Capítulo 8

Mientras esperaba a tener noticias de Dan, volví a llamar al apartamento de Nia por quinta o sexta vez. Esta vez, contestó una chica que dijo ser su sobrina.

—Se ha ido unos días —me dijo—. Yo he venido a echar un vistazo a la casa.

—¿Sabes adonde ha ido? —pregunté—. Nia trabaja para mí, y me preocupa no tener noticias suyas.

—Ah, usted debe de ser la agente. Mary Beth Conahan, ¿no?

—Exacto.

—Nia habla mucho de usted —dijo la chica—. Yo soy Anita, pero puede llamarme Neets. Todo el mundo me llama así.

Yo sonreí.

—Bueno, Neets, me gustaría mucho hablar con Nia. ¿No te ha dejado un número de teléfono, ni te ha dicho adonde iba?

—Claro. Está en el Ritz-Carlton de Londres. Ha ido a visitar a mi tío. A su padre, quiero decir.

Creo que me quedé con la boca abierta.

—Ah. ¿Dejó algún mensaje para mí?

—No, que yo sepa —contestó Neets.

—Entonces, ¿tienes su número de Londres? —pregunté.

—Claro —me lo dio y lo anoté.

—Gracias —dije.

—No hay de qué. Señorita Conahan, ¿puedo hacerle una pregunta? ¿Le importaría echarle un vistazo a un libro que he escrito?

—¿Has escrito un libro? —sonreí—. ¿Cuántos años tienes?

—Diecisiete —dijo Neets—, pero llevo escribiendo toda la vida.

Toda la vida. A los diecisiete años, pensé yo, una se cree que ha vivido una eternidad.

—Claro que le echaré un vistazo —dije—. Pero dame un tiempo para leerlo y devolvértelo. Ahora mismo tengo mucho trabajo.

—Sí, claro —contestó, emocionada—. La verdad es que no esperaba que dijera que sí. Nia dice siempre que no la moleste porque está muy ocupada.

—Bueno, Nia tiene razón... en casi todo. Pero esto es distinto.

A fin de cuentas, Neets podía ser una futura autora de la lista de superventas del New York Times. ¿Quién sabía?

Colgamos y me quedé mirando el número de Londres. Estaba más preocupada que nunca. ¿Por qué se había ido Nia tan lejos sin dejarme una nota o hablar conmigo primero?

Había olvidado la diferencia horaria, pero cuando logré hablar con Nia en el Ritz, estaba cenando en su habitación.

—Hola, ¿qué pasa? —preguntó.

—No me dijiste que te ibas —contesté—. Estaba preocupada.

—Lo siento. ¿No viste mi nota?

—¿Qué nota?

—La dejé en mi mesa. No supe que iba a venir aquí hasta esa noche, y pensé que era muy tarde para llamarte.

Yo no recordaba haber visto ninguna nota sobre su mesa. Estaba tan recogida como la dejaba cada noche.

—No había ninguna nota. Aunque mi despacho estaba lleno de cosas.

—¿Y eso?

—Alguien entró y revolvió todos los archivos.

—¡Dios mío! ¿Estás bien?

—Sí. Esperaba que hubieras visto algo antes de irte.

—No, nada. Te dejé un mensaje. Estaba sobre mi mesa. Y, cuando me fui, todo estaba en orden.

Oí una voz masculina de fondo y me di cuenta de que Nia había tapado el teléfono con la mano. Se estaba riendo, y parecía estar pasándoselo en grande.

—¿Nia?

—Sí, lo siento.

—¿Quién está ahí?

—Oh, nadie —soltó una risilla—. Quiero decir nadie que tú conozcas.

—¿Y tu padre? ¿Le has visto?

—No mucho. Pero necesitaba que me diera un consejo sobre una idea que he tenido.

—¿Una idea?

—Sí, bueno..., estoy intentando escribir un libro.

—¡Nia! ¿Por qué no me lo habías dicho?

—Pensé que te reirías. Sobre todo, si lo leías —se echó a reír.

—Yo nunca haría eso —dije—. Déjame verlo en cuanto vuelvas, ¿de acuerdo?

—Ya veremos. En todo caso, fue por eso por lo que decidí tomarme un par de días libres, aprovechando que había poco trabajo, y venirme aquí. Pero mi padre está muy liado. Está trabajando en algo relacionado con un nuevo medicamento. Al parecer, últimamente está muy metido en el campo de la bioquímica.

—Ah —dije, llena de curiosidad—. ¿Y sabes en qué está trabajando?

La risa de Nia sonó sofocada otra vez.

—¡Basta ya! —le dijo a la persona que estaba con ella en la habitación—. No tengo ni idea —me dijo a mí. He estado un poco... distraída, digamos, desde que llegué.

—¿Cuándo vuelves? —pregunté.

—¿Por qué? ¿Me necesitas?

—No, qué va. Sólo era una pregunta.

—Había pensado pasar un par de días más aquí. ¿Te parece bien?

—Claro. Te los has ganado.

—Gracias, Mary Beth. Eres la mejor. ¿Ha encontrado ya la policía al asesino?

—No sé muy bien qué contestar a eso. Parecen creer que soy yo.

—¿Tú? ¡Qué disparate!

—Eso díselo al juez —contesté.

—No te preocupes, lo haré —se echó a reír—. Espera un momento, eso no ha sonado muy bien. Debería haber dicho: «Esperemos que no tenga que decírselo».

—Gracias.

Cuando colgamos, sentí que Nia estaba a millones de kilómetros de allí. De pronto deseaba que no se hubiera ido de vacaciones. Era la única amiga con la que podía hablar de las cosas que estaban pasando allí.

Pero, al parecer, a ella la policía no le había dicho que no saliera de la ciudad. La habían interrogado poco después de los asesinatos, y debían de haberla descartado por completo como sospechosa. Y yo me preguntaba por qué seguían rondándome tantos interrogantes por la cabeza.

Al día siguiente, a las 2:25 de la madrugada, estaba delante de la jefatura de policía de El Segundo, en el asiento de atrás del todoterreno de Dan. Llevábamos linternas, una cuchilla, una caja de pruebas y mi ordenador de bolsillo.

—No sé tú —dije—, pero yo odio estar aplastada de este modo. La espalda me está matando.

—Ése será el menor de tus problemas —dijo Dan—, si alguien descubre que he robado esa caja de pruebas para ti. Podría perder mi placa. Y también el poli que ha hecho la vista gorda. Suerte que me debía un favor.

—Deja de ponerme nerviosa —dije—. Trabajo mejor cuando estoy tranquila.

—Me importa un bledo que estés tranquila. Pero date prisa. Tengo que devolver esa caja en menos de una hora.

Corté cuidadosamente la cinta con la cuchilla para que no se notara el corte cuando acabara y lo tapara con la cinta que había llevado. En la parte de arriba de la caja había lápices, bolígrafos y otras cosas de escritorio metidas en bolsas que no toqué. Entre tanto, Dan observaba cada uno de mis movimientos de modo que, si algún día se lo preguntaban, pudiera decir que no me había llevado nada de la caja. Yo levanté cuidadosamente las bolsas de arriba y hurgué entre las otras, llenas de vasitos de café y platos de plástico. Había también libretas amarillas y clips, papel de carboncillo y sellos de correos. El tipo de cosas que se guarda en un escritorio. Pero el manuscrito que yo había visto en la mesa de Craig no estaba allí.

—¿Qué crees que habrá pasado con él? —le pregunté a Dan.

—Puede que alguien lo esté leyendo por si contuviera alguna pista. Lo mismo que tú querías hacer.

Yo me detuve en seco.

—Ya no. Ahora estoy buscando el verdadero manuscrito.

—¿El verdadero?

—La otra noche recordé por qué el manuscrito que vi en la mesa de Craig me resultaba familiar, como si ya lo hubiera visto antes. La razón es que ya lo había visto antes. Lo escribió hace muchos años otro autor. Craig había copiado palabra por palabra de otro libro el manuscrito que vi encima de su mesa. Al menos, las primeras páginas.

—¿Cómo lo sabes?

—No estaba segura hasta que encontré el otro libro en Internet. Puse unas cuantas palabras elegidas en un buscador, y el libro que recordaba apareció en cuestión de minutos. Luego fui a una biblioteca y estuve hojeando un ejemplar. ¿Te apetece saber qué descubrí?

—Más que una tarta de crema de plátano —dijo él.

—¿Te gustan las tartas de crema de plátano?

—Me vuelven loco. Pero continúa.

—Descubrí que el manuscrito que había en la mesa de Craig era un duplicado exacto de La oportunidad lo es todo, un libro escrito por un paparazzi muy conocido en los años cuarenta que creyó que podía escribir un reportaje sobre las estrellas de Hollywood aprovechándose de lo que habría descubierto sobre ellas mientras trabajaba como fotógrafo. Por desgracia, no escribía muy bien, y el libro pasó inadvertido. Hoy en día casi nadie se acuerda de él.

—¿Y dices que Craig Dinsmore lo plagió? ¿Por qué iba a plagiar un libro que no se vendió bien?

—No creo que lo plagiara; al menos, no para venderlo. Sé que parece una locura, pero creo que ese libro era un señuelo para que, si alguien entraba en su habitación, no supiera qué estaba escribiendo de verdad. ¿Por qué, si no, iba a malgastar tanto tiempo y energías copiando un viejo libro y dejándolo encima de su mesa?

Dan dejó escapar un silbido.

—¿Copió todo el libro?

—No tuve tiempo de leerlo entero, pero los primeros capítulos, sí. Puede que el resto fueran hojas en blanco.

Mientras le decía esto, seguí hurgando entre las libretas hasta que llegué al fondo de la caja. Y allí estaba: no un manuscrito en papel, sino un CD. En la etiqueta, escrita a mano, figuraba el título de un álbum musical: Escápate conmigo. La vocalista era Norah Jones, una de mis cantantes favoritas, pero no fue por eso por lo que de pronto me dio un vuelco el corazón. Que yo recordara, Craig era un devoto de la música clásica. En realidad, sentía un pedantesco desdén por la música popular. Así que, a menos que me equivocara, aquella etiqueta era otro señuelo. Posiblemente Craig había copiado su verdadero libro en aquel CD, en lugar de guardar una copia impresa que cualquiera pudiera ver.

Eché mano de mi ordenador portátil y metí el CD; luego pulsé algunas teclas, hasta que su contenido apareció en la pantalla.

—Yo tenía razón —dije, reprimiéndome para no ponerme a gritar—. Éste es su verdadero libro. Y mira esto. Craig estaba escribiendo sobre los trapos sucios de las compañías farmacéuticas y sus prácticas fraudulentas o poco éticas —guardé silencio mientras repasaba una lista de nombres—. Dios mío. Escribió que Courtland Pharmaceuticals era una de ellas. Y no una cualquiera, sino la principal, según parece.

—¿Courtland? ¿Te refieres a la empresa del marido de tu amiga?

Yo estiré las piernas.

—La misma.

Dan se quedó callado un momento. Luego dijo:

—Sabes lo que eso significa, ¿no?

—Que hay un vínculo entre Roger Van Court y Craig. Y que ese vínculo podría ser el móvil de su asesinato.

—Tiene sentido —dijo él—. Puede que Van Court o alguien a sus órdenes amenazara a Dinsmore si no les entregaba el manuscrito. Pero ¿cómo podía saber él que Craig Dinsmore estaba escribiendo un libro sobre Courtland?

—No estoy segura, pero Craig hablaba mucho sobre su trabajo —dije—. Salía por ahí, a los bares, incluso cuando dejó de beber. Patrick y él tenían, en realidad, el mismo defecto, si quieres llamarlo así. A los dos les gustaba hablar sobre sus personajes y sus tramas.

—Entonces, ¿crees que Roger Van Court o alguien que le conoce oyó a Craig hablar sobre su libro en un bar? ¿No es demasiada coincidencia?

—Sí, claro. Sólo era una conjetura. Puede que Roger se enterara por otros medios.

—Mira, tengo que devolver la caja a la sala de pruebas —dijo Dan—. ¿Has acabado ya?

—Sí. Déjame copiar el CD y lo devuelvo a la caja.

Lo copié en mi disco duro, lo puse de nuevo en la caja y la cerré. Pero justo cuando acababa de dejar el rollo de cinta, un coche se detuvo detrás de nosotros. La luz de sus faros atravesó la luna trasera del todoterreno.

Sólo tuve tiempo de arrojar una manta sobre la caja antes de que el detective Davies saliera del coche y echara a andar hacia nosotros. Dan me puso un brazo alrededor de los hombros y me tumbó en el asiento, de modo que quedamos tendidos, muy juntos. Rápidamente nos tapó con el resto de la manta.

Davies llegó al todoterreno y apuntó con la linterna hacia la luna de atrás. Nos indicó que abriéramos el portón trasero. Dan se sentó y lo abrió.

—¿Qué coño hacen aquí? —preguntó Davies.

—Yo... eh... tenía que revisar unos archivos —dijo Dan, fingiéndose algo azorado porque le hubiera pillado con una mujer—. Ese asesinato en el que estábamos colaborando. León Green, ¿se acuerda?

—Me acuerdo de León Green. Pero no recuerdo que hubiera nada lo bastante importante como para que venga aquí en plena noche, detective —me señaló a mí—. ¿Y ella?

—¿Mary Beth? Bueno, es que hemos ido a cenar y luego me acompañó... Ya sabe, para que la llevara a casa.

Yo no estaba segura de que Davies se lo estuviera tragando.

—Supongo que debería recomendar a la policía de Los Angeles que lo asciendan, Rucker —dijo él—. Su dedicación es admirable. Pero debe de haber sido una cena muy larga —miró su reloj.

—Le he enseñado a Mary Beth las luces de la ciudad desde Palos Verdes —dijo Dan.

—¿Y ha abandonado una noche tan romántica para venir aquí a echarle un vistazo al historial de León Green? Vaya, vaya.

