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Durban (Sudáfrica), 28 de mayo de 1953
El acceso a la zona de carga del puerto se realizaba a través de una oscura entrada llena de hileras de sucios vagones de carga y vías plateadas. Un grupo de prostitutas blancas orbitaban alrededor de la débil luz de una farola. Las trabajadoras indias y mestizas estaban ocultas entre las sombras, alejadas de la clientela de paso y de la policía.
Emmanuel Cooper cruzó Point Road y se dirigió hacia la zona de carga. Las prostitutas le miraron y la más atrevida, una pelirroja gorda con una estola de piel de zorro despeluchada sobre los hombros, se levantó la falda y le enseñó un muslo enfundado en unas medias de rejilla negras.
—Cariño —le gritó—, ¿vas a comprar o solo estás mirando escaparates?
Emmanuel se metió en el laberíntico paisaje industrial. ¿Tan desesperado parecía? El agua de mar y el polvillo de carbón se levantaban desde el puerto de Durban y las luces de un transatlántico atracado en el muelle brillaban sobre el agua. Las grúas pórtico se levantaban imponentes sobre la avenida de vagones de carga y una resplandeciente media luna iluminaba el suelo pedregoso. Emmanuel se dirigió hacia la parte central de la zona de carga, por un camino que a esas alturas conocía bien. Estaba cansado, y no por la hora intempestiva. Patrullar el puerto después de la medianoche era peor que ser policía de a pie. Al menos ellos tenían una misión bien definida: hacer cumplir la ley. Su trabajo, en cambio, consistía en presenciar un aburrido desfile de violencia, prostitución y hurtos menores y no hacer nada al respecto.
Pasó por encima del pesado enganche de dos furgones y se metió en el hueco entre dos vagones. Una fila de camiones saldría enseguida de la zona de carga como una hilera de hormigas, cargados hasta los topes de whisky, tabaco y cajas de agua de colonia. Ingleses, afrikáners, policías de a pie, policía judicial y policía ferroviaria: las operaciones de contrabando eran el ejemplo perfecto de cómo los distintos cuerpos de las fuerzas del orden eran capaces de colaborar y coordinarse si perseguían un objetivo común.
Abrió la libreta de vigilancia. Cuatro columnas llenaban el papel, pautado con débiles renglones: nombres, horas, matrículas y descripciones de las mercancías robadas. Hasta que había empezado a pasar esas frías noches en la zona de carga del puerto, pensaba que no podía haber nada más aburrido que la espera del desembarco de Normandía. Los nervios y el miedo a las tropas concentradas, la comida insípida y el hedor de las letrinas: había aguantado todo aquello sin protestar. Aquellas incomodidades no eran muy distintas de las que había sufrido en las casuchas de hormigón y estaño de las afueras de Jo’burgo en las que había vivido su familia.
Vigilar a los policías corruptos carecía de la certeza moral del Día D. Lo que pensaba hacer con la información de la libreta el inspector Van Niekerk, su antiguo jefe de la policía judicial de Marshall Square, no estaba claro.
—Dios mío. Oh, Dios mío…
Un débil gemido recorrió la zona de carga, un sonido apenas perceptible llevado por la brisa. Algunas de las chicas baratas del puerto usaban los vagones vacíos después del anochecer.
—Oh…, no…
Esta vez la voz de hombre sonó bien alta y presa del pánico.
Emmanuel sintió un cosquilleo en la piel de la nuca. Sintió cómo le invadía el deseo de investigar, pero se resistió. Su trabajo era observar y llevar un registro de las actividades de la red de contrabando, no rescatar a algún ballenero borracho que andaba perdido por la zona de carga. «No te involucres». En eso el inspector Van Niekerk había sido muy claro.
El zumbido del tráfico de Point Road se mezcló con el ruido de unos sollozos inarticulados. El instinto le atrajo hacia el sonido. Tras un momento de vacilación, se metió la libreta en el bolsillo de los pantalones. Diez minutos para echar un vistazo y después volvería y anotaría las matrículas de los camiones. Veinte minutos como máximo. Se sacó una linterna plateada del bolsillo, la encendió y fue corriendo hacia los almacenes que se levantaban en el extremo nororiental de la zona de carga.
