Capítulo 6

Estaba todavía cabreada con Patrick por haberme endosado la cuenta del restaurante, y conmigo misma por haberlo consentido, cuando entré en mi casa. Lo primero que noté, a través de las cortinas descorridas de las puertas de la terraza, fue que había alguien allí fuera. Había encendida una lamparita ornamental, y vi claramente una silueta que se movía sobre los escalones que llevaban a la playa. Dejé apagada la luz de dentro, entré sigilosamente en mi habitación y agarré mi bate de béisbol. Volví de puntillas al cuarto de estar y vi que la persona que estaba un momento antes en la escalera exterior se dirigía hacia mí a través de la terraza. Tenía la cara en sombras, pero se parecía mucho al intruso de la noche anterior. Iba vestido de oscuro y llevaba un gorro de punto.

—¡Quieto ahí! —grité a través de la puerta de cristal—. ¡No se acerque!

—No te prometo nada —dijo una voz de hombre.

El corazón se me subió a la garganta.

—¿Quién es? —grité, empuñando el bate—. ¡Voy a llamar a la policía!

—Soy yo —dijo Dan, riendo—. Ya estoy aquí.

—Oh, Dios —sentí que las fuerzas me abandonaban y que me temblaban las rodillas—. ¿Qué coño haces ahí fuera?

—Nada siniestro —dijo—. Estaba esperando que volvieras a casa.

Abrí las puertas de la terraza y salí sin darme cuenta de que aún llevaba el bate en la mano.

—¿Vas a darme con eso? —preguntó. Al ver mi mirada de exasperación, añadió—: Sólo quería asegurarme.

Dejé el bate apoyado contra la pared, junto a la puerta, y crucé los brazos.

—¿Qué quieres?

—Quería hacerte unas preguntas y se me ocurrió pasarme por aquí. Pero no estabas. ¿Dónde te has metido?

—No creo que eso sea asunto tuyo. Yo tengo vida social, ¿sabes? Y es personal.

Él levantó las manos con las palmas hacia fuera.

—Está bien, está bien. No me arranques la cabeza.

—Supongo que quieres pasar —dije.

—Sería mejor que quedarse aquí, a oscuras y con esta humedad.

Yo di media vuelta y lo conduje al cuarto de estar.

—Siéntate —dije, indicándole una silla.

—¿Qué hay de un café caliente? —preguntó cruzando los brazos y dándose palmadas, como si quisiera entrar en calor.

—Claro. Sírvete tú mismo.

—¿Está hecho?

—Pues no. Acabo de llegar —respondí—. Haz tú el café mientras yo me cambio.

—Ya decía yo que tenías el corazón de piedra.

—Qué sabrás tú.

Lo dejé solo y entré en el dormitorio para quitarme el vestido de seda negra. Saqué un cómodo chándal azul marino de un cajón, me lo puse y me recogí el pelo en una coleta. Si Dan había ido con intención de hacer algo más que hablar, mi aspecto tendría que bastar para tentarle. Estaba demasiado cansada después de lo de Lindy, lo de Patrick, etcétera, como para andarme con tonterías.

El café había empezado a gotear y olía de maravilla cuando volví a entrar en el cuarto de estar. Dan estaba sentado a la barra del desayuno. Me acerqué y me senté en una silla, frente a él, flexionando las piernas.

—Pareces muy... relajada —dijo—. Estás muy sexy.

Yo miré hacia otro lado.

—No era ésa mi intención.

Él sonrió.

—La verdad es que me gustas con el pelo recogido. Parece que tienes diecisiete años.

—En cuyo caso, cometerías un delito si me pusieras las manos encima —repuse yo.

Él suspiró.

—Está bien. Esta noche no tengo ánimos para esto.

A mí me sorprendió descubrir que me sentía casi decepcionada.

—Bueno, ¿qué querías preguntarme? —dije, y me levanté del taburete para llevar la cafetera y las tazas. Puse las tazas sobre la barra del desayuno y las llené hasta el borde.

—He estado pensando en Nia —dijo Dan—. Es una mujer muy poco corriente, ¿no?

—¿Lo dices porque es negra y tiene acento irlandés?

—Un acento irlandés que viene y va —puntualizó él.

Yo sonreí.

—Y, naturalmente, eso te parece sospechoso. ¿Puede que sea porque ha perdido parte de su acento desde que vino a vivir aquí? No, lo más probable es que matara a tres hombres con un consolador chino y luego se fuera a trabajar como si nada. ¿No?

—A los dos primeros, en todo caso. Podría ser. Háblame de ella.

—Está bien, pero te equivocas de villano.

Él sopló su café y luego se bebió un buen trago.

—Puede ser. Pero háblame de ella de todos modos.

Yo rodeé la taza con las manos para calentármelas.

—Nia creció en Dublín. Su padre era allí un médico muy respetado, y ahora tiene una próspera consulta en Londres. Pero cuando Nia tenía quince años, su madre se vio atrapada en un tiroteo del IRA y murió. Nia vivió en Dublín con su padre hasta los dieciocho años. Luego vino a Estados Unidos.

—¿Sola?

Yo asentí con la cabeza.

—Creo que conocía a alguien en Nueva York que la ayudó a empezar allí. No le gusta hablar de eso, así que puede que fuera un hombre con el que estaba liada. Creo que le daría vergüenza contarlo si fuera así.

—¿Cómo acabó trabajando para ti? —preguntó Dan.

