Capítulo 7

Um. Lindy me había dado boleto. Y yo no tenía ni idea de por qué.

De regreso al hotel, conduje a lo largo de Embarcadero y me detuve en el restaurante Fog City. Las patatas al ajo y el estofado de carne me llamaban como un canto de sirena, tan tentadores como cuando los había probado la primera vez que estuve allí, un par de años antes. Pero pensaba hacer un poco de ejercicio antes de acostarme, y no quería sentirme pesada, así que pedí ensalada de pollo con aguacate y una taza de café. Mientras esperaba a que me llevaran la comida, saqué del bolso una libreta y un bolígrafo y empecé a tomar notas.

Primero de todo, ¿qué sabía yo de Lindy y de sus motivos para ir a Los Angeles?

Me había dicho que Roger la había echado. Que había estado tres semanas viviendo en las calles. Y que luego se había encontrado con alguien en un bar de Los Angeles que le dio mi dirección.

Todavía me costaba creer que hubiera conocido a alguien en un bar que, por casualidad, sabía dónde vivía yo. Pero, si eso era cierto, ¿quién podía ser esa persona? Yo estaba muy asustada el día que dejé mi pequeño dúplex de Hollywood, y me empeñé en que nadie supiera dónde me mudaba. El correo me llegaba a la oficina, y le había dicho a Nia que no le diera a nadie mi dirección, ni mi número de teléfono de Malibú. Nia había notado que pasaba algo raro, así que por fin le conté que, poco antes de marcharme de Hollywood, contraté a una mujer para que limpiara la casa, y ella encontró una cámara en el respiradero de la calefacción del techo del cuarto de baño.

Por aquel entonces, yo acababa de ver en la tele un programa acerca de cómo espiaban los caseros a sus inquilinos, y me sentí horrorizada y avergonzada al pensar que mi casero, que era un puerco, hubiera podido ver todo lo que hacía en el cuarto de baño. Incluso llegó a preocuparme que hubiera colgado fotografías mías en Internet, como hacen a veces los hombres.

Llamé inmediatamente a la policía, que fue a casa, desmontó la cámara y me informó de que parecía llevar años allí colocada. Me sentí violentada, como si fuera transparente a ojos de todos. Sobre todo, de los policías, a los que oí reírse por lo bajinis en el cuarto de baño. Pero hicieron su trabajo. Hablaron con mi casero y lo arrestaron en un abrir y cerrar de ojos. Él chilló, pataleó y juró que era inocente, y la fiscal del distrito le contestó que ella estaba igual de segura de que no lo era. Fue acusado de agresión sexual, me dijo la fiscal, pero, por desgracia, no había pruebas de que fuera él quien puso la cámara en mi cuarto de baño. No encontraron cintas en su casa, ni huellas en la cámara, que, aunque polvorienta, había sido limpiada en algún momento.

Me sentí casi aliviada por que el caso no fuera a juicio. No quería que mi historia acabara apareciendo en 20/20 y que toda la gente que me conocía pudiera enterarse de mi humillación. Y, como de todos modos iba a mudarme, ya no importaba.

Sin embargo, después de aquello y durante semanas, me despertaba en plena noche empapada en sudor frío, temiendo, incluso en mi nueva casa, ir al cuarto de baño. Varias veces por semana me subía a un taburete y quitaba la rejilla de la calefacción para ver si tras ella había una cámara, aunque ignoraba quién podría haberla puesto allí, dado que ya no tenía casero. Era una paranoia total, y sin embargo me costó un año librarme de ella.

Así pues, ¿quién podía haberle dado mi dirección a Lindy? Mis amigas más antiguas eran Martina y Deb, que todavía vivían en Hollywood, donde las había conocido. Pero hacía tiempo que habíamos perdido el contacto. Nos habíamos hecho el firme propósito de quedar una vez al año para comer en un restaurante, pero a medida que fue creciendo mi negocio, se hizo evidente que cada vez teníamos menos cosas en común. Martina era camarera en un sitio donde yo había trabajado años atrás, y Deb se había casado, tenía cuatro hijos y ahora era de nuevo una madre soltera. La conversación de ambas acerca de peinados, hombres y citas me parecía mucho más interesante que mi contribución a nuestras charlas, pero no lo suficiente como para buscar con más frecuencia su compañía.

¿Le había dado a alguna de ellas mi nueva dirección de la casa de la playa? No estaba segura.

Además, ¿qué clase de descabellada coincidencia podía haberse dado para que alguna de ellas se encontrara con Lindy, otra vieja amiga de hacía mucho tiempo, en una ciudad con diez millones de habitantes?

No, aquello era demasiado extraño. Debería haber presionado a Lindy para que me contara más cosas la noche que apareció en mi casa. Y lo habría hecho, si no se hubiera quedado dormida en mi cama.

Ahora me preguntaba si Lindy no lo habría hecho adrede, para no tener que hablar más conmigo y acabara sonsacándole la verdad.

Apenas me di cuenta cuando me llevaron el café. Había ciertas cosas que me inquietaban desde que había visto a Lindy en su casa. Su ira, sobre todo. Sabía que la había sorprendido verme allí, pero ¿por qué se enfadaba? ¿Y por qué me había vigilado tan de cerca la niñera mientras estaba en la casa? Incluso me había acompañado a la puerta agarrándome con fuerza del brazo.

Me llevaron la ensalada y la engullí con un par de bocados de una barrita de pan con ajo, puerro y albahaca, tan suculenta que tuve que pedirle a la camarera que se la llevara. Cuando acabé de comer, la camarera me preguntó si quería postre.

—El flan con caramelo y ron está buenísimo esta noche —dijo.

Yo dejé escapar un gruñido, pagué la cuenta y salí de allí en cuestión de segundos, antes de que mi fuerza de voluntad empezara a flaquear.

Había concluido mi lista con una hilera de signos de interrogación. No tenía información suficiente para descubrir qué estaba pasando, aunque empezaba a abrigar ciertas sospechas. En el hotel, dejé el bolso y la chaqueta en la habitación y tomé el ascensor para ir al gimnasio. Me puse el chándal en la taquilla que me habían asignado mientras durara mi estancia y me recogí el pelo con una goma. Me miré en el espejo de cuerpo entero y metí tripa. A pesar de que había decidido comer ligero, tenía un michelín que no me gustaba nada. En fin, dicen que a partir de los treinta cada vez cuesta más perder peso. Pero por suerte mis músculos seguían siendo fuertes.

Miré el espejo con el ceño fruncido y estaba a punto de cerrar la taquilla cuando se fue la luz. Me tropecé con el banco que había entre las hileras de taquillas y me paré, esperando que se encendiera el generador de emergencia. En todo hotel, me dije con nerviosismo, hay uno.

Mientras esperaba, cobré conciencia de que ya no estaba sola en la habitación. Oí un roce de pasos en el suelo de baldosas y luego algo que chocaba levemente contra una superficie de metal. ¿Sería un conserje? ¿Un electricista? ¿El gerente del hotel?

—¿Hola? —dije—. ¿Quién es?

Oí una respiración a unos pasos de distancia. Me dio un vuelco el corazón. Extendí la mano, pero no veía nada en la oscuridad, ni toqué nada. Di un paso atrás, y fue entonces cuando un brazo me agarró por detrás.

Logré gritar justo antes de que una mano cubierta con un grueso guante me tapara la boca y la nariz. No podía respirar y empecé a dar patadas hacia atrás, intentando golpear una rodilla, un pie, una pierna. Pero empezaba a sentirme débil y a ver chiribitas, de ésas que sólo se ven cuando vas a perder el conocimiento.

No conocía al hombre que estaba arrodillado a mi lado, sujetando un paño frío sobre mi frente. Pero lo había visto antes. Era el individuo al que había visto por la mañana en el gimnasio.

Por fin me di cuenta de que la razón por la que podía verlo era que la luz había vuelto por fin. De cerca, parecía uno de esos yuppies millonarios que han triunfado a lo grande a los veinte años. Tenía el pelo negro y muy corto y los músculos muy bronceados. De hecho, seguramente tenía músculos en lugares que nadie podía ver. Pero al mismo tiempo no parecía uno de esos jovenzuelos estúpidos e inservibles de Hollywood. Estaba sudoroso y respiraba trabajosamente.