Los sollozos se fueron apagando y a continuación quedaron ahogados: posiblemente el efecto de una mano tapando una boca. Emmanuel se detuvo e intentó aislar el sonido. La zona de carga era inmensa, con kilómetros de vías que recorrían el puerto comercial. La gravilla del suelo se movió y se oyó un grito procedente del frente. Emmanuel puso la linterna en posición de máxima intensidad y apretó el paso. El mundo le pasó por delante de los ojos en forma de imágenes fugaces. Filas de vagones de carga de aspecto fantasmagórico, cadenas, muros de ladrillo cubiertos de mugre y un callejón lleno de sacos de arpillera vacíos. A continuación, un oscuro río de sangre que formaba un signo de interrogación en el suelo.
—No…
Emmanuel apuntó con la linterna hacia el lugar del que venía la voz y el deslumbrante foco iluminó a dos hombres indios. Ambos eran jóvenes, con brillantes melenas oscuras que les llegaban hasta los hombros y que llevaban repeinadas hacia atrás. Vestían camisas blancas de seda y trajes satinados y plateados casi idénticos. Uno de ellos, un adolescente delgado con el rostro surcado de lágrimas, se había desplomado sobre la pared trasera del almacén. El otro, que tendría poco más de veinte años, lucía un bigote a lo Errol Flynn y unas pobladas cejas contraídas en un gesto amenazador. Se inclinó sobre el muchacho, poniéndole la mano en la boca para que no hiciera ruido.
—No os mováis —dijo Emmanuel con su voz de policía. Se llevó la mano a su revólver Webley estándar del calibre 38 y tocó un vacío, como un veterano de guerra buscando a tientas un miembro fantasma. El arma más peligrosa que llevaba encima era un bolígrafo. No importaba. El revólver solo era de refuerzo.
—¡Corre! —gritó el mayor—. ¡Vamos!
Salieron corriendo en direcciones distintas y Emmanuel fue a por el menos corpulento de los dos, que se tropezó y se fue tambaleando hacia el suelo. Emmanuel cogió al muchacho de la manga y le sujetó contra la pared.
—Como vuelvas a salir corriendo, te rompo el brazo —le dijo.
Se oyó el ruido metálico del enganche de dos vagones. El mayor todavía andaba por allí. Emmanuel se quedó pegado al muchacho, hombro con hombro, y esperó.
—Parthiv —gimoteó el chico—, no te vayas sin mí.
—Amal —contestó una voz—, ¿dónde estás?
—Aquí. Me ha cogido.
—¿Qué?
—Tengo a Amal —dijo Emmanuel—. Más vale que salgas de ahí y vengas a hacerle compañía.
El tipo surgió de entre las sombras con los andares arrogantes de un gánster. Llevaba una cadena de oro en el cuello que servía de complemento a su traje plateado y un pesado anillo de filigrana con una piedra de topacio morado en el dedo índice.
—¿Y tú quién coño eres? —preguntó el skollie.
Emmanuel se relajó. Había reducido a matones como aquel a diario cuando trabajaba en Jo’burgo. Antes de los acontecimientos de Jacob’s Rest.
—Soy el oficial Emmanuel Cooper, de la policía judicial —contestó.
Ahora que el Partido Nacional estaba en el poder, la policía se había convertido en la banda más poderosa de Sudáfrica. La pose de matón del indio se evaporó.
—Nombres —dijo Emmanuel cuando tuvo a los dos contra la pared. Ya se ocuparía más tarde del detalle de que no tenía autoridad ni competencia para hacer lo que estaba haciendo.
—Dr. Jekyll y Mr. Hyde —respondió el Errol Flynn indio. Tenía pinta de tipo duro y hablaba como un tipo duro, pero había algo en el traje hortera y las joyas que le hacía parecer un poco… blando.
—Nombres —repitió Emmanuel.
—Amal —dijo el más joven rápidamente—. Yo me llamo Amal Dutta y este es mi hermano, Parthiv Dutta.
—Quedaos donde estáis —ordenó Emmanuel, que dirigió la luz de la linterna hacia el suelo. Junto al charco de sangre había una botella de limonada volcada. A continuación, entre las sombras, Emmanuel distinguió los dