Capítulo 15

Bajé puntualmente a desayunar con los demás para no perderme las intervenciones de la mañana, sobre todo la de Fairway. Jack Salmon estaba allí, tal como me había prometido. Me senté a su lado.

Entre los entusiastas gestores de las entidades allí representadas, los de Fairway se llevaron la palma. Lo sabían absolutamente todo sobre golf y carritos de golf. En Estados Unidos la demanda de artículos de golf no cesaba de crecer. El aumento del número de jugadores podía ser absorbido de dos maneras, ambas beneficiosas para Fairway. Podían construirse más campos de golf, lo que significaría más carritos. O bien, hacer obligatorio el uso de carritos en los campos ya existentes, al objeto de acortar el tiempo de los recorridos y, por lo tanto, aumentar el número de jugadores que podían jugar en un día en cada campo.

Gerry King, jefe de producción de Fairway, conocía a todo el mundo en el sector. Era muy agresivo en la utilización de sus contactos. Utilizaba a jugadores de élite para que hiciesen publicidad de sus carritos y sugiriesen pequeños cambios para mejorar los vehículos. Conocía a los más destacados ingenieros especializados en la construcción de campos de golf, que recomendaban que se utilizasen los carritos Fairway en sus campos. Y habló, largo y tendido, sobre sus estrechos lazos con los distribuidores.

La sociedad le estaba comiendo el terreno a la competencia. De su giro anual, la cantidad técnicamente disponible para inversiones había aumentado un 25 % en cada uno de los dos años anteriores. Pero se habían endeudado mucho para financiar su crecimiento. Tendría que analizar sus resultados detenidamente cuando llegase a Londres, para asegurarme de que podrían hacer frente a la deuda. Siempre y cuando los resultados fuesen ciertos, me pareció que Fairway podía ser una buena inversión.

—¡Estupendo! ¿Qué le parece esa empresa? —dijo Jack al terminar la charla—. Poco voy a esperar para echarle mano a esos bonos. ¿A usted qué le parece, Paul?

—Pues que tiene buena pinta —contesté.

—¿Buena pinta? —exclamó Jack, remedando mi acento inglés—. ¡Es pura dinamita!

—Nos vemos mañana en su oficina —le dije, despidiéndome de él.

En la entrada del salón había una mujer inscribiendo a quienes quisieran participar en la excursión a Las Vegas del día siguiente por la tarde. Se visitarían tres casinos. La principal atracción sería el recién inaugurado Tahití. Me acerqué a la mesa y me inscribí. Seguía sin saber por qué mataron a Debbie. Pudo tener algo que ver con la Tremont Capital. O con Piper. Tenía mucho interés en verlo. Me quedaba mucho por averiguar acerca de Irwin Piper.

Durante el almuerzo iba a hablar un famoso presentador de programas-coloquio, totalmente desconocido para mí. Opté por pasar del almuerzo e instalarme junto a una piscina a echar una cabezada.

Además de la piscina principal había otras más pequeñas, repartidas por todo el complejo. Me había fijado concretamente en una más aislada, casi en el límite del recinto del hotel. Estaba en el centro de un patio estilo español, y parecía un sitio idóneo para pasar un par de horas.

No había nadie en la piscina. Me eché al sol y cerré los ojos.

Debí de adormecerme, porque me despertó el suave chapoteo de alguien que acababa de darse un chapuzón. Abrí los ojos y vi el estilizado y flexible cuerpo de Cathy surcando el agua. Era una excelente nadadora, y apenas ondeaba el agua al cruzar una y otra vez la piscina.

Al cabo de unos minutos se aupó fuera de la piscina y fue a secarse al otro lado del patio. No sabía si me había reconocido, porque estaba cabeza abajo en una tumbona. La observé por el rabillo del ojo, mientras se secaba con la toalla sus largas y bronceadas piernas. Cuando se irguió para secarse los hombros, contemplé la suave curva de su espalda, tenuemente transparentada bajo el traje de baño.

Se echó y cerró los ojos. Al cabo de unos cinco minutos, entró en el patio otra persona. Reconocí la calva de Dick Waigel. Un «michelín» de reglamento asomaba en derredor de la cintura de sus bermudas. Dudo de que reparase en mí, porque en seguida fijó su atención en Cathy, echada boca abajo. Fue hacia ella, se sentó a su lado y empezó a hablarle. No sé lo que dirían, pero vi que Cathy se sentaba y le hablaba cortésmente.

