Capítulo 5
La mañana siguiente estuve muy ocupado. Los teléfonos no pararon. El mercado se mostraba activo. Los presidentes de los bancos centrales se lanzaban a convertir marcos en dólares, anticipándose a la esperada reducción de los tipos de interés por parte del Bundesbank. A las bolsas las pilló por sorpresa. Las emisiones de eurobonos, anteriores a la reciente de los suecos, se vendieron casi totalmente y muchos corredores y agentes de bolsa no llegaron a poder comprar. Y no paraban de llamar, tentándonos a que les vendiésemos lo que teníamos. No obstante, nos resistíamos. Que sufriesen.
Debbie no había llegado y tuve que contestar a todas las llamadas. Duro trabajo.
—¿Y Debbie? —le pregunté a Karen al ver que ya eran las nueve. No bebimos tanto por la noche como para no acudir al trabajo.
—No sé.
A las nueve y media se acercó Hamilton a mi mesa.
—¿No ha llegado Debbie? —me preguntó.
—Todavía no.
—Podría llamar, por lo menos... —me dijo.
No lo contradije. Era una bobada no presentarse, así, sin más. Cualquier excusa era mejor que no dar ninguna. Debbie faltaba a menudo al trabajo, pretextando no encontrarse bien, pero, por lo menos, llamaba.
Fue avanzando la mañana. Logré mantener todas nuestras posiciones, pese a la insistencia de Cash, Claire, David y otros agentes para que me desprendiese de ellas.
La voz de Karen me desconcentró. Su tono era de preocupación, casi de pánico, y en seguida atrajo mi atención y la de los demás.
—¡Hamilton! Es la policía. Quieren hablar con alguien acerca de Debbie.
Hamilton cogió el teléfono. Todos fijamos la mirada en él. Al cabo de unos instantes, enarcó las cejas. Estuvo al teléfono, hablando en voz baja, durante unos cinco minutos. Luego, colgó lentamente. Se levantó y fue a situarse entre mi mesa y la de Debbie. Con un ademán, nos indicó a todos que nos acercásemos.
—Hay malas noticias. Debbie ha muerto. Se ahogó anoche.
Aquellas palabras me produjeron la misma impresión que si me hubiesen golpeado en pleno rostro. Me silbaron los oídos y la vista se me nubló. Me recosté en el respaldo, abatido.
Mientras Hamilton hablaba con la policía, me asaltaron temores sobre lo que hubiera podido ocurrirle a Debbie, pero no imaginé nada semejante. Notaba el vacío en aquella mesa contigua a la mía, aquel risueño centro de desenfadada charla, ahora enmudecido. Apenas oí a Hamilton al explicárnoslo.
—Han encontrado su cuerpo a las seis de la mañana en el Támesis, frente al muelle Millwall. La policía vendrá esta tarde a hablar con nosotros. Me han pedido que averigüe quién la vio anoche por última vez.
—Yo —dije, o eso pretendí, por lo menos, porque apenas me salió un hilillo de voz—. Yo —repetí con voz más clara.
—Bueno, Paul —dijo Hamilton volviéndose hacia mí—, pues probablemente querrán tomarle declaración.
Todos me miraron inquisitivamente.
—La vi anoche a las nueve y media —dije—. Estuvimos tomando una copa. Fue a coger el metro a Embankment. Eso es todo —añadí.
A pesar de cómo me sentía por dentro, logré que no se me quebrase la voz.
—¿Saben cómo ha ocurrido? —preguntó Rob.
—Todavía no —repuso Hamilton—. Según el comisario, de momento, no excluyen ninguna hipótesis.
¿Que cómo ha ocurrido? Pues cayéndose. Pero ¿cómo se va a caer uno al Támesis, así por las buenas? Tenía que ser bastante difícil, por más ventosa que fuese la noche. Y eso significaba que se tiró o que la tiraron. Se me representaron los apagados ojos, y el enjuto rostro, del hombre que sobó a Debbie poco antes de que nos alejásemos del barco. Estaba seguro de que algo tenía que ver con lo ocurrido.
Los teléfonos echaban humo.
—Deberíamos contestar —dijo Hamilton.
No hicimos ningún comentario entre nosotros. Era difícil encontrar palabras. Tratamos de encajarlo en silencio. Karen ahogaba sus sollozos con el pañuelo. Rob y Gordon iban de un lado para otro, buscando algo que hacer para no pensar.
Yo no hacía más que mirar la mesa de Debbie.
