22

Un silbato emitió un pitido agudo y prolongado y Shabalala paró la camioneta delante de una fila de adosados de dos pisos con amplios porches que daban a jardines cuadrados cubiertos de césped bien cuidado. Un hombre negro que estaba regando un naranjo enano lleno de frutos se metió en la casa y cerró la puerta.

Desde la calzada llegaba el sonido de gritos y fuertes pisadas de gente corriendo. Emmanuel miró por el espejo retrovisor. Tres hombres negros vestidos con prendas gastadas, seguramente seleccionadas al azar de una cesta de las misiones con ropa de la beneficencia, atravesaron la calle a toda velocidad y desaparecieron en un callejón. Otro estridente pitido surcó el aire. Emmanuel se bajó de la camioneta. No quería que los otros dos quedaran apresados en una red con la que pretendían atraparle a él. Zweigman y Shabalala se bajaron y se quedaron a su lado en la calzada.

Un hombre negro larguirucho con un peto azul y botas de agua pasó corriendo, sudoroso y con los ojos desorbitados. Detrás de él se oían los gruñidos de unos perros de la policía.

—Una Black Maria —dijo Shabalala señalando la esquina de la calle. Un furgón policial con barrotes, de color gris y no negro como sugería el nombre con que se conocían estos vehículos, apareció avanzando pesadamente. Delante de él, hombres y mujeres nativos de todos los tamaños y formas se iban dispersando como canicas que se hubieran caído del bolsillo de un niño.

—Una redada para coger a gente sin papeles —dijo Shabalala con un tono de voz inexpresivo. Esa era la labor de la policía. Reunir a todos los nativos que no tuvieran documentos válidos y mandarlos de vuelta a los poblados negros. Un hombre negro sin el permiso necesario para estar en la ciudad era un hombre desnudo a merced del viento, un objeto que podía ser arrastrado y desterrado al campo.

—Pues es una redada de muy señor mío —dijo Emmanuel señalando a cuatro policías con pastores alemanes que iban tirando de las correas de cuero con las que los llevaban atados. Una brigada de policías de a pie formó un sólido bloque de uniformes de color verde aceituna que tapó la pared del edificio de detrás.

—¿Qué está pasando? —preguntó Zweigman, que se apoyó en la puerta de la camioneta, pálido y tembloroso—. ¿Por qué se lleva la policía a esa gente?

Emmanuel percibió la intensidad del miedo del médico. Sin duda una redada para atrapar a miembros de una raza determinada y transportarlos a un lugar apartado de la vista de la sociedad tenía que traerle recuerdos de Alemania durante la guerra.

—Más o menos una vez al mes, la policía hace una redada en algún barrio y coge a todos los nativos que no tienen documentos válidos —dijo en voz baja. Era una escena tan típicamente sudafricana que le sorprendió tener que explicarla. Hasta los niños sabían lo que significaba ver a los nativos dispersándose como locos de esa manera—. Los que están en la ciudad ilegalmente salen corriendo y se esconden. A los que cogen los mandan de vuelta a los poblados nativos a que se las arreglen solos.

—Había oído hablar de ello, pero nunca lo había visto —dijo Zweigman, que se frotó la frente mientras se recuperaba del viejo miedo que le había asaltado de una forma tan patente.

Un silbato de la policía emitió un penetrante pitido. Los policías rompieron filas y echaron a correr, inundando las calles principales y los callejones como una marea caqui. La gente de color que no había salido corriendo se quedó quieta. Los policías de los perros se acercaron a la camioneta Bedford y los pastores alemanes rastrearon la acera con los hocicos húmedos, abriendo la boca y enseñando los colmillos. El entrenador principal llevaba una tela de algodón blanca colgando del bolsillo de los pantalones.

—Debería meterse en la camioneta, oficial —dijo Zweigman—. Es mejor que no le vean.

—No pasa nada —dijo Emmanuel, que se volvió hacia Shabalala—. Tú no te alejes de nosotros.

Yebo.

El agente nativo comprendió que, sin uniforme y sin su identificación oficial de la policía, no era más que otro hombre negro obligado a dar explicaciones en un mundo blanco.

En un portal había un hombre indio esquelético agachado como una mantis religiosa. Aunque los indios y los mestizos no necesitaban permisos para estar en las zonas urbanas, el jornalero mantuvo la cabeza gacha y las manos en alto con un gesto de súplica. Uno de los perros giró en dirección al cuerpo agachado en el portal y el policía que lo llevaba aflojó la correa. El animal se echó encima del indio y le olisqueó la ropa y el pelo, ansioso por encontrar un rastro.

—¿Tienes algo, chico? —preguntó el policía, alentando a su compañero canino—. ¿Tienes algo?

El pastor alemán retrocedió decepcionado. El jornalero indio no movió ni un dedo.

—Métase en la camioneta, oficial —dijo Shabalala—. Yo estoy bien aquí fuera con el doctor.

—No hasta que averigüe qué está pasando.

Aquello era algo más que una simple redada para atrapar a trabajadores negros ilegales.

Emmanuel se sacó del bolsillo la placa de la policía judicial que le había dado Van Niekerk y se dirigió hacia la fila de perros policía. Fue directo hacia un joven con la cara roja que apenas conseguía controlar a su perro. Los recién llegados al cuerpo respondían mejor a los cargos y títulos. Aún les faltaban unos años para desencantarse.