Entonces vi que Waigel, como quien no quiere la cosa, dejaba deslizar la mano por el muslo de Cathy. Ella se la apartó de inmediato, pero él volvió a posarla, con más firmeza, y fue a pasarle el otro brazo por los hombros.

Sin aguardar a la reacción de Cathy, me puse en pie de un salto y corrí hacia el otro lado de la piscina. Cogí a Waigel de un brazo y lo levanté. Waigel era un hombre menudo. Lo había pillado por sorpresa y en precario equilibrio. Y aproveché la ventaja para largarle un limpio directo a la mandíbula. Cayó de espaldas en la piscina.

Lo dejé momentáneamente inconsciente, pero el contacto con el agua lo despejó, y empezó a mascullar ininteligiblemente. Fue jadeando, caminando por donde no cubría, hacia el lado opuesto de la piscina. Se aupó afuera, goteando agua y grasa sobre las baldosas.

—¿Por qué coño ha hecho eso? —me gritó con su mojado rostro rojo de ira—. No estaba más que hablando con esa zorra. No crea que va a quedar esto así. ¡Ándese con ojo! ¡Se va a acordar de mí, Murray!

Cogió su toalla y salió airadamente del patio, sin dejar de proferir insultos y amenazas. Yo me limité a verlo marchar.

Cathy estaba sentada en la tumbona, inclinada hacia adelante, con el mentón apoyado en las rodillas.

—¿Cree que Waigel acabará captando el mensaje de que, cada vez que se propasa con usted, acaba cobrando? —dije.

—Espero que sí —dijo ella mirándose los pies.

Me senté a su lado en la tumbona. Guardamos silencio. Noté que se iba calmando.

—Odio este banco, y a toda la plantilla —masculló Cathy.

No dije nada. Sentía que tuviese que trabajar con canallas como Waigel, que tuviese que estar a sus órdenes y aguantar su incontinente lascivia. No era de sorprender que odiase aquel empleo. Lo que no entendía es por qué lo aguantaba. Parecía una persona fuerte. ¿Por qué no los mandaba a hacer puñetas y se largaba? Supongo que pensaría que habría sido una forma de claudicación.

Seguimos allí sentados unos minutos, sumidos ambos en nuestros propios pensamientos. Luego, Cathy se irguió y se levantó. Me dirigió una breve y nerviosa sonrisa.

—Gracias —me dijo quedamente, mordiéndose el labio.

Luego, cogió su ropa, echó a correr y salió del patio.

Las charlas se reanudaron a las dos de la tarde. Asistí a la del gerente de un canal de televisión por cable, que explicó su proyecto para explotar la más grande y mejor red de televisión por cable del país, pero no me enteré de nada. Ni tampoco de lo que dijeron los dos oradores que le siguieron. Sólo pensaba en Cathy. En aquellos minutos pasados junto a la piscina, en que tan cerca me sentí de ella. Su vulnerabilidad me había impactado. La agresiva ejecutiva que conocí, en las oficinas de De Jong en Londres, se había transformado en una chica valiente pero acosada que necesitaba protección.

El programa nocturno nos reservaba un cocktail y una barbacoa en el recinto de la piscina principal. Se había levantado viento, que procedía de los altozanos de Camelback, y que refrescaba el aire y hacía ondear la superficie del agua, en la que se reflejaban las brasas, los manteles blancos y el variado surtido de blazers y vestidos veraniegos.

Desde el otro lado de la piscina me llegaban risas relajadas y el canto de los grillos. Allí, bajo un cielo estrellado que parecía el decorado de una comedia musical de Hollywood.

Hacía una noche deliciosa y me mezclé con aquellos entusiastas ejecutivos, ya un poco de capa caída después de dos jornadas tan cargadas. Estuve en desenfadada y agradable conversación con varias personas, aunque pendiente de ver a Cathy. Y Waigel sin quitarme ojo a mí. Por lo visto, aquel tipo no estaba dispuesto a olvidar y perdonar, me dije.

—¿Paul? —oí que me llamaba una voz de mujer.

Me giré. Era Madeleine Jansen.

—Ah, hola.

—¿Qué le parece la conferencia?

—Interesante —repuse sin apenas mirarla.

Ella fijó sus ojos en mí, expectante, y añadió algo más que no entendí.

