Capítulo 2
El metro llegó a la estación Monument. Una cuarta parte de los pasajeros se levantó en silencio y fue a situarse frente a las puertas, igual que yo. Salimos al andén, subimos por el corto tramo de escaleras y, después de trasponer el control de billetes usados, salimos a la calle.
El sol de julio lucía radiante. El pelotón de oficinistas con el que hicimos el trayecto se cruzó con un batallón que bajaba por las escaleras de London Bridge. Me uní a un contingente que enfilaba hacia Gracechurch Street, rumbo a mis dominios de Bishopsgate. Unos cuantos viandantes desperdigados porfiaban por abrirse paso calle adelante entre aquel ejército que avanzaba. Su temeridad les costó recibir empujones y codazos. Desde la gran movida que supuso el cambio de reglamentación de la Bolsa en 1986, la multitud de pasajeros, que hacía a diario aquel mismo trayecto, se levantaba cada vez más temprano. En aquel ejército financiero, nadie quería ser el último en llegar a su mesa para hablar con Tokio, Australia o Bahrayn.
Aunque aquel ejército pareciese albergar un solo objetivo —llegar al trabajo y hacer dinero—, cada individuo llevaba a cuestas sus problemas, sus preocupaciones y sus responsabilidades. Había días en los que sentía el impulso de abrirme también paso a codazos, ansioso por llegar a mi mesa y abordar el problema al que le hubiese estado dando vueltas, desvelado, durante toda la noche. Otros días iba cansinamente, soportando los empujones de los de atrás, como si quisiera darle largas a la inevitable confrontación con el mal día que hubiese tenido la jornada anterior.
A menudo, me limitaba a dejarme llevar por el río humano, con la mente aún adormilada, sin pensar en lo que fuese a depararme la jornada, hasta que estuviese sentado en la oficina con una taza de café en la mano.
Aquel día, en cambio, iba en vanguardia. Había ganado 400 000 dólares en las últimas veinticuatro horas. ¿Quién sabía cuánto podría ganar en las próximas? Tenía el irracional convencimiento de que ganaría dinero con cualquier operación que cerrase. Aunque también sabía que eso no podía durar. Pero debía disfrutar de la buena racha mientras pudiese. A la postre, la suerte me abandonaría. Las jugadas a cara o cruz se volverían contra mí. La certidumbre saltaría hecha añicos a manos de los imponderables. Mi ordenador contraería quién sabe qué indetectable virus. Mi trabajo era como una droga, con altibajos.
¿Creaba dependencia? Probablemente.
Desde luego, era más apasionante que el gran banco americano en el que trabajé al licenciarme en Cambridge. Pasé seis años en el departamento de crédito, analizando la situación de las empresas que le pedían dinero al banco. Tenía que decidir si las empresas estaban en condiciones de devolver el dinero. Era un trabajo intelectualmente interesante, pero el banco se encargaba de hacerlo aburrido. Parecía una fábrica gris, en la que trabajaban grises obreros, con cuotas semanales que estipulaban el número de páginas de análisis empresarial que había que producir.
Sin embargo, me vino bien. El banco se mostraba muy comprensivo con mi horario. Sin duda, pensarían que era una buena táctica de relaciones públicas respecto de ciertos empleados. El director general de la oficina de Londres era un americano, ex jugador de la Liga Universitaria de Rugby, y muy aficionado a toda clase de deportes. No le importaba que llegase tarde o saliese antes. Tampoco los días festivos se tenían en cuenta escrupulosamente, y podía disfrutar de tantas vacaciones no pagadas como quisiera. Toda la oficina estaba orgullosa de su medallista olímpico de los ochocientos metros (gané el «bronce»).
No entendían que hubiese dejado de correr. Nadie lo entendía. El director general hizo de ello una cuestión personal. No me ocurría nada. Seguía siendo joven para el atletismo. Y dentro de cuatro años tenía la medalla de oro al alcance de la mano. ¿Cómo se me ocurría hacerle una cosa así?
