Capítulo 6

Cavendish Road resultó ser un tramo del cinturón South Circular, una de las más lentas y viejas arterias de Londres. Los coches y los camiones circulaban a paso de tortuga. Sólo cuando cambiaba el semáforo aceleraban, durante poco más de cincuenta metros, antes de volver a reptar por el asfalto.

El aire de aquella tarde de julio estaba saturado de polvo y de monóxido de carbono, y vibraba con el roncar de los motores.

El número veinticinco correspondía a una casita con jardín, similar a todas las de la calle. Había dos timbres en la puerta. Pulsé el que vi que tenía escrito debajo «Chater/Wilson» en un descolorido azul de bolígrafo. Se oyó la vibración del portero automático y se abrió la puerta.

El apartamento que Debbie ocupó con Felicity estaba en el piso de arriba. Los muebles y la decoración eran de baratillo pero resultaban atractivos. No estaba muy ordenado, aunque tampoco hecho un desastre.

Felicity salió a abrir con unos tejanos azules muy ceñidos y una holgada camiseta negra. Su pelirroja y enmarañada melena le llegaba a los hombros. Me hizo pasar al salón. Había un sofá y varios cojines grandes en el suelo. Me indicó que me sentase en el sofá y ella se arrellanó en un cojín.

—Perdone que esté esto hecho una pena —dijo—. Gracias —añadió al tenderle yo la caja—. Los padres de Debbie vendrán este fin de semana a por sus cosas. ¿Quiere un poco de vino?

Asentí y ella fue a la cocina. Regresó con una botella de moscatel y dos vasos.

—¿Así que ha vivido usted con Debbie aquí desde que llegaron a Londres? —pregunté.

—Oh, no —repuso Felicity—. Primero tuvimos un apartamento en Earls Court. Bueno, la verdad es que era poco más que un simple dormitorio. Pero al cabo de un par de años nos compramos esto entre las dos. Es un poco ruidoso, aunque una se acostumbra.

—Debían de estar muy unidas —le dije.

—Supongo —dijo Felicity—. Era una persona muy fácil para la convivencia, y nos reíamos mucho. Aunque, en ciertos aspectos, era muy reservada. Como yo, en realidad. Creo que por eso congeniábamos. Nos gustaba vivir juntas, pero respetando cada una la intimidad de la otra.

—Espero que no le importe lo que voy a decir ahora: creo que el otro día me topé con alguien que quizá fue novio de Debbie. Uno delgado, de unos treinta y cinco años, ojos azules y pelo castaño.

—Sí, tuvo uno que era más o menos así —dijo Felicity tras reflexionar unos instantes—. Salió con él el año pasado una temporada. Duró poco. La verdad es que a mí no me caía bien. Aún recuerdo el modo en que me miraba —añadió estremeciéndose.

Ése debía de ser el tipo del muelle.

—¿Cómo se llamaba? —le pregunté.

Felicity arrugó la cara como esforzándose por recordar.

—No. No caigo. Sé que lo conoció por cosas del trabajo. Era un tipo asqueroso. Encantador al principio. Pero en seguida empezó a tratarla como un déspota. Era violentísimo verlo a la hora del desayuno. ¡Y Debbie hacía todo lo que él quería! Era muy raro. Porque usted ya conocía a Debbie, y no era precisamente de las que van de esclava. El tipo aquel exudaba una especie de magnetismo violento. Debbie lo encontraba fascinante. A mí me daba miedo. Mire, una noche llegué a casa sobre las diez y me encontré a Debbie en un estado deplorable. Tenía un moratón en la frente y un ojo a la funerala. Sollozaba quedamente, como si hubiese estado llorando un buen rato. Le pregunté qué había pasado. Y me dijo que el tal... ¡Ah! ¡Qué rabia no recordar su nombre! Bueno, como quiera que se llame el hijoputa, le había pegado. Había descubierto que estaba casado y se lo había dicho. Así que le pega una paliza y se larga. Luego, durante unos cuantos días, el tío llamaba por teléfono o se presentaba. Debbie no se puso ni una vez, ni lo dejó entrar. Estuvo a punto de ceder en un par de ocasiones, pero tenía demasiado sentido común. Estábamos las dos muy asustadas. Porque yo, por supuesto, no quería saber nada de él, y temíamos tropezárnoslo cualquier día al salir de casa. Creo que una vez siguió a Debbie, y ella, al verlo, empezó a gritar y él se esfumó.

Sí, hasta la otra noche en el muelle, pensé. Cada vez me parecía más probable que fuese aquel tipo el que tiró a Debbie al río.