—Perdone —le dije—. Estaba distraído. Ha sido un día ajetreado.

—¿Le ha interesado alguna de las empresas?

—Sí, una. La Fairway. Me ha causado buena impresión.

Pero, bueno, ¿dónde estaba Cathy? Tenía que andar por allí.

—¿Ah, sí?

Y al fin la vi.

—Perdone —le dije a Madeleine, abriéndome paso hacia Cathy.

Hablaba con Cash en un pequeño grupo. Me detuve un momento a mirarla, a contemplarla. El resplandor de la barbacoa bruñía su rostro, iluminando su sonrisa. Las sombras hacían que sus ojos pareciesen aún más grandes. Fui hacia ella.

—Cathy —le dije.

Ella ladeó la cabeza y me miró. Su cortés expresión se transformó en radiante sonrisa.

—Hola —dijo, un poco ruborizada.

—Hola.

Se hizo un silencio. No era embarazo ni apocamiento. Sólo silencio.

—¿Se siente mejor? —le pregunté.

—Ah, ¿se refiere a lo de esta tarde? —me dijo—. Sí, estoy bien. Gracias de nuevo —añadió sonriente, en un tono de verdadero agradecimiento, no por pura cortesía.

Miré en derredor: todos allí, bajo la estrellada tienda de la noche del desierto.

—¿Ha visto algo semejante? —le pregunté.

—No, aunque ya había estado en Phoenix una vez —contestó—, con uno de esos billetes reducidos de los autocares Greyhound. Hace años. Era estudiante, y ni soñar con alojarnos en un sitio así. Recorrimos toda América de pensión en pensión.

—¿Sola?

—No. Con un amigo.

Imaginé a Cathy en su época de estudiante, viajando por la tórrida Arizona. Tejanos, camiseta y el pelo largo recogido por detrás; despreocupada.

«Los hay con suerte», me dije. Y me puse rojo como un tomate al percatarme de que lo había dicho en voz alta.

—Hace años que no lo veo —dijo Cathy riendo.

—Pero alguien hay, ¿no? Ya sabe...

Lo solté sin pensar, pero en seguida comprendí lo importante que la pregunta era para mí, y que ansiaba desesperadamente una respuesta alentadora.

—No. Nadie —me dijo—. Y... ¿usted?

Me acordé de Debbie. Su cara redonda, su risueña mirada, la conversación que tuvimos la noche en que murió. Aquella conversación me había desbloqueado. Había comprendido que la vida estaba para disfrutarla y para compartirla. Pudo ser con Debbie. Pero aunque hubiese muerto, su vitalidad seguía conmigo. Casi me parecía oírla apremiándome a que me acercase a Cathy, reprochándome mi timidez. No obstante, no podía explicarle todo eso a Cathy.

—Tampoco —contesté.

Me pareció que Cathy respiraba aliviada y me animé.

—¿Y por dónde más estuvo en aquel viaje? —le pregunté.

Me contó todo su recorrido por América, y muchas otras cosas. Me habló de sus amigos, de su familia, de la universidad, de libros, y de los hombres que había conocido. Y tampoco yo paré de hablar en toda la noche. Fuimos a sentarnos a una pequeña pendiente cubierta de hierba, frente a la piscina. Vimos cómo, poco a poco, los asistentes se iban marchando. A las dos y media de la mañana, cuando hacía ya mucho rato que nos habíamos quedado solos, nos levantamos para marcharnos. Temiendo hacer nada que echase a perder la velada, le di las buenas noches, la besé en la mejilla y volví a mi habitación tarareando por lo bajo.

Cogí un taxi hasta el centro para acudir a mi cita con Jack Salmon. A través de la ventanilla veía el bosque de vallas publicitarias y de cobertizos de madera, tostada por el sol, que se alineaban a uno y otro lado de la carretera de Phoenix. Pensaba en Cathy, en sus intensos ojos oscuros y en su inteligente cara resplandeciendo bajo las estrellas, en la vulnerabilidad que detecté mientras charlábamos junto a la piscina la noche anterior.

Pero ella no tenía la exclusiva de la vulnerabilidad. Mis sentimientos estaban muy a flor de piel. Cathy iba a poder hacer con ellos lo que quisiera. Desde la muerte de mi padre, me esforcé por controlar mi emotividad, por ponerla a cubierto de cualquier eventualidad, como la enfermedad mental de mi madre. Canalicé mi energía emocional, primero, en el atletismo, y, después, en el mundo financiero. Fuerza de voluntad, resolución y autodisciplina. Así logré mi medalla olímpica. Y así conseguí convertirme en un gran gestor de finanzas.

Y, sin embargo, ahora quería desprenderme de la coraza que me forjé durante años. Me asustaba un poco, pero estaba exultante. ¿Por qué no iba a bajar la guardia? Merecía la pena correr el riesgo. Sentía curiosidad por lo que fuese a ocurrir.

Pero ¿me correspondería? Me costaría digerir una negativa. Mucho.

El edificio de la Phoenix Prosperity resplandecía al sol al acercarnos con el taxi. Parecía estar hecho del mismo material que las gafas en las que puede ver uno su propio reflejo. El gigantesco y resplandeciente cubo se alzaba entre esos escombros de cemento, asfalto, madera y polvo que constituyen los detritos de toda ciudad norteamericana moderna.

El taxi entró en el parking, que estaba casi vacío. Bajé y fui hacia el edificio. A pesar del intenso tráfico de la carretera contigua, el edificio producía una impresión de sobrecogedora calma. Nadie entraba ni salía. Me recordó una de esas secretas instalaciones, habitadas por el Mal, que aparecen hacia el final de las películas de James Bond. No me hubiese extrañado que saliesen a recibirme impasibles autómatas con extraños uniformes. Y no iba muy desencaminado porque un enorme guardia de seguridad alzó la vista por encima de su periódico y señaló hacia el ascensor.

La sección de inversiones estaba en la segunda planta. Me recibió una secretaria que me indicó que me sentase en uno de los cuatro sillones de piel, idénticos, que había en la espaciosa y vacía recepción.

Me senté a esperar. La memoria anual de Phoenix Prosperity estaba sobre una mesita que tenía al lado. Bajo el título Su vergel de la Prosperidad en el desierto había una fotografía con un fondo de artificioso azul celeste. Hojeé la memoria. Se extendía en la contribución de Phoenix Prosperity al desarrollo de la comunidad. Tenían veinte agencias repartidas por toda la región de Phoenix.

El director, un tal Howard Farber, firmaba un escrito en el que se refería a las dificultades financieras, a las que la entidad tuvo que hacer frente dos años atrás, pero mencionando la fuerte inyección de capital que había fortalecido su balance. Lo que no decía es de dónde había salido el dinero.

Le eché un vistazo al balance. El capital había pasado de diez millones de dólares, hacía dos años, a cincuenta millones. Ahí debía de estar la inyección. Los activos habían crecido también espectacularmente, pasando de cien millones, hacía dos años, a quinientos millones. El informe era deliberadamente vago en cuanto a la especificación de los activos. Quizá Jack pudiera aclararme en qué consistían. Justo en aquel momento asomó en recepción.

—Hola, Paul, ¿qué tal? —me saludó, tendiéndome la mano.

—Encantado de verle de nuevo —correspondí, estrechándosela.

—Pase, pase —me dijo.

Me condujo por un estrecho pasillo que se abría a una amplia oficina. Había cuatro mesas equipadas con toda la parafernalia electrónica para la operación bursátil.

—Ya ve. Esto es todo —me dijo—. Tome asiento.

—¿Cómo transcurre su jornada? —le pregunté.

—¿Sabe cómo funciona una banca de ahorro y préstamos? —me preguntó él a su vez.

—Un poco a la manera de nuestros bancos de fomento de la construcción, ¿no? —dije yo.

—Bueno, muchos de ellos empezaron así, es cierto —me dijo—. Pequeñas cajas de ahorros locales, acumulando pasivo para destinarlo a préstamos hipotecarios. Entidades muy conservadoras. Todo muy aburrido.

—No parece usted de los que se pasa el día contratando hipotecas —le dije.

—No, claro —dijo Jack sonriendo—. Ya hace años que las entidades de ahorro y préstamos dejaron de regirse por una normativa específica. Ahora pueden realizar inversiones de todo tipo: especulación inmobiliaria, eurobonos, e incluso bonos de alto rendimiento. Podemos hacer toda clase de interesantes inversiones.

—Pero ¿cómo les confían su dinero a sabiendas de que van a jugar con él? ¿Y si ustedes invierten mal? Los titulares de cuentas lo perderían todo.

—Ahí está lo bueno —dijo Jack sonriendo—. Todos los depósitos están garantizados por el Estado Central, a través de la Reaseguradora Federal de Entidades de Ahorro y Préstamos. Podemos acumular tanto pasivo como queramos y hacer con él también lo que queramos. A los titulares no les importa, porque saben que responde el Tío Sam. Sencillamente.

—Pero ¿y los. accionistas? Ellos sí que pueden perderlo todo, ¿no?

—Sí, eso es verdad. Aunque los beneficios potenciales son enormes. Por cada diez millones invertidos en acciones de nuestra entidad, tienen derecho a un préstamo de noventa millones, garantizado por el Estado. Esto significa que, si invierten bien, pueden multiplicar por bastante la inversión original. Y en la medida en que puedan permitirse perder la inversión original, si no tienen suerte, les merece realmente la pena apostar.

¡Acabáramos! La «Money Machine del Tío Sam» era una banca de ahorro y préstamo. Los cuarenta millones de la inversión del diagrama de Waigel se referían a que la Tremont Capital «se» había comprado, prácticamente, un banco de ahorro y préstamos. Valiéndose de la garantía estatal para obtener préstamos, los cuarenta millones iniciales podían convertirse en centenares. Y si la banca quebraba, pues muy bien, la Tremont Capital no amortizaría ni redimiría los bonos. Era lo que podríamos llamar una de esas «innovadoras técnicas financieras» que hubiese firmado el mismísimo Marshall Mills. Me barruntaba qué «money machine» había comprado la Tremont Capital. Y confiaba en que Jack confirmase mis sospechas.

—He hojeado su memoria anual ahí afuera —le dije—. Habla de una importante inyección de capital, hace cosa de un año. ¿De dónde salió?

—Perdone, pero creo que eso no puedo decírselo —contestó Jack.

Da igual, pensé. Probablemente, podría averiguarlo después.

—¿Y en qué invierten, básicamente? —pregunté.

—Sector inmobiliario; bonos de alto rendimiento, en un parque de atracciones, e incluso en un casino.

—Un casino. Curioso. ¿Conocido?

—Hombre, es lo más nuevecito de Las Vegas —contestó Jack, que en seguida se interrumpió—. Perdone... Creo que a alguien no iba a sentarle nada bien, si se enterase de que le he hablado de ello. Dejémoslo en que es muy grande. Enorme.

No me cupo duda de que Jack lamentaba no poder hablar de ello. Se moría de ganas de alardear de su inversión.

—Suena interesante. Seguro que algo me podrá contar. No es necesario que me dé el nombre —le dije.

Pude haber añadido que no era necesario porque lo imaginaba.

—Es un gran negocio —me dijo—. Contratamos a un experto en el sector para que construyese uno de los mejores casinos del país, si no el mejor. La financiación está prácticamente completada. Todo lo que tenemos que hacer es esperar a que se cierre la emisión de bonos de alto rendimiento.

—¿Qué beneficios esperan obtener? —le pregunté.

—Doblaremos nuestro dinero —dijo Jack, sonriendo.

—¡Caray! No está mal. No está nada mal —dije.

De manera que la «Money Machine del Tío Sam» utilizaba los depósitos, garantizados por el Estado, de los titulares de cuentas de la entidad para comprarse una buena tajada en el Tahití de Irwin Piper. Lo que faltaba por saber era quién estaba detrás de las inversiones de la Phoenix Prosperity. Resultaba obvio que Jack Salmon no era el cerebro de la operación.

—¿Debe ceñirse a pautas o puede invertir según su criterio?

—Depende —contestó Jack—. A veces se me indica lo que debo comprar; otras, me dejan a mi aire. Creo que confían en mi criterio. Por cierto, ¿sabe qué le digo? Que he estado pensando en la emisión de la Fairway. ¿Me ayuda a comprar unos cuantos bonos? Me gustaría invertir cinco millones.

—Me encantaría —repuse—. Pero me parece que debo seguir a la expectativa, por el momento. Compre usted.

—De acuerdo. Un momento que llamo al jefe.

Jack marcó un número y se alejó un par de metros para que yo no lo pudiese oír. Su tono bravucón se tornó en sumiso talante, como el de un travieso cachorro que teme un azote del amo. Al cabo de unos minutos de solemne conversación, durante la que Jack no hizo apenas más que escuchar, colgó con expresión radiante.

