Capítulo 21
A pesar del cansancio, sólo dormí a ratos. En cuanto empezó a clarear salté de la cama, me enfundé el chándal y salí a correr al parque. Di dos vueltas. Con lo poco que había dormido, me costó coger el ritmo, pero sirvió para tranquilizarme.
Al volver a casa, me di un baño, desayuné tostadas y café y empecé a sentirme mejor. Llamé a Cathy a Bloomfield Weiss. Acababa de llegar al trabajo. Le pedí que viniese con Cash a casa en cuanto pudiesen, que era urgente.
Llegaron sobre las diez. Les conté que Powell había registrado el apartamento, y mi visita a Rob. Les expuse también todo lo que estuve pensando el día anterior.
—O sea, que seguimos sin saber quién mató a Debbie —les resumí—. Podemos estar seguros de que Waigel estuvo implicado, pero no estaba en Inglaterra cuando la mataron. Sospecho que Rob pudo tener algo que ver. Y el fraude de la Tremont Capital es también un factor importante. Pero por más que me devano los sesos, no me encajan las piezas. Y estoy metido en un buen lío. Sólo con que Powell se saque de la manga cualquier otra cosa que pueda utilizar como prueba (algo que, por lo visto, hay mucha gente que estaría encantado de proporcionarle), me detendrán. A menos que yo averigüe quién mató a Debbie, tendré que afrontar un proceso por asesinato. ¿Se os ocurre algo? Yo ya he agotado mis reservas de ideas.
—¡Joder! —exclamó Cash—. Me lo pones difícil. No sé.
Cathy guardó silencio, pensativa. Y yo también, confiando en que se le ocurriese algo.
—A ver. Tratemos de analizarlo de este modo —dijo Cathy—. ¿Qué sabemos del asesino de Debbie?
—Pues que si mató a Debbie en Londres, estaba en Londres —repuse.
—Exacto. Y que pudo, perfectamente, ser también quien moviese los hilos del asunto de la Phoenix Prosperity.
—Ajá —asentí—. Jack Salmon estaba, sin duda, en contacto con alguien de aquí. Alguien conocedor del mercado —añadí, diciéndome que, quien fuese, aprobó que Jack Salmon comprase los bonos de la Fairway.
Yo le comenté a Hamilton que la Fairway era una buena inversión.
—Waigel tuvo suerte de que nadie comprobase la autenticidad de la garantía de la Tremont Capital —dijo Cathy—. Se arriesgó mucho.
—Se trataba de una emisión privada —le recordé—. La documentación no tenía por qué constar en parte alguna, y la lista de clientes que la suscribieron era muy corta.
—Y tan corta —dijo Cathy—. De sólo dos clientes: De Jong y el Harzweiger Bank.
—¿Y has dicho que Waigel se lo sugirió al Harzweiger y tú a De Jong? —preguntó Cash.
—Eso es —confirmé—. Al decirme Hamilton que le interesaban bonos de alto rendimiento, de empresas clasificadas por la Banca como clientes preferenciales. De lo que podemos estar seguros es de que Dietweiler colaboró con Waigel. Probablemente, depositó los bonos en cuentas de sus clientes, confiando en que nadie lo notase —aventuré.
—Con lo que sólo queda De Jong —dijo Cathy.
—Humm. La verdad es que es muy raro que Hamilton no comprobase la garantía o, por lo menos, que se la hiciese comprobar a Debbie —dije—. Un extraño error.
La inevitable conclusión la teníamos allí clarísimamente.
Hamilton.
No podía ser. Aunque Hamilton me hubiese echado, seguía importándome. Lo admiraba. Fue el único que actuó con nobleza en todo aquel turbio asunto. Era absurdo. Me resistía a creerlo.
Pero el solo hecho de incluir a Hamilton en aquella hipótesis hizo que todas las piezas empezasen a encajar. Conchabado con Waigel, su antiguo compañero de facultad, Hamilton lo planeó todo. Le compró a Cash los bonos de la Tremont Capital, sabiendo perfectamente de qué iba. Él decidió la adquisición de la Phoenix Prosperity por parte de la Tremont, y dirigía las operaciones de Jack Salmon desde donde estuviese.
Pero lo más grave es que había matado a Debbie.