—¿No recuerda nada más de él? ¿Dónde vivía? ¿Qué hacía? ¿Para quién trabajaba?

—Pues no. Éste era uno de los aspectos en los que más respetábamos nuestra intimidad. Yo coincidía de vez en cuando con alguno de sus amigos, pero rara vez me hablaba de ellos. Y, en cuanto a ése, yo hacía todo lo posible por evitarlo.

—¿Era el mismo a quien se refirió usted en el entierro? ¿El que la molestaba últimamente?

—No, no. No era él. No es tan malcarado. Aunque sí un poco raro. ¡Oh! ¡Ahora recuerdo cómo se llamaba! Rob. Se llamaba Rob.

¡Rob! ¡Increíble! Nunca noté que hubiese nada entre él y Debbie. Daban la impresión de tratarse del modo más natural. Claro que, pensándolo bien, no era tan sorprendente. En cierto modo, era inevitable que Rob le tirase los tejos a Debbie tarde o temprano.

—Usted lo conoce, claro —dijo Felicity, que se había percatado de mi inicial sorpresa—. Aunque, por lo visto, no lo sabía.

—No.

—Pues empezaron a salir nada más entrar Debbie a trabajar en De Jong. Duró sólo un par de meses, y luego Debbie cortó. La abrumaba. Rob lo encajó mal, de momento, pero Debbie me dijo que no tardaron en volver a tratarse en el trabajo con toda normalidad.

Felicity hizo una pausa y tomó un sorbo de vino.

—Entonces, más o menos una semana antes de que a Debbie..., antes de que Debbie cayese al río, llamó el tío ese. Era tarde, más de medianoche, me parece. Le dijo que tenían que volver. Que tenían que casarse. Debbie no paraba de decirle que hacía el imbécil. No obstante, él llamaba todas las noches. Debbie empezó a hartarse. Le dijo que se fuese a hacer puñetas, pero, que si quieres.

—¿A qué venía decirle, de pronto, que quería casarse con ella? —pregunté—. Suena raro, ¿no?

—Sí. Ya le he dicho que el tipo lo era un poco. Debbie decía que él era así. Y así es, por lo visto, ¿verdad?

Asentí con la cabeza. Tenía que reconocer que Rob era así.

—Lo que no acabo de entender es por qué esperó Rob hasta entonces para decírselo.

—Estaba celoso. Por lo menos, eso decía Debbie.

—¿Celoso? ¿De quién?

—No lo sé. Debbie me dijo que le gustaba otro del trabajo, y que a Rob le había sentado mal. Se le puso en plan posesivo y la incordiaba.

Por unos instantes, no acerté a ver a quién pudo referirse Debbie. Pero, claro, sólo podía tratarse de una persona. De mí.

Me sentí como un imbécil. Nuestro acercamiento debió de ser obvio para ella, e incluso para Rob. Pero está visto que era algo que aún no había entrado del todo en mi dura mollera cuando ella murió.

De nuevo me asaltó el abatimiento que me seguía a todas partes desde entonces. Con Debbie se esfumó la oportunidad de librarme de la coraza que constreñía mi vida; de la autodisciplina, de la soledad, de la obsesiva dedicación al trabajo y a alcanzar objetivos. Ella me había brindado el desenfado, la alegre y despreocupada camaradería. Y justo cuando tenía todo eso al alcance de la mano, me lo arrebatan. Me lo arrebata aquel tipo delgado de ojos apagados.

Apuré el vaso y me levanté para marcharme.

—Gracias por traerme sus cosas —me dijo Felicity, señalando con la cabeza hacia la caja—. No olvidaré dárselas a sus padres.

La caja me recordaba la atestada mesa de Debbie. Los folletos de propaganda de emisiones que tenía encima. Me detuve al llegar a la puerta.

—¿No habrá oído hablar de un tal Irwin Piper? —le pregunté.

—Sí, me parece que sí —repuso Felicity con expresión pensativa—. Estoy casi segura de que el bufete de Denny Clark intervino en su defensa hace años. ¿Por qué lo pregunta?

—Por una cosa en la que estaba trabajando Debbie poco antes de morir. Me gustaría aclararlo. ¿Recuerda algo del caso?

—No. No intervine. Debbie sí que es posible que interviniese. Si es importante, podría averiguar quién lo llevó. Debbie debió de trabajar en el caso con alguno de los abogados del bufete.

—Eso me sería de gran ayuda —dije—. Me encantaría hablar de ello con alguien. Aclararía mucho las cosas —añadí abriendo la puerta—. Ah, y muchísimas gracias por la copa.