—¡Que si le ha interesado! —exclamó—. No quiere que compre cinco millones. Quiere que compre veinte millones. Por fin, empiezan a apreciar de verdad mis ideas. Así que manos a la obra.

Jack estaba más contento que un perro con un hueso. Lo observé mientras se lanzaba a comprar los veinte millones en bonos de la Fairway. Pese a la experiencia de que alardeaba, hizo una chapuza. Comprar veinte millones de dólares en bonos de alto rendimiento requiere un tacto exquisito. Primero hay que indagar, muy sutilmente, para ver qué dealers tienen bonos de la emisión que a uno le interesa. Hay que despistar, interesándose por varias emisiones a la vez, para que nadie pueda estar seguro de cuál es la que de verdad se pretende comprar. Una vez localizado el dealer que parece en condiciones de ofrecer la mayor cantidad de bonos, y más baratos, se le hace una oferta concreta. Esto le permite moverse con seguridad, para comprarles los bonos a sus clientes tranquilamente, sin sobresaltar al mercado.

Jack empezó a levantar la liebre pidiéndoles precio a diez brokers. Les compró dos millones a cada uno de los tres que le dieron la cotización más baja. De momento, perfecto. El problema estuvo en que, al ir a comprar el resto, ¡oh, extraño prodigio!, el precio había subido en tres o cuatro puntos. Todos los dealers estaban al cabo de la calle de lo que pretendía y, lo que era peor, estaban seguros de que no había dealer que no lo supiera. Jack se pasó el resto de la mañana despotricando con los dealers por darle precios tan altos. Al marcharme, aún le faltaban ocho millones por comprar y estaba de pésimo humor.

Cogí un taxi de vuelta al hotel. Antes de dejar la habitación llamé a Tommy a Nueva York.

—Me alegro de oírlo —contestó Tommy, tan relajado como siempre—. Debe de estar bien bronceado después de sus soleadas vacaciones.

—Creo que si oigo a uno más de esos pedantes jefes de producción hablar de sinergia operativa y de potenciación del accionariado, exploto —le dije—. ¿Y qué tal usted?

—Todo igual, de momento. La policía no parece muy dispuesta a cooperar. Además, es muy difícil hacerse con el expediente de Shoffman. Pero no se preocupe, que no me rindo. ¿Ha averiguado usted algo?

—Sí, y bastante —le dije, extendiéndome sobre mi charla con Jack Salmon y acerca de mi descubrimiento de lo que era la «Money Machine del Tío Sam»—. ¿Podría hacerme otro favor?

—Claro —dijo Tommy.

—Trate de averiguar quién compró Phoenix Prosperity hace dos años. Pagaron cuarenta millones de dólares. En las bases de datos de recortes de prensa puede haber algo, aunque sospecho que la operación se mantuvo en secreto. Apostaría a que Bloomfield Weiss tuvo algo que ver. Pudo asesorar a Phoenix Prosperity, o al comprador. A ver si averigua algo por ahí.

—Es delicado meter las narices en los archivos de financiación de sociedades. Puede ir uno a la cárcel.

—Lo sé. Tengo bastante claro quién fue el comprador, pero necesito pruebas. Perdone, Tommy, si no lo quiere hacer lo comprenderé.

—Oh, no. No va a librarse de mí tan fácilmente. Es divertido. Le conseguiré esa información. ¿Dónde puedo localizarlo?

—Estaré en el Tahití un par de días —repuse—. Me puede llamar allí. Buena suerte.

Me alegró que Tommy considerase todo aquello como una divertida aventura. Sentía remordimientos por pedirle algo que entrañaba tanto riesgo. Pero él no sólo parecía bien dispuesto, sino entusiasmado. Le daba la oportunidad de desquitarse con Bloomfield Weiss. Lo habían echado. ¿Qué tenía que perder?

Yo no le veía tanta gracia al asunto. Quienquiera que estuviese detrás era peligroso. Debbie y Greg Shoffman habían muerto siguiéndole la pista a la Tremont Capital. Y yo no me sentía ni mucho menos seguro siguiendo sus huellas. Pero estaba avanzando, sobre todo por lo que se refiere a la «Money Machine del Tío Sam». Si Tommy averiguaba lo que le había pedido, daría un gran paso para desentrañarlo todo. Me estaba portando. Era imposible que Hamilton no fuese a reconocerlo. Le demostraría que no se había equivocado depositando su confianza en mí.