ahora en veinte millones de dólares en valores (bonos de la Tremont Capital), financiados con veinte millones en acciones, todas ellas detentadas por Phoenix Prosperity. Como el único activo de la Tremont Capital era su inversión en Phoenix Prosperity (la «Money Machine del Tío Sam»), Phoenix Prosperity no había hecho sino comprar sus propias acciones. Lo que resultaba, después de desenmarañar todo esto, es que De Jong & Co. recuperaba los veinte millones de dólares que, a través de la Tremont Capital, invirtió involuntariamente en Phoenix Prosperity. Todo limpio.
Hamilton, Rob y yo habíamos quedado en ir al bufete de Denny después de almorzar. Denny prometió prepararle a Hamilton un comité de recepción. Y yo estaba impaciente por presenciarlo.
Me sentía satisfecho de mí mismo. Me había enfrentado a Hamilton con sus propias armas y lo había vencido. No podía devolverle la vida a Debbie, pero, por lo menos, ahora su asesinato no quedaría impune. De Jong recuperaría su dinero y yo me vería libre de la acusación de asesinato. En resumidas cuentas, un balance satisfactorio.
Volví a mi mesa con un «bikini» envuelto en papel en una mano, y un vaso de plástico lleno de café en la otra, haciendo equilibrios para no derramarlo. El café de la sandwichería era mejor que el brebaje que goteaba de la máquina del pasillo. Stewart también había salido a comer algo. Sólo estaban en la oficina Hamilton, enfrascado en no sé qué, y Rob, que estaba comiéndose un sándwich, con el Financial Times desplegado encima de la mesa.
Me senté y fui a coger los impresos de operaciones.
No estaban.
Rebusqué entre los papeles que había en la mesa. Miré entre los folletos del montón que tenía. ¿Los había subido yo a administración? Qué va. ¿Los habría metido en mi maletín? Estaba casi seguro de que no, pero lo comprobé de todas maneras. No. ¿Los escondería yo en alguna parte? Tampoco.
No recordaba qué había hecho con ellos. Los dejé boca arriba encima de la mesa. Y allí no estaban.
Se me aceleró el pulso. Respiré hondo y me di la vuelta.
Tenía a Hamilton detrás, con los impresos en la mano, leyéndolos.
—¿Qué es esto, Paul? —dijo, sin alterarse.
Me levanté y me apoyé en la mesa, mirándolo. Procuré contestarle con la mayor naturalidad.
—Con estas operaciones De Jong recupera el dinero de la Tremont Capital —repuse.
—Muy listo —me dijo, fulminándome con la mirada.
Sus fríos ojos azules penetraron más allá de mi tímido intento de desenfado, hasta el fondo de todo lo que bullía en mi cerebro.
Comprendió que yo lo sabía.
—Usted montó lo de la Tremont Capital —le dije, en un tono quedo y pausado, como si la voz perteneciese a otra persona—. Mató usted a Debbie.
Hamilton se limitó a seguir mirándome.
Me enfurecí. ¿Cómo pudo nadie matar a una persona como ella? ¿Cómo pudo Hamilton hacerme eso a mí? El hombre que me había orientado en la profesión que elegí, quien tan pacientemente me enseñó todo lo que sabía, quien me alentaba a superarme, no era más que un ladrón y un asesino. A pesar de su frialdad —o acaso por ella—, Hamilton había sido para mí más que un jefe. Había sido un mentor, un modelo a imitar, un padre. Y, sin embargo, no había hecho sino manipularme, hasta que terminé por constituir un peligro para él, y me abandonó.
—¿Por qué lo hizo? —le dije entre dientes—. ¿Por qué tuvo que cometer tan sangrienta estupidez? ¿Por qué ha tenido que destrozar lo que aquí teníamos? ¿Por qué mató a Debbie? —le reproché con la voz quebrada.
—Tranquilícese, jovencito —dijo Hamilton—. Es usted demasiado emotivo.
El colmo.
—¿Que me tranquilice? —le grité—. ¿Es que no se da cuenta de lo que ha hecho? Por lo visto, para usted esto no es más que un juego. Los demás no somos más que piezas de un interminable rompecabezas con el que usted se entretiene. Pero somos personas, y no es tan fácil deshacerse de los demás cuando estorban —añadí, haciendo una pausa para recobrar el aliento—. Lo respetaba a usted. Más de lo que cree. No entiendo cómo he podido ser tan estúpido. Ni entiendo tampoco por qué no decidió matarme.
—En eso tiene usted razón —dijo Hamilton sin dejar de mirarme—. Debí matarlo. Fue un error. Fui demasiado blando. Lamentablemente, Debbie tuvo que morir, porque no había otra solución.
Sentí el impulso de pegarle a Hamilton con toda mi alma, pero me controlé. Miré hacia donde Rob estaba sentado, erguido en la silla, observándonos.
—¿También él está metido, verdad? —dije con desprecio—. Porque debió de decirle que fuese a la policía con el cuento de que yo maté a Debbie.
—Bah. Rob sólo está un poco asustado por haber especulado con información privilegiada —dijo Hamilton—. Ganó quinientas libras con acciones de la Yesera, y ahora teme que le ocurra como a usted y perder su empleo. Así que le pedí que fuese a la policía con la historia. Pero, ojo, que lo hizo encantado. Me parece que no le tiene mucho cariño.
Rob se rebulló en la silla, rojo de puro bochorno.
—¿Y supongo que usted fue quien entró a dejar el pendiente de Debbie en mi apartamento?
Hamilton se limitó a encogerse de hombros. Y yo me serené un poco.
—Bueno, pues ahora se acabó —dije.
—No. No se acabó —replicó Hamilton esbozando una sonrisa, como si estuviese muy seguro de ello.
—¿Ah, no?
—Va usted a romper estos impresos.
—¿Por qué? —le dije, sin la más mínima intención de hacerlo.
Hamilton volvió a sonreír y cogió el teléfono de la mesa contigua a la mía. Marcó catorce dígitos. Llamaba a Estados Unidos.
—¿Dick? Soy Hamilton —dijo, haciendo una pausa mientras Waigel le contestaba—. Oye, Dick. Parece que tenemos problemas aquí. No te lo puedo explicar ahora. Pero si no te llamo dentro de cinco minutos, avisa a tu amigo y que haga con Cathy lo previsto. Luego, sal de la oficina y desaparece. ¿Entendido?
Hamilton hizo otra pausa, mientras Waigel le contestaba, y miró el reloj de la oficina.
—Bien. Aquí son las 13.33. Si a las 13.38 no te he vuelto a llamar, hazlo.
Después de colgar se giró hacia mí.
—Cathy me ha tenido muy preocupado desde que me comentó que estaba pensando en hablar con sus jefes acerca de Cash y de Piper. De modo que, por precaución, he dado instrucciones a Waigel para que no la pierdan de vista, para poder deshacernos de ella en un instante, si fuese necesario.
Me estremecí. ¡Cathy! Estaba en Nueva York pero no sola, como ella creía. La seguían, la vigilaban, aguardando a una orden de Waigel para matarla. No podía permitirlo. Y menos aún después de lo ocurrido con Debbie.
¿No sería una baladronada de Hamilton? No me extrañaba que al verse apurado, me saliese con aquello. Pero aunque fuese una baladronada terminaría por conseguir que le creyese.
—Es la pura verdad —dijo Hamilton, adivinándome el pensamiento—. Y aunque así no fuese, no puede permitirse correr ese riesgo, ¿no le parece? Podría estar mintiendo, pero usted no pondría en peligro la vida de Cathy por una posibilidad tan remota.
Tenía razón. Aunque en otro terreno, habíamos asumido juntos suficientes riesgos como para saberlo. Sería una locura apostar a que era un farol, y él sabía que yo no lo iba a hacer.
No dejaba de mirarme escrutadoramente ni un momento.
—Mucho cariño le tiene, por lo que veo —me dijo sonriendo—. Es para usted algo más que una comercial, ¿verdad?
—añadió con una risa ahogada—. Pues bien. Ya ve que no va a tener más remedio que romper estos impresos, ¿me equivoco?