Vio en la agenda de Debbie que estaba citada con míster De Jong. Vio los subrayados que hizo ella en el folleto de la Tremont. Dedujo que, sin lugar a dudas, Debbie iba a poner en conocimiento de De Jong que la garantía era falsa. Tenía que impedírselo.
Y la mató.
Me quedé helado. Aturdido. Me sentía casi físicamente incapaz de aceptarlo.
—¿Qué te ocurre, Paul? —dijo Cathy tocándome la mano.
Les expuse entrecortadamente mi conclusión, sobreponiéndome para que me saliesen las palabras.
Se me quedaron mirando, mudos de puro asombro.
Retiré la mano de la de Cathy y me acerqué a la ventana de mi saloncito. Miré hacia el callejón iluminado por el sol de la mañana. Cuanto más lo pensaba, más me enfurecía. Me sentía como un imbécil, y traicionado. Deseaba vengarme, por mí y por Debbie.
—No me lo creo —dijo Cash—. Dudo que haya nadie más remilgado y meticuloso que él. Es un tipo demasiado... —dijo Cash, sin acabar de encontrar la palabra— ... demasiado gris.
—Pues yo sí —dijo Cathy—. Nunca me ha gustado. No es un ser humano, es una máquina. Lo que no entiendo es por qué lo hizo.
Yo sí tenía una explicación. Conocía bien la mentalidad de Hamilton.
—Para Hamilton la vida se reduce a un mercado en el que hay que vencer. Está obsesionado con ganar dinero. Pero no por el dinero sino por el hecho de conseguirlo. Y es audaz. Creo que debió de hartarse de trabajar honradamente y optó por algo más apasionante. Concibió un fraude perfecto. Robaría decenas de millones sin que nadie lo descubriese nunca. Imagino cómo debió de reaccionar al ver que la idea le salía respondona —concluí, musitándolo con amargura.
—¿Para qué robar, con tanto «primo» a quien exprimir cada día de la semana? —dijo Cash riendo.
Era verdad; mientras siguiese habiendo «primos», a Cash no iba a faltarle el dinero.
—¿Y con respecto a ti? —preguntó Cathy—. ¿Por qué te dejó meter las narices durante tanto tiempo?
—Supongo que, prácticamente, no tenía más remedio —repuse—. Era consciente de que, en cuanto recelase, empezaría a indagar. Pero pensaría que era mejor tenerme al lado, saber lo que hacía e incluso dirigir mis pesquisas, en lugar de dejarme a mi aire. Me convenció para que no le contase a nadie lo que había averiguado, con el pretexto de no alertar a los autores del fraude, antes de que recuperásemos el dinero. Debo reconocer que creí que él lo descubriría todo. Supongo que lo del bufete de abogados de las Antillas Holandesas se lo inventó. Puede que ni siquiera fuese allí.
—Puestos a matar a Debbie, ¿por qué no te mató a ti también?
—No sé por qué no me mató. Supongo que pensaría que dos empleados muertos en un mes no dejaba en muy buen lugar a la empresa, en cuanto seguridad en el trabajo —ironicé.
Quizá me apreciase demasiado, me dije. No acababa de desprenderme de mi orgullo por ser el ojo derecho de Hamilton. Pero de pronto sentí repugnancia. ¡Cómo pude admirar a un hombre así! Intentó que dejase de indagar, y casi lo consiguió.
—Berryman no mintió —les dije, refiriéndome al asunto de la Yesera—. Hamilton no hizo ningún trato con él.
Cathy me miró perpleja.
—Aprovechó la investigación sobre mi compra de acciones de la Yesera como excusa para echarme. Cuando hube dimitido, le fue fácil a Hamilton propagar el rumor de que me habían pillado especulando con información privilegiada, lo que me descalificaba para operar en el mercado de bonos. Luego, remachó la labor haciendo que Rob me presentase como sospechoso de asesinato; y ahora se me cuela en el apartamento a dejar uno de los pendientes de Debbie, que debió de caérsele cuando la empujó al río.
—¿Y por qué habría de ayudarlo Rob?
No sabía qué contestar yo a eso.
—¿Qué hacemos ahora, pues? —preguntó Cash.
—¿Ir a la policía? —aventuró Cathy.