Hasta la noche anterior, no me percaté de lo mucho que llegamos a intimar en aquellos dos o tres meses. Aún me parecía ver brillar sus mofletes con la tenue luz del barco, y su chispeante y risueña mirada. Y hacía sólo unas horas (catorce, para ser exacto). ¿Cómo podía esfumarse de pronto una persona tan llena de vida?, ¿dejar de existir? No tenía sentido. Me escocían los ojos. Hundí la cabeza entre las manos y seguí allí sentado.
No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que noté una mano en el hombro. Alcé la vista. Era Hamilton.
—Lo siento —me dijo—. Formaban un buen equipo.
Asentí con la cabeza, mirándolo.
—¿Quiere marcharse a casa? —me preguntó Hamilton.
Meneé la cabeza, declinando su ofrecimiento.
—¿Puedo sugerirle una cosa? —preguntó.
—¿Qué? —dije con la voz quebrada.
—Coja el teléfono y hable con la gente.
Tenía razón. Necesitaba refugiarme en la rutina cotidiana. Precios. Rumores. Porcentajes. Oscilaciones del mercado.
No me sentía con fuerzas para contarle a nadie lo de Debbie. Pero la noticia no tardó en propagarse por el mundillo financiero. El resto de la mañana se me hizo muy penoso, porque la tuve que pasar condoliéndome con todos, conviniendo en lo maravillosa y alegre que era Debbie y en qué horrible era que hubiese muerto.
A la hora del almuerzo vino la policía. Estuvieron media hora con Hamilton, que luego me llamó a la sala de reuniones, en la que había dos agentes aguardándome. El más alto se presentó como inspector Powell. Era un hombre fornido, de unos treinta y cinco años. Llevaba un barato traje cruzado, con la chaqueta desabrochada, y una corbata chillona. Al levantarse noté que era ágil y que en su robusta complexión no había un gramo de grasa. Era todo músculo. Daba la impresión de ser un hombre de acción que no se sentía nada cómodo en la viciada atmósfera de la sala de reuniones de De Jong. Su compañero, el agente Jones, estaba un poco más atrás, bolígrafo en ristre para tomar notas.
Dice míster McKenzie que fue usted la última persona de la oficina en ver viva a miss Chater —dijo Powell con un monocorde acento londinense y en un tono que, más que la constatación de un simple hecho, hacía que pareciese acusación. Rezumaba impaciencia.
—Así es —repuse—. Fuimos a tomar una copa anoche.
Y les conté todo lo ocurrido. El agente no paró de tomar notas. En cuanto les hablé del individuo que abordó a Debbie y luego desapareció en la oscuridad, el interrogatorio se hizo más concreto. No estuve nada nervioso y les di una detallada descripción, ofreciéndome a colaborar con el dibujante de la brigada para hacer un retrato-robot, si era necesario. Entonces, Powell pasó a otro terreno.
—Según míster McKenzie, usted era el amigo más íntimo de miss Chater.
—Sí, creo que así es.
—¿Veía usted deprimida a miss Chater últimamente? —me preguntó.
—Pues la verdad es que no.
—¿Problemas afectivos con algún amigo?
—No. Nada que me comentase.
—¿Problemas laborales?
—Creo que tampoco —contesté con cierta vacilación.
—¿Está seguro? —insistió Powell, mirándome con fijeza al advertir mi vacilación.
—Bueno, se disgustó un poco no hace mucho.
Le conté la agarrada de Debbie con Hamilton y nuestra conversación el día que almorzamos en Finsbury Circus, frente al campo de bolos.
—Pero fue un simple disgusto, no como para suicidarse —añadí.
—Es siempre peliagudo afirmar estas cosas —dijo Powell—. Sorprende ver con cuánta frecuencia personas aparentemente equilibradas se quitan la vida por algo que a sus amigos y a sus familiares les parece trivial.
—No, no me entiende —repliqué, tratando de aclararlo—. Es que era una persona que nunca se deprimía. Siempre estaba riendo. Amaba la vida.
Powell pareció ignorar mi aclaración. Le hizo una indicación con la cabeza a su compañero, que cerró el bloc.
—Gracias por atendernos, míster Murray. ¿Supongo que podemos contar con usted si tenemos más preguntas que hacerle?
Les dije que por supuesto, y luego se marcharon.
Logré a duras penas terminar la jornada. Hacia las seis, apagué el ordenador y me fui a casa.
Coincidí con Hamilton mientras aguardaba el ascensor. Permanecimos en un embarazoso silencio. Normalmente, ya era difícil hablar de cosas intrascendentes con Hamilton. Y, en aquellas circunstancias, no me sentí con ánimo para pensar en nada ingenioso ni interesante que decir.
Al llegar el ascensor, entramos los dos.
—¿Hace algo ahora, Paul? —me preguntó Hamilton mientras bajábamos.
—Nada. Voy a casa —repuse.
—¿Le apetece que, de camino, subamos a casa a tomar una copa? —me ofreció.
No acerté a contestar en seguida. Su invitación me dejó de una pieza. Era rarísimo que Hamilton invitase a alguien. No hacía vida social. Media hora de difícil conversación con Hamilton era lo último que me apetecía en aquellos momentos, pero no podía desairarlo.
—Sí, muchas gracias —le dije.
Hamilton vivía en uno de los altos y grises edificios de cemento de la Barbican que, como la antigua ciudadela, se alza al norte, en las proximidades de la City. Desde la oficina, estaba sólo a quince minutos a pie. Apenas hablamos durante el trayecto por el denso tráfico de coches y viandantes.
La Barbican es una laberíntica zona peatonal, cuajada de edificios, que rodea las antiguas murallas e iglesias de la City; una zona sobre elevada que queda a unos ocho metros del nivel de la calle. Resulta tan desorientadora que tuvieron que pintar rótulos amarillos en las aceras, para evitar que uno se despiste. Un lugar muy poco atractivo para vivir.
Cuando al fin llegamos al edificio en el que vivía Hamilton, cogimos el ascensor hasta la última planta. Su apartamento era pequeño y confortable. Los muebles y la decoración —caros aunque nada atrayentes— bastaban para lo que suele uno necesitar, para vivir, pero para poco más. No había más cuadros que dos grabados del siglo xix que representaban abadías de Escocia. En las paredes hay que colgar cuadros, pero era difícil imaginar nada más gris que aquellos dos. La puerta de un cuarto estaba abierta y me asomé a curiosear. Sólo veía una mesa.
—Es mi estudio —me dijo Hamilton—. Pase, se lo enseñaré.
Entramos. La mesa estaba frente a la ventana. Las paredes estaban cubiertas de archivadores y estanterías de arriba abajo. En aquella pequeña estancia había miles de libros y documentos. Parecía el despacho de un catedrático de universidad, con la única diferencia de que aquél estaba ordenado. Todo estaba en su sitio. La mesa completamente despejada, sin más que el ordenador.
Curioseé unos momentos por las estanterías. Los títulos de casi todos los libros que vi tenían que ver con las finanzas o con la economía. Muchos eran del siglo XIX. Me llamaron la atención unos estantes. Había obras como Teoría del caos, de Gleick; La masa en la Historia, de Rude; e incluso Sobre el origen de las especies, de Darwin. Y había obras sobre sicología, física, religión y lingüística.
—Debería leer algunos de estos libros —me dijo Hamilton acercándoseme—. Le ayudarían a comprender mejor nuestro trabajo.
Lo miré con perplejidad.
—Los mercados tienen que ver con las oscilaciones de los precios, con la interrelación de distintos grupos sociales, con la competencia, la información, el miedo, la codicia, la certidumbre y la incertidumbre —prosiguió—. Todas estas cosas las estudian en detalle una serie de disciplinas académicas, y cada una de ellas puede ayudarte a comprender los porqués del comportamiento del mercado.
—Entiendo —le dije.
Y sí lo comprendí. En el mundo de Hamilton, para lo que servían los grandes estudiosos de la mente y la materia era para hacer una importante contribución a la teoría financiera. Bueno, por lo menos servían para algo.
Cogí El Príncipe, de Maquiavelo.
—¿Y éste? —pregunté, mostrándoselo a Hamilton.
—Ah, Maquiavelo comprendió el poder —repuso sonriendo—. Este libro trata del poder, y de cómo utilizarlo. Y de lo mismo tratan los mercados financieros. Dinero es poder. Información es poder. Y la capacidad analítica también es poder.
—Yo creía que trataba de cómo convertirse en un déspota implacable.
—Ah, no. Eso es muy simplista. Es cierto que él creía que el fin justificaba los medios. Pero aunque un buen gobernante debe hacer siempre lo que convenga para lograr su objetivo, debe parecer justo. Eso es vital.
Yo no salía de mi perplejidad.
—En términos de mercado —dijo Hamilton riendo—, esto significa que hay que ser listo e imaginativo, aunque conservando a toda costa la reputación. Recuérdelo.
—Lo recordaré —dije, volviendo a colocar el libro en el estante.
—Me gusta mi estudio —dijo Hamilton en tono relajado—. Paso casi todo el tiempo aquí. Mire qué vista.
La vista era realmente estupenda. Se dominaba toda la City, desde la catedral de San Pablo hasta el East End. Se distinguía perfectamente el edificio de las oficinas de De Jong. Debía de servirle de inspiración a Hamilton cuando se atascaba en sus análisis del mercado.