Me enfurecí. Hamilton estaba en lo cierto. Yo no tenía alternativa. Pero me sublevaba. Me sublevaba que me hubiese ganado por la mano, cuando tan cerca estaba de atraparlo. Allí lo tenía, frente a mí, esbozando una sonrisa, analizando la situación desde todos los ángulos y acertando en el diagnóstico. Como de costumbre.
Miré el reloj. Las 13.35. Hamilton tenía que llamar a Waigel antes de tres minutos.
—Después de romper estos impresos —me dijo—, rellene otros, devolviéndole a Phoenix Prosperity los veinte millones ingresados en la gestora por transferencia urgente. Llamará a administración para que procesen la operación de inmediato, y dirá que le vuelvan a llamar en cuanto la transferencia esté confirmada. Vamos.
Reflexioné sobre lo que Hamilton me ordenaba. Con eso se aseguraba de que Phoenix Prosperity no perdiese los veinte millones.
—Iré llamando a Dick Waigel cada cinco minutos —persistió Hamilton—. Si intenta usted alguna artimaña, o si Waigel no recibe mi llamada, Cathy morirá.
Respiré hondo. No había más remedio que hacer lo que Hamilton quería. Me senté a mi mesa y saqué impresos en blanco. Justo entonces parpadeó la luz del teléfono. Hamilton hizo un ademán, ordenándome que no lo cogiera, pero fue demasiado tarde.
—¿Sí?
—Soy Robert Denny, Paul.
—Ah, hola —dije.
—Sé que no puede hablar ahora. Pero todo está listo para que venga usted con Hamilton y Rob. La policía está aquí esperándolos.
—¿No está Powell? —le pregunté.
—Sí, está aquí el inspector Powell, y también su jefe, el comisario Deane. Están también dos miembros de la Brigada de Delitos Monetarios. Y los agentes del FBI se encargarán de Waigel en Nueva York.
Hamilton no podía oír lo que Denny decía, pero seguía vigilándome. Miré el reloj. Eran las 13.37.
—Sólo falta un minuto —me dijo Hamilton, siguiendo la dirección de mi mirada.
—Y... los que se encargarán, ¿están ya frente a la oficina? —le pregunté a Denny, confiando en que me entendiese.
—No cuelgue —me dijo.
Oí susurros. Se me hicieron interminables, viendo la aguja del segundero avanzar vertiginosamente hacia el «12». Nuestros relojes eran de una gran exactitud, y confiaba en que los de Waigel también.
—Sí, están allí mismo —contestó al fin Denny.
—No llamaré a Dick Waigel, si no cuelga inmediatamente —me espetó Hamilton, fulminándome con la mirada.
Hamilton no bromeaba. Los pensamientos se agolpaban en mi mente. No iba a tener mejor ocasión que aquélla para detener a Hamilton. Si la dejaba escapar, Cathy nunca estaría a salvo. No podía permitir que Hamilton huyese.
Tomé una decisión.
—Escúcheme bien —le dije a Denny atropelladamente—. Dígale al FBI que detenga a Waigel ahora mismo. Y envíe a la policía aquí. Corra. Sólo tenemos unos segundos. Luego se lo explicaré.
—De acuerdo —dijo Denny.
Cuando hubo colgado, se me aceleró el pulso al pensar a lo que me exponía. Colgué a mi vez y me levanté, mirando a Hamilton, que tenía los ojos desorbitados de pura sorpresa. No contaba él con aquello.
—No ha sido un farol —me dijo—. Cathy está ya muerta.
Se inclinó lentamente a coger el maletín y retrocedió hacia la puerta, sin dejar de mirarme.
Vi un objeto deslizarse rápidamente por la mesa junto a la que pasaba Hamilton. Rob se abalanzó a cogerlo, volcando un ordenador, que se estrelló contra el suelo, y echándose encima de Hamilton.
Ambos cayeron pesadamente al suelo. Rob gritó y se llevó la mano al hombro. Al ver que Hamilton se levantaba salté sobre él. Forcejeó, pero Rob me ayudó y lo inmovilizamos en el suelo, Rob sujetándole las piernas y yo los hombros.
—¡Átale las manos! —me gritó Rob.