—Hará unos cuatro años vino a Los Angeles buscando trabajo. Yo había puesto un anuncio pidiendo una secretaria, y Nia no sabía escribir a máquina, ni mantener un archivo. Pero enseguida me di cuenta de que tenía don de gentes. Y, como ésa es una de las cosas que más necesito en una ayudante, la contraté.

—¿Y la cosa salió bien?

—Es lo mejor que he hecho nunca. Mi anterior secretaria era demasiado tímida y no daba el perfil, pero Nia... Bueno, Nia lo hace todo bien. Tenerla conmigo me ha quitado un gran peso de encima.

—Has dicho que no tenía mucha experiencia como secretaria. ¿A qué se dedicaba en Nueva York?

—Ésa es la otra razón por la que la contraté. Nia trabajaba como correctora para escritores en ciernes. Era una médica de libros, como a veces se les llama. Si un libro tiene potencial pero necesita un buen pulido, el médico de libros ayuda al escritor a darle su forma final antes de mandarlo a un agente.

—¿Y pagan por eso?

—Claro. Es un servicio como otro cualquiera, y muchos escritores noveles lo necesitan. Además, es difícil encontrar a alguien con buenas cualidades para la edición. Nia es una editora excelente, y que alguien con su agudeza trabaje en un libro es una bendición para el escritor, para el agente y para los editores que finalmente leerán el libro.

—¿Trabajaba para una editorial?

—No, por su cuenta, desde su apartamento. Ponía anuncios y, en una ciudad como Nueva York, se corre la voz.

—¿Hace también esa clase de trabajo para ti?

—No, claro que no. No me gusta la idea de que un corrector trabaje para un agente. Con demasiada frecuencia el escritor se hace a la idea, ya proceda del agente o de sus propios deseos, de que el agente venderá el libro después de pasar por el corrector. Pero eso no es necesariamente cierto y, a menudo, un primer libro no se vende. Contratar a un corrector independiente para que le dé un repaso al libro acaba siendo con frecuencia más bien una especie de aprendizaje, un modo de aprender a escribir bien. Creo que tanto los agentes como los correctores deberían ser muy claros con los escritores a ese respecto.

—¿Y lo son?

Yo me encogí de hombros.

—Muchos, sí. Otros, no. Este es un negocio muy duro, y la gente tiene que comer. Como solía decir mi padre, la ética salta por la ventana cuando el hambre entra por la puerta.

—Tu padre tenía razón. Pero, ¿qué me dices de ti?

—¿De mí?

—¿Ha entrado el hambre por tu puerta? Acabas de recibir una buena patada en el culo. Tu autor más popular ha sido asesinado. Si las cosas se ponen feas, ¿mandarás la ética a tomar viento?

—Primero de todo —dije con cierta aspereza—, yo nunca he dicho que las cosas vayan a ponerse feas. Y, aunque así fuera, empecé desde cero y nunca me ha importado dónde vivía ni cuánto dinero tenía. Y eso no ha cambiado.

Él levantó una ceja.

—¿Y Malibú? ¿Y tu lujosa oficina?

—Sí, claro, Malibú está muy bien. Y también Century City. Reconozco que tengo un montón de juguetes y que disfruto de ellos. No me gustaría perderlos, y lucharé por conservarlos. Pero, si tengo que empezar desde cero, construiré mi patio de recreo en otra parte. Y seguiré divirtiéndome.

Él alzó su taza en un brindis.

—¡Bien dicho! Si alguien puede hacerlo, estoy segura de que eres tú. De hecho, creo que eres capaz de hacer casi cualquier cosa para conseguir que tu vida sea como quieres.

Parecía haber en su tono de voz una nota soterrada que no sonaba a cumplido.

—¿Qué quieres decir exactamente? —pregunté.

—Sólo que pareces fuerte e independiente..., una mujer que hace lo que hay que hacer. Y cuando hay que hacerlo.

No supe qué contestar a eso, y además no me agradaba el sesgo personal que estaba tomando la conversación.

—Estábamos hablando de Nia —dije—. No tienes que preocuparte por ella. Estoy segura de que no tiene nada que ver con esas muertes. Es más: apostaría mi vida por ello.

—¿Tan segura estás?

—No tengo ninguna duda. Podemos apostar, si quieres.

—Está bien. ¿Qué apostamos?

—¿Qué te parece una cena en el Spago de Beverly Hills?

—Uf. No olvides que vivo con el salario de un poli.

—Sí, pero pareces convencido de tener razón respecto a Nia, así que ¿de qué te preocupas? Pagaré yo..., a menos que te equivoques, claro.

—Realmente eres dura de pelar, Mary Beth Conahan —gruñó él.

—Desde luego que sí —dije.

Él apuró su vino.

—Está bien, acepto. Pero, dime una cosa, ¿dónde estaba Nia cuando Craig Dinsmore fue asesinado?

—Oh, vamos. Ya he ganado.

—¿Y eso por qué?

—Nia estaba en la oficina. La llamé al teléfono del despacho justo después de encontrar a Craig. O sea, justo después de que el asesino huyera por la ventana del cuarto de baño. Ah, espera, ya sé. Nia se teletransportó al motel, como en Star Trek.

—Nada de eso. Considéralo desde este punto de vista: como ignoramos la hora exacta de la muerte, aún no sabemos si la persona que huyó por la ventana era el asesino.

Yo me quedé pasmada, pero al instante me di cuenta de que tenía razón.

—No lo había pensado. ¿Crees que había alguien allí al mismo tiempo que yo? ¿Alguien inocente?

