Capítulo 3

Lindy había llamado a mi puerta a la una y media de la madrugada y, según el reloj de la repisa, de la chimenea, eran poco más de las tres cuando me desperté, creyendo haber oído un ruido en la terraza. Me senté sin hacer ruido y me acerqué a las puertas dobles, parecidas a las del dormitorio. No había luna y resultaba difícil ver si había alguien allí fuera. Pero más difícil aún resultaba oír algo con el rugido del mar. Me reprendí por no haber cerrado con llave las puertas, salvo la de la calle. Había apagado, sin embargo, las luces del cuarto de estar y ello me tranquilizó en parte. Mucho tiempo atrás, en unas clases de defensa personal, había aprendido que es mejor estar a oscuras si entra un extraño en tu casa. El intruso no conoce la casa, pero tú sí, lo cual significa que puedes moverte mejor que él en la oscuridad.

Las linternas, por otro lado, pueden ser muy útiles. Me agaché, casi pegada al suelo, y entré de esa guisa en la cocina. Me disponía a echar mano de la única linterna que tenía en el cajón de las herramientas cuando oí que las puertas que daban de la terraza al dormitorio se abrían bruscamente, golpeando las paredes. Lindy gritó.

Agarré la linterna y corrí al dormitorio, gritando:

—¡Fuera! ¡Fuera de mi casa! —técnica que también había aprendido en una clase: había que sorprender al intruso para desestabilizarlo.

Estúpida de mí, no me acordé sin embargo de quedarme pegada a un lado de la puerta, por si acaso el intruso iba armado. Aquella idea se me pasó por la cabeza sólo un instante antes de que una bala pasara silbando junto a mi oreja. No oí ningún estallido, sino más bien un golpe seco y suave, y enseguida comprendí que el intruso debía de llevar una pistola con silenciador. Me tiré al suelo y estiré el brazo todo lo que pude. Luego encendí la linterna y apunté hacia una figura grande y oscura que había junto a la cama. Era tan grande que podía ser la silueta de un hombre, provisto de pasamontañas y vestido todo de negro. El halo de luz me permitió ver a Lindy acurrucada contra el cabecero de la cama, tapada hasta el cuello con la sábana, y con los ojos abiertos de par en par por el horror.

Otra bala zumbó y se incrustó en el suelo, junto a la linterna. Rodé unos ochenta grados y eché mano del bate de béisbol que siempre tenía junto al armario. Pero a esas alturas el intruso parecía haberse acostumbrado a la oscuridad, pues se abalanzó sobre mí antes de que pudiera agarrar el bate. Me rodeó el cuello con un brazo y me cortó la respiración al tiempo que me clavaba la rodilla en la espalda para impedir que moviera la parte inferior del cuerpo. Yo no podía patalear, ni defenderme en modo alguno. Empecé a ver chiribitas, pequeños destellos luminosos que parecían anunciarme que pronto me hallaría sumida en una oscuridad eterna.

Sin embargo, justo cuando pensaba que iba a palmarla, mi agresor se desplomó sobre mí. Unos segundos después, se levantó con esfuerzo y, profiriendo maldiciones entre dientes, pasó corriendo a mi lado, apartó de una patada la linterna y salió al cuarto de estar.

—¡Mary Beth! —gritó Lindy—. ¿Estás bien?

Me levanté de un salto y vi que Lindy tenía en las manos el bate de béisbol. Sin duda era eso lo que había hecho caer al intruso. La pequeña Lindy Lou le había arreado a aquel cabrón con el bate. Yo me llevé dos dedos a la boca.

—Chist. Creo que todavía está ahí.

—Oh, Dios mío —musitó ella—. ¿Sabes quién es? ¿Es Roger?

Yo la miré con extrañeza a la luz tenue de la habitación.

—No le he visto la cara. ¿Por qué crees que es Roger? —no contestó. Al oír un estruendo en el cuarto de estar, dije—: ¡Es igual!

La agarré de la mano, recogí el albornoz que no se había puesto y la empujé, desnuda, hacia la terraza y la escalerilla de madera que llevaba a la playa.

—Espera, Mary Beth. ¿A dónde vamos? ¡Necesito mi ropa!

Yo no hice caso de sus gritos y la llevé a rastras por la playa, hacia las sombras, lejos de los focos que la gente que vive en los alrededores dirige hacia las olas.

—Ponte esto —le dije—. ¡Deprisa!

Mientras se ponía el albornoz azul oscuro, yo seguía tirando de ella, ansiosa por alejarme cuanto antes de la casa. Admito que estaba aterrorizada. Nunca en mi vida me habían disparado, ni había entrado nunca un intruso en mi casa. No sabía adonde iba y corría por instinto, intentando poner distancia entre la casa y nosotras.

Entonces me acordé de Patrick. Patrick Llewellen, un escritor al que en otro tiempo había representado y que vivía sólo cinco casas más allá de la mía. Tiré de Lindy, que se había vestido a medidas con el albornoz, en dirección a la moderna casa de tres plantas de Patrick. Ella avanzaba a trompicones, y yo sólo podía confiar en que lograra subir las escaleras.

Sin dejar de tirar de ella, subí corriendo los peldaños que daban a la terraza de Patrick, llena de palmeras plantadas en macetas e iluminadas por las luces coloridas de Malibú.

Mierda. Había olvidado que Patrick tenía las luces de la terraza encendidas toda la noche, sin falta. Deberíamos haber dado la vuelta hasta llegar a la fachada delantera. Pero yo no había tenido tiempo de pensar con claridad, así que tendríamos que conformarnos con la terraza. Empecé a aporrear una de las puertas correderas de cristal y luego la otra y la otra, confiando en despertar a Patrick. Pero él no contestó. Dios mío, ¿y si estaba pasando la noche fuera? ¿Y si no podíamos entrar?

—¡Mary Beth, mira!

Miré hacia donde me indicaba Lindy y vi que una figura de negro corría hacia nosotros por la playa. Estaba a menos de tres casas de distancia. Me acerqué corriendo a otra puerta y empecé a aporrearla.

—¡Patrick! —grité—. ¡Si estás ahí, déjame entrar! ¡Soy Mary Beth!

La espera se hizo interminable, pero al fin se encendió una luz en el interior de la casa y una cortina se descorrió.

—Por el amor de Dios, Mary Beth, ¿qué haces aquí? —dijo Patrick al tiempo que abría la puerta corredera.

—¡Déjanos entrar! ¡Aprisa!

No perdí tiempo en delicadezas y entré apartándolo de un empujón, seguida por Lindy. Una vez dentro, cerré la puerta y eché las cortinas.

—Ha entrado alguien en mi casa —dije, intentando recuperar el aliento—. Y nos ha disparado. ¡Está ahí fuera, Patrick! Tengo que llamar al sheriff.

Patrick no estaba en pijama, ni daba la impresión de haber estado durmiendo. Llevaba una bata de seda verde oscura sobre los pantalones y una camisa blanca con el cuello abierto, y parecía de los pies a la cabeza un ídolo de la pantalla, de no ser por su nariz, que era más bien tirando a grande. Eso me gustaba de él; impedía que fuera demasiado guapo.

Él se había quedado boquiabierto por la impresión.

—¡No puedo creerlo! ¿Quién iba a hacer algo así? —miró a Lindy.

—Es una amiga —dije, todavía jadeante—. ¿Podrías...? Mira, aquí hay demasiada luz.

La luz procedía de una lámpara Tiffany que había junto a un sillón de piel. Me incliné y la apagué. Quedó sólo un leve resplandor procedente de la cocina, que se hallaba al otro lado del comedor.

—Lo siento muchísimo, Patrick. Sé que esto es un atropello, pero tengo que llamar al sheriff. Mientras lo hago, ¿podrías prepararle una infusión a Lindy? Cualquier cosa. Creo que está en estado de shock.

—Le pondré un chorrito de whisky a la infusión —dijo él, asintiendo con la cabeza—. El teléfono está ahí, junto a la lámpara que acabas de apagar —sacudió la cabeza—. Siempre has sido una mandona.

—Perdona. Pero, antes de que te vayas, ¿están todas las puertas cerradas con llave?

—Sí. Y perdona que haya tardado tanto en llegar a la puerta, Mary Beth. Estaba abajo, en la caverna, trabajando.

Yo sabía desde hacía años que la caverna de Patrick era una habitación sin ventanas del sótano, el único lugar de la casa donde podía escribir, pues las magníficas vistas de las demás habitaciones distraían su atención.