Miré a ver con qué podía atarlo, y cogí el cable del ordenador que estaba destrozado en el suelo. Lo arranqué de cuajo e intenté atarle las manos a Hamilton.
Era difícil. Pese a ser dos, Hamilton lograba zafarse, revolviéndose sin parar. Y no había modo de sujetarle las muñecas el tiempo suficiente para atárselas.
—¡Quieto! —le grité.
Hamilton siguió debatiéndose, e incluso logró darle a Rob una buena patada en las costillas. Entonces cogí el cable y se lo pasé por el cuello, echándole la cabeza hacia atrás.
—¡Quieto, le digo!
Se echó violentamente hacia adelante y casi me hace saltar por encima de sus hombros. Tiré con fuerza del cable, enfurecido. Aquél era el cabrón que me traicionó y me engañó; que había estafado, mentido y asesinado a Debbie. Y lo mismo habría hecho con Cathy de haber podido, si es que no lo habían hecho ya.
Apreté los dientes y empecé a estrangularlo con el cable. Me cegué. El cuerpo que tenía debajo dejó de moverse. Oí vagamente que Rob me gritaba.
Luego, noté que unas fuertes manos me arrebataban el cable, y que otras me separaban de Hamilton. Lo miré. Allí tirado en el suelo, con la cabeza casi descoyuntada y respirando con dificultad. Echaba espuma por la boca y estaba completamente rojo.
Me dejé caer en una silla y mi ira se fue aplacando. La queda voz del sentido común me susurraba que debía alegrarme por no haberlo matado. Un policía estaba arrodillado junto a él y otro me sujetaba firmemente por los hombros. Otros dos estaban vigilantes, uno de ellos hablando por su radio en tono apremiante. Mi mente se despejó. ¡Cathy! Me precipité hacia mi mesa y llamé a Denny, que pasó la comunicación al radioteléfono del comisario Deane.
En pocos segundos expliqué lo sucedido. Deane no paraba de hacerme preguntas, pero no se las contesté. Yo quería que me dijese cómo estaba Cathy.
—Ha detenido el FBI a Waigel? —dije—. ¿Le habrá dado tiempo a llamar al matón? ¿Puede informarse en seguida?
—De acuerdo —me contestó.
Seguí a la escucha. Oía susurros, pero no entendía nada. Dos de los agentes de policía esposaron a Hamilton y lo sacaron de la oficina, aún jadeante. Me alegré de perderlo de vista.
Tras un largo minuto, volví a oír la voz de Deane.
—¡Tienen a Waigel! —me dijo.
—¿Ha llegado a hacer la llamada? —le pregunté, más esperanzado.
—Lo vieron colgar el teléfono al entrar en su oficina —contestó Deane en tono apesadumbrado—. No quiere decir a quién ha llamado, pero, por su actitud, los del FBI deducen que debe de tratarse del matón.
¡Dios! La jodí. Oh, Cathy. ¡Cathy, Cathy!
—¿Mister Murray? ¿Mister Murray? ¿Me oye? Tenemos que saber dónde está.
—Sí. En seguida lo averiguo.
Oprimí el botón para interrumpir la comunicación y llamé a Cash.
—Sí, diga.
—Cash. Esto es un desastre. Waigel tiene a un matón tras Cathy. ¿Sabes dónde está ella?
—¿Qué ocurre? ¿No ibais a ir esta tarde al despacho de Denny? ¿Qué ha pasado?
—Mira, no tengo tiempo de explicártelo. Tú sólo dime dónde está Cathy. ¿De acuerdo?
—Vale, vale. Aquí tengo su itinerario. A ver.
«Pero... ¡vamos!», le apremié para mis adentros.
—Aquí está —me dijo—. Tiene una reunión a las nueve en punto en el Arab American Investment. Está en el 520 de Madison Avenue. Se hospeda en el Intercon. Aquí son casi menos diez. Conociéndola, ha debido de salir ya para ir paseando.
—Gracias. Luego te llamo.
Colgué y oprimí de nuevo el botón para restablecer la comunicación con Deane. Le di los datos que acababa de darme Cash.