—No podemos —contesté, meneando la cabeza—. No tenemos ninguna prueba. En cuanto Hamilton se percatase de que la policía investiga acerca de él, De Jong no volvería a ver el dinero. Y recordad que Powell quiere verme entre rejas. No iba a cambiar de pista así como así.
—La verdad es que, por ese lado, sigues teniéndolo mal —reconoció Cathy con cara de preocupación—. Powell no te haría ni caso si dijeses que un ex jefe que te ha echado es el asesino de Debbie.
—Además —dije—, a ese cabrón quiero atraparlo yo.
—En definitiva, ¿qué hacemos?
—Recuperar el dinero de De Jong.
Me miraron perplejos.
—Recuperar el dinero de De Jong —repetí—. Lo que hayamos de hacer para conseguirlo, pondrá, por sí mismo, al descubierto la implicación de Hamilton en todo el asunto. Y entonces Powell no tendrá más remedio que escucharme.
—Maravilloso —dijo Cash sarcásticamente—. ¿Cómo puñeta vamos a conseguirlo?
—A lo mejor incluso se me ocurre algo. Dejadme pensar un momento.
Se quedaron calladitos mientras yo miraba hacia la ventana.
Tenía que haber algún medio. Estaba seguro.
Les esbocé una idea. Estuvimos dos horas analizándola y redondeándola, hasta llegar a un plan factible.
Fui con Cash y Cathy en el taxi, al regresar ellos a Bloomfield Weiss. Aguardé en la recepción cosa de una hora. Luego, salió Cathy con un montón de folletos, memorias anuales y comprobantes de operaciones pasados por el ordenador. Me lo dio todo y volví a mi apartamento.
Manos a la obra.
Tenía información sobre cinco empresas norteamericanas que estaban siempre con el agua al cuello. Ordené las memorias anuales, los gráficos de cotizaciones de sus valores a lo largo de los dos últimos años, artículos de Standard and Poor's, Moody's y Valueline, e informes de varios brokers, en cinco montones. Empecé a estudiarlo. Necesitaba elegir la empresa que mejor se adaptase a mi idea. Debía analizarlas desde tres puntos de vista: mi opinión personal sobre las verdaderas perspectivas de la empresa, lo que Hamilton hubiese pensado y lo que pensaría el mercado. Necesitaba una combinación muy precisa de estos tres enfoques.
Interrumpí el trabajo a las tres. Tenía que hacer varias llamadas. La primera, a De Jong & Co. Se puso Karen.
—Hola, Karen, soy Paul. ¿Qué tal? —le dije.
—Yo bien, ¿y tú? —contestó, en un tono que parecía indicar que se alegraba de oírme.
—¿Está Hamilton?
—Espera a ver —dijo Karen, con cierta sequedad ahora.
Al cabo de unos segundos oí la voz de Hamilton.
—Diga.
No me había detenido a pensar cómo reaccionaría al oír la voz de Hamilton. Sentí una repulsión física, como ante la vista de la sangre; un escalofrío que me puso los pelos de punta. Se me hizo un nudo en el estómago de puras náuseas. Racionalmente, tenía muy claro que Hamilton me había traicionado. Pero emocionalmente sólo entonces me percaté de hasta qué punto me dolía.
—Hola, Hamilton, soy Paul.
—Ah, Paul, ¿qué tal está?
—Bien. Voy haciendo. Quería pedirle algo.
Casi palpé la súbita crispación de Hamilton.
—¿De qué se trata? —me dijo.
—¿Podría trabajar en la oficina el tiempo que falta para los dos meses que me dio? No he tenido mucha suerte para encontrar empleo en el mercado de bonos, y he escrito a varios anuncios a ver si encuentro algo en Banca. Me gustaría reciclarme un poco en riesgos. Aparte de que me aburro de estar mano sobre mano.
—No hay inconveniente —contestó Hamilton tras una larga pausa—. Será bienvenido. Ya sabe que operar no puede, pero nos alegrará tenerlo de nuevo por aquí. Además, hay un par de empresas que tenemos que analizar.
—Estupendo, pues —le dije—. Nos vemos mañana.