—Y que tenía miedo de que lo pillaran con un cadáver y por eso huyó. Es posible.

—Si es así, a Craig pudo matarlo cualquiera y en cualquier momento —repuse yo.

—En cualquier momento, no. Tuvo que ser entre las ocho y las once, cuando lo encontraste. Tiempo de sobra para que Nia llegara al motel, matara a Dinsmore y luego volviera a la oficina antes de que llegaras tú.

—No, no puedo creer que Nia haya hecho algo así. Te digo que es una de las mejores personas que conozco. Además, ¿qué motivos podría tener?

—Bueno, piénsalo bien. Tal vez tuviera alguna cuenta pendiente con las víctimas. Al fin y al cabo, es la única persona, aparte de ti, que tenía relación con todas ellas.

—¿Y eso significa que las mató? Eso es ridículo. La única relación que Nia tenía con las tres víctimas, que yo sepa, era que trabajaba para mí. Hablaba por teléfono con Tony a menudo por motivos de trabajo, pero con Arnold casi nunca. Y, en cuanto a Craig, hablábamos con él cuando tenía una propuesta que vender, pero cuando estaba escribiendo apenas teníamos noticias suyas.

—Hablas en plural como si Nia y tú fuerais una sola persona y lo supieras todo sobre ella. Sin embargo, has dicho «que yo sepa». Está claro que no estás del todo segura respecto a ella.

Yo me sentía exasperada.

—No entiendo por qué de repente sospechas de Nia.

—Y yo no entiendo por qué te pones a la defensiva. ¿Quieres encontrar al asesino o no?

—¡Claro que sí! Pero estás hablando de una persona a la que conozco desde hace casi cuatro años y en la que confío de manera implícita. Incluso confío en poder convertirla en socia de la empresa. Francamente, me parece un disparate intentar implicarla en esto.

—Yo no intento implicarla, Mary Beth. Solamente intento no dejar ningún cabo suelto. Tenemos que hacerlo.

—Puede que tú y tus colegas de la policía tengáis que hacerlo, pero yo no —dije y, recogiendo mi taza, la dejé en el fregadero—. Mira, esta noche estoy agotada. ¿No podemos hablar de esto mañana?

—Claro. De todas formas, tengo que ir a otro sitio —volvió a ponerse el gorro de punto y la chaqueta y se dirigió hacia la puerta.

—¿Ah, sí? —dije—. ¿A estas horas? Es casi medianoche.

—Sí, a estas horas. Yo también tengo vida social, ¿sabes? Y es personal.

Le lancé una mirada que habría hecho arrugarse al más pintado. Pero, por desgracia, al detective Dan Rucker mi mirada no pareció arrugarle nada. Se limitó a sonreír.

Por la mañana, Lindy seguía sin dar señales de vida. Me quedé en la cama, despierta, pensando en lo que debía hacer y, por fin llamé al móvil de Dan.

—No quise decírtelo anoche —dije—, pero Lindy se largó anteayer.

—Lo sé.

—Sí, claro —dije—. Y, dime, ¿dónde se ha metido? Apuesto a que eso también lo sabes.

—Tomó un vuelo nocturno a San Francisco, poco después de que, cenáramos en el Dinghy. ¿Crees que la asusté?

—No estoy segura. Puede que fueran mis preguntas las que la asustaron. En cualquier caso, estoy preocupada por ella. ¿Dónde está en San Francisco?

—Me temo que en eso no puedo ayudarte. La policía de San Francisco tiene demasiado trabajo como para seguir a una persona que no ha sido acusada de ningún delito.

—Genial. Bueno, ¿puedes darme al menos su dirección en San Francisco? ¿La de la casa en la que vivía con Roger?

—¿Por qué? ¿Es que piensas pasarte por allí?

—Podría ser. ¿Por qué no?

—Porque tengo entendido que la policía de El Segundo te ha pedido que no salgas de la ciudad.

—Sí, ya, pero no he hecho ningún juramento ni nada por el estilo. Si no quieren que salga de la ciudad, deberían detenerme. Pero no lo han hecho, ¿no?, porque no tienen ninguna prueba contra mí.

Dan exhaló un suspiro.

—De las pruebas no puedo decirte nada. Pero en una cosa tienes razón: no has sido arrestada.

—Así que puedo ir adonde se me antoje.

—Um.

—¿Qué significa eso?

—¿Um?

—No, el tono en que lo has dicho. Como si no supiera lo que hago.

—Sólo estaba pensando en el marido de Lindy. Si es él quien entró en tu casa la otra noche, ¿qué crees que hará si te presentas en la suya?

—No pienso ir cuando esté en casa.

—Los planes no siempre salen como uno espera —repuso Dan.

—Mira, no te he llamado para que me des un sermón.

—Está bien. Entonces, buena suerte. Llámame al móvil si necesitas algo.

—¡Espera! ¡No cuelgues! Necesito la dirección de Lindy y Roger.

Él volvió a suspirar.

—Dame cinco minutos. Te llamo luego.

Colgué y empecé a hacer la maleta para una noche, preguntándome si durante aquellos cinco minutos Dan iba a buscar la dirección de Lindy o a hacer otra cosa..., algo que no me gustaría. Pero cuando volvió a llamar se limitó a darme las señas y a desearme otra vez buena suerte.

No sé por qué, pero tuve la sensación de que se estaba dejando algo en el tintero.

Se tardan menos de dos horas en viajar en avión de Los Angeles a San Francisco, pero si se cuentan el trayecto hasta el aeropuerto, la facturación y el paso por las barreras de seguridad, el viaje puede durar cinco o seis horas. En ese tiempo, se puede llegar en coche. Llegué a sopesar esa opción, pero no me encontraba con fuerzas.