Aquel gris trabajo fue haciéndose aún más gris. Me pidieron que renunciase al horario flexible y que trabajase jornada completa. Y como aquello no tenía para mí ningún otro aliciente, se me hizo muy pesado, y llegó a hacérseme insoportable. Necesitaba otra cosa, algo que me motivase, algo que me permitiese volcar mi espíritu competitivo.
De manera que, al ver en el Financial Times un anuncio en el que solicitaban un agente, me decidí a enviarles mi curriculum. El anuncio decía que una pequeña empresa de fondos de inversión, De Jong & Co., buscaba a alguien, con experiencia en créditos, a quien pudiera preparar para hacerse cargo de la administración de una cartera de clientes. Tras otras dos tediosas semanas, me contestaron. ¡Querían verme! Me gustaron las dos personas que me entrevistaron. Ambos me parecieron inteligentes y cordiales, personas de quienes podía aprender mucho.
Quien más me gustó fue el que iba a ser mi jefe, Hamilton McKenzie. Siempre daba la impresión de acabar de cortarse el pelo, prematuramente gris, y llevaba una perilla muy bien perfilada. Tenía los ojos azules. Parecían distantes hasta que los fijaba en ti, perforándote con la mirada, desnudándote y midiéndote. La verdad es que Hamilton no paraba de darle vueltas a la cabeza, de calcular y sopesar. Al principio, esto me intimidaba y me sentía incómodo en su presencia. Pero era un gran maestro. Veía las cosas con claridad y con la misma claridad las explicaba. A veces, me hacía sentir como un imbécil, porque no llegaba a entender sus conclusiones. Pero a él no le importaba dedicarme el tiempo que fuese necesario para explicarme cómo había llegado a las mismas. Sus críticas, aunque bruscas, eran siempre constructivas, y se le veía resuelto a enseñarme todo lo que sabía sobre administración de carteras de valores.
Y sabía mucho. Tenía fama de tener una gran inspiración a la hora de correr riesgos. Gran parte de la teoría sobre administración de carteras de valores subraya que es inútil tratar de enmendarle la plana a un mercado eficiente. Muchos jefes de cartera se concentran en seguir la tendencia del mercado, permitiéndose sólo estrechos márgenes de maniobra. Hamilton consideraba esto ridículo. Pensaba que los clientes, que le confiaban a De Jong la administración de su dinero, pagaban por ideas. Y consideraba su deber hacerles ganar cuanto más dinero mejor. Esto significaba correr riesgos, grandes riesgos. Pero no se arriesgaba a la ligera. Por el contrario, aguardaba hasta que surgiese una oportunidad, analizaba todos los riesgos, se cubría hasta donde le fuese posible y, cuando estaba seguro de que tenía más probabilidades a favor que en contra, hacía la operación. Los clientes de De Jong & Co. estaban satisfechos con los resultados y le confiaban más recursos.
La empresa la había fundado George De Jong hacía veinte años. Al principio, administraba los recursos de numerosas entidades benéficas. Desde que Hamilton se incorporó a la empresa, ocho años atrás, De Jong & Co. se había atraído clientes de ultramar, sobre todo japoneses, haciendo que los recursos totales que administraba la empresa ascendiesen a dos billones —con b— de libras esterlinas. Desde hacía cinco años, míster De Jong, a quien poco faltaba para cumplir los setenta, sólo acudía al trabajo tres mañanas por semana. Seguía conservando el control absoluto de la empresa, de la que obtenía grandes beneficios. Los recursos que administraba se invertían en bonos de los bancos centrales de diferentes países, y la responsabilidad máxima estaba enteramente en manos de Hamilton, para quien trabajábamos seis personas.
Jeff Richards era el más veterano, con veinte años de experiencia en inversiones en bonos. Su tarea consistía en prever las tendencias de las divisas y de los tipos de interés, y maniobrar con su cartera de acuerdo a ello. Era un hombre de suave talante, con un enfoque muy académico de los mercados y, por lo general, acertaba. Rob Greenhalgh lo ayudaba, aparte de responsabilizarse de la posición de los valores de la empresa en bonos que no cotizasen en dólares. Era más o menos de mi edad y llevaba dos años en la empresa. Gordon Hurley era nuestro especialista en «prospectiva». Utilizaba el análisis técnico de la evolución histórica de los precios para prever la que fuesen a seguir en el futuro. A mí, esto me parecía poco menos que dedicarse a leer hojas de té, pero también Gordon acertaba más de lo que se equivocaba.