—Exacto. Pero ahora tenemos que irnos. Se está haciendo tarde.

—Eso parece. ¿Pensaban dormir aquí esta noche?

Seguí su mirada hasta la manta.

—No, sólo estábamos descansando —dijo Dan—. Antes de volver a Malibú. No quería quedarme dormido al volante.

—Ahora que lo menciona —dijo Davies—, debería tomar un poco de cafeína antes de marcharse. Venga dentro. Haré café.

—Eh, gracias —dijo Dan—. Pero no estoy tan cansado, en serio. Y podemos tomar café en casa de Mary Beth...

—Nada de eso —le interrumpió Davies—. Insisto. A fin de cuentas, es una cuestión de seguridad vial —se quedó allí, junto a la puerta abierta, esperando, y al ver que vacilábamos, nos indicó con la mano que saliéramos del coche—. Vamos.

Yo miré a Dan y él me miró a mí. Yo le planté un beso en la mejilla.

—A mí me parece bien, cariño —dije—. Me apetece tomar una taza de café bien cargado.

Nos sentamos en el despacho del teniente Davies mientras un fornido policía pelirrojo esperaba junto a la puerta, con los brazos cruzados. Supuse que era el matón de Davies, por si acaso decidíamos huir.

No es que a mí se me hubiera pasado por la cabeza la idea de huir. Pero tal vez a Dan sí. Nunca lo había visto tan nervioso. Lo único que tenía que hacer Davies era bajar al sótano, echar un vistazo a la sala de pruebas y descubrir que los efectos personales de Craig habían desaparecido. Registraría el coche de Dan y encontraría la caja. Dan y yo acabaríamos entre rejas y Dan perdería su trabajo.

Deseé no haberlo metido en aquel lío. Pero me preguntaba si Davies entraría en razón si le contábamos lo que habíamos descubierto. El revelador libro de Craig sobre los tejemanejes de Courtland Pharmaceuticals señalaría directamente a Roger Van Court, y Davies podría resolver un asesinato que había ocurrido en su patio trasero. Eso podía procurarle un suculento ascenso. Lo cual podía ayudar a Dan a salir de aquel atolladero. O no. Sobre todo, si Roger se había cubierto las espaldas de alguna forma desde que Craig había escrito el libro.

Nos bebimos el café que el teniente Davies nos puso delante como dos niños buenos que se bebieran su leche. Davies, por su parte, parecía no sospechar nada. Hablaba por los codos sobre el caso de León Green y Dan respondía cansinamente.

Luego, de pronto, las cosas se pusieron feas. Davies me miró fijamente y dijo:

—Sé que estaba ansiosa por ver los efectos personales de Craig Dinsmore. Este podría ser buen momento.

Cielo santo.

—Sí, quería verlas —me apresuré a decir—, pero, por favor, no se moleste esta noche. Es tarde y tengo que volver a casa.

—Tonterías. Kevin... —miró al policía apostado en la puerta—. Ve abajo y trae la caja de pruebas del motel de Craig Dinsmore, ¿quieres?

—Sí, señor —dijo el policía, dando media vuelta.

Dan se quedó allí, callado e inmóvil. Lo cual no podía decirse de mí. Tuve que hacer un esfuerzo por no retorcerme en la silla. Gotas de sudor me corrían por la cara. ¿Cuál sería la pena por robar una caja de pruebas de una jefatura de policía?

El teniente Davies se recostó en su silla con las manos unidas sobre el estómago y primero me miró a mí y luego a Dan. Era evidente que sabía que nos había pillado y que estaba deseando cantar victoria.

El silencio se fue haciendo cada vez más denso, hasta que resultó casi insoportable.

—Supongo que ya habrá revisado las cosas de Craig —balbuceé—. En busca de pistas, quiero decir. ¿Encontró algo?

—Pues no —contestó—. Tal vez usted tenga más suerte.

—No, yo no —dije con una leve risita—. No se me dan bien esas cosas. Sólo quería leer parte de su manuscrito, para ver si se puede vender.

—Pues podrá hacerlo enseguida —Davies sonrió al oír que Kevin se acercaba por el pasillo.

Pero el otro policía entró llevando la caja del todoterreno de Dan, y la sonrisa dé Davies se borró al instante. Yo no me atreví a mirar a Dan. Al parecer, Kevin era su amigo, el que le debía un favor y le había dejado sacar la caja, y el que acababa de salvarnos el cuello a Dan, a mí y a sí mismo.

No hablamos mucho de camino a casa. Pero, una vez allí, Dan se frotó la cara y exhaló un suspiro de alivio.

—Por los pelos —dijo—. Si a Kevin no se le hubiera ocurrido ir a mi coche, no quiero ni pensar lo que hubiera ocurrido.

—Es un buen amigo —dije.

—Y muy listo. Estaba en la policía de Los Angeles mucho antes de que Davies llegara al Departamento de Policía de El Segundo. Trabajamos juntos en un montón de casos.

—¿Viste la cara de Davies cuando entró con la caja? Me dieron ganas de reír, pero no me atreví.

Él sonrió.

—Fue una suerte. Davies estaba seguro de saber exactamente qué hacíamos allí, pero no se le ocurrió que Kevin iría a buscar la caja a mi coche.

—Me pregunto por qué no registró el coche cuando estábamos fuera.

—Porque no tenía motivos suficientes —dijo Dan—. Un policía no puede ir por ahí registrando el coche de la gente, a menos que esté muy seguro de que puede encontrar algo ilegal. Como yo soy poli y lo sabía, Davies no quiso arriesgarse a meter la pata.

—Menos mal. ¿Te apetece algo? —pregunté, entrando en la cocina—. ¿Café? ¿Vino?

Él me siguió.

—No. ¿Y a ti?

—No.

Miró su reloj.

—Son casi las cinco. No vamos a dormir mucho esta noche.

—Cierto.

—Deberíamos leer el manuscrito juntos.

Yo sacudí la cabeza.

—Tengo una idea mejor. Yo hice un curso de lectura rápida, y leo más rápido cuando no estoy tan cansada. ¿Por qué no te hago una copia para que te la lleves? Podemos cotejar notas por la mañana.

—Me parece bien. Pero el asesinato de Craig no entra dentro de mi jurisdicción. Si encuentro algo en ese CD que inculpe a su asesino, tendré que decírselo a Davies.

—Lo sé. Pero habla conmigo primero, ¿de acuerdo? No se trata únicamente del asesinato de Craig y de si fue Roger quien lo mató. Primero me gustaría asegurarme de que Lindy está a salvo.

—Ten cuidado —me advirtió—. Por lo que sabemos, puede que su marido la mandara aquí para que buscara el manuscrito. Tal vez por eso se presentó en tu casa con esa historia lacrimógena.

Yo no le había hablado aún de los problemas de Lindy con Roger, ni de Jade. Y odiaba pensar que pudiera tener razón sobre los motivos de Lindy para presentarse en mi casa.

—O puede que sea completamente inocente —dije— y que Roger...

—Él no lo es —dijo Dan—. Si ese libro desvela los trapos sucios de Courtland, como pareces creer, Roger Van Court no querrá que salga a la luz. Supongo que estaría dispuesto a hacer cualquier cosa por impedir su publicación. Incluso matar —sacudió la cabeza—. Pero, aun así, el libro es sólo una prueba circunstancial, a no ser que demostremos que Roger conocía su existencia.

—Que es precisamente lo que espero. Un nombre. Alguien a quien Craig le hablara de su libro. Alguien que trabajara en Courtland, o para Roger, y que pudiera decirle lo que estaba haciendo Craig.

—Mary Beth, no te lo tomes a mal, pero sólo me he jugado el tipo con Davies esta noche porque intento resolver un asesinato.

—¿Qué quieres decir?

—Que en algún momento tendré que decírselo a Davies. Y no sólo a Davies, sino también a mi capitán. Esto podría estar relacionado con los otros dos asesinatos, ¿sabes? Y esos sí entran dentro de mi jurisdicción.

—Quieres decir que están relacionados por el arma homicida.

—Por eso y por otras cosas.

—¿Qué otras cosas? —pregunté.

Él se quitó la gorra de béisbol y se pasó la mano por la cabeza. Yo sonreí al ver cómo se le levantaba el pelo, hiciera lo que hiciese.

—Eso no importa ahora.

—Está bien, si no vas a decirme nada, ¿qué te parece esto? Cuando le hables a tu capitán de esta nueva teoría, ¿cómo vas a explicarle que sacaste el CD de la sala de pruebas de El Segundo?

—Ya se me ocurrirá algo —pero no parecía muy contento.

—Entonces, no se lo digas de momento, ¿vale? Dame tiempo para hablar con Lindy. Roger y ella no se tienen ningún afecto, y puede que ella resulte ser una excelente testigo para la acusación.

Dan cruzó los brazos.

—Está bien. Te daré un poco de tiempo. Pero no sé por qué me enrollé contigo. Eres la más testaruda e irritante...

—¿Compinche? —concluí yo.

Él suspiró.

—Si me dejas en la estacada...

—¿Qué harás? —pregunté con una sonrisa.

—Es igual. ¿Quieres que nos sentemos a hablar un rato? ¿Tienes algo de desayuno?

—No. La verdad es que estoy acelerada. Ha sido una noche muy excitante.

—¿Eso crees?

—Sí.

Él asintió con la cabeza.

—Tienes razón. ¿Quieres ir a dar una vuelta en coche?

—No.

—¿Un paseo por la playa?

—No.

—Me rindo. ¿Qué te gustaría hacer con todo ese exceso de energía?

—El amor —dije yo.

El sexo resultó ser más reconfortante que un paseo al aire libre. De hecho, estábamos tan cansados que apenas conseguimos acabar antes de quedarnos dormidos. Dan se fue sobre las nueve y yo luché por mantener los ojos abiertos el tiempo suficiente para hacer café. Metí los posos del día anterior en un cajón y quemé un huevo que se me olvidó vigilar. Carbonicé la tostada y al final me di por vencida y me limité a beberme una botella de zumo de naranja.

Por fin abrí mi ordenador portátil y el manuscrito que había copiado del CD de Craig. Todo lo que me había contado Lindy estaba allí: la venta de fármacos defectuosos a Oriente Medio y las pruebas clínicas con indigentes, la mayoría de los cuales habían muerto después de ser inoculados con la primera versión del medicamento experimental de Roger.

Según lo que le había dicho a Craig su informante, todo era tal y como me lo había contado Lindy. Nadie se había enterado de las muertes de los indigentes. Roger los había hecho incinerar en secreto, corriendo con los gastos, en un crematorio poco escrupuloso. Las familias de aquellos hombres, mujeres y dos niños nunca sabrían lo que les había ocurrido. En los archivos de Roger sólo figuraban como dígitos.

Todo aquello me asqueaba, pero me obligué a seguir leyendo. Según las notas de Craig, Courtland Pharmaceuticals llevaba varios años duplicando su contabilidad. En unos libros, amañaban la cifra de sus ingresos para no pagar impuestos. En otros, llevaban la cuenta de sus beneficios reales, que habían crecido hasta alcanzar proporciones inmensas durante los últimos dos años.

Roger había hecho creer a Lindy que el negocio no iba bien y que Courtland necesitaba desesperadamente el dinero de los compradores de Oriente Medio. Pero, si Craig tenía razón, daba más bien la impresión de que Roger y su padre padecían un caso atroz de avaricia.

Craig había escrito incluso que Roger Van Court había usado a miembros de su familia como conejillos de indias para probar sus nuevos fármacos... y que los resultados no habían sido buenos.

¿Cómo demonios había averiguado eso? ¿Y quiénes eran esos otros miembros de su familia con los que había experimentado?

¿Su padre? ¿Sería esa la razón de que se estuviera muriendo? Por lo visto, no se tenían mucho aprecio, y tal vez Roger quisiera librarse de él.

Antes de que acabara de leer el manuscrito, tuve que apagar el ordenador y darme una ducha. Luego me vestí. Tenía la esperanza de que la ducha me ayudara a despejarme y a decidir qué debía hacer a continuación. En cuando Dan leyera su copia, si no la había leído ya, querría poner en marcha el procedimiento para detener a Roger por diversos cargos: por el fraude fiscal, por el asesinato de los indigentes, por el de la gente de Oriente Medio que había muerto tras recibir una dosis de su fármaco defectuoso... Las posibilidades eran infinitas.

Y luego estaba el asesinato de Craig. El día que Roger fuera a prisión, sería un día grande. Yo estaba impaciente porque llegara.

Pero, si Dan no se daba prisa, si algo le impedía actuar, tal vez Roger tuviera ocasión de huir. Con Jade. Podía desaparecer sin dejar rastro en un país con el que Estados Unidos no tuviera ningún tratado de extradición. Una vez allí, jamás sería detenido, y Lindy no volvería a ver a su bija.

«Si Lindy llamara...», me repetía yo una y otra vez mientras estaba en la ducha.

Debíamos de estar sintonizadas en la misma longitud de onda, porque el teléfono sonó mientras estaba mandando mensajes a Lindy por el éter. Cuando salí y revisé el contestador, vi que el mensaje era de ella.

—Mary Beth, siento muchísimo el modo en que me comporté cuando viniste a casa. ¿Podrías llamarme, por favor? En serio, te necesito.

Me había dejado un número de móvil y parecía desesperada. La llamé inmediatamente.

—Gracias a Dios —dijo al contestar—. Estaba aquí sentada, con el teléfono en la mano, y no sabía si me llamarías. Pero me alegro mucho de que lo hayas hecho.

—¿Qué sucede? —pregunté—. ¿Dónde estás?

—Sigo en San Francisco, en un motel, en Lombard —dijo—. Me cuesta setenta y cinco pavos la noche y estoy casi arruinada, pero es lo más barato que he podido encontrar sin reserva.

—Con eso puedo echarte una mano cuando llegue —dije—. Creo que tengo buenas noticias.

—¿De veras? ¿Cuáles?

—No quiero decírtelo por teléfono.

—Entonces, ¿vas a venir? —preguntó.

—Sí. Y, Lindy, he averiguado algunas cosas sobre Roger y Courtland. Tenías razón en querer sacar a Jade de esa casa. Esta vez, quiero que estés listas para llevar a cabo nuestro plan.

—Ya estoy lista —dijo—. Por eso te llamaba. Al principio tuve miedo de lo que pasaría si nos pillaban. Pero cuando vi a Jade, parecía estar peor que nunca. Tenías razón, Mary Beth. Tengo que llevarla a un buen médico. Y enseguida.

—Está bien. Escucha, entonces. Cuelga y ve a un teléfono público. Dame diez minutos. Luego llámame a este número —abrí mi agenda y le di el número de un teléfono público de Gladstone's que usaba a menudo de camino al trabajo cuando olvidaba llevarme el móvil.

—¿Por qué tenemos que hacer eso? —preguntó.

—Porque ahora mismo no me fío de mi móvil. Podría haber gente escuchando.

—Está bien —dijo—. Creo que hay un teléfono público abajo, en el vestíbulo.

—No, no me llames desde allí. Ve a un restaurante o algún otro sitio público. Pero no te alejes mucho. Quiero hablar contigo lo antes posible.

—Está bien —repitió—. Iré al Mel's Diner. Espera diez minutos.

Habían pasado más de quince cuando volvió a llamar. Yo esperé en el teléfono público del Gladstone's, escuchando los ruidos de la gente que estaba cenando en el local: las risas de las mujeres, el tintineo de los vasos, el olor penetrante del pescado y la carne que se asaba en la cocina...

¿Cuántas veces había formado yo parte de aquellos comensales, viendo ponerse el sol sobre el océano, sin una sola preocupación? Y ahora estaba planeando secuestrar a una niña.

Sólo esperaba que no se considerara secuestro si la madre de la niña estaba metida en el ajo.

El sonido del teléfono me sacó de mi breve ensimismamiento. Lo descolgué enseguida.

—¿Lindy?

—Sí.

—Está bien, escucha. Consigue que Irene, la niñera, te deje entrar mañana. Puedes hacerlo, ¿no? Aunque ya hayas estado allí esta semana.

—Lo intentaré. Creo que, si Roger no está en casa, me dejará pasar. Puedo decirle que la semana que viene no podré ir.

—De acuerdo. Dile lo que sea, pero que te deje entrar. Creo que no deberían vernos juntas, así que llámame al móvil esta noche para decirme a qué hora estarás en la casa —le di el número de mi otro móvil, uno que rara vez usaba y del que seguramente la policía no sabía nada—. Yo estaré en San Francisco, esperando a que me llames. Mañana, aparcaré junto a tu motel y, cuando vayas a la casa, te seguiré. Asegúrate de dejar abierta la puerta de atrás. Una vez en la casa, procura distraer a Irene. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

No parecía muy convencida, y yo sólo podía esperar que se acordara de todo.

—Distráela —dije— y yo subiré arriba. ¿Hay alguna habitación junto a la de Jade en la que Irene no entre?

—Sólo el cuarto de baño. Ella siempre usa el de su cuarto, pero hay uno justo enfrente de la habitación de la Jade, en el pasillo.

—Entonces, esperaré allí. Tú sube como si fueras a ver a Jade. Recoge algo de ropa y unos juguetes para ella, pero hazlo rápido. En cuanto estés lista, sal al pasillo y yo me llevaré a Jade mientras tú bajas a distraer a Irene. Yo sacaré a Irene por la puerta principal y la meteré en mi coche. Tú sal en cuanto puedas sin alertar a Irene.

—Está bien. Pero. Mary Beth...

—¿Sí?

—Oyéndote decirlo así, me siento un poco mal. Me refiero a agarrar a Jade y a huir con ella. No sé si deberíamos hacerlo.

Yo suspiré.

—Lindy, escúchame. ¿Quieres que Jade sufra toda su vida por lo que le está haciendo Roger? Por el amor de Dios, ¿y si muere?

Oí que empezaba a llorar.

—Pero ¿y si Roger puede curarla? —dijo—. ¿Y si todo esto está mal?

—Es tu hija, Lindy. ¿De veras quieres correr ese riesgo?

—No —contestó en voz baja, con un sollozo—. Tienes razón, claro. No puedo.

—Le encontraremos el mejor médico que sea posible —dije—. Averiguaremos qué le pasa. Y, Lindy, conseguiremos que detengan a Roger, a su padre y a todos los que estén implicados. Eso es lo que quería decirte. Ahora tenemos pruebas de lo que está haciendo Roger. La policía le hará confesar lo que le ha hecho a Jade. Luego podremos conseguir buenos médicos, buenos investigadores, para encontrar una cura.

Ella seguía sollozando suavemente.

—Sé que tenemos que hacerlo. Pero, por favor, Mary Beth, no permitas que le pase nada a Jade.

—No lo permitiré —dije.

—¿Prometido?

—Por el pelo teñido de mi madre —dije—. No te preocupes, Lindy. Yo me ocuparé de todo.

Dan llamó a mediodía y me dijo que tenía que pasarse por allí. No me dijo por qué, y supuse que quería hablar del manuscrito.

—Aún no he tenido tiempo de leerlo —dijo—. He estado muy liado.

—Está bien. Trae café en grano —dije yo.

—¿Café en grano?

—Es una señal —respondí.

—¿De qué?

—De que tienes un corazón generoso —dije, pensando en Tony—. Es igual. ¿Qué me dices de Tony y Arnold? ¿Se sabe algo nuevo?

—Los análisis toxicológicos son negativos, y la muerte se debió oficialmente, en términos legos, a severos golpes en la cabeza. Lo cual plantea la siguiente pregunta: ¿te imaginas a Roger Van Court haciendo algo así? ¿Y con un artefacto chino, nada menos?

—A él en persona, no. Pero, si mandó a alguien a cometer los asesinatos y le dijo que hiciera que parecieran crímenes pasionales entre gays...

—¿Y por qué iba a hacer eso? ¿Acaso conocía a Tony y a Arnold? —preguntó Dan—. ¿Y por qué iba a matarlos?

—¿Sabes?, he estado pensando en eso. ¿Y si los consoladores tenían otro significado para el asesino?

—¿Como cuál?

—Bueno, Arnold era diseñador de juguetes. Fracasado, pero seguía intentándolo.

—Continúa.

—Cuando nos casamos, diseñó un monstruo de siete cabezas llamado Gorp. A los niños les daba miedo, así que fracasó. Hace poco volvió a diseñarlo e intentó venderlo bajo el nombre de La Bestia, pero tuvo toda clase de problemas. Una compañía japonesa de juguetes ya había sacado una línea de juguetes y una serie de dibujos llamados Las guerras de La Bestia, 2. Demandaron a Arnold por haber usado el nombre para su juguete, y él al final tiró la toalla.

—Está bien —dijo Dan, que no parecía muy impresionado—. Estoy seguro de que en algún momento vas a contarme qué tiene eso que ver con los asesinatos.

—Bueno, es sólo una idea. Pero recuerdo que Arnold me dijo que uno de los personajes de la serie se llamaba Majinzarak. Creo que era una especie de robot, o un transformer. Se decía que no era un arma controlable, sino un monstruo. ¿Y sabes cuál era el punto débil de Majinzarak? ¿Lo único que podía matarlo?

—¿Su nombre? —dijo Dan secamente.

—No, tonto. Era su tercer ojo.

Hubo un breve silencio. Luego Dan dijo:

—¿Su tercer ojo?

—La sede del alma. Se dice que hay una zona en medio del cerebro que une el mundo físico y el espiritual. La gente que intenta desarrollar sus poderes físicos y espirituales medita sobre el tercer ojo y concentra toda su atención en el centro de su frente. Así es como cruzan de este plano de la realidad a otro mejor. Al menos, así es como se supone que funciona.

—Por todos los... —empezó a decir Dan—. Ya entiendo lo que quieres decir. A esos tres hombres les golpearon con los consoladores en medio de la frente. Justo en el tercer ojo.

—Exacto —dije yo.

—La pregunta es por qué.

—Bueno, vayamos por partes. Suponiendo que el tercer ojo sea el portal hacia el alma, quienquiera que atacó a las tres víctimas estaba quizá atacando su alma. O puede que quisiera dejar clara una cosa.

—¿Cuál?

—Que Tony, Arnold y Craig no tenían alma.

—O que no se la merecían —dijo Dan.

—Es posible.

Dan suspiró.

—Puede que todo esto resulte útil en algún momento, pero ahora mismo no veo su relación con Roger Van Court. Tengo que ir a hablar contigo. Es importante.

—Está bien, pero ¿no quieres decirme de qué se trata?

—Lo que tengo que decirte no llevará mucho tiempo —contestó—. Pero preferiría hacerlo en persona.

—¿Por qué será que me da mala espina?

—Nos vemos dentro de veinte minutos —dijo, y colgó.

Dan llegó una hora después, y le costaba trabajo mirarme a los ojos.

—Tengo buenas y malas noticias —dijo sin preámbulos—. ¿Cuáles quieres?

—Las malas primero —dije con desenfado, aunque tenía un mal presentimiento.

—Está bien —él se apoyó contra la barra del desayuno, de cara a mí, que estaba de pie en el cuarto de estar—. Puede que quieras sentarte.

—No, estoy bien. Dilo de una vez.

Iba a dejarme en la estacada. Lo sabía.

Él se frotó la cara y suspiró.

—Esta mañana, cuando llegué, tenía un mensaje de Davies. La policía de El Segundo quiere nuestra cooperación para resolver el asesinato de Craig Dinsmore, puesto que parece estar relacionado con los otros dos.

—Entiendo. ¿Y ésa es la mala noticia?

—No. La mala noticia es que justo después de que llamara fui a ver a Davies a El Segundo. Pensé que se trataba de una reunión rutinaria y que sólo tendría que ponerme a su disposición en el caso de Craig Dinsmore.

—¿Y?

Su expresión era tan triste que parecía que acababa de decirme que se había muerto su perro.

—Mary Beth... mira, odio decirte esto, pero no puedo evitarlo. Por lo que he oído, me temo que están a punto de arrestarte.

Se me quedó la boca seca. Hasta ese momento, no había considerado seriamente esa posibilidad. Estaba segura de que darían con el verdadero asesino antes de que eso ocurriera, o de que Dan y yo conseguiríamos inculpar a Roger. Sobre todo, ahora que teníamos el libro de Craig.

—¿Cuándo? —pregunté.

—Por la mañana. Sólo quería avisarte. Pero, por favor, no le digas a nadie que te lo he dicho o...

—Podrías perder tu placa —dije yo escuetamente—. Lo sé —sentía que me flojeaban las piernas y me senté en el sofá—. No pueden tener ninguna prueba. Yo no lo hice. ¿Le has contado a Davies lo del libro de Craig y lo de Courtland Pharmaceuticals?

—Aún no. Tú me pediste que no lo hiciera, y te prometí hablar contigo primero. Además, se supone que ni siquiera sé que van a detenerte.

—Entonces, ¿cómo...?

—Por mi amigo Kevin. Estaba saliendo de su turno, y tuvo el tiempo justo de decirme que van a venir a buscarte por la mañana. Luego Davies asomó la cabeza por la puerta de su oficina y me hizo entrar.

Yo me sentía aturdida.

—No lo entiendo —dije—. ¿Por qué me cuentas esto?

—¿Tú qué crees? —contestó, mirándome intensamente.

Yo aparté la mirada y dije:

—No lo sé. Puede que seas sólo un buen tipo.

—Y puede que quiera ayudarte. Si me dejas.

—Bueno, gracias —dije—. Supongo. Pero espera un momento. ¿Cuál es la buena noticia?

—Sólo es buena desde cierto punto de vista, y espero que así lo veas. Se me ha ocurrido venir a recogerte por la mañana, antes de que vengan, y llevarte a comisaría para que te entregues. Estaré allí, contigo, cuando te fichen.

Mi sonrisa debió de ser cínica, porque mis palabras lo eran.

—¿Bromeas? ¿Quieres que me entregue por algo que no he hecho? Claro, que puede que creas que sí lo hice. ¿Cuántas estrellas doradas conseguís los chicos de azul por atrapar a un asesino?

—¡Maldita sea, Mary Beth! Estoy dispuesto a llevarte, nada más. Pensaba que tal vez quisieras tener alguien en quien apoyarte.

—Apoyarme —reí—. ¿Y me pondrás las esposas en el coche? Podría resistirme, ¿sabes? O saltar en marcha.

Él levantó las manos.

—Eres insoportable. Pensé que sería más fácil para ti de ese modo. Pero no, no te pondré las esposas si te entregaras voluntariamente —me miró con enojo—. Pero sí si viene otro a detenerte.

Me quedé callada y él se metió las manos en los bolsillos y salió a la terraza. Le vi quitarse la gorra de béisbol tres veces y volver a ponérsela, en aquel gesto que, como yo sabía ya, delataba su enfado.

Cuando, al cabo de unos minutos, volvió a entrar, parecía haberse calmado.

—Lo siento. Creo que te interpreté mal. Tal vez debería haberme callado y dejar que fueran a buscarte a la oficina por la mañana.

Intenté imaginarme aquella estampa: yo sentada a mi mesa, colgada al teléfono, y los policías irrumpiendo de repente en la oficina. Los reporteros y las cámaras de televisión entrarían tras ellos como una marea, gritando una y otra vez:

—¿Por qué los mataste, Mary Beth? ¿Tienes algo que decir?

Saldría en ET, en Acceso Hollywood, y en todos los tabloides de cotilleos. Demonios, seguramente hasta saldría en Fox News.

Pero ¿y el libro de Craig? En cuanto la policía tuviera noticia de él, no querría saber nada de mí, ¿no? El libro no hablaba únicamente de las ventas de fármacos defectuosos por parte de Roger, sino que procuraba un móvil para el asesinato de Craig. Si el autor estaba muerto, el libro no se publicaría. Y a los testigos se les podía sobornar. Al menos, eso creería Roger.