Aunque, de todos modos, ir en avión no me sirvió de gran cosa. Cuando llegué a San Francisco estaba exhausta y sólo quería meterme en la cama y dormir. Pero sabía que estaba tan tensa que no podría relajarme, así que me registré en un hotel en el que ya había estado antes y me puse el chándal. Luego subí al gimnasio del último piso y estuve un rato haciendo ejercicio. Hay una galería circular alrededor del gimnasio, llena de ventanales que dan a la ciudad... o a la Ciudad con c mayúscula, como dicen los habitantes de San Francisco. La vista, de día o de noche, es espectacular. Mucha gente frecuenta los bares de ese hotel sólo por la vista. Pero, a razón de ocho o diez dólares la copa de vino, sale mucho más rentable el libre acceso al gimnasio.

Además, allí podía pensar con relativa calma. Sólo había otra persona en el gimnasio, un hombre que se entrenaba en un aparato, unas filas por detrás de mí. Tenía unos treinta años, seguramente, y no parecía muy interesado en mi persona. Lo cual estaba muy bien, porque yo lo único que quería era planear mi siguiente paso.

Podía llamar a casa de Roger y preguntar si Lindy estaba allí. Pero eso tal vez hiciera pensar a quien contestara que Lindy iba de camino a casa. Y esa persona, una doncella o un mayordomo, probablemente, podía decírselo a Roger y estropear la visita que Lindy pensaba hacerle a su hija.

Finalmente decidí plantarme allí, buscar el coche de Roger y, si no lo veía, llamar a la puerta. Le diría a quien respondiera que era una vieja amiga que no vivía en la ciudad y que se me había ocurrido pasarme a saludar a Lindy ya que estaba en San Francisco. Parecía un plan relativamente simple y eficaz, pensé al bajarme de la cinta mecánica, mientras me limpiaba el cuello y la cara con una toalla. Pero ¿por qué no recordé entonces que nada es nunca tan sencillo y que el caos reina por doquier?

La casa de Lindy y Roger era en realidad una mansión. Incluso destacaba entre las otras mansiones de Pacific Heights. Tenía altas columnas blancas y quince o veinte anchos escalones que llevaban de la inmaculada pradera de césped al porche. Aparqué el coche de alquiler frente a la casa y subí hasta la puerta. Llamé y esperé. Por fin oí dentro el sonido de unos pasos amortiguados.

Una doncella vestida con uniforme negro y delantal blanco abrió la puerta.

—Hola —dije—. Soy amiga de Lindy. Siento no haber llamado primero, pero creo que su número no aparece en el listín telefónico. Estoy pasando unos días en la ciudad y se me ha ocurrido pasar a saludarla.

La doncella no sonrió, ni se movió un ápice. Era joven, tenía el pelo rubio platino y turgencias en los lugares de rigor. Me acordé de las doncellas como aquélla que salían en las películas del Hollywood de los años treinta, películas que por lo general versaban sobre una mujer que tenía por jefe a un donjuán. Me pregunté si Roger se sentaba en su sillón y la miraba cada vez que se agachaba, esperando ver alguna cosilla. O quizás algo más.

Pero la doncella me dijo que Lindy Van Court no vivía allí.

—¿Ah, no? —dije con falsa sorpresa. Retrocedí y miré el número que había encima de la puerta—. Éste es el 245 —dije con fingida perplejidad—. Estoy segura de que anoté bien el número. Claro, que lo he sacado de una vieja agenda.

La doncella se encogió un poco de hombros.

—Yo soy nueva aquí. Puede que antes viviera alguien aquí con ese nombre, pero ya no.

—Ah. Pero ¿Roger Van Court vive aquí?

—Eh... sí —contestó la doncella con cautela—. Pero no estoy segura de que esté disponible en este momento.

—Pero ¿está en casa? —el corazón me dio un vuelco.

—Sí, pero como le decía...

—No importa —retrocedí—. Sólo quería saludar a Lindy. Pero si ya no vive aquí...

Me di la vuelta y apenas había puesto un pie en el peldaño de arriba y una mano en la barandilla del porche cuando una voz en exceso familiar se alzó detrás de mí.

—Vaya, pero si es Mary Beth Conahan —dijo Roger—. ¿Qué demonios haces aquí?

Al darme la vuelta, vi que la doncella se había retirado al interior de la casa y que Roger había ocupado su lugar. Estaba más gordo que la última vez que lo había visto y llenaba la mitad del vano de la puerta. Había perdido pelo, y me acordé de la suerte que había tenido al no casarme con él.

Aparte de ser esencialmente malvado, ni siquiera había tenido la sensatez de mantenerse en forma. La gente mala, pensé, a menudo escurre el bulto si tiene buena planta. Piénsese en Bundy. Pero ¿los feos? Los feos lo tienen crudo.

—Hola, Roger —dije con una voz lo más tranquila posible—. Estoy en la ciudad por viaje de negocios y confiaba en poder ver a Lindy. Pero la doncella me ha dicho que ya no vive aquí. No lo entiendo. ¿Es que os habéis divorciado?

Roger cruzó los brazos y sus ojos adquirieron la mirada vidriosa de una serpiente del desierto.

—Oh, yo creo que sí lo entiendes, Mary Beth. Lo entiendes perfectamente.

—¿Qué quieres decir con eso? —pregunté—. Suéltalo de una vez, Roger. Tengo prisa.

—Lo que quiero decir —contestó él con frialdad— es que sabes muy bien que Lindy ya no vive aquí y por qué. Estoy segura de que a ti, su buena amiga, te lo habrá contado todo.

—¡Oh, por el amor de Dios! No he visto a Lindy desde el instituto. ¿Cuándo iba a contarme nada?

Él puso aquella sonrisa gélida e inexpresiva que yo recordaba de cuando me violó. Sentí un peso en el estómago, pero intenté que no se me notara.

—Sé que está en Los Angeles —dijo Roger—. Y sé que estuvo en tu casa.

—¿Qué te hace pensar eso? —repliqué—. Aunque, pensándolo bien, alguien entró en mi casa la otra noche. ¿No serías tú, Roger?

Él soltó una áspera risotada.

—¿Yo? Confío en que sepas que tengo la suficiente clase como para no colarme en casas ajenas.

—Sé muchas cosas sobre los de tu clase —dije—. No, tú no te cuelas en las casas de los demás. A ti te va más la violación.

Oí un leve gemido de sorpresa más allá de la puerta y me pregunté si la doncella estaba allí desde el principio, escuchando nuestra conversación. Roger hizo amago de mirar hacia atrás, pero luego salió al porche y cerró la puerta.

—Serás zorra —dijo con voz suave—. No sabes lo que dices.

—¿Es que estás senil, Roger? ¿O es que has violado a tantas mujeres que ya no te acuerdas de que fui una de ellas?

—Yo no te violé —dijo en voz baja, sonrojándose—. Ni siquiera me acerqué a ti, y si le dices a alguien lo contrario, te demandaré por injurias.

—Adelante, hazlo, porque pienso decírselo a quien se me antoje. De hecho, seré yo quien te demande a ti. O puede que, simplemente, te mande a prisión.

—Imposible —pero empezaba a parecer indeciso—. No tienes pruebas. Perderías.

—Ah, Roger, pero tú no puedes probar que no lo hiciste. Me pregunto a quién creerán.

Ansiaba decirle que había tenido una hija nueve meses después de la violación y que su ADN encajaba sin duda con el del violador que tenía ante mí. Pero no tenía a mi hija y, aunque la hubiera tenido, Roger habría podido alegar que yo «me lo había buscado». O, peor aún, que había sido idea mía, y que él estaba borracho y no sabía lo que hacía. De algún modo se las arreglaría para escurrir el bulto.

—Me niego a hablar de esa estupidez —dijo, enfadado, y echó mano del picaporte—. No sé a qué has venido. Sabes muy bien que Lindy está en Los Angeles. Mis detectives me han dicho que está contigo.

—¿Ah, sí? ¿Y no te han dicho que se fue de mi casa y que no sé dónde está? ¿Te han dicho que ha estado viviendo en la calle desde que la echaste?

—¿No me digas que te has tragado ese cuento? Reconozco que es bueno. Uno de esos dramones que tanto les gustan a Lindy. Pero no es verdad.

Vacilé porque, lo mismo que Dan, yo también dudaba de que Lindy hubiera estado viviendo en las calle. Roger sonrió.

—Veo que tienes tus dudas. Pues me alegro por ti. Lindy está loca, Mary Beth. Salió hace poco de un hospital psiquiátrico, siguiendo los pasos de la chiflada de su madre.

—No te creo.

Él volvió a sonreír.

—Pues es cierto.

—Casi parece que te alegraría que lo fuera —dije.

—Ni me alegra, ni me entristece —dijo Roger—. Lo que haga Lindy ya no me concierne. Ni tampoco dónde esté. Lo nuestro se ha acabado —se dispuso a abrir la puerta para volver a entrar.

—¿Por eso la has estado siguiendo? —pregunté—. ¿Porque ya no te importa lo que haga?

Era un palo de ciego, pero vi que una expresión extraña cruzaba su rostro; una expresión que no acerté a interpretar pero que me pareció un atisbo de miedo.

—Eres aún más irritante que cuando hacías el papel de Lois Lane en la función del colegio —dijo Roger—. Harías bien en cubrirte las espaldas, Mary Beth. Ya sabes que dicen que la curiosidad mata al gato.

Aquella amenaza me hizo estremecerme, pero logré mantener el tipo.

—También sé lo que dicen sobre arrojar luz en los rincones oscuros. Eso es lo que se supone que hacen los periodistas.

—Pero tú no eres periodista, ¿no? —dijo él con desdén—. Tú te ganas la vida aprovechándote del talento de los demás.

—¿Y tú, Roger? ¿De dónde sacas tú el dinero? ¿De la sangre de personas sin hogar?

Su rostro de volvió de un rojo oscuro. Levantó la mano ligeramente, como si fuera a golpearme. Yo me alegré de estar fuera, en lugar de dentro de la casa.

—Idiota, no sabes de lo que estás hablando. ¿Eso es lo que te ha dicho Lindy? Ya te he dicho que esa mujer está loca de remate, Mary Beth. Debería volver al hospital y, si consigo ponerle las manos encima, allí será donde acabe. Díselo cuando las veas. Si sigue difundiendo mentiras, me encargaré de que la encierren. Y esta vez para siempre.

Me marché de Pacific Heights con la cabeza tan llena de cosas que apenas sabía adonde iba. Estuve caminando un rato colina abajo y luego tiré por Lombard. Por fin, cerca de Fisherman's Wharf, me tropecé con un tranvía que sabía me dejaría cerca de mi hotel, en Union Square. Confiaba en que el traqueteo del tranvía deshiciera la madeja de mi cerebro y aclarara mis ideas.

¿Era cierto lo que Roger me había dicho? ¿Habría estado Lindy internada en un hospital psiquiátrico? ¿Y por qué? ¿Estaba realmente enferma, a pesar de que yo había dado por descontado que sólo estaba algo trastornada y exhausta por las cosas que me había contado sobre Roger y Jade? ¿O era todo aquello una invención, una trama tejida por una mente enferma en la que se mezclaban mentiras, verdades y medias verdades?

Cabía otra posibilidad, naturalmente. Tal vez Roger la hubiera hecho encerrar para que no hablara sobre las ventas del fármaco defectuoso y no interfiriera en el tratamiento de Jade. Sin duda no quería que nadie la creyera si hablaba de esas cosas.

Volví a pensar en cómo se había comportado Lindy desde que se presentó en mi casa. Se había mostrado un poco inconstante y atolondrada, incluso en el restaurante, cuando cenamos con Dan. Pero ella siempre había sido así, si se exceptuaba su afición al alcohol. Lindy parecía beber mucho ahora, mientras que en el pasado era atolondrada de por sí.

Y en el Malibú Beach Inn había hecho cosas estúpidas y peligrosas, como salir a por comida y pasearse por la playa en lugar de quedarse en la habitación. Con razón Roger había podido averiguar dónde estaba. La pequeña Lindy Lou no parecía estar borrando muy bien su rastro.

Pero ¿lo habría hecho a propósito, por alguna razón? ¿Quería acaso que Roger la encontrara?

Tal y como estaban las cosas, yo me inclinaba a creer a Lindy, aunque, a decir verdad, no sabía muy bien cuál de sus historias tragarme.

De vuelta en el gimnasio del hotel, me puse a hacer ejercicio para intentar aclararme. Por de pronto, estaba claro que Lindy estaba pasando por un infierno, fuera de la clase que fuese. Me preguntaba si estaría pasando por una depresión posparto después de tener a su bebé. Tal vez fuera por eso por lo que Roger la había hecho encerrar en un hospital psiquiátrico. Aquello no la habría servido a ella de gran cosa, pero a él sí... y mucho.

Marie Osmond había escrito un libro en el que hablaba sobre cómo se había metido en su coche y había desaparecido durante una depresión posparto. Por suerte, logró recuperar la cordura y pedir ayudar. Pero Lindy... ¿A quién podía recurrir ella en busca de ayuda si estaba trastornada por la angustia que seguía al parto? Ciertamente, no a Roger, que tenía la sensibilidad de un adoquín.

Y no sería la primera vez que se encerraba a una mujer alegando que estaba loca cuando sólo tenía un problema médico. La depresión posparto podía explicar también por qué se había mostrado tan despreocupada en el Malibú Beach Inn. En un momento en que debía temer que Roger la encontrara, había mandado al garete toda precaución.

Bueno, no toda. Había hecho un intento por disfrazarse, pero más bien como la mala de una película en blanco y negro de Verónica Lake, con la toalla alrededor de la cabeza y las gafas de sol. Ese día debía de parecer un fantasma del viejo Hollywood cruzando la autopista de la costa del Pacífico.

Suspiré. Nada de cuanto Lindy había hecho durante los dos días que había pasado conmigo tenía mucho sentido, y yo ignoraba por qué seguía preocupándome. Tal vez no quisiera que Roger se saliera con la suya... otra vez.

Después de pasar media hora haciendo ejercicio, seguía estando tensa y hecha un lío. Al volver a mi habitación, saqué a rastras la bolsa de viaje que había llevado y revolví mi neceser en busca de algo que me ayudara a dormir. ¿Una infusión a base de flor de pasión, lúpulo y camomila? Qué lío, calentar el agua. ¡Ah! Kava-kava. Eso serviría. Me tragué una cápsula enorme y me quedé dormida al cabo de un rato.

Pero eso no me impidió soñar. Soñé con Lindy, que tendía los brazos y suplicaba por su bebé mientras las lágrimas le corrían por las mejillas. Cuando desperté, recordé algo que había arrumbado en mi memoria seis años antes: me vi a mí misma sentada en una cama de hospital, extendiendo los brazos del mismo modo, con los ojos llenos de lágrimas.

—Por favor, déjenme verla una sola vez. Una vez, nada más. Déjenme abrazarla antes de llevársela.

Lindy al menos podía ver aún a su hija, aunque fuera sólo con ayuda de la niñera. Y, si se buscaba un buen abogado, tal vez incluso pudiera utilizar las pruebas que consiguiera reunir contra Roger y su padre para recuperar a la niña.

Después de hacer mi sesión matinal de ejercicios y de bajar a desayunar a la cafetería de la planta baja, decidí ponerme del lado de Lindy, a menos que descubriera que Roger me había dicho la verdad sobre ella. En todo caso, tal vez pudiera ayudar a su hija, quien parecía la única inocente en todo aquel embrollo.

Eran poco más de las diez de la mañana cuando empecé a vigilar la casa de Pacific Heights desde el otro lado de la calle, bien escondida entre los frondosos árboles. Las casas de ese lado de la calle eran casi todas de estilo Victoriano y parecían ensartadas en coloridas hileras y provistas todas ellas de cortas escalinatas que llevaban a la puerta principal.

Me senté en los peldaños de una que parecía deshabitada y esperé allí, confiando en que apareciera Lindy. Tenía la esperanza de que, si iba a ir a ver a su hija, eligiera precisamente ese día. Pero, aunque Lindy no apareciera, yo estaba dispuesta a esperar allí al día siguiente, y al otro, e incluso la semana entera.

A eso de la una, saqué el sándwich de huevo que me había llevado del desayuno y lo engullí como si fuera a acabarse el mundo. Después empezaron a rugirme las tripas y añoré un cuarto de baño. Tal vez estuviera haciendo mis pinitos como detective privado, pero, francamente, nunca me había dado por pensar en cómo resolvía una detective la cuestión de sus necesidades corporales cuando estaba de guardia. Los hombres tenían botellas, pero una mujer habría necesitado un bote de mayonesa gigante, y aun así tal vez hubiera acabado empalándose en el volante.

No tuve, sin embargo, que esperar mucho más. Un taxi se detuvo de pronto junto a la casa, en una calle que discurría perpendicularmente a la de la fachada. Se paró en medio de la calle y de él salió Lindy. Al menos, eso me pareció. Esta vez llevaba un traje negro y un sombrero con velo negro, al estilo de Joan Crawford o Bette Davis. Iba a tener que hablar con ella. Estaba claro que había visto demasiadas películas de los años cuarenta.

No dobló la esquina en dirección a la puerta principal, sino que cruzó una entrada lateral que se abría en una tapia de ladrillo que, supuse yo, daba al jardín trasero de la casa. Después de eso la perdí de vista, pero el taxi se había ido, así que supuse que iba a quedarse un rato.

Esperé cinco minutos y luego crucé la misma puerta. Llevaba ésta, en efecto, a un hermoso e inmaculado jardín. Había varios carillones de viento y fuentes, y un rincón estaba decorado con una especie de jardín de gnomos. Me imaginé a Lindy poniendo allí los gnomos en un momento de inspiración, en tiempos más venturosos.

En el centro del césped había una gran fuente, con una estatua que representaba un ángel sosteniendo en brazos a un bebé. Me pregunté si Lindy la había puesto allí durante los meses anteriores al nacimiento de su hija. La fuente no tenía agua, y noté que de sus cimientos brotaban las malas hierbas. Tenía un aspecto triste y abandonado, a diferencia del resto del jardín.

Subí hasta la puerta trasera y llamé suavemente. Nadie respondió, así que llamé un poco más fuerte. Al cabo de un momento, oí pasos que se acercaban a la puerta. Alguien apartó el visillo de encaje y se asomó. Era una mujer de pelo corto, rizado y castaño, algo encanecido, con las mejillas sonrosadas. Me observó a través de unas gafas a lo Ben Franklin que llevaba suspendidas de la punta de la nariz, y no pude evitar pensar que se parecía mucho a la señora de Santa Claus. Pero, por si acaso no lo era, decidí mostrarme firme y decirle que había ido a ver a Lindy y que, o me dejaba entrar, o llamaba a la policía.

No fue necesario, sin embargo. Para mi sorpresa, la mujer se apresuró a abrir la puerta y a admitirme en la casa. Llevaba un uniforme verde tradicional, pero muy bien cortado, con el nombre de Irene bordado en la solapa. Así pues, aquélla era la niñera. Irene. La que le había dicho a Lindy que la dejaría ver a Jade una vez por semana, cuando no estuviera Roger.

Me pregunté dónde estaría la explosiva criada rubia que me había abierto la puerta el día anterior.

—La señora Van Court la ha visto venir por el jardín —dijo Irene—. Me ha dicho que la espere usted en el salón hasta que baje.

—¿Está Roger en casa? —pregunté mientras trotaba tras ella por el pasillo.

—No, el señor Van Court llegará tarde hoy.

—¿A qué hora suele llegar a casa? —pregunté, mirando mi reloj.

—Depende.

No me miraba a los ojos y, pese a su apariencia, no parecía muy cordial. Estaba claro que a Irene, la niñera, no le gustaba ni pizca la posición en que se hallaba, lo cual no podía reprochársele, teniendo en cuenta que se arriesgaba a perder su empleo por dejar que Lindy viera a su bebé.

Pero ¿podía fiarse Lindy de ella? Yo no estaba del todo segura.

Irene me indicó que la siguiera hasta un enorme vestíbulo a cuyos lados se alzaban sendos brazos de una escalera que llevaba al segundo piso y que desembocaban en una galería que ocupaba toda la anchura del pasillo de arriba.

Los típicos retratos de familia adornaban las paredes. Uno de ellos era del padre de Roger. Por su indumentaria, deduje que los otros eran antepasados que se remontaban al menos a cinco siglos atrás. Cosa rara, no había mujeres. Ni madres, ni abuelas, ni hermanas, ni tías. Al parecer, a las mujeres no se las veneraba en aquella casa.

La niñera estaba esperándome junto a una puerta que llevaba a un salón formal. Entré en la habitación tras ella y tomé asiento en una rígida silla victoriana. El resto del mobiliario era igual de rancio, y la chimenea de mármol estaba recubierta de cabezas de león doradas. No me imaginaba a la Lindy Lou que yo conocía decorando su casa de ese modo. De hecho, Lindy no parecía haber dejado huella alguna de su personalidad en aquella casa. Me pregunté cuánto tiempo había vivido en realidad allí, e interrogué a la niñera.

—Más o menos desde que yo llegué aquí —dijo.

—¿Y cuándo fue eso? —insistí.

—Vine a ayudar a la señorita Lindy cuando... —se interrumpió ahí, como si se hubiera ido de la lengua.

Me quedé sentada, en silencio, otros cinco minutos, más o menos, mientras la niñera permanecía de pie junto a la puerta, retorciéndose las manos con nerviosismo. Por fin oí el leve tableteo de unos tacones de mujer en las escaleras del vestíbulo.

—Será la señorita Lindy —dijo Irene—. Yo ya me voy.

Sonreí y le di las gracias por las molestias.

Si la personalidad de Lindy no había dejado huella alguna en aquella casa, saltaba a la vista que, en cambio, la casa había hecho mella en Lindy, que entró en el salón con todo el aspecto de ser la señora de aquella opulenta mansión. Iba vestida como señorona de la alta sociedad y llevaba las medias y los zapatos a juego. Se había recogido el pelo en un moño suelto, y en general se parecía muy poco a la Lindy que yo había visto en Los Angeles.

—No deberías estar aquí, Mary Beth —fueron las primeras palabras que salieron de su boca. Parecía enfadada.

—Creo que tú tampoco —dije, señalando lo que nos rodeaba—. ¿Qué demonios está pasando, Lindy? ¿Y por qué vas vestida como la señora De Winter volviendo a Manderley?

—Tenía que cambiarme —contestó, poniéndose a la defensiva—. Y he aprovechado para sacar algo de mi armario. Aquí sólo tengo este tipo de ropa.

—Pues espero que no estés pensando en volver a las calles vestida así. Te robarían.

—¡Eso no es asunto tuyo! No tenías derecho a venir aquí. Tienes que irte.

—No hasta que averigüe por qué me dejaste plantada la otra noche —dije—. Quiero saber qué está pasando. Y, por cierto, la policía también.

—Iba a volver —dijo, enfadada—. Tenía intención de volver. Pero tenía que ver a mi bebé —se le llenaron los ojos de lágrimas y empezó a temblarle la boca.

—¿La has visto? —pregunté—. ¿Eso era lo que hacías arriba?

—¡Maldita sea, Mary Beth! Esto es lo único que tengo, estos minutos una vez por semana. ¡No quiero pasarlos dándote explicaciones!

—Lindy —dije con calma—, sólo te he preguntado si has visto a tu hija.

—¡Claro que sí! —replicó—. ¿Qué es lo que no entiendes, Mary Beth?

—Supongo que no entiendo por qué te molesta tanto verme aquí.

—Ya te lo he dicho. Tengo que aprovechar el tiempo para estar con mi hija. Por el amor de Dios, cuando quiera verte a ti, puedo verte en Los Angeles.

—Claro —dije—. Sólo tienes que llamar a mi puerta a cualquier hora de la noche.

Ella se sonrojó.

—Lo siento. Sé que te pedí demasiado. Pero, Mary Beth, Roger puede volver a casa en cualquier momento. Tengo que acabar mi visita y marcharme. Así que te lo suplico. ¿Te importaría irte? Te prometo que volveré a Los Angeles. Estaré allí mañana.

—Lindy —dije en voz baja, por si acaso había alguien escuchando al otro lado de la puerta—, ¿qué hay de nuestro plan? Íbamos a llevarnos a Jade. Ya estoy aquí. Hagámoslo.

—¡No! No, no puedo hacerlo ahora. Hay que esperar.

—¿Cuánto tiempo?

—No estoy segura. Un par de días, quizá.

—Lindy... ¿qué ha pasado? ¿Por qué has cambiado de idea?

—Yo... no he cambiado de idea. Sólo necesito un par de días más —miró un instante hacia las ventanas de la fachada—. Por favor, Mary Beth, tienes que irte.

Yo no podía obligarla a venir conmigo, ni a llevarse a Jade. Pero aquella me parecía la ocasión perfecta. Podíamos salir de allí en cinco minutos, como máximo. ¿Qué nos lo impedía?

Sentí de pronto el impulso de correr escaleras arriba, agarrar a la hija de Lindy y huir con ella, aunque Lindy se negara a venir. Tenía la sensación de que allí estaba pasando algo terrible, algo de lo que Lindy no me había hablado. Pero me imaginé al cerdo de Roger denunciándome por secuestro. Y, si Lindy, por alguna razón, se negaba a testificar contra él, estaría perdida.

Tenía que haber algún otro modo de ayudar a Jade. Anoté el número de mi hotel en el dorso de una tarjeta de visita y se lo di a Lindy.

—Esta noche me quedo en San Francisco. Llámame si me necesitas, ¿de acuerdo? Mañana por la mañana vuelvo a casa, así que puedes llamarme allí, a casa o a la oficina. Pero llámame. Estoy preocupada por ti, Lindy.

Ella agarró la tarjeta y se la guardó rápidamente en un bolsillo del vestido.

—Te llamaré, te lo prometo. Ahora vete, Mary Beth. Sal por detrás, como has entrado. Le diré a Irene que te acompañe —mientras cruzábamos el vestíbulo, gritó hacia el piso de arriba—. ¿Irene? ¿Puedes bajar a acompañar a la puerta a mi amiga, por favor?

—Da igual, ya encontraré el camino —dije.

—No, deja que Irene te acompañe.

—No seas tonta, Lindy. Recuerdo perfectamente dónde está la puerta de atrás.

Pero Irene bajó corriendo las escaleras y Lindy prácticamente me empujó hacia ella. La niñera me agarró del brazo y me condujo hasta la puerta trasera. En las novelas detectivescas de antaño, cuando se libraban de alguien de manera tan obvia, se decía que le habían dado boleto.