Mi labor consistía en velar por nuestra cartera en dólares, que representaba más de la mitad de nuestros recursos. Ésta era la especialidad que más interesaba a Hamilton, y seguía trabajando activamente en ella. La idea era que yo terminase por compartir la responsabilidad de esta cartera con Debbie, quien, por el momento, consagraba casi todo su tiempo a administración y documentación jurídica, aparte de intervenir en las operaciones menos problemáticas. Los seis compartíamos una secretaria, una joven reservada, pero muy eficiente, llamada Karen, que tenía sólo veinte años.
Yo llevaba seis meses formando parte de este equipo y estaba encantado.
Seguí hacia Bishopsgate hasta que llegué a la sede del Colonial Bank, un alto edificio de paneles de cristal negro. Conforme el Colonial Bank fue perdiendo importancia, también la perdió la utilización de su sede, hasta el punto de alquilar la mitad superior del edificio. De Jong tenía la vigésima planta, la antepenúltima.
Cogí el ascensor y llegué a la enmoquetada recepción, rebosante de reluciente caoba, de buenos libros encuadernados en piel, grabados dieciochescos de antiguas rutas comerciales, y espléndidos bergantines cargados de té con todo el velamen desplegado. La estancia daba la impresión de solidez, de distinción, de una fortuna ganada hacía un siglo por los financieros del comercio imperial, de prudentes inversiones realizadas con decisión. La realidad era que la empresa tenía sólo veinte años de existencia y que el dinero de los clientes bailaba a diario sobre la cuerda floja del mercado, administrado por Hamilton y su equipo tras aquellas puertas de roble. Las crucé y entré en la oficina de De Jong & Co. Era mucho más pequeña que las oficinas de los bancos de inversiones, o de los agentes de Bolsa que compraban y vendían valores las veinticuatro horas del día.
Como empresa de inversiones relativamente pequeña, De Jong no tenía muchos empleados. Aunque tenía más movimiento que otras empresas similares, no operábamos las veinticuatro horas del día. Sólo comprábamos y vendíamos bonos cuando detectábamos en el mercado alguna razón que lo aconsejase.
Sin embargo, incluso en los momentos más tranquilos el ambiente de la oficina era de contenida tensión, algo que me hacía sentir exultante. Allí se jugaba la suerte de dos billones de libras esterlinas. Llegaba información de todo el mundo a través del teléfono, del videotex o de dossiers. Y se analizaba, se comentaba. Luego cada uno la estudiaba de acuerdo a su especialidad y se volvía a reunir. Entonces se tomaba una decisión, para comprar tal valor o vender tal otro; o simplemente se optaba por no hacer nada. Cada decisión significaba movimientos de millones de libras. Si acertábamos, nuestros clientes podían ganar decenas o centenares de miles de libras. Si nos equivocábamos... Todos nosotros tomábamos muy en serio nuestra responsabilidad.
Dos de las paredes de la oficina eran como amplios ventanales de grueso cristal. Daban al sureste y al suroeste respectivamente. Desde allá arriba —la vigésima planta— se veía un amplio panorama, de la City a las lomas de más allá de Upminster, al este; la punta del torreón del Crystal Palace, al sur, y los nuevos bloques de viviendas de Middlesex, al oeste. Las paredes que no daban al exterior eran desnudas, sin más que los obligados relojes con la hora de Tokio, Frankfurt, Londres y Nueva York, y un gran panel blanco lleno de azules garabatos acerca de una operación que hicimos hacía meses.