Me di cuenta entonces de que era el manuscrito lo que debía de buscar Roger en mi oficina el día en que apareció revuelta. Y también en mi casa, aquella otra noche. Tal vez ni siquiera sabía que yo estaba en casa, con Lindy, y sólo buscaba el manuscrito.

No había, sin embargo, nada en el libro de Craig que relacionara a Tony y Arnold con Roger; ninguna razón para que Roger los matara, como había matado a Craig.

Maldita cuchilla de Ockham. No había ninguna respuesta simple.

—Supongo que tienes razón —le dije a Dan—. Debería entregarme y hacer luego lo que tenga que hacer para demostrar la culpabilidad de Roger. Siento haberte parecido desagradecida. Es sólo que estoy un poco asustada.

—No importa. Todo esto es una mierda, pero pensé que, si te avisaba, tendrías tiempo de poner tus asuntos en orden. Contactar con un abogado, hablar con Nia para que se ocupe de la oficina..., lo que sea.

—Eres muy amable —le dije—. Sí, tengo algunas cosas que hacer.

—¿Tienes un buen abogado? —preguntó.

—Sí.

—Seguramente podrá sacarte bajo fianza —dijo Dan—. No creo que pases más de un día o dos allí.

—¿Fianza? —lo miré con escepticismo—. ¿Por triple asesinato?

Él apartó la mirada y comprendí entonces que sólo intentaba reconfortarme. Pero yo había dado en el clavo. Si la policía de El Segundo y la de Los Angeles sumaban sus fuerzas, me detendrían por los tres asesinatos. Estaría en prisión hasta que se me secaran los huesos.

Empecé a temblar visiblemente, y Dan lo notó.

—¿Estás bien? —dijo.

—Sí, sí, estoy bien —contesté.

—¿Quieres que te traiga algo?

—No.

Me levanté y empecé a pasearme de un lado a otro, pensando que hacía sólo unos días estaba preocupada por si me quedaba sin un centavo y tenía que vender mi casa. Ahora me preguntaba si, después del día siguiente, volvería a verla. Intenté grabarme en la memoria la caracola que había encima de la mesita baja de cristal, los marcos blancos y desgastados por la intemperie y los finísimos visillos de color turquesa que agitaba la brisa del mar. Cada mueble, cada cuadro, cada adorno, comprando con tanto esmero fin de semana tras fin de semana en mercadillos callejeros y saldos de garaje. Después de comprar la casa, no me había quedado dinero para amueblarla con cosas «buenas», pero al final había quedado bien. Me encantaba cada palmo de aquella casa.

Dan se sobresaltó al decir:

—Lo siento, Mary Beth. Lo siento muchísimo.

Crucé los brazos y me quedé mirando por la ventana, hacia la playa, el sol radiante y los críos que jugaban en la arena.

«Tampoco tendré nunca otro hijo».

—¿Estamos bien? —preguntó Dan detrás de mí.

—Sí, estamos bien.

—¿Nos vemos por la mañana?

Me di la vuelta y él pareció escudriñar mis ojos en busca de alguna señal de indecisión, de que había cambiado de idea.

—Por la mañana —dije—. ¿A qué hora?

—¿A las nueve? ¿Quieres que me pase por la oficina?

—Claro —en la puerta, le di un abrazo y le sonreí—. Siento lo que he dicho de las esposas. Había pensado usarlas para algo más divertido un día de estos.

—Lo haremos —dijo él, devolviéndome el abrazo—. No te preocupes. Todo va a salir bien.

«Puedes apostar a que sí», pensé yo. «Todo va a salir bien».

* * *

Después de que Dan se marchara, estuve trasteando un rato en la cocina. Limpié a fondo la nevera, dejé el fogón como los chorros del oro y abrillanté el fregadero. En una bolsa, sobre la encimera, había cuatro galletas de chocolate tan duras que podría haberlas usado para cargarme a una banda de gaviotas. ¿O era a una bandada? No lo sabía y, dado que no me sentía inclinada a espantar gaviotas a pedradas, tiré las galletas a la basura.

Media hora después de que Dan se marchara, supuse que no había moros en la costa. Metí unas cuantas cosas en un maletín de loneta que había adquirido en la última conferencia de escritores a la que había asistido. Me llevé sólo eso y el bolso, cerré con llave, me metí en el coche y tomé una ruta que podía conducir a mi oficina. Después de algunas vueltas y cambios de sentido, puse por fin rumbo a LAX, convencida de que no me seguían.

Dejé el coche en el aparcamiento para estancias cortas, crucé la terminal todo lo que rápido que pude, pero sin llamar la atención. En el mostrador de Alaska Air saqué un billete para un vuelo que salía un rato después, y no paré ni un momento hasta que el avión estuvo en el aire.

Era casi de noche cuando aterricé en San Francisco. Fui a alquilar un coche y elegí un modelo gris y anodino que se parecía a cualquier otro coche que circulaba por la carretera. Sabía que la policía podía encontrarme a través de la tarjeta de crédito que había usado, pero confiaba en que para cuando localizaran mi pista, ya me habría ido.

A continuación me registré en un motel destartalado donde a nadie se le ocurriría buscarme. Allí no había gimnasio, ni servicio de habitaciones, ni siquiera teléfono en la habitación. Había un televisor estilo años sesenta, de diecinueve pulgadas, en blanco y negro, sobre una repisa oxidada clavada a la pared, con uno de esos viejos dispositivos de seguridad que disparaban una alarma si alguien intentaba mangarla. Por la ventana se veía la pared lateral de un edificio de ladrillo que había a menos de cinco metros de distancia.

Perfecto.

No tenía nada que hacer, salvo quedarme allí encerrada hasta que Lindy me avisara de que lo había dispuesto todo para entrar en la casa al día siguiente. Si no había podido demorarlo hasta el día siguiente... En fin, tal vez tuviera que prepararme para un largo viaje.

Pero ¿dónde mejor que allí podía esconderse de la policía Lorelei Lee? Al empleado de recepción le había extrañado un poco el nombre, pero posiblemente se había figurado que era una puta. Lo cual me venía de perlas.

Encendí la tele para ver las noticias de la noche, pero como no había emisión por cable y en la mitad de la pantalla sólo se veía nieve, costaba trabajo adivinar quién estaba matando a quién. La apagué por fin, me tendí en la cama llena de bultos y me quedé mirando el techo y pensando.

La policía podía seguir el rastro de las llamadas hechas desde un teléfono móvil. Costaba algún tiempo, pero podía hacerse. Podía utilizar el teléfono público del vestíbulo para llamar a Lindy, pero, si habían intervenido su móvil, estaba segura de que darían conmigo en cuanto hablara con ella.

Tendría que seguir moviéndome. Dan empezaría a buscarme a las nueve de la mañana, y tardaría algún tiempo en encontrarme. Sobre todo si, cuando saliera del motel por la mañana para ir a casa de Lindy, no volvía. El margen de tiempo era estrecho, pero no imposible. Sólo tenía que sacar al bebé de Lindy de la casa y llevarlas a Lindy y a ella a un lugar seguro antes de que dieran conmigo.

No sabía aún cuál podía ser ese lugar seguro. Desde luego, no era mi casa de Malibú. La policía de El Segundo se presentaría allí alrededor de mediodía; tal vez incluso antes. Al no encontrarme allí, expedirían una orden de busca y captura, y todos los policías de la costa, y hasta del país, empezarían a buscar a Mary Beth Conahan, asesina en masa.

Reconozco que mi plan distaba de ser perfecto. En buena medida, me lo había sacado de la manga al hablar con Lindy. Ahora tenía el aliciente de dar esquinazo a la policía hasta que Lindy y Jade estuvieran a salvo.

Para aplacar mis nervios, me comí una chocolatina Hershey que había comprado en el aeropuerto. De ese modo, no tendría que salir a cenar. Antes incluso de desenvolverla, oí decir a mi madre: «Eso te mantendrá despierta toda la noche, jovencita. Lleva cafeína, ¿sabes?».

Mi madre era una mujer maravillosa, pero muy miedosa. Murió cuando yo tenía veinte años, y de repente heredé muchos de sus miedos. Era como si se los hubiera dejado en una caja, envuelta con una cinta negra, y, una vez abierta la caja, yo no pudiera dejar de escuchar sus advertencias. «Ojo con esto, ojo con aquello». Creo que durante mi juventud bebía y salía sólo para acallar esas voces, o al menos para sofocarlas. Luego, cuando me quedé embarazada y dejé de salir de fiesta, empecé a ahuyentar aquellas voces mediante el ejercicio de la razón. Lo último que quería era que mi bebé creciera lleno de temores que tal vez contrajera, como un virus, en el vientre materno. Pero aquellos miedos seguían saltando de vez en cuando, y en los momentos más inoportunos.

Había llevado conmigo el ordenador portátil. Lo encendí y abrí el manuscrito de Craig para acabar de leerlo. Mientras revisaba las últimas páginas, comprendí que había allí suficientes indicios como para que la policía detuviera a Roger, a su padre y al menos a dos investigadores de Courtland. Craig había incluido los nombres, las direcciones y los números de teléfono de las personas a las que había entrevistado. Algunas de ellas eran antiguos empleados de Courtland. Mucho antes de que le dijeran qué estaba pasando allí, algunos se habían ido voluntariamente, pues no estaban dispuestos a seguir trabajando para la compañía. Otros fueron despedidos por diversas razones que sonaban a excusas para deshacerse de empleados «problemáticos». Yo me preguntaba si habrían hecho tal vez demasiadas preguntas.

Craig estaba seguro de que la mayoría de los que se habían ido no estaban resentidos y serían buenos testigos. Sus notas personales decían: «Éste va a ser el éxito editorial del año. New York Times, allá voy».

Acabé de leer, cerré el documento y apagué el ordenador. La euforia que me producía saber que había encontrado la prueba que necesitaba la policía para arrestar a Roger se vio atenuada en parte por el hecho de que Craig no estuviera allí para recoger los elogios que cosecharía su libro. Podría haberse hecho millonario y haber recibido premios a montones.

Por desgracia, Lindy y yo teníamos aún que sacar a Jade de aquella casa. Enseñarle aquella prueba a la policía y conseguir que detuvieran a Roger llevaría algún tiempo. El abogado de Roger podía hacer que el juicio se pospusiera una y otra vez, y quizá Roger cumpliera los noventa antes de que lo encerraran en prisión.

Entre tanto, si creía que Lindy tenía algo que ver en su caída, intentaría cumplir su amenaza de llevarse a Jade a un lugar secreto y esconderla de su madre. Aquella amenaza de separarla para siempre de su hija era su as en la manga, la única cosa que todavía podía usar para herir a Lindy ahora que la había despojado de todo lo demás. Y a mí no me cabía duda alguna de que la usaría.

Arrastraba aún el cansancio de la noche anterior y de mi pequeña aventura en El Segundo. Me quedé dormida un rato sin darme cuenta, a pesar de la barra de chocolate y, cuando sonó mi móvil, más o menos una hora después, di un brinco. Agarré el teléfono y pulsé el botón, pero en el último momento recordé que podía ser Dan. Esperé hasta que oí decir a Lindy:

—¿Mary Beth?

—Sí.

—Ya está arreglado. Podemos ir mañana.

—Bien. ¿A qué hora?

—A las dos.

—Creo que, en lugar de ir a tu motel, estaré en la casa a las dos menos cuarto y me quedaré en el coche hasta que te vea entrar por la puerta de atrás. Cinco minutos después, entraré yo.

—Está bien. Esto... ¿Mary Beth?

—¿Sí?

—Estoy muy asustada. No dejo de pensar en qué pasará si Roger vuelve a casa y nos pilla.

—Entraremos y saldremos en cuestión de minutos —dije—. No te preocupes.

Yo había estado ocultando mi ansiedad por el bien de Lindy, pero era un manojo de nervios cuando, al día siguiente, me hallé sentada en el coche, esperando a que llegara. ¿Y si no aparecía? ¿Y si se rajaba en el último momento?

Tal vez debería haberle dicho que estaba a punto de ser detenida y que aquella era nuestra última oportunidad de llevar adelante nuestro plan.

Por fin llegó. Diez minutos tarde, pero mejor tarde que nunca. ¿Cuántas veces me había dicho eso en el instituto? «Más vale tarde que nunca, Mary Beth».

Cuando la vi entrar por la verja del jardín, como la vez anterior, esperé cinco minutos y luego me acerqué a la puerta trasera de la casa. Siguiendo mis instrucciones, Lindy la había dejado abierta.

Me detuve en el vestíbulo y oí voces. La cocina, recordé, estaba a la izquierda, y el comedor a la derecha del vestíbulo, al fondo del cuarto de estar. De allí procedían las voces; la de Lindy y la de Irene. La puerta que daba al vestíbulo estaba cerrada y, como hablaban en voz baja, no pude oír lo que decían.

Seguí hasta la parte delantera de la casa y subí por las escaleras de la izquierda hasta el segundo piso. Lindy había dicho que el cuarto de baño estaba justo enfrente del cuarto de Jade. Pero ¿cuál era el cuarto de Jade? ¡Maldición! Ni siquiera se me había ocurrido preguntárselo. No quería arriesgarme a abrir las puertas una tras otra porque podía despertar a Jade. Tal vez la niña empezara a llorar y, si así era, la niñera insistiría en ir a ver qué le ocurría.

No, pensé. Podía confiar en que Lindy distrajera a la niñera.

Esperé unos segundos más, intentando adivinar dónde podía estar el cuarto de baño. Sin duda en lo alto de la escalera, donde los invitados pudieran encontrarlo con facilidad durante una fiesta. Pero había dos puertas, una en lo alto del ala izquierda de la escalera y otra en lo alto del ala derecha. Entre los dos tramos de escaleras se extendía la larga galería que las unía.

Cielo santo. ¿Por qué no había sido Lindy más explícita? ¿Y por qué no me había asegurado yo de que lo fuera?

Pegué la oreja a la puerta del lado izquierdo y no oí nada. Luego me acerqué con todo sigilo a la puerta que había enfrente y agucé el oído. En aquella habitación sonaba una música suave. Una música apacible y sencilla, apropiada para dormir a un bebé.

Justo entonces noté que la voz de Irene se hacía más fuerte, como si se estuviera dirigiendo al vestíbulo de abajo.

—Espera, Irene —dijo Lindy lo bastante alto como para que yo lo oyera.

Corría sigilosamente hacia la otra puerta, la abrí y exhalé un suspiro de alivio cuando resultó ser el baño. Entonces oí que Lindy decía desde el pie de la escalera:

—Ya subo yo, Irene. Quiero pasar todo el tiempo que pueda a solas con ella. ¿Te importaría prepararle un poco de leche caliente? Y unas galletas, también. Puedes calentar la leche en el microondas.

No pude oír la respuesta de Irene, pero me pareció que los pasos que sonaban en las escaleras eran los de Lindy. Y lo eran, en efecto. Abrí la puerta el ancho de una rendija y ella me vio y se acercó.

—Por los pelos —susurró con nerviosismo—. Pero creo que estará ocupada el tiempo suficiente para que podamos sacar a Jade. ¿Va todo bien? Olvidé decirte cuál era la puerta del cuarto de baño, y me preocupaba que no supieras dónde esconderte.

—Todo va bien —dije—. Pero creo que debería entrar contigo en la habitación y ayudarte a recoger las cosas. Tenemos que darnos prisa.

—Está bien. Pero primero voy a asegurarme de que Jade está bien, antes de que te vea. Y no te acerques demasiado, ¿de acuerdo? A veces se asusta de los extraños, y, además, está el problema de su sistema inmune, claro.

La seguí al cuarto de Jade y me quedé junto a la puerta mientras ella cruzaba la habitación. Al principio me sentí desorientada. La habitación era bastante grande. Tenía el suelo de tarima y la cama del fondo no era una cuna, como yo esperaba, sino una cama con dosel de tamaño normal. El dosel tenía cortinas de encaje rosa, y por lo que pude ver de la colcha, me pareció la clase de cama que haría que una niña pequeña se sintiera como una princesa. Pero la cama era demasiado grande para un bebé.

La habitación estaba llena de plantas y macetas con flores cuidadosamente dispuestas entre muñecos de peluche y otros juguetes. Pero lo que más llamó mi atención fue una fotografía grande que había en una repisa. El sujeto de la fotografía era una niña de unos cuatro o cinco años, ataviada con un anticuado vestido como los que se ven en los estudios fotográficos para que los niños se disfracen. Era de terciopelo verde oscuro, con el cuello alto y los puños de puntilla. El blanco del cuello hacía resaltar sus ojos castaños. Llevaba el pelo, castaño rojizo, recogido hacia arriba, y era muy bonita, aunque parecía frágil como una muñeca de porcelana.

Agarré a Lindy del brazo y la hice retroceder.

—¿Quién es ésa?

—Es Jade, Mary Beth. Hace un par de años. Cuando tenía cuatro.

Me quedé de piedra.

—Maldita sea, Lindy, ¡creía que era un bebé! ¡Un lactante!

—No, ésa es ella —contestó con una risa nerviosa—. Yo la llamo mi bebé porque siempre ha necesitado muchos cuidados, ¿sabes? Es muy pequeña y muy inocente para haber pasado por tantas cosas en su corta vida.

—Dios mío, Lindy, deberías habérmelo dicho. Creía que íbamos a viajar con un bebé de pecho, no con una niña de esa edad, que puede asustarse y que querrá saber qué está pasando.

—No creo que eso sea problema, Mary Beth. A pesar de su edad y de su estado, Jade es una niñita muy fuerte. Además, mientras yo esté con ella, estará bien. No nos dará ningún problema.

Yo reculé.

—No es eso lo que me preocupa, Lindy. Pero no quiero darle un susto de muerte huyendo de aquí con ella.

—Podemos llevarnos algunas de sus muñecas —dijo Lindy—. No le pasará nada. Vamos, Mary Beth. Creo que tenemos que darnos prisa —se acercó rápidamente a la cama y se inclinó, diciendo—: Hola, cariño. Soy mamá.

—Creía que hoy no podías venir —dijo una vocecilla.

—Pues aquí estoy —dijo Lindy—. Y he traído a una amiga.

Yo me acerqué y me quedé a un par de metros, mirando a Jade. La niña estaba tendida de lado, acurrucada con una muñeca de trapo.

—Hola —dije—. Soy Mary Beth. Tu mamá y yo hemos pensado que sería bonito llevarte a dar una vuelta. ¿Qué te parece?

Ella no contestó de inmediato, sino que miró a Lindy.

—¿Y si vuelve papá?

—Por eso tenemos que darnos prisa, cariño. Voy a recoger unas cuantas cosas. Luego iré abajo mientras Mary Beth cuida de ti unos minutos. Ella te llevará abajo cuando llegue el momento, ¿de acuerdo?

—Supongo que sí —dijo Jade. Pero no parecía muy convencida.

—No voy a hacerte nada, Jade —dije—. Sólo intento ayudaros a tu madre y a ti. Si no quieres venir, no pasa nada.

—No —dijo la niña al cabo de un momento—. Está bien. Mi papá no me deja salir, pero... —se interrumpió—. Ése es papá.

—¿Qué, cariño? —dijo Lindy.

—Ese es papá —miró hacia las ventanas de la pared del fondo—. Ya ha llegado. ¿No has oído su coche en la puerta?

Lindy sacudió la cabeza.

—No. ¿Estás segura de que es él? —me miró con temor—. ¿Qué hacemos? —susurró.

—Baja a verlo —dije—. De todos modos, Irene le dirá que estás aquí. Yo prepararé a Jade y, a la primera oportunidad, nos iremos. Pero tendrás que librarte de él y hacerme alguna señal.

—Creo... creo que no puedo —dijo Lindy con voz trémula—. No sé cómo explicarle qué hago aquí.

—Por el amor de Dios, Lindy.

—Creo que deberías hablar con papá —dijo Jade como si ella fuera la mamá y Lindy la hija—. Deberías preguntarle si podemos ir a dar una vuelta.

Lindy se quedó mirándola un momento. Luego se volvió hacia mí.

—Está bien, iré. Tal vez pueda conseguir que se vaya.

La vi salir al pasillo con los hombros caídos. Luego oí sus pasos mientras bajaba lentamente las escaleras.

Que el cielo se apiadara de nosotras si no lograba enfrentarse a Roger. Era probable que Roger llamara a la policía. O algo aún peor.

Volviéndome hacia Jade, dije con lo que esperaba fuera un tono tranquilizador:

—Bueno, nosotras vamos a hacer como si nos fuéramos a dar una vuelta. ¿Qué te gustaría llevarte? ¿Tu muñeca de trapo? No podemos llevarnos demasiadas cosas, porque tenemos prisa.

—¿Por qué tenemos prisa? —preguntó, sentándose al borde de la cama.

—Porque pronto se hará de noche —contesté en tono juicioso—. Y de noche no se ve nada.

—Creo que estás mintiendo —dijo Jade.

Genial. A pesar de que Lindy era su madre, la niña era muy lista.

Y, además, tenía fiebre, pensé yo. El pelo se le rizaba sobre la cara en húmedos mechones, y parecía mojado por la parte del cuello, por donde le caía hasta los hombros. También, tenía las mejillas demasiado sonrosadas, y no pude evitar tocarle un poco la frente, lo cual confirmó mis sospechas.

—¿Cómo te encuentras? —pregunté.

—Tengo calor —dijo con naturalidad—. Seguramente tengo fiebre. Pero casi siempre tengo fiebre, así que ya estoy acostumbrada.

Al oírla hablar como si aquello fuera de lo más normal, se disolvieron mis escrúpulos de conciencia acerca de la necesidad de sacarla de allí.

Eché un rápido vistazo al armario, buscando una bolsa de viaje, y me decidí por un bolso grande, pero viejo, de Winnie the Pooh. En algunos estantes había ropa cuidadosamente doblada. Metí algunas camisas, pantalones, ropa interior y calcetines en el bolso. En una de las repisas había un conejo de peluche. Lo metí en el bolso y volví a la habitación.

—¿Sabes que mi mamá ya no vive aquí? —preguntó Jade.

—Sí, lo sé. Pero eso vamos a arreglarlo.

—¿Enserio?

—Claro —estiré el dedo meñique y sonreí—. Promesa de meñique —dije, como había hecho tantas veces con su madre años antes.

Ella sonrió tímidamente y enganchó mi dedo meñique con el suyo.

—Promesa de meñique.

Pero su dedo estaba ardiendo.

—Voy a recoger tu ropa para que... —dije. Pero antes de que pudiera acabar la frase, oí voces, como si abajo estuviera teniendo lugar una discusión. Al mismo tiempo, tuve la sensación de que había alguien fuera, en el pasillo.

—Chist —le dije a Jade, llevándome un dedo a los labios. Retrocedí rápidamente y me acerqué al armario. Abrí la puerta y me metí dentro.

Un instante después, la puerta que daba al pasillo se abrió y volvió a cerrarse y oí que Irene decía:

—Ah, ¿ya estás despierta, señorita? Bueno, deja que Nany te ponga bien las almohadas. ¿Te apetece merendar? Podría traerte un buen cuenco de fruta.

—¿Por qué se están peleando papá y mamá otra vez? —preguntó Jade.

—Tú no te preocupes por eso —dijo Irene—. Voy a traerte la fruta, cariño. Y agua con una rajita de limón. Eso te gusta, ¿no? Enseguida vuelvo.

—¡Espera, Nany! —dijo Jade—. Hay... hay alguien aquí.

Yo me quedé helada.

—¿Qué? ¿Qué quieres decir, cariño?

—No te vayas. Hay alguien aquí.

—Claro que sí, cariño. Tu mamá está aquí. Acabas de preguntarme por ella. ¿Otra vez se te olvidan las cosas?

—Quiero que mamá venga a vivir a casa —dijo Jade con impaciencia.

—Ya lo sé, querida. Ya lo sé. Y puede que pronto...

—Siempre dices eso, y ya no te creo —dijo Jade—. Y tampoco me crees. Te digo que hay alguien aquí.

Yo no sabía qué haría si Irene se tomaba en serio a la niña y empezaba a registrar la habitación. A decir verdad, las paredes de cedro del armario amenazaban con hacerme estornudar. Si la niñera no se iba pronto, íbamos a meternos en un buen lío.

—Calla —oí decir a Irene—. Aquí no hay nadie, Jade. Has debido de tener otra pesadilla de las tuyas.

—¡No es cierto! —insistió la niña.

—Puede que no te hayas dado cuenta —dijo Irene en tono apaciguador—. Mucha gente tiene sueños que parecen reales. Y ya sabes que a veces mezclas las cosas, tesoro. Es por la medicina, nada más. Tu mamá está abajo, con tu papá, y no hay nadie más en casa. Ahora, descansa, ¿de acuerdo? Tu papá subirá enseguida a cuidar de ti.

Oí el susurro del uniforme de Irene cuando se apartó de la cama y se acercó a la puerta.

—¡No! ¡No te vayas, Nany! —gritó Jade—. Dile que no necesito que me pinche más.

—No puedo hacer eso, Jade —dijo Irene con firmeza—. Sé que odias los pinchazos, pero son por tu bien. Ya hemos hablado de esto.

—Pero me ponen mala —dijo Jade en tono suplicante.

—Bobadas. Ahora sé buena mientras Nany va a traerte un zumo.

Irene se marchó y sus pasos se desvanecieron cuando bajó por las escaleras. Vacilé un momento antes de salir del armario. ¿Por qué demonios le había hablado Jade a Irene de mí? «Porque no te conoce», dijo una vocecilla. «Y a Irene la conoce de toda la vida». Además, estaba muy asustada.

Lo cual era lógico. Pero, antes de que pudiera abrir la puerta y salir, oí un par de golpes en la puerta del dormitorio.

—¿Jade? —gritó Roger.

Yo estuve a punto de desmayarme. ¡Mierda! ¿Por qué no se había librado Lindy de él?

Me quedé tan quieta como pude y procuré que no se oyera mi respiración. Pero el pulso me corría a toda velocidad, y había empezado a sudar. En el armario hacía calor y olía a humedad, y de pronto me picó la nariz. Sofoqué un estornudo, pero ello sólo empeoró las cosas.

A través de la ranura de la puerta, vi que Roger había entrado y que estaba de pie junto a la cama de Jade, sujetando una bandeja en la que había diversos artilugios de cristal y metal. Jade había vuelto a acostarse y fingía dormir. Al cabo de un momento, Roger rodeó la cama y la zarandeó por los hombros. Ella se removió, abrió los ojos y se los frotó. Tenía el pelo revuelto y levantó las manos como por costumbre para apartárselo a los lados de la cara como si fuera una cortina.

«Pobre niña», pensé yo. «Qué poco puede hacer por defenderse».

—Papi —dijo con su vocecilla—, ¿por qué me has despertado?

—He traído tu medicina —contestó Roger mientras dejaba la bandeja en una mesilla de noche y agarraba el brazo de la niña.

—No quiero que me pinches más —dijo Jade, y se acurrucó contra las almohadas.

—Ya lo sé, Jade. Pero ya hemos hablado de esto. Necesitas la medicina para ponerte bien.

—¡No! ¡Estoy cansada, papá! Estoy cansada de estar en la cama todo el tiempo, y de tomar esa medicina todo el tiempo.

Recordé de pronto cómo me había forzado Roger y me costó un ímprobo esfuerzo refrenarme para no salir del armario y golpearlo hasta matarlo. No dejaba de pensar: «Lindy llegará en cualquier momento. Ahora que estoy aquí se sentirá fuerte. Lo sacará de la casa y todo irá bien».

