8
La conductora del Chevrolet era una mujer blanca muy delgada que había decidido que no quería seguir siendo rubia. Una trinchera de cabello castaño oscuro le recorría el centro de la cabeza como una pista de aterrizaje desierta. El inspector le quitó las esposas a Emmanuel, que alcanzó a ver cómo los ojos verdes de la conductora le miraban atentamente desde el espejo retrovisor. Una mano llena de pecas echó la ceniza de un cigarrillo en el cenicero cromado del salpicadero. Tenía las uñas mordidas hasta la raíz.
—En marcha, Hélène —dijo el inspector. La mujer arrancó el coche y se introdujo en el tráfico ininterrumpido de Fords, Packards y Rovers. Más adelante, el semáforo se puso verde y el Chevrolet atravesó el cruce. La comisaría fue disminuyendo de tamaño tras ellos, pero Emmanuel sabía que, para la policía de Durban, se había levantado la veda para darle caza.
—Para aquí —ordenó el menestral tras un trayecto de dos minutos durante el cual se había mantenido inmóvil y en silencio, como un cuervo sobre una lápida.
El Chevrolet se detuvo delante de una sastrería en la que se anunciaban «Ofertas a espuertas». El hombre se bajó, cerró la puerta del coche y, sin volver la vista atrás, desapareció en el mercado de los sábados, entre la muchedumbre de comerciantes indios, clientes europeos y conductores zulúes que tiraban de carros en los que transportaban pasajeros. Un hombre blanco delgado, de estatura media, vestido con un traje negro y que se movía «como rápido».
—¿Quién era ese hombre? —preguntó Emmanuel a Van Niekerk.
—El agente John Smith. De la comisaría central —contestó el inspector con un tono cargado de sarcasmo—. Lo han trasladado hace poco de Ciudad del Cabo.
—No me irá a decir que se cree eso… —dijo Emmanuel. Tampoco él se lo creía. El menestral no era un policía normal y corriente. La intensidad de su presencia y su actitud sosegada indicaban que era miembro del Departamento de Seguridad o de los Servicios Especiales.
—Hace un par de horas he recibido una llamada de un subcomisario que había recibido una llamada de un comisario. Ha tenido que ser justo después de que te detuvieran. Coopere. Ese era el mensaje. Me ha parecido buena idea —dijo Van Niekerk—. El…, eh…, albino me estaba esperando en la comisaría. Me ha hecho unas cuantas preguntas y yo las he contestado.
—¿Tanto misterio por un niño de una familia sin contactos? No tiene ningún sentido, ni siquiera si se tienen en cuenta los asesinatos de esta tarde.
—Ese es tu trabajo, Cooper. Encontrar el sentido.
Emmanuel bajó la ventanilla para que le diera un poco el aire. Las pastillas le habían quitado el dolor de cabeza, pero también le habían dejado la mente embotada. Una señora con papada que iba andando por la acera con unos horteras collares de conchas se sobresaltó al verle. En ninguna de las bonitas postales de Durban aparecía un hombre ensangrentado al que iban paseando por la ciudad en un Chevrolet Deluxe.
—Vuelve hacia la casa, Hélène —le dijo el inspector a la conductora antes de examinar con detenimiento los paneles laterales de un lento autobús, que mostraban un anuncio de un tal J. Gustave Coiffeur Belge en West Street.
Emmanuel cerró la ventanilla. Se mirara por donde se mirara, su puesta en libertad no estaba bien. Pillar a un asesino que ha cometido un triple homicidio en el lugar del crimen y cubierto de sangre era como ganar la carrera de caballos hándicap de julio con una apuesta de 500 a 1. La policía jamás renunciaría a ese caso. La orden que los había obligado a soltarle había venido de arriba.
—¿Quién ha firmado los documentos para que me pusieran en libertad? —preguntó.
—Yo.
Van Niekerk se desabrochó los tres botones superiores de la chaqueta del uniforme y tiró del cuello almidonado. Su rostro enjuto no reflejaba ninguna emoción y la mirada de sus ojos de párpados caídos era imposible de interpretar.
—¿Por qué?
—La recompensa lo merece. Si consigues hacer lo que se te pide, el comisario se acordará de tu nombre y del mío. Tú recuperarás tu placa y yo tendré amigos en las altas esferas.
—¿Y si no lo consigo? —dijo Emmanuel.