—Agente —dijo enseñándole la placa policial—, ¿qué está pasando? Tenéis a todo Point alborotado.

—¿Dónde ha estado metido, oficial? —contestó el agente sonriendo mientras forcejeaba con la correa del perro—. Le hemos encontrado.

—¿A quién?

—Al indio que mató a Jolly Marks —la fuerza del animal arrastró al agente y sus palabras quedaron ahogadas por los aullidos de excitación de los perros—. Ha salido corriendo, pero le encontraremos.

Los perros salieron trotando. Los transeúntes despejaron la calzada, dejando paso a los sabuesos de la policía. El jornalero del portal no se había movido. Emmanuel tampoco. La alegre promesa del agente le había dejado paralizado. Zweigman y Shabalala se acercaron.

—No le están buscando a usted, oficial —dijo Shabalala—. Me parece que están buscando a un indio.

Calle abajo, los perros se pararon a inspeccionar a un indio de porte elegante con un traje de raya diplomática. El olor no coincidía y los perros volvieron a ponerse en marcha jadeando.

—Están buscando al indio que mató a Jolly Marks.

Emmanuel repitió las palabras del agente a pesar de que no tenían ningún sentido. Los dos sospechosos indios habían quedado misteriosamente reducidos a uno. Los agudos pitidos de los silbatos y el ruido de las botas sobre la calzada indicaban que se estaba destinando una buena suma de dinero a la detención del asesino de Jolly. Alguien había incrementado los recursos de la policía. Aquella era una operación para arrestar a un infanticida. Era interracial. Era una oportunidad de hacer propaganda que no se podía desperdiciar.

—Una testigo le dio a la policía una descripción de dos indios de pelo moreno que fueron vistos cerca del lugar del crimen. Ahora es solo un indio y están convencidos de que es culpable —explicó Emmanuel, que señaló a un numeroso grupo de policías de uniforme que estaba cruzando Browns Road por el final de la calle—. Fijaos en la cantidad de policía que hay. La Black Maria es para limpiar la zona de los nativos despistados que hayan salido alertados por la búsqueda. Un infanticida y decenas de negros sin papeles atrapados en una sola tarde. Quien esté al mando de esta operación va a recibir un ascenso.

—Usted ya no es el principal sospechoso. El error ha sido rectificado —dijo Zweigman—. Es usted libre.

—Alguien me ha soltado a mí y en mi lugar ha puesto a un indio inocente —Emmanuel se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y apretó los puños—. Ninguno de los dos somos culpables.

Y todavía estaba pendiente la cuestión del doble homicidio de los apartamentos Dover. Emmanuel estaba seguro de que su nombre aún estaría en esas órdenes de detención.

—El hombre con el que ha hablado en el almacén…, ¿es a él al que está buscando la policía? —preguntó Shabalala al ver que Emmanuel no mostraba ninguna alegría por haberse librado de la soga del verdugo.

—No. El hermano Jonah es blanco y americano.

—¿Entonces a quién busca la policía con sus armas y sus perros? —preguntó Zweigman, expresando su desconcierto en voz alta.

—Creo que tengo la respuesta a eso —dijo Emmanuel, que se apartó de la calzada para dejar paso a dos hombres negros que se dirigían hacia el callejón a toda velocidad. Sus zapatos de caucho, hechos de neumáticos viejos, golpeaban la calzada ruidosamente. Dos muchachos rubios, tan parecidos que podían ser mellizos, asomaron la cabeza por la ventanilla de un Chrysler detenido y se rieron de la algarabía de nativos y policías que corrían de un lado para otro en todas las direcciones.

Al otro lado de Browns Road, Amal Dutta iba tambaleándose buscando algo desesperadamente de puerta en puerta.

—Amal —dijo Emmanuel, que fue corriendo por el asfalto hasta llegar al muchacho y le puso la mano en el hombro. Amal estaba temblando y respiraba con dificultad—. Para. Cálmate. ¿Qué estás buscando?

—A Giriraj —contestó el joven, tomando grandes bocanadas de aire—. Tengo que encontrar a Giriraj.

—¿Por qué?

—Porque…, porque… —Se fue quedando sin voz y se desplomó sobre la pared resollando, sin oxígeno suficiente en los pulmones.

—Siéntate —Zweigman apareció al lado de Emmanuel y se dirigió directamente al afectado muchacho—. Siéntate en el escalón y pon la cabeza entre las rodillas. Bien.

El médico se agachó delante de Amal y le puso las manos en los hombros.

—Hay aire para todos los seres vivos. Respira hondo. Otra vez. Bien. Despacio.

Shabalala se acercó zigzagueando entre el tráfico que avanzaba lentamente y se quedó al lado de Emmanuel en la acera. En la esquina de Point Road se había congregado un grupo de trabajadores ingleses y afrikáners del patio de maniobras que no dejaban de cuchichear y señalar con el dedo. Estaba claro que, por una vez, los dos bandos «europeos» enfrentados estaban de acuerdo en algo. Emmanuel se puso delante de Amal para que no le vieran. Los ciudadanos indignados podían convertirse fácilmente en grupos violentos y las acciones para defender la comunidad podían desembocar en grandes disturbios.