Levanté el teléfono y marqué el 911. Mi respiración se había apaciguado un poco, pero me dolía el costado. Lindy estaba acurrucada en una silla, con la cabeza agachada, retorciéndose las manos. Respiraba con dificultad, y me acordé de que antes de llegar a mi casa se había dado una buena caminata. La pobre debía de estar hecha polvo.

Cuando contestó la agente de guardia, le conté lo ocurrido y le pedí que mandaran un coche patrulla para que echara un vistazo antes de que mi amiga y yo volviéramos a casa. La agente me dijo que mandarían a alguien enseguida y que esperáramos en casa de Patrick hasta que llegara el ayudante del sheriff para avisarnos de que podíamos volver con tranquilidad.

Colgué, me acerqué a las puertas correderas de cristal y retiré un poco la gruesa cortina de brocado para ver si había alguien fuera. De haber habido alguien, las luces exteriores le habrían dejado al descubierto, y con un rápido vistazo me bastó para comprobar que la terraza estaba desierta. En cuanto a la playa, no podía estar segura.

Volví a colocar la cortina en su lugar, encendí la lámpara otra vez y miré a Lindy. Acababa de oír el pitido de una tetera y comprendí que Patrick regresaría enseguida con la infusión. Antes de que volviera, quise averiguar un par de cosas acerca de mi vieja amiga Lindy Lou.

—¿Por qué has pensado que podía ser Roger? —pregunté sin contemplaciones, poniéndome delante de ella con los brazos cruzados.

—No lo sé —dijo con un estremecimiento, y vi que le castañeteaban los dientes—. Supongo que le tengo miedo desde hace tanto tiempo que fue lo primero que se me ocurrió.

—¿Y por qué le tienes miedo? —inquirí.

—¡Ya te he dicho lo que ha hecho, Mary Beth! Me echó a la calle sin nada. ¿Cómo no voy a tener miedo de lo que pueda hacerme?

Yo no dije nada, pero tuve la nítida impresión de que Roger la había maltratado. Tenía buenas razones para sospecharlo. Eché mano de una manta de piel sintética que había sobre el sofá de Patrick y tapé a Lindy con ella.

—Ten, esto te hará entrar en calor.

Patrick regresó en ese momento con la infusión y no hubo más tiempo para confidencias. Además de la bandeja con la infusión, Patrick llevaba en el brazo un jersey de cachemira que, tras depositar la bandeja sobre la mesa, me echó sobre los hombros, anudándome las mangas al cuello.

—Gracias —dije, y sonreí con cierta torpeza. Me resultaba tan extraño que alguien se ocupara de mí...

Lo miré mientras él le llevaba una taza a Lindy. Ella sonrió.

—Gracias —dijo con vocecita de niña pequeña, y se puso a beber el té.

En una de las paredes había una gran chimenea de piedra. Patrick se acercó a ella y pulsó un interruptor. El fuego de gas comenzó a arder alrededor de los falsos troncos. A mí me pareció que ya sentía su calor.

Patrick se frotó las manos como si acabara de remover los troncos con un atizador. Dio media vuelta, se sentó en una silla, frente a mí, y suspiró.

—Bueno, eso está mejor, ¿no?

Apoyó los pies en una otomana y vi que no llevaba zapatos, sino unos calcetines de rombos, lo cual me hizo sonreír. Había olvidado cuánto le gustaban a Patrick los calcetines de rombos. Al mirar a Lindy, vi que había dejado la taza de té sobre la mesa, junto a ella, y que parecía haberse adormilado. Bien. Al parecer, le hacía mucha falta descansar. Me recliné en mi butaca, con la taza en la mano, y dije:

—No sé cómo agradecerte que nos hayas dejado pasar, Patrick. La verdad es que no estaba muy segura de que quisieras hablar conmigo.

Una faceta esencial del oficio de agente literario, al menos para mí, es tener contentos a los autores y ayudarles a creer que pueden alcanzar el éxito. Muchos buenos escritores se desaniman tras una o dos cartas de rechazo y no vuelven a escribir. Tienen que aprender a olvidarse de las negativas y a seguir adelante. En el caso de Patrick, sin embargo, era yo y no un editor quien había rechazado su último libro unos meses atrás. Era un libro oscuro que incluía violaciones en serie; un libro demasiado sórdido para mi gusto. Yo había alcanzado una posición desahogada que me permitía rechazar los manuscritos que por alguna razón no eran de mi agrado, y aunque no me hacía ninguna gracia perder a Patrick, él se había empeñado en escribir En peligro. Estaba claro que en algún momento habíamos llegado a un callejón sin salida, y finalmente yo había tenido que dejarlo marchar. Patrick se había mostrado resentido al principio, pero después yo me había enterado de que tenía una nueva agente y acababa de vender su libro por casi siete cifras. Al parecer se dejaba ver en los mejores restaurantes de la ciudad, siempre con una sonrisa en la cara.

Ahora que había perdido a Tony y a Craig, casi deseaba haber sido yo quien le hubiera conseguido ese contrato a Patrick. Pero, en fin, eso era agua pasada.

—No seas boba, Mary Beth —me dijo—. Claro que quiero hablar contigo. Reconozco que al principio me enfadé bastante, pero sólo porque me sentía a la deriva. Pero ahora me va de maravilla. ¿Te has enterado de que estoy con Nolan-Frey?

—Sí. Es una agencia muy importante. Y tengo entendido que te han conseguido un contrato fabuloso.

—Sí, bueno, es... Quizá no debería decirte esto, pero todavía estamos en fase de negociaciones, no hay nada seguro. Pero las cosas van bien.

Las agencias como Nolan-Frey aceptaban a autores cuya obra les gustaba y luego les ayudaban a pulir su estilo e incluso a rescribir sus libros si lo creían preciso. Como médicos de libros, sólo que no pasaban factura hasta que el libro se vendía, con suerte incluso con la posibilidad de ser llevado al cine. Conseguían, por lo general, importantes contratos cinematográficos con mucho presupuesto y grandes estrellas, mientras que un escritor corriente que trabajase con un agente cuyos vuelos no fueran tan altos podía conseguir a lo sumo unos dos mil quinientos dólares por la compra de los derechos, y lo más probable era que la película no llegara nunca a hacerse. Las grandes agencias, como CAA y Nolan-Frey, obtienen mayores beneficios para el autor, pero no aceptan a cualquiera. Yo sospechaba que en Nolan-Frey habían aceptado a Patrick en parte por su talento y en parte porque yo había sido su agente.

No es que los libros de Patrick no se vendieran bien, pero en el momento en que me dejó estaba más o menos empezando de nuevo tras tres años sin publicar, lo cual significaba que, teniendo cuenta que cultivaba el género de la novela de misterio, Nolan-Frey habría tenido ciertos problemas para convencer a los editores.

—He oído decir que te han conseguido un contrato muy bueno, de seis cifras —dije—. Me alegro mucho por ti, Patrick, de veras. Y lamento que las cosas salieran tan mal entre nosotros.

Él puso una expresión apesadumbrada.

—Yo también. Te echo de menos, Mary Beth. Entiendo lo del libro. Cuando te gustaba mi trabajo, eras la mejor agente del mundo, y si ese último no acababa de gustarte, en fin... —se encogió de hombros—. Supongo que pasar página fue lo mejor para los dos.

—Seguro que sí. Me alegra mucho que te vaya tan bien con tu nuevo agente.

—Entonces, si mi libro se convierte en una película de cientos de millones de dólares, ¿no lamentarás haberme dejado escapar? —preguntó él con una sonrisa.

—¡Ya lo creo que sí! —reí—. Pero, si das una fiesta para celebrarlo, vendré encantada —levanté una ceja y añadí—: Porque me invitarás, ¿no?

—Serás la primera de mi lista, Mary Beth. Nunca olvidaré lo que has hecho por mí. De hecho, le he estado dando vueltas a una cosa. ¿Te gustaría que saliéramos a cenar alguna vez? —ante mi evidente sorpresa, él sonrió—. Sería como en los viejos tiempos. Como en los tiempos antiquísimos, antes de que los negocios se metieran de por medio. Los negocios, y Tony. Quiero decir que daba la impresión de que había algo entre vosotros.

—No, qué va —repuse yo—. Tony y yo sólo éramos amigos. ¿Te has enterado de lo que ha pasado?