—Esa opción no se contempla. Ni para ti, ni para mí. Les he dicho que yo respondía por ti, Cooper. He ofrecido una garantía personal. Si no cumples, irán a por ti y después a por mí.
Emmanuel se pasó la mano por los contusionados músculos del cuello. Era posible que el haber firmado su solicitud de baja con la fecha alterada en Jo’burgo seis meses antes le hubiera cerrado la puerta a un ascenso a Van Niekerk. Eso explicaría por qué el inspector se estaba jugando tanto a los resultados de la investigación de un solo hombre. Quizá necesitaba amigos en las altas esferas.
—¿Y ahora? —dijo Emmanuel.
—Investiga el asesinato del pequeño Marks y dame parte a mí. Ese es el resumen —el inspector se sacó la libreta de Jolly del bolsillo de la chaqueta y se la tiró a Emmanuel al regazo—. La dirección de la víctima está escrita por detrás. Es algún tugurio de mala muerte en Point.
—¿Cómo ha conseguido esto?
¿Las fuerzas del orden oficiales le habían dejado llevarse una prueba por las buenas? Aquello tampoco tenía sentido.
—Lo he cogido —contestó el inspector, que a continuación le dio un papel mimeografiado con una foto de archivo policial en blanco y negro de un hombre europeo con una cabeza a lo Frankenstein. Unos ojos negros le miraron desde la fotografía con un gesto hostil—. Hasta que has aparecido tú con las manos llenas de sangre y con un cuchillo en el bolsillo, este hombre era el principal sospechoso. Un delincuente de poca monta llamado Joe Flowers.
El preso fugado, Joe Wesley Flowers, era la prueba de que las rebatidas teorías de la ciencia de la frenología no andaban del todo descaminadas. La enorme cabeza cuadrada, los ojos de apariencia sospechosa y los labios flácidos proferían a gritos la palabra «delincuente». Entre sus múltiples habilidades se encontraban los hurtos menores, el allanamiento de morada y las agresiones dolosas.
—¿Por qué creen que puede ser el asesino? —preguntó Emmanuel.
—Estaba cumpliendo condena por haber apuñalado a dos hombres en una reyerta en un bar y trabajó descuartizando ballenas en la colonia ballenera durante un año y medio. Entiende de cuchillos.
Jolly y la criada Mbali habían muerto de un solo corte en la garganta. Quienquiera que los hubiera matado también entendía de cuchillos.
—¿La señora Patterson fue asesinada de la misma forma que la criada? —preguntó.
—No. El asesino hizo una escabechina con esa. Le hizo un corte en el hombro y ella salió corriendo y tiró una mesa con figuritas de porcelana. El estruendo alertó al vecino, que llamó a la policía. Fue un solo corte en el cuello lo que finalmente la mató.
—¿Es Flowers la clase de persona que cometería un crimen así? —dijo Emmanuel—. De descuartizar ballenas muertas a asesinar a dos críos y a una señora mayor hay un buen salto.
—A lo mejor está probando cosas nuevas —dijo Van Niekerk con sequedad—. Ascendiendo en el escalafón de la delincuencia.
—¿Alguna pista?
—Los coches patrulla no le han visto. Su madre también ha desaparecido.
—¿No tiene más familia?
—Un tío que vive fuera, pasado Pietermaritzburg, y que tiene su propia granja. La policía estuvo allí ayer y no encontró nada —dijo el inspector encogiéndose de hombros—. Ya sabes cómo son esos blancos desarraigados, Cooper. Sin domicilio fijo, sin una dirección a la que remitirles la correspondencia y no mucho mejores que los kaffirs.
Sí, Emmanuel lo sabía todo sobre esa clase de vida.
Al otro lado de la ventanilla, las fachadas de ladrillo de las tiendas y casas de pisos dieron paso a jardines de color verde intenso y a árboles añosos plantados para dar sombra cuyas ramas sobresalían y colgaban sobre la calle como las vigas de una catedral. El resto del país se había vestido de marrón para el invierno, pero Durban conservaba el naranja, el morado y los resplandecientes estallidos de amarillo.
«Frondoso» era una de las palabras favoritas de su ex mujer, Angela, así como una de sus principales quejas sobre Sudáfrica. El país no era lo suficientemente «frondoso». Lo suficientemente pintoresco. Lo suficientemente inglés. Quizá si hubieran vivido en Durban aún estarían juntos. Aunque no añoraba su pasado con ella ni sus fríos abrazos. Angela había sido una de las formas con las que había intentado huir del pasado en vano.
—¿Adónde vamos? —preguntó.
—A Glenwood. Te vas a alojar con unos amigos míos.
El Chevrolet se metió por una entrada para vehículos entre dos columnas de ladrillo encalado. En una placa metálica en la columna de la derecha se leía «Château la Mer». El coche se detuvo delante de un emparrado salpicado de flores moradas. La conductora salió del coche y le abrió la puerta a Van Niekerk.
—Merci, Hélène —dijo el inspector mientras se estiraba la chaqueta del uniforme.
—De rien, inspector —contestó Hélène, que le sujetó la puerta abierta a Emmanuel como si fuera el botones de un hotel. Emmanuel apoyó el pie en el suelo, haciendo crujir la gravilla, y observó el cuidado barrio residencial en el que se encontraba.
El Château la Mer era una bonita casa de ladrillo con vidrieras con dibujos de rosas en las ventanas y un ancho porche que se extendía a lo largo de tres de sus fachadas. En lo alto del tejado, una veleta de hierro giró con la brisa y apuntó hacia el Este. Una estatua de mármol blanco de una mujer desnuda se sostenía en equilibrio en el centro de una cantarina fuente levantada en el jardín delantero. La conductora cerró la puerta y se acercó a Van Niekerk.
—Cooper —dijo el inspector haciéndole un gesto con la mano para que se acercara—, esta es Hélène Gerard. Te vas a alojar con ella durante unos días.
—Muy amable —dijo Emmanuel, que sustituyó el apretón de manos por un gesto de la cabeza. Todavía tenía sangre reseca en las manos.
Hélène tenía una sonrisa firme, pero la piel de sus mejillas y su cuello estaba flácida, como si hubiera perdido mucho peso recientemente. ¿Qué clase de amiga accede a alojar a un hombre que acaba de estar bajo arresto policial?
—Hélène, este es el oficial Emmanuel Cooper, de la policía judicial —dijo el inspector—. Es muy limpio, así que no hagas caso a su apariencia.
—Es un placer conocerle, oficial Cooper.
Hélène era la elegancia personalizada; podría haber estado recibiendo a un invitado a una recepción con las autoridades municipales y no hablando con un hombre despeinado y con la marca de una bota en el cuello. Tenía que deberle un gran favor a Van Niekerk para que el inspector le hiciera meter a un sospechoso de asesinato en su casa.
—Voy a prepararle un baño y ropa limpia. Por favor, entre cuando esté listo.
Hélène le hizo una media reverencia a Van Niekerk y desapareció entre los resplandecientes verdes y rojos del jardín.
—Bueno… —dijo el inspector mirando el reloj—, te dejo que te instales, Cooper. Hélène cuidará bien de ti.
¿Acaso tiene elección?, se preguntó Emmanuel.
El inspector frunció el ceño. Le había venido a la cabeza un pequeño detalle insignificante.
—No tienes mucho tiempo, Cooper.
—¿Qué quiere decir eso?
—La policía de Durban va a expedir una orden de arresto contra ti dentro de cuarenta y ocho horas, acusándote de tres cargos de asesinato, un cargo de agresión a un agente de la policía y un cargo de resistencia al arresto. Esas son las condiciones del acuerdo al que he llegado para que te soltaran.
—¿Qué voy a conseguir en ese tiempo?
La investigación ni siquiera había comenzado y ya le estaban empujando al fracaso.
—Te han dado una segunda oportunidad, Cooper. Limítate al asesinato del pequeño Marks como te han dicho. No hay tiempo para hacer tres investigaciones distintas —el inspector le tendió la mano—. Llámame cuando tengas novedades. O, mejor, pásate por mi casa si es después del trabajo.
Se dieron la mano y Van Niekerk se metió en un coche que estaba aparcado a un lado de la entrada. El motor se puso en marcha y el inspector se alejó sin volver la vista atrás.
Una bandada de canarios del Cabo se balanceaba sobre un cable telefónico movido por la brisa. Emmanuel se sentó en las escaleras de la fachada delantera del Château la Mer. La sangre que tenía en la palma de la mano brilló con la humedad. El impávido inspector estaba sudando a chorros en un templado día de invierno. Aquello sí que era un milagro.
