Capítulo 5
El Captain's Dinghy estaba en una calle tranquila de Santa Mónica, no muy lejos de la autopista de la costa del Pacífico. Mantuve subida la capota de mi MG convertible hasta que llegamos al restaurante, y estuve atenta por si alguien nos seguía. El honorable Gerard Burton, por ejemplo. No le había hablado a Lindy de él, y sentía gran curiosidad por las razones de su visita y de su interés por mi amiga.
Si nos estaba siguiendo, aunque no me imaginaba a aquel lechuguino haciendo algo así, se le daba muy bien. Los coches que iban detrás de nosotras por la autopista cambiaban sin cesar, y en cuanto nos acercamos al restaurante no vi a ninguno a nuestra zaga.
Yo no me había esforzado por disfrazarme, pues me parecía absurdo e innecesario. Pero, pese a todo, le di a Lindy un pañuelo que llevaba en el asiento de atrás para los días de viento, cuando llevaba la capota bajada. Ella improvisó un turbante, y con gafas de sol y sin maquillaje, yo jamás la habría reconocido.
Pero eso no significaba que Roger no pudiera reconocerla. Si es que la estaba buscando, claro. Y, si ése era el caso, yo sólo podía abrigar la esperanza de que fuera uno de esos maridos que salen en El juego de las citas y no se acuerdan de qué color tiene los ojos su mujer.
Cuando llegamos, Dan estaba ya sentado a una mesa. El maître nos condujo hasta él y dejó las cartas sobre la mesa discretamente, sin la ceremonia que suele acompañar las cenas en los restaurantes más lujosos de Los Angeles. Un camarero de chaquetilla blanca nos llevó al instante los vasos de agua y nos preguntó si queríamos beber algo antes de cenar. A Lindy se le iluminó el rostro e hizo amago de asentir, pero yo dije:
—No, no queremos nada de momento.
Ella me miró enfurruñada, pero en cuanto el camarero se fue pareció concentrar su atención en Dan.
—Lindy, éste es Dan —dije, omitiendo deliberadamente la palabra detective—. Dan, ésta es Lindy, una vieja amiga.
—Es un placer conocerte —dijo él con más encanto del que yo le había visto desplegar hasta ese momento. Alargó la mano como si fuera a estrechar la de Lindy, pero en lugar de hacerlo le besó ligeramente los dedos—. Un gran placer.
«Ya empezamos otra vez», pensé yo. «Lindy siempre se lleva de calle a los tíos. ¿Por qué demonios habré dejado que se ponga mi vestido fucsia?».
¿Y qué pensaría ella de aquella desaliñada barba que le raspaba los nudillos?
Noté que se relajaba y que sonreía, coqueta, por debajo de las pestañas. Si la escena no hubiera resultado tan fascinante, yo tal vez habría vomitado. Por suerte, antes de que hubiera ocasión, el camarero apareció de nuevo y nos desgranó la lista de los platos especiales, incluyendo los precios, lo cual fue todo un detalle. «¿Ves?, ya estás pensando en apretarte el cinturón. Vas a pedir la cena pensando en la parte derecha de la carta. Pues, con Tony o sin él, te las apañarás. No vas a acabar viviendo en un parque. Puedes deshacerte del MG y comprarte un Dodge Dart, y vender la casa y buscarte una choza derruida en el Valle de la Muerte».
Gruñí para mis adentros, preguntándome cuánto calor hacía en realidad en el Valle de la Muerte.
—Tu turno, Mary Beth —dijo Dan. sacándome de mi ensimismamiento.
Yo intenté concentrarme y me di cuenta de que el camarero me estaba mirando con fijeza, con el boli suspendido en el aire, listo para tomar nota.
—un filet mignon, por favor —dije. No sabía si iba a pagar Dan o si tendría que pagar yo, pero pensé ¡qué demonios!, tal vez éste sea mi último festín—. Y preferiría no ver ni rastro de sangre en el plato —añadí—. Tráigame también una patata asada, ensalada de queso azul y café.
—¿Les apetece una botella de vino? —preguntó el camarero.
Lindy abrió la boca para decir que sí, pero yo me adelanté otra vez. Ya había bebido demasiado esa tarde, y lo último que me hacía falta era que una Lindy comatosa se deslizara debajo de la mesa y quedara hecha un guiñapo fucsia sobre el suelo del restaurante. Le lancé una mirada a Dan y vi por su expresión que estaba de acuerdo conmigo.
—No sé vosotras —dijo—, pero yo prefiero tomar una copa después de la cena, para no estropearme el apetito. Pero si quieres tomar vino ahora, Lindy...
Pensé que Lindy iba a morirse si no decía: «Sí, por favor, póngame el vino por vía intravenosa», pero ella había sido siempre más bien del tipo geisha: siempre hacía lo que complacía al chico con el que estaba. Llegaba hasta el extremo de imitarlo en todo para que pensara que era su tipo. Tenía además fama de darles a los chicos todo lo que querían, hasta tal punto le daba miedo decir que no y perder al tío bueno del momento.
No quiero que esto parezca una crítica. La verdad es que yo siempre deseé parecerme un poco más a ella. Ser capaz de seguirles el juego a los chicos y de atraerlos como la miel a las moscas.
—Tienes toda la razón, Dan —se apresuró a decir Lindy—. Beber mientras se come estropea el apetito. Además, a mí me da hambre y luego como más, y tengo que cuidar mi línea —se pasó las manos por la cintura, cuya estrechez servía para acentuar sus pechos.
Yo me quité la chaqueta e intenté sacar pecho mientras colocaba la chaqueta en el respaldo de la silla. Pero nadie lo notó.
—Muy bien, entonces —Dan sonrió y apoyó los codos sobre la mesa. Con su chaqueta de cuero marrón y su camisa blanca sin corbata, parecía estar a sus anchas—. Bueno, Lindy, ¿cuánto tiempo piensas quedarte por aquí?
—Me... me voy mañana —contestó ella, mirándome como si no estuviera segura de haberse ido de la lengua. Yo me limité a sonreír.
—Qué lástima —dijo Dan—. ¿Es que no te gusta nuestro pueblecito?
—¿Pueblecito? ¿Los Angeles? —respondió ella con una sonrisa juguetona.
—Supongo que ahora que llevo aquí algún tiempo la ciudad empieza a parecerme pequeña —dijo Dan—. ¿Estás de vacaciones o en viaje de negocios?
Lindy me miró de nuevo y yo me encogí ligeramente de hombros. Lo que le dijera a Dan era asunto suyo.
—De vacaciones —dijo—. Pero tengo que volver pronto a San Francisco.
—Pues, como te decía, es una lástima. Me hubiera gustado tenerte por aquí. Entonces, ¿tienes un marido esperándote? ¿Hijos?
Ella no contestó enseguida, y yo pensé que a Dan se le había ido la mano.
—Yo no... —comenzó a decir Lindy.
—Dan —la interrumpí, riendo—, eres el hombre más cotilla que he conocido nunca. Vale ya de preguntas, ¿de acuerdo?
—Perdona, tienes razón —él sonrió, se echó hacia atrás y apoyó los brazos sobre el respaldo del asiento corrido, de modo que las puntas de sus dedos tocaron ligeramente la espalda de Lindy. A mí se me cayó la chaqueta al suelo. Un camarero muy joven y guapo la recogió y yo lo miré batiendo las pestañas y dije:
—Gracias.
Él me miró como si tuviera un tic y retrocedió.
—Lo siento muchísimo, Lindy —estaba diciendo Dan—. Si no quieres hablarme de tu familia, es perfectamente comprensible.
—¡No, no pasa nada! No me importa —se apresuró a contestar ella—. Es sólo que... Bueno, mi marido y yo estamos separados.
—Oh, cuánto lo lamento —dijo Dan, y a continuación sonrió—. Bueno, más o menos. Siendo así, tal vez dejes que te enseñe la ciudad. ¿Qué te parece después de cenar?
Lindy se sonrojó, ¡se sonrojó!, lo cual hizo que se le iluminaran los ojos, se le encendiera la cara y que pareciera, en conjunto, muy guapa. Hasta sus arrugas habían desaparecido, y la diferencia entre nosotras era monumental.
«Bueno, ¿no era eso lo que te proponías?», susurró mi Pepito Grillo particular. «Entre Dan y tú no hay nada. Un polvo de una noche, nada más. Y míralo, babeando por la pequeña Lindy Lou como cualquier otro salido».
Lindy se disculpó entonces para ir al aseo. Me preguntó si quería ir con ella, pero yo estaba más interesada en hablar a solas con Dan.
—Bueno, ¿de qué va todo esto? —pregunté cuando ella se hubo ido—. No te ha dicho nada que no pudiera haberte dicho yo misma.
—Seguramente tienes razón —dijo él—. Y de eso se trata precisamente.
—¿Cómo?
—Quería ver si se mostraba abierta o si actuaba como si estuviera ocultando algo. Ahora ya lo sé.
—¿Qué es lo que sabes?
—Que está ocultando algo. En realidad, creo que guarda un gran secreto —añadió mientras untaba con mantequilla un esponjoso panecillo—. Y tú sabes qué es, ¿verdad?
Yo no contesté. No pensaba traicionar la confianza de Lindy, ni siquiera con Dan.
—Está bien, olvídalo —dijo—. El caso es que quiere algo de ti.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué dices eso?
—No creerás que se ha presentado en tu casa después de tantos años por pura coincidencia, ¿no?
—No, pero estaba en la calle y empezaba a desesperarse.
—Mary Beth, esa mujer no ha estado ni un solo día en la calle. Me juego la placa.
—Está bien, en cierto modo tienes razón. Dice que se ha estado alojando en moteles de mala muerte.
Él sacudió la cabeza.
—Puede ser. Pero no tiene ese aire derrotado, ese desaliento que se apodera de la gente cuando se va a pique.
—Tú no la viste cuando llegó a mi casa. Ahora está mejor porque ha comido y tiene un sitio decente donde dormir.
—¿El Malibú Beach Inn? Sí, ¿y no crees que te estás excediendo, aunque se trate de una vieja amiga?
—Quería que estuviera en un sitio tranquilo —respondí—. Sólo por hoy, mientras yo estaba en el trabajo. Además, ¿cómo sabes que estaba en el Malibú Beach Inn?
—Ya te dije que sabía dónde estaba —contestó él.
—No lo he olvidado. Pero te he preguntado cómo lo sabías. ¿Es que nos has hecho seguir? —él no contestó—. ¿Por qué razón? —pregunté—. ¿Por qué coño...? —comprendí de pronto la razón y sacudí la cabeza como si me hubieran dado una bofetada—. ¿Por eso te acostaste conmigo? ¿Para ver cuánto sabía sobre los asesinatos? Fue por eso, ¿verdad?
—¿Me creerías si te dijera que eso no tiene nada que ver con los asesinatos, sino con el hecho de que me gustas? —preguntó, e hizo ademán de tomarme de la mano, pero yo la aparté.
—Ahórrate tu encanto de pacotilla. Puede que con Lindy te dé resultado, pero es sólo porque quiere creer que de verdad te importa.
—¿Y tú no? ¿Tú no quieres creerlo?
—Yo sólo estoy aquí porque prometiste decirme qué pasa con... en... con los cuerpos. ¿Y bien?
—Aún tardarán un par de días en entregarlos. Ya te avisaré.
—¿A qué se debe el retraso? Creía que ya no se tardaba tanto como antes.
—Bueno, es que están haciendo pruebas toxicológicas, y eso lleva su tiempo.
—¿Pruebas toxicológicas? ¿Para buscar venenos? —Dan se encogió de hombros—. Pensaba que la causa de las muertes eran los golpes en la frente.
—Puede que eso fuera el golpe de gracia, por así decirlo. Una especie de señuelo.
—¿Qué quieres decir?
—Tal vez sea un modo de hacer que parezcan asesinatos pasionales entre homosexuales, cuando en realidad puede que se trate de algo enteramente distinto.
—¿Y por eso soy yo la principal sospechosa? ¿Por mi relación con las víctimas? No se han tragado lo del crimen pasional y ninguno de los tres muertos tenía familia que pudiera querer cargárselos, que es por lo general el primer sitio donde miráis. De hecho, yo era la persona más allegada a cada uno de ellos —me quedé pensando un momento—. Mira, yo no lo hice, me creas o no. Y eso significa que lo hizo otra persona.
—Y bien —dijo Dan—, ¿por qué razón se mata a un escritor?
—Podría ser por cualquier cosa. Pero ¿y si estaban escribiendo algo que el asesino no quería que se publicara? ¿Algún tipo de revelación? ¿Algo terriblemente vergonzante que pudiera incluso arruinar su vida?
Recordé de pronto el manuscrito que había encima de la mesa de Craig, en la habitación del motel; un manuscrito que no era el que yo creía que estaba escribiendo, sino más bien una especie de reportaje que aireaba los trapos sucios de Hollywood. Me había olvidado por completo de él tras encontrar muerto a Craig, pero de repente sentí deseos de echarle otro vistazo. Tal vez contuviera alguna clave.
—¿En qué estás pensando? —preguntó Dan.
—No estoy segura —dije—. Pregúntamelo luego.
—Está bien. Entonces, háblame del marido de Lindy.
—¿De Roger? Supongo que todo depende de la versión de la historia que quieras. La suya o la mía.
—Prefiero la tuya... por ahora —dijo él.
—Vaya, gracias. Bueno, la versión abreviada es ésta. Yo estaba colada por Roger en el instituto. Creía que era maravilloso. Ahora sé que no lo es.
—¿Qué te ha hecho cambiar de opinión?
—Digamos que Roger es un hombre violento que bebe demasiado y al que en realidad no le gustan las mujeres, aunque se las dé de donjuán.
—Um —Dan se quedó callado un momento—. ¿Te ha agredido?
Yo miré para otro lado.
—Ha agredido a Lindy.
—Sí, pero a ti también, ¿no?
Yo estuve a punto de decirle que no. Pero luego pensé que a quién, mejor que a Dan, podía hacerle la pregunta que me rondaba por la cabeza.
—Si te pidiera algo, ¿lo mantendrías en secreto? No tiene nada que ver con el caso. Es personal.
Él vaciló sólo un momento.
—Está bien —dijo, a pesar de que tenía una mirada recelosa—. Pero si resulta que está relacionado con los asesinatos...
—No lo está, créeme. Sólo dime cuánto tarda en prescribir una violación.
—¿En California? Ahora, diez años. El periodo de prescripción se elevó de seis a diez hace un par de años, cuando... —achicó los ojos—. ¿Por qué? ¿Es eso lo que te hizo Roger Van Court?
—Fue hace mucho tiempo —dije, mirando hacia los aseos—. Y Lindy no sabe nada, así que, por favor, no me hagas más preguntas. Sólo acepta mi palabra. Roger Van Court es un mal tipo.
—Está bien —dijo Dan—. No voy a preguntarte nada ahora. Pero quiero saberlo. Y pronto.
—En realidad no hay mucho que contar —dije—. Ocurrió, pasó y ya no importa.
—Claro que importa.
Tenía una mirada tan furiosa que tuve que apartar la mirada.
—Mira, lo que quería decir es que tal vez fuera Roger quien entró en mi casa y nos disparó a Lindy y a mí. O puede que sólo quisiera matar a Lindy. No me extrañaría en él.
—Entonces, ¿no crees que fuera un intento de robo?
—La verdad es que no sé qué creer. He intentado convencerme de que era un ladrón, por el bien de Lindy. Pero el instinto me dice que era Roger. O, al menos, alguien contratado por él. Lo que no sé es qué interés puede tener en matarnos. Ya ha echado a Lindy de casa. Y, si yo hubiera querido perjudicarle, podría haberlo hecho hace años —Lindy regresó a la mesa en ese momento, y yo me apresuré a cambiar de tema. Mientras ella se deslizaba en el asiento, sonreí y dije—. No pensaba decirte esto, pero Dan es detective del Departamento de Policía de Los Angeles. Estamos intentando averiguar quién mató a mi ex marido y a mis autores. La policía de El Segundo sospecha de mí. Al menos, por el asesinato de Craig.
—Pero, si no hiciste nada, no pueden tener ninguna prueba contra ti —dijo Lindy.
—Eso —dije yo— díselo a todas esas personas que han sido ejecutadas por asesinato y luego exculpadas por un análisis de ADN que demostró su inocencia.
Dan se aclaró la garganta.
—No pensaba decírtelo esta noche, Mary Beth —dijo mientras se miraba las manos y evitaba mis ojos—. Pero tienes que venir a comisaría para que te tomemos una muestra de ADN.
—¿Ah, sí? —a mí no me pasó desapercibido el hecho de que de pronto hablara en primera persona del plural. De modo que el detective Rucker se colocaba junto al Departamento de Policía de Los Angeles a un lado de la valla y me dejaba a mí al otro lado, ¿eh?
Aquello arrojó un velo sobre la mesa, al menos para mí. Con la mirada clavada en mi filete frío, me pregunté si habría algún modo de atragantarme hasta morir con un trozo de carne sin que un buen samaritano metomentodo se levantara de un salto y me salvara ejecutando la maniobra Heimlich. Entre tanto, Lindy le sacaba partido a mi vestido fucsia y a su renovada belleza rubia coqueteando descaradamente con Dan.
Aquella, desde luego, no era mi noche.
Después de cenar, pagué la habitación del Malibú Beach Inn y me llevé a Lindy a casa. Esperaba que ella se enfurruñara un poco, pero para mi sorpresa se mostró encantada. Yo no temía otro allanamiento y suponía que, al menos por esa noche, estaríamos a salvo en mi casa. En cuanto al día siguiente, ya había reservado nuestro vuelo a San Francisco. Salíamos a las ocho de la mañana. Ya sólo me quedaba informar a Lindy de nuestra partida y contarle mi plan.
Tras ponernos sendos chándales para estar más cómodas, nos sentamos en el sofá a beber chocolate caliente, y le dije lo que pensaba que debíamos hacer para sacar a Jade de la casa. Lindy asentía con la cabeza de vez en cuando, pero los dos Amarettos que se había tomado en el restaurante, después de la cena, la habían dejado algo grogui. Tuve que esforzarme para que no perdiera el hilo de la conversación.
—No irás a estropearlo todo, ¿verdad? —pregunté—. No pareces muy convencida.
Lindy se miró las manos y comenzó a pellizcarse las cutículas de las uñas como si ello fuera de suma importancia. Finalmente se encogió de hombros y posó las manos sobre el regazo.
—Supongo que me preocupa lo que puede ocurrir si algo sale mal —dijo—. No soy tan valiente como esas personas que viven sin hogar todo el tiempo, Mary Beth. A veces he tenido que pasar la noche en albergues, para ahorrar dinero, y la verdad es que he pasado miedo. Sobre todo, de noche. Si tuviera que pasar por eso otra vez...
Yo puse mis manos sobre las suyas.
—No tendrás que hacerlo, te lo prometo. Pase lo que pase con Roger, a tu niña y a ti no os pasará nada. Yo me encargo de eso.
Yo ignoraba cómo iba a ingeniármelas para cumplir mi promesa, pero Lindy pareció tranquilizarse.
—¿De veras crees que esto saldrá bien?
—Sí, estoy segura.
Ella empezó a llorar y a limpiarse con la manga los enormes lagrimones que le corrían por las mejillas.
—Eres tan buena conmigo, Mary Beth... No me debes nada, después de todos estos años sin hablarnos siquiera. Yo... —comenzó a hipar y se interrumpió.
—No pienses en eso. Lo que importa es Jade. ¿De acuerdo?
Ella asintió con la cabeza y dijo con voz llorosa:
—De acuerdo.
Para que dejara de llorar, añadí:
—Háblame de ella.
—¿De Jade? —Lindy se animó enseguida—. ¡Oh, Mary Beth! ¡Es la niña más bonita del mundo! Me encanta estar con ella, verla hacer bobadas y jugar con los juguetes que le compro. ¿Y sabes qué? Es muy, muy lista. No como yo —me dispuse a decirle algo tranquilizador, pero ella sacudió la cabeza—. No, no hace falta que digas nada. Sé que no soy tonta. Pero en el colegio iba a lo mío y no retenía nada. Ni tampoco en la universidad. Pero a Jade se le nota ya que es distinta. Va a ser muy lista, Mary Beth. ¡Ay, Dios, cuánto la echo de menos!
Me imaginé a Lindy con su bebé y sentí de pronto una abrumadora oleada de tristeza por haber perdido a mi hija. No debía haberle preguntado cómo era su niña, pero ya había abierto las compuertas.
—Hace poco le compré uno de esos vestidos tan bonitos de fiesta —continuó Lindy—. Uno de esos con la falda de vuelo, rosa y brillante. Deberías haberla visto. Era como una princesita. ¿Y sabes qué? He encontrado un vestido precioso por un dólar en un mercadillo, y está casi nuevo. Me recuerda mucho al otro que tuvo. Estoy deseando verla con él.
Su voz era presurosa y entrecortada. Yo recordaba que, años atrás, su voz sonaba así cuando estaba ocultando algo.
—Lindy, tengo que hacerte una pregunta. No te enfades, ¿de acuerdo? —ella me miró con aprensión—. ¿De verdad has estado en la calle? —pregunté—. ¿En moteles y albergues?
—Ya te he dicho...
—Sí, lo sé. Pero se me ha ocurrido que tal vez hayas estado en alguna otra parte.
Sus ojos azules se agrandaron.
—¿Dónde?
—No sé. Tal vez escondida en algún sitio, en San Francisco.
Ella palideció.
—¡Dios mío, Mary Beth! ¡No! ¿Por qué dices eso?
—Es que me resulta difícil imaginarte en la calle, aunque sean sólo tres semanas. Y ahora que sé lo de tu hija, he pensado que tal vez hubieras encontrado a alguien, a una amiga, quizá, que te acogiera en su casa. Para que estuvieras más cerca de Jade, quiero decir. La verdad es que no tiene mucho sentido que vinieras hasta aquí sólo para pedirme ayuda a mí.
La mirada de Lindy se endureció.
—No puedo creer que pienses que estoy mintiendo. Ha sido ese poli, ¿verdad? Te ha dicho que estaba ocultando algo, ¿verdad? ¡Y tú le has creído!
Intenté conservar la calma, confiando en que de ese modo ella también se tranquilizara. Recordaba que, cuando llevaba demasiado alcohol en el cuerpo, Lindy solía sufrir aquellos arrebatos.
—No es sólo por Dan —dije con calma—. Lindy, te conozco desde hace mucho tiempo y lo cierto es que no me da la impresión de que seas capaz de consentir que te pase algo así.
Ella se levantó de un salto y empezó a pasearse de un lado a otro por la habitación.
—Mira, Mary Beth, creo que no me conoces tan bien como crees. Ni a Roger tampoco. Tú no sabes de lo que es capaz, y no tienes idea de lo fuerte que soy yo. Sé cuidar de mí misma cuando hace falta. Y, créeme, ha hecho falta.
—Está bien —dijo con suavidad—. Lo siento. No he debido dar por sentado que...
Ella se detuvo y me miró fijamente, con los brazos en jarras.
—¿Lo ves? Ese es tu problema, Mary Beth. Das por sentadas demasiadas cosas que no son ciertas. Siempre ha sido así.
—Lo siento mucho —repetí—. Tienes razón. No debería haber pensado que seguía conociéndote.
—Tener un hijo cambia a una mujer —dijo con voz temblorosa—. Hace que una sea capaz de hacer cualquier cosa para cuidar de su bebé, para evitarle cualquier peligro. Hice lo que tenía que hacer al dejarla en casa, Mary Beth. Y también al venir aquí. Seguramente nunca entenderás las cosas que tiene que hacer una madre por su hijo.
Sus palabras resonaron aún más fuertes que el portazo que dio al desaparecer en el cuarto de baño. Yo me quedé allí sentada, pensando, y me pregunté si debía ir a buscarla. Pero, unos minutos después, ella salió completamente vestida y con el bolso raído con el que había llegado colgado del hombro.
—Creía que lo entendías —dijo—. Creía que podíamos volver a ser amigas. Pero he sido una estúpida.
—Sí que lo entiendo —dije y, levantándome, me acerqué a ella—. Lindy, por favor, no te vayas así. Ya te he dicho que he reservado el vuelo para San Francisco. Tenemos un plan, ¿recuerdas? Sé que puede funcionar —al ver que negaba con la cabeza, la agarré de los hombros—. Lindy, no se trata de ti. Ni de mí. Se trata de Jade.
Ella se desasió bruscamente.
—¿Sabes una cosa? Eres fría, Mary Beth. Siempre lo fuiste y creo que no has cambiado nada en este tiempo.
Con ésas, se fue. Sencillamente salió por la puerta. No dijo «adiós», ni «gracias por todo». Desapareció tan súbitamente como había aparecido, como una hoja caída en la tormenta. No consiguió, sin embargo, engañarme, aunque pareciera haberse ido porque estaba enfadada conmigo.
Se había ido porque mis preguntas empezaban a ponerla nerviosa.
Y yo me preguntaba qué estaba ocultando ella.
* * *
Pasé la noche dando vueltas en la cama y cuando salió el sol no había llegado aún a una conclusión sobre lo que le estaba ocurriendo a Lindy, ni sobre las razones que la habían llevado a mi casa. Lo único que aún sabía con toda certeza era que tenía que ayudarla, quisiera ella o no. Y tenía claros mis motivos: no se trataba únicamente de lealtad hacia una vieja amiga, sino de una forma de revancha por lo que Roger me había hecho. Algo se había removido dentro de mí y había alcanzado su punto de ebullición a lo largo de la noche. ¿Cómo se atrevía Roger Van Court a tratar así a las mujeres? ¿Cómo osaba jugar a ser Dios con las mujeres, a moverlas de un lado a otro como si fueran piezas de ajedrez? Me daba miedo pensar en cómo llegaría a ser la hija de Lindy si seguía bajo la tutela de su padre. Mientras me duchaba, decidí usar mi billete para volar a San Francisco esa misma mañana. El vuelo de las ocho ya había salido, pero había un vuelo cada hora, y estaba segura de que podría tomar el de las diez o el de las once.
Mientras me tomaba el café, sin embargo, me asaltaron las dudas.
¿Y si Lindy no había vuelto a San Francisco? ¿Y si estaba todavía en Los Angeles, o en la carretera, haciendo autostop para ir al norte? ¿Y cómo iba a encontrarla, aunque fuera a San Francisco?
Supuse que podría conseguir su dirección y la de Roger a través de Dan, quien sin duda ya la tenía. O, una vez en San Francisco, dirigirme al despacho de Gerard Burton y pedirle que me diera las señas de Roger. Pero dudaba de que me las diera y, si me presentaba en casa de Roger después de siete años, sin duda él sospecharía que había estado en contacto con Lindy.
Tenía que sopesar todas aquellas posibilidades. Además, tal vez la propia Lindy tuviera dudas sobre si volver o no a San Francisco. ¿Y si regresaba esa noche a mi casa y yo no estaba?
Lo más conveniente parecía ser esperar un poco. Si para cuando cayera la noche no había tenido noticias de Lindy, le pediría a Dan su dirección en San Francisco y me pondría en marcha.
En realidad, ignoraba qué haría cuando llegara allí, pues mi plan no podía funcionar sin la participación de Lindy. Lo único que sabía con certeza, si es que había alguna certeza en todo lo tocante a Lindy, era que ella acabaría yendo a San Francisco para ver a su hija.
Me acabé el café, leí el Los Angeles Times y llamé a Nia, quien me dijo que en la oficina todo marchaba como la seda y se ofreció a pasarse el día contestando al teléfono y al correo, mientras yo llamaba a las funerarias y me encargaba de otros asuntos desde casa.
El encargado de la primera funeraria a la que llamé parecía hablarme desde un sepulcro, como si fuera un viejo actor de reparto de La familia Adams. Pero fue muy amable y no me pareció de esos avariciosos de los que yo tanto había oído hablar. Cuando le expliqué la situación, me advirtió que resultaría más económico recoger los tres cuerpos al mismo tiempo en la oficina del forense. También me dijo que podía ahorrarme dinero si le compraba los ataúdes directamente al fabricante, en vez de a él, lo cual me pareció muy amable y sumamente ético. Me dio un número al que llamar y me dijo por qué modelos debía preguntar, advirtiéndome que podía hacer que los enviaran a su funeraria. Los ataúdes eran sencillos y relativamente económicos, dijo, pero decentes.
Anoté mentalmente que debía llamar a la oficina del forense para preguntar cuándo entregarían los cadáveres, y luego le di las gracias a aquel hombre que hablaba con voz de ultratumba.
—Volveré a llamarle en cuanto sepa que han acabado con las autopsias —dije, y me dio un vuelco el estómago. Nunca había empezado el día con tan espeluznante tarea.
—Haga el favor de pasarse por aquí, entre tanto, para elegir el tipo de funeral, las flores...
—No —lo interrumpí con un estremecimiento—. No sé si va a haber funeral. Ya hablaremos de eso más adelante, ¿de acuerdo? Muchísimas gracias por su ayuda.
Colgué, aliviada, y a continuación llamé a la división de investigación del Departamento de Policía de El Segundo. Tras hacerme unas cuantas preguntas, me pusieron con el teniente Davies, el tipo que me había interrogado el día que asesinaron a Craig.
—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó.
—Bueno, verá, he estado pensando. Cuando estuve en ese motel, el día que descubrí el... eh... el cuerpo, vi un manuscrito junto al ordenador de Craig Dinsmore. ¿Sabe qué se hizo de él?
—¿Lo pregunta por alguna razón en especial? —respondió.
—Me siento en la obligación de preguntarlo, dado que era la agente del señor Dinsmore —dije, inventándome rápidamente un motivo—. Craig estaba trabajando en un libro que yo intentaba vender. Si puedo conseguir que otro escritor lo acabe, tal vez las ventas puedan saldar sus deudas.
Lo cierto era que eso debía decidirlo el testamento de Craig, así que encontrarle un editor post mórtem, aunque se consideraba una idea válida en el mundillo editorial, no era la única razón por la que me interesaba el manuscrito. Aun así, mi respuesta pareció convencer al teniente Davies.
—El equipo forense recogió probablemente el manuscrito para buscar huellas, restos de ADN y cosas así —dijo—. No lo recuerdo, pero veré qué puedo averiguar.
—No creerá que han tirado el libro, ¿verdad? —pregunté, horrorizada ante aquella súbita idea—. ¿No harán eso?
—Probablemente no.
—Bueno, sólo para que lo sepa, encontrarán mis huellas en el manuscrito. Sentía curiosidad por lo que estaba escribiendo Craig y, al principio, cuando entré en la habitación, pensé que se había ido a dar una vuelta. Así que estuve... hojeándolo —al ver que el teniente Davies no respondía enseguida, me entró el pánico—. Quiero decir —añadí dócilmente— que no sabía que entre tanto Craig estaba muerto en el cuarto de baño. Sólo quería ver el manuscrito para preguntarle por él cuando llegara.
—Si sus huellas están en el manuscrito —dijo el teniente—, estoy seguro de que los forenses ya lo saben. Le tomamos las huellas ese día, ¿recuerda?
—Ah, sí, claro. Supongo que no me había dado cuenta de que...
Todavía no me había detenido a pensar sobre lo que podía significar que la policía tuviera mis huellas. Si no encontraban otras en la escena del crimen, ¿me convertiría por ello en la principal sospechosa?
—¿Significa eso que van a quedarse con el manuscrito como prueba? —pregunté—. ¿Porque tiene mis huellas?
—Eso no puedo decírselo. ¿Por qué no llama mañana sobre esta hora? Tal vez entonces pueda decirle algo más.
Yo no estaba dispuesta a darme por vencida.
—Teniente, sólo quiero leer el manuscrito. ¿No podría hacerlo allí? No necesito llevármelo a casa.
—Lo siento. No puedo darle permiso hasta que sepamos si contiene alguna prueba. Tendrá que darnos algún tiempo.
Yo me quedé sin habla y no supe qué más decir.
—Estará disponible, naturalmente —dijo con frialdad el teniente—, por si tenemos que volver a hablar con usted.
Yo estaba segura de que aquello no era una pregunta.
—Naturalmente —contesté—. No tengo inconveniente.
Así pues, la trama empezaba a complicarse, y al parecer el autor de aquel pequeño misterio estaba empeñado en hacer de mí la mala de la historia.
Lo peor de todo era que mis habilidades de escualo no parecían hacer mella alguna en los detectives de la policía, que no se parecían en absoluto a los editores de Nueva York. Éstos lo más a lo que llegaban era a rechazar un libro. Los Agentes de la Ley, en cambio, podían mandarme a la cárcel.
Me preparé un sándwich de pavo y estuve trabajando un rato en el ordenador de casa, repasando mis cuentas y comparando ingresos y gastos. No me di cuenta de la hora que era hasta que el sol del ocaso comenzó a quemarme el brazo a través de la ventana abierta. Apagué el ordenador, entré en la cocina y me bebí dos vasos de agua.
A las siete aún no había tenido noticias de Lindy. Era demasiado tarde para volar a San Francisco, y me acordé a destiempo de que Patrick me había dejado un mensaje en el buzón de voz preguntándome si podíamos salir a cenar. Hablar de los viejos tiempos con un ex amante y ex autor me sonaba más estresante que tranquilizador, así que había estado posponiendo la hora de decidir si aceptaba o no su invitación.
El resultado que arrojó mi balance financiero tomó la decisión por mí. Comprendí entonces que haría cualquier cosa para volver a contar con Patrick entre mi elenco de autores. Patrick no sólo tenía un libro acabado y listo para publicar, sino que era tan fiable como Tony, y sacaría algo nuevo año tras año. Pero, si dejaba a su otra agente para volver conmigo, tendría que repartir sus royalties entre tres. Yo estaba segura de que la otra no renunciaría a su parte, y Patrick tendría que pagarme aun así mi quince por ciento.
Llamé a Patrick a su móvil y le dije que nos veríamos en el restaurante, porque él estaba visitando a alguien en West Hollywood y le venía mal pasarse por Malibú. Había sugerido un restaurante muy de moda en Beverly Hills al que todos los críticos de la ciudad le habían puesto cinco estrellas. El restaurante era, además, muy caro, y resultaba agradable que por una vez a una la sacaran por ahí sin tener que correr con los gastos.
Cuando llegué al restaurante, Patrick ya estaba sentado a la mesa. Estaba tan guapo como siempre. Tenía el pelo moreno húmedo y algo revuelto, como si acabara de salir de la ducha. Se las ingenió, además, para apartar mi silla antes de que lo hiciera el camarero, e incluso me puso la servilleta en el regazo. Yo no tuve más remedio que sonreír ante tal despliegue de galantería, pero lo cierto era que me agradaba no ser por una vez la que llevara la voz cantante.
Para cuando acabé de comerme una deliciosa ensalada, unas costillas de primera y unas patatas al oro del Yukón enterradas en mantequilla con sabor a ajo, estaba dispuesta a hablar de cualquier cosa. Hasta de los viejos tiempos. A ello contribuía el hecho de que Patrick hubiera pedido un perfecto Cabernet, uno de mis vinos preferidos.
Durante la sobremesa estuvimos hablando de los tiempos pasados, esquivando cuidadosamente nuestras antiguas discusiones y el asunto de nuestra ruptura. El vino ayudaba, pues parecía proyectar un resplandor rosado sobre los buenos recuerdos.
—¿Recuerdas cómo empezamos? —dijo Patrick con una sonrisa soñadora—. Tú vivías en esa casita tan fea de Hollywood...
—Eh, para el carro. No era fea. Sólo era vieja.
—Eso sin lugar a dudas —sonrió él—. Una de mis primeras tareas como vecino fue arreglarte las cañerías la noche que estuviste a punto de ahogarte en tus propias...
—Aguas —dije rápidamente, poniéndome colorada. Qué embarazoso, que un hombre con el que sólo llevabas saliendo dos meses, te desatascara el inodoro—. La culpa la tenías tú, por vivir en la puerta de al lado —añadí.
Su sonrisa se hizo más amplia.
—Pero ¿qué otro vecino te habría hecho ese favor? Sólo un hombre enamorado. Además, si no hubiéramos sido vecinos, tal vez no nos habríamos conocido.
Yo bebí un sorbo de vino y sonreí.
—Era divertido, ¿verdad? No lo de las cañerías, claro. Pero, echando la vista atrás, hasta los tiempos difíciles parecen divertidos. Supongo que estar... bueno, ya sabes... los hacía soportables.
Debía de haber una nota melancólica en mi voz, porque él alargó el brazo por encima de la mesa y me tomó la mano libre.
—¿Estar enamorados, quieres decir? —preguntó con suavidad—. ¿La vida no es tan divertida ahora, Mary Beth? ¿Es menos soportable que entonces?
Yo me eché a reír.
—No. Qué va. Sólo es más... ¿convencional? ¿Menos interesante?
—Um. Creo que llevamos separados demasiado tiempo. Y, ¿sabes?, ni siquiera sé cómo empezó. ¿Por qué rompimos, Mary Beth? No el año pasado, por lo del libro de las violaciones, sino antes. Como pareja.
—¿No te acuerdas?
—No.
—Bueno, estoy segura de que tuvo algo que ver con uno de rus libros. ¿No discutimos sobre las negociaciones? Tú querías más de lo que ofrecían, y yo pensaba que debíamos aceptar su oferta final, en lugar de pasarnos un año entero, y quizá más, sin publicar nada.
—Pensabas que los editores me abandonarían si no aceptaba esa oferta.
—No, abandonarte no. Pero la verdad es que si un autor no acepta un trato, siempre hay otro que lo acepta, alguien que está dispuesto a ocupar su lugar. Hablamos de eso, Patrick. Yo intentaba hacer lo más conveniente para ti.
—Ya lo sé —dijo él, apretándome la mano—. Eso nunca lo he dudado, Mary Beth. Pero ¿por qué coño rompimos?
—Que me ahorquen si me acuerdo —dije—. Bien sabe Dios que discutíamos a menudo y que siempre acabábamos haciendo las paces.
—Ya lo creo —dijo él, y los buenos recuerdos hicieron brillar sus ojos oscuros—. ¿Recuerdas aquella noche en la playa? Fue mucho antes de que te compraras la casa en Malibú. Creo que bajamos a Redondo después de una cena fabulosa en ese pequeño restaurante armenio de Hermosa Beach —frunció el ceño—. Y, ahora que lo pienso, ¿qué hacíamos en Hermosa Beach?
—Fuimos a ver a Jay Leno en el Comedy & Magic Club. Allí era donde iba siempre a probar los chistes para su programa, ¿te acuerdas?
—Sí, es cierto. ¿Crees que todavía lo hace?
—No lo sé —suspiré—. Últimamente estoy tan ocupada que ya no voy a ningún club.
—Yo tampoco.
—Esa noche había varias parejas paseando por la playa —recordé—. El aire era suave y cálido, y no había nublados, así que se veían las estrellas, para variar. Hacía una noche preciosa.
—Y, cuando no pudimos refrenarnos más, nos escondimos debajo de la torreta del socorrista —me recordó.
—Bueno, no se puede decir que nos escondiéramos. Fue un milagro que no nos enchufaran con una manguera y llamaran a la policía.
Patrick se quedó callado un momento mientras me acariciaba el dorso de la mano con aquellos dedos largos, morenos y finos que en el pasado me habían hecho tantas cosas deliciosas. Luego levantó la mirada hacia mí y dijo:
—Podríamos recuperar todo eso, Mary Beth. Yo ahora no estoy con nadie, y tú... Supongo que debería preguntarte si estás con alguien.
—No, qué va —a no ser que mi recién estrenada «relación» con Dan Rucker pudiera considerarse «estar con alguien».
Él levantó mi mano y me besó suavemente la palma.
—¿Por qué no nos largamos de aquí y vamos a mi casa?
Sentí una súbita sacudida cuando su boca tocó mi piel. Estaba aún allí, el antiguo estremecimiento, la química. De pronto, presa de la turbación, me sentí dispuesta a irme con Patrick sin pensármelo dos veces.
Lo cual probablemente me convertía en un pendón, teniendo en cuenta que unos días antes había estado en la cama con Dan Rucker. Sin embargo, cuando surge la química, resulta difícil ignorarla.
Aquel instante de acaloramiento, sin embargo, recibió un jarro de agua fría cuando nuestro camarero llegó con la carta de los postres. A mí me dieron ganas de decirle «no, gracias», pero Patrick insistió en que el helado de limón con Cointreau no era de este mundo, y pidió dos. Cuando nos llevaron el helado, su presentación me pareció tan bonita que no tuve más remedio que probarlo. Lo único que me seducía más que un hombre era un buen postre.
Después tomamos café. Patrick no parecía tener prisa. En realidad, daba la impresión de haber olvidado por completo que sólo unos minutos antes parecía ansioso por llevarme a la cama. A mí, como se me había pasado el sofoco, no me pareció mal. Seguimos comiendo y charlando de cosas cotidianas. No fue hasta que acabamos el café que Patrick sacó a colación la cuestión de su agente.
—Me duele reconocerlo, Mary Beth, pero no estoy del todo contento con el modo en que llevan las cosas en Nolan-Frey. En primer lugar, casi todos en la agencia se drogan, lo cual no es muy sorprendente, teniendo en cuenta que hoy día todo el mundo en Los Angeles, al menos, dentro de este mundillo, consume drogas, o eso parece. Pero el caso es que creo que por esa razón se están equivocando al orientar mi carrera.
—¿En serio? ¿Tan mal están las cosas?
Él hizo una mueca de repugnancia.
—Estaba allí un día cuando el agente con el que estaba hablando mandó abajo a su ayudante, no a un agente, sino a un becario, a recoger su «correo». El chico volvió con un sobre de papel de estraza del que el agente sacó una bolsita de cocaína delante de mis narices. El muy bestia usaba al chico como recadero, Mary Beth.
A mí no me sorprendió del todo aquella historia, pues había oído otras similares a lo largo de los años. Pero, aun así, dije:
—¿Estás seguro de que era cocaína?
—Claro que sí. Se puso una raya delante de mí. Hasta me preguntó si quería una. Lo hacen a la luz del día, Mary Beth. Nadie lo denuncia porque casi todos lo hacen, y supongo que el chico no podía decírselo a nadie porque hubiera perdido su trabajo. Ya sabes lo difícil que es para un chaval encontrar trabajo en un sitio así.
—Sí. Es todo un golpe de suerte —bebí lo que me quedaba del vino.
—Y eso no es todo. Hay allí un agente a cuya novia le gusta tener espectadores cuando hacen el amor. Así que llama a su ayudante y se lo montan delante de él, encima de la mesa, mientras el ayudante, que está tan avergonzado que no sabe dónde meterse, se queda mirando. Te aseguro que aquello es un asco, Mary Beth.
—Siento mucho oír eso —dije, intentando conservar la paciencia hasta que Patrick fuera al grano.
¿Cuándo iba a pedirme que volviera con él?
—Mira, no es que yo sea un moralista —dijo—. Ya lo sabes. Pero, con todo lo que pasa allí, ¿cuándo trabajan? Llevo cuatro meses esperando a que cierren el contrato de mi próximo libro, pero por lo visto las negociaciones no llegan a ninguna parte.
—¿Quién es tu agente dentro de Nolan-Frey? Ahora mismo tienen unos treinta, ¿no?
—Cerca de cuarenta. Aquello es un zoológico y, si uno no es un escritor importante, puede perderse allí. Mi agente es Eustice Lamb. Está bastante arriba en el escalafón, pero no hace nada. De hecho, es tan mala como sus compañeros. Si yo te contara...
Yo lo atajé. No quería hablar con un cliente potencial sobre otras agentes literarias.
—¿Qué insinúas, Patrick? ¿Es que quieres dejar Nolan-Frey?
—Sí, quiero, pero... —se inclinó sobre la mesa y me agarró de nuevo de la mano—. ¿Volverías a aceptarme, Mary Beth?
Yo le hice esperar un segundo o dos.
—No sé, Patrick. Creo que tendré que pensármelo. ¿Por eso querías cenar conmigo esta noche? ¿Pretendes cortejarme en la esperanza de que te acepte?
Él me soltó la mano.
—¡Cielo santo, no! Lo de esta noche no tiene nada que ver con eso. Cuando te vi la otra noche en mi casa, me di cuenta de lo mucho que te añoraba. Nos llevábamos muy bien. ¿No es cierto?
—Sí, es cierto —dije yo—. Pero, Patrick, si volviera a aceptarte como cliente, esta vez tendrías que acatar mis decisiones. Y no creo que estés más dispuesto a hacerlo ahora que antes.
—Ahí es donde te equivocas —dijo él—. Estos últimos meses trabajando con otro agente me han abierto los ojos. Antes de ti no había tenido ningún otro agente, y no tenía con quién compararte. Ahora me doy cuenta de lo honesta que fuiste, y de lo raro que es eso en esta ciudad. No sé, puede que Nueva York sea distinto, pero Los Angeles es un albañal.
Yo no estaba del todo de acuerdo con él, pero sabía a qué se refería. A muchos escritores jóvenes y ansiosos por publicar les desalentaban los tejemanejes, la falta de ética y a veces la descarnada mezquindad de las gentes de aquel mundillo. El perro se come al perro era el lema de moda en Los Angeles. Pero lo mismo sucedía en muchos otros negocios, y era injusto culpar únicamente a la industria del entretenimiento.
—Tendrás que dejar a tu otra agente —dije— para que pueda representarte oficialmente. Tendrás que escribirle una carta, y te sugiero que también hables con ella en persona. No me importa lo que le digas, pero debe saber que es decisión tuya y que no fui yo quien te lo propuso.
—Claro, eso está hecho —dijo Patrick—. Le mandaré un fax a primera hora de la mañana. Si me escribe o me llama y parece enfadada, hablaré con ella.
Yo asentí con la cabeza.
—Con eso bastará. Pero, primero, y como amigos, ¿en qué estás trabajando ahora? ¿En el mismo libro que me enseñaste, ése de las violaciones?
Él se puso un poco colorado.
—La verdad es que al final me di cuenta de que tenías razón. Era demasiado violento, y en realidad quería escribir algo distinto.
—¿En serio? Háblame de ello.
Me dijo que su nuevo libro iba sobre Hollywood y las drogas, sobre las cosas que había aprendido de su relación con la agencia literaria. No se trataba de un reportaje lleno de revelaciones comprometedoras, me dijo, sino de una novela con un personaje central que empieza con buen pie y acaba enredado en las drogas y cometiendo un asesinato del que no habría sido capaz de haber estado sobrio. Partía del supuesto de que existe un problema de drogas muy serio en la industria, más serio de lo que imaginaba la gente, y deseaba indagar profundamente en la psique del personaje protagonista.
—¿Recuerdas el accidente de tráfico que tuve hace un par de años? —dijo—. Mi abogado tenía unos veintiocho años, y siempre ponía alguna excusa para dejarme con la palabra en la boca e ir a ponerse una raya o lo que fuera. No le contaba a nadie lo que hacía, claro, pero se comportaba como si yo hubiera metido la pata o hubiera hablado más de la cuenta, y le pedía al otro abogado que nos disculpara, como si tuviera que darme consejo. Luego, en cuanto nos quedábamos solos en el pasillo, me dejaba allí plantado y se iba al aseo. Cuando volvía, traía los ojos vidriosos. Después de que esto ocurriera varias veces, comprendí lo que estaba pasando. Y también lo comprendió el abogado de la defensa. Era muy obvio. Y, como recordarás, no conseguí todo lo que me correspondía en el acuerdo —se pasó una mano por el pelo negro y frunció el ceño—. Como te decía, Mary Beth, no soy un moralista. Tengo muchos defectos, y está lejos de mi intención ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el mío. Pero pagamos a esas personas por hacer su trabajo, y no lo hacen. Eso es lo que me saca de quicio.
Yo tuve que darle la razón. Después de mudarme a Los Angeles, durante algunos años, antes de quedarme embarazada, yo misma había consumido con frecuencia drogas y alcohol. En realidad, me desmadré. Al final, me di cuenta de que, si tenía que emborracharme o colocarme para pasármelo en grande, aquello sencillamente no merecía la pena. Demasiadas mañanas con la boca seca y demasiadas jaquecas en el trabajo.
Cuando me quedé embarazada, no volví a tocar ni el alcohol ni las drogas, naturalmente. Luego, tras dar a mi hija en adopción, me volqué en el trabajo y de repente mi carrera me pareció demasiado seria para andarme con zarandajas. Tal y como había dicho Patrick, cuando se paga a una persona para que haga un trabajo, debe hacerlo y no pasarse el día en las nubes. Ahora sé sin sombra alguna de duda que, si no hubiera dejado las drogas, no habría podido sacar adelante mi agencia.
En cuanto a los demás agentes, sobre todo allí, en Los Angeles, a los que consumen drogas tarde o temprano les descubren robando los royalties de sus clientes, o los escritores comienzan a darse cuenta de que no les representan como es debido. Se corre la voz y al cabo de un tiempo no se vuelve a oír su nombre. Al menos, para bien.
—¿Por qué estás escribiendo una novela en vez de un libro de no ficción, si tanto te subleva ese tema? —le pregunté a Patrick.
—¿Bromeas? —él se rió suavemente—. ¿Nunca has oído hablar de un libro titulado Nunca volverás a trabajar en esta ciudad? ¿O era a comer en esta ciudad?
—Creo que era Nunca volverás a almorzar en esta ciudad —dije—. Era de Julia Philipps. Una diatriba muy amarga contra Hollywood. Supuestamente la llevó a la ruina, aunque yo creo que en realidad empezó a declinar cuando se hizo productora de cine. Según parece la despidieron de Encuentros en la tercera fase, y creo que no volvió a levantar cabeza antes de morir.
—Bueno, yo no veo que tenga mucho sentido granjearse la enemistad de la gente de la industria sacándoles en un libro documental como delincuentes o como simples capullos. Si escribo una novela, todo el que la lea pensará que estoy escribiendo sobre alguna persona que conoce.
Yo tuve que sonreír.
—Pues acuérdate de mencionar a la persona de la que realmente estás escribiendo y de decir que es pura como la nieve. Y deja claro que tu personaje protagonista no es esa persona, ni nadie que se la parezca.
—Sí, claro, eso no hay ni que decirlo. Entonces, ¿qué opinas, Mary Beth? —Patrick pareció contener el aliento.
—Tendría que leer el manuscrito antes de darte una respuesta, Patrick. Tengo curiosidad por ver qué has hecho a partir de esa premisa. Mándamelo a la oficina por la mañana, ¿de acuerdo? —él asintió con la cabeza—. Pero no hasta que le hayas enviado un fax a tu actual agente o hayas hablado con ella, ¿vale? Supongo que entre ella y yo tendremos que llegar a un acuerdo.
—Claro —se levantó y me dio un abrazo, diciendo—: Gracias por todo, Mary Beth. Es realmente fantástico.
No fue hasta que se hubo ido, dejándome allí con una copa de vino vacía, que advertí que no había pagado la cuenta.