—Salió ayer en las noticias de la noche. Y lo de Arnold también. Es espantoso.

—No tuve ocasión de ver las noticias. ¿Dijeron algo sobre Craig?

—¿Sobre Craig Dinsmore? —sus ojos se agrandaron—. ¿Es que le ha pasado algo?

—Hoy lo he encontrado muerto en la habitación del motel donde vivía. Mejor dicho, ayer. A mediodía.

—¡Cielo santo, Mary Beth! Esto parece ¿Quién está matando a los grandes chefs?, sólo que en este caso se trata de... en fin, de tus autores —frunció el ceño—. ¿Crees que debería contratar a un guardaespaldas?

—Lo dudo —dije con sorna—. Como ya no estás conmigo, yo diría que estás a salvo. Pero tal vez prefieras pedirle consejo al sheriff.

Él se quedó callado y pareció sopesar la posibilidad de que su vida corriera peligro. A decir verdad, hasta que Patrick lo había expresado de aquel modo, yo no había considerado la cuestión desde ese punto de vista: no había reparado en que alguien estaba asesinando a mis autores. A fin de cuentas, Arnold también había muerto, y él era sólo mi ex.

Luego me acordé de que unos años antes había negociado la venta de un libro sobre diseño de juguetes que había escrito Arnold, lo cual me convertía también en su agente.

Pero aquella idea era ridícula. ¿Quién iba a querer eliminar a mis autores? ¿O a mí? No, allí pasaba algo más. Estaba segura de ello.

Lindy, que llevaba un rato dormida en el sillón mientras el té con whisky se enfriaba en la mesita que tenía a su lado, se removió. De pronto se sentó y miró asustada a su alrededor.

—¿Qué? ¿Dónde... dónde estoy?

La manta de piel sintética cayó al suelo y me acerqué para recogerla y ponérsela sobre el regazo.

—Toma, arrópate. Estamos en casa de un amigo mío, ¿recuerdas? Patrick Llewellen. Antes era uno de mis autores. Estamos esperando a que llegue el sheriff y nos diga si podemos volver a mi casa.

Lindy miró hacia la puerta corredera de cristal por la que habíamos entrado.

—¿Y si... y si quien nos ha seguido por la playa está ahí fuera? ¿Y si está esperando a que salgamos?

—He visto el reflejo de unas luces rojas ahí delante —dije—. Estoy segura de que los ayudantes del sheriff ya están allí. Seguramente también revisarán la playa. Además, voy a pedir que algún agente nos acompañe a casa —al ver que no parecía muy convencida, añadí—: ¿Quieres que te caliente el té? Lleva whisky. Te calmará los nervios.

—Ya lo he notado —dijo ella, haciendo girar los ojos—. Gracias, Mary Beth. No sé qué habría hecho sin ti esta noche.

Me pareció de nuevo que sus palabras ocultaban un sentido distinto, pero lo dejé correr de momento. Entré en la cocina mientras Patrick permanecía sentado en la otomana, delante de Lindy, a la que hablaba en tono tranquilizador. Casi había olvidado ese rasgo de Patrick: lo tranquilizador que podía ser en caso de apuro. Esa era una de las cosas que perdí cuando rompimos. Eso, y el sexo, el cual, bien mirado, no era tan malo como yo había intentado recordar.

* * *

Los ayudantes del sheriff llegaron por fin y estuvieron hablando con nosotros en el cuarto de estar de Patrick. Querían saber, antes que nada, quién era Patrick y cómo habíamos acabado allí. Yo se lo expliqué y ellos pasaron al asunto del registro de mi casa.

—No hemos encontrado al intruso —dijo uno de los ayudantes—. Pero la puerta de la calle estaba abierta de par en par. ¿La dejó usted así?

Yo negué con la cabeza.

—Ese tipo salió del dormitorio y entró en el cuarto de estar. Nosotras salimos a la terraza por la puerta del dormitorio, y luego echamos a correr por la playa. Cuando llegamos aquí, vimos que alguien nos seguía. Estaba a unas tres casas de aquí.

—¿Y dice que les disparó?

—Sí, en el dormitorio. Yo entré corriendo cuando oí gritar a mi amiga.

El policía que me estaba interrogando miró a su compañero.

—Encaja con lo que hemos encontrado en la casa —dijo y, volviéndose hacia mí, añadió—: Tuvo usted suerte —yo sentí un escalofrío al recordar la perturbación del aire al pasar las balas silbando junto a mi oreja—. Hemos comprobado la carretera y la playa —continuó él—, y no hemos encontrado a nadie. Por lo menos, a nadie que no debiera estar allí. Pero vamos a acompañarlas a casa para echar otra ojeada antes de irnos.

—Gracias —dije, y me volví hacia Lindy—. ¿Estás lista?

Ella se levantó y se acercó a mí como si temiera alejarse demasiado. Yo me volví hacia Patrick, le devolví la manta y dije con una media sonrisa:

—Bueno, buenas noches, entonces. Ha sido una velada encantadora.

—Te llamaré —dijo él mientras nos acompañaba a la puerta, rodeándome los hombros con el brazo.

Yo tardé un momento en reaccionar.

—Ah, para la cena. Claro. Llámame. Será divertido.

Los ayudantes del sheriff se marcharon de mi casa y yo dejé a Lindy acostada en la cama a tiempo de ver cómo el cielo se aclaraba sobre el océano. Comprobé que la puerta de la calle y las ventanas estaban bien cerradas y luego me di una ducha. Tras preparar café de Sumatra bien cargado, me llevé una taza a la terraza, junto con un periódico atrasado. Mi silla Adirondack estaba empapada, como siempre, debido a la ligera bruma. Puse el periódico sobre ella para que no se me mojaran los vaqueros. Hacía frío y me había puesto sobre la camiseta limpia una sudadera con capucha. Pero estábamos en junio y a las diez el sol calentaría con fuerza.

Yo siempre había soñado con vivir en la playa No me engañaba, sin embargo. Ahora que Tony estaba muerto y que el nuevo contrato de Craig pendía de un hilo, tal vez no pudiera permitirme una casa en Malibú y una oficina en Century City. No me iría mal, porque había hecho algunas inversiones en la bolsa y tenía ciertos ahorros gracias a que había vendido las peores acciones antes de que se desplomaran. Además, seguiría recibiendo las comisiones de los royalties de Tony, que tal vez fueran más sustanciosas que nunca, ahora que había sido asesinado.

Es curioso que los escritores y los artistas muertos vendan mucho más después de su fallecimiento. Es como si los lectores quisieran introducirse en sus cabezas para averiguar quiénes eran y por qué murieron. Pero, en el caso de los escritores de ficción, se trata de un malentendido. Una obra de ficción contiene por lo común fragmentos y retazos de la vida del escritor y de las de su padres y vecinos, y hasta de la de alguna persona a la que el escritor conoce paseando a su perro. Contiene también la tira de personajes que el escritor puede haber visto en televisión o en el cine. Sería difícil para un autor escribir sobre sí mismo todo el tiempo, pues según se dice sólo existen treinta y seis argumentos en todo el mundo. El truco consiste en narrarlos de manera distinta y más original cada vez. Y para eso hay que tener a mucha gente en la cabeza. A veces me pregunto cómo lo hacen. Sobre todo, los que escriben sobre asesinos en serie. ¿Cómo pueden almacenar todo ese horror en sus cabezas durante el tiempo que tardan en redactar el manuscrito, y no verse afectados por él?

En cuanto a Tony y mis comisiones a cuenta de sus royalties, me figuraba que con ellas, sumadas a las comisiones de mis otros autores, podría mantenerme durante una temporada. Pero la propiedad inmobiliaria en los alrededores de Los Angeles, y en especial allí, en la playa, estaba por las nubes. Los plazos de la hipoteca de mi casa y de la oficina de Century City acabarían rápidamente con el dinero que pudiera ganar en un futuro cercano.

Pero así era la vida de un agente, y también la de todas las personas que formaba el mundillo literario y de la farándula de Los Angeles. Unas veces arriba y otras abajo. Y así sucesivamente. Como una montaña rusa. Se trataba de eso, o de llevar siempre encima un frasquito lleno de cocaína. Conozco a varios que lo hacen, e inevitablemente acaban engañando a sus clientes y quedándose con su dinero. Cobran los cheques en concepto de royalties llegados de allende el mar sin decirles a sus clientes que los han recibido, y con ese dinero se pagan su adicción y sus vidas de altos vuelos. Hasta que alguien descubre el pastel. Entonces pierden a todos sus clientes, varios de los cuales han acudido a mí con la historia de su traición a sus cuestas. Después de eso, un autor tarda mucho tiempo en volver a confiar en los demás, pero pese a todo algunos escritores importantes que habían pasado por esa situación llevaban años trabajando conmigo.

Tenía que haber alguien dentro de ese grupo, pensé. Alguien que estuviera escribiendo un best seller en ese preciso momento. Tendría que revisar mi lista de autores y comprobar qué libros se traían entre manos, a ver en qué proyecto podía invertir todas mis energías. Tal vez después de todo no estuviera tan mal volver a colaborar con un autor para darle forma a su libro..., página infumable tras página infumable.

«Dios mío, apiádate de mí».

Suspiré, me bebí el café, que se había enfriado rápidamente, y me puse a pensar en Lindy y en lo sucedido la noche anterior. ¿Sería Roger quien había irrumpido en mi casa? La razón principal de que hubiera acogido a Lindy era que yo sabía algo de Roger que ella ignoraba, y sentía lástima por ella. Pero ¿qué iba a hacer ahora con ella?

La propia Lindy, que acababa de aparecer en la puerta con una taza de café en la mano, respondió a mi pregunta.

—Me iré enseguida —dijo—. Pero quería hablar contigo primero.

—Ven, siéntate —dije, dándole una palmada al asiento de la silla que había junto a la mía—. Espera, está mojado. Voy a poner unas hojas de periódico encima.

Desplegué unas cuantas páginas secas del periódico y Lindy se dejó caer en la silla exhalando un suspiro cansino. Recostó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos.

—Me siento tan inútil... No sé por qué vine aquí, Mary Beth. No sabía dónde ir, y tenía la sensación de que estaba perdiendo la cabeza. Para siempre, quiero decir. Porque supongo que en realidad llevo años perdiéndola.

—¿Quieres contarme por qué te echó Roger? —pregunté.

Ella me miró un instante y luego apartó los ojos.

—No es una historia muy divertida.

—¿Se enfadó por algo que hiciste? —pregunté—. ¿Por otro hombre?

—Cielos, no. Bastante dura era mi situación en casa como para encima buscarme otro hombre —pareció pensarse un momento si debía contármelo o no y por fin dijo—: Descubrí algo sobre Roger. Algo terrible —dejó escapar una risa amarga—. Menudo matrimonio, ¿eh? Los reyes de la fiesta de antiguos alumnos, la pareja perfecta. Los que tenían el mundo a sus pies.

Yo no respondí, pero me pregunté cuánto podía arriesgarme a contarle. Creía saber lo que Lindy había averiguado sobre Roger. No en detalle, desde luego, pero sí en líneas generales. Pero, si resultaba que estaba equivocada, sólo conseguiría agitar otro avispero.

En el instituto, yo estaba loca por Roger Van Court. Roger era el niño rico de la clase, pero a mí no me impresionaban ni su dinero ni el hecho de que fuera capitán del equipo de fútbol. En todo caso, veía esos aspectos de Roger como clichés. Su físico, en cambio, era otra cosa. Roger tenía un hoyuelo monísimo en la mejilla izquierda y, cuando sonreía, parecía que salía el sol. ¿Qué chica no iba a desearlo a los dieciséis años, cuando los defectos resultan invisibles o imposibles de creer?

Yo era por entonces terriblemente tímida y andaba siempre con la nariz metida en un libro. En cuanto a Roger, antes de que empezara a salir con Lindy, siempre había una chica preciosa con él. Cuando Lindy y él empezaron a salir en serio, yo sentí envidia, como era lógico. Pero al mismo tiempo disfrutaba vicariamente de él a través de mi amiga. Lindy me contaba sus citas con pelos y señales y me decía lo maravilloso que era y lo bien que la trataba. Yo sólo podía abrigar la esperanza de encontrar algún día a alguien como él.

Ten cuidado con lo que deseas, suele decirse.

Siete años antes, Roger se presentó de buenas a primeras en mi oficina de Hollywood, que por entonces todavía estaba en un local comercial. Era de noche, muy tarde, y llovía con fuerza. Yo estaba acabando un trabajo, pero la oficina estaba cerrada y las persianas bajadas. Eso no detuvo a Roger, que llamó insistentemente a la puerta hasta que no pude seguir ignorando sus porrazos. Como aquél no era un vecindario muy recomendable, miré con cautela por entre las láminas de la persiana. Al ver que era Roger, me llevé tal sorpresa que abrí la puerta sin pensármelo dos veces. Él entró, se sacudió la chaqueta empapada y dio unos zapatazos sobre la alfombra. Tras los saludos de rigor: «¡Cuánto tiempo! Tienes un aspecto estupendo»; «Gracias, tú también», me dijo que quería hablarme de Lindy, que las cosas no iban bien entre ellos. El hecho de que acudiera a mí por aquel motivo me dejó de piedra, pues no había vuelto a tener noticias ni de él ni de Lindy desde que nos graduamos en el instituto.

No tardé en darme cuenta de que había estado empinando el codo. En cuanto entró, localizó el pequeño bar montado en un viejo y destartalado aparador que había apoyado contra la pared. Yo siempre tenía a mano unas cuantas botellas de vino y de champaña por si tenía que celebrar con mis autores el haberles conseguido un buen contrato.

En fin, dicen que un borracho puede oler el alcohol a muchos kilómetros de distancia. Había en el bar una botella de Cabernet, que yo había abierto un par de días antes, cuando Mary Nance firmó un contrato de cinco cifras por su más reciente libro de cocina. Roger vio el vino de inmediato, lo descorchó y llenó con él un vaso de agua grande. Luego levantó la botella y me miró.

—¿Quieres un poco?

Así era Roger, el chico por el que yo había estado colada en el instituto hasta que, gracias a las historias de Lindy, que poco a poco fueron abriéndome los ojos, llegué a darme cuenta de lo arrogante que podía llegar a ser. ¡Ofrecerme a mí mi propio vino!

Sacudí la cabeza y eché mano del cajón de abajo de mi mesa, donde guardaba algunos botellines de agua mineral para tenerlos siempre a mano. Puse un botellín sobre la mesa y lo abrí, pero no bebí enseguida. Roger se tragó el vino como si estuviera muerto de sed y a continuación se sirvió otro vaso. Una vez consumido éste, abrió la otra botella sin pedirme permiso, se la llevó junto al vaso y se sentó en la silla que había frente a mi mesa.

Mientras bebía, hablaba por los codos. Yo no decía nada; me quedé allí sentada, escuchándole, al tiempo que intentaba idear un modo de librarme de él. Empezaba a ponerme nerviosa y me preguntaba qué demonios estaba haciendo Roger allí. Había algo, una extraña vibración energética en la habitación, que me daba mala espina. Pensé en llamar a alguien, a algún amigo, y decirle que «iba a llegar tarde a nuestra cita porque Roger Van Court, un viejo conocido de San Francisco, se había pasado por la oficina inesperadamente». De ese modo Roger se daría cuenta de que alguien más sabía que estaba allí. Por si acaso pasaba algo. Pero al final descarté la idea, pensando que era una estupidez digna de una paranoica. Había olvidado lo importante que es hacerle caso al instinto, esa vocecilla que grita «¡Corre!» cuando la lógica argumenta «No seas tonta, no hay nada que temer».

Roger dejó la botella de vino en el suelo, suspiró y siguió parloteando. Habló de las rentas que le proporcionaba el emporio empresarial de su padre, Courtland Pharmaceuticals; de que Lindy había cambiado; de lo felices que eran antes y de lo mal que les iban las cosas ahora. A la tercera copa de vino, empezó a hundirse paulatinamente en la silla de piel. La oficina era pequeña, en aquel entonces no podía permitirme otra cosa, y la silla no era de mi agrado. La había comprado en un almacén del Ejército de Salvación y tenía tantos años que parecía brillante y resbaladiza. De pronto llegué a la conclusión de que, si quería que Roger se largara, lo mejor sería librarme de él antes de que se desmayara y se deslizara del todo hasta el suelo.

Recuerdo todo esto ahora porque a veces aún intento convencerme de que, dado que estaba tan borracho, era lógico que yo pensara que era inofensivo.

—¿A qué has venido? —le pregunté por fin—. ¿Qué es lo que quieres, Roger?

Él me observó con aquel destello en la mirada al que habíamos sucumbido todas las chicas del instituto. El hoyuelo se movió y sus dientes refulgieron. Era alto y seguía siendo más o menos igual de guapo. Yo había notado, sin embargo, que tenía la cara algo fofa y que parecía más gordo, como si sus músculos de futbolista se hubieran desmadejado desde la época del instituto.

Parpadeé mientras él decía:

—La verdad, Mary Beth, es que no dejo de pensar en ti —se inclinó hacia delante con avidez—. Llevo tres días en Los Angeles y no pienso en otra cosa. Saber que estabas aquí, tan cerca... —suspiró.

Me quedé tan asombrada que no supe qué responder, así que agarré mi botellín de agua, bebí un largo trago y me limité a escuchar. De todos modos, no tenía elección. Roger estaba empeñado en endosarme un monólogo; farfullaba y su antaño encantadora sonrisa se plegaba por efecto del alcohol como la piel de un sharpei.

—Siempre me gustaste, ¿sabes? —prosiguió, y su voz me pareció una parodia de la seducción—. Hasta cuando salía con Lindy. Podrías haber sido tú, Mary Beth. Tú podrías haber sido mi reina.

—Guau —dije.

Él notó mi tono sarcástico. Sus ojos grises se tornaron fríos y su voz adquirió un temple helado.

—No finjas que no te habría encantado —tenía los brazos apoyados en la silla y había cerrado los puños.

—Oye, no me malinterpretes —dije—. En aquella época, salir contigo habría sido la respuesta a todas mis plegarias —podría haberme detenido ahí, pero no pude evitar añadir—: Imagínate, podríamos habernos casado. Yo podría tener ahora la vida de Lindy y tú estarías supuestamente en viaje de negocios, borracho y flirteando con la ex mejor amiga de tu mujer. Como decía: ¡guau!

Si las miradas mataran, yo habría fenecido en ese instante.

—¡No es culpa mía que Lindy se haya vuelto así! —dijo, enfurecido—. Tiene tan poco cerebro... Dios mío, todavía se cree que es la líder de las animadoras del instituto. Y no es que lo parezca, porque está hecha un asco —me miró con ojos vidriosos—. Tú, en cambio, Mary Beth, sigues siendo un bombón —como no pude ocultar mi sorpresa, añadió—: Siempre lo fuiste, ¿sabes? Callada como un ratón, pero tan bonita que a los tíos les daba miedo pedirte salir. Con ese precioso pelo rojo hasta la cintura y esos ojos verdes tan sexys... —sacudió la cabeza—. Además, tú siempre has sido lista. Estabas abierta a las cosas que no entendías. No criticabas a la gente sólo porque tuviera ideas nuevas. No como Lindy.

Si se proponía impresionarme, había errado el camino. Lindy y yo no nos veíamos desde hacía ocho años, pero en el instituto siempre habíamos sido uña y carne. Entre nosotras había una especie de pacto tácito, quizá porque yo la ayudaba a mantener el equilibrio mientras que ella le procuraba a mi existencia una emoción que yo era incapaz de generar por mí misma. No iba a aliarme ahora con su marido para ponerla verde.

Pero no se trataba sólo de eso. La declaración de Roger me había dejado atónita. Hacía mucho tiempo que me había olvidado de Roger Van Court, y ahora el hombre que tenía ante mí me parecía un Peter Pan de pacotilla: un vago que vivía de las rentas e incapaz de madurar; como tantos aspirantes a actores, cómicos y guionistas de Los Angeles, de no ser porque éstos rara vez podían permitirse vivir de las rentas y solían trabajar en alguna hamburguesería Johnny Rocket, donde hacían las veces de camareros-cantantes.

Yo me consideraba ciertamente afortunada por haber escapado de Roger Van Court.

—Mira —le dije—, hace años que dejamos el instituto. Yo ya he superado ese enamoramiento, y he seguido adelante. Aunque a Lindy y a ti os vaya tan mal, seguramente no tendrás problemas para ligar. ¿Se puede saber por qué has venido a buscarme a mí?

Sólo se me ocurría una razón: que yo le rechacé la única vez que coqueteó conmigo a espaldas de Lindy. Fue en un baile de San Valentín, en el último curso del instituto, y al principio pensé que se trataba de una broma. Pero cuando, mientras bailábamos, deslizó la mano sobre mi pecho me di cuenta de que pretendía besarme allí mismo, delante de Lindy.

Yo entonces carecía de experiencia, y me horrorizaba que él pudiera ser tan desleal. Lo aparté de un empujón, salí corriendo y me refugié a la sombra de los árboles que había más allá de los focos del aparcamiento. Me quedé sentada en el suelo, temblando, y ni siquiera me di cuenta de que me estaba manchando de hierba el vestido de segunda mano. Por fin me marché del baile, regresé a casa y en el cuarto de baño restregué aquellas manchas de hierba como si fueran de sangre. No dejaba de pensar: «¿Y si Lindy hubiera visto lo que ha hecho? ¿Cómo puede hacerle eso?»

Roger mantuvo las distancias conmigo desde ese día. Se mostraba educado cuando estábamos con Lindy, pero cuando me miraba sus ojos se volvían fríos.

Los chicos como Roger, pensaba yo ocho años después, sentada en mi oficina, nunca asumían un rechazo de ese calibre. O se lo sacudían sin contemplaciones o lo olvidaban por completo. Lo más común era que se limitaran a negar su existencia.

¿Qué habría pasado en el caso de Roger? No tardé mucho en averiguarlo. Roger se levantó y rodeó mi mesa tambaleándose. El vino se derramó y cayó al suelo, manchando mi desgastada moqueta gris. Roger dejó torpemente el vaso sobre mi mesa. Yo intenté echar la silla hacia atrás y retirarme antes de que se me echara encima, pero, veloz como una centella, él apoyó las manos en los brazos de la silla y me cerró el paso. Yo intenté reírme para quitarle hierro a la situación.

—¡Basta ya, Roger! ¡Esto es una locura!

Él respondió inclinándose hacia mí y dándome un ligero beso en los labios. ¿Cuántas veces había soñado yo con aquello en el instituto? En ese momento, sin embargo, me repugnó el olor a alcohol de su aliento y la chulería con que intentó tocarme los pechos. Aprovechando que había apartado una mano del brazo de la silla, lo empujé con todas mis fuerzas, logré levantarme y rodeé la mesa para interponerla entre nosotros.

Roger se echó a reír, como si yo estuviera haciéndome de rogar, o como si fuera un potrillo retozón al que había que domar. Corrí a la puerta, pero antes de que pudiera alcanzarla se abalanzó sobre mí y sentí en la nuca su aliento caliente y apestoso.

—Vamos, Mary Beth, si lo estás deseando...

Yo me giré para mirarlo, sonreí deliberadamente y le clavé uno de mis afilados tacones en el pie, tan fuerte como pude.

—¡Serás zorra! —gritó, poniéndose muy rojo. Se dobló por la cintura, dolorido, y yo levanté las manos y le golpeé con los puños cerrados debajo de la barbilla. Cuando se enderezó y se echó hacia atrás, sorprendido por el dolor, le propiné un rodillazo en la entrepierna. Pero estaba cansada, era muy tarde, y había trabajado mucho, y me fallaron las fuerzas. Él ignoró el golpe en la entrepierna como si fuera el roce de una pluma, y cuando levanté la pierna para intentarlo otra vez, me agarró, me tiró al suelo y se echó sobre mí. Pesaba como un muerto y me asfixiaba. Luché con todas mis fuerzas por quitármelo de encima, pero me tenía bien agarrada, y no podía moverme. Me obligó a separar las piernas con la rodilla y con una mano me sujetó ambas muñecas por encima de la cabeza, mientras con la otra me rasgaba la blusa y me subía la falda. Intenté gritar, pero su boca tapaba la mía, y apenas podía respirar. Aquello, sin embargo, no era un beso, sino una violenta afirmación de poder. Me manoseaba sin cesar, y allí donde me tocaba yo sentía dolor.

Cuando todo acabó, me quedé tendida en el suelo, aturdida. Noté que se levantaba, pero tuve la sensación de que aquello sucedía muy lejos de mí, como si no tuviera relación alguna conmigo; como en una de esas experiencias cercanas a la muerte de las que habla la gente, cuando un paciente cree flotar sobre la mesa de operaciones y mira desde su altura a un yo del que se siente física y emocionalmente escindido.

Oí que Roger salía a trompicones por la puerta. En realidad, sentí que abría la puerta de un tirón porque me golpeó con ella en la cadera. Fue entonces cuando empecé a volver en mí. Me acurruqué en posición fetal y empecé a llorar. Pero hasta que salió el sol no me sentí con fuerzas para levantarme, entrar en el cuarto de baño y darme una ducha.

Sabía, en parte, que debía ir a un centro de atención para mujeres violadas y acudir a la policía. Que debía denunciarlo. Pero otra parte de mí, la que acabó imponiéndose, no quería recordar aquel suceso, pensar en él, ni tener que revivirlo de nuevo.

La vida, sin embargo, nunca es tan sencilla. Ese año me pasé supuestamente cuatro meses «en Nueva York, haciendo contactos». Esa fue la explicación oficial. En realidad, cerré temporalmente mi agencia en Los Angeles mientras engordaba y daba a luz a una niña preciosa en Sacramento.

Siempre había soñado con tener un hijo, pero nunca veía el momento oportuno, ni aparecía el hombre adecuado. En este caso, me aterrorizaba que, si me quedaba con la niña, Roger acabara enterándose de que había dado a luz una hija suya. Haría las cuentas, adivinaría que la niña era suya y con toda probabilidad intentaría quitármela, aunque sólo fuera por una necesidad de afirmar su poder.

Yo había adivinado esa noche por su conversación que tenía más dinero del que podría gastar en toda su vida. Sabía también que la familia Van Court, y sus abogados, siempre le respaldarían y le sacarían de cualquier apuro, como siempre había sucedido en el instituto.

En cuanto a mí, tenía escasas alternativas. No soportaba la idea de que Roger pudiera utilizar mi falta de recursos para quedarse con la custodia, y que mi hija acabara teniendo como padre a un hombre como aquél. En el mejor de los casos, si Roger pleiteaba por conseguir la custodia compartida, tendría que compartir a la niña con él. No podía hacerle eso a mi hija. Me daban escalofríos sólo de pensar que pudiera pasar los fines de semana y las vacaciones en casa de un violador alcoholizado.

Seis semanas después de la violación, un detective privado vino a mi casa y me dijo que Roger estaba dispuesto a darme un millón de dólares si no le contaba a nadie lo ocurrido.

Me sentí perpleja. Y tentada de aceptar. Para Roger, un millón de dólares no era nada, pero mi casa era vieja y estaba en un mal barrio, y mi oficina era poco más que un almacén. Yo tenía sueños que quería cumplir, y un millón de dólares me ayudaría a conseguirlo.

Pero cuando me lo pensé mejor llegué a la conclusión de que no podía pagar el precio que habría supuesto aceptar el dinero de Roger. Además del dinero, él querría sin duda ejercer sobre mí algún tipo de poder. Y averiguaría que estaba embarazada.

Al principio, intenté idear un modo de quedarme con el bebé: un matrimonio de pega con otro hombre, por ejemplo, para fingir luego de cara a la galería que el bebé era suyo. Pero no tenía ningún novio serio y formal, ni conocía a nadie en quien pudiera confiar hasta ese punto.

Pensé momentáneamente en Patrick Llewellen. En aquel entonces yo vivía en un dúplex, en Hollywood, y Patrick vivía en la puerta de al lado. Así fue como nos conocimos y nos hicimos amigos... y algo más. Al final, yo acabé siendo su representante. Pero el problema de pedirle a Patrick que fingiera ser el padre de mi bebé era que yo siempre había tenido la sensación de no conocer al verdadero Patrick, y no creía que pudiera confesarle que estaba embarazada.

Patrick me parecía un ligón. Había además en él algo que siempre parecía oculto; algo que le confería cierto aire de misterio.

Así que acabé yéndome de Los Angeles para traer al mundo a mi hija y luego, aunque con el corazón roto, la di en adopción. La trabajadora social me aseguró que la niña crecería en un buen hogar y que sus padres adoptivos la querrían y la tratarían como si fuera sangre de su sangre. Pude tenerla entre mis brazos una sola vez, minutos después de que naciera. La niña tenía en el cuello una marca del tamaño de una moneda de diez centavos que me inquietó. La enfermera me dijo que era una marca de nacimiento llamada «mancha de oporto» y me aseguró que se quitaría con el tiempo. Yo me eché a llorar y le pregunté si le había salido aquello al bebé porque yo había hecho algo mal. Nunca olvidaré lo que hizo ella. Puso al bebé en su cunita, me abrazó y me dio unas palmaditas en la espalda. No me dijo que no me sintiera mal por haber dado en adopción a mi hija, lo cual le agradecí. Claro que me sentía mal, me dijo. Eso no tenía remedio.

—Se te irá pasando —añadió en un susurro—. Como la marca de tu bebé, se borrará con el tiempo.

Yo pensé que aquella enfermera era un ángel y que no me la merecía, pero di gracias a Dios por haberla puesto a mi lado.

Cuando salí del hospital, me pasé dos días llorando. Luego reuní por fin fuerzas para dejar el motel de Sacramento y regresar en coche a Los Angeles. Durante el trayecto tuve mucho tiempo para pensar, y lo que ocupaba sobre todo mi mente era la certeza de que no podría superar la pérdida de mi hija si no lograba quitármela de la cabeza. Finalmente tomé la decisión de sumergirme más aún en mi trabajo. Juré hacer todo lo posible por convertir Mary Beth Conahan en una agencia literaria de primera fila, pero mientras recorría un largo y solitario tramo de carretera cerca de Bakersfield no se me escapaba el hecho de que me disponía a convertir a mi agencia en «mi bebé».

Volví a concentrar mi atención en Lindy con cierto sobresalto cuando me preguntó:

—¿Dónde te has ido, Mary Beth?

—¿Mmm? Ah, perdona. Estaba pensando —improvisé—. Intentaba averiguar qué está pasando con mis autores y ahora con nosotras. ¿No creerás de veras que era Roger quien intentó matarnos anoche? Quiero decir que ¿por qué iba a hacer algo así?

Lindy se levantó despacio, como si le dolieran todos los músculos del cuerpo, y se acercó a la barandilla. Parecía débil; incluso vieja. Era como si, por algún extraño capricho del tiempo, hubiera vivido muchos más años que yo. Se quedó mirando el océano y dijo:

—Supongo que sabes que la familia de Roger tiene una empresa farmacéutica.

—Claro. Courtland Pharmaceuticals, ¿no? Cuando estábamos en el instituto solía burlarme un poco de eso. Courtland. Como si fuera un país en sí mismo, rodeado de vallas que llegaban hasta el cielo y con guardias en las puertas.

—Eso es exactamente lo que pretendían —dijo Lindy con amargura—. El padre de Roger ha creído siempre que tenía cierto... no sé, cierto derecho divino a hacer lo que le viniera en gana, ya fuera con su negocio o con su familia. Ese hombre es un tirano. Pero se está muriendo.

—¿Ah, sí? Pues debe de ser aún bastante joven. Tendrá poco más de sesenta años, ¿no? ¿Qué le pasa?

Ella se volvió hacia mí y su boca se curvó en una fría sonrisa.

—Tiene un tumor cerebral. Lo operaron hace unos años, y pensaban que se lo habían quitado. Pero, por suerte, ha vuelto.

—¿Por suerte?

—Odio a ese hombre. Espero que se muera, Mary Beth. Espero de veras que se muera.

—¡Lindy! ¡No hablarás en serio! —pero yo tenía mis dudas. ¿Habría salido el hijo al padre, en lo que a la violencia se refería?—. ¿Es que te ha hecho algo? ¿Algo personal, quiero decir, desde que te casaste con Roger?

—No, a mí... —hizo una pausa—. No.

Yo titubeé, pero sabía que, si no insistía, ella no soltaría prenda.

—Lindy, tienes que decirme qué está pasando. Quizá pueda ayudarte.

Ella suspiró y se sentó en la silla contigua a la mía; levantó las rodillas y se las rodeó con los brazos como si quisiera darse calor.

—Todo esto es muy feo, Mary Beth. Descubrí que Roger y él estaban haciendo algo... algo espantoso... —los ojos se le llenaron de lágrimas.

—¿Algo que tiene que ver con los productos farmacéuticos? —pregunté.

—Sí.

Ella seguía resistiéndose a hablar.

—Cuéntamelo —dije con firmeza.

Las lágrimas empezaron a correrle por las mejillas y se las limpió con el dorso de la mano.

—Si te lo digo, ¿me prometes que no se lo contarás a nadie?

—Yo... Está bien, sí, te lo prometo.

—Pues bien, el caso es que me enfrenté a Roger y le amenacé con acudir a la policía. Él me dijo que, si se lo contaba a alguien, se llevaría a Jade y no volvería a verla nunca más.

—¿A Jade?

—Mi bebé —a Lindy le tembló la voz—. Es la niña más bonita del mundo, Mary Beth. Se merece... —sacudió la cabeza y escondió la cara entre las manos—. Se merece una madre mejor que yo.

—Lindy, ¿tienes una hija? Pero no lo entiendo. ¿Has hecho algo...?

—No, yo no. Es Roger. Debería pararle los pies, Mary Beth, pero no sé cómo hacerlo. No puedo arriesgarme a que se lleve a mi niña.

Por primera vez temí verdaderamente por ella. Aquella era precisamente la amenaza que habría esperado de Roger si me hubiera quedado con su hija y él hubiera luchado por la custodia.

—Mira, empieza por el principio. ¿Qué está haciendo Roger exactamente? ¿Y por qué odias tanto a su padre?

Ella respiró hondo y se sentó muy derecha, como si irguiera la espina dorsal.

—En realidad no sé cuándo empezó todo esto, Mary Beth. Pero, desde hace un año, más o menos, Jade no está bien. Tenía infecciones crónicas y el año pasado su pediatra me dijo que su sistema inmune estaba dañado. No sabía por qué y quiso hacerle algunas pruebas. Sin embargo, antes de que se las hicieran, Roger canceló las citas e insistió en que cambiáramos de médico. Su padre le había recomendado a otro pediatra.

—¿Y sabes por qué?

—Al principio no lo sabía. Así que, cuando Roger insistió en que usáramos un nuevo fármaco con Jade, un fármaco que habían creado los científicos de Courtland, y el médico nuevo estuvo de acuerdo, pensé que era lo mejor. De hecho, me sentí aliviada cuando supe que Roger y su padre creían haber encontrado el remedio milagroso que todo el mundo andaba buscando. ¿Tú sabes qué es?

—Tengo una vaga idea. Al parecer, los investigadores médicos llevan años buscando un fármaco o una vacuna que cure o prevenga todas las enfermedades y no tenga efectos secundarios. Un remedio que elimine el cáncer, las enfermedades coronarias, y hasta un resfriado normal y corriente.

Lindy asintió con la cabeza.

—Lo que en Courtland llaman el remedio milagroso es un fármaco que supuestamente fortalece el sistema inmune hasta el punto de que las enfermedades y los virus no consiguen dañarlo. Sobre todo, las enfermedades y los virus con los que ya no funcionan los antibióticos. Dicen que hasta puede proteger a la gente de las armas químicas y la guerra bacteriológica.

—Pero eso suena fantástico —dije—. Si Roger y su padre han descubierto algo así, será para el bien de tu hija, ¿no? Y para bien de la humanidad, claro.

Ella sacudió la cabeza.

—He descubierto que Roger y su padre sólo han hecho pruebas clínicas en humanos en secreto, y sólo con indigentes a los que pagaban por servirles de conejillos de indias. Se lo dije a Roger y le pregunté por qué no habían hecho los ensayos clínicos normales, los que suelen hacerse antes de mandar un medicamento a la Agencia Federal de Alimentos y Fármacos para su aprobación. A fin de cuentas, Roger es ahora el presidente de la compañía. Es él quien debería asegurarse de que el nuevo fármaco se probó adecuadamente.

—¿Y?

—Me dijo que la Agencia Federal tarda demasiado, que podían pasar años antes de que se aprobase el medicamento. Dijo que para entonces Jade podía estar muy enferma, o peor aún, y que una infección agresiva podía matarla en cualquier momento. Dijo que no podíamos esperar tanto tiempo.

Recordé entonces cierta información que había leído en un libro de uno de mis autores acerca de los procedimientos por los que la Agencia Federal de Alimentos y Fármacos aprobaba o rechazaba los medicamentos nuevos. El libro hablaba de la lentitud de la agencia a la hora de aprobar nuevos fármacos, y de cómo la gente se moría esperándolos.

—Odio hacer de abogada del diablo —dije—, pero creo que entiendo lo que quería decir Roger. Sólo le veo una pega, Courtland no podrá sacar el fármaco al mercado hasta que lo apruebe la Agencia. ¿Piensa usarlo Roger sólo con Jade hasta entonces?

—¡Cielo santo, no! Ésa es otra. Roger ya se lo está vendiendo a países que no tienen normas farmacéuticas tan restrictivas. Y nunca adivinarías quién está pagando más por el medicamento.

—¿Quién?

—Algunos países de Oriente Medio. No sé cuáles exactamente, pero Roger les vende el fármaco a compañías farmacéuticas, y ellas se lo venden a los ejércitos de esos países. Se supone que les hace inmunes a la viruela, al ántrax y a todas esas armas biológicas y químicas de las que tanto se oye hablar últimamente. Creen que, de ese modo, podrían usarlas contra nosotros en una guerra sin verse afectados por ellas.

—Dios mío, Lindy, ¿no me estarás diciendo en serio que Roger tiene en sus manos un medicamento que podría proteger a nuestras fuerzas armadas y a toda nuestra población del bioterrorismo y que, en lugar de presentárselo a la AFAF, se está llenando los bolsillos vendiéndoselo a países que se declaran nuestros enemigos?

—Es aún peor —dijo Lindy—. Por lo visto, las primeras remesas de BZT-21, las que Roger probó con indigentes, eran defectuosas. La droga funcionaba como debía con algunos individuos, pero con la mayoría surtía el efecto contrario: debilitaba el sistema inmune en vez de fortalecerlo. ¿Has oído en las noticias que hay una misteriosa enfermedad que está matando a tropas de Oriente Medio? Hasta ahora, nadie ha relacionado esa enfermedad con la primera remesa del BZT-21. Pero Roger y su padre temen que sea sólo cuestión de tiempo.

—¿Y por qué creen que puede haber relación entre ambas cosas? —pregunté.

—Como te decía, es aún peor —cada vez le temblaba más la voz, y yo apenas podía oírla—. Tres cuartas partes de esos indigentes murieron, Mary Beth. El resto acabaron desarrollando enfermedades que no tenían antes de las pruebas, y o bien están enfermos, o bien han muerto ya —yo me quedé muda de asombro—. Pero nadie lo sabrá nunca —dijo Lindy con voz llorosa—, porque las familias de esas personas no sabían dónde estaban. ¿Y sabes qué hizo Roger para encubrir lo ocurrido? Pagó una fortuna para que los incineraran a todos sin que quedara registro documental alguno.

—¡Dios mío! ¿Y ése es el fármaco que está usando con Jade?

—Él dice que no, que con ella está probando uno nuevo. BZT-22, lo llaman. Se supone que es seguro. Pero hace un par de semanas, había sangre en la orina de Jade. Roger asegura que es un efecto secundario normal, pero se suponía que no tenía que haber ningún efecto secundario, y menos aún sangre en la orina. Estoy muy preocupada, Mary Beth.

—¿Y qué dice el médico de Jade?

—Ésa es otra. No me fío del que nos recomendó mi suegro, pero Roger no me deja llevar a Jade a su antigua pediatra. El caso es, Mary Beth, que creo que por culpa de Roger mi hija está peor, y él no quiere que nadie lo descubra.

—¿Y cuánto tiempo hace que sabes todo esto? —pregunté—. ¿Un par de semanas? Lindy, no puedo creer que no hayas hecho nada. ¿No vas a denunciar a Roger a la policía?

Ella se volvió hacia mí, enojada.

—¡Claro que no! Saldría enseguida bajo fianza, y ya te he dicho que ha amenazado con llevarse a Jade. De todas formas, aunque lo encerraran, podría hacer que alguien se llevara a la niña. Y es mi bebé, Mary Beth. Ni siquiera tú serías capaz de correr ese riesgo.

Yo decidí hacer caso omiso del «ni siquiera tú». Lindy siempre me había acusado de ser fría. Pero ella no sabía que yo entendía muy bien lo que significaba perder a una hija.

—Además —añadió—, si hiciera detener a Roger, la compañía farmacéutica se hundiría con él. Abandonarían los experimentos y jamás encontrarían una cura para Jade. ¿Es que no lo ves, Mary Beth? Las mismas personas que la han hecho enfermar son su única esperanza de curación.

—Eso no es cierto, Lindy. ¿Y si Jade ingresara en un buen hospital y su historial y los archivos de Roger quedaran en manos de los mejores científicos del mundo? Seguramente eso sería lo que ocurriera, si saliera a la luz esa historia sobre una cura milagrosa que resulta ser peligrosa. Habría un montón de científicos y doctores deseando averiguar qué ha salido mal y si se puede mejorar el fármaco. Jade podría recibir tratamiento y tú y ella os libraríais de Roger.

—No —dijo Lindy sacudiendo la cabeza, y se le saltaron las lágrimas de nuevo—. No puedo arriesgarme, Mary Beth. No puedo.

La observé detenidamente: su aire derrotado, sus hombros caídos, y comprendí que jamás se enfrentaría a Roger, ni siquiera por el bien de su hija. ¿Tanto la había machacado Roger, que ya no tenía fe en su propia capacidad de decisión?

Me quedé reflexionando unos instantes y por fin dije:

—Cuesta creer que Roger haya sido capaz de poner en peligro de ese modo a su propia hija.

—Yo creo que él no lo ve de ese modo. Últimamente está muy raro. Está siempre enfadado, y creo que está tan ansioso por probar que el BZT-22 es seguro, que se ha cerrado en banda. Jura que está intentando curar a Jade, y yo ya no sé si miente o si de verdad se lo cree.

—¿Y por qué crees que está tan desesperado?

—Por el dinero —dijo Lindy, y sus labios se curvaron en una mueca burlona y desdeñosa—. El negocio no va muy bien, y si resulta que el BZT-21 es lo que ha causado la muerte de esos soldados en Oriente Medio, Roger no podrá vender el BZT-22. Se arriesga a perderlo todo.

—Incluida la vida, Lindy. Podrían acusarlo de asesinato masivo.

—Ni siquiera creo que le importe. A eso me refiero, Mary Beth. Está obsesionado con ese fármaco y hará cualquier cosa para demostrar que funciona.

—¿Incluso experimentar con su propia hija? Lindy, si tienes razón y Roger cree estar haciendo lo correcto, no se detendrá ante nada. Tienes que luchar mientras aún haya tiempo.

—¡Por Dios, Mary Beth! ¿Crees que no lo sé? ¿Es que llevas sola tanto tiempo que ni siquiera puedes imaginar lo que es temer por la vida de un hijo? Si me enfrento a Roger, se llevará a Jade y perderé a mi hija para siempre. Pero, si no me enfrento a él, Jade podría... podría morir.

Se tapó la cara con las manos y empezó a sollozar. A mí me dieron ganas de ignorar sus lágrimas y de abofetearla por hacerme aquellos reproches. Pero me mordí la lengua y me quedé mirando a una niña pequeña que había en la playa. Estaba chapoteando entre las olas con su madre; llevaba los zapatos y los calcetines en una mano y con la otra se sujetaba el vestido por encima de las rodillas. Me recordó una ilustración de un libro de poemas de Robert Louis Stevenson. Algo así como: El pequeño Louis en las playas de Monterrey.

Por fin me tranquilicé un poco, y entonces me di cuenta de que sólo había conseguido asustar aún más a Lindy y de que ella había reaccionado dándome una mala contestación, igual que cuando éramos adolescentes. «Te crees mucho más lista que yo», solía decirme cuando yo intentaba evitarle un desastre tras otro. «Y no lo eres. Eres una sosa, Mary Beth, ¿lo sabías? Ni siquiera sabes divertirte».

Seguramente tenía razón; yo era demasiado seria en el instituto. Pero Lindy tenía un concepto de la diversión que solía causarle montones de problemas. Yo era la que mantenía la cabeza fría, la que se pensaba las cosas primero. No es que ella me escuchara siempre. A veces se metía a ciegas en un atolladero y luego acudía a mí para que la ayudara a salir de él.

Razón por la cual, pensé entonces, estaba sentada en ese momento delante de mí. Mi única duda era hasta qué punto quería involucrarme yo en aquel asunto, incluso por una persona que había sido durante años mi mejor amiga, esa amiga con la que había compartido mis secretos juveniles, había hecho mis primeros intentos de maquillarme y con la que me había comprado mi primer sujetador. Eran tantos los recuerdos..., muchos de ellos entreverados de risas y carcajadas, de lágrimas y de temores, de promesas de eterna y mutua comprensión.

Con el paso de los años, ambas habíamos relegado al olvido esas promesas. Pero tal vez fuera hora de renovarlas, aunque sólo fuera por mi parte.

—¿Sabes? —dije cuando el llanto de Lindy remitió—, puede que lo que hace Roger no esté dañando a Jade. Recuerdo que una vez leí en un libro de uno de mis autores que antes los científicos no podían permitirse hacer ensayos clínicos y experimentaban consigo mismos y con sus familiares. Supongo que la mayoría tenían buenas intenciones. Creían sinceramente que habían encontrado una cura. Y, si la tenían, se las ingeniaban para sacar el fármaco al mercado.

—Sí, ya, el bueno de san Roger —dijo Lindy con sarcasmo—. Claro, se trata sólo de salvar a Jade. Por eso había sangre en su orina.

—Bueno, tienes razón, claro, si Roger sigue usando con ella un fármaco que causa esos efectos secundarios. Y si es así...

—Entonces es más malvado de lo que tú y yo creíamos —me interrumpió Lindy—. No es que te culpe por dar la cara por él. Siempre estuviste un poco enamorada de Roger en el instituto, ¿no es cierto? ¿Por qué no ibas a pensar que es maravilloso?

Si ella supiera...

—Eso fue hace mucho tiempo, Lindy. Ya lo he olvidado. Y creo que tú también deberías olvidarte de Roger. No sólo por Jade, ¿Tienes idea de las consecuencias que podría tener para nuestro país que Roger esté vendiendo fármacos defectuosos en Oriente Medio? Podrían acusarnos de hacerlo a propósito, de contratar a compañías farmacéuticas para envenenar a la gente. Supongo que no querrás verte implicada en eso si lo que está haciendo Roger sale a la luz.

Había, sin embargo, algo en todo aquello que no dejaba de asombrarme. Por lo visto, teniendo en cuenta lo que Lindy acababa de contarme, me había equivocado al considerarla una cabeza hueca.

—¿Cómo averiguaste lo de ese fármaco defectuoso y lo de las ventas a Oriente Medio? —pregunté.

Ella contestó con voz cargada de sarcasmo.

—Gracias a que me convertí en una esposa celosa. Empecé a espiar las conversaciones telefónicas de Roger mucho antes de descubrir lo que estaba haciendo con Jade. Estaba segura de que tenía una amante y a veces hasta lo seguía para ver dónde iba cuando se suponía que estaba en Courtland —se sonrojó y dijo—: Por favor, no me juzgues mal. Ya entonces estábamos atravesando un momento difícil. Averigüé lo de sus amiguitas. No tenía una, sino dos. Pero me quedé de piedra cuando escuché una conversación de Roger con uno de sus compradores de Oriente Medio. Aluciné al oír las cosas que acabo de contarte. Quise enfrentarme con Roger en el acto o acudir al FBI, porque para entonces ya lo había oído hablando con su padre por teléfono y sabía que Roger estaba usando el BZT-22 con Jade. Supuse que, si lo entregaba, podría apartarla de él. Pero luego pensé que no, que por qué no esperar unos días más. A fin de cuentas, en lo de sus tratos con Oriente Medio, era su palabra contra la mía. Necesitaba pruebas concretas: una grabación, por ejemplo, o un contrato escrito. Imaginaba que con eso podría demostrar que era... en fin, no sé. Un traidor o algo así. ¿Sabes lo que significaría eso, Mary Beth?

—¿Un pelotón de fusilamiento? —dije con sorna. Siempre cabía una esperanza.

—Eso, no sé. Pero sí sé que así podría hacer encerrar a Roger Van Court y lo perdería de vista para siempre. Sería libre.

En eso, yo no podía sino prestarle mi más sincero apoyo.