Una sola pregunta mantenía inmóvil a Emmanuel. ¿Por qué estaba sentado al sol en lugar de en una celda? Todavía no había respuesta a esa pregunta. Los canarios levantaron el vuelo y se alejaron dibujando un arco en el cielo azul.
Cuarenta y ocho horas. Miró el reloj. Las cinco menos cuarto. Hora de ponerse a trabajar.
Las inclemencias del tiempo habían arrancado trozos de la fachada victoriana de la casa de ladrillo de dos pisos, convertida ahora en una clásica mansión de arrabal. Un laberinto de viviendas arracimadas sin agua caliente ocupaba el espacio construido originariamente para una familia próspera que había necesitado una biblioteca y una sala de música. El prolongado silbido de la sirena de un remolcador se propagó por el agua desde el puerto.
Delante de la casa, en la acera, había un hombre con el cuerpo consumido en una vieja silla de ruedas. Emmanuel volvió a comprobar la dirección y se acercó al inválido, que tenía la mirada fija en las vías del tren y los barcos del muelle en la lejanía. En un letrero colgado de la valla combada se leía «Slegs Blankes». Acceso exclusivo para blancos.
—¿Vive aquí la familia Marks? —preguntó.
El hombre estaba en los huesos y tenía una melena sucia que le llegaba hasta más abajo de los hombros. No hubo respuesta. Ni siquiera pestañeó.
Emmanuel se dirigió hacia lo que en su día había sido la majestuosa entrada de la casa, seleccionó la primera vivienda y llamó. La puerta se abrió y una niña descalza se quedó mirándole fijamente. La reconoció de uno de los dibujos de la libreta de Jolly. Era la niña de la mirada desconsolada.
—¿Es esta la casa de los Marks? —preguntó.
La niña asintió con la cabeza, se dio la vuelta y echó a correr hacia el interior de la vivienda. Emmanuel la siguió por un largo pasillo que atravesaba el edificio de lado a lado. La basura y la suciedad crujieron bajo sus pies. A los lados del pasillo había pequeños huecos que posiblemente en su origen habían sido armarios y que ahora se utilizaban como dormitorios. Un bebé con un pañal de tela jugaba con una cuchara de palo en la austera cocina. Emmanuel siguió andando. La suciedad y la pobreza no le afectaban. Lo que le afectaba era la sensación de familiaridad que experimentaba en tugurios como aquel. Los arrabales eran iguales en Durban y en Johannesburgo.
Entró en una sala de estar, donde la niña que había salido corriendo estaba inclinada sobre un cochecito. En un maltrecho sofá había una mujer dormida, hecha un ovillo como un borracho en un banco de un parque. Sus ronquidos competían con el ruido de las peleas de unos niños que jugaban a la rayuela en un patio de tierra y hormigón al otro lado de la ventana.
Emmanuel le tocó el hombro a la mujer, que abrió los ojos y se incorporó bruscamente. Una media de nailon desabrochada se le bajó hasta el tobillo.
—¿Quién es usted?
—Ha venido por lo de Jolly —dijo la niña, que se puso a empujar su cochecito adelante y atrás con actitud maternal.
—Me llamo Emmanuel Cooper —no podía utilizar su antiguo cargo. Sin una placa oficial de la policía que lo confirmara, era todo ficticio—. Soy de la policía.
—Ah… No parece usted policía.
El traje de seda de color crema, la camisa del mismo color y la corbata verde menta que Hélène Gerard le había dejado en la cama antes de que saliera del baño en el château encajaban mejor en la carpa de los grandes apostantes del hipódromo que en una comisaría de policía. A Emmanuel no le habría sorprendido que la madre de Jolly le hubiera tomado por un proxeneta o por un ladrón armado con mucho estilo.
—Además, ya se lo he contado todo a los otros dos —la mujer entrecerró los ojos marrones, que tenía muy juntos, adoptando un gesto de concentración—. Jolly salió de casa como todos los días y no volvió. La señorita Morgensen, de la parroquia Sión…, ella es quien fue a asegurarse de que el niño al que habían encontrado era él. Yo no tuve el ánimo.
Ni las fuerzas. Emmanuel había contado seis niños hasta el momento, dos dentro y cuatro en el patio. Lo más probable era que el marido estuviera embarcado, en la cárcel o sujetando una barra de bar con los codos. Emmanuel se sabía la historia: una dieta familiar a base de pan con manteca de cerdo para cenar y un trozo de carne una vez cada dos semanas. Las verduras eran una novedad exótica. Por mucho que durmiera, la madre de Jolly siempre estaría demasiado cansada para enfrentarse a la vida.