Los estallidos brutales de violencia no eran algo desconocido en la tranquila Durban. Las revueltas en las cervecerías y las peleas entre los distintos grupos se cobraban decenas de vidas. Las protestas contra la subida de los alquileres a finales de los años cuarenta habían desembocado en el saqueo desaforado de tiendas indias y en violentas agresiones a tenderos y transeúntes inocentes. La fachada inglesa de lugar civilizado estaba a un paso del caos, y esa era la esencia del Imperio: la tensión tácita entre la apariencia civilizada y la cruda realidad.

Emmanuel se agachó al lado de Zweigman. Shabalala se quedó de pie para guardarles las espaldas. El agente zulú también notaba en el ambiente la suave vibración de la violencia contenida, que surcaba el aire como la carga eléctrica de antes de una tormenta. Las pistolas de la policía eran los rayos y los truenos.

—Cuéntame qué está pasando —le dijo Emmanuel a Amal.

—La policía está buscando a Giriraj.

—¿Por qué?

—Por el niño al que encontramos en el patio de maniobras. Por el niño —Amal, abatido, se pasó la lengua por los labios—. Los policías le buscan por eso.

—¿Por el asesinato?

—Sí.

—¿Les has llamado tú para darles el nombre de Giriraj?

—No. Jamás.

—¿Parthiv?

—No, él tampoco.

—¿Entonces quién?

Amal recorrió la calle con la mirada y después inclinó el cuerpo hacia delante.

—El señor Khan —susurró como una bruja pronunciando un hechizo—. Ha sido el señor Khan. Él sabía que Parthiv y yo estuvimos en el patio de maniobras, cerca del cadáver del niño, y le ha dicho a Maataa: «Si la policía se entera, van a detener a tus hijos. Los van a meter en la cárcel y los van a ahorcar por el asesinato de ese niño blanco».

La reunión de Khan y los Dutta no había sido una iniciativa de paz. Había sido una promesa de que a la familia Dutta le esperaba un futuro lleno de desgracias.

—Khan ha chantajeado a tu madre —dijo Emmanuel.

—No —dijo Amal con una sonrisa tétrica—. El señor Khan ha dicho que era un intercambio de información.

—Ya, claro —contestó Emmanuel—. ¿Y en qué consistía ese intercambio de información?

—El señor Khan ha dicho que la policía no tenía por qué enterarse de lo de Parthiv y yo. Que él podía solucionar este problema.

—Pero…

Siempre había un pero.

—La policía judicial sabía que había unos indios en el patio de maniobras. El señor Khan ha dicho que tenía que darle a la policía algo que les sirviera. Un simple nombre a cambio de nuestra libertad.

—Giriraj.

—Maataa ha dicho que no. Parthiv ha dicho que no. Yo he dicho que no —Amal se levantó con dificultad. Emmanuel y Zweigman se pusieron a los lados del muchacho mientras él intentaba contener las lágrimas—. El señor Khan nos ha dicho que Giriraj es un hombre malo. Un ladrón. Un mentiroso. Que nos roba y se gasta el dinero en prostitutas.

Los informantes de Khan habían estado haciendo horas extras. Seguramente Khan sabía más sobre el asesinato de Jolly y sobre la operación de captura de Nicolai y Natalya que la propia policía judicial.

—Entonces ha descolgado el teléfono —continuó Amal—, ha marcado un número y ha dicho que quería hablar con un tal…, un tal…

—Subinspector Robinson —Emmanuel le dio el nombre pero Amal negó con la cabeza.

—No. Era como uno de esos nombres que tienen los dirigentes británicos en la India.

—¿Qué quieres decir?

—Un apellido compuesto —dijo Amal, que continuó con la historia imitando a Khan—: «¿Qué nombre le doy a la policía?».

A continuación se quedó callado y se hizo un silencio incómodo. El final de la historia se estaba representando en las calles de su alrededor.

Los agudos silbatos aullaban como pájaros de metal y la policía se movía describiendo curvas mientras la gente pasaba corriendo por delante de ellos. Giriraj dobló una esquina a toda velocidad, cruzó la calle asfaltada y aceleró. Los trabajadores blancos del puerto gritaron y unos cuantos salieron corriendo detrás del indio.

—¡Giriraj! —gritó Amal, pero el guardaespaldas de la familia Dutta solo tenía oídos para los silbatos de la policía y el estruendo de las pisadas que le seguían.

«Es asombroso lo fácil que les resulta a los seres humanos volverse unos contra otros», pensó Emmanuel. Y si una persona era de otra raza, bizca o zurda, volverse contra ella se volvía todavía más fácil. Qué primitivo y reconfortante era pensar que se podía identificar a las malas personas a través de un rasgo físico. La policía y los otros hombres querían a Giriraj pero, mientras durara la persecución, todos los indios —gordos, delgados, altos y enanos— estaban expuestos al peligro. Amal echó a correr hacia Giriraj y Emmanuel salió corriendo detrás de él.

—¡Giriraj! —exclamó Amal, pero el viento se llevó su grito de súplica.

Los coches que circulaban lentamente se detuvieron cuando un grupo de policías de uniforme cruzó la calle como un enjambre de abejas y giró en la dirección en la que se había ido corriendo Giriraj. Emmanuel se volvió y miró por encima del hombro. Seguía teniendo a Shabalala y a Zweigman a su lado, y tras ellos venían corriendo más policías y trabajadores del patio de maniobras. Si se paraban, la marabunta les pasaría por encima.