—De nada. Es agradable un poco de compañía. Paso demasiado tiempo sola en este apartamento.

Nos despedimos y me marché.

Llegué a casa bastante espeso. En parte, por el vino, pero, sobre todo, por aquel torbellino de información en el que me había sumido. Los últimos días de Debbie no fueron precisamente monótonos. Su agarrada con Hamilton; su preocupación por lo de Piper y lo del Tahití, y con nada menos que Rob incordiándola con proposiciones de matrimonio.

Eso sin contar con mis confusos sentimientos hacia ella. Sólo a raíz de su muerte empezaba a comprenderla. Hubiese dado cualquier cosa por poder hablar con ella sobre lo que estaba averiguando. Hubiésemos podido hablar de muchas cosas. Y todo porque aquel cabrón la había matado. Porque cada vez estaba más seguro de que su muerte no había sido accidental.

Me endosé el chándal y las zapatillas y salí a correr al parque. El vino que había tomado me hacía penosa la marcha, pero me daba igual. Forcé el ritmo todo lo que pude y luego seguí un rato más, moderando la marcha. Volví al apartamento hecho polvo, me di un baño y me acosté.

Por la mañana, traté de solventar varios asuntos en la oficina, pero lo tenía difícil. Sin Debbie, tenía que atender el doble de llamadas. Había nervios en los mercados. Los japoneses vendían porque el dólar se debilitaba frente al yen, aunque se habían dado masivas órdenes de compra por la noche desde EE. UU. Era la típica situación en la que el mercado brinda grandes oportunidades a quienes anden mejor de reflejos. No obstante, yo no acababa de poder concentrarme, y se me escaparon todas.

Miré hacia la mesa de Rob. Estaba concentrado en el monitor, y se mordía el labio. Una de sus posiciones de valores le pintaba mal. Su teléfono parpadeó y él se precipitó a cogerlo. Escuchó durante unos segundos, frunció el ceño y estampó el auricular en la mesa. Decididamente, Rob no tenía una buena mañana.

Trataba de recordar algún detalle significativo de la relación entre Rob y Debbie, pero no caía en nada; ni miradas atravesadas; ni que tratasen de evitarse; ni embarazosos silencios. Siempre los vi tratarse amistosamente. Tampoco había oído ninguna murmuración, pese a que, dadas las circunstancias, a ella misma podía habérsele escapado algo. Me pregunté si habría alguien más que lo supiese.

Me levanté y fui hacia la máquina del café.

—¿Quieres café? —le pregunté a Karen al pasar frente a su mesa.

—Oh, sí, gracias. Con leche y sin azúcar.

Volví al cabo de un minuto con dos vasos y le tendí uno a Karen. Me apoyé en su mesa. Ella pareció sorprendida. Yo no era precisamente de los que se entretenía mucho a charlar.

—Ayer me enteré de algo muy raro —le dije en voz baja.

—¿Ah, sí? —exclamó con visible curiosidad.

—Acerca de Debbie. Y de Rob.

—¡Ah! ¡Eso...! —dijo enarcando las cejas—. ¿No lo sabías? Claro... eso fue mucho antes de que entrases a trabajar aquí. Un par de años hará.

—Nunca lo hubiese dicho.

—Bah... no duró mucho. Querían mantenerlo en secreto, pero lo sabía todo el mundo. Archisabido. Pobre Rob, ha debido de afectarle mucho lo que ha ocurrido con ella.

—Sí, pobre chico —dije.

Volví a mi mesa. Era inevitable sentir pena por él. Estaba descentrado. Yo seguía porfiando por concentrarme en el mercado cuando llamó Felicity.

—He averiguado quién llevó el caso Piper —me dijo—. Fue Robert Denny, el jefe del bufete.

—Ah —dije yo—. ¿Cómo cree que anda de tiempo para recibirme?

—No se preocupe —repuso—. Es muy amable. Nada engreído. Y le tenía mucha simpatía a Debbie. Sintió mucho que ella se marchase. Ya le he anticipado que acaso usted quisiese hablar con él. Me ha dicho que sólo tiene que llamar a su secretaria para concertar la entrevista.

Le di las gracias e hice en seguida lo que me había indicado. La secretaria de míster Denny estuvo amable y eficiente. El jueves a las tres.

Luego, llamé a Cash. Tenía mucho de qué hablar con él. Como, por ejemplo, qué sabía él sobre la investigación abierta acerca de la compra de acciones de la Yesera. ¿En nombre de quién nos compró los bonos de la Yesera? ¿Sabía algo más sobre el pasado de Irwin Piper?