—No intente moverse —dijo—. Tiene un chichón enorme en la parte de atrás de la cabeza.

Genial. Por fin conozco a un hombre guapo que no se parece a los tíos de Hollywood y aquí estoy, con un chichón en la cabeza. Y no un chichón corriente, sino un chichón enorme.

—¿Qué ha pasado? —pregunté sin apenas mover los labios.

—No estoy seguro —dijo—. Estaba fuera, en la cinta mecánica. De pronto se fue la luz y la oí gritar. Vine hasta aquí a oscuras y me tropecé con algo grande. Con alguien, en realidad. Noté que levantaba el brazo y vi por las luces de fuera que tenía algo en la mano. Un tubo, quizá. Intenté quitárselo, pero antes de que pudiera hacerlo la golpeó. Luego salió corriendo.

Me senté, a pesar de las protestas de mi salvador.

—Entonces me buscaba a mí —dije—. No a usted.

—Puede. ¿Conoce a alguien que quiera hacerle daño?

Pensé en algunos de mi ex autores e intenté reírme.

—Seguramente mucha gente ha querido atizarme un buen golpe en la cabeza en un momento u otro.

El paño frío había caído sobre mi regazo. Lo recogí y me lo llevé a la cabeza dolorida, recordando cómo habían acabado Tony, Arnold y Craig. Había tenido mucha suerte.

—Posiblemente me ha salvado la vida —dije, levantando la mirada hacia sus hermosos ojos marrones.

Él sonrió.

—¿Significa eso que a partir de ahora soy responsable de usted?

—Bueno, es una idea fascinante. Supongo que podemos mandarnos tarjetas de Navidad todos los años.

Su sonrisa se hizo más amplia, y en él los dientes blancos no me importaron tanto.

—Yo estaba pensando más bien en una cena —dijo.

—Ah. ¿Quiere decir esta noche?

—Cuando usted diga.

Yo sacudí la cabeza, intentando despejarme.

—Yo... aún tengo que hacer un poco de ejercicio.

—¿Bromea? Pretendía invitarla a cenar después de ir al hospital.

—¿Qué hospital?

—Al que voy a llevarla para que le echen un vistazo. Yo, mientras tanto, llamaré a la policía.

—No, no. Nada de hospitales, ni de policía. Estoy bien. Lo último que necesito ahora es pasarme toda la noche sentada en una sala de urgencias, contestando a preguntas interminables sobre por qué me han atacado, a quién conozco que haya podido hacerlo y qué estoy haciendo en San Francisco.

Él se quedó callado un momento.

—Está bien, pero déjeme al menos llamar al médico del hotel. Podría tener una conmoción. O algo peor.

Yo me lo pensé un momento, y no me pareció tan espantoso tumbarme en mi cama, con el médico del hotel y Mister Maravilla a mi lado. Pero no podía llamarlo así.

—¿Cómo se llama? —pregunté.

—Greg Levine —dijo—. He venido a una convención médica, pero vivo en Los Angeles.

«Gracias a Dios, es geográficamente accesible».

—¿De veras vive en Los Angeles?

Él sonrió.

—Sí. ¿Por qué?

—¿Dónde?

—Bueno, tengo una casita en Beverly Hills.

—Conque una casita, ¿eh?

—Sí, bueno, soy soltero. No necesito mucho espacio.

—Está bien. Aclaremos una cosa. Usted es médico —él asintió con la cabeza—. Entonces, ¿por qué no puede echarme un vistazo?

—Ya lo he hecho —dijo—. Pero se trata de una cuestión de seguros. Y también legal. Tiene que quedar constancia de que ha sido agredida aquí, por si acaso más tarde hay complicaciones.

—Pero ¿cree usted que estoy bien?

—Ésa no es una buena pregunta legal —respondió.

—¿Quiere decir que, ya que estaba aquí cuando ha pasado y es médico, podría tener que testificar, que le pareció que estaba bien? ¿Y qué pasaría entonces?

—Que podría perjudicarla, si decidiera poner una demanda —contestó—. El caso es que aquí debería haber alguna medida de seguridad —miró su reloj—. Pero han pasado más de veinte minutos, y no ha venido nadie a ver si ha pasado algo.

Yo no estaba segura de querer interponer una demanda, y no creía que fuera a haber complicaciones. Pero el doctor Maravilla tenía unos ojos oscuros y soñadores, y antes de arriesgarme a enamorarme de ellos, decidí hacerme la mujercita y permitir que llamara al médico del hotel.

A la mañana siguiente, después de que me dieran el alta, volví en avión a Los Angeles y me fui derecha a la oficina. Le había dado mi número de móvil al doctor Maravilla, pero no esperaba tener noticias suyas. Tras una cena muy agradable la noche anterior, me había ido a mi habitación y luego a la cama. Sola. Y, al menos conforme a mi experiencia, los hombres a los que se conoce de viaje nunca llaman, a menos que les hayas procurado el polvo del siglo.

Por desgracia, las opiniones de los hombres acerca de lo que constituye el polvo del siglo divergen extraordinariamente. Algunos que han oído hablar del sexo tántrico jadean como perros, ansiosos por probarlo. Según me han dicho, el sexo tántrico es dulce y tierno, emotivo y conmovedor, aunque no puedo hablar por propia experiencia, lo juro. Hay quien dice que es una experiencia espiritual, y que los amantes llegan a unirse hasta el punto de sentir que han entrado en contacto con la divinidad. Pero puede llevar horas, y mucho esfuerzo, alcanzar el nirvana con el Tantra.

Así que eso estaba descartado desde el principio. Y en realidad no tenía fuerzas para descubrir qué era lo que le gustaba al doctor Maravilla. Podría haber sido hacer el pino, como en el Kama Sutra, con las piernas dobladas en posturas de las que me costaría semanas y un cirujano ortopédico deshacerme. Y a eso no estaba dispuesta.

Al final, fue una sabia decisión. Cuando llegué a la oficina, me alegré de no haber tomado la píldora para el dolor del doctor Maravilla y de haber dormido a pierna suelta.

La puerta de la oficina estaba cerrada con llave y Nia no estaba allí. Debía de haber cambiado de idea y haberse ido de vacaciones, pero me preguntaba por qué no me había llamado antes de marcharse para decirme dónde iba y cómo podía localizarla.

No dio tiempo a llamarla a casa porque en cuanto entré en mi despacho, todo cambió. Alguien había estado allí, y no había dejado tarjeta de visita.

Mis archivos estaban diseminados por el suelo, y la mayoría de los montones de manuscritos estaban revueltos. Las páginas de un libro se mezclaban con las de otro, como si alguien hubiera estado buscando algo concreto y no se hubiera molestado en volver a poner las cosas en su sitio.

Los cajones de mi mesa también estaban revueltos, y todo su contenido aparecía desperdigado por el suelo. Enseguida me fijé en las tarjetas de mi archivo Rolodex, en las que tenía anotado el nombre de cada uno de mis autores y los títulos de sus libros. Era una manera anticuada de no perder el hilo de las cosas, en lugar de introducir la información en el ordenador. Pero en las tarjetas anotaba en qué estado se hallaba el libro que tal o cual estaba escribiendo; si estaba ya vendido o no, si lo había leído tal o cual editor, etcétera. Me gustaba tener a mano toda esa información cuando llamaba un autor.

Cuando logré sobreponerme a la impresión, llamé a Dan al móvil y le dije que acababa de volver de San Francisco y que necesitaba que se pasara por allí.

—¿Ahora mismo?

—Si puedes. Alguien ha entrado en mi oficina.

—¿Quieres decir que la han registrado?

—Sí, pero no al azar. Creo que estaban buscando algo en concreto. Han abierto las cajoneras, y los archivos están tirados por el suelo. Pero no se han llevado el dinero.

—¿No has llamado al 911?

—No. Preferiría que vinieras tú, porque tengo cierta idea sobre por qué ha pasado esto. Pero si no tienes tiempo...

—No, enseguida voy. Dame veinte minutos.

Yo no sabía dónde estaba Dan, pero sí sabía que, para los que vivimos allí, todo en Los Angeles está a veinte minutos de viaje. Dan tardaría probablemente media hora en llegar a la oficina, si no estaba en el barrio. Y una hora, si estaba en el Valle. Entre tanto, yo no podía quedarme allí de brazos cruzados. Intenté localizar a Nia para ver si había regresado al despacho después de que habláramos por última vez. Estaba segura de que no había visto aquel desbarajuste; de lo contrario, me habría llamado y habría avisado a la policía. Pero no contestaba en casa, y empecé a preocuparme. Dan llegó, sin embargo, antes de lo que esperaba, y no tuve ocasión de volver a pensar en Nia hasta tiempo después.

—Qué desastre —dijo al entrar por la puerta, sacudiendo la cabeza. Se quedó observando la habitación unos segundos—. Parece que no han tocado un par de montones —se acercó a las dos pulcras pilas de manuscritos y tocó una con el pie.

—Son manuscritos que aún no he leído —dije—, o que voy a devolver a quienes los mandaron.

—¿Todos éstos?

Cada montón tenía al menos un metro de alto.

—Todos ésos y más. A menudo me los mandan sin preguntar primero, aunque ésos no suelo aceptarlos. Además, sé que, si procedieran de un escritor profesional, vendrían en un sobre pre sellado y con la dirección del remitente —dije—. O en una caja. Los agentes no podemos asumir los gastos de devolver por correo los cientos de manuscritos que nos envían cada semana.

—Es lógico. Pero me pregunto si los autores de estos manuscritos te guardan rencor por no recibir noticias tuyas.

—Desde luego que sí. Por eso he estado anotando los nombres de los autores de todos ellos y voy a buscar en mis archivos cartas o mensajes telefónicos, para ver si alguno está lo bastante enfadado como para hacer algo así.

—Así que has estado revolviendo la escena del crimen —dijo Dan.

—No te preocupes, no he tocado nada más. Estos montones estaban a un lado, no dispersos por el suelo. Creo que quien entró no los ha tocado.

—Voy a llamar a los técnicos de laboratorio para que recojan huellas y todo eso —dijo Dan.

—¿Sabes?, preferiría no darle mucha importancia a esto. Sólo quería hablar contigo sobre unas ideas que tengo.

—¿No quieres poner una denuncia?

—No. Me da miedo que se corra la voz y que mis autores empiecen a ponerse nerviosos. Puede que se pregunten si habrá entrado alguien a robarles su obra.

—¿Bromeas?

—En absoluto. Los escritores son un hatajo de paranoicos. Sobre todo, los de misterio. Si no lo fueran, no podrían escribir libros decentes.

Él sacudió de nuevo la cabeza.

—Menudo negocio.

—Además, en cierto sentido creo saber quién ha hecho esto.

—¿En cierto sentido?

—Bueno, no creo que haya sido un escritor despechado.

—¿Y se puede saber cómo ha llegado a esa conclusión, señorita Marple?

Me temblaban las rodillas, y de pronto me di cuenta de lo cansada que estaba todavía. Me senté tras la mesa y apoyé los codos en ella.

—Bueno, considéralo desde este punto de vista. Tony y Craig eran clientes míos, y una vez vendí un libro de Arnold. Como sé que yo no los maté, al principio me preguntaba si alguien estaría intentando inculparme. Pero luego alguien entró en mi casa, y ahora en mi despacho. Así que parece que el verdadero asesino va también detrás de mí.

Le conté que me habían atacado en el gimnasio del hotel de San Francisco.

—Maldita sea, Mary Beth, te advertí que no fueras allí. ¿Estás bien? ¿Viste quién era?

—Sí, estoy bien, y no, no vi quién era. Las luces estaban apagadas. Pero pensé que podía ser Roger, porque lo había visto esa misma mañana, en su casa. Y no me dispensó una bienvenida muy cordial.

—Que es precisamente lo que intenté advertirte que ocurriría.

—Sí, ya, ya —dije agitando una mano—. Pero, ¿por qué iba a entrar Roger en mi despacho? Lo de la casa es lógico porque Lindy estaba allí, pero esto... —abarqué con un gesto de la mano los montones de papeles diseminados por el suelo.

—Está bien, entonces, ¿qué crees que pasó? —preguntó Dan.

—Todavía no estoy lista para contártelo, porque puede que me equivoque. Sólo quería decirte que podría haber dos asesinos sueltos, no uno.

—¿Dos? —preguntó él con incredulidad.

—Sí, y, si tengo razón, la policía de El Segundo y la de Los Angeles van tras una pista falsa.

—Pero no vas a decirme nada más —dijo él, irritado—. He venido hasta aquí y ni siquiera vas a darme un nombre. O, mejor dicho, dos.

—Primero tengo que hacer algunas averiguaciones. Y, si tengo razón, serás el primero en saberlo.

Él me miró con enojo y dijo:

—Si sabes algo, si estás ocultando alguna prueba...

—No estoy haciendo nada de eso. De momento, está todo en mi cabeza.

Dan suspiró, pero rodeó la mesa, me puso una mano tras la cabeza, me atrajo hacia sí y me plantó un beso en los labios.

—Y es una cabecita preciosa. Si no fuera por el chichón, claro.

Al día siguiente, el forense me hizo entrega de los cadáveres y sólo me dijo que su informe definitivo dependía de los análisis toxicológicos y de otras pruebas de laboratorio. Di órdenes de que trasladaran los cuerpos a la funeraria de la familia Addams, donde los prepararon para el entierro y los metieron en los ataúdes que había encargado. No hubo funeral, pero quienes mostraron interés se congregaron en torno a las tumbas para presentar sus respetos.

A mí me sorprendió la cantidad de gente que apareció. Había, como era lógico, unos cuantos policías que merodeaban por los alrededores con la esperanza de que el asesino estuviera allí. Pero ¿cómo iban a distinguirlo? Todos me estaban vigilando a mí.

Cosa rara, Paul Whitmore llegó desde Nueva York. Craig había escrito cuatro libros para Bronson & Bronson, así que supongo que se sintió obligado a hacer acto de presencia. Hablamos un momento antes del entierro, y me dijo que seguía muy interesado en el libro de Craig. Yo le dije que ya hablaríamos y quedé en llamarlo un par de días después. Parecía nervioso y miraba sin cesar a su alrededor, como si temiera que alguien pudiera oírnos. Pero, que yo pudiera ver, no había nadie en veinte metros a la redonda.

Cuando acabamos de hablar, sentí que me habían quitado un gran peso de encima. Al parecer, iba a poder cobrar mi quince por ciento de comisión por aquel libro de siete cifras. Pero, aun así, no me entraba en la cabeza que Paul estuviera dispuesto a pagar tanto por un libro que yo consideraba bueno, pero que, ciertamente, no pasaría de ocupar los puestos medios de la lista de los más vendidos. Aquello estaba pidiendo a gritos algunas pesquisas.

Había otra persona en el entierro cuya presencia me sorprendió: Julia Dinsmore, la ex mujer de Craig. Tenía la impresión de haber oído decir que no se tenían ningún afecto. Julia estaba junto a Patrick, que le rodeaba los hombros con el brazo. Recordé que Craig, Julia y Patrick habían sido buenos amigos antes de que Julia se mudara a Nueva York, y me pregunté qué clase de amistad les unía ahora.

Algunas personas llevaron flores, y aunque no hubo funeral, yo le había pedido a un sacerdote que pronunciara un par de oraciones de difuntos. El sacerdote hizo un buen trabajo y luego les dijo unas palabras a los «deudos» para darles ánimos. Pero, a decir verdad, no parecía que ninguno de los asistentes estuviera llorando a Craig, a excepción de Julia. Y de mí.

Pensándolo bien, yo tenía a tres personas a las que llorar, y todavía no había sido capaz de soltar una sola lágrima, aparte de las que había derramado sobre el cadáver de Craig. Daba la impresión de que tenía las emociones en suspenso desde la noche del asesinato de Tony y Arnold. Pero, de momento, prefería que fuera así, en lugar de deshacerme en llanto, como Julia.

Me pregunté si el divorcio no había sido decisión suya. Tal vez Craig la había dejado a ella, y no al revés, y Julia nunca había dejado de quererlo. ¿Quién sabía qué pasaba en realidad entre las parejas casadas?

Las únicas dos personas que había junto a la tumba, aparte de Paul, Patrick, Julia y yo, eran dos amigos de Tony a los que yo había conocido en una fiesta en su casa. Eran una pareja gay y, naturalmente, me trajeron a la memoria la cuestión de si Tony y Arnold eran homosexuales. Todavía me costaba creerlo. Pero, dado que Tony no había demostrado ningún interés sexual por mí, ni por ninguna otra mujer, siempre cabía esa posibilidad. Estaban, por otra parte, los consoladores ornamentados y el hecho de que los homosexuales los usaran desde hacía miles de años en China. Sería interesante saber si el que se había encontrado en el apartamento de Tony estaba allí por casualidad, o si el asesino lo había llevado consigo.

Cuando acabó el entierro, me despedí de todos y me acerqué a Julia. Estaba tan hecha polvo que apenas podía andar, y Patrick se había esfumado. Sentí lástima por ella y le pregunté si quería acompañarme a la oficina.

—Tengo algo de vino allí —le dije—. Y también algo más fuerte, si lo necesitas.

Ella se colgó de mi brazo mientras la llevaba hacia mi coche.

—¿Has venido en tu coche? —dije, preguntándome a qué hora cerraba el cementerio y si tendríamos que volver a recoger su coche.

—No, he estado moviéndome en taxi —contestó—. Pero casi no he salido del hotel desde que llegué. Esperaba que alguien pudiera llevarme.

—Debe de irte bien el negocio —dije por decir algo mientras íbamos de camino a Century City—. Tomar un taxi en Los Angeles cuesta un ojo de la cara.

—Bueno, en Nueva York me he acostumbrado a ir en taxi, y creo que desde que vivo allí he perdido el gusto de conducir. Estas autopistas, por ejemplo, me dan pánico.

—Te entiendo perfectamente. Cada vez que salgo por ahí de viaje y vuelvo a Los Angeles, me siento como una chica de campo que viniera por primera vez a la gran ciudad.

—Esto es más estresante cada vez que vengo —dijo Julia—. Y lo pegados que van los coches... —se estremeció.

—Me pregunto dónde se habrá metido Patrick —dije.

—Me dijo que tenía que hablar con unas personas.

Con la pareja gay, supuse. Él también debía de conocerles de las fiestas de Tony. Julia se rió suavemente.

—Creía que podía contar con que Patrick se ocupara de mí. Pero, claro, es un hombre. Ahora está aquí y al minuto siguiente, no.

—Pero Patrick suele ser bastante galante —dije con una sonrisa—. Un poco anticuado, pero simpático.

«Excepto cuando te deja plantada con una cuenta de ciento cuarenta dólares en un restaurante».

Julia también sonrió.

—¿No te recuerda un poco a Errol Flynn en sus buenos tiempos?

—¿A Errol Flynn? Um. No sé, a mí siempre me ha recordado más a Clark Gable de joven. Salvo por la nariz.

—Puede ser —dijo ella—. A quien no se parece, desde luego, es a Cary Grant. Cary Grant era guapo y apuesto como el que más, pero nunca me pareció un héroe de acción.

Yo me eché a reír.

—¿No me digas que ves a Patrick como un héroe de acción?

—Bueno, no sé. Parece tener un lado oculto, ¿no crees?

—Supongo que nunca me he parado a pensar en Patrick Llewellen de esa manera, así que tendré que sopesar la idea.

El personal de limpieza que yo había contratado había recogido la oficina, y, cuando entré y miré a mi alrededor, parecía como si allí no hubiera ocurrido nada. Pero yo seguía sin tener noticias de Nia y estaba tan preocupada que le había preguntado a Dan si podía hacer algo por encontrarla.

—Me extraña que no dejara una nota —le había dicho—. No se iría sin decirme nada. ¿Y si quien entró en la oficina se la llevó? ¿Y si la han secuestrado?

Dan aceptó hacer algunas averiguaciones, pero, a falta de una llamada exigiendo un rescate, parecía pensar que lo más probable era que Nia se hubiera ido de vacaciones. Yo esperaba que tuviera razón, pero no podía evitar preocuparme por ella.

Llevé a Julia hasta el sofá de felpilla beige y le dije que iba a por el vino. La llevaba enlazada por la cintura y me parecía delgada y quebradiza. En realidad, la sentía temblar.

—Trae la botella, ¿quieres? —me dijo—. O, mejor aún, ¿tienes vodka?

—Creo que sí. ¿Lo tomas con algo?

Ella negó con la cabeza.

—Solo.

La pequeña barra de caoba, con su nevera, había sido construida antes de que yo me mudara a la oficina. De vez en cuando, resultaba útil. Serví en un vaso una generosa dosis de vodka y Julia encendió un cigarrillo. Estuve a punto de decirle que lo apagara, pero no me atreví a hacerle eso a alguien que lo estaba pasando tan mal. Puse en marcha el aire acondicionado y llevé a la mesa baja un platillo para que sirviera de cenicero. Le di el vodka y la vi tragárselo como si fuera agua.

—¡Ah, Dios! Más —dijo, apoyando la cabeza contra el sofá al tiempo que me tendía el vaso.

Yo vacilé. Sé que suele sentirse cierta clase de amor por los antiguos cónyuges, aunque uno esté divorciado, y deseaba ayudar a Julia. Pero no quería tener que ocuparme de otro pájaro herido. Y si Julia se desmayaba allí...

—Más, por favor —dijo en tono quejumbroso, como una niñita que pidiera su tercera ración de helado.

Me encogí de hombros y le serví otra copa. Pero cuando fui a dársela, la encontré inclinada con la cara entre las manos. Cuando levantó la mirada, vi que había estado llorando en silencio. Dejé la copa en la mesa y me senté a su lado. No dije nada; me limité a ofrecerle mi compasión en silencio, como hago a menudo con los autores desilusionados. Sabía que ella empezaría a hablar en un momento u otro.

Al cabo de unos minutos, se bebió el vodka de un trago y dejó el vaso sobre la mesa, produciendo un sonido estridente.

—¿Tienes idea, Mary Beth, de lo que es vivir con un escritor? —me miró—. Sé que tienes tus problemas con los escritores, pero tú por lo menos puedes irte a casa por las noches. Imagínate vivir con uno. Sobre todo, con un hombre. La mayoría tienen mujeres que se ocupan de ellos, ¿sabes? Ellas hacen la compra, cocinan y limpian mientras Su Santidad se pasa el día sentado, escribiendo. O no —hizo una mueca de disgusto—. Y no obtenemos gran cosa a cambio. Al principio, cuando Craig y yo nos casamos, él no paraba de escribir. Veinticuatro horas al día, siete días a la semana. Ni siquiera teníamos tiempo para hablar, y cuando se iba a la cama estaba tan cansado que tampoco hacíamos gran cosa —dio una calada al cigarrillo y luego lo apagó bruscamente en el platillo—. Con el paso de los años, empezó a encerrarse en su despacho y a poner un cartel de «No molestar». Si intentaba llevarle la comida, se enfadaba conmigo por haber atravesado la barrera, por molestarlo mientras trabajaba en su «nueva novela superventas». Aunque, como sin duda sabrás, la mayoría no estuvieron a la altura de esa promesa.

—Pero a Craig le fue muy bien durante algún tiempo —dije, sólo en parte para defenderme en calidad de agente—. Ocho libros en seis años, dos de ellos superventas. Y todos los demás se vendieron bien, lo cual significa que los royalties alcanzaron para cubrir el anticipo y para más. Y eso no es fácil hoy en día, Julia. En cuanto a su nuevo libro, hoy he estado hablando de él con Paul Whitmore.

—Me preguntaba qué te estaba diciendo.

—¿Conoces a Paul?

—No muy bien. De vez en cuando coincidimos en algún acto, en Nueva York. De oídas, naturalmente, lo conozco desde hace años, por ser el editor de Craig. Pero no es que haya estado invitada en su casa —bebió un sorbo de vodka—. ¿Sabías que Craig era un ludópata? En eso se gastaba todo el dinero. El dinero de los dos —luego se encogió de hombros y añadió—: Pero la verdad es que no era lo del dinero lo que me molestaba. Siempre se me ha dado bien el negocio de las antigüedades, y desde que me divorcié de Craig me ha ido muy bien. Nunca necesité una pensión, ni se la pedí —respiró hondo y se secó los ojos con las puntas de los dedos—. Lo que más me dolía eran sus constantes rechazos. Sentir que sólo vivía conmigo porque mantenía la casa limpia y llevaba su ropa al tinte. Como si nuestra casa fuera un hotel y yo la camarera —se le saltaron las lágrimas de nuevo—. Cuando por fin le apetecía acostarse conmigo, yo me sentía como una prostituta. Como si siguiera sirviéndole, pero a otro nivel.

—Lo siento muchísimo, Julia. Eso debía de ser terrible para ti.

Ella esbozó una sonrisa amarga.

—Sí, pero no lo soporté mucho tiempo. Finalmente llegó un momento en que decidí pasar de él para no seguir sintiéndome así —echó mano de otro cigarrillo, y me dieron tales ganas de detenerla que me rechinaron los dientes. Pero más aún deseaba oír lo que iba a contarme, y no quería romper aquella atmósfera de intimidad—. Entonces fue cuando empezó a ir a Las Vegas —dijo, y le temblaron las manos cuando sacó del bolso un encendedor de plata estilo art déco y lo acercó al cigarrillo—. Yo sabía ya antes de casarnos que iba varias veces al año a jugar, pero cuando empecé a rechazarle, sus viajes se hicieron más frecuentes. Acabó yendo varias veces al mes. Creo que allí también compraba mujeres. Mujeres a las que podía sencillamente usar y luego tirar para que no le molestaran cuando quería escribir. Siempre se negaba a llevarme, naturalmente. Decía que iba a investigar para un libro y que no se divertía nada —me miró—. Pero nunca escribió ese libro, ¿verdad, Mary Beth? Sobre el juego, quiero decir.

Yo negué con la cabeza.

—No, que yo sepa. Pero ya sabes que los escritores no siempre les enseñan sus libros a los agentes. Sobre todo, si no están muy contentos con el resultado.

—No, nunca lo escribió. Estoy segura. ¿Sabes por qué estoy segura? Porque para escribir una buena historia tendría que haber contado la verdad sobre el juego. Ya sabes, el lado oscuro. Y Craig estaba tan enganchado que jamás habría reconocido que había un lado oscuro. Así que ni en un millón de años habría sido capaz de escribir un buen libro sobre ese tema.

—Estoy segura de que tienes razón, si su adicción era tan grave. Yo nunca me di cuenta. Veía a Craig sólo de vez en cuando, y si hubiera creído que algo iba mal, probablemente lo habría achacado a la bebida. Entonces, ¿crees que se arruinó por el juego? ¿Por eso vivía en ese motel de mala muerte y se esforzaba tanto por escribir un superventas?

—No lo sé. Pero muchos adictos pasan de una adicción a otra. Dejan de beber y empiezan a jugar. O beben demasiado café, o construyen demasiadas maquetas de barcos. Demonios, ¿qué sé yo? Sólo creo que tal vez le haya matado alguien a quien conoció en Las Vegas. Puede que le debiera dinero a alguien de allí.

—Supongo que es posible —dije.

—¿Sabes si la policía está siguiendo esa pista?

—No. En realidad no sé mucho. Salvo que parecen sospechar de mí.

—¿Qué? Estarás de broma. ¿Por qué demonios...? Ah, porque fuiste tú quien encontró su cuerpo, ¿no? Lo había olvidado. Pero supongo que no creerán que mataste también a Tony y a Arnold.

Me encogí de hombros.

—¿Quién sabe? Supongo que tienen que sospechar de toda persona que tuviera relación con las tres víctimas.

—Pero eso es ridículo —dijo Julia—. Sobre todo, en el caso de Craig. Sería mucho más lógico que hablaran con sus contactos en Las Vegas.

—Puede que no sepan nada de eso —dije—. ¿Has hablado ya con ellos? ¿Les contaste lo de su afición al juego?

Ella negó con la cabeza.

—Me llamaron a Nueva York. No estaba en casa, pero dejaron un mensaje diciendo que querían verme cuando viniera al entierro. Les llamé y me dijeron que podía pasarme por allí al día siguiente del entierro, porque no iba a llegar hasta anoche —tomó su copa y le dio un buen trago—. Mary Beth..., hay algo más. Confiaba en que pudieras ayudarme a poner en marcha las cosas.

—¿Qué cosas?

—La venta del libro. El que acabó Craig, ése que quiere publicar Paul Whitmore. Puede que esto te parezca mezquino, dadas las circunstancias, pero necesito dinero líquido. Y me gustaría recuperar parte del dinero que Craig derrochó durante nuestros años de casados.

—Pero ¿cómo? Legalmente, el anticipo y los royalties pasarán a sus herederos. Y Craig y tú estabais divorciados, Julia. Yo no soy abogado, pero, como su ex mujer, seguramente no podrás reclamar parte de su herencia.

Ella soltó una breve risa.

—Dios mío, ¿Craig no te lo dijo? Bueno, supongo que no debería sorprenderme. Mary Beth, Craig y yo estamos casados. O lo estábamos, antes de que muriera. Volvimos a casarnos hace casi un año —me quedé tan atónita que debió de notárseme en la cara. Ella suspiró—. Ya sé, ya sé. Eso brinda un nuevo significado a la teoría de que la gente se casa una y otra vez con la misma persona, ¿no?

—Pero Craig y tú... Si sabías todo eso, ¿por qué diablos volviste a casarte con él?

Ella sacó otro cigarrillo, lo encendió y le dio una profunda calada, como si le fuera la vida en ello.

—Porque fui idiota, ¿por qué va a ser? Me dejé engañar por la misma historia de siempre. Craig juraba que esta vez me sería fiel, que se había dado cuenta de que era la mujer de su vida... Y luego, sorpresa, sorpresa, lo pillé con otra. Quise divorciarme de él inmediatamente, pero él estaba sin un centavo y al final no tuve valor para hacerlo. Pero volví a Nueva York y desde entonces vivíamos separados.

—¿Cuánto tiempo hace que le dejaste? —pregunté.

—Fue una semanas después de casarnos —contestó Julia—. Justo antes de que empezara a escribir Legado perdido. Recuerdo que una noche me llamó y me dijo que nuestra reconciliación le había servido de estímulo para escribir el libro, y que iba a ser realmente bueno.

—¿Os volvisteis a casar aquí, en Los Angeles?

Cosa rara, ella sonrió.

—Llegué en avión para pasar un fin de semana con Craig. Hablábamos mucho por teléfono y de pronto nos pareció natural volver a vernos y ver si funcionaba. Quedamos en el hotel Beverly Hills, que, por cierto, pagué yo. Craig decía que quería agasajarme, pero yo estaba segura de que no podía permitírselo, así que me ofrecí a correr con todos los gastos: las comidas, la habitación, las copas... —se interrumpió, se frotó los ojos y se los dejó tapados un momento. Luego irguió la espalda y prosiguió—. Al acabar el fin de semana, yo estaba segura de que todavía lo quería y él juraba que también me amaba. Nos casamos en una de esas capillas para bodas relámpago, ¿sabes cuáles? Una falsa escritura de propiedad del siglo diecinueve, flores falsas, música enlatada, una ceremonia de media hora... —sonrió de nuevo como si reviviera un buen recuerdo—. Fuimos en coche a Big Sur para pasar nuestra segunda luna de miel y nos alojamos en el Post Ranch Irin. ¿Lo conoces?

Yo asentí con la cabeza.

—Hay una vista preciosa del océano desde los acantilados.

Ella se echó a reír.

—Por la mañana había clases de yoga. Deberías habernos visto, intentando estirar músculos que nunca antes se habían estirado. Luego, por la noche, había un gurú de Esalen, ese sitio de nueva conciencia cósmica, que daba charlas.

—Qué romántico —dije con ironía.

Los ojos oscuros de Julia, los más expresivos que yo había visto, estaban de pronto tan vidriosos que parecían brillar.

—La verdad es que fueron cuatro días fabulosos. Durante la ceremonia apenas podíamos contener la risa, y después no paramos de reírnos hasta que llegamos a Beverly Hills. Lo de Big Sur fue la guinda del pastel. Nos pasábamos las clase de yoga conteniendo la risa —se encogió de hombros, y el exquisito traje de seda que llevaba se arrugó ligeramente sobre sus hombros—. Por alguna razón, fue romántico. No me preguntes por qué.

Yo, que había querido a un hombre con el que era fácil reírse, entendía muy bien sus motivos. Si se le pregunta a las mujeres qué les parecía más sexy en un hombre, la mayoría contestan que su sentido del humor. Tony y yo habíamos ido una vez a una función teatral universitaria tan aburrida que no pudimos parar de reírnos por lo bajo, tapándonos la boca con las manos. Los estudiantes debían de saber de antemano lo mala que era la obra, porque el teatro estaba sospechosamente vacío. Por fin no pudimos soportarlo más y tuvimos que salir a hurtadillas. Durante el trayecto de regreso a casa, no podíamos parar de reírnos. Fue una de las veces que mejor lo pasamos. A mí me habría gustado hacer el amor después, como colofón a la velada. Pero Tony me dio un casto beso en la mejilla y me dejó en la puerta, sola y llena de odio por lo que tendría que hacer para librarme de todos aquellos sentimientos.

Estaba claro que Julia seguía queriendo a Craig, a pesar de sus defectos. Sentí lástima por ella, pues su pérdida podía compararse, en cierto modo, con la mía. En ese momento comprendí que una parte de mí amaría siempre a Tony Price, fuera cual fuese el rumbo que tomara mi vida a partir de entonces.

Estaba cansada por el entierro y por Julia, y medio dormida en mi cama, viendo la tele, cuando sonó el timbre. Corrí a la puerta, confiando en que fuera Lindy. Mi antigua amiga había jurado volver a Los Angeles, pero yo no había tenido noticias suyas desde que la dejara en su casa, un par de días antes.

Pero no era Lindy, sino Patrick Llewellen, que estaba apoyado en el quicio de la puerta y parecía achispado. Llevaba en la mano una botella de vino.

—He pensado que tal vez quieras llorar conmigo a los muertos —dijo—. Como última despedida.

—Da la impresión de que tú llevas llorándoles todo el día —dije con sequedad, y le arrebaté la botella.

—No, sólo estaba de fiesta.

—¿Ah, sí? —puse la botella sobre la barra del desayuno.

—Espera, deja que la abra yo —dijo Patrick.

—Ya está abierta —levanté la botella de Cabernet y vi que sólo le quedaban un par de dedos de vino—. ¿Dónde demonios has estado?

—Oh, aquí y allá. Por bares gays de todo West Hollywood. No son mi tipo, claro, pero sirven para emborracharse.

—No me digas que has estado conduciendo así. ¿Y con una botella abierta? Por el amor de Dios, Patrick.

—No, señora. He ido en taxi. Julia insistió, y pagó ella.

—¿Julia Dinsmore? ¿Ha ido contigo?

—Y también Mark y Gary, los del entierro. Fueron ellos quienes me invitaron, y Julia vino porque pensó que necesitaba a alguien que me metiera en vereda. Además, yo no quería que estuviera sola en el hotel.

Dejar que Patrick se pusiera como una cuba no era precisamente mi idea de meter a alguien en vereda. Aun así, la experiencia de Julia al tratar con un alcohólico tal vez hubiera impedido que Patrick se pusiera peor. Por lo menos le había pagado el taxi y había impedido que condujera.

—Ve a sentarte —dije—. Yo voy a hacer café para que no te arresten por andar haciendo eses cuando vuelvas a casa.

Él se echó a reír.

—¡Andar haciendo eses! ¡Eso tiene gracia!

Yo suspiré.

Patrick se sentó en el sofá y, mientras yo hacía café, se puso a hablar de los viejos tiempos, de cuando Tony y él salían juntos por ahí. Algunas de sus historias eran divertidas, pero al cabo de un rato se le llenaron los ojos de lágrimas y se quedó callado. Pensé entonces que últimamente me salían al paso un montón de pajarillos con las alas rotas. ¿Cómo había llegado a convertirme en la veterinaria del barrio? Puse una gran taza de café negro sobre la mesa baja y me senté en el sofá, junto a él.

—Echas mucho de menos a Tony, ¿verdad? —dije.

Él se llevó la taza a los labios y bebió un trago.

—¡Uf! ¡Qué caliente! —dijo y, dejando la taza, me miró—. Demonios, Mary Beth. La verdad es que Tony Price ni siquiera me caía muy bien.

—¿Ah, no? Pero si ibas a todas sus fiestas. Por lo menos, a las que daba para los publicistas.

—Sí, bueno, todos aparecemos en las fiestas, ¿no? Hasta en las que no queremos aparecer. Forma parte del juego. La hipocresía, el peloteo...

—No sabía que pensaras así.

Me preguntaba si Patrick tenía celos del éxito de Tony, y creo que se me notó en la cara.

—¿Crees que le tenía envidia? ¡Ja! Si tú supieras...

Se interrumpió y yo dije:

—¿Si supiera qué? Vamos, Patrick, suéltalo de una vez. Tú nunca has tenido pelos en la lengua.

Él tomó su taza, sopló el café y dio un largo trago.

—Está bien, pero tienes que prometerme que no se lo dirás a nadie —yo no supe qué decir, y él insistió—. Prométemelo, Mary Beth. O no te lo diré.

—Bueno, supongo que... si tan importante te parece...

—Lo es. El caso es que Tony y yo fuimos buenos amigos. Pero luego él se quemó. ¿Lo sabías?

—Sabía que se estaba cansando de hacer siempre el mismo tipo de libros, pero me había dicho que había empezado a trabajar en algo nuevo y que estaba muy ilusionado.

—En algo nuevo —dijo Patrick con sarcasmo—. Sí, era nuevo, desde luego. ¿Sabes en qué estaba trabajando, Mary Beth? En mi libro. El muy cabrón me robó el libro.

—¿Qué? —Patrick debía de estar más borracho de lo que yo creía—. ¡No puedo creerlo!

—Oh, claro que sí —dijo Patrick—. Tony no robó físicamente el manuscrito. Pero una noche salimos a tomar una copa y cometí la estupidez de hablarle de mi libro. Con pelos y señales. Me había atascado en un párrafo, y pensé que sería divertido discutirlo con otro escritor —profirió una exclamación de enfado y dejó su taza sobre la mesa—. Olvidé lo fácilmente que eso puede acabar en plagio.

—¿Me estás diciendo que Tony te robó tus ideas? —pregunté—. Pero a las ideas no se les puede poner el copyright, Patrick.

—No sólo las ideas. Fue aún peor. Un par de semanas después, estaba en una fiesta en su apartamento. ¿Recuerdas la que dio para celebrar que había ganado el premio Docher? Tony, tú y unos cuantos invitados más estabais en la cocina, y yo fui a buscar lápiz y papel para anotar unas ideas. Abrí un cajón del elegante escritorio que tenía en el cuarto de estar y encontré una sinopsis de cuarenta páginas de un libro. Mi libro, Mary Beth. El libro en el que llevaba meses trabajando.

—No lo entiendo. ¿Quieres decir que escribió una sinopsis parecida?

—¡Maldita sea, Mary Beth, no! Era un duplicado casi exacta de la sinopsis que yo le había enseñado la noche que hablamos. Había un par de párrafos cambiados de lugar y unas cuantas palabras distintas, pero nada más. Me acordé entonces de que Tony no me hizo en realidad ninguna sugerencia, nada que me ayudara a seguir avanzando. Todas las ideas que había en aquella sinopsis eran mías... y estaban en blanco sobre negro, anotadas con todo detalle, con las palabras Tony Price escritas bajo el título. Creo que esa noche grabó nuestra conversación, Mary Beth.

—Dios mío —dije, asombrada—. Jamás hubiera creído que Tony fuera capaz de algo así.

—Pues lo era. Y cuando, después de la fiesta, le planté cara, me dijo que no recordaba en absoluto haber hablado de mi libro esa noche. Dijo que recordaba que fuimos a tomar una copa, pero que creía que habíamos salido a ligar.

—¿A ligar? ¿A Tony le gustaba ir a ligar a los bares?

De pronto me pregunté si alguna vez había conocido de verdad a Tony Price.

—Era una de esas cosas de las que no hablaba mucho, pero algunos lo sabíamos. A veces salíamos juntos, y Tony se ponía a coquetear con cualquier mujer que se le ponía a tiro.

—Pero por el modo en que fue asesinado...

Me di cuenta entonces de que Patrick no sabía lo del consolador chino encontrado en la escena del crimen, pues la policía aún no había hecho público aquel dato, ni el hecho de que desde el principio habían creído que Tony y Arnold eran gays.

Yo, naturalmente, sabía que algunos hombres se empeñan en ligar con mujeres como tapadera. Y que algunos disfrutan coqueteando con mujeres, con tapadera o sin ella.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Patrick.

—Oh, nada —dije, y me apresuré a cambiar de tema.

Pero los ojos de Patrick se dilataron.

—¿Quieres decir que creías que eran gays?

—Bueno...

Patrick sacudió la cabeza.

—Tony se revolvería en su tumba si supiera que pensabas eso. A él le gustaba retratarse como un mujeriego.

Yo sonreí.

—Qué fino eres, Patrick. Ahora se dice playboy, no mujeriego.

—Búrlate de mí, si quieres —dijo él con una sonrisa—. Hay algunas a las que les gustamos los hombres chapados a la antigua.

—Patrick, ¿era el libro de las violaciones del que hablasteis Tony y tú? ¿Era ésa la sinopsis que encontraste?

—No, era el nuevo, el que le di a mi otra agente. No he vuelto a saber nada de ella, por cierto. Le dije que quería volver contigo.

—Bueno, seguramente estará ocupada. ¿Le has dicho a la policía que Tony plagió tu libro?

—No.

—¿Por qué no?

—¿Es que no es evidente? Seguramente pensarían que fui yo quien lo mató.

Yo me quedé mirándolo un momento y luego dije:

—Patrick, tú no lo mataste... ¿verdad?

Sus ojos se llenaron de enojo.

—¿De veras crees que sería capaz? ¿Por un maldito libro?

—No... Bueno, no sé. Si contabas con vender el libro y Tony te lo robó delante de tus...

Él me miró con rabia.

—No he debido contártelo. Si hubiera creído por un instante que ibas a pensar eso, no te lo habría contado. Gracias por tu apoyo, Mary Beth.

—Lo siento —dije—. Quiero apoyarte, de veras, y no creo que lo mataras tú. Pero cualquiera te lo habría preguntado, Patrick. Y si la policía averigua lo que hizo Tony, te lo preguntarán.

Él se levantó y se sacudió los pantalones puntillosamente, a pesar de que no había nada en ellos. Aquel gesto era más bien un tic nervioso.

—Gracias por el café —dijo—. Tengo que volver a casa.

—No tienes por qué irte, Patrick. ¿No quieres saber qué he decidido sobre lo de volver a ser tu agente?

—No. Si es una negativa, no me apetece escucharla ahora. Quizá en otra ocasión.

—Pero...

Iba a decirle que me gustaría volver a representarle, pero antes de que pudiera hacerlo se marchó con los hombros rígidos y el paso envarado. A mí me asombró que se enfadara tanto por una simple pregunta. Me serví un vaso de zumo de naranja, me senté en la terraza y me quedé pensando un rato. Patrick había estado tan encantador como de costumbre. Hasta llevaba una chaqueta de esmoquin de terciopelo burdeos sobre los pantalones, al estilo de Nick Charles en una vieja película. Si Patrick no hubiera sido escritor, seguramente podría haber hecho carrera como actor.

¿Habría estado actuando delante de mí, fingiendo que no tenía nada que ver con los asesinatos de Tony y Arnold?

Pero ¿por qué iba a querer matar a Arnold? ¿Sólo porque estaba allí? ¿Y qué había de Craig?

Sí, pensé. Cualquiera le habría hecho la misma pregunta, aunque sólo fuera porque era extremadamente complicado establecer una relación entre los tres asesinatos. O lo sería, si no fuera por el principio de la navaja de Ockham: la explicación más simple es siempre la mejor.

Yo creo firmemente en ello. Pero ¿qué podía hacer? ¿Cómo podía aplicar esa máxima a aquella situación?

A la mañana siguiente, fui a la oficina para revisar los mensajes telefónicos y el correo y devolver llamadas. Creía a medias que Nia estaría allí y que me diría que le había surgido una emergencia familiar que le había impedido dejarme una nota. Sabía que Dan había hecho correr la voz por la ciudad de que la estaba buscando oficiosamente, pero aún no me había dado noticias.

Si Nia no aparecía pronto, tendría que denunciar su desaparición. Si dudaba en hacerlo, era porque en otra ocasión Nia había desaparecido un día o dos, y luego me había enterado de que había estado con un novio y había perdido la noción del tiempo. Eso decía ella, al menos, y aunque yo no acababa de creérmelo, supuse que, si había desaparecido tan de repente, tenía que tratarse de algo importante. Y, desde entonces, el incidente no había vuelto a repetirse.

En todo caso, ya no me preocupaba mucho que la persona que había entrado en mi oficina se hubiera llevado a Nia y la tuviera retenida como rehén. Como decía Dan, parecía improbable, dado que yo no había recibido ninguna llamada amenazadora, ni oferta alguna para intercambiarla por lo que fuera que estuviera buscando la persona que había entrado en mi oficina. Así que, a fin de cuentas, armar un escándalo y posiblemente avergonzar a Nia en medio de una cita romántica no parecía lo más acertado. De momento.

Tras ocuparme de los mensajes telefónicos y el correo, me senté a mi mesa y empecé a preguntarme qué habría ido buscando la persona que había entrado en la oficina. Los limpiadores habían vuelto a apilar los manuscritos, y yo había pagado a uno de ellos un extra para que hiciera una lista de todos los manuscritos y de quién los había mandado. Sabía, por lo tanto, qué había en aquellos montones, pero aquella información no me daba ninguna pista.

Por fin cerré los ojos y me imaginé mis cajones y mis archivos y todo lo que Nia, siguiendo mis instrucciones, o yo habíamos guardado en ellos. Tras cinco minutos de reflexión, se me ocurrió una idea: la persona que había hecho aquello no había tocado mi sala de ejercicios.

A simple vista, allí no parecía haber gran cosa, salvo aparatos de gimnasia. Pero detrás del biombo donde Nia y yo nos cambiábamos de ropa, había una gran caja fuerte empotrada dentro de un armario. La caja la había instalado un inquilino anterior, pero yo nunca la usaba para guardar dinero ni cosas valiosas. Hasta que me mudé allí, no tenía en realidad ningún objeto de valor. En cuanto al dinero, sólo guardaba una pequeña cantidad en el cajón de mi mesa. Las compras de mobiliario o de material de oficina las realizaba con mi tarjeta de crédito.