Había ocho mesas en la oficina, equipadas con toda la parafernalia que se necesita para mover dinero por todo el mundo; videotex que proporcionaba información, al minuto, sobre precios, mercados y noticias económicas; ordenadores personales para analizar carteras y datos sobre evolución de los precios; un complicado sistema telefónico con un panel conectado a una docena de líneas que, en lugar de sonar, como los teléfonos convencionales, van provistos de luces que parpadean, y enormes papeleras para tirar los montones de informes que se reciben a diario con el correo.
Una de las mesas era más grande que las demás, estaba algo menos atestada y ligeramente separada del resto. Desde allí controlaba Hamilton la oficina y barruntaba su estrategia para sacarle el jugo a los mercados. Se situaba lo bastante cerca para estar informado al momento, y lo suficientemente distante para dominarlo todo.
Eran las ocho y media y había llegado yo el último, como creía tener perfecto derecho a hacer. En la oficina había más actividad y éramos más que el día anterior. Rob había vuelto de vacaciones y Gordon de su seminario. Estaban ambos al teléfono y Rob alzaba la voz de una manera que permitía deducir que ya se había metido en faena. Jeff estaba enfrascado con su ordenador, exactamente en la misma postura que tenía al marcharme la noche anterior.
—Buenos días —dije al pasar.
Me correspondió con un gruñido y seguí hacia mi mesa. Accioné todos los interruptores y, en cuanto la inteligente maquinaria empezó a funcionar, Debbie me saludó.
Buenos días, potroso. Gracias por la copa de anoche.
—¿Vale, no? —le espeté—. Todos tenemos potra alguna vez.
Abrí el maletín y dejé encima de la mesa lo que estuve leyendo por la noche.
—¿No irás a decir que disfrutas con ese rollo? —me dijo Debbie dirigiendo la vista al librito amarillo, que llevaba el logotipo de Bloomfield Weiss en la portada. Se acercó a mi mesa y lo cogió.
—La volatilidad de la volatilidad: cómo se deteriora la información con el tiempo, por George Fuchtwanger, doctor en filosofía. Debe de ser para mondarse —dijo, abriéndolo por una página llena de ecuaciones, salpicadas de retorcidas frases—. ¿Qué significa esto? —Y señaló a una larga sucesión de caracteres del alfabeto griego y números árabes.
—Significa: buenos días, Paul. ¿Quieres que te traiga un café? —repuse.
—Y esto otro significa: el café te lo traes tú, que eres un vago redomado —replicó ella, indicando con el dedo una ecuación casi tan complicada como la anterior, un poco más abajo.
Pero dejó el trabajo de Fuchtwanger sobre la mesa y enfiló hacia la máquina del café.
Debbie me gustaba. Llevábamos trabajando juntos sólo dos meses pero ya habíamos llegado a entendernos muy bien. Ella creía que me volcaba demasiado en mi trabajo, y yo opinaba que ella no se entregaba lo bastante al suyo. Pero era divertida. Veía con distancia los altibajos del mercado de bonos, y no corría uno peligro de exasperarse demasiado por ello al tenerla cerca.
Tenía unos veinticinco años y era bajita, con un pelo castaño que llevaba recogido en cola de caballo. Puede que le sobrasen algunos kilos, aunque eso le daba una tersura que resultaba atractiva. Tenía siempre la sonrisa a flor de labios y sus luminosos ojos marrones no paraban, posándose con vivacidad en todo lo que la rodeaba.
Era licenciada en Derecho. Tras un par de años dedicada a redactar escritos para un mediocre bufete, se hartó de leyes y entró en De Jong & Co. Pero no se libró del todo de las leyes, porque pasó los dos primeros años en nuestra «trastienda», dedicándose, casi toda la jornada, a analizar la estructura jurídica de nuestros recursos y adaptarla al río de nuevas normativas dictadas para garantizar que, empresas como la nuestra, no le robasen el dinero a los clientes. Al final, consiguió convencer a Hamilton para que la admitiese como agente adjunta. Y aunque siempre daba la impresión de no pegar prácticamente golpe, había aprendido rápido.
Se llevaba bien con todos en la empresa. Incluso Jeff Richards sucumbía a su simpatía. Sólo Hamilton parecía albergar hacia ella sentimientos encontrados. Para él nada justificaba que alguien no se volcase de lleno en el trabajo.