De momento, perfecto. Luego, llamé a Claire y, tal como esperaba, no hubo problema. Se mostró encantada de ayudar. Con Denny fue más difícil. Sabía que le pedía mucho. Lo embarcaba en un montón de papeleo legal, por el que nada cobraría si nuestro plan fracasaba. Yo no creía que lo que nos proponíamos fuese ilegal, pero, desde luego, poco le faltaba. Tras media hora de conversación, Denny, con gran alivio por mi parte, accedió a ayudar.
Después, hice la llamada que ardía en deseos de hacer. Marqué un número de Las Vegas.
—Despacho de Irwin Piper —contestó una secretaria que transmitía cultura, cortesía y autoridad.
—¿Está míster Piper?
—Míster Piper no está en este momento. ¿Quiere dejarme algún mensaje?
Ya contaba con que iba a ser difícil hablar con él, y tenía previsto el mensaje que le iba a dejar.
—Sí. Dígale que ha llamado Paul Murray. Y dígale también que, si no me llama antes de dos horas, llamaré yo a la Comisión del Juego del Estado de Nevada para hablarles de una operación de míster Piper con bonos de la Yesera Americana, a través de su banco de Liechtenstein.
No era muy sutil, pero fue eficaz. A los diez minutos tenía a Piper al teléfono. No repetí mi amenaza. Con una vez bastaba. Le pedí a Piper, amablemente, que me ayudase. Le hice ver que sería en su propio interés; que, ayudarme a mí, solucionaría su problema y el mío. Y le expliqué lo que quería que hiciese.
Su entusiasta reacción me sorprendió.
—Claro, ¿por qué no? —me dijo—. He puesto el máximo empeño en que lo del Tahití sea todo limpio y trasparente, y ese asunto de la Tremont Capital ha estado a punto de joderlo todo. No lo tome a mal, pero pensaba ir pronto a Inglaterra de todas maneras, y será un alivio habérmelo quitado a usted de encima.
Le aseguré que iba a olvidarme de lo que sabía de él. Concretamos fechas y detalles y colgamos.
Después llamé a Cash.
—¿Qué tal ha ido? —preguntó.
—Todos han accedido a ayudar. Piper incluso parece encantado —le dije—. Creo que he dado con la empresa que nos conviene —añadí, dándole el nombre—. Mira a ver cómo está la cotización. Quiénes son los principales poseedores de bonos; si es previsible que haya quienes quieran vender en los próximos días, y todo eso.
—De acuerdo. Luego te llamo.
Me sentó bien ponerme de nuevo un traje. Ya en el ascensor que conducía a la planta veinte del edificio del Colonial Bank, estaba tenso pero resuelto.
Se hizo un silencio sepulcral al entrar yo en la oficina. Jeff, Rob, Gordon y Karen me miraron unos instantes y en seguida volvieron a sumergirse en sus papeles y sus teléfonos. Hamilton me ignoró. Había un joven con gafas sentado a la mesa de Debbie. Su sustituto. Me alegró ver que Hamilton aún no me lo había encontrado a mí.
—Buenos días a todos —dije sonoramente.
Sólo un leve murmullo correspondió a mi saludo.
—Eh, Karen, ¿no me has añorado?
Por lo menos ella me sonrió. Algo era.
Me acerqué al joven que estaba sentado a la mesa de Debbie y me presenté. Me dijo que se llamaba Stewart.
—Soy Paul —le dije yo—. Trabajo aquí.
Por el rabillo del ojo vi que Jeff se ponía tenso. Stewart se quedó visiblemente desconcertado y farfulló algo ininteligible. Lo que sí estaba claro es que sabía quién era yo, y se sentía violento, queriendo mostrarse amable, pero no que lo viesen confraternizar con un delincuente.
Hamilton terminó su llamada y se acercó, bastante cordial, para lo que era normal en él.
—Buenos días, Paul. Me alegra que haya venido. Puede ocupar su antigua mesa —dijo, cargando el acento sobre «antigua»—. Recuerde solamente que no deberá tener contacto alguno con el mercado, mientras esté en nuestras oficinas. De manera que no se ponga al teléfono ni llame a ningún comercial.
—¿A las agencias de selección de personal sí puedo llamar, no? —le dije.