Las cosas que solía guardar en la caja fuerte, a menudo sólo por diversión, eran restos de material de los escritores a los que representaba. Como he dicho, los escritores pueden ser un hatajo de paranoicos, y a veces las cosas que les preocupan no tienen ni pies ni cabeza. Algunos, por ejemplo, me mandan regularmente los primeros borradores impresos de sus libros, acompañadas por copias en disquetes o en discos compactos. Les da miedo que haya un incendio en su casa, o que se les estropee el ordenador y pierdan el libro. Esas cosas pasan, naturalmente, pero ellos no entienden que normalmente en la oficina de un agente literario todo se pierde en un maremágnum de manuscritos y otras formas de caos. Sería mucho mejor que contrataran una caja de seguridad en su banco o que les enviaran por e-mail sus manuscritos a algún amigo.

Mis autores me mandan también a veces fotos de familia y recetas. Una en concreto me había mandado un montón de notas de investigación, escritas a mano, que quizá en algún momento pudieran servirle para su libro. El libro se había vendido hacía años, y ella nunca había vuelto a preguntar por sus notas.

La primera vez que vi la caja fuerte, pensé ¿por qué no? Tal vez nunca guardara nada de valor en ella, pero seguramente a los escritores les reconfortaría saber que su material estaba a buen recaudo. Así que era allí donde guardaba cosas que apenas miraba, en cuanto me daba cuenta de lo que eran.

De pronto me preguntaba si habría algo de valor en esa caja en lo que yo no había reparado. Algo que pudiera conducir al asesino de Tony, Arnold y Craig. Me aseguré de que la oficina estaba cerrada con llave y crucé la puerta que comunicaba mi despacho con la sala de ejercicios. Detrás del biombo no había gran cosa, pero Nia y yo guardábamos allí una muda de ropa limpia de trabajo y unos zapatos, por si surgía una emergencia. Nunca hablábamos expresamente de la clase que emergencia que podía surgir, pero las dos habíamos visto la película Volcán, en la que la ciudad de Los Angeles quedaba sumergida bajo lava líquida. Tal vez pensábamos que podíamos necesitar una muda para reunirnos con los supervivientes, si la ficción llegaba a hacerse realidad.

Aparte de los trajes de negocios, había unos chándales y otras prendas deportivas que, por simple coincidencia, ocultaban la caja fuerte. Abrí la puerta, saqué la caja marrón, llena de papeles, que contenía y me la llevé a mi despacho. Allí desplegué los papeles sobre la mesa y empecé a revisarlos uno por uno.

Al cabo de un rato empecé a desanimarme. La mayoría de los papeles que contenía la caja estaban desfasados y podían tirarse a la basura o ser devueltos a sus propietarios, una cosa más que hacer. Así pues, me quedé de piedra cuando vi un sobrecito azul con el nombre de Craig Dinsmore garabateado en la parte delantera de puño y letra de Nia.

Abrí el sobre con manos temblorosas, porque de pronto comprendí que había encontrado un filón. El sobre parecía relativamente nuevo, y recordé vagamente que lo había guardado en la caja fuerte hacía no mucho tiempo. Había dado por descontado que estaba lleno de esas oscuras divagaciones que Craig me había enseñado otras veces, cuando estaba bebido.

En aquel momento, no sabía aún que Craig había dejado de beber. De haberlo sabido, casi con toda seguridad habría abierto el sobre. Pero estoy segura de que, cuando Nia lo puso sobre mi mesa sin dejarme una nota, lo dejé arrumbado hasta el día que lo guardé en la caja fuerte.

Dentro había una sola hoja de papel, escrita a mano y con un lápiz poco afilado. La letra estaba borrosa, así que alisé el papel sobre la mesa para verlo mejor.

Era una lista de compañías farmacéuticas, desde Eli Lilly hasta GlaxoSmithKline y otras muchas, algunas de las cuales yo no conocía de nada. Cada nombre estaba tachado con una raya, como si Craig los hubiera eliminado o no sirvieran a sus propósitos. Pero el antepenúltimo de la lista era Courtland Pharmaceuticals. Craig había subrayado aquel nombre dos veces.

Me quedé de una pieza. ¿Qué clase de relaciones podía tener Craig con la compañía de la que eran propietarios Roger Van Court y su padre? ¿Se trataba únicamente de una extraña coincidencia, o de una respuesta al enigma del asesinato de Craig Dinsmore?

Estuve dándoles vueltas a estas cosas de camino a casa, y a eso de media tarde creí hallarme en el buen camino. Me preparé una taza de café y puse unas galletas saladas y un poco de queso en un plato. Me lo llevé todo al cuarto de estar, me senté ante el ordenador y me conecté a la red. Fui a Google.com y escribí en la línea de búsqueda «libros no ficción vida de las estrellas», la clase de manuscrito que había visto en la habitación de Craig.

Aquellas palabras no dieron el resultado que andaba buscando, así que probé con «estrellas de Hollywood al descubierto». Di con un montón de páginas sobre estrellas de Hollywood que exhibían sus cuerpos desnudos en revistas y calendarios. Las hojeé y finalmente encontré lo que estaba buscando.

Me dieron ganas de ponerme a gritar, de darme palmaditas en la espalda y de dar brincos de alegría. Pero no había tiempo para eso. Me metí en el coche y me fui a la biblioteca más cercana. Allí busqué y encontré un libro de los años cuarenta llamado La oportunidad lo es todo. Me lo llevé a una mesa, lo abrí y eché un vistazo a las primeras diez páginas. Mi sonrisa debía de parecerse a la del gato Cheshire.

Luego llamé al teniente Davies, de la policía de El Segundo, y le pedí permiso para ver el contenido del escritorio de Craig. Él me hizo notar en tono no muy cordial que, dado que se trataba de pruebas, no podría verlas hasta después de que se celebrara el juicio.

—¿El juicio? —me pregunté si se refería al mío, y si habría cometido un error al llamarlo. Tal vez no debería haberle recordado mi existencia.

—Vamos a atrapar a quien mató a Craig Dinsmore —me dijo el teniente Davies—. Y puede estar segura de que habrá un juicio.

—Ah. Bueno, espero que tenga razón —dije con viveza—. Que encuentren al asesino, quiero decir.

Colgué y procuré sacudirme la sensación de inminente peligro que se había apoderado de mí al oír la voz del teniente Davies. Tenía que mantener la mente despejada y no permitir que nada se interpusiera en mi camino para hacer lo tenía que hacer.

Que era apoderarme de aquella prueba. Llamé a Dan y le dejé un mensaje en el buzón de voz. Cuando me devolvió la llamada, dije:

—¿Hay alguna forma de conseguir una lista de las pruebas que se llevaron de la habitación de Craig?

—¿Has probado a pedírselo a la policía de El Segundo?

—Sí, y fue de gran ayuda. El teniente Davies me adora, ¿sabes? Prácticamente me pidió una cita.

—Conque una cita, ¿eh?

—Puedes apostar a que sí. De ésas en las que él llega con dos fornidos agentes para llevarme a la cárcel.

Dan se echó a reír, pero luego dijo, muy serio:

—Yo no bromearía mucho con eso, si fuera tú. Podría pasar.

—No creas que no lo sé. Mira, tengo que ver las cosas de Craig cueste lo que cueste. Todo lo que había en esa habitación. Creo saber algo sobre el asesino de Craig y, si puedo demostrarlo, le cargarán el muerto a otro y no a mí.

—¿A quién, por ejemplo?

—No quiero decírtelo hasta que esté segura. Pero te aseguro que es un notición.

Se hizo un breve silencio.

—Está bien —dijo—. Veré qué puedo hacer. Pero sólo si soy el primero en saberlo.

—De acuerdo. ¿Aún no sabes nada de Nia?

—No. He llamado a los hospitales y a varios cuerpos de policía de los alrededores. Pero nadie la ha visto. Lo cual, en cierto sentido, es una buena noticia.

—¿Te refieres a que no está muerta?

—Bueno..., no, que nosotros sepamos.

—Vaya, gracias por ser tan positivo. Oye, avísame en cuanto sepas algo de esas pruebas.

—A sus órdenes, señora.