Miré el librito que seguía sobre la mesa. Por pura casualidad, Debbie lo abrió por el punto exacto del artículo en donde me perdí, al tratar de seguir la argumentación de Fuchtwanger. Forcejeé con el tema una hora y media la noche anterior y, al final, desistí. Aunque el artículo no se refería directamente al trabajo que allí hacíamos, yo quería aprender tanto como pudiera acerca del mercado de bonos. Lo que se puede aprender, leyendo o estudiando, acerca de la negociación de bonos, tiene un límite. Pero yo quería llegar a ese límite. Aunque el artículo era muy complicado y críptico, yo me proponía desentrañarlo, procurando quemar etapas para ponerme a la altura de todos los agentes con los que tenía que tratar a diario.
Debbie volvió en seguida con dos vasitos de plástico llenos de un sospechoso líquido negro. Me tendió uno y fue a sentarse a su mesa, con el Financial Times abierto por la página de la programación de televisión. Durante la jornada, leía el Financial Times, el Times y el Mail.
Parpadeó una de las luces del teléfono. Era Cash.
—Oye, tú, estáis de verdadera suerte ahí en De Jong —me dijo—. Ayer os di una operación redonda y hoy os voy a sacar del agujero.
—¿Y qué agujero es ése? —le pregunté no sin cierta preocupación.
No creía que tuviésemos ningún agujero. Repasé mentalmente nuestra cartera de valores, tratando de ver a qué se refería Cash.
—Tengo una oferta para vuestro yeso —me dijo Cash en tono triunfal—. Os compro todos los bonos a 80.
—No cuelgues —le dije.
No caí, de momento, en lo que quería decir. Luego, hojeando mis archivos de mesa, saqué el dossier de uno de nuestros clientes: Compañía Yesera Americana. 9%. Vencimiento 1995. Se compraron hacía tres años a 96.
Tapé el micrófono con la mano y me recosté en la silla.
—Eh, Jeff —le grité.
Jeff levantó la vista del ordenador, algo molesto por la interrupción.
—¿Sí? —dijo.
—¿Sabes algo de medio millón de dólares de la Compañía Yesera Americana? Parece que lo compramos hace tres años.
—Sí, creo que sé a lo que te refieres —repuso frunciendo el ceño—. No es una de las mejores posiciones de Hamilton. Creo que los compró casi a la par. Luego, la empresa tuvo problemas. Y últimamente venían cotizándose a 60.
—Pues por aquí me ofrecen 80 —le dije.
—Véndelos entonces.
Reflexioné un momento. Si Cash me ofrecía, de pronto, 80 por algo que se cotizaba a 60, es que debía de saber algo que yo ignoraba.
—¿Dónde está el secreto? —le pregunté a Cash.
—En ninguna parte, que yo sepa. Pero, mira, Hamilton estuvo todo el año pasado dándome la paliza para que le encontrase algo para esta posición. Pues ya lo tengo. Se alegrará.
Era la vieja táctica que utilizaban los agentes para tratar con los jóvenes responsables de carteras de valores cuando sus jefes estaban ausentes. Te decían lo que haría tu jefe en similares circunstancias, y te convencían de que corrías más riesgo absteniéndote de una operación que cerrándola. Durante mis dos primeros meses, piqué un par de veces en el mismo anzuelo. Hamilton me leyó la cartilla, y me dijo que me guiase siempre sólo por mi criterio, que nunca creyese una palabra cuando me dijesen lo que él haría en mi lugar.
—Hummm —dije—. Voy a tener que pensarlo un poco. Te llamaré después.
—Pero llámame. Te esperaré hasta última hora de la tarde. Puede que mañana ya no haya oferta —dijo Cash.
—Está bien. Te llamaré esta tarde —contesté.