—¿La parroquia Sión? —preguntó Emmanuel. Sonaba como uno de esos sitios llenos de fundamentalistas religiosos que tenían espasmos y hablaban en lenguas desconocidas.
—Está aquí mismo, en Southampton Street. Bendicen a los niños cada vez que vamos.
Cada vez que vamos… Emmanuel dudaba que la familia Marks fuera a la iglesia con regularidad, pero supo que él mismo no faltaría el domingo por la mañana. Las iglesias eran lugares en los que la gente confesaba.
—Quiero que vea una cosa —Emmanuel se sentó en el borde de una silla de madera y se sacó la libreta de Jolly del bolsillo—. ¿Reconoce esto?
—Claro. Es de Jolly. Siempre estaba garabateando cosas. Eso lo sacó de su padre. Tenía madera de artista. Siempre con la cabeza en las nubes.
Jolly había cortado el cordón y había tirado la libreta al suelo. Quizá el motivo fueran los niños que aparecían dibujados en ella. Emmanuel buscó el primer retrato y lo sostuvo en alto.
—¿Quién es esta?
—Sophie, la hija del capitán de puerto.
—¿Era amiga de Jolly?
—No tanto como su amiga. A veces jugaban juntos.
—¿Y ella está bien…? ¿No ha tenido ningún problema del que tenga usted noticia?
—No. La vi ayer por la mañana en la tienda de la esquina.
La niña descalza se alejó del cochecito andando de puntillas y estiró el cuello por encima del hombro de Emmanuel mientras él iba enseñando un retrato tras otro y recopilando nombres y direcciones. Todos los niños eran de la zona de Point y ninguno era muy amigo de Jolly. Por lo visto todos estaban bien.
—Esa soy yo —dijo la niña cuando llegaron al último dibujo—. Esa soy yo.
—Jolly dibujaba muy bien. Sales igualita —dijo Emmanuel mientras pasaba la última hoja. En cuarenta y ocho horas no iba a poder interrogar a todos los niños uno por uno. Si el asesinato de Jolly estaba relacionado con una red de explotación infantil, ya podía rendirse. La sirena con los pechos al aire le miró desde la libreta guiñando el ojo y Emmanuel tapó el dibujo con la mano, consciente de la corta edad de la niña.
—Y esa es la sirena del Holandés Errante —dijo la hermana pequeña de Jolly—. Vive en la tierra, no en el mar.
Emmanuel se volvió hacia la niña.
—¿Cómo te llamas?
—Susannah. Tiene dos eses y dos enes.
—¿Quién es el Holandés Errante, Susannah?
—Un señor con un coche muy bonito.
La niña volvió a atravesar la habitación y se asomó a su cochecito. Exhaló con fuerza, colocó bien un trozo de tela que había dentro y empujó el carrito adelante y atrás. Emmanuel esperó a que cogiera buen ritmo.
—¿Habías visto antes a esa sirena? —preguntó. La niña tenía un aire de trastornada que resultaba inquietante.
—Ja. En la ventanilla de atrás del coche del Holandés Errante, cuando venía a buscar a Jolly.
—¿La sirena es un dibujo o es de verdad, como tú y yo?
—Es un dibujo, como los que hacía Jolly. Estaba pegada al cristal, mirando hacia fuera —contestó la niña, que empezó a tararearle fragmentos de «London Bridge is Falling Down» a la muñeca del cochecito.
La sirena era un cartel, alguna clase de anuncio de un negocio regentado por un hombre que tenía un buen coche. No una empresa normal que cumpliera con sus obligaciones fiscales, sino una que seguramente llevara a sus clientes a sitios que no salían en las guías turísticas.
—¿Adónde iba Jolly con el Holandés Errante? —preguntó Emmanuel.
—No lo sé, pero traía caramelos para nosotros y cigarrillos americanos para mamá.
La madre de Jolly reunió fuerzas suficientes para subirse la media hasta el muslo. Un balón de fútbol golpeó la ventana y volvió rodando hasta un niño con una naricita chata y vestido con unos pantalones cortos que le quedaban largos que estaba jugando en el patio.