—Aquí Bloomfield Weiss, suministrador de bonos de primera para clientes de primera —contestó con su apayasado estilo.

—Hola, soy Paul. ¿Podría hacerte un par de preguntas?

—Claro. Vamos allá.

—No, no. Por teléfono no. Podríamos almorzar juntos, tomar una copa, o lo que sea.

Sin duda a Cash no le pasó inadvertido mi serio tono de voz.

—Lo tengo un poco mal esta semana —dijo tras una pausa—. ¿No podríamos dejarlo para el sábado, en Henley?

—No. Tiene que ser antes. Hoy o mañana, a más tardar —insistí.

—Bien. De acuerdo —exclamó Cash suspirando—. ¿Te ves con Irwin Piper en su hotel esta tarde, no? ¿Qué tal después? Te recojo allí y vamos a tomar una copa tranquilos. ¿Qué tal?

—Estupendo —le dije—. Hasta luego.

Irwin Piper se alojaba en el Stafford, un hotel pequeño pero elegante que está justo enfrente de St James's Park. Habíamos quedado a las siete. Llegué unos minutos antes y fui al bar.

La suave iluminación, los paneles de madera que recubrían las paredes y las sillas tapizadas en piel teñida de verde creaban una atmósfera cálida, confortable y distinguida. Sólo había un matrimonio americano, ya mayor, tomándose un martini en un rincón. Me apetecía una jarra grande de cerveza, pero no pareció muy adecuado en un lugar como aquél, y opté por pedirle al barman un whisky de malta. Me mostró una impresionante lista de marcas de licores, en la que lo más barato era el Glenlivet y lo más caro un Armagnac 1809. Como no tenía las 89 libras que costaba el Armagnac, me conformé con una copa de Knockando. Fui bebiendo el dorado líquido a pequeños sorbos mientras aguardaba a Piper.

No reparé en el hombre alto, y muy bien vestido, que entró en el bar hasta que se dirigió a mí por mi nombre. No era la clase de persona a quien uno asociaría con el propietario de un casino. Todo lo que llevaba era inglés, tejido a mano, sin duda, y probablemente comprado en las tiendas de los alrededores del hotel. Pero ningún inglés lo habría llevado como él lo llevaba. La chaqueta de sport, los sólidos zapatos y la corbata, con faisanes estampados, los llevaba con una pompa que delataba su artificiosidad.

Piper era cuatro o cinco centímetros más alto que yo. Tenía una mandíbula de actor de cine y un pelo gris oscuro que llevaba muy repeinado. Desprendía un vaho a una carísima loción para después del afeitado.

—Sí, soy Paul Murray —dije, bajando del taburete y tendiéndole la mano.

—Qué tal, Paul. Soy Irwin Piper. Encantado de conocerle —dijo mientras nos estrechábamos la mano—. ¿Por qué no nos sentamos allá al fondo? —añadió, conduciéndome hacia el rincón opuesto al que ocupaba el matrimonio americano.

Llamó al camarero y le pidió un whisky con sifón.

—¿Hace mucho que llegó a Londres? —le pregunté.

—Más o menos una semana —repuso Piper—. Pienso volver el mes próximo, a cazar urogallos en Escocia.

Me recordó a mí mismo yendo a cazar urogallos a... Yorkshire (por cinco libras diarias y una botella de cerveza), pero preferí no comentarlo. Mi problema inmediato era cómo abordar a Piper para descubrir puntos oscuros en su pasado. De haber sido una persona que intimidase no me habría preocupado. Se me daba bien responder a la agresividad con agresividad. Lo espinoso era que Piper emanaba una mezcla de simpatía y autoritarismo que hacía que las preguntas peliagudas lo pareciesen aún más.

—Gracias por haberme hecho un hueco en su agenda para verme —empecé por decirle—. ¿Qué tal si me contase cómo fue dedicarse a los casinos?

Piper enarcó las cejas con expresión levemente contrariada.

—No creo que se pueda decir que me haya dedicado a los casinos. Ciertamente, en mis hoteles hay casinos, pero están orientados al ocio, más que al juego.

Su tono de voz era el de una persona cultivada, con una entonación casi inglesa. Sonaba como el de los millonarios americanos de las películas de antes de la guerra. Aventuré que a sus compatriotas debía de parecerles afectado.

—Pero usted gana el dinero con el juego, ¿no?

—Sí, eso es verdad —admitió extendiendo los dedos y examinándose la manicura. Que tenía las manos limpias, parecía querer decirme—. Hay que decir, no obstante, que apenas intervengo personalmente en lo del juego. Soy un organizador. Contrato a los mejores.

Piper empezaba a encontrarse en su elemento, y a hablar más de prisa. Se cogió el índice como para contar con los dedos.

Tengo al mejor showman de la industria de los casinos, Art Buxxy, trabajando para mí. Tengo a un licenciado en ciencias exactas por la Universidad de Princeton que se encarga de que nuestras probabilidades estén... ¿cómo se lo diría?, equilibradas. Contraté a uno de los mejores directores de hotel de Ginebra, y tengo a una genio en informática que me ha creado el más avanzado programa para la utilización de la base de datos sobre clientes.

—¿Qué hace usted entonces?

—Los coordino. Me ocupo de la financiación. Me aseguro de que salgan las cuentas —repuso Piper sonriendo—. Art decide casi todo lo relativo a la programación. Y, en realidad, es casi un gerente.

—¿No tiene usted pues intereses en el Tahití propiamente dicho? —le pregunté.

—Ah, no, no me ha entendido —dijo él—. Yo quería construir el mejor hotel del mundo. Y lo es. Puede que no refleje exactamente mi gusto —añadió mirando en derredor del bar del Stafford con expresión aprobatoria—, pero va a estar a rebosar, se lo aseguro.

—¿Había ya invertido en casinos? En hoteles, quiero decir.

—En un par.

—¿No podría concretar más?

—Me temo que no. Fueron inversiones privadas —dijo Piper percatándose de mis recelos—. Pero la Comisión del Juego fue oportunamente informada sobre el particular, si es eso lo que le preocupa —añadió en tono ofendido y mirándome inquisitivamente.

—Oh, no, estoy seguro de que no hay ningún problema por ese lado —dije, maldiciéndome inmediatamente por haberlo dicho.

Piper me desafiaba a que pusiese a prueba su honestidad y yo no recogía el guante. Me sonrió, recostándose en la silla.

—Pero usted realiza bastantes inversiones... pasivas, ¿no? —le pregunté—. Se dedica a lo que llaman arbitraje, ¿verdad?

Me refería a los especuladores de Bolsa que, en cuanto se huelen una «opa», entran a saco, comprando acciones de la empresa que vaya a ser objeto de la misma, con la esperanza de forrarse. Y, como es natural, a Piper no le gustó nada la palabrita.

—Tengo una buena cartera de valores que muevo con agresividad —dijo—. Si veo un valor estratégico, que el mercado aún no ha visto, procuro hacerme con una fuerte posición en las acciones de que se trate, sí.

—¿Y le funciona esa estrategia?

—Me he equivocado un par de veces, aunque, en general, ha funcionado de maravilla —contestó Piper.

—¿Y ha tenido últimamente algún éxito importante? —le pregunté.

—Me temo no poder hablarle de inversiones individuales —se excusó sonriente—. No conviene, porque da demasiadas pistas a los demás sobre cómo opero. Un jugador de póquer nunca muestra las cartas cuando pierde o... cuando pasa.

No iba a llegar a ninguna parte. Piper podía pasarse toda la noche en plan de honorable millonario americano. Y, quién sabe, puede que de verdad fuese un honorable millonario americano. Aun así, quise hacer una última tentativa.

—Bueno, gracias por su tiempo, míster Piper. Me ha sido muy útil —mentí—. Sólo una pregunta más: ¿ha tenido alguna vez tratos con Deborah Chater?

—No, me parece que no —repuso Piper con expresión de auténtica perplejidad.

—¿Ni con Denny Clark?

Se lo pregunté mirándolo con una fijeza que no le gustó nada. Era obvio que le molestaba que lo interrogasen.

—No, ni con Denny Clark tampoco, quienquiera que sea. Bien, creo que con esto ya es suficiente.

Nos levantamos y enfilé hacia la puerta del bar. Pero antes de llegar asomó el achaparrado Cash. Su halo de sereno aplomo saltó hecho añicos al llamarme.

—¡Paul! ¿Qué tal, Irwin? ¿Habéis terminado ya?

No contesté. Me quedé allí quieto al ver a otra persona detrás de Cash. Lo reconocí. Y esta vez pude observarlo con detenimiento. Medía poco más de metro ochenta y era delgado y enjuto. Tenía dos marcadas arrugas que iban de las narices a las comisuras de la boca. A pesar de su delgadez era ancho de hombros. Su traje, muy holgado, no le hacía justicia a su atlético cuerpo. Era evidente que estaba en forma, y que era fuerte. Sus ojos, de un desvaído color azul, no miraban a ninguna parte. Su expresión era impenetrable. No reflejaban curiosidad por nada. El blanco del ojo amarilleaba en derredor de las pupilas y dejaba ver una minúscula retícula de capilares.