En cuanto colgué, me dije que tenía que averiguar más sobre la Compañía Yesera Americana. Dejé mi mesa y fui a la biblioteca contigua a la oficina. Quizá fuese exagerado llamar «biblioteca» a aquel cuartito sin ventanas. Apenas había libros. Las paredes estaban casi totalmente cubiertas de montones de carpetas, y había un ordenador en el centro, conectado a numerosas bases de datos. Alison, la bibliotecaria, que sólo trabajaba media jornada, no estaba, pero yo sabía cómo manejarme con las distintas fuentes de información. En cosa de veinte minutos, reuní documentación sobre los bonos de la compañía yesera, e informes de los agentes de Bolsa acerca de la compañía. Imprimí los resultados de los últimos cinco años y datos de prensa que me proporcionó el ordenador.
Entonces volví a mi mesa con mi montón de papeles.
Oye, que no hace tanto frío aquí dentro como para que enciendas un fuego —me dijo Debbie, levantando la vista del Tintes.
—Es que quiero ver si pasa algo raro con esta compañía le dije.
—El Paul de siempre —dijo ella—. Cualquier otro se habría limitado a ver la cotización actual, y habría vendido en seguida.
Le sonreí. Probablemente, Debbie tenía razón. Pero, como ella bien sabía, no me hubiese quedado tranquilo sin antes analizar los ejercicios de los últimos cinco años y leer todos los comentarios de prensa y análisis sobre la empresa que pudiera encontrar. Pasé las tres horas siguientes estudiando la documentación, sin más interrupción que un cuarto de hora para ir a comer un sándwich en el bar de enfrente.
La imagen que me hice de la compañía es que se trataba de una empresa que empezó vacilantemente y que, tras los dos últimos ejercicios, había llegado a una situación crítica. No todo era culpa dé la empresa. La demanda de su principal producto —revestimiento de interiores— disminuyó a causa del debilitamiento de la actividad en el sector de la construcción. Sin embargo, a la compañía no le ayudó nada la gestión de su presidente y principal accionista, Nat Morrison. Pidió importantes créditos para construir fábricas que ahora trabajaban a medio rendimiento. Despidió a una serie de ejecutivos por diferencias acerca de su «política». En cuanto los iniciales beneficios de la empresa se transformaron en pérdidas, la cotización de sus acciones y bonos cayó en picado. Lo que se deducía de la opinión del mercado es que la empresa tenía pocas probabilidades de subsistir.
La empresa era cortejada por fuertes grupos, que pretendían comprar a bajo precio sus modernas fábricas, pensando en la recuperación económica en la que se confiaba. Pero Nat Morrison no quería ceder la presidencia. Y ningún comprador que estuviese en sus cabales querría la empresa si la iba a seguir dirigiendo Morrison. Pero, como su beneplácito era imprescindible para la aceptación de cualquier oferta, las negociaciones seguían en un impasse y la situación de la empresa deteriorándose.
Entonces, al analizar los informes de prensa, di con un titular fechado hacía un mes: «Muere el rey del yeso en accidente de helicóptero.» Quizá fuese hacerle excesivo favor llamar a Morrison «rey del yeso», pero se refería a él. Había muerto al ir a inspeccionar una de sus fábricas y estrellarse su helicóptero. Leí atentamente los artículos publicados en los dos días siguientes. No era sorprendente que el precio de las acciones hubiese subido un 10% al saberse la noticia. Había dejado su dinero en fideicomiso. Su hijo, un prestigioso abogado de Chicago que no tenía el menor interés en las yeserías, era fideicomisario conjuntamente con el presidente de un banco local.
Me levanté de mi atestada mesa y me acerqué a uno de los ventanales. Desde nuestros dominios, la vista de Londres era espectacular. Miré hacia el plateado curso del Támesis, que se abría paso entre los negros y grises edificios de la City, más allá de la serena presencia de la catedral de San Pablo y del Parlamento, hacia la achaparrada estructura de la central eléctrica de Battersea.
¿Por qué ofrecía tanto dinero Cash por los bonos?
¿Quién era el verdadero comprador? ¿Y por qué compraba?