Volvimos al salón.
—¿Whisky? —me preguntó.
—Sí, gracias.
Sirvió dos whiskies largos en sendos vasos, con un poco de agua. Me pasó uno y nos sentamos.
—¿Cree que se ha suicidado? —dijo, mirándome escrutadoramente tras paladear el primer sorbo.
—No —repuse suspirando—. Diga la policía lo que diga, Debbie nunca hubiese hecho algo así.
—No obstante, temía por su empleo, ¿no? —preguntó—. No sé si se lo contaría, pero tuvimos una conversación bastante embarazosa acerca de su futuro no hace mucho.
—Sí, ya lo sé —contesté—. Me contó lo de esa conversación y estaba bastante disgustada. Pero se le pasó pronto. No era de la clase de personas que dejan que una pequeñez como el trabajo les amargue la vida. Estoy convencido de que no ha sido ésa la razón de su muerte.
—No, la verdad es que el suicidio no encaja con su personalidad —dijo Hamilton con visible alivio—. Ha debido de ser un accidente.
—No estoy muy seguro —comenté tras un breve silencio.
—¿Qué quiere decir?
—Nos topamos con una persona.
—¿Que se toparon con una persona? ¿Con quién?
—No sé quién era. Probablemente alguien que trabaja en la City. Delgado. De unos treinta y cinco años. Atlético. Malcarado.
—¿Y qué ocurrió? ¿Le hizo algo?
—Ya salíamos. Simplemente se le acercó, le tocó el pecho y desapareció en la oscuridad. Al cabo de un par de minutos, Debbie y yo nos marchamos cada uno por nuestro lado.
—¿Por qué le haría semejante estupidez? ¿No hizo usted nada?
—Debbie me lo impidió —repuse—. Parecía asustada. Y no era para menos, porque había algo muy raro en aquel individuo.
—¿Se lo ha contado a la policía?
—Sí.
—¿Y qué opinan?
—Se limitaron a tomar muchas notas. Concretamente, no me dijeron qué opinaban. Me temo que fuese él quien la tiró al río. ¿No cree?
Hamilton lo pensó unos instantes, acariciándose el mentón con su habitual talante reflexivo.
—La verdad es que tiene toda la pinta —dijo—. Pero ¿quién debe de ser ese individuo? ¿Y por qué iba a hacerlo?
Estuvimos en silencio unos segundos, pensando en lo sucedido. Aunque él, seguramente, se limitaba a analizar la cuestión y yo a echar de menos a Debbie. Menudo día.
Apuré mi whisky.
—¿Le pongo otro? —me ofreció Hamilton.
—¿Cuánto tiempo hace que vive aquí? —le pregunté, atacando mi segundo whisky.
—Unos cinco años —repuso Hamilton—. Desde que me divorcié. Tengo la oficina a dos pasos.
—¿Está divorciado? —dije en un vacilante tono inquisitivo.
No sabía hasta qué punto estaba dispuesto Hamilton a hablar de cosas tan personales. Pero sentí curiosidad. En la oficina nadie sabía nada de la vida privada de Hamilton, aunque cada uno de nosotros aventuraba su versión.
—¿No lo sabía? Bueno, claro. No hablo mucho. Tengo un hijo. Se llama Alasdair —dijo, y señaló a la fotografía de un sonriente muchachito, de unos siete u ocho años, dándole una patada a un balón de fútbol.
No me había fijado en la fotografía. El chico se parecía mucho a Hamilton, aunque sin su aire taciturno.
—¿Lo ve a menudo?
—Sí, claro; un fin de semana cada quince días —repuso—. Tengo una casita en Perthshire, cerca de donde vive su madre. Facilita mucho las cosas. Y para él es mucho mejor aquello que esta espantosa ciudad. Perthshire es precioso. Te pierdes por el campo y te olvidas de todo esto —añadió, dirigiendo un ademán hacia la ventana.
Le hablé de Barlhwaite y de mi infancia allí, remando por los marjales. Hamilton me escuchaba con atención. Resultaba extraño hablar con él de cosas así, pero parecía interesarle. Y conforme nos enfrascábamos en la conversación, me fui relajando. Me confortaba hablar de un lugar que quedaba a centenares de kilómetros, y de un pasado de más de diez años, y no tener que hacerlo sobre el aquí y el ahora.
—A veces quisiera haberme quedado en Edimburgo —dijo Hamilton—. Hubiese podido tener un buen empleo también allí, y administrar los millones de cualquiera de las muchas compañías de seguros que tienen su sede en Edimburgo.