Ya había visto antes aquellos ojos.

A Joe ya lo conocéis, Irwin —prosiguió Cash—. Joe Finlav, Paul Murray. ¿Vosotros no os conocíais, verdad? Joe lleva nuestra cartera de valores americana.

Me limité a estrechar, de mala gana, la mano que Joe me tendió. Tampoco él dijo una palabra. Me miró, pero sin dar la impresión de reconocerme. Sin dar impresión ninguna, en realidad.

—¿Qué tal vosotros dos? —preguntó Cash—. ¿Más tranquilo ya, Paul?

—Sí, gracias —repuse escuetamente—. Ha sido muy útil. Gracias por su tiempo, míster Piper.

La irritación de Piper no tuvo más remedio que ceder ante el desarmante buen humor de Cash.

—De nada. Confío en que comprenda que el Tahití ofrece una oportunidad de inversión muy importante.

—¡Vaya que sí! —exclamó Cash—. Y a Paul no se le escapan muchas de éstas. Andad, vamos ya. ¡La noche es joven!

Nos despedimos de Piper en el vestíbulo del hotel y, en cuanto salimos a la calle, Cash corrió hasta el centro de la calzada para parar un taxi. Joe se detuvo a encender un cigarrillo. Me ofreció uno, sin dejar de advertir mi furtiva mirada. Rechacé el cigarrillo y, durante el minuto que Cash tardó en parar un taxi, permanecimos allí lo dos en un silencio, para mí, muy embarazoso.

—Al Biarritz —le gritó Cash al taxista.

—¿Qué es eso? —le pregunté a Cash al subir al taxi.

—Una champañería —contestó—. Te gustará. Habrá allí un montón de agentes de Bloomfield Weiss. Una buena ocasión para que los conozcas.

«No alternar nunca con agentes ni corredores de Bolsa» era una de las máximas de Hamilton. Que alternen entre ellos. Cuanto menos te conozcan menos pueden aprovecharse de ti. Pero me convenía tener ocasión de averiguar algo sobre Joe.

Al llegar al semáforo, el taxista se giró hacia Joe.

—¿No sabe leer? —le dijo.

Había letreros de «prohibido fumar» por todo el interior. Joe le dio otra calada al cigarrillo y exhaló el humo, sin dejar de mirar al taxista, que era un hombre alto y obeso, y estaba de mal talante.

—Oiga usted, ¿qué pasa? Le he dicho que si no sabe leer.

Que si quieres.

—Bah, Joe, ¿por qué no apagas el cigarrillo? —dijo Cash quedamente.

Ni caso.

Al cambiar el semáforo a verde, el taxista volvió a mirar hacia adelante para arrancar.

—O apaga el cigarrillo o se baja.

Joe se quitó lentamente el cigarrillo de la boca. Noté que Cash se tranquilizaba un poco. Joe siguió, no obstante, con el cigarrillo entre los dedos y esbozó una apagada sonrisa. De pronto, se inclinó hacia adelante y aplastó la colilla en el cogote del taxista, que tenía un cuello de toro.

—¡Me cago en la leche! —exclamó el taxista arrimándose al bordillo.

Joe abrió rápidamente la puerta, se apeó y, casi al instante, paró un taxi y subió. Cash y yo lo seguimos precipitadamente, mientras nuestro ex taxista soltaba una retahíla de tacos, a pleno pulmón, y cabeceaba llevándose la mano al cogote.

—¿Por qué está tan furioso? —preguntó el nuevo taxista.

—Un maníaco —dijo Joe esbozando una sonrisa para sí.

El trayecto hasta el Biarritz continuó en silencio. Cuando llegamos al bar nos lo encontramos atestado y con una atmósfera irrespirable a causa del humo de los cigarrillos. El suelo formaba escaques blancos y negros. Todo muy art déco con profusión de cromados. Cash nos condujo hasta una mesa ocupada por media docena de corredores de eurobonos. Porque se les notaba que eran corredores de eurobonos. Los había de todos los tamaños, jóvenes y viejos. Pero a todos se los notaba nerviosos, a la que saltaba, riendo contenidamente. Muchas canas prematuras había allí. Jóvenes rostros con arrugas de viejo.