Muerto el viejo Morrison, cabía la posibilidad de hacerse con la compañía, sobre todo porque un abogado y un banquero, en calidad de fideicomisarios, era más probable que se percatasen de la conveniencia de vender la empresa familiar. Me dije que, si la Yesera la compraba una empresa más saneada, los bonos subirían. Pero no estaba demasiado claro que se produjese la venta y, entretanto, la empresa podía quebrar. Si un especulador apostaba por la compra, era más lógico que, en lugar de bonos, comprase acciones, que fácilmente doblarían su valor. Los bonos, por más poderosa que fuese la compañía que adquiriese la Yesera, seguirían redimiéndose a 100, lo que significaba un 25 % de beneficio, ya que Cash ofrecía 80.
¿Quién iba a querer bonos de la Yesera? ¿Sería la propia compañía la que pretendía comprar sus bonos a bajo precio? No, porque la Yesera no tenía liquidez para ello.
Vi una gabarra cruzar bajo Blackfriars Bridge.
¡Claro! ¡Sólo había un lógico comprador! Alguien iba a comprar la Yesera. Pero antes de dar a conocer sus intenciones al mercado, se harían con tantos bonos como pudieran a bajo precio. Había 100 millones de dólares en bonos de la Yesera por redimir. Si los compraba a un precio medio de 80, el 25 % de beneficio, una vez redimidos los bonos, ascendería a 20 millones de dólares, una suma considerable. Cuanto más lo pensaba mayor era mi convencimiento de que ésta era la explicación más lógica. De manera que, ¡manos a la obra!
Volví a mi mesa y llamé a David Barratt.
—Harrison Brothers —contestó.
—¿Sabes algo de una emisión de bonos de la Compañía Yesera Americana, David? —empecé por decirle.
David tenía una excelente memoria y conocía al dedillo los bonos que había en el mercado.
—Por supuesto —repuso—. Unos al 9 %. Vencimiento: 1995. Lo último que he sabido es que hace seis meses se cotizaban a 65.
—¿Podrías conseguirme cinco millones de dólares en esos bonos? —le pregunté.
—Va a ser difícil —contestó David—. Apenas hay movimiento con esa emisión. Veré qué puedo hacer.
Colgué el teléfono y, como de costumbre, reparé en que Debbie no había perdido detalle.
—Creía que lo que debes hacer es vender esos bonos, y no comprar. Hamilton se va a subir por las paredes cuando se entere.
Le expliqué lo que acababa de averiguar sobre la Yesera y las conclusiones a las que había llegado.
—Si estoy en lo cierto, y quien compra los bonos es quien piensa comprar la empresa, en cuanto la compre, los bonos se cotizarán a la par. Si compro a 80, son veinte puntos de beneficio.
—Me parece una magnífica idea —me dijo Debbie, después de escucharme atentamente—. Pero sigo pensando que a Hamilton le va a dar un ataque.
Torcí el gesto. Debbie podía estar en lo cierto. Técnicamente, yo no estaba autorizado a aumentar los riesgos de De Jong con ninguna empresa que no disfrutase de créditos preferenciales, de acuerdo a la Asociación de Entidades Bancadas, sin permiso de Hamilton. Aunque creí que lo que hacía era lo lógico.
Parpadeó la luz del teléfono. Era Cash.
—¿Te has decidido ya sobre lo de la Yesera?
—Todavía no. Dame otra media hora.
—De acuerdo. Pero no te voy a mantener mi oferta eternamente. Media hora, pero no más.
Cuando hubo colgado, me dije que Cash estaba más tenso que de costumbre. Por lo visto, no estaba para sus habituales bromas.
David tardó veinticinco minutos en llamarme.
—Hay movida. Están ofreciendo 80 por esos bonos; Dios sabe por qué. ¿Tienes idea de cuál es la razón, Paul?
—No sé, aunque lo imagino —contesté.
—¿Y bien?
—Lo siento, David, pero no te lo puedo decir. ¿Me has encontrado esos bonos?
—Sólo dos millones. Te los podemos ofrecer a 82.
Probablemente, Harrison Brothers se estaba quedando, por lo menos, con un punto. Pero no era momento de discutir.