Pero Lindy no llegó. Roger le dijo algo a Jade en voz baja que sonó como «ya sé, ya sé» mientras, al mismo tiempo, la agarraba de nuevo del brazo y le subía la manga del camisón. Tomó luego una bola de algodón, la empapó en lo que supuse era alcohol y le frotó el brazo con ella. Ella parecía haberse dado por vencida, pero cuando Roger se acercó con la jeringa, empezó a sacudirse, gritando:

—¡No!

Yo no pude soportarlo más. Salí del armario, crucé corriendo de la habitación y agarré a Roger del brazo. Le hice darse la vuelta, le di un puñetazo y grité:

—¡Quítale las manos de encima!

El estupor que le produjo verme ayudó. Lo había pillado por sorpresa, y eso me procuraba cierta ventaja. Pero sabía que no podía durar. Lo empujé con todas mis fuerzas contra la pared. Él dejó caer la jeringa y se dobló. Yo lo agarré del pelo y tiré hacia abajo hasta que estuvo en el suelo. Agarré la pesada lámpara de la mesilla de noche, la levante y grité:

—¡No te levantes! ¡Quédate ahí!

«Grita sin parar», recordé. «Grita tan alto como puedas. Los deja desconcertados».

Sobre la mesa había un teléfono de la muñeca Barbie. Lo agarré, pero antes de que pudiera marcar el 911, Roger se puso en pie. Yo intenté golpearlo con la lámpara, pero me agarró del brazo y me lo retorció. El dolor me atravesó el brazo desde la muñeca, y sentí que se me desencajaba el hombro. Noté los dedos entumecidos y dejé caer la lámpara.

—¡Mamá! —gritó Jade—. ¡Mamá! ¡Socorro!

Me volví hacia ella instintivamente, pero Roger no permitió que sus gritos le detuvieran. Me golpeó con fuerza a un lado de la cabeza. Caí al suelo y sentí en la mejilla la aspereza de la alfombra. Él me pisó la espalda, y yo sentí que revivía una situación sucedida siete años antes.

Pero aquélla no era la misma situación que siete años atrás. Yo era ahora más fuerte. Y más lista. Giré el torso a medias, lo agarré del tobillo y tiré. Cuando cayó al suelo, me aparté para que no me cayera encima. Lo vi desplomarse, y vi que se golpeaba la cabeza contra la mesita de noche. No se movió, y pensé que estaba inconsciente.

Me levanté de un salto y agarré de nuevo el teléfono. Pero Jade seguía llorando y gritando:

—¡Socorro, mamá! ¡Mamá!

—No pasa nada —dije, soltando el teléfono y tendiéndole los brazos—. Tu mamá está abajo. Yo te llevaré con ella.

La tomé en brazos y estaba casi en la puerta cuando el pelo de Jade cayó hacia atrás y vi algo que me sacudió hasta la médula. Durante un instante que se hizo eterno, no me moví. No podía moverme. Mi mente giraba como un torbellino. Me parecía haber visto un fantasma.

Jade tenía en el cuello una mancha muy parecida a la que tenía mi hija cuando nació.

«Se le quitará con el tiempo», había dicho la enfermera. «Puede que tarde años, pero finalmente se le quitará».

Estaba tan confusa que apenas podía pensar. Aquella marca de nacimiento era de la misma forma y estaba en el mismo lugar que la de mi hija.

Miré a Jade a los ojos y, ahora que ya no estaba bajo el dosel de la cama, me parecieron más verdes que marrones.

Verdes, como los míos.

Otra cosa en que se parecía a mí era en el pelo, que, cuando le daba el sol, como en ese momento, parecía más rojizo que castaño.

—¿Qué? —dijo ella en voz alta, sacándome de mi ensimismamiento.

La agarré con fuerza y corrí con ella hacia la puerta. Con cada paso del camino, sentía su corazón latiendo contra el mío.

¿El corazón de mi hija? ¿Contra el mío?

Imposible. ¿Cómo iba a Roger a...?

Pero yo sabía, naturalmente, que era cierto. Roger y Lindy habían adoptado a mi hija. A mi hija y a la de Roger.

Se me llenaron los ojos de lágrimas y empecé a balbucear palabras que arrastraban seis años de amor y sufrimiento.

—No pasa nada, mi niña, no pasa nada. Estoy aquí, te tengo.

Agarré el pomo de la puerta y lo giré.

Pero no se abrió. Lo giré con más fuerza y luego recordé que Lindy me había dicho que tenía que empujar al mismo tiempo. Lo hice y, esta vez, la puerta se abrió.

—Demasiado tarde —dijo Roger a mi espalda, y cerró la puerta de un puntapié. Luego me rodeó el cuello con un brazo y apretó—. ¡Suéltala! —dijo—. ¡Suéltala ahora mismo!

Me apretaba contra sí, aplastándome la garganta. Yo sentí que me ahogaba y dejé escapar involuntariamente un sonido estrangulado.

—¡No, papá! —suplicó Jade, llorando—. ¡No le hagas daño! Me tomaré la medicina. Haré lo que quieras.

Intentó desasirse de mis brazos, pero yo no podía soltarla. La abrazaba con tanta fuerza que no quedaba espacio alguno entre nosotras, como si quisiera hacerla desaparecer de nuevo en mi vientre, que volviera a formar parte de mí, una parte que Roger jamás podría tocar.

—¡Lindy! —grité—. ¡Lindy!

—Ahórrate el aliento. Lindy no va a venir —Roger apretó más fuerte y yo sentí que empezaba a perder el conocimiento.

—Cuando te suelte, corre —le susurré a Jade al oído—. Corre lo más rápido que puedas.

Dejé que se deslizara entre mis brazos y sentí que su energía, que su corazón, se alejaban de mí. Ella agarró el pomo, empujó y abrió la puerta. Yo vislumbré su camisoncito blanco, con patitos amarillos, que un instante después desapareció por el pasillo, en dirección a las escaleras.

Un instante después, eché las manos hacia atrás, buscando con los pulgares los ojos de Roger. Los toqué y empujé sus globos oculares con todas mis fuerzas al tiempo que le clavaba las uñas en la frente para agarrarme mejor. Él empezó a gritar y me soltó.

Me giré rápidamente y, mientras él seguía tapándose los ojos, le empujé tan fuerte como pude. Cayó hacia atrás, golpeó la fotografía de Jade, perdió el equilibrio y se desplomó sobre la fotografía enmarcada. Yo me giré hacia la puerta y eché a correr.

Empecé a bajar las escaleras a toda velocidad, pero cuando oí que Roger salía dando trompicones al pasillo, empecé a bajarlas de dos en dos y de tres en tres. Me sentía como en una pesadilla, volando, con el único apoyo de la barandilla para mantenerme erguida. Cuando llegué al último peldaño, no supe hacia dónde tirar.

Entonces oí llorar a Jade. Suaves gemidos, como los de un gato que hiciera mimos a sus cachorros. Entré corriendo en el salón y vi a Lindy en el suelo, junto a la chimenea. Jade estaba arrodillada a su lado, con la cabeza sobre su pecho, llorando suavemente.

Me acerqué a ellas corriendo. Me arrodillé y palpé la muñeca de Lindy. Tenía pulso, pero muy leve. Pensé que Roger debía haberla golpeado con algo.

—Jade, cariño, apártate un poco para que pueda ayudarla —Jade no dio muestras de haberme oído, pero dejó de llorar—. Jade, por favor, apártate un poco para que vea qué le pasa.

—¡No voy a dejar a mi mamá!

—Ya lo sé, tesoro, ya lo sé. No vamos a dejarla. Pero déjame verla.

Jade se movió un poco hacia las piernas de Lindy. No mucho, pero sí lo justo para dejarme sitio.

—Lindy —dije, tocándole la cara—. Lindy, despierta. Soy yo.

Sus párpados se agitaron.

—Mary Beth... —dijo en voz tan baja que apenas la oí—. Prométemelo...

Yo sacudí la cabeza, olvidando en la agitación del momento lo que anteriormente me había pedido que hiciera.

—¿Que te prometa qué? —dije.

—Cuidar de mi bebé.

—Lo haré —dije—. Ya te dije que lo haría. Pero vas a ponerte bien.

—No —musitó—. Es tuya. Jade es tuya.

Sus ojos se cerraron y yo le busqué el pulso en la garganta. No tenía. Entonces lo vi. Un fino alambre alrededor de su cuello. Su carne, hinchada, se apretaba contra él tan fuerte que el alambre apenas se veía.

—¡Oh, Dios mío! ¡Lindy! ¡Dios mío! —se me llenaron los ojos de lágrimas. Vi un teléfono junto a la chimenea y corrí hacia él para llamar al 911.

Pero antes de que pudiera alcanzarlo, apareció Roger. Las puertas que daban al vestíbulo, que yo había dejado abiertas, se cerraron de golpe. Oí un chasquido cuando la cerradura interior se cerró.

Roger se inclinó contra la puerta, tambaleándose. Le sangraba un ojo. Llevaba aún en la mano la jeringa, que parecía llena. La sostenía frente a mí como un arma.

Yo tomé en brazos a Jade con mucho cuidado y la apreté con fuerza al tiempo que me alejaba poco a poco de Roger y me dirigía hacia la puerta que, según creía, debía de llevar al comedor.

—¡No te muevas! —gritó Roger, acercándose a nosotras.

—Sólo quiero llevar a Jade adonde... adonde esté a salvo —dije con voz tan temblorosa que apenas pude articular las palabras.

—A Jade no va a pasarle nada. Déjala en el suelo, Mary Beth. Ahí, en esa silla.

—Pero está asustada. Lindy...

—Jade sobrevivirá —dijo él con aspereza—. Los niños son muy fuertes.

La ira me dio fuerzas.

—Es demasiado, Roger. Ver a su madre así, y saber que su padre...

—¡Cállate! —gritó—. ¡Cállate!

Tenía la cara roja y los ojos dilatados y fijos.

—No permitas que te vea así, Roger —supliqué yo—. Sólo es una niña.

Él prorrumpió en maldiciones y se llevó la mano libre a la cabeza. Su rostro se contrajo en una expresión de dolor.

—¡Está bien, está bien! Jade, vete al comedor y espera allí. Yo iré a buscarte.

—No —sollozó la niña—. Quiero a mi mamá —miró a Lindy por encima del hombro—. ¿Qué le pasa a mi mamá? ¿Por qué no se despierta?

—Jade —dijo Roger en un tono que no admitía tonterías—, verás a tu mamá más tarde. ¡Ahora vete al comedor de una puta vez!

Ella lo observó un momento con una mirada llena de confusión, miedo y no poca ira. Saltaba a la vista que no confiaba en su padre, y eso me dio fuerzas.

—Ve, cariño —le dije con suavidad—. No va a pasar nada.

Aquella parecía ser de pronto la contraseña del día. «No va a pasar nada». Pero ¿sería cierto?

Dejé a Jade en el suelo y la vi entrar corriendo en el comedor. Los pies se le enredaban en un camisón pensado sólo para dormir, pues era demasiado largo para ella. No puedo expresar lo que sentí en ese momento. Dolor, ira, tristeza. Quise correr tras ella y abrazarla, sacarla de aquella casa y no volver a perderla de vista nunca más.

—Es mía, ¿verdad? —dije con voz llorosa, volviéndome hacia Roger—. ¿Cómo pudiste? ¿Cómo has podido mantenerla alejada de mí todos estos años?

—También es mi hija —contestó él, furioso—. Tenía todo el derecho a...

—¡Me violaste, maldito hijo de puta! ¡No tenías ningún derecho! ¿Y cómo descubriste que estaba embarazada? ¿Cómo supiste cuándo nació?

—Vaya, Mary Beth, te creía más lista. Y pensar que todos estos años me ha preocupado que lo descubrieras... ¿Por qué coño no aceptaste el millón de dólares?

—¿El millón...? —entonces, en un espantoso instante de lucidez, lo comprendí todo—. El detective... El que mandaste unas semanas después de violarme para comprar mi silencio... Yo rechacé su oferta y entonces tuve que excusarme porque me dieron ganas de vomitar. Él te lo dijo, ¿verdad? ¿Y tú hiciste cuentas y adivinaste que estaba embarazada?

—Digamos solamente que confiaba en que así fuera.

—Pero ¿cómo podías estar seguro? Podría haber tenido la gripe. ¿Cómo descubriste cuándo salía de cuentas y dónde iba a dar a luz?

—Muy fácil —dijo él con un encogimiento de hombros—. El detective puso una cámara en tu cuarto de baño. Una idea muy astuta, ¿no crees? ¿Qué mejor modo de descubrir si una mujer está embarazada?

Sentí tal estupor y tal repugnancia que apenas podía hablar. Yo había acusado a mi casero. Había hecho que lo detuvieran. Él había jurado que era inocente, y nadie le había creído. Si hubiera habido un solo indicio que lo inculpara, en ese momento estaría en prisión.

Empecé a temblar de la cabeza a los pies, y sentí que se me helaba la sangre. Ni una sola vez, en todos esos años, me había dado cuenta de que el mal se había ido abriendo paso, como una serpiente venenosa, en mi existencia.

—¿Por qué? —pregunté con voz ahogada por la rabia.

Roger se recostó contra la puerta como si necesitara apoyarse en algo.

—¿Que por qué? Muy sencillo. Lindy no podía tener hijos. ¿No te lo dijo? No, supongo que no. Y yo necesitaba un heredero, o quedaría desheredado. Cuando descubrí que estabas embarazada, comprendí que aquella era la solución perfecta a todos mis problemas. Ni siquiera tenía que luchar por la custodia —la sonrisa altanera de su cara me dio ganas de matarlo—. Tú renunciaste a la niña —dijo—. A tu propia hija. La entregaste sin pensártelo dos veces.