Había tres botellas vacías de Bollinger encima de la mesa. El insoslayable ritual había empezado. Cash me presentó a los demás, y advertí que me atraje un par de recelosas miradas. Los corredores recelan de sus «clientes» tanto como éstos de ellos. Pero estaban pasando un buen rato y no iban a dejar que yo les aguase la fiesta. Cash correspondió a las palmaditas en el hombro que le dieron a modo de bienvenida. A Joe lo saludaron con una ligera inclinación de cabeza.

Por suerte, no me dejaron solo entre aquella manada. Cash me hizo sentar a un extremo de la mesa y se acomodó a mi lado. Le agradecí su protección. Mientras los agentes se hablaban a voces, me incliné hacia Cash.

—¿Vas a menudo de copas con éstos?

—De vez en cuando —repuso—. Tan importante es estar bien con los corredores como con los clientes.

—¿A qué ha venido eso del taxi? —le dije, tomando un sorbo de champaña.

Cosas de Joe dijo Cash bebiendo un largo trago—. Es raro. Raro de verdad. Cuando se pone así es mejor no meterse.

—Ya lo imagino ya —dije—. ¿No será también así en el trabajo?

—No. En el trabajo no creo que nunca le haya hecho daño a nadie, salvo a sí mismo —contestó Cash.

—¿Qué quieres decir?

—Recuerdo que una vez iba perdiendo más de veinte millones en eurobonos a diez años. Estaba con el agua al cuello, pero la cotización iba repuntando. Debía de llevar cosa de una hora sin apartar los ojos de la pantalla del teletexto, aguardando a que la cotización igualase el precio al que compró para su cliente, y vender sin pérdida. Y de pronto la pantalla se quedó en blanco. Qué sé yo qué problema con la terminal. Yo lo observaba. No gritó ni nada parecido. Su expresión seguía impasible. Se levantó y estrelló el puño en la pantalla. Se hizo varios cortes de consideración en las venas. Luego, agarró el teléfono, vendió con pérdida y se marchó. La muñeca le sangraba profusamente, pero no parecía importarle. Le viene de cuando estuvo en el ejército. En un cuerpo de operaciones especiales, por lo visto —prosiguió Cash—. Un día, le pegó un tiro a un muchacho de dieciséis años, que iba desarmado, en Irlanda del Norte. No pudieron probar que él supiera que iba desarmado. Al poco tiempo dejó el ejército.

—¿Y cómo fue lo de entrar a trabajar en Bloomfield Weiss?

—Pues porque lo contrató un ex marine americano, a quien le pareció ver en él un alma gemela. Ya lleva con nosotros cuatro o cinco años.

—¿Y es bueno? —le pregunté.

—Uy, sí, ya lo creo. Muy bueno. De lo mejor de la Bolsa. A nadie le cae bien, pero no tienen más remedio que tratar con él. Es muy perspicaz y tiene olfato para el mercado. De todas maneras, procuro mantenerlo alejado de los clientes.

—¿También de mí?

—Perdona, pero sí —contestó Cash, bebiendo un largo trago de su cerveza e inclinándose hacia adelante—. Pero, bueno, vamos a ver: ¿qué es eso tan urgente que tenías que hablar conmigo? ¿De qué se trata?

Le conté a Cash lo de mi conversación con Bowen, el jefe de control interno de Bloomfield Weiss.

Cash me escuchó con atención. Cuando hube terminado dejó escapar un silbido entre dientes.

—Pues ándate con ojo —me dijo—. Bowen es un cabrón metomentodo. No deja correr las cosas así como así.

—¿Qué sabes de todo esto, Cash? —le pregunté.

—Yo nada —contestó tan inocentemente como un escolar pillado con un paquete de cigarrillos asomando del bolsillo.

—Vamos, hombre, que algo has de saber —insistí—. ¿Para quién compraste aquellos bonos? ¿No eran para la DGB, verdad? Debió de ser para otro.

—Oye, Paul, que sabes que eso no te lo puedo decir.

—Bobadas. Claro que me lo puedes decir. Esto es serio. ¿Sabes quién compró esas acciones antes de que se anunciase la «opa»?

—Jo, Paul, de verdad me gustaría ayudarte —persistió Cash en el mismo tono candoroso—. No obstante, ya sabes cómo es esto. Yo no sé nada de la subida de esas acciones. Ni siquiera sé para quién compramos los bonos. Traté con otro profesional como yo.

Tuve que rendirme. Un mentiroso profesional es lo que era Cash. Mentía más que hablaba; y se lo pagaban muy bien. No iba a ceder; de eso estaba yo seguro. No tenía ni idea de si se limitaba a no revelar la identidad del comprador de los bonos de la Yesera o si ocultaba algo más importante.