—Me los quedo —le dije.
—Compras dos millones en bonos de la Yesera Americana. 9%. Vencimiento: 1995. Al precio de 82 —dijo David, repitiendo el ritual que hace sagradas las operaciones concertadas por teléfono entre agentes—. Gracias.
—Gracias a ti —dije—. Si me encuentras más, dímelo.
—Así lo haré —repuso David—. Pero lo veo poco probable. Hemos tenido que rebuscar por Suiza para encontrarte estos dos. Alguien ha arramblado con todos los bonos disponibles. Todos aquellos con quienes hemos hablado han vendido en los dos últimos días.
Bueno. Por lo menos, ya me había hecho con dos millones. Una buena tajada. Entonces recordé mi promesa de volver a llamar a Cash.
—¿Y bien? —me dijo.
—Lo siento, Cash. Gracias por la oferta, pero creo que me los voy a quedar.
—Oye, Paul, muchacho, piénsalo bien. Hamilton se va a poner muy furioso contigo cuando sepa que no has aceptado mi oferta.
Y más aún cuando se entere de que he comprado otros dos millones, pensé.
—Lo siento, Cash, pero no podemos hacer nada.
Se hizo un silencio y luego volví a oír a Cash, disgustado pero amable.
—Tú decides. Pero recuerda que yo he hecho lo imposible por ayudarte a salir de una mala posición. Te llamo luego.
Al colgar el teléfono, me maravillé de la habilidad de Cash para hacerte sentir culpable, aunque tratase de jugártela.
—¿Has conseguido comprar? —me preguntó Debbie.
—Sólo dos millones —repuse.
No está mal. Le sacarás bastante —dijo, recostándose en el respaldo—. Es una lástima que no podamos comprar esos bonos a título personal —añadió—. Parece un negocio redondo.
—Claro que se puede —dije—. Todo lo que hay que hacer es retirar un par de milloncitos de tu cuenta ahorro-vivienda.
—Podríamos comprar una pequeña cantidad. Es un chollo —me dijo.
—¿Y la ética qué?
—No sé.
—Pues tendrías que saberlo, que no en vano eres la jefa de control interno —le recordé.
Todas las sociedades de inversiones nombraban a alguien del personal para evitar que se especulase desde dentro en provecho propio, valiéndose de la información privilegiada. La habían nombrado por su formación jurídica.
—Sí, supongo que sí —contestó—. Pensándolo bien, sería un claro caso de información privilegiada.
—Una pena. Porque no es mala idea —dije yo.
—Pero acciones sí que podemos comprar —dijo Debbie—. Que subirán aún más si compran la Yesera.
—Pues mira, ¿por qué no? —le dije—. Es una buenísima idea.
Yo tenía diez mil libras en la cuenta de ahorro-vivienda. Me pareció que merecía la pena destinar la mitad a acciones de la Yesera.
—Pero ¿cómo demonios vamos a comprarlas? —exclamé.
Debbie y yo le dimos vueltas al asunto durante un par de minutos.
—¡Es ridículo! —exclamó ella riendo—. Tenemos diez líneas que echan humo, en continuo contacto con los agentes de Bolsa más importantes del mundo. ¡Alguno de ellos tiene que saberlo!
—Por supuesto —le dije—. Llamaré a Cash. Es quien más debe de saber del tema.
—¿Has cambiado de opinión sobre la Yesera? —me dijo Cash en cuanto me oyó.
—No, no he cambiado de opinión —repuse—. Mira... ¿podrías hacerme un favor?
—Claro —contestó Cash en un tono que me pareció menos entusiasta que de costumbre.
—¿Cómo podría comprar acciones en la Bolsa de Nueva York?
—Ah, pues eso es bien fácil. Puedo abrirte una cuenta aquí. Todo lo que tienes que hacer es llamar a Miriam Wall de nuestro departamento de clientes particulares. Dame cinco minutos y le diré que vas a llamarla.
Diez minutos después Debbie y yo éramos los orgullosos propietarios de mil acciones cada uno de la Yesera Americana, compradas a siete dólares.