—Sí, eso sí —contestó dejando sobre mi mesa un montón de papeles—. Me gustaría que les echase un vistazo a un par de bancos regionales norteamericanos. Los analistas de riesgos de la Asociación Americana de Entidades Bancarias acaban de excluirlos de la lista de clientes preferenciales. Ahora están sólo en la de «buenos clientes». Sus bonos rentan casi el doce por ciento. Me gustaría comprar algunos, si cree usted que no hay riesgo.
Muy propio de Hamilton. Me exprimiría tanto como pudiera mientras estuviese allí. Pero yo estaba encantado de tener realmente algo que hacer. Llamaría menos la atención verme sumergido en una memoria anual que rondar por la oficina, intentando hacer trabajo personal.
Nadie me dirigió la palabra en toda la mañana. Se limitaban a mirarme a hurtadillas. No podía reprochárselo, porque a nadie le gustan los corruptos. Era triste. Probablemente, pensarían que los había decepcionado. Pues, bueno, pronto se aclarará todo, pensé. Cada vez que miraba hacia Rob se hacía el desentendido, enfrascándose en sus conversaciones telefónicas o atento a las pantallas de sus monitores.
Iba transcurriendo la mañana. Miré al reloj de la oficina. Eran las 10.59. A las once en punto oí a Rob.
—¡Hamilton! Claire por la dos —dijo.
Observé a Hamilton mientras hablaba con Claire. Sabía perfectamente lo que ella le decía, pero era imposible ver la reacción de Hamilton. Hablaron durante cinco minutos. Cuando hubieron terminado, Hamilton se recostó en el respaldo y se acarició el mentón. Buena señal. Le tentaba el anzuelo. Permaneció sentado en la misma postura dos o tres minutos y, súbitamente, se levantó y vino hacia mí. Yo disimulé mirando a la hoja de balance que tenía en la mesa.
—¿Podría echarle un vistazo a una cosa?
—Por supuesto. Dígame.
—Se trata de una empresa llamada Mix N Match. ¿Le suena?
Fruncí los labios en actitud reflexiva.
—Sí, creo que sí. Es un distribuidor de Florida. Creo que últimamente no andaba bien.
—En efecto —dijo Hamilton—. ¿Sabe de qué va?
—Pues no, la verdad —le mentí.
—Me acaba de llamar Claire. Sus bonos están a sólo el veinte por ciento de su valor nominal, por lo visto. Todo el mundo cree que va a declararse en quiebra. Según Claire, se rumorea que la van a comprar los japoneses. Ya sé que es sólo un rumor —puntualizó al ver que yo enarcaba las cejas—. Y Claire sabe muy poco de bonos de alto rendimiento. Pero si está en lo cierto, ganaremos ochenta centavos por cada veinte, que es todo lo que perderemos si se equivoca. Creo que merece la pena estudiarlo. Claire va a pasarnos un fax con más datos. A ver qué saca usted en limpio de todo ello —añadió, volviendo hacia su mesa y dándose la vuelta en seguida, vacilante—. Pero no vaya a hablar de esto con nadie de fuera de la oficina, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —asentí.
Y me puse a trabajar. Ordené los datos que teníamos en nuestros archivos sobre la Mix N Match y, al poco, llegó el fax de Claire. Me puse manos a la obra, sumergiéndome en papeles y alimentando mi ordenador con datos financieros.
Yo había elegido Mix N Match como la empresa idónea entre las cinco que analicé el día anterior. No era mala inversión comprar a veinte lo que costó cien. Aunque quebrase, los poseedores de bonos obtendrían por lo menos el cincuenta por ciento del nominal. Y con una más que probable «opa» de por medio, pintaba como un verdadero chollo; irresistible, confiaba yo.
Durante las cuatro horas siguientes, hice un completo análisis de en qué situación quedaría la empresa si se declaraba en quiebra. Entré todos los datos sobre sus valores en el submenú de gráficos del ordenador, imprimí un hermoso listado y se lo mostré a Hamilton. Lo tuve prácticamente pegado a mí durante casi todas aquellas horas, de tal manera que pudo leer buena parte de la documentación. Miró los gráficos del listado y se acarició el mentón, pensativo.
Lo dejé con sus reflexiones y llamé por teléfono a Cathy.
—Ya está en ello —le dije—. Dile a Cash que lo llame —le susurré, sin añadir más.
A los treinta segundos parpadeó una luz en la centralita de Karen, que avisó a mi ex jefe.