Amal aflojó el paso. Emmanuel le agarró del brazo y le instó a seguir adelante.

—Sigue corriendo —dijo, arrastrando al muchacho por la calzada a base de fuerza de voluntad.

Delante de ellos había una intersección de cuatro calles llena de tráfico, atravesada por las vías del tranvía eléctrico y con semáforos en las esquinas. Una fila de coches y camiones esperaba detenida ante un semáforo en rojo. Era una tarde de lunes como otra cualquiera. La imagen de Durban seguía intacta, bañada por una tenue luz. Giriraj se acercó a la esquina con sus perseguidores detrás.

El semáforo se puso verde. Los coches entraron en tropel en el cruce. Giriraj saltó desde el bordillo y aterrizó en el paso de peatones a toda velocidad. Un coche pegó un frenazo y se oyó un bocinazo. Giriraj esquivó el parachoques delantero de un Mercedes granate y desapareció tras una camioneta de reparto. Un segundo vehículo tocó el claxon, un sonido de alarma largo y sostenido. La fuerza de una desaceleración brusca hizo vibrar los cables del tranvía. Los frenos chirriaron. Una bandada de gaviotas levantó el vuelo hacia el cielo.

Emmanuel consiguió acelerar un poco más y adelantó a Amal. El tráfico del cruce, paralizado, parecía convertido en piedra. En el cuarto coche de la fila de vehículos del semáforo, un hombre sudoroso sacó la cabeza por la ventanilla del conductor para intentar averiguar por qué estaban detenidos. Detrás de la fila de capós ornamentados, Emmanuel alcanzó a ver a una mujer de pelo cano tapándose la boca con la mano, el gesto universal de angustia que había visto infinidad de veces en los escenarios de los crímenes y en las zonas de guerra: un grito contenido.

Emmanuel pasó por delante de la camioneta de reparto lentamente. Por las ventanillas del tranvía se asomaron unas cuantas cabezas. En la acera, dos mujeres se agarraron de las manos. Un conductor de uniforme, con la gorra ladeada y la cara roja y descompuesta, estaba inmóvil en la puerta del tranvía. Le temblaba el cuerpo.

—Se me ha atravesado… Se me ha atravesado corriendo. No he podido parar.

Emmanuel se abrió camino entre un corrillo de curiosos. Giriraj estaba tendido en el asfalto, con los brazos y las piernas en los extraños ángulos que solo se ven en los cadáveres. Tenía la superficie aceitosa de la calva llena de cortes y una de sus sandalias de cuero había salido disparada y había aterrizado en la acera de enfrente. Emmanuel se arrodilló para comprobar si tenía pulso. Zweigman llegó hasta su lado y Emmanuel se apartó y dejó que el médico se hiciera cargo de la situación. Sospechaba que ambos sabían cuál iba a ser el resultado del examen. Iba a hacer falta una furgoneta del depósito de cadáveres y no una ambulancia.

—Giriraj… —dijo Amal abriéndose paso entre el corro de curiosos—. Giriraj.

Emmanuel se levantó e intentó impedir que se acercara. El muchacho giró rápidamente hacia la derecha y se arrodilló junto al cuerpo de Giriraj, en el pasado imponente, ahora vacío y hecho un guiñapo.

—Ayúdele —le suplicó Amal al médico de pelo blanco—, por favor.

—Ya no se le puede ayudar y ya no puede sufrir —dijo Zweigman—. Lo siento. Está muerto.

El conductor del tranvía se dio la vuelta y el revisor le dio una palmada en la espalda con una mano áspera, el gesto de un hombre poco acostumbrado a las muestras de emoción.

—No le he visto… —susurró el conductor con voz ronca—. Ha aparecido de la nada, corriendo. No me ha dado tiempo a parar.

—Ya lo sé —dijo el revisor mientras sentaba a su compañero en la acera—. Hay muchos testigos que han visto lo que ha pasado. No te van a culpar.

Los equipos de búsqueda, los ferroviarios y la policía llegaron en varias oleadas azules y verde aceituna. Un oficial corpulento, sudado y maloliente, empezó a apartar a la multitud mientras el resto de la brigada formaba un cordón humano alrededor del cadáver de Giriraj.

—¡Retrocedan! —Ladró el oficial—. En este lugar se ha producido un crimen. Que todo el mundo retroceda cuatro pasos.

Emmanuel apartó a Zweigman del cadáver y después se agachó al lado de Amal y le dijo al oído:

—Es hora de irse. Ahora mismo.

—Yo me quedo —contestó Amal sin derramar una sola lágrima—. Me quedo a esperar a la ambulancia.

Emmanuel echó un vistazo a la muchedumbre. Los atónitos pasajeros del tranvía y los trabajadores del puerto decepcionados peleaban por los sitios con mejores vistas. La cabeza y los hombros del agente Shabalala asomaban entre la multitud. De un momento a otro, algunos de los curiosos iban a dejar de mirar al muerto e iban a centrar su atención en Amal. Querrían saber quién era aquel joven arrodillado al lado de un infanticida.

Uno de los policías a los que habían encasquetado la tarea de controlar a la masa de curiosos gritó:

—¿Es el que buscábamos, oficial?

—La testigo viene de camino —vociferó el oficial—. Hará una identificación formal aquí mismo.