—¿Por qué no se quedó? —le pregunté.
—Lo intenté tímidamente —repuso—. Pero no iba conmigo. Esas empresas escocesas son sólidas, aunque nada emprendedoras. Necesitaba estar aquí, en plena batalla —añadió mirando a su vaso—. A Moira, claro está, no le gustaba. No comprendía que trabajase tantas horas. Pensaba que podía cumplir perfectamente con mi empleo trabajando de nueve a cinco, y dedicarle el resto del tiempo al hogar. Pero este trabajo exige mucho más; y, ella, pura y simplemente, no se lo creía. Y rompimos.
—Lo siento —dije.
Lo sentí sinceramente. Un hombre solitario como él, alejado de su esposa y de su hijo, debía de sentirse más solo aún. Claro que fue su elección. Antepuso radicalmente su profesión al matrimonio. Pese a ello, me sentí solidario. Me veía a mí mismo, en parecida situación, diez años atrás. Me estremecí al recordar mi conversación con Debbie. Empezaba a pensar que ella tenía razón.
—Bueno, ¿y qué le parece De Jong, ahora que lleva ya seis meses? —me preguntó alzando la vista—. ¿Le gusta?
—Sí me gusta, sí. Mucho. Estoy muy contento de haber entrado a trabajar en la empresa.
—¿Cómo le sienta eso de comprar y vender?
—Me encanta. Lo que quisiera es hacerlo mejor. A veces creo haberle cogido el tranquillo y, de pronto, la pifio. Quizá es que sea cuestión de suerte.
—No lo crea, muchacho —dijo Hamilton riendo—. Claro que la suerte influye, por supuesto, en todas las operaciones. Pero si uno se disciplina a operar sólo cuando tiene más probabilidades a favor que en contra, a la larga el balance es positivo. Pura estadística.
Hamilton se echó de nuevo a reír al ver mi expresión.
No, ya. Tiene razón. No es tan sencillo —admitió—. El quid de la cuestión está en saber cuándo se tiene más probabilidades a favor, y eso requiere años de experiencia. Pero no se preocupe. Va bien. Simplemente, persevere. Reflexione siempre bien lo que hace y por qué. Aprenda de sus errores y le irá de maravilla. Formaremos un buen equipo.
Así lo esperaba yo. Y me animé. Hamilton era incapaz de decir algo así, a menos de creerlo de verdad. Yo estaba resuelto a perseverar, y a hacer las cosas a su modo.
—¿Sabe que lo vi correr? —me dijo.
—No sabía que le gustase el atletismo.
—Bueno, los Juegos Olímpicos los sigue todo el mundo. Además, sí que me gusta el atletismo. El deporte tiene algo que atrae. Lo vi correr varias veces, pero lo que más recuerdo es la final, cuando se puso por delante. La cámara lo sacaba en primer plano. Se le notaba resuelto, y sufriendo. Creí que iba a ganar, y entonces lo adelantaron el kenyata y el español.
—Irlandés —musité.
—¿Qué?
—Irlandés. No era español sino irlandés —dije—. Un irlandés muy rápido.
—Bueno, el caso es que me alegro mucho de que ahora trabaje para mí —dijo Hamilton riendo—. Creo que juntos podemos hacer algo grande con De Jong.
—Me encantaría —dije—. Muchísimo.
El entierro de Debbie tuvo lugar en el cementerio de una apacible iglesia de un pueblecito de Kent. Fui en representación de la empresa. Hacía un día espléndido y el sol caía a plomo sobre el cortejo fúnebre. Me asaba con el traje y notaba la espalda empapada de sudor. Unos grajos graznaban desmayadamente en el pequeño soto contiguo a la entrada del cementerio. Más que romper el silencio, aquellos graznidos lo complementaban. Un perfecto acompañamiento para un entierro en un pueblecito.
El pastor procuró mitigar la tristeza del momento diciendo que a Debbie le hubiese gustado que los asistentes al entierro sonrieran, y que debíamos dar gracias por el tiempo que ella pasó entre nosotros. O algo así. No acabé de seguirlo en su razonamiento que, en cualquier caso, no sirvió de nada. La muerte de una persona joven produce un sentimiento desgarrador. Nada que uno diga puede mitigarlo. Y menos aún siendo Debbie a quien se le había arrebatado una vida que tanto adoraba.
Estaban allí sus padres. Había algo de ella en las facciones de ambos. Eran menudos y rechonchos. Allí unidos por el dolor.
Al emprender lentamente el regreso hacia la carretera, reparé en una pelirroja alta y delgada que caminaba junto a mí. Llevaba tacones altos y se le trabó uno entre los adoquines del sendero. Me agaché para ayudarla a soltar el zapato.
—Gracias —me dijo—. Detesto estos condenados zapatos. ¿Conoce usted a toda esta gente? —añadió mirando en derredor.
—Muy poco —repuse—. ¿Y usted?
—A un par de personas. Debbie y yo compartimos apartamento. De manera que he conocido a muchos de sus novios.
—¿A muchos? —exclamé, sorprendido—. ¿Cuántos han venido?
—Sólo un par, que yo sepa —contestó, mirando en derredor—. ¿No será usted uno de ellos? —añadió dirigiéndome una burlona mirada.
—No —repuse con acritud, algo molesto—. Trabajábamos juntos.
—No lo he dicho con mala intención. Es que ella tenía buen gusto —se excusó amablemente—. ¿Va a pasar por la estación?
—Sí. ¿Quiere que la lleve?
—Sí, es muy amable. Me llamo Felicity.
—Yo Paul —dije, alejándonos del cementerio hacia la carretera—. Es éste —añadí al llegar a mi pequeño Peugeot.
Subimos al coche y enfilamos hacia la estación más próxima, que estaba a cinco kilómetros.
—La verdad es que nunca imaginé que Debbie tuviera muchos novios —dije—. Me parecía inclinada a las relaciones estables.
—No es que fuese realmente una chica fácil. Pero se divertía. No paraban de entrar y salir hombres de su casa. La mayoría eran majos, pero algunos no tenían muy buena pinta. Creo que un par eran compañeros de oficina.
—Espero que no serían los que no tenían buena pinta.
—No, creo que no —dijo Felicity, riendo—. Aunque uno de ellos, que creo que tenía que ver con su trabajo, la llevaba por la calle de la amargura últimamente.
Me pregunté quién demonios debía de ser. Incapaz de reprimir mi curiosidad le pregunté quién era.
No recuerdo su nombre —me dijo—. La última vez que lo vi fue hace dos años. Era lo que se dice un plomo.
No quise entrar en el tema.
—¿Cómo conoció usted a Debbie? —le dije.
—Redactábamos ambas informes para el mismo bufete, el de Denny Clark. Yo aún sigo, pero, como sabe, Debbie aspiraba a más. Como ambas queríamos alquilar un apartamento en Londres, lo lógico era compartirlo. La voy a echar de menos —dijo mordiéndose el labio.
—No será la única.
Al llegar a la estación, detuve el coche en la entrada.
—Muchísimas gracias —me dijo al apearse—. Espero que volvamos a vernos en circunstancias menos tristes.
Cuando hubo traspuesto la entrada de la estación, arranqué y enfilé hacia Londres, tratando de digerir el panorama que Felicity me pintó acerca de Debbie, acostándose con todos. No encajaba con su manera de ser. Aunque, por otro lado, ¿por qué no iba a hacerlo?
La mesa de Debbie tenía el aspecto de siempre, llena de papeles, de trabajos a medio hacer. Tenía cosas anotadas en hojitas amarillas autoadhesivas —trabajos y llamadas pendientes—. Tenía el AIBD —la edición americana del Directorio Internacional de Emisiones de Bonos— abierto boca abajo, para no perder el punto en donde lo dejó. Hubiese preferido ver la mesa ordenada; la mesa de alguien cuya vida había llegado a su fin, en lugar de interrumpirse.
También había una agenda de mesa, negra, con el logotipo de Harrison Brothers. Se la regalaron la pasada Navidad. La hojeé pero no vi nada especial. Tenía un programa muy cargado para la semana siguiente, que iba aligerándose hacia finales de julio y primeros de agosto. Setiembre estaba totalmente en blanco.
Me llamó la atención una nota. Una reunión con míster De Jong, concertada para el día siguiente al de su muerte, a las 10.30. Era extraño que Debbie tuviese una entrevista con él. Nosotros apenas lo veíamos. Aunque, de vez en cuando, De Jong se reunía con Hamilton, la única vez que estuve en su despacho fue el día de mi incorporación. Era bastante abierto, pero no lo que se entiende por una persona accesible.
Me puse a ordenar la mesa de Debbie. Empecé por guardar sus efectos personales en una caja vacía de papel de impresora. No tenía muchas cosas y, desde luego, nada que pudiera tener valor más que para ella. Una vieja polvera, varios pares de leotardos, tres yogurts, un montón de cucharillas de plástico, un abrecartas grabado con el nombre de un caso en el que trabajó en su época del bufete, varios paquetes de Kleenex de bolsillo y una sobada novela de Jilly Cooper. Pensé en tirarlo, pero no me atreví y lo guardé todo en la caja, salvo los yogurts. Lo llevaría al apartamento de Debbie para dejarlo junto a sus otras pertenencias.