—¡Tú no tienes ni puta idea de lo que pensaba yo! ¡No sabes cuánto me he atormentado desde ese día! —el temblor había sido reemplazado por una intensa debilidad, y tuve que hacer un esfuerzo por no lanzarme hacia él y matarlo con mis propias manos.

—En todo caso —prosiguió él como si no me hubiera oído—, cuando me enteré de que estabas embarazada, hice pinchar tu teléfono. Supe que habías hablado con una agencia de adopción de Sacramento para entregar a tu bebé. Y, cuando llegó el momento, yo estaba en el lugar preciso y en el momento adecuado para llevármela.

—¡Imposible! —repliqué—. No se puede adoptar a un bebé tan rápidamente.

Roger sonrió.

—Te sorprendería descubrir cuántos burócratas hay deseosos de aumentar sus ingresos hoy en día. Con dinero libre de impuestos, naturalmente.

—Dios mío. Lindy tenía razón —dije con la voz entrecortada—. Estás podrido hasta la médula.

Él miró un momento el cuerpo sin vida de Lindy, tendido a unos pasos de mí, en el suelo.

—La pequeña Lindy Lou —dijo con sarcasmo—. La última jefa de animadoras. Ya no las hacen así, ¿sabes? Las mujeres ya no están dispuestas a apoyar a sus hombres contra viento y marea.

—Antes la querías —dije, sintiendo una profunda tristeza por Lindy. ¡Cuan terrible tenía que haber sido para alguien como ella sentirse obligada a apoyar a un monstruo como Roger sólo porque era su marido!

—Lindy era una monada en el instituto —repuso él—. Pero desde entonces se había convertido en un estorbo.

—¿Sabía desde siempre que Jade era mía? —pregunté—. ¿Te ayudó a robarme a mi hija?

—¿A robártela? Vamos, Mary Beth, no te pongas tan dramática. Cuando tomé posesión de Jade, ya no era tu hija. Tú renunciaste a ella, ¿recuerdas? Lo único que hice yo fue procurarle un buen hogar.

—¿Un buen hogar? Lindy me habló de los medicamentos con los que la has estado atiborrando. Has utilizado a mi hija. No, has abusado de ella. Es un milagro que no la hayas matado.

—Por el amor de Dios, Mary Beth, cálmate. Estás empezando a hablar como Lindy, ¿sabes? La verdad es que Jade no ha sufrido. Si ha habido efectos secundarios, siempre he conseguido que se recuperara.

—¿Y qué me dices de cuando está enferma? ¿Crees que eso es bueno para ella?

—Jade padece una deficiencia inmunitaria —dijo con frialdad—. Está enferma desde que tenía tres años. Lo único que he hecho ha sido intentar curarla. Tiene suerte de que la adoptara. Sólo Dios sabe lo que habría sido de ella si se hubiera quedado contigo.

—Te estoy muy agradecida —dije sarcásticamente—, pero todavía no me has contestado. ¿Sabía Lindy que Jade era hija mía?

—¿Te refieres a cuando la traje a casa? Al principio, no. Pero, a medida que Jade fue creciendo, estoy seguro de que Lindy empezó a hacerse preguntas. A fin de cuentas, Jade tiene tu pelo rojo y tus ojos verdes. Podría decirse incluso que es tu vivo retrato. Y Lindy sabía que yo tenía aventuras, pero nunca dijo nada, hasta hace unas semanas, cuando vio ese artículo sobre ti en el que aparecías fotografiada. Estabas promocionando un libro sobre adopción de una de tus autoras, diciéndole a todo el mundo lo fantástica que era la adopción. Supongo que Lindy sumó dos y dos, porque fue entonces cuando empezó a preguntarme si te había vuelto a ver desde el instituto.

—¿Qué le dijiste? —pregunté.

—Me pareció absurdo mentirle, dado que nuestro matrimonio estaba acabado de todos modos. Así que le dije que sí. Le dije que habíamos estado juntos el mismo mes que Jade fue concebida.

—¿Juntos? ¿Así lo llamaste?

—Eso es lo que fue, Mary Beth. No sé por qué no superas esas fantasías literarias acerca de la violación y lo ves de esa manera.

Yo refrené mi ira y dije:

—Entonces, fue por eso por lo que Lindy vino a verme. Para averiguar si yo era la madre de Jade.

Recordé entonces que Lindy había usado mi cepillo y le había quitado los pelos. En aquel momento me había parecido un gesto inocente, pero ahora me preguntaba si se habría guardado aquel pelo con la esperanza de usarlo para hacer una prueba de ADN.

—Y por eso —proseguí— me hizo tantas preguntas acerca de si había tenido hijos o quería tenerlos. No habló de la adopción, y no me di cuenta de nada. Ella llamaba a su Jade «su bebé». Yo creía que Jade era un bebé de pecho, no una niña de seis años.

Me pregunté entonces si eso también habría sido deliberado. Lindy había necesitado ayuda desesperadamente, pero al mismo tiempo había querido ocultarme la identidad de Jade mientras fuera posible.

De hecho, quizá esperaba que yo nunca lo descubriera. Pero cuando empecé a hacer preguntas esa noche, en mi casa, se asustó y se marchó de repente. Seguramente había sido también el miedo a que yo descubriera quién era Jade lo que la había hecho comportarse con tanta antipatía el día que me presenté en la casa sin avisar. Temía que viera a Jade y adivinara que era hija mía. Por eso había hecho que Irene me acompañara hasta la puerta.

Me pregunté entonces dónde estaba Irene. ¿La había mandado Roger a algún sitio antes de matar a Lindy? ¿O lo había visto matar a Lindy y había logrado escapar de algún modo? ¿Llamaría a la policía? Y, si así era, ¿por qué no habían llegado ya?

Lo único que se me ocurría era hacer que Roger siguiera hablando, con la esperanza de que ocurriera lo más conveniente para Jade y para mí.

—¿Cuánto tuviste que pagar por mi bija? —dije, enfurecida—. ¿Cuánto te costó mi bebé?

Él suspiró.

—Una suma importante, me temo. Pero en realidad creo que a la empleada de la agencia le dio pena. Le dije cuánto deseábamos mi mujer y yo tener un bebé, y cuánto lo habíamos intentado. Utilicé mi antiguo encanto. ¿Te acuerdas de eso?

—Claro —dije—. Como la noche que me violaste.

Sus ojos brillaron, llenos de ira.

—Esa noche tú lo deseabas. Lo sabes muy bien.

Yo ya no podía soportarlo más. Me sentía violada de nuevo y me imaginaba a Roger, y Dios sabe a quién más, mirando las cintas de vídeo en las que aparecía desnudándome, metiéndome en la ducha, haciendo mis necesidades... Pero nada de eso podía compararse con el hecho de que hubiera robado a mi hija. Porque la había robado, por mucho que le hubiera pagado a la persona de la agencia de adopción.

Y ahora me acusaba a mí de «desearlo». La eterna defensa del violador: «Sabes muy bien que lo deseabas».

Empecé a retroceder hacia la chimenea, junto a la cual había un soporte que contenía un atizador y un cepillo. Pero Roger se puso en marcha al instante. Parecía tambalearse, sin embargo empezó a avanzar hacia mí, extendiendo la mano con la que sujetaba la jeringa.

—Antes de bajar aquí —dijo—, tuve tiempo de poner dentro algo un poco más mortífero. Creo que va siendo hora de que te tomes unas vacaciones, Mary Beth. Una temporada sabática, como cuando nació Jade. Salvo que esta vez no te irás a casa. Tus autores te echarán de menos, claro. Eso, si es que queda alguno vivo. Tengo entendido que algunos de ellos han tenido mala suerte últimamente.

Se detuvo a unos pasos de mí y yo retrocedí rápidamente hasta chocar con la chimenea.

—¿Qué sabes de eso?

—Bueno, estaba ése desgraciado que pretendía escribir un libro sobre lo que hacemos en Courtland. Tengo entendido que un día se fue de la lengua en un bar —sonrió—. Supongo que ahora que está muerto no podrá publicar ese libro. Por suerte para mí, ¿no crees?

—La verdad es que no. Continuamente se publican libros póstumos. De hecho, he recibido una oferta de siete cifras por el libro de Craig Dinsmore. Sus herederos firmarán el contrato. Puedes estar seguro de que se publicará y de que será el éxito del año. A fin de cuentas, el público americano de hoy en día está deseando denunciar a las compañías farmacéuticas por cómo se exceden en el precio de los medicamentos.

Él sonrió.

—Los contratos pueden cancelarse, Mary Beth. Imagino que hasta los editores sucumben al soborno hoy en día.

—Si estás tan seguro, ¿por qué mataste a Craig Dinsmore para impedir que se publicara su libro?

Roger se echó a reír.

—Me das demasiada importancia. Mary Beth. Yo no maté a ese pobre diablo.

—Entonces, ¿quién lo mató? ¿Un gorila contratado por ti?

—Deberías haber sido escritora. ¡Cuánta imaginación!

—El caso es que estás acabado, Roger. Tengo el manuscrito de Craig Dinsmore, y lo cuenta todo sobre los fármacos defectuosos que has estado vendiendo en Oriente Medio. La policía ya tiene una copia, y entre eso y el asesinato de Lindy, te caerá la pena de muerte.

—Bueno, entonces parece que no tengo nada que perder —sonrió de nuevo—. A menos, claro, que consiga salir del país con Jade antes de que llegue la policía.

Se abalanzó sobre mí con la jeringa y yo eché mano del atizador, pero el soporte se tambaleó y cayó al suelo antes de que pudiera agarrarlo. Colgada de la repisa había, sin embargo, una pala de bronce decorativa de buen tamaño. La agarré y, levantándola con ambas manos, golpeé con todas mis fuerzas el brazo de Roger. Él gritó, pero siguió avanzando hacia mí. Le asesté entonces un golpe en el estómago. Esta vez, el borde afilado de la pala le hizo doblarse de dolor. Yo pensaba golpearle a continuación en la cara, pero él agarró la pala al caer. Antes de que pudiera erguirse apoyándose en ella, empecé a darle golpes con los puños en la nuca con todas mis fuerzas, y esta vez cayó al suelo. Esperé un momento para ver si había perdido el conocimiento. Incluso le di una patada con mucha más fuerza de la necesaria.

Él no se meneó.

Corrí al comedor.

—¡Jade! Jade, ¿dónde estás?

Estaba sentada en silencio junto a una mesa larga y pulimentada, tapándose los oídos con las manos como si no quisiera oír nuestros gritos. Parecía tan pequeña y lastimosa que me dieron ganas de llorar.

—Ven aquí, cariño. No pasa nada. Tu mamá me pidió que cuidara de ti, ¿recuerdas?

Ella no contestó, pero la tomé en brazos y la saqué rápidamente por la puerta que daba al vestíbulo. De allí me dirigí a la puerta trasera. Jade era muy pequeña para su edad, como un pajarito con los huesos muy frágiles. Me rodeó el cuello con los brazos y yo le di palmaditas en la espalda mientras corría.

Al pasar junto a la cocina, me paré en seco un momento. Irene estaba tendida en el suelo, junto al fregadero, con la cabeza ensangrentada. Quise detenerme para ver si estaba viva, pero oí gemir a Roger y comprendí que no tardaría mucho en salir tras nosotras.

Salí corriendo con Jade por la puerta trasera y crucé el jardín; luego corrí por la acera en dirección a mi coche. Lo había dejado en una calle lateral, oculto a la vista, pero me maldije por haberlo aparcado más cerca de la fachada de la casa que de la parte de atrás. Me angustiaba que Roger saliera por la puerta delantera y nos cortara el paso.

Mientras corría por la calle con mi preciosa carga, me tropezaba de vez en cuando. Al llegar al coche, busqué a tientas las llaves en el bolsillo de mis vaqueros. Tenía la mano humedecida por el miedo y se me resbalaban las llaves. Al fin me hice con ellas y apreté el botón del mando a distancia. Las puertas se abrieron, tiré de la trasera y coloqué a Jade lo mejor que pude junto a una manta, en el asiento de atrás. Le abroché el cinturón y dije:

—Tápate con la manta y agáchate todo lo que puedas, cielo.

Cada segundo contaba, y no tuve tiempo de asegurarme de que obedecía. Cerré la puerta, me monté en el asiento delantero e intenté poner el coche en marcha, pero me temblaban tanto las manos que fallé varias veces al meter la llave en el contacto. El motor se encendió por fin, tras lo que me pareció una eternidad.

—¡Agárrate, Jade!—grité.

Pisé a fondo el acelerador. En ese preciso instante, vi que un gran coche negro salía del garaje que había junto al jardín. El coche se acercó tanto que pude ver a Roger sentado tras el volante. Bajé a toda velocidad la pendiente de la colina, saltándome los semáforos y sorteando el tráfico, intentando poner la mayor distancia posible entre nosotros. Veía a Roger varios coches por detrás del mío, y me sudaban tanto las manos que perdía el agarre del volante.

Tenía que encontrar un sitio para parar y esconderme, y no podía tomar ninguna calle en la que hubiera mucho tráfico. «Piensa, Mary Beth. Conoces esta ciudad. Piensa».

No me acordaba, sin embargo, de dónde estaba la comisaría más cercana.

Me dirigía colina abajo, hacia la bahía y el Golden Gate. No podía arriesgarme a cruzar el puente y a quedar atrapada en un atasco, así que giré a la derecha en División. Fisherman's Wharf estaba en aquella dirección, pero allí las calles estaban congestionadas. De pronto me acordé del Exploratorium del Palacio de Bellas Artes, un museo de la ciencia que estaría atestado de niños de vacaciones. Con aquel coche gris, podríamos mezclarnos entre los coches que habría en el aparcamiento hasta que recuperara el aliento y decidiera qué debía hacer a continuación.