—Bien —dijo Deane—. Aquí son las dos menos diez, o sea, las nueve menos diez en Nueva York. Debe de estar al llegar. Llamo inmediatamente al FBI.
Colgué el teléfono y seguí sentado a mi mesa, mirando a los monitores. Pero no veía nada. Ni los números ni las letras de las pantallas impresionaban mi retina. Tenía la mirada puesta en una calle de Nueva York, buscando a Cathy.
Nuestro reloj atronaba en mi cabeza. Los radioteléfonos de la policía no paraban. Yo estaba allí, con mi postura de siempre, sentado a la mesa, aguardando a que sonase el teléfono. Pero esta vez no era papel moneda lo que había en juego. Era la vida de Cathy.
¿Cómo podía haber sido tan estúpido? ¿Por qué habría corrido semejante riesgo? ¡Por Dios, que aquello no era una operación financiera! ¡Imbécil de mí! ¡Pero qué imbécil!
Parpadeó el teléfono y lo cogí. Se oía lejos y con dificultad, y el tráfico como ruido de fondo.
—¡Paul! ¡Soy Cathy!
Apenas la entendía. Su voz me llegaba como un susurro. Pero ¡estaba viva! De momento.
—¿Sí?
—Estoy asustada. Viene un hombre siguiéndome. Estoy segura. Me ha venido siguiendo desde el hotel.
—¿Puedes verlo ahora?
—Sí, está recostado en la pared de una iglesia, leyendo el periódico, disimulando.
—¿Pasa mucha gente?
—Sí, estoy justo al lado de la Quinta Avenida. Hay mucha gente por todas partes.
—Bien. Y tú, ¿dónde estás exactamente?
—En una cabina telefónica de la calle 53, frente a la boca del metro.
—No cuelgues.
Se lo dije al agente de policía que tenía detrás, que comunicó la información a través de su radio.
—Óyeme bien, Cathy. No te muevas de donde estás. Tendrás a la policía ahí en unos minutos. Y sigue al teléfono.
—¿De quién se trata? ¿Qué pretende? —me preguntó Cathy muy asustada.
—Es cosa de Waigel. Pero no te preocupes, que con tanta gente por la calle no podrá hacerte nada —le dije, procurando que mis palabras trasmitiesen tranquilidad.
Confiaba en estar en lo cierto. Aunque la verdad es que no estaba seguro. Seguimos al teléfono, demasiado tensos para hablar, aguardando. Me llegaba el bullicio de la calle 53: el ruido del tráfico y retazos de conversación de los viandantes.
Seguía con la mirada el segundero del reloj que tenía enfrente. ¿Dónde se habría metido la policía? Se me reprodujo la imagen de los atascos del centro de Manhattan. Podían tardar unos diez minutos en recorrer tres manzanas en hora punta.
Me sobresalté. ¿Dónde estaba Cathy? No la oía.
—¿Cathy?
—Sí, Paul, estoy aquí.
Qué alivio.
—¿No se ha movido el tipo ese?
—No, sigue junto a la iglesia.
—Avísame si se mueve.
—De acuerdo... ¡Paul! Estoy asustada —oí que decía Cathy. La voz me llegaba muy lejana, apenas audible.
—No te preocupes, que no pueden tardar.
Y entonces los oí. Oí las sirenas, cada vez más cerca.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Cathy—. Está cruzando la calle. Viene derecho hacia mí.
—¡Suelta el teléfono y corre! —le grité—. ¡Corre!
Oí el golpe del auricular contra la pared de la cabina. Ruido de plástico que se agrietaba. Un instante de silencio. Y, luego, gritos. Mujeres que chillaban, hombres que vociferaban, y el sonido de las sirenas cada vez más agudo.
«¡Le han disparado a una mujer!», se oyó.
«¡Está sangrando!», exclamaron.
Las sirenas me ensordecían. Broncas voces de policías apremiaban a la gente a apartarse, a dejarlos pasar.
—¡Cathy! —grité—. ¡Cathy!
Y entonces oí su voz. La dulce voz de Cathy. Entrecortada y llorosa, pero su voz.
—¿Paul?
—¿Estás bien?
—Sí. Le ha dado a otra mujer. Pero yo estoy bien. Estoy bien.