Luego, me apliqué a ordenar todos sus dossiers y carpetas. Salvo algunas cosas que separé para archivarlas en la biblioteca, lo tiré todo.
Había mucha propaganda de bonos, la mayoría eran de emisiones lanzadas por empresas radicadas en las Antillas Holandesas. El folleto de encima era el de la Tremont Capital, el que Debbie me lanzó a mi mesa diciéndome que olía mal. Lo cogí y lo hojeé. No me pareció ver nada raro. Había un par de notas escritas en el margen, con lápiz y trazo casi imperceptible. Pero no parecían tener ningún significado especial.
Dejé el folleto a un lado y fui repasando el montón. En seguida di con la «Memoria Informativa» sobre el Tahití. La hojeé detenidamente. Debbie utilizó un rotulador amarillo fluorescente. Sólo había dos o tres párrafos destacados. Pero eran interesantes. Destacó el nombre de Irwin Piper y las referencias a la Comisión del Juego del Estado de Nevada: «Todo potencial inversor deberá tener en cuenta que la Comisión del Juego del Estado de Nevada tiene por norma no conceder la licencia a ninguna persona condenada por delitos penales. La buena conducta del solicitante es un factor importante para la concesión de toda licencia.»
Cathy Lasenby se refirió a esta norma en la reunión, como para demostrar que Piper era un hombre honesto. Puede que estuviese equivocada. Acaso Debbie descubrió algo que evidenciaba que estaba muy lejos de ser así.
Y quizá por eso estuviese muerta.
Me levanté y fui a mirar por la ventana que daba al oeste de Londres. Estaba seguro de que Debbie nunca se hubiese quitado la vida. Me dije que cabía la posibilidad de un accidente, pero no lo creía. Alguien debió de tirarla, casi con toda seguridad, el individuo que la abordó y que luego desapareció. Y si la habían asesinado, debía de ser por alguna razón. Aunque era difícil imaginar que alguien pudiera tener una razón obvia para matar a Debbie.
Volví a sentarme y seguí ordenando sus papeles. Tardé hora y media y, nada más terminar, se me acercó Karen con una carta.
—¿Qué hago con la correspondencia de Debbie? —me dijo.
Me pregunté durante cuánto tiempo seguía uno recibiendo correspondencia después de muerto.
—Pues dármela a mí, creo yo —repuse.
Karen me tendió un sobre blanco con el membrete de Bloomfield Weiss. Decía: «Personal y confidencial. No deberá ser abierto por persona distinta al destinatario.» Pues lo dudo mucho, me dije contristado. Y la abrí.
Distinguida miss Chater:
Gracias por su reciente escrito relativo a la negociación de acciones de la Compañía Yesera Americana. Hemos iniciado nuestras propias averiguaciones para detectar posibles irregularidades, por parte de los empleados de Bloomfield Weiss, en relación a estos mismos títulos. Sugiero que nos veamos para intercambiar información sobre este asunto. La llamaré la semana que viene para concretar día y hora.
Atentamente,
RONALD BOWEN
Jefe de Control
Me intrigó, porque, desde luego, las acciones de la Yesera subieron mucho antes de que la DGB anunciase la «opa». La carta parecía indicar que Debbie tenía razón en sospechar. Me pregunté quién debería ocuparse del asunto en De Jong. Supuse que, puesto que nos habíamos quedado sin nuestra jefa de control, debía entregarle la carta a Hamilton. Pero tenía narices la cosa. Si me estaba haciendo yo cargo de todo el trabajo de Debbie, ¿por qué no también de aquél?
Cogí el teléfono, llamé a Bloomfield Weiss y pedí que me pasaran con míster Bowen.
—Sí, dígame.
Su voz era brusca e impersonal. Las grandes empresas como Bloomfield Weiss se toman muy en serio el control interno. Un escándalo podía costarles no sólo una multa de varios millones sino también la perdida de su reputación. Después del caso de la Blue Arrow, consecuencia de haber ignorado y desautorizado a un responsable de control interno del County Natwest, las entidades más importantes procuraban que sus responsables de control interno fuesen de temer. Eran de esa casta de empleados que se ciñe estrictamente al reglamento sin dejar el menor resquicio.
—Buenos días, míster Bowen. Soy Paul Murray, de De Jong & Co. —le dije—. Le llamo en relación a su reciente carta a Debbie Chater, nuestra jefa de control interno.
—Ah, sí.
—Lamento tener que informarle de que Debbie acaba de morir.