Giré varias veces sin pisar el freno por calles laterales que me acercaban al Palacio de Bellas Artes. Por fin creí haber perdido a Roger, pues no le veía detrás de mí. Entré en el extenso aparcamiento norte del Exploratorium, pero no encontré ningún hueco vacío. Di vueltas y más vueltas, pasé cientos de coches, y empecé a sentir que el pánico se apoderaba de mí. ¿Estaría Roger cerca, vigilando mi patético esfuerzo? De vez en cuando le decía a Jade:

—¿Estás bien, tesoro?

Y ella contestaba con un débil:

—Sí.

Pero yo sabía que tenía que llevarla a un hospital lo antes posible. Al abrazarla, había notado que todavía tenía fiebre.

Pero yo no era su tutora legal, y no podía autorizar el tratamiento de Jade, ni explicar siquiera qué era lo que le pasaba. Mi plan original requería que Lindy estuviera con nosotras para enfrentarse a todo eso.

Una alternativa sería llevarla a urgencias y mentir, decir que era su madre, pero que no tenía seguro y que pagaría en metálico su tratamiento. De ese modo conseguiría ingresarla, pero no tardarían mucho en descubrir la verdad. ¿Y qué le diría a los médicos? ¿Que había ingerido alguna sustancia tóxica? Verían las marcas de los pinchazos de sus brazos y pensarían que la había maltratado. Tendría que decirles lo que le había hecho su padre, y ellos insistirían en hablar con Roger, en averiguar si lo que les había dicho era cierto.

Pero, si admitía lo que había hecho, Roger acabaría en prisión. Y no sólo lo negaría todo, sino que intentaría hacerme pasar por loca, como había hecho con Lindy. Puede que incluso dijera que había secuestrado a su hija y la había drogado yo misma. Lo cual podía dar conmigo en la cárcel. Y, entonces, ¿quién cuidaría de Jade?

La situación parecía desesperada. Lo mejor que podía hacer era llevármela a casa conmigo, entregarme y confiar en que Roger fuera detenido de inmediato por los asesinatos de Craig y Lindy. Tal vez a mí me dejaran libre, y entonces pudiera reclamar a Jade como hija mía y conseguir ayuda para ella.

Pero ¿dónde?

Me acordé entonces del padre de Nia, un afamado médico londinense. Que yo recordara, era neurólogo, pero ¿acaso no había dicho Nia que últimamente trabajaba en el campo de la bioquímica?

No sabía si él podría ayudar a Jade, pero al menos podría recomendarme a alguien.

Pensar en todo aquello me estaba volviendo loca. Me concentré en encontrar aparcamiento y al cabo de unos minutos di con uno libre. Estaba justo delante de nosotras, y al estacionar en él sentí un gran alivio. Estábamos entre cientos de automóviles y, aunque Roger nos hubiera seguido hasta allí, nuestro coche era tan anodino que resultaba difícil que nos encontrara.

Me quedé allí sentada un momento e intenté recuperar el aliento y hacer que mis manos dejaran de temblar.

—Mary Beth, tengo hambre —dijo Jade desde el asiento de atrás.

Me di la vuelta, me incliné sobre el asiento y sentí una punzada de culpabilidad.

—Lo siento mucho, cariño. ¿Estás bien? Sé que estarás asustada.

—No estoy asustada —dijo, levantando la barbilla—. Pero me gustaría comerme una hamburguesa. Papá no me deja comer hamburguesas.

—¿Por qué no? —dije, preguntándome si la carne interactuaba de algún modo con los fármacos que le había dado Roger—. ¿Es que te pones mala si las comes?

—No, pero papá dice que las hamburguesas no son buenas para mí. Dice que me daría ícoli o no sé qué y que no podría ponerme en tratamiento durante un tiempo.

Yo me quedé pensando un momento.

—¿Quieres decir E. coli? —pregunté.

—Creo que sí. Dice que una vez lo tuvieron mucho niños por comer hamburguesas.

—Pero eso fue hace mucho tiempo, cariño. Ahora las hamburguesas se cocinan mejor. Y podemos pedir que las haga muy bien.

Yo dudaba de que Roger se mostrara como un padre atento al impedirle a Jade comer ternera de mala calidad. Era más probable, como había dado a entender Jade, que no quisiera que se pusiera enferma porque ello interrumpiría sus pruebas clínicas. ¿Cuántas restricciones más le habrían impuesto a Jade durante su corta existencia?

Sentí ganas de llorar. Todos aquellos años perdidos, durante los cuales Jade podría haber sido una niña feliz y sana. Ojalá hubiera...

Pero Jade era una niña muy fuerte. Yo esperaba que se encontrara todavía en estado de shock, y ella se ponía a hablar de hamburguesas.

—Quizá dentro pueda comprarte una hamburguesa —dije—. Hace años que no vengo, pero supongo que venderán comida de alguna clase.

Cualquier cosa antes que vernos atrapadas en la cola de un restaurante de comida rápida, con Roger al acecho.

—Si no tienen hamburguesas, ¿qué te apetecería? —pregunté—. ¿Qué te parece una chocolatina, o galletas de una máquina?

—Vale.

Qué pequeñina era. Allí sentada, tan buena, envuelta en la manta, el sol hacía que su pelo pareciera más rojo, como me pasaba a mí.

Me sequé los ojos y miré a mi alrededor por si divisaba el coche de Roger, pero no lo vi por ninguna parte.

—Está bien —le dije a Jade—, esto es lo que vamos a hacer.

En circunstancias normales, jamás habría dejado a una niña tan pequeña sola en un coche. Pero no podía llevar conmigo a una niña de seis años descalza y en camisón; llamaría demasiado la atención.

—Mientras yo entro —dije—, quiero que te tiendas en el suelo de atrás y te tapes con la manta para que nadie te vea. ¿Puedes hacerlo? ¿Y me prometes no moverte, aunque alguien intente entrar o llame a la ventanilla?

Ella asintió con la cabeza.

—Antes siempre me quedaba en el coche cuando Irene iba a comprar, porque me cansaba mucho de andar por las tiendas. Después, si me portaba bien, Irene me llevaba a tomar un helado. Siempre me decía que no abriera la puerta cuando me quedaba sola en el coche.

—Eso está muy bien —dije yo—. No quiero asustarte, cielo, pero es muy importante que tu padre no nos encuentre aquí. Pase lo que pase, recuerda que tu mamá me pidió que cuidara de ti. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —dijo ella con su vocecilla.

Estiré los brazos por encima del asiento para ayudarla a tumbarse en el suelo. Se tendió en posición fetal, con las piernas pegadas al pecho, y la tapé con la manta. Hasta ese momento no caí en la cuenta de que me había dejado en la casa el bolso con su ropa y su conejo de peluche.

—Abre un agujerito en la manta para que puedas respirar —le dije.

Ella obedeció inmediatamente y yo sentí que el corazón se me rompía otra vez por todo lo que había pasado mi hija. Lo único que me consolaba era el hecho de que Lindy tenía que haber sido una buena madre, si Jade había salido así.

El día era fresco y de la bahía soplaba una brisa áspera. Aun así, bajé las ventanillas delanteras un par de centímetros para asegurarme de que el coche no se recalentaba demasiado mientras estuviera fuera. Luego busqué en la guantera el gorro de punto que había llevado conmigo desde Los Angeles, por si acaso hacía fresco por las noches cuando cayera la niebla. Me tapé el pelo con él y me subí el cuello de la chaqueta de cuero con la esperanza de que Roger no me distinguiera inmediatamente si estaba por allí.

El aparcamiento que había encontrado estaba por suerte cerca del edificio del Exploratorium. Hablé un poco más con Jade para tranquilizarla y luego cerré las puertas del coche y corrí al edificio. Por el camino saqué el dinero del bolsillo de mis vaqueros. Pagué en la puerta la tarifa de entrada, recogí el cambio y me dirigí a toda prisa al lugar donde, según recordaba, estaba la cafetería. Pero me perdí y perdí momentos preciosos. Con cada uno de ellos, mi corazón latía más y más fuerte.

Por fin encontré la cafetería y entré en ella; busqué una carta y vi en su lugar una pizarra en la que sólo figuraban sándwiches, pero no hamburguesas. Pedí un sándwich de pavo con lechuga, y a continuación llené de café un vaso de papel grande. Compré una lata de zumo para Jade y también una bolsa pequeña de patatas fritas. Pagué en la caja lo más rápidamente posible y me dirigí con la bolsa de comida hacia la puerta de salida.

Fue entonces cuando lo vi. Iba a pie, caminando por los pasillos de coches. Pero estaba aún al fondo del aparcamiento, a dos filas de la nuestra. De vez en cuando se agachaba y miraba por las ventanillas de un coche para revisar el interior. ¿Podía arriesgarme a que no me viera si echaba a correr hacia mi coche? «No, no corras. Si corres, llamarás la atención». Cosa rara, tuve la sensación de que era Lindy quien me susurraba aquellas palabras al oído.

Esperé a que Roger se diera la vuelta para bajar por otro pasillo; luego abrí la puerta del Exploratorium y caminé con toda la calma que me fue posible hacia el coche de alquiler gris. Con cada paso que daba, mi columbra vertebral se volvía más rígida, como si estuviera intentando volverme invisible. «No corras, no corras».

Casi había llegado cuando me atreví a mirar a mi alrededor. Roger me estaba mirando fijamente desde otro pasillo. Cuando nuestros ojos se encontraron, echó a correr hacia mí.

Llegué casi volando hasta mi coche. Abrí con el mando a distancia las puertas delanteras y dejé las de atrás cerradas. Abrí la puerta del conductor, me metí dentro de un salto, tiré la bolsa de comida sobre el asiento, giré la llave en el contacto y miré hacia atrás.

—¡Siéntate, Jade! ¡Ponte el cinturón!

No hubo indicio alguno de movimiento, ni oí sonido alguno.

—¿Jade? Cariño, soy yo, Mary Beth. Tenemos que irnos. Siéntate y ponte el cinturón.

No se oyó nada. Miré de nuevo hacia atrás y me di cuenta con horror de que el suelo del asiento de atrás estaba vacío.

Jade se había ido.

Quedé tan anonadada, que por un instante no pude moverme. Ése fue todo el tiempo que necesitó Roger para llegar junto a mi ventanilla y empezar a aporrearla.

—¡Abre, Mary Beth! ¡Abre la puta ventanilla!

«Tiene a Jade. Se la ha llevado a su coche y ahora viene a por mí. Quiere matarme».

No podía permitir que se saliera con la suya. Tenía que recuperar a Jade de alguna forma, pero primero debía salir de aquel atolladero.

—¿Por qué no llamas a la policía? —grité a través de la ventanilla—. Diles que te he quitado a mi hija y por qué. Diles que su madre está muerta en tu cuarto de estar. No tardarán mucho en descubrir que tú la mataste.

—Yo no —gritó él—. Fuiste tú. Ya me he asegurado de eso. ¡Ahora, devuélveme a mi hija!

Yo quedé desconcertada. ¿Devolverle a Jade? ¿Significaba eso que no la tenía en su poder? ¿Dónde estaba la niña entonces? ¿Me habría seguido al Exploratorium?

«Cielo santo, ojalá esté bien».

Encendí el motor con una sola idea en la cabeza: acercarme al edificio, donde la gente pudiera ver lo que estaba haciendo Roger. Armaría un escándalo, atravesaría las puertas con el coche si era preciso. Sólo para encontrar a Jade.

Pero cuando el motor se encendió, Roger sacó una pistola y me apuntó a través de la ventanilla. No le di ocasión de disparar. Pisé el acelerador y me dirigí a toda velocidad hacia las puertas del Exploratorium.

El pequeño coche de alquiler se abría paso entre los transeúntes como un tanque, y yo me sentía enloquecida. ¿En qué estaba pensando? Sería arrestada, y me quitarían a Jade. Si Roger no la tenía en su poder, lo mejor que podía esperar era que la llevaran a un hogar de acogida.

Me convencí más aún de que estaba loca cuando creí oír su voz.

—¡Mary Beth! ¡Socorro! ¡Déjame salir!

«Está dentro de mí», pensé frenéticamente. «Es como cuando la abracé y sentí que su corazón era el mío».

Pero, cuando volvió a gritar, aquella sensación de frenesí cesó y comprendí dónde estaba Jade: en el maletero del coche.

Pisé el freno despacio, conteniéndome para no dar un frenazo y hacer daño a Jade. Cuando salí del coche, vi que la gente se apiñaba en círculo a nuestro alrededor, como si hubiera habido un accidente. Me di cuenta entonces de que había llegado a las puertas del Exploratorium.

Apreté el botón que abría el maletero y corrí hacia la parte de atrás del coche. Al mismo tiempo escudriñaba la multitud en busca de Roger. Tardé un momento, pero al fin lo vi de pie junto a su coche, en el aparcamiento, con la puerta abierta como si se dispusiera a montarse en él.

Al llegar al maletero, tomé a Jade en brazos y susurré una plegaria agradecida.

—Gracias a Dios, estás a salvo.

—Lo vi y pensé que debía esconderme —me dijo Jade al oído—. Apreté la palanca y bajé el asiento de atrás para meterme en el maletero.

Yo la abracé aún más fuerte.

—Eres muy lista y muy valiente.

—Lo de la palanca me lo enseñó Irene —dijo ella, orgullosa de sí misma—. Ella me deja bajar el asiento cuando tiene que meter la compra en el maletero.

Yo susurré otra plegaria, esta vez por Irene. Al darme la vuelta, me di cuenta de que la gente que se había congregado a nuestro alrededor no sabía lo que estaba pasando y creía que mi hija se había quedado encerrada en el maletero del coche accidentalmente y que ahora estaba libre. Empezaron a aplaudir, y yo sonreí. Llevé a Jade al asiento de atrás y la senté allí como la vez anterior.

—Abróchate el cinturón, cariño. Buena chica.

Un guardia de seguridad se había acercado al gentío, pero logré meterme en el coche y encender el motor antes de que me alcanzara. Me alejé de las puertas marcha atrás y di la vuelta. Luego me aparté de la multitud y salí tan rápido como pude por Marina Green.