Capítulo 9

Sólo había dos caminos razonablemente cortos para ir de San Francisco a San José. Uno discurría por Van Ness y la autopista 101, aunque por ese camino siempre había mucho tráfico; sobre todo, en hora punta. El otro itinerario pasaba por la avenida Diecinueve, que solía ser una vía rápida, pero que podía atascarse si los semáforos no funcionaban con la debida rapidez. La ventaja era que la avenida Diecinueve llevaba a la 280, que a veces no estaba demasiado atascada y nos llevaría directamente a San José. Desde allí, podía tomar la carretera 17 hasta Santa Cruz y luego dirigirme hacia el sur, hasta Carmel, donde tenía una vieja amiga que podía darnos alojamiento esa noche.

Siempre y cuando lograra dar esquinazo a Roger, claro.

Y creía poder hacerlo. Era probable que esperara que fuéramos al aeropuerto y que, al no encontrarnos, tomara la interestatal 5, que era la vía más rápida para llegar a Los Angeles. No se me ocurrió que tal vez sospechara que tomaríamos el camino más lento para llegar a casa, siguiendo la línea costera.

Así que, mientras Jade se comía su sándwich en el asiento de atrás, yo salí de San Francisco por la 280 y empecé a relajarme al recordar los viajes con mi madre, que fumaba constantemente cuando conducía. En aquel entonces el humo del tabaco no me molestaba, y de hecho tenía gratos recuerdos de mis viajes en coche con ella, de noche, por carreteras solitarias, con la radio del viejo Chevy sonando suavemente y el olor reconfortante del humo de su cigarrillo llenando el coche. Ahora me habría ahogado al cabo de unos minutos, pero era un bonito recuerdo y siempre lo sería, siempre y cuando no acabara con cáncer de pulmón algún día.

Me preguntaba si Jade y yo podríamos hacer viajes así. Sin el humo, claro.

Cuando llegué a la carretera 17, me dirigí hacia las colinas, rumbo a Santa Cruz. El tráfico era denso, pero se movía. De hecho, avanzaba demasiado deprisa, y recordé que a aquella carretera la llamaban a veces «el callejón sangriento» por la cantidad de accidentes que había en ella. Apreté con fuerza el volante y procuré no apartar los ojos de la carretera. Estaba oscureciendo y, al entrar en Santa Cruz me era ya imposible distinguir si los faros que me seguían podían ser los de Roger. La ciudad, sin embargo, bullía llena de estudiantes que se sentaban en las plazas y en las terrazas de los restaurantes. Me sentí allí más segura que en la autopista a oscuras que nos esperaba, así que decidí parar en una gasolinera para llenar el depósito.

En el último momento, algo me dijo que aparcara primero junto a la gasolinera, donde el coche no se viera desde la carretera. Me quedé allí sentada, esperando a ver si Roger paraba detrás de mí o si su coche pasaba de largo. No vi rastro de él y, al cabo de cinco minutos, sentí que me lo había quitado de encima y que había sucumbido a mi propio nerviosismo.

Conduje hasta los surtidores, salí del coche y comprobé que Jade estaba bien tapada. Se había quedado dormida, cubierta hasta las orejas con la manta que yo me había llevado del hotel. Parecía un ángel y sus mejillas, más sonrojadas que nunca, le daban un engañoso aire de buena salud. Toqué su frente y me pareció que le había subido la fiebre. Eso me asustó, porque no sabía a qué se debía. Deseé que Lindy estuviera allí. Lo deseé con todas mis fuerzas.

Cerré la puerta y me puse a repostar. Entonces caí en la cuenta de que tal vez en la tienda de la gasolinera tuvieran un termómetro y Tylenol infantil. Despertaría a Jade, le daría el Tylenol y dejaría que fuera al aseo. Luego la llevaría a Carmel, a un lugar seguro donde pasar la noche.

Por suerte, conocía el lugar idóneo. Anteriormente había sido un convento llamado Casa de la Oración, y ahora se le conocía como La Abadía. Estaba situado en un paraje aislado, junto a la carretera del valle de Carmel, y su propietaria era una amiga mía, Abby Northrup. Abby había comprado el convento y lo había convertido en un hogar para mujeres en apuros. La mayoría de los vecinos de los alrededores creían que se trataba aún de un convento que albergaba a monjas, lo cual era verdad en cierto modo. Pero las monjas eran mujeres que habían abandonado sus conventos de procedencia por desacuerdo con la Iglesia y que se habían «retirado» a La Abadía para seguir sus propias creencias.

Por un acuerdo tácito, nadie hablaba nunca de las mujeres y niños maltratados que acudían allí de vez en cuando, normalmente al abrigo de la oscuridad y acompañados por alguno de Los Angeles de la Abadía. Los Angeles eran monjas que trabajaban en las calles y llevaban allí a las mujeres maltratadas para que pasaran la noche. No se trataba en modo alguno de un «ferrocarril subterráneo», pero Abby Northrup prometía personalmente que guardaría el más absoluto secreto a todas las personas que buscaban refugio allí.

El viaje entre Santa Cruz y Carmel duraba apenas una hora, así que me sentía aún más relajada cuando salí de la ciudad con el depósito lleno de gasolina y el termómetro, el Tylenol infantil, el zumo y la bolsa de galletitas con forma de pez que había comprado para Jade. Había comprado también cuatro botellas grandes de agua, de las cuales había abierto una para darle el Tylenol a Jade. Las otras botellas eran para asegurarme de que no se deshidrataba si ocurría algo inesperado, como que el coche se averiara o se pinchara una rueda. La sola idea de que eso ocurriera me asustaba, pero Jade ya se había vuelto a dormir cuando salí de la ciudad por la autopista 1. Era un alivio que hubiera aceptado la situación en la que nos hallábamos y que pareciera confiar en que iba a cuidar de ella.

Yo recordaba aquel tramo de la autopista 1 como un trayecto fácil, una carretera de dos carriles que discurría en su mayor parte a lo largo del mar. Pero me había olvidado de la niebla, que en esa época del año era a menudo tan densa que no se veía ni el capó del propio coche; sobre todo, de noche. El único modo de ganar tiempo en aquellas condiciones era seguir las luces traseras de otro coche y rezar porque no lo llevaran a uno directamente al mar.

Me sentí aliviada, pues, cuando vi el resplandor borroso de unas luces rojas delante de mí. Aceleré hasta que estuve a unos metros por detrás del otro coche y me mantuve a su ritmo. La niebla era tan densa que no veía el coche, sino sólo la leve luz roja de los faros. Pero iba a unos sesenta kilómetros por hora, y me conformaba con eso. Si, por alguna razón, el otro coche se detenía bruscamente, tendría tiempo de pisar el freno. En California, con aquella niebla, eran muy frecuentes los choques múltiples, y eso era lo último que me convenía en ese momento.

Mientras conducía hablaba con Jade, que se había despertado malhumorada, pero que parecía encontrarse mucho mejor tras comerse las galletas en forma de pez y el zumo. No había mencionado a Lindy ni una sola vez, y yo daba gracias por ello. Pero ¿cómo iba a explicarle la conducta de su padre? Posiblemente, las secuelas psicológicas causadas por los años que había pasado con él estarían con ella siempre.

Siempre. ¿Estaría Jade conmigo tanto tiempo?

Para reclamar su custodia, tendríamos que hacernos las pruebas de ADN. Eso demostraría que yo era su madre, pero también que Roger era su padre. ¿Podría librar él la batalla legal por la custodia desde la cárcel? Yo lo dudaba, pero, si era así, la lucha se prolongaría durante años. ¿Y con quién viviría Jade mientras tanto?

La última cosa que deseaba y estaba dispuesta a permitir era que mi hija acabara en un hogar de acogida hasta que se decidiera la custodia. Huiría con ella, si era preciso, y lo más lejos posible. Si era necesario, seguiría huyendo el resto de mis días.

El runrún del motor del coche y el paso lento y regular de aquellas dos luces rojas lograron por fin tranquilizarme. De hecho, a pesar de que el aire afilado del mar que entraba por las rejillas de ventilación abiertas me daba en la cara, tenía que menear la cabeza de vez en cuando para mantenerme despierta.

Una de las veces que estaba a punto de dormirme, el coche de delante se detuvo bruscamente y estuve a punto de chocar con él. Por suerte, tenía una de esas luces de frenada extra debajo de la luna trasera, y era fácil de ver. Pisé a fondo el freno y dije:

—Lo siento, Jade, ¿estás bien?

—Estoy bien —dijo con esa vocecilla que yo ya sabía que usaba cuando estaba asustada y no quería admitirlo.

—Debe de haber algo en la carretera —dije con la mayor calma de que fui capaz—. No te preocupes. Voy a ver qué es.

Había abierto la puerta y sacado una pierna cuando vi que el conductor del otro coche salía a la carretera. Me quedé sin aliento. Era Roger. «Dios mío, he estado siguiendo a Roger todo este tiempo».

Cerré la puerta, eché el seguro a todas las puertas y miré frenéticamente detrás de nosotras. No se veía ningún otro coche en la carretera. Estaba oscuro como boca de lobo, y estábamos totalmente solas.

Estaba frenética, pero no tanto como para no pensar. Roger estaba a medio camino de nuestro coche cuando pisé el acelerador y me dirigí directamente hacia él. Sus ojos parecieron dilatarse como los de un ciervo deslumbrado por los faros. Pero no se apartó.

De haber estado sola, le habría atropellado sin contemplaciones. Pero iba con Jade. Y Roger seguía siendo su padre. Tal vez Jade le tuviera miedo, y con razón, pero sería horrible para ella verlo muerto, sobre todo tras haber encontrado a Lindy agonizando ese mismo día.

En el último momento di un volantazo para esquivarlo, pero no levanté el pie del acelerador. Seguí conduciendo tan rápido como podía, horadando aquella muralla de niebla, teniendo como guía únicamente el leve y borroso resplandor de la línea amarilla. Recordaba que aquella carretera era bastante recta y mantuve las ruedas hacia delante, incluso cuando no veía. Fue lo más aterrador que he hecho nunca. Si me salía de la carretera, el coche quedaría encallado en la arena mojada, y estaríamos a merced de Roger.

Al principio no vi que nos siguiera, pero al cabo de un rato los faros de su coche aparecieron tras nosotras. A medida que se acercaban, yo iba agarrando con más fuerza el volante e intentaba acelerar. Pero me daba tanto miedo salirme de la carretera que mi pie parecía tener voluntad propia y se negaba a pisar con fuerza el acelerador.

Roger seguía acercándose y yo pensé que estaba intentando adelantarnos con el propósito de cerrarnos el paso. Pero cuando se puso junto a nosotras, golpeó deliberadamente el costado izquierdo del coche, junto a la rueda.

El coche basculó hacia la derecha. Jade gritó y yo también. La hija de Roger iba en aquel coche, y podía pasar cualquier cosa. Jade podía morir.

Dios mío, ¿era ésa su intención?

Me convencí de ello cuando volvió a golpearnos. Esta vez sentí con mayor fuerza el golpe, y se oyó un chirrido metálico que sonó como un millar de chillidos.

—¡Jade! —grité—. ¿Llevas puesto el cinturón?

—Sí —gimió ella, y noté que estaba llorando—. ¿Por qué hace eso papá?

Así pues, no tenía sentido decirle que se trataba de un desconocido salido de la nada que intentaba matarnos.

—No lo sé, cariño. Creo que está enfermo. No te quites en cinturón. No nos pasará nada.

Esta vez, mi pie no opuso resistencia. Pisé a fondo el pedal del acelerador y salí disparada como un murciélago del infierno, dejando a Roger atrás. Pero su coche era más rápido, y yo sabía que no tardaría mucho en alcanzarnos.

Me preguntaba si debía desviarme por algún camino de los que salían de la carretera. La mayoría conducían a granjas. Pero, cuando en una película la gente que era perseguida se apartaba de la carretera principal para tomar extrañas carreteras secundarias, yo solía golpear el brazo de mi acompañante y gritaba: «¡No! ¡No hagas eso, idiota! ¡Te atrapará!»

Y lo curioso era que siempre lo atrapaba.

Así que seguí conduciendo con el corazón en la garganta y pedí al cielo que apareciera en el asiento de al lado un extraño. Como en Tocado por un ángel, o en esa vieja serie con Michael Landon.

¿Dónde estaban Los Angeles cuando se les necesitaba?

«Aquí», sentí que decía una vocecilla. Lancé una rápida mirada a Jade, pero vi con sorpresa que había vuelto a dormirse.

Luego, de pronto, aparecieron unas luces delante de nosotras. Tenían un aspecto extraño con aquella niebla; parecían las de una isla perdida en el mar. Pero algunos jirones de niebla se aclararon y vi lo que eran: casas, restaurantes, tiendas. Y un cartel rojo que indicaba una gasolinera, elevándose por encima de la niebla como el mástil de un barco.

«Gracias», les dije a los santos, fueran cuales fuesen, que tal vez estuvieran aún escuchándome. Había olvidado por completo que Moss Landing quedaba en el camino.

No necesitaba repostar, pero Jade había bebido mucha agua y supuse que necesitaría ir de nuevo al aseo. La única pregunta era ¿adónde podía llevarla que Roger no nos encontrara? Tenía que estar todavía cerca. Si parábamos y nos quedábamos allí un rato, donde no pudiera vernos desde la carretera, tal vez pasara de largo otra vez, como había sucedido en Santa Cruz.

Sólo que, esta vez, yo no seguiría por la autopista 1. Conocía otra carretera, la 156, que nos llevaría a la 101, desde donde podría llegar al valle de Carmel.

Había llamado a Abby Northrup desde la gasolinera de Santa Cruz y le había dicho que necesitaba ayuda. Ella me dijo que nos esperaría despierta, y que tendría comida, leche y una cama caliente esperando a Jade. Para mí, tendría una botella de vino y montones de preguntas.

Yo estaba deseando llegar.

Pero primero tenía que hacerme cargo de las necesidades de Jade y asegurarme de que nos habíamos librado de Roger.

El miedo me contraía el estómago y me daba ganas de vomitar, pero conseguí recorrer unas cuantas calles para cerciorarme de que Roger no nos había alcanzado e iba detrás de nosotras. Cuando me di por satisfecha, paré en medio de una arboleda, detrás de una gasolinera, y apagué el motor. La niebla nos beneficiaría. Ya no podía ver la autopista, así que Roger tampoco nos vería a nosotras.

Salí del coche y abrí la puerta de Jade.

—Cariño, despierta —dije—. Aquí hay un baño, y tienes que beber más agua.

Ella se sentó obedientemente y yo la envolví en la manta. Había estado durmiendo con ella en el coche caldeado, e intentó quitársela.

—Tengo calor —se quejó—. No quiero la manta.

—Ya lo sé, cielo, pero es por la fiebre. Aquí fuera hace mucho frío. No quiero que te resfríes.

Dios, empezaba a hablar como una madre.

El aseo estaba en la parte de atrás y, por suerte, abierto. Entré con Jade para sujetarle la manta y asegurarme de que el ocupante anterior había tirado de la cadena y de que el suelo y el asiento del inodoro no estaban demasiado sucios.

Estaban pasables. Jade se sentó y pareció quedarse ensimismada.

—Creo que no puedo —dijo por fin.

—Inténtalo —dije—. Si no puedes, no pasa nada.

Un instante después, toda el agua que yo le había hecho beber demostró que Jade estaba equivocada. Me lanzó una enorme y bella sonrisa.

—¡Lo he conseguido! —dijo.

—Sí, lo has conseguido.

Creo que nunca había sido tan feliz como esa noche, en aquel húmedo y no muy limpio cuarto de baño.

«Mi niña. Después de tantos años..., mi niña. ¿Cómo he podido tener tanta suerte?».

La envolví con esmero en la manta y la llevé al coche. Al abrocharle el cinturón, le di un leve beso en la frente.

—Estoy tan contenta de que estemos juntas... —dije—. No quiero que te preocupes por nada, cariño. No va a pasarnos nada, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —dijo ella con una sonrisa soñolienta.

Le hice beber más agua y, antes de que yo volviera al asiento del conductor, ya había vuelto a dormirse. Ello me aliviaba en parte y en parte me preocupaba. ¿Tenía aquella somnolencia su origen en la fiebre? Le había bajado a 38,5 cuando le tomé la temperatura en Santa Cruz. Yo siempre había oído decir que la fiebre es buena. Que es la señal de que el cuerpo se está librando de la enfermedad. Hasta que llegáramos a Los Angeles, sólo podía abrigar la esperanza de que así fuera en el caso de Jade, y que no le pasara nada fatal. Al llegar a Los Angeles llamaría al padre de Nia y le pediría que me recomendara a algún médico. Si no podía ayudarme, llevaría a Jade a un médico del que había oído hablar en la Universidad de California, un especialista en el sistema inmunológico. Ignoraba qué podría hacer por ella, pero estaba segura de que no hablaría con nadie de nuestra visita, y por algún sitio tenía que empezar.

El desvío que debía llevarnos a la 101 estaba sólo a unos kilómetros al sur de la autopista 156. Mientras conducía, no vi ni rastro de Roger, y empecé a preguntarme si habría conseguido perderle. Cabía también la posibilidad de que hubiera pensado que le convenía limpiar las pruebas de sus crímenes en casa antes de que llegara la policía, si es que la había llamado.

Empecé a tranquilizarme hasta el punto de que pude comer unas cuantas galletas saladas con queso que había comprado en la última gasolinera. La cafeína de una botella de Pepsi estaba consiguiendo mantenerme despierta, y de pronto me convencí de que las cosas iban a salir bien.

«No te acomodes demasiado», solía decir mi madre. «Es como escupir en el ojo de Dios».

Bendita fuera mi madre, también en eso tenía razón. Pero yo nunca me acordaba hasta que era ya demasiado tarde.

Unos minutos después tomé el desvío de la 156. Había luna llena y los campos y las colinas de los alrededores parecían el decorado de una película. Oí que Jade se removía y, cuando se sentó y bostezó, le dije:

—Mira la luna, Jade. ¿No es bonita?

Ella se inclinó hacia la ventanilla y yo ladeé el retrovisor para verle la cara. Parecía triste.

—Mi mamá está ahí —dijo—, ¿verdad? —yo no sabía muy bien qué responder—. Me dijo que, si alguna vez le pasaba algo, como cuando papá le pegaba, podía mirar a la luna y pensar que ella estaba allí.

Los ojos se me llenaron de lágrimas.

—Estoy segura de que estará ahí, cariño. Pero ¿sabes una cosa? Ahora mismo, creo que está todavía aquí, con nosotras, en nuestros corazones. Se está asegurando de que estás bien.

—Ni siquiera sé quién eres —dijo Jade en voz baja. No lo dijo con maldad, sino como si intentara aclarar sus ideas.

—Ya lo sé —respondí—. Pero pronto lo sabrás. Y yo siempre cuidaré de ti, Jade. Te lo prometo.

—¿Promesa de meñique?

Eché la mano hacia atrás y estiré mi dedo meñique.

—Promesa de meñique.

Y que Dios me ayudara si alguna vez le fallaba a aquella preciosa criatura.

Fue entonces cuando el coche nos golpeó desde atrás; golpeó el parachoques trasero, se apartó y luego lo golpeó de nuevo. Yo no lo había visto porque el retrovisor estaba ladeado, y el coche llevaba las luces apagadas. No era más que una forma alargada y negra en la carretera.

Con el corazón en un puño, agarré con fuerza el volante e intenté acelerar. Pero, igual que antes, el coche de Roger era más rápido. No había modo de escapar de él, y aquella carretera era tan solitaria, si no más, que la autopista 1.

Vi que se abalanzaba otra vez sobre nosotras y comprendí que aquella era nuestra última oportunidad de sobrevivir al destino que Roger nos tenía reservado.

—Agárrate fuerte, Jade —le dije con tanta calma como pude—. Y mantén agachada la cabeza, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

Pisé a fondo el freno hasta que el coche se detuvo en seco. Roger, que al parecer estaba acelerando para golpear de nuevo mi parachoques, dio un volantazo en el último momento para evitar el choque. Vi que su coche se salía de la carretera y que rodaba dando vueltas de campana por el campo. Me avergüenza admitirlo, pero en ese momento deseé fervientemente que hubiera muerto.

Un instante después, como en respuesta a una plegaria, su coche estalló en llamas que se fueron haciendo paulatinamente más altas, hasta iluminar los campos de los alrededores y las colinas con un fantasmagórico resplandor.

Salí del coche y me quedé allí parada, sintiendo el calor de las llamas en la cara, a pesar de la distancia.

—¿Ése es papá? —preguntó Jade detrás de mí con una vocecilla trémula—. ¿Está muerto?

—Creo que sí —contesté y, levantándola, la abracé con fuerza—. ¿Estás bien?

—Sí —respondió con una voz que de pronto pareció la de una niña más mayor—. Mamá dice que ahora todo irá bien.

—¿Tu mamá?

Ella asintió con vehemencia.

—Hace unos minutos. Estaba aquí —yo miré irracionalmente el asiento trasero, como si esperara ver a Lindy allí sentada—. Ahí no, tonta —dijo Jade con una sonrisilla, y se dio unas palmaditas en el corazón—. Aquí.

Llegamos a La Abadía antes de medianoche y, fiel a su palabra, mi amiga salió a recibirnos a la puerta. No había cambiado nada. Llevaba unos vaqueros, botas y una camisa blanca, y alrededor del cuello lucía un collar de plata y turquesa. La plata era exquisita; parecía encaje fino.

Abby había sido rica en otro tiempo. Ahora tampoco le iba mal, pero invertía casi todo su dinero en aquel proyecto. Yo sabía que sus joyas procedían de sus tiempos de casada, y que probablemente no se había comprado ninguna nueva desde hacía años.

Nos abrazamos y luego miró a Jade y dijo:

—Es igual que tú, Mary Beth. No hay duda respecto a sus genes. Me muero de ganas de que hablemos.

—¿Qué son los genes? —preguntó Jade.

Abby y yo nos miramos y luego sonreímos a Jade.

—Son lo que te hace tan bonita —dijo Abby.

Jade sonrió con timidez, a pesar de que estaba medio dormida. Abby se sacó del bolsillo de la camisa lo que parecía un walkie-talkie. Apretó un botón y dijo:

—Agatha, ¿puedes bajar al cuarto de estar, por favor?

Nos llevó a una habitación con una enorme chimenea y muebles de estilo español, a juego con el resto de la casa. Aunque, a decir verdad, la palabra casa se quedaba pequeña. La Abadía había sido antaño un convento, y seguía siendo muy grande.

Una mujer vestida con un hábito de monja marrón entró y cruzó la habitación, acompañada por el tintineo de las cuentas de su rosario.

—Agatha, ésta es mi amiga Mary Beth —dijo Abby—. Y esta niña tan guapa es Jade. ¿Te importaría llevarla a la habitación que le hemos preparado, por favor? Hay un camisón calentito en la cama, y puedes decirle a la hermana Nella que nuestra invitada está lista para su leche caliente y su tostada —se volvió hacia Jade—. ¿Te parece bien, Jade? ¿Te apetece leche caliente y una tostada?

—Sí —contestó la niña en voz baja, pero se aferraba con tanta fuerza a mi brazo que yo no estaba segura de que quisiera ir a alguna parte sin mí.

Pero la hermana Agatha tenía mano izquierda con los niños. Habló con Jade suavemente, ofreciéndole pequeños sobornos para el día siguiente. Le dijo que, si dormía a pierna suelta, y si le había bajado la fiebre, la llevaría a ver los caballos y las gallinas, y tal vez las cabras. Quizás hasta le dejara montarse en uno de los caballos.

Jade, que seguramente llevaba mucho tiempo sin salir de casa, y que casi con certeza no había estado nunca en un rancho, se mostró encantada. Se fue de la mano con su nueva amiga y apenas me miró al marcharse.

Abby me puso delante un vasito de cristal lleno de vino.

—Ahora, ¿qué más puedo hacer por ti? —preguntó.

Yo suspiré, tomé el vaso y bebí un sorbo.

—Um, qué bueno —dije. El vino, oscuro y denso, sabía a moras—. ¿Lo has hecho tú?

—Es uno de los que hacemos —dijo—. Los ingresos ayudan a mantener esto en marcha. Pero no cambies de tema. ¿Qué puedo hacer por ti?

—Lo que estás haciendo —contesté—. Te estoy muy agradecida por ofrecernos un sitio donde quedarnos tranquilamente, sin pasar miedo. Este último día, la última hora, en realidad, ha sido horrendo. Todavía estoy temblando.

—Bebe —dijo—. El vino es el ansiolítico de los dioses.

Yo seguí su consejo y bebí un par de tragos. Luego me recliné y apoyé la cabeza en el respaldo del suave y mullido sofá. Me sentía en la gloria.

—¿Es por el padre de Jade? —preguntó Abby—. Me dijiste algo cuando llamaste desde Santa Cruz, pero tiene que haber algo más. ¿Estáis huyendo de él?

—Lo estábamos. Pero ya no.

Sus cejas negras se levantaron.

—¿Ha ocurrido algo en el viaje desde Santa Cruz?

Le conté toda la historia, empezando por cómo me había quedado embarazada y acabando por el modo en que Roger había intentado echarnos de la carretera unas horas antes, tras asesinar a Lindy y seguramente también a Irene, la niñera.

—Está muerto —dije—. A menos, Dios no lo quiera, que haya logrado escapar al fuego.

—¿Crees que es posible?

—No. No lo sé.

—Debía de estar desesperado por cerrarte la boca —dijo Abby.

—Bueno, le dije que la policía tenía pruebas contra él, un libro que revelaba los tratos ilegales de su compañía en Oriente Medio. Roger ya sabía lo del libro y creo que mató a uno de mis autores cuando lo sorprendió intentando encontrarlo. También registró mi oficina en busca del manuscrito, y hasta entró en mi casa.

Le hablé de los antiguos empleados de Courtland a los que Craig citaba en el libro y de la posibilidad de que hubieran estado dispuestos a testificar en contra de Roger.

—En realidad, no admitió que hubiera sido él quien registró mis cosas o asesinó a Craig Dinsmore, pero, si ese libro salía a la luz, estaba acabado. Estoy segura de que nos siguió para apoderarse de Jade. Luego pretendía desaparecer con ella.

—Qué monstruo —dijo Abby—. Si no hubiera muerto en ese accidente, me habrían dado ganas de matarlo con mis propias manos.

Abby tenía unos modales apacibles y refinados, pero en ese momento su voz parecía cargada con la furia de la venganza. Y con razón. Su ex marido la había maltratado horriblemente, de modo que no era una simple coincidencia que hubiera montado aquel refugio para mujeres y niños maltratados. Cada vez que ayudaba a una mujer o un niño en apuros, sentía que había cumplido con su misión.

Un rato después fui a ver cómo estaba Jade, y vi que dormía apaciblemente. La tapé hasta los hombros y le di un beso en la mejilla.

Mis sueños no fueron, en cambio, apacibles, pero al llegar la mañana los había olvidado por completo.

Me desperté tarde y, tras ducharme, fui a la cocina, pero no encontré allí a nadie. Me serví una taza de café y salí fuera. Encontré a Jade en el corral, montada sobre un caballo cuyas riendas sujetaba la hermana Agatha, que caminaba a su lado. Jade llevaba unos vaqueros y una camisa que, según dijo la hermana Agatha, se había dejado allí otra niña. Tenía buena cara, ya que la tez moteada y febril que tenía la primera vez que la vi, el día anterior, había desaparecido, y me sorprendió oírla reír. Pero aún más asombrada me quedé cuando gritó:

—¡Hola, Mary Beth! ¡Mira! ¡Estoy montando a caballo!

Me dijo luego que el caballo se llamaba Molly y que había tenido un potrillo hacía un mes.

—La hermana Agatha dice que, si vengo el próximo verano, podré montarme en el potrillo.

—La hermana Nella le ha dado a Jade un poco de té con hierbas —dijo la hermana Agatha con una sonrisa—. Se le ha quitado la fiebre durante la noche. Se ha comido un desayuno enorme.

«¿Qué te parece eso, para un ángel?», preguntó dentro de mí aquella vocecilla. Yo sonreí y admití por fin que, sin duda alguna, aquella era la voz de Lindy.

«Gracias», dije en silencio. «Y gracias por criar a una niña tan preciosa».

Comimos en el antiguo refectorio de las monjas, que Abby había redecorado con colores vivos y alegres. La comida consistió en una sabrosa sopa y pan hecho en casa, untado con mantequilla fresca de una granja cercana. De postre había arroz con leche a la vieja usanza, con granos blandos y jugosos y montones de canela y nuez moscada. Después de los dos días anteriores, la comida nos pareció un festín.

Jade pidió permiso para salir a ver otra vez los caballos. Tenía mucho mejor aspecto, y no vi razón para impedírselo. Estaba claro que el aire fresco le sentaba bien. Y Abby me aseguró que la hermana Agatha estaría con ella.

Jade se bajó de la silla con una sonrisa feliz y yo la vi cruzar trotando la cocina y el jardín de atrás hasta llegar al corral. La hermana Agatha estaba allí, esperándola, tal como Abby había dicho, y vi que la tomaba de la mano y la llevaba a dar una vuelta, señalándole cosas mientras hablaba con ella. Me asombraba el cambio que se había obrado en la niña. Abby y yo nos quedamos sentadas a la mesa, charlando. Ella bebía té con hielo y yo jugueteaba con los granos que habían sobrado del arroz con leche.

Nos habíamos conocido cuando trabajábamos ambas en un reportaje, años atrás, en Los Angeles. Yo trabajaba en la cadena de televisión y Abby era reportera de un pequeño periódico local. Las dos estábamos siguiendo una historia acerca de un crimen importante. Hacía tres años que no veía a Abby, y me hubiera gustado quedarme más tiempo, pero estaba ansiosa por llevar a Jade a Los Angeles para que la viera un buen médico.

—Dime en qué estás pensando —dijo Abby, sonriendo—. Antes de que destroces esa pasa.

Yo sacudí la cabeza.

—Me estaba preguntando si debía dejar a Jade aquí, ya que se lo está pasando tan bien. No sería mucho tiempo. Un par de días, como mucho. Sería mejor que llevarla a Los Angeles sin saber qué me espera allí.

—Sabes que te diría que sí. Es una niña encantadora.

Yo sacudí de nuevo la cabeza.

—Pero no sé si dejarla, Abby. Le prometí que nunca la abandonaría y que siempre cuidaría de ella.

—Nosotras cuidaremos de ella —dijo Abby—. Puede quedarse cuanto quieras.

—Gracias. Te lo agradezco mucho. Es asombroso cuánto ha mejorado desde que estamos aquí. Ya no tiene fiebre y parece tan feliz...

—Pero acabas de encontrarla y no quieres separarte de ella —sonrió Abby.

—Sí —admití yo—. Y, aunque parezca estar bien, su sistema inmune sigue estando dañado. Le prometí a su madre que la llevaría a un buen médico, y es lo primero que tengo que hacer.

—¿Cómo lo harás si te detienen? —preguntó ella.

—He estado pensando en eso. Cuando llegue a Malibú, iré a casa de un amigo. Por la mañana llamaré a algunos médicos antes de ir a mi casa. Supongo que habrá allí un detective o dos para darme la bienvenida.

—Pero, ahora que has encontrado ese libro y los nombres de las personas de la compañía farmacéutica con la que habló el autor, no tienen motivos para detenerte, ¿no? Roger debería ser su principal sospechoso y, dado que está muerto, es muy posible que el caso sea sobreseído.

Abby estaba prometida con un detective de la policía de Carmel, Ben Schaeffer, y entre la influencia de éste y sus problemas legales con su ex marido, tenía cierto conocimiento de las leyes.

—Por desgracia —dije—, hay otros dos asesinatos de los que no te he hablado. No hemos podido relacionar a Roger con ellos. Y, hasta que lo hagamos, la principal sospechosa soy yo —solté una breve risa—. Aunque no tengo ni idea de por qué creen que maté a Craig Dinsmore, que estaba a punto de convertirse en una mina de oro para mí.

Abby me agarró de la mano.

—No estás sola en esto. Dime qué puedo hacer. Lo que sea. Puedo hablar con Ben, si quieres. Estoy segura de que te ayudará encantado.

—Deja que vea primero cómo van las cosas —respondí—. Creo de veras que todo va a salir bien. Pero gracias, de todos modos.

—Está bien —Abby se levantó y dijo—: Como no te vas hasta las tres, ¿qué te parece si llevamos a Jade a dar un paseo a caballo por las colinas?

—Una idea espléndida —dije, agradecida por tener algo que me quitara de la cabeza un rato la idea de mi inminente detención.

A eso de las tres, Abby, la hermana Agatha y yo acomodamos a Jade en el asiento trasero del coche de alquiler, junto con algo de ropa y un perro de peluche del que no se había separado desde que Abby se lo diera. Había también una bolsa con tentempiés saludables, libros, lápices, ceras de colores y otros juguetes para entretener a una niña de seis años en un largo viaje. En el asiento, junto a la bolsa, había una chaqueta blanca con conejitos rosas, por si acaso hacía frío en la playa cuando llegáramos a casa.

Jade parecía muy contenta allí sentada, como una princesa rodeada de regalos.

Yo había esperado hasta las tres para marcharnos porque quería llegar a Los Angeles cuando hubiera oscurecido ya. En esa época del año, el sol se ponía sobre las ocho, y se tardaban cinco horas, más o menos, en llegar desde Carmel a Los Angeles.

Salí del valle de Carmel y tomé la interestatal 5, la ruta más rápida para llegar a Los Angeles. El descanso en casa de Abby había sido justo lo que necesitábamos Jade y yo, y yo hasta me descubrí cantando viejas canciones que me recordaban a los viajes con mi madre. Jade no cantaba conmigo, pero cuando miraba por el espejo retrovisor, la veía sonreír. En cierto momento hasta canturreó un poco, pero cuando me sorprendió mirándola le entró la timidez y se calló.

El viaje transcurrió sin contratiempos hasta que empezamos a descender por las montañas que dan a la cuenca de Los Angeles. Allí, el tráfico era aún más denso que la polución. No me pareció sensato meterme en un atasco, por si acaso había una orden de busca y captura contra mí, así que me desvié por carreteras comarcales que sabía que, al final, me llevarían a Malibú. No tenía prisa y, mientras Jade se encontrara bien, pensé que cuanto más tarde llegáramos, tanto mejor. No podíamos ir a mi casa, pero sabía un lugar seguro donde podíamos refugiarnos.

Hacía rato que había oscurecido cuando por fin enfilé la autopista de la costa del Pacífico. Había poco tráfico. Me esforcé por no quebrantar ninguna norma de circulación, y evité pasar por delante de mi casa, que quedaba al otro lado de una ligera curva, más allá de la de Patrick. Fue en la entrada de ésta donde paré.

La entrada de coches describía una pendiente junto a la casa. Metí el coche lo más dentro posible para que no se viera desde la carretera. Apagué el motor, suspiré, me estiré y miré a Jade, que se estaba comiendo una barrita de cereales que le había hecho con sus propias manos la cocinera de Abby.

—Con unas hierbas muy saludables de nuestro huerto —había dicho Nella.

Yo tuve que admitir que Jade tenía cada vez mejor aspecto.

Las luces del garaje de Patrick estaban apagadas, lo cual nos vino bien cuando salimos del coche. Como no sabía quién podía haber en el vecindario, el detective Dan Rucker o los departamentos de policía de Los Angeles y El Segundo al completo, por ejemplo, me pareció lo más sensato escondernos mientras fuera posible.

La entrada estaba tan oscura que quise tomar a Jade en brazos, pero ella se empeñó en ir andando. La tomé de la mano y, como recordaba lo brillantes que eran las luces de la terraza de Patrick, nos alejamos de la playa y subimos por la entrada de coches hasta la fachada de la casa. Di un salto al oír un ruido, convencida de que había alguien entre los matorrales, junto a la calle. Apreté la mano de Jade y me puse en guardia, tensando todos los músculos del cuerpo.

Luego me di cuenta de que era una buganvilla, cuyos pétalos secos crepitaban mecidos por la leve brisa.

La luz del porche estaba apagada, cosa que me sorprendió. Pero volví a dar gracias por la oscuridad y levanté la pesada aldaba. Llamé tres veces y esperé.

Patrick no contestó.

Llamé un par de veces más. Pero siguió sin haber respuesta.

Llamé otra vez, y ya me disponía a dar media vuelta y a marcharme cuando la puerta se abrió el ancho de una rendija.

—¿Quién es? —preguntó en voz baja una voz de mujer.

—¿Julia?

Me extrañó sólo un poco encontrar a Julia Dinsmore allí. Ella no encendió la luz del porche, pero se quedó allí parada un momento, mirando por la rendija de la puerta.

—Soy yo —dije—. Mary Beth. ¿Podemos pasar? Es urgente.

Ella abrió la puerta un poco más y dijo:

—¡Mary Beth! Hola. ¿Qué ocurre?

Yo apreté a Jade contra mi costado.

—Es una larga historia. Ésta es Jade. Su madre me encargó que cuidara de ella. Necesitamos un sitio para... eh... pasar la noche. Pensé que tal vez Patrick podría...

Empezaba a sentirme incómoda. ¿Qué había interrumpido? ¿Una cita romántica entre Patrick y Julia?

Ella pareció adivinar lo que estaba pensando, porque esbozó una sonrisa tranquilizadora y nos hizo señas de que pasáramos.

—Perdona. Pasad, ¿cómo no? No estábamos haciendo nada interesante. Sólo hablar de los viejos tiempos.

—¡Claro!

Crucé el umbral y, al ver que Jade vacilaba, le dije:

—No pasa nada, cariño. Julia es una amiga —mientras seguía a Julia hacia el cuarto de estar, dije—: Lamento mucho interrumpir. No esperaba verte aquí.

—Sólo estaba haciéndole una visita a un viejo amigo —dijo al tiempo que me conducía al cuarto de estar.

Yo miré a mi alrededor.

—¿Dónde está Patrick?

—Salió hace unos minutos a comprar más vino. Supongo que hablar de los viejos tiempos hace fluir el alcohol.

Llevé a Jade al sofá y la ayudé a quitarse la chaqueta. Ese día no había dormido mucho en el coche, y era ya muy tarde para que una niña de seis años estuviera levantada.

La animé a tumbarse en el sofá y la tapé con la misma manta que había usado Lindy la noche que estuvimos allí. Jade no lo sabía, desde luego, pero no pude evitar preguntarme qué estaría pensando aquella niñita tras haber visto morir a la única madre que había conocido y luego a su padre.

Ni siquiera quería pensar en ello. ¿Sería capaz Jade de superarlo?

Me senté en un extremo del sofá y le froté suavemente los pies por encima de la manta. Recosté la cabeza, cerré los ojos y suspiré.

—¿Puedo traerte algo? —preguntó Julia.

Abrí los ojos y vi que estaba de pie delante de mí, retorciéndose las manos. Parecía preocupada, como si no supiera qué hacer con nosotras.

—Una copa de vino estaría bien —dije. Miré el aparador y vi que había en él una botella—. Pero supongo que se ha acabado.

Ella siguió mi mirada.

—¿Qué?

—El vino. Debe de haberse acabado, si Patrick ha salido a por más.

—Ah. Ah, eso. Eso es Cabernet. A Patrick no le gusta el vino tinto, así que ha ido a por más Chardonnay. Sabe Dios adonde tendrá que ir para encontrar una licorería abierta a estas horas.

—Hay una un poco más abajo, por la autopista —dije yo—. Seguramente habrá ido ahí.

—Ah. Bueno, entonces no creo que tarde mucho.

Se acercó al aparador y me sirvió una copa del Cabernet, que estaba templado y bajaba bien. Yo tenía los nervios de punta por todo lo que había ocurrido desde que dejara San Francisco, y me tembló la mano cuando me llevé la copa a la boca.

Pero más aún le temblaba a Julia. Al parecer, se había derramado un poco de vino en el vestido al llevarme la copa.

Me vio mirando la mancha, pero no dijo nada.

—Puede que se quite con un poco de soda —dije.

—No... no importa. De todos modos, iba a tirar este vestido.

Debía de irle mejor de lo que decía, pensé yo. Primero, taxis por todo Los Angeles, y ahora ignoraba una mancha en un vestido blanco y dorado que parecía de diseño.

—¿Te encuentras bien, Julia? —pregunté—. Pareces preocupada.

—No, es por todo lo que ha pasado, supongo. Que me llamaran por lo de Craig, y luego el entierro... Creo que estoy agotada —se sentó en la silla que había frente a mí—. ¿Te importa que te pregunte qué está pasando? —dijo—. ¿Quién es esa niña, y por qué parecéis tan cansadas?

Miré a Jade y vi que estaba dormida; su pechito se movía arriba y abajo suavemente cada vez que respiraba.

—Es una historia terriblemente larga, Julia. Creo que debería esperar a que vuelva Patrick para contárosla. Pero, en resumen, hemos venido en coche desde San Francisco, y no ha sido una experiencia agradable.

—Um. ¿Había niebla en Moss Landing?

—Ya lo creo. ¿Has conducido por esa carretera con niebla?

—Craig y yo solíamos hacer excursiones por las montañas entre Santa Cruz y Carmel, y recuerdo algunos viajes horrorosos por la costa —tenía los ojos hinchados y le temblaba la boca. Levantó una mano para detener el temblor—. Nunca pensé que le echaría tanto de menos.

—Lo siento. Pero supongo que Patrick habrá sido de gran ayuda, ¿no?

Ella asintió con la cabeza. Pareció rehacerse, me miró fijamente a los ojos y dijo:

—Disculpa si esto parece mezquino, Mary Beth, sobre todo después de lo mucho que me ayudaste el otro día, pero Patrick no necesita más problemas ahora mismo.

Sentí un sobresalto de sorpresa, como cuando vas a una cita pensando que te van ofrecer un anillo, y te dejan plantada.

—¿Más problemas? —pregunté.

—Supongo que sabrás que la policía te está buscando. Creen que tuviste algo que ver en el asesinato de Craig. Y puede que también en los de Tony y Arnold. Han estado por aquí, haciendo preguntas.

—Dios mío, cuánto lo siento. No se me había ocurrido pensar que pudieran molestar a Patrick. Pero tú no creerás que yo los maté, ¿verdad, Julia?

—Claro que no. Ni por un instante, Mary Beth. Pero como Patrick y tú estáis otra vez tan unidos...

—Bueno, voy a volver a representarle, pero eso no significa que estemos muy unidos. Al menos, en el sentido que pareces insinuar.

Ella se azoró de nuevo.

—No, no, nada de eso. Sólo quería decir que, debido a vuestra relación, la policía parece haber concentrado su atención en Patrick. Creo que tal vez lo consideran un posible cómplice.

—¡Pero eso es una locura! ¿Por qué iba a Patrick...?

Me levanté y me acerqué a las puertas que daban a la terraza. Me sacaba de quicio la idea de que la policía creyera que Patrick y yo podíamos estar implicados en una especie de conspiración. Si las cosas habían ido tan lejos en apenas dos días, estaba en un atolladero más peligroso de lo que creía.

¿No les habría enseñado Dan el CD de Craig a sus superiores y al teniente Davies, después de todo?

Fuera estaba oscuro como boca de lobo, y tendí la mano instintivamente hacia el interruptor que encendía las luces de la terraza. Patrick tenía razón: yo siempre me las ingeniaba para tomar el mando de la situación. Fuera estaba muy oscuro, y la idea de que pudiera haber alguien allí, acechando, me ponía nerviosa.

Me sentí un poco tonta cuando se encendieron las luces y quedó claro que la terraza estaba desierta. Julia se acercó a mí por detrás y dijo:

—Mary Beth, no quisiera ser descortés, pero creo que sería mejor para Patrick que te fueras. Ahora, quiero decir, antes de que vuelva. Si la policía se entera de que estás aquí, vendrán y os arrestarán a los dos. Y no quisiera que eso le ocurriera a Patrick.

—Tienes razón —dije—. Yo tampoco.

Me acerqué al sofá y miré Jade. ¿Qué más podía soportar mi hija? ¿Qué podía hacer para protegerla?

Había planeado pasar la noche allí, y llamar por la mañana al padre de Nia, a Londres, y luego al médico que conocía en Los Angeles. Una vez averiguara qué podía hacerse por Jade, y si podía recibir tratamiento en Los Angeles, le pediría a Nia que volviera y me entregaría. Sabía que Nia cuidaría de Jade hasta que yo pudiera hacerlo.

Cosa que, esperaba, sucedería pronto. Le contaría a la policía que Roger había matado a Lindy y a Irene, y le hablaría del libro de Craig y del intento de Roger de impedir su publicación matando a Craig.

Pero ¿y si aun así no podían relacionar a Roger con los otros dos asesinatos?

Siempre llegaba a la misma conclusión. Si Roger había matado a Craig, ¿quién había matado a Tony y a Arnold? ¿Y por qué?

Me senté en el borde del sofá, junto a Jade, dispuesta a despertarla y a marcharme con ella, pese a que ignoraba dónde podía ir. Entonces oí algo: un ruido leve, apenas audible, pero al mismo tiempo tan inmenso que cambió la vida de todos nosotros.

Miré a Julia, que parecía ajena a él. Había oído otras veces aquel ruido, cuando todavía era la agente de Patrick. Salíamos de vez en cuando a un restaurante, o a una reunión, y yo le esperaba allí, dando golpecitos con el pie en el suelo, impaciente, y preguntándome si acabaría alguna vez de revisar su correo electrónico y podríamos irnos.

Era el ruido que hace un ordenador cuando está conectado a la red. Uno de esos chirridos agudos, parecidos a los de un fax. Mi ordenador, como posiblemente el de la mayoría de la gente, no se conecta solo. Alguien tiene que apretar las teclas adecuadas.

Miré a Julia de nuevo mientras pensaba a marchas forzadas para asimilar aquella información, pero ella se estaba dirigiendo a la puerta principal, como si estuviera ansiosa por mostrarnos la salida.

—Voy a llevar mi copa a la cocina —dije.

Jade estaba todavía dormida y vacilé al mirarla. Pero tenía que correr el riesgo de que a Julia no le interesara Jade.

Julia me quería a mí.

En cuanto entré en la cocina, dejé la copa, abrí la puerta del sótano, bajé corriendo las escaleras y me acerqué a la cueva de Patrick, el despacho que se había construido sin ventanas ni vistas que lo distrajeran mientras escribía.

La puerta era de caoba maciza y muy pesada. La abrí empujándola con ambas manos y encontré a Patrick atado a su silla con lo que parecía cuerda de tender. Tenía la boca tapada con cinta adhesiva, pero en sus ojos brillaba una expresión de puro alivio. Corrí hasta él y le quité la cinta.

—¡Uf! —dijo, y luego—: ¡Gracias a Dios! —tenía la voz tan áspera que no parecía él—. Te oí ahí arriba y conseguí conectarme a Internet con la nariz, pero no estaba seguro de que lo hubieras oído.

—¿Con la nariz? —dije yo, riendo a medias—. Pobre Patrick, nunca te lo he dicho, pero tienes una nariz asombrosa. ¿Estás bien?

Miré su mesa, buscando algo con que cortar la cuerda.

—Lo estaré enseguida —dijo—. Las tijeras están en ese cajón.

Las saqué.

—Estará aquí enseguida. Deja que llame primero a la policía —dije, y levanté el teléfono de su mesa para marcar el 911.

—Ése no ha sido un movimiento muy inteligente —dijo Julia desde la puerta—. Deberías haberte ido con esa mocosa cuando estabas a tiempo.

—¡Vete, Mary Beth! —gritó Patrick—. ¡Corre!

—Demasiado tarde —dijo Julia—. Demasiado tarde.

Me estaba apuntando con una pequeña pistola, de ésas que llevan las mujeres en el bolso. Retrocedí, levantando las manos con las palmas hacia fuera.

—No tienes por qué hacer esto, Julia. Irás a la cárcel de por vida. ¿Eso quieres?

—Cállate —dijo.

—No le importa —dijo Patrick—. ¿No lo entiendes? Ya ha matado tres veces —su voz sonaba furiosa, pero había lágrimas en sus ojos—. Ella los mató, Mary Beth. A Tony, a Craig y a Arnold. Y nos matará a nosotros también. Ya no tiene nada que perder.

—Mi querido Patrick —dijo Julia—, tienes mucha razón. Ya no tengo nada que perder. Y, si no queda nadie que pueda hablar, ¿quién sospechará de mí? Sólo tengo que recoger el dinero de Craig y largarme.

—Si te refieres al anticipo del libro, no hay tal —dije yo—. Todavía no había llegado a un acuerdo.

—Eso no me preocupa —replicó Julia—. Paul Whitmore me dijo que te había ofrecido siete cifras. Como viuda de Craig, iba a darte instrucciones para que aceptaras la oferta. Ahora tendré que cerrar yo misma el trato. Y además no tendré que pagarte comisión.

Yo sacudí la cabeza.

—Lo siento, pero como tú misma has dicho, Julia, es demasiado tarde. Whitmore retiró la oferta ayer por la noche. Supongo que eso no te lo ha dicho.

Ella palideció.

—Estás mintiendo. En el entierro me dijo...

—Y ayer cambió de idea. El hecho de que Craig esté muerto complica la venta. No podrá salir de gira de promoción, y, tratándose de un libro de no ficción, eso supone una gran diferencia. Dudo que alguien lo quiera ahora.

—No es posible. Craig me dijo que era un best seller seguro. Dijo que pronto tendríamos montones de dinero.

—Dios, Julia. Todos los escritores dicen eso. Siempre creen que su próximo libro será un éxito. Y tú misma me dijiste que a Craig le gustaba jugar. Mentía constantemente sobre el dinero.

—¡No! No, esta vez era distinto. Me juró que este libro sería un best seller. Por el amor de Dios, ésa es la única razón por la que seguí casada con él esta vez. Supongo que no creeréis que quería estar con él. Odiaba a ese hombre. Odiaba su indolencia, sus adicciones, sus amantes...

Se acercó un poco más con la pistola, como si, amenazándome con ella, pudiera obligarme a sacarme de la manga un puchero lleno de oro.

—¡Necesito ese dinero, Mary Beth! Estoy a punto de arruinarme y voy a perder mi negocio.

—Bueno, entonces no te preocupes —dije—. Le diré a Nia que te pase los cheques de Craig. No será mucho, claro, sólo algunas migajas de los royalties de sus libros anteriores de vez en cuando. Suficiente para pagar la factura de la luz... un mes o dos.

Ella sacudió la cabeza.

—No es posible. Sé que estás mintiendo. Tienes que estar mintiendo —repitió, aturdida. La mano con la que sostenía la pistola colgaba flojamente junto a su costado.

—Sigue diciéndote eso, si así te sientes mejor —dije—. Pero, aunque el libro se vendiera, ¿no crees que recibir un montón de dinero tan pronto después del asesinato de Craig daría motivos de sospecha a la policía? Me refiero a la vertiente de Viuda Negra que podrían ver en este asunto.

Ella se irguió y pareció recobrar sus fuerzas. Y su ira.

—No, si sospechan de ti. Me alegra mucho que hayas venido, Mary Beth. Así podré arreglarlo todo de modo que parezca que has sido tú quien ha matado a Patrick. Éste será tu cuarto asesinato, claro, y los medios dirán que soportabas demasiada presión en el trabajo, te volviste loca y empezaste a matar a tus clientes. Hasta usabas esos juguetitos tan monos. Hablarán de eso durante años.

Hurgó en un bolsillo de su chaqueta de seda y sacó un ornamentado consolador chino, muy semejante a los que se habían empleado para asesinar a Tony, Arnold y Craig.

—Hubiera sido mucho mejor para ti, naturalmente, no aparecer por aquí, Mary Beth. Estaba a punto de disparar a mi viejo amigo y hacer que pareciera que se había suicidado, tras escribir una carta confesando que los remordimientos por el asesinato de sus amigos le estaban matando, cuando llamaste... y llamaste y llamaste... a la puta puerta —se llevó la mano a la cabeza—. Me das dolor de cabeza, Mary Beth. Pensé que ibas a despertar a todos los vecinos y que llamarían a la policía.

—Así que subiste y nos dejaste pasar, sabiendo que ibas a matarnos.

—En absoluto. Podrías haber sido lo bastante lista como para marcharte cuando te lo dije. Pero no lo fuiste.

—Pero sí fui lo bastante lista para sospechar que pasaba algo raro al ver que Patrick no estaba y que las luces de la terraza, que él enciende que cada noche sin falta, estaban apagadas. No tuviste tiempo de pensar en eso, ¿eh, Julia?

Ella sonrió, pero no había humor en su sonrisa.

—Digamos que he estado muy ocupada.

—Demasiado ocupada como para acordarte de apagar el ordenador, supongo. Para que no chillara al conectarse a Internet. ¿Y qué me dices del hecho de que Patrick sólo bebe Cabernet y jamás saldría en plena noche a comprar vino blanco? No pensé en eso hasta que oí el ordenador. Luego sumé dos y dos y... Qué estúpida has sido, Julia.

Ella pareció turbada al oírme, como si le sorprendiera no haber pensado en todo.

—Supongo que tú has sido más lista que yo después de todo, Mary Beth. Pero tengo una buena y una mala noticia para ti. La buena es que ya no sospecharán de ti. La mala es que estarás muerta. Y también esa niñita tan dulce de ahí arriba.

Yo estaba dispuesta a dejarla hablar un rato. Pero se equivocó al decir eso.

Miré hacia la puerta, detrás de Julia, y grité:

—¡Jade! ¡No entres aquí! ¡Vete!

Era un truco viejo, pero funcionó. Julia se giró para mirar y yo me lancé hacia ella y la derribé antes de que se diera cuenta de lo que pasaba. Dejó caer la pistola. Era más alta que yo, pero yo sabía qué hacer y ella no. En cuestión de segundos la inmovilicé en el suelo.

—Patrick, a ver si puedes marcar el 911 con esa magnífica nariz —dije—. Diles que tenemos a la asesina de Craig Dinsmore, Tony Price y Arnold Wescott.

Julia intentó patalear. Hasta me escupió. Pero no iba a ir a ninguna parte.

—Bueno, cuéntame por qué mató a Tony y a Arnold —le dije a Patrick después de que contempláramos cómo se llevaban a Julia. Estábamos sentados en su terraza, envueltos en mantas, tomando un poco de aire fresco.

Cosa rara, Jade no se había despertado en todo ese tiempo. Seguía dormida en el sofá.

—Eso es lo más espantoso de todo —dijo Patrick—. Lo hizo para que nadie sospechara que había matado a Craig. Quería que pareciera un crimen pasional, y estaba dispuesta a decirle a la policía que Craig era gay, aunque no lo era. Pero cuando la policía empezó a sospechar que tú y yo éramos cómplices, se le ocurrió hacerme parecer culpable, de modo que, abrumado por la culpa, acabara suicidándome.

Yo había estado convencida de que Roger había matado a Craig. Ahora sabía que no había relación alguna entre él, Tony y Arnold.

—Jamás lo hubiera creído —añadió Patrick—. Conozco a Julia desde hace años, y allí estaba, apuntándome con una pistola.

—Entonces, ¿mató a Tony y a Arnold sin razón alguna? ¿Ellos no hicieron nada que la empujara a matarlos?

—Absolutamente nada.

—Es... increíble —dije—. ¿Y qué hay de los consoladores chinos? ¿Cómo llegaron a convertirse en el arma del crimen?

—Tony compró uno en su tienda de antigüedades el año pasado, en Nueva York. Y nos trajo también uno a Arnold y a mí, como regalos de broma.

—Pero debían costar una fortuna —dije—. Tony jamás se habría gastado tanto dinero en una broma.

—Resulta que son falsos. Probablemente le costaron menos de veinte pavos los tres, pero nosotros creíamos que eran auténticos, y en vez de tirarlos a la basura, los guardamos.

—Pero ¿cómo podía saberlo Julia?

—No lo sabía. Se trajo unos cuantos más en el avión, en una caja.

—Como decía, es increíble. Eh... ¿los usasteis alguna vez? —pregunté por curiosidad.

Vi al resplandor de las luces de la terraza que Patrick se sonrojaba.

—No sé Tony y Arnold, pero yo nunca usé el mío. Me parecía, en cierto modo, poco elegante. Además, no podía concebir que a una mujer le gustaran tantos adornos. Debe de doler un montón.

—¿Me estás diciendo que nunca sentiste siquiera la tentación? —dije, riendo, y le di un puñetazo en broma en el brazo—. Vamos, reconócelo.

—Está bien, lo probé. Una vez —sonrió—. Y ella me dijo que no quería volver a verme.

Me puse seria y dije:

—Sólo una pregunta más. Dime la verdad, ¿de acuerdo? ¿Tony y Arnold eran gays?

—Más que un palomo cojo —contestó—. A ellos les gustaba fingir que no lo eran, y yo prometí no decir nada.

—¿Sabes, Patrick? —dije, pensativa—. Han pasado muchas cosas desde que nos conocimos. Durante un tiempo, pensé que en realidad no te conocía. Lo siento. Ahora sé que eran cosas mías.

—Pero ¿te acuerdas de cuando estábamos en ese pequeño dúplex de Hollywood? —dijo él—. No había asesinatos, ni locas de remate como Julia. Había facturas, eso sí. Pero, en realidad, nada de qué preocuparse.

—Sí, me acuerdo —dije—. ¿No sería bonito que la vida volviera a ser así?

—¿Quién es ahora la romántica? —bromeó él—. Y, por cierto, te debo una por la cena del otro día. Se me olvidó por completo pagar.

Se inclinó hacia mí y me besó, y he de admitir que me gustó. El cielo estaba despejado, y hacía mucho tiempo que yo no veía estrellas tan brillantes. Al final, aquélla había resultado una noche perfecta.

—Vamos dentro —musitó Patrick, acariciándome el brazo.

Yo asentí con la cabeza y nos levantamos, solos y envueltos en una neblina cargada de turbación.

O casi solos.

—¿Adónde vais, chicos? —dijo Jade desde la puerta.