—¡Hamilton! Cash por la uno —le dijo.
—Dígale que luego lo llamo —repuso Hamilton, absorto en sus reflexiones.
¡Puñeta! No conté con que iba a hacerse de rogar para ponerse al teléfono.
—Que lo llame cuando tenga un momento —dijo Karen tras quitarse de encima a Cash—. Que es sobre Mixer Mash, o algo así.
Hamilton se puso un poco tenso. Sabía que no iba a llamar a Cash inmediatamente, para no darle la impresión de estar demasiado ansioso. Dejó pasar cinco minutos antes de coger el teléfono. Estuvieron hablando media hora. Luego, me llamó.
—Ha elegido un buen día para volver. Me alegro de que esté aquí y hacer algo útil. Mix N Match puede ser más interesante aún de lo que creíamos.
—¿Ah, sí? —exclamé con un entusiasmo nada fingido.
—Era Cash. Lo curioso es que era para hablarme de Mix N Match. Por lo visto, en la Bolsa de Tokio no se habla de otra cosa: uno de los distribuidores japoneses más importantes va a lanzarles una «opa».
—¿No irá a fiarse de Cash en una cosa así? —le dije.
—Tiene usted razón. No puede uno fiarse. Pero es buena señal que el rumor que me ha comentado Claire se confirme. Lo de verdad interesante es que Cash está coordinando un consorcio de inversionistas para hacerse con la mayoría de los bonos de Mix N Match.
—¿Y con qué objeto? —pregunté.
—La idea es crear una gestora de hecho que, al estar en posesión de la mayoría de los bonos de Mix N Match, pueda obligar a los japoneses a pagar los bonos a la par al lanzar la «opa».
—Entiendo. ¿Y quiénes son los otros inversionistas?
—Sólo uno, de momento. Pero es importante. Irwin Piper.
—¿Ese ladrón? —exclamé—. ¿No irá a mezclarse usted en nada con él?
—No será un dechado de honradez, pero es listo —replicó Hamilton—. Va a invertir veinte millones de dólares. Cash quiere que nosotros invirtamos otros veinte, y cuenta con otro tanto de un norteamericano.
—Bueno, a ver si lo entiendo —dije—. De Jong invierte veinte millones en esa gestora, más cuarenta millones de Piper y ese otro inversionista. La gestora utiliza los sesenta millones para comprar bonos en el mercado. Los japoneses le lanzan la «opa» a Mix N Match, y se encuentran con una poderosa gestora que está en posesión de la mayoría de los bonos. Entonces podemos negociar un alto precio, con la fuerza que nos da la mayoría de los bonos y el frente común a través de la gestora.
—Exactamente —dijo Hamilton—. Y si no lanzan la «opa» y la empresa quiebra, también saldríamos ganando, de acuerdo a su análisis.
—Bien. ¿Qué hacemos?
—Por lo visto, Piper tiene ya redactada la documentación. Ha elegido el bufete de Denny Clark para que lo represente. Llega mañana por la mañana a Londres. Podemos vernos con él en el despacho de Denny Clark. Porque, puede usted asistir, si quiere.
Rob merodeaba por allí, tratando de enterarse de todo lo que pudiera.
—¿Puedo ir yo también? —le preguntó a Hamilton—. Me gustaría familiarizarme más con el mercado de bonos de alto rendimiento. Puede que necesite usted que le ayude, cuando Paul se haya marchado definitivamente —añadió, sin mirarme ni una sola vez.
Hamilton enarcó las cejas, reflexionó unos instantes y luego asintió con la cabeza.
Yo volví a mi mesa. Karen me dijo que un tal John Smith, de una agencia de selección de personal, estaba al teléfono. Resultó que era Cash.
—¿No se te podría haber ocurrido otro nombre más original? —le dije.
—No es culpa mía que tengáis tantos en Inglaterra —dijo Cash—. ¿Se ha tragado el anzuelo?
—El anzuelo, el sedal y el plomo —repuse—. Confiemos en que Piper lo haga tan bien como tú.
—No te preocupes. Es un experto estafando a la gente. ¿Cómo crees que hizo tanto dinero?
—No te falta razón —reconocí.
—Bueno, te dejo, que he de colocarle una operación a una banca de ahorro y préstamos de Arizona.