Transcurridos ya varios días, y tras haber explicado tantas veces lo ocurrido, me resultó más fácil decirlo tal cual.
—Lo siento mucho —dijo Bowen en un tono que parecía indicar que no le importaba lo más mínimo.
—¿Puedo atenderle en lo de la Compañía Yesera Americana? Nos ocupábamos Debbie y yo del asunto. He leído esta mañana su carta.
—Quizá sí. Espere, que cojo el dossier —dijo, entre el mido de fondo del roce de papeles—. Sí, uno de mis colegas de Nueva York nos alertó sobre las extrañas variaciones en la cotización de las acciones de la Yesera. De nuestra investigación han resultado algunos datos reveladores, pero nada, todavía, que nos permita tomar medidas. Nos fue muy útil recibir la carta de miss Chater expresándonos sus recelos. Supongo que se hará cargo de que la investigación se halla todavía en una fase muy confidencial.
—Sí, por supuesto —le dije.
—Bien. Hemos centrado la investigación en dos empleados de Bloomfield Weiss y en un cliente de la empresa. Y en otra persona...
Oí que pasaba una página al interrumpirse.
—Me ha dicho usted que se llama Murray, ¿no? —dijo Bowen en tono más quedo y grave.
—Sí —contesté tragando saliva.
—Pues lo siento, pero me temo que no tenemos nada más en el dossier. Buenos días, míster Murray.
—Pero ¿no deberíamos vernos, tal como proponía? —pregunté.
—No creo que sea necesario —repuso Bowen con firmeza—. Adiós.
En cuanto colgó me recosté en el respaldo de la silla, pensativo. No me gustaba el cariz que tomaba la investigación.
Me asaltó el vago temor de verme procesado y en la cárcel. Pero lo deseché en seguida. Yo no había hecho nada malo. Así me lo dijo Debbie, que conocía muy bien las normas. No podían acusarme de utilizar información privilegiada. Dado mi puesto, era lógico que me incluyesen en la investigación, aunque no tenía por qué preocuparme. Ni lo más mínimo.
Con todo, mejor era asegurarse. Volví a llamar a Bloomfield Weiss y se puso Cathy.
—¿Está Cash? —le pregunté.
—No, acaba de salir a por café —repuso Cathy con su clara voz—. No creo que tarde, estará aquí dentro de un momento.
—Quizá pueda atenderme usted —le dije.
—Hombre, si cree que puedo... —repuso, en un tono ligeramente sarcástico.
Pensé que, seguramente, le había sentado mal que preguntase por Cash en lugar de por ella. Quizá supuso que dudaba de su competencia. Iba a excusarme, pero lo pensé mejor. A hacer puñetas. Que hay gente demasiado susceptible.
—Siento curiosidad por todos esos bonos de la Yesera que compraron ustedes la semana pasada —le dije—. ¿Eran para su propia cartera?
—No, para un cliente.
—Pues se ha forrado —dije.
—Desde luego —dijo Cathy—. De hecho...
Se interrumpió al llamarla Cash a voces.
—No cuelgue —me dijo, tecleando para que no se interrumpiese la comunicación—. Perdone —se excusó tras hacerme esperar unos momentos—. He de salir pitando. Ya le diré a Cash que quiere usted hablar con él.
Y colgó. Rob pasó junto a mi mesa y me vio mirar el auricular con aire taciturno.
—¿Qué pasa? ¿Has visto un fantasma? —me dijo esbozando una sonrisa—. Perdona. Qué bobadas digo.
—La vida sigue —repuse—. Pero voy a echar de menos a Debbie.
—Y yo —dijo Rob.
—¿Tenía muchos novios, verdad?
—Me parece que varios —contestó, ruborizándose al ver que lo miraba con fijeza—. Varios —repitió alejándose.
Me encogí de hombros y volví a la labor. Miré la caja de las pertenencias de Debbie, que estaba a mis pies. Pensé que debía ir a dejarla en su apartamento. Cogí la agenda, llamé a Denny Clark y pedí que me pusieran con Felicity. Sólo trabajaba una mujer con ese nombre en Denny Clark.
—Hola, soy Paul Murray —le dije—. Nos conocimos en el entierro de Debbie.
—Ah, sí —dijo—. El que trabajaba con ella.
—Exacto. Tengo algunas cosas suyas. Son pocas cosas, y nada realmente importante. ¿Puedo ir a llevárselas?
—Por supuesto. Dígame cuándo.
—¿Podría ser esta tarde?
—Sí, claro. Venga a la siete. La dirección es 25, Cavendish Road. Clapham South es la estación de metro más próxima. Hasta luego.