Seguimos allí sentados en silencio, observando al grupo que teníamos en derredor. Se los notaba ahora más relajados. Empezaron hablando de bonos y terminaron hablando de mujeres y de chismorreos de oficina.

Joe se levantó tambaleante y vino a sentarse con nosotros. Pero, aunque a mí me interesaba hablar con él, tenerlo sentado al lado me puso nervioso. Era un tipo imprevisible y peligroso.

—¿Qué, se pasa bien? —me preguntó, fijando en mí sus apagados ojos.

Estaba borracho. Aunque no llegase a balbucir me lo preguntó con la lentitud de quien teme que vaya a trabársele la lengua.

—Es agradable ver a mis competidores en carne y hueso —contesté en tono displicente.

Joe tomó un largo trago de su copa de champaña, pero sin dejar de mirarme ni un instante. ¡Hostia!, exclamé para mí, ¡éste me ha reconocido!

Cash trató de suavizar la tensión.

Paul corrió en los Juegos Olímpicos, ¿sabes? —dijo—.

¿Recuerdas a Paul Murray... el de los ochocientos metros? Ganó la medalla de bronce hace unos años.

—¿Ah, sí? —exclamó Joe sin dejar de mirarme—. Ya me había parecido reconocer su cara. Yo también soy un buen corredor. ¿Sigue en forma?

—Pues no mucho —contesté—. Sigo corriendo un poco, pero para relajarme más que para mantenerme en forma.

—Podríamos echar una carrera un día —dijo Joe tranquilamente.

No supe qué decirle. Joe no había apartado sus ojos de mí desde que se sentó. Y me resultaba muy embarazoso. Supongo que alguna vez debió de parpadear...

Miré en derredor del local, tratando de rehuir su mirada, pero no hubo modo.

—¿Así que trabaja usted en De Jong? —dijo.

—Sí.

—Hamilton McKenzie es un cabrón, ¿verdad?

Me eché a reír, tratando de mantener un tono desenfadado.

—Puede dar esa impresión —contesté—, pero la verdad es que es muy buen jefe. Y un gran experto en valores.

—De eso nada. Es un marrullero. Y un cabrón.

No parecía que dejase opción a réplica.

—Aquel putón de Debbie trabajaba con usted, ¿verdad?

Tampoco repliqué.

—Tengo entendido que se cayó al río el otro día —prosiguió Joe—. Trágico.

Se expresaba con una frialdad que dio a su último comentario un desagradable tono irónico. Fingí no advertirlo.

—Sí, ciertamente —dije—. Una terrible tragedia.

—¿Se la tiraba usted?

—Por supuesto que no —repuse, esforzándome por dominar mi ira. Y consiguiéndolo. No sólo le sostuve la mirada sino que se la devolví.

—¿Ah, no? Pues es raro, porque se la tiraban todos —dijo Joe esbozando una forzada sonrisa—. Gustaba, gustaba, la tal Debbie. Siempre pidiendo guerra. Yo me la tiré varias veces. La muy zorra —añadió sin dejar de sonreír.

Nuestros compañeros de mesa guardaron silencio. Todos me miraban. Sabía perfectamente que me estaba provocando, que buscaba camorra. Pero había conseguido enfurecerme. Me levanté con lentitud y él se limitó a seguir mirándome y a sonreír.

Entonces intervino Cash, dándome amistosamente con el codo.

—Hala, vamos, Paul, que me has hecho prometer que nos retiraríamos temprano. Vamos a coger un taxi.

Comprendí que era lo más sensato y dejé que me sacase del bar.

—Mira, tío, lo peor que puede hacer uno es pegarse con ése —dijo Cash al subir al taxi—. No le des más vueltas. Quería pegarse contigo y se ha quedado con las ganas.

—Es un canalla —dije—. Ese tipo es un canalla.

Yo estaba que echaba humo, rumiando lo que le hubiese hecho a aquel individuo en el Biarritz de no detenerme Cash.

—¿Es verdad lo que ha dicho acerca de él y Debbie? —le pregunté a Cash cuando ya llevábamos un par de minutos en el taxi.

—Pues no lo sé. Creo que salió con ella unas semanas, hará uno o dos años. Pero me parece que ella le dio con la puerta en las narices. Quizá por eso siga escocido —contestó Cash tocándome el brazo—. Mira, olvida lo que ha dicho. Debbie era una buena chica.

—Sí —dije, justo al arrimarse el taxi al bordillo, frente a mi portal—. Sí.