Un silbato emitió un pitido y la multitud abrió un pasillo. Las cabezas de los pasajeros del tranvía giraron hacia el nuevo movimiento. El subinspector Robinson y el agente Fletcher se fueron abriendo paso entre la muchedumbre, con la testigo a salvo entre los dos.

Emmanuel se agachó y cogió a Amal de la muñeca.

—Si tengo que romperte la muñeca para salvarte la vida, lo haré. Vamos, muévete. Deprisa.

Levantó a Amal del suelo. Tenían a Fletcher y a Robinson casi frente a frente.

—¿Ella? —exclamó Amal con asombro al reconocerla. Emmanuel giró sesenta grados e hizo girar al muchacho para darle la espalda a la testigo.

Zweigman percibió el temor en el rostro de Amal y los movimientos apresurados del ex oficial.

—Este chico va a vomitar —gritó—. Dejen paso, por favor, dejen paso.

Los curiosos y la policía les dejaron sitio de sobra. Se abrió un pasillo que a continuación se fue cerrando como una cremallera cuando los curiosos se volvieron a juntar tras su paso. Muy pronto los tres estuvieron dentro de la gran marea humana. Emmanuel se fue abriendo paso a empujones y llegó hasta Shabalala. El agente zulú era el muro perfecto tras el que ocultarse. Zweigman se puso al lado de Shabalala para crear una pantalla. Si los policías miraban hacia ellos, verían a un anciano que se había llevado a un nativo de gran estatura a la ciudad para que ayudara a su amo con las tareas más pesadas.

Los policías llevaron a la testigo hasta el cadáver de Giriraj y Robinson la mantuvo agarrada del esbelto brazo. A la mujer le costaba mantener el equilibrio y se mecía con la brisa.

—¿De verdad que es la misma mujer? —susurró Amal, incrédulo.

—Sí —contestó Emmanuel—, solo que arreglada.

La prostituta del patio de maniobras había aparecido ataviada con un vestido marrón oscuro abrochado hasta el cuello que le llegaba hasta muy por debajo de las rodillas. La prenda amplia no dejaba ver los detalles de su cuerpo. Iba sin maquillar y bien peinada, con el pelo recogido en un moño. Su único accesorio era una sencilla cadena de oro. Comparado con la ropa brillante que le gustaba ponerse por las noches, aquel atuendo era casi como un cilicio de penitente. Aun así, había algo en ella que no acababa de encajar. Pese a todos sus esfuerzos por parecer una mujer decente, la envolvía un aura de disponibilidad sexual. Emmanuel no sabía bien a qué se debía. La prostituta se puso un pañuelo en la nariz como la heroína victoriana de una novelucha melodramática y Emmanuel vio algo de un color chillón que resplandecía entre el algodón blanco. Se le había olvidado quitarse los restos de esmalte rojo intenso de las largas uñas.

El subinspector Robinson tomó aire y lo expulsó lentamente mientras la testigo terminaba su pantomima de dolor y conmoción. Parecía intranquilo, a pesar de estar a punto de resolver el caso del brutal asesinato de un niño blanco.

—¿Es él? —preguntó Robinson.

Ja —contestó ella—. Es el indio. Siguió a Jolly Marks.

La información fue recibida por la muchedumbre con un coro de murmullos. La prostituta siguió mirando fijamente el cadáver de Giriraj, cautivada. Un recuerdo le atravesó el rostro y dio un paso atrás, absorta en sus pensamientos.

—¿Y…? —Robinson la animó a continuar cuando el silencio se hubo prolongado lo suficiente.

—Llevaba…, llevaba una navaja en la mano —dijo ella.

Unas cuantas mujeres chasquearon la lengua con desaprobación, al tiempo que sus maridos lamentaban el hecho de que el indio ya estuviera muerto y no fueran a arrastrarle por los tribunales para después matarle con los medios adecuados: una soga y un patíbulo.

Amal cogió a Emmanuel de la manga de la chaqueta y susurró:

—Eso es mentira. Giriraj nunca llevaba armas encima.

—Ya lo sé —dijo Emmanuel—. Pero ahora no hay nada que hacer. Si esa mujer te acusa de ser uno de los indios que estaban en el patio de maniobras la otra noche, la policía te va a machacar.

—Pero esto no está bien —susurró Amal, ofendido—. Todo esto es mentira.

—Consiguiendo que te arresten no lo vas a arreglar —contestó Emmanuel.

Observó los hombros en tensión y los gestos inexpresivos de Fletcher y Robinson. También ellos notaban que había algo que olía mal pero, ante un caso complicado y un sospechoso con muchas probabilidades de ser el asesino y que ya no podía defenderse, permitieron que la escena siguiera representándose.

—¿Está segura de que es él? —Fletcher se rascó el cuello y miró hacia la masa de carne desplomada sobre la calzada—. Usted les dijo a los policías del lugar del crimen que eran dos, con el pelo moreno y trajeados. Este es calvo y lleva sandalias.

La prostituta se pasó la lengua por los labios secos.

—Tenía miedo —farfulló—. Me había visto. Dijo que me rajaría si decía la verdad.

—¿Qué clase de navaja era? —preguntó Robinson mientras se arrodillaba sobre el asfalto y cacheaba a Giriraj con movimientos rápidos y enérgicos. Le metió la mano en un bolsillo y sacó un pequeño objeto envuelto en una gasa blanca. La prostituta se inclinó hacia delante, igual que un caballo hacia un terrón de azúcar—. Hachís. No hay armas —le lanzó el paquete blanco a su compañero y se dirigió hacia la testigo principal—. ¿Se fijó bien en la navaja?

—¿Cómo? —dijo la mujer mientras jugueteaba con la cadena de oro que llevaba en el cuello, mirando con avidez el bulto de la palma de la mano de Fletcher.

—La navaja —repitió Robinson—. ¿Cómo era?

—Afilada —contestó—. Tenía miedo. Dijo que me iba a rajar.

Emmanuel tenía que reconocer que era una situación complicada. Una multitud embelesada, un hombre muerto y una mujer consternada. Pensaran lo que pensaran Fletcher y Robinson de las pruebas aportadas por la testigo, no estaban en situación de cuestionarlas. Una mujer blanca asustada ganaba a un indio muerto con una piedra de Negro Africano en el bolsillo en cualquier circunstancia. Tenían que ir a lo seguro y mantener a la testigo y a los curiosos de su lado.

Robinson sonrió.

—Pero ahora ya no tiene miedo. Se ha armado de valor y ha decidido contarnos la verdad. ¿Es así?

Ja, así es.

La prostituta derramó unas cuantas lágrimas y el subinspector se levantó y le puso una mano en el hombro. Los espectadores reaccionaron instintivamente al llanto de la mujer. Proyectaron en ella la imagen de sus propias madres, hermanas o tías, sin importar cuál fuera la realidad.

Emmanuel se preguntó por qué lloraba, si por la pérdida de las tiernas atenciones de Giriraj en los callejones o por el cese del suministro constante de hachís. Probablemente por las dos cosas. Giriraj le aportaba placer y comodidad a la prostituta callejera en una vida muy necesitada de ambas cosas.

—Es muy valiente por su parte —dijo Robinson—. Presentarse como testigo e identificar al asesino de Jolly Marks.

—Tenía que hacerlo —dijo la mujer entre sollozos—. Tenía que hacerlo…

Sin maquillaje y con el rostro surcado por las lágrimas, la prostituta irradiaba una extraña pureza. Parecía como si la verdad resplandeciera en su rostro. Emmanuel llegó a la conclusión de que se debía a que por fin estaba diciendo la verdad. La decisión de presentarse como testigo e identificar a Giriraj no había sido suya. Había tenido que hacerlo. No había tenido elección.

La mujer le dio la espalda al cadáver y se dirigió dando traspiés hacia la multitud que no dejaba de crecer. Robinson le puso un pesado brazo en el hombro para sujetarla y evitar que se alejara. Los espectadores se arrimaron al corro de policías que acordonaba la zona.

—Lo ha hecho muy bien —dijo Robinson, añadiendo una pizca de sinceridad al cierre de aquel interrogatorio de manual—. No habríamos podido resolver este crimen sin usted. La madre de Jolly podrá dormir tranquila esta noche.

Los sollozos de la prostituta aumentaron de intensidad y Robinson le hizo un gesto a Fletcher para que despejara el camino. Un entusiasta agente de policía abrió un pasillo en el muro de monos de trabajo azules y los trabajadores del patio de maniobras retrocedieron y adoptaron la rígida postura de guardias de honor. Robinson condujo a la prostituta hacia el pasillo abierto bajo la atenta mirada de la multitud, cautivada por la frágil mujer blanca a la que se llevaban a un lugar seguro.

—Que Dios la bendiga, señorita —le gritó un pasajero desde el tranvía detenido, agitando un pañuelo a modo de despedida. La prostituta saludó con la mano como una reina y desapareció en el pasillo azul.

Emmanuel estiró el cuello para asomarse por encima del mar de sombreros y cabezas y alcanzó a ver los últimos momentos del drama. Metido entre la muchedumbre aunque a plena vista, observando a la prostituta, había un matón británico trajeado al que Emmanuel reconoció como el guardaespaldas de Khan. Robinson ayudó a la testigo a mantener el equilibrio y los trabajadores del patio de maniobras los llevaron hasta un tramo de calzada vacío.

—Sinvergüenza —susurró Amal enfurecido—. Esa mujer es una sinvergüenza.

—Esa mujer no se puede permitir tener vergüenza —respondió Emmanuel—. No más de lo que tú te puedes permitir arriesgarte a tener una charla íntima con la policía.

Los trabajadores se dispersaron y empezaron a regresar a la zona de carga del puerto. Por un instante habían tenido la verdadera justicia al alcance de la mano, cuando el indio estaba a media manzana de su castigo. Ahora lo único que quedaba era el trabajo. Filas de vagones tiznados que había que desenganchar y kilómetros y kilómetros de vías de acero que le dejaban a uno hipnotizado.

El guardaespaldas de Khan se abrió camino entre los trabajadores que se iban dispersando pero se mantuvo a dos pasos de los policías y de su testigo principal. Andaba con menos elegancia que un rinoceronte por un témpano de hielo y se chocó con un hombre que estaba intentando liar un cigarrillo. Le cayó un poco de tabaco en el traje y el fumador protestó con una palabrota. La prostituta miró hacia atrás y vio al empleado de Khan. Tenía la cara llena de marcas de cansancio, pero le centellearon los ojos. La vida en el puerto seguía el mismo patrón que el mar, un ciclo de mareas que subían y bajaban. La muerte de Giriraj había situado a la prostituta en primer plano, pero la atención solo se centraría en ella durante unos instantes y enseguida se desplazaría a otra persona. Aquel drama terminaría enseguida y ella volvería a una vida llena de hombres anónimos y sucios vagones.

«Una recompensa», pensó Emmanuel. El brillo que había aparecido en la mirada de la prostituta al ver al guardaespaldas de Khan era un gesto de expectación. Había representado su papel y ahora le tocaba recibir el pago por su actuación: un fajo de billetes y una piedra de hachís para ahuyentar las pesadillas del hombre inocente tendido en el asfalto.

Afzal Khan estaba detrás de aquella distorsión de la justicia, pero Emmanuel no entendía qué era lo que sacaba el gánster de todo aquello.

—Retrocedan —gritó el oficial sudado encargado de controlar a la multitud—. Dejen paso a la furgoneta funeraria.

Los espectadores retrocedieron lentamente, resistiéndose a marcharse hasta que la puerta de la furgoneta estuviera cerrada y hubieran limpiado la sangre de la calzada.

El revisor levantó del suelo al conductor aturdido y examinaron el tranvía siniestrado.

—Una visita rápida al taller y quedará como nuevo —dijo el revisor, que arrastró los pies por el suelo para tapar el sonido de las lágrimas quedas de su compañero. El conductor tocó la pequeña abolladura que había hecho el cuerpo de Giriraj al chocar contra la parte delantera del vehículo, intentando asimilar lo que acababa de suceder.

—Yo soy el responsable de lo que ha pasado —dijo Amal—. Más que el conductor.

—Este accidente no ha sido culpa tuya —dijo Emmanuel—. El señor Khan no le ha dejado elección a tu familia.

—¿Y cómo voy a vivir con este sentimiento? —dijo Amal.

La furgoneta funeraria dio marcha atrás en diagonal y se colocó en paralelo al tranvía siniestrado. Los pasajeros se bajaron en fila bajo la atenta vigilancia de un agente de policía y se congregaron en la calzada. Dos muchachas indias con elegantes cárdigans y faldas acampanadas se separaron del grupo y se fueron andando. Ya habían visto bastante.

—Haz más bien que mal —le contestó Emmanuel, que inmediatamente se arrepintió de haber pronunciado esas palabras. Posiblemente no hubiera nadie menos indicado que él para repartir sabiduría en lo relacionado con los sentimientos. Su afición a los calmantes y la voz del sargento mayor fantasma indicaban que sus propias emociones seguían hechas un embrollo. Y aquel país…, con su intolerancia… Se preguntó qué credenciales tenía él para decirle nada a nadie cuando se agarraba a su carné de identidad de blanco y a su placa policial como a un clavo ardiendo, por provisionales que fueran.

Lo intentó por otra vía.

—No te conviertas en un señor Khan —dijo.

—Eso puedo hacerlo —contestó Amal.

Los celadores del depósito de cadáveres, un mestizo gordo y un indio musculoso, ambos vestidos con uniformes clínicos blancos, abrieron las puertas dobles de la furgoneta y sacaron una camilla con ruedas. Un policía cogió la sandalia que había salido despedida y la tiró sobre el pecho del cadáver de Giriraj.

El oficial sudoroso encendió un cigarrillo y dirigió una sonrisa a los celadores.

—El muy cabrón es enorme. Puro músculo del Punyab. Me termino el cigarro y os echo una mano.

Los celadores se quedaron haciendo tiempo. Tendrían que esperar a que el oficial de la policía estuviera listo. Tendido en la calzada, Giriraj no era más que otra carga que había que recoger y almacenar para ser enterrada.

Zweigman dijo:

—Quizá deberíamos irnos.

Se dieron la vuelta y dejaron a Giriraj al cuidado de los celadores de color, que le llevarían en su vehículo para personas «de color» a la sección de cadáveres «de color» de la morgue, donde descansaría entre otras almas de piel oscura.

A diez portales del lugar del accidente, Maataa y Parthiv estaban sentados hombro con hombro en el segundo peldaño de una escalera de piedra que conducía a la entrada principal de un negocio de importación y exportación de ropa. Estaban envueltos en el humo de un cigarrillo de clavo que los protegía del ajetreo de la calle. Las pulseras de cristal de Maataa tintinearon al dar una calada al cigarrillo y pasárselo a Parthiv. No hablaron. Tenían la mirada fija en la calzada.

—Vaya —dijo Amal, sorprendido ante la armoniosa estampa familiar—. Así que han estado aquí todo el tiempo.

—Seguramente estuvieran esperándote —contestó Emmanuel.

Tras unos momentos de vacilación, el muchacho se acercó a las escaleras. Su madre se movió para dejarle sitio. Amal se sentó a su lado y los tres guardaron silencio.

Parthiv le devolvió el cigarrillo a su madre. Maataa dio una profunda calada y se lo pasó a Amal. El niño de la familia Dutta se tragó el humo y empezó a toser cuando le llegó a los pulmones. Le caían las lágrimas por las mejillas. Maataa no se rio de él y Parthiv no le llamó enclenque. Se quedaron sentados y se terminaron el cigarro. Los Dutta iban a sobrevivir a los acontecimientos de aquel día.

—¿Y ahora qué? —preguntó Zweigman cuando tuvieron delante la camioneta Bedford. La calle bullía de gente que se iba alejando del lugar del accidente.

—Vamos a tener una charla con el señor Khan —dijo Emmanuel.

—¿Ese hombre va a hablar? —preguntó Shabalala, que no parecía convencido.

—Encontraremos la manera de que hable —contestó Emmanuel. Vio a Fletcher y Robinson al otro lado de la calle, hablando con la prostituta pelirroja. Había dejado de llorar y tenía el cuerpo rígido de la tensión. A dos portales de ellos, el guardaespaldas de Khan estaba apoyado en la fachada de una cafetería, observándolos.

—Ya se lo he dicho —dijo la prostituta con una voz estridente mientras se enrollaba la cadena de oro en los dedos—, me dijo que me encontraría y me rajaría.

La expresión de los rostros de los dos policías era una mezcla de aburrimiento y desdén. Ser policía suponía hablar a diario con gente que mentía. Gente que mentía bien. Aquella fulana lo hacía fatal.

Emmanuel miró la hora. Quedaban menos de tres horas para que terminara el plazo acordado por Van Niekerk. Aun así, le impresionó la perseverancia de Fletcher y Robinson. Sabían que algo no encajaba y no estaban dispuestos a rendirse. Les importaba descubrir la verdad.

—Vamos al despacho de Khan —dijo Emmanuel volviéndose hacia Zweigman y Shabalala—. Su guardaespaldas está ahí enfrente, vigilando a la testigo. Un obstáculo menos que sortear.

A la vuelta de la esquina se oían los ladridos de los pastores alemanes. Point estaba plagado de policías armados que seguían limpiando la zona de nativos. Se acercaron a la fila de adosados de dos pisos donde habían aparcado la Bedford. Una serie de entradas para vehículos daban acceso a distintos almacenes desde la calle. Aparcado en el muelle de carga de un edificio con un cartel en el que ponía «Abel Mellon. Telas al por mayor» había un Rolls-Royce Silver Wraith.

Emmanuel pasó por delante del coche y se detuvo cuando hubieron dejado atrás la entrada de vehículos y estuvieron protegidos por los muros del siguiente edificio.

—Ese coche del muelle de carga es el de Khan —les dijo a Zweigman y a Shabalala—. Creo que él está dentro.

—¿Con toda la policía? —dijo Shabalala—. Ese hombre no tiene miedo a nada.

Emmanuel se paró a pensar durante unos instantes. Era un lugar extraño para que un conocido gánster indio aparcara su Rolls. Hasta Bergis Morgensen era capaz de identificar el coche de Khan. Un hombre más cauteloso se habría mantenido alejado.

—Puede que Khan no tenga nada que temer —dijo Emmanuel mientras se sacaba del bolsillo la agenda robada. La abrió por la letra A—. ¿Qué es lo que ha dicho Amal del policía al que Khan amenazó con llamar?

—Tenía un nombre como los de los dirigentes británicos de la India —dijo Zweigman.

—Con un apellido compuesto —añadió Shabalala.

Emmanuel fue recorriendo las entradas de la agenda, escasas y escritas con letra inclinada. Anderson. Advani. Absolem. Continuó con la B y la C sin encontrar ningún apellido compuesto. El último nombre de la C, escrito apresuradamente con lápiz, le llamó la atención. Lo leyó en voz alta:

—Oficial Emmanuel Cooper, policía judicial.

¿Había sabido Khan quién era Emmanuel desde el principio o se trataba de una entrada reciente? Siguió buscando por todo el alfabeto. El tiempo se estaba agotando. Smith, Saunders, Sidhu…

—Aquí está —dijo Shabalala señalando una entrada escrita en vertical en el margen de una hoja. Emmanuel giró la agenda para leer el nombre, garabateado con tinta negra.

—Edward Soames-Fitzpatrick —dijo con una sonrisa—. Desde luego que suena a nombre de dirigente británico en la India.

—¿Qué pone ahí? —preguntó Shabalala señalando un garabato que se había escrito delante del nombre, casi como un añadido de última hora. Las letras estaban emborronadas y eran casi ilegibles. Emmanuel lo intentó, pero no consiguió entender lo que ponía.

—¿Me permiten? —dijo Zweigman cogiendo la agenda educadamente—. Tengo mucha experiencia intentando entender mi propia letra.

El médico se subió las gafas hacia el caballete de la nariz y miró las letras como si fuera una gitana leyendo hojas de té.

—IJ —dijo—. I-J.

—Inspector jefe Edward Soames-Fitzpatrick —dijo Emmanuel. Sí, aquello encajaba con lo que había dicho Van Niekerk sobre la voz del teléfono. Una sabandija muy servicial que pensaba que podía utilizar a un policía holandés y a un antiguo oficial de la policía judicial y después deshacerse de ellos. Un soutpiel. Emmanuel cerró la agenda, se paró a pensar otra vez y la abrió por la letra V, pero no encontró el nombre de Van Niekerk.

—Vamos a por ese cabrón —dijo.

—¿Con qué armas? —preguntó Shabalala.

Entrar en batalla sin armas de fuego había sido la ruina del imponente ejército zulú.

—Con esta agenda.