—Son seis —dijo la madre secándose las lágrimas con el dorso de la mano—. El edificio está lleno de niños entrando y saliendo… No puedo controlarlos a todos.
No desde el sofá. Y los cigarrillos de regalo no le venían nada mal. Solo que nada en el mundo, sobre todo en el mundo del puerto, era gratis. Jolly había pagado los caramelos y los cigarrillos de alguna forma.
—¿Quién es el Holandés Errante? —le preguntó a la madre.
—No lo sé… —contestó la mujer poniéndose rígida—. Nosotros no nos juntamos con los negros ni con la chusma.
—Salvo cuando tienen cigarrillos —señaló Emmanuel.
La lamentable mezcla de soberbia y pobreza le estaba agotando la paciencia. Blancos o negros, chusma o misioneros, ¿qué más daba? Un cigarrillo era un cigarrillo. Jolly lo sabía.
—Bueno, yo nunca he visto al holandés ese —dijo—. No sé nada de él ni de su sirena.
Aquello era mentira y al mismo tiempo no lo era. El holandés era un siniestro Papá Noel que había pasado por su vida sin ser visto y había dejado chocolate y cigarrillos para demostrar que existía.
Una mano mugrienta le tiró de la manga a Emmanuel. La niña había abandonado su cochecito. Tenía el fino pelo rubio lleno de nudos y sus oscuros ojos marrones eran como los había dibujado Jolly: más viejos que el diablo pero sin ninguna calidez.
—Mira —dijo Susannah—. Mi bebé está malito.
Emmanuel la siguió hasta el cochecito. Aquella era una escena que su hermana solía representar decenas de veces en una sola tarde. Parecía que cuando más quería a sus muñecas era cuando estaban enfermas y podía curarlas. El mundo se podía arreglar con un poco de medicina y una palmadita en la espalda.
Susannah le hizo un gesto para que se acercara un poco más. Emmanuel se agachó junto al cochecito y se asomó al interior. Sobre un nido de trapos descansaba una muñeca de porcelana con la piel de color crema y unos llamativos ojos azules.
—¿Qué le pasa? —preguntó Emmanuel.
—Le han cortado el cuello.
El cielo estaba surcado por rayas rosas cuando Emmanuel salió de la ruinosa mansión. Un ibis de largo cuello estaba dando picotazos a un hueso de mango tirado en la acera. El hombre de la silla de ruedas seguía allí, presenciando en silencio la caída de la noche sobre el puerto.
Emmanuel echó a andar en dirección al Buick, que había recogido del hueco de delante de su apartamento en el que lo había aparcado hacía una eternidad. Hélène le había llevado del château a los apartamentos Dover, sin dejar de sonreír en todo el camino. El ibis levantó el vuelo y empezó a volar en círculos. Dos hombres pasaron caminando apresuradamente hacia las escaleras que conducían a la casa de Jolly. Eran el agente Fletcher y el subinspector Robinson. Emmanuel se volvió y les dio la espalda. El Buick estaba a un cuarto de manzana. Iría corriendo hasta él si hacía falta.
Las pisadas de los dos hombres se oyeron en las escaleras y a continuación se fueron apagando. Emmanuel echó a correr hacia el Buick. Robinson y Fletcher volverían a salir a la calle en cuanto la madre de Jolly mencionara la visita de un policía solo.
«Acaba de estar aquí», les diría, «ahora mismo».
Emmanuel abrió la puerta del conductor y se metió en el coche. Encendió el motor, retrocedió medio metro marcha atrás y cambió de sentido en prohibido.
El espejo retrovisor reflejó la imagen de los dos policías bajando las escaleras de la deteriorada mansión a toda velocidad. Se separaron y empezaron a registrar la calle. Emmanuel metió tercera y vio cómo Fletcher se acercaba corriendo para acortar la distancia que le separaba del Buick que se alejaba.
Ni Jesse Owens en sus mejores tiempos habría podido dar alcance a un motor americano de ocho cilindros. La figura del policía fue disminuyendo de tamaño hasta quedar convertida en un bulto negro en el horizonte. «Esta va a ser la dinámica», pensó Emmanuel. «Vaya donde vaya, la policía vendrá detrás». Cinco minutos con la madre de Jolly bastarían para que se enteraran de lo del dibujo de la sirena y de a quién pertenecía.
Tenía que encontrar al Holandés Errante. El misterioso hombre del coche de lujo podía ser la última persona que había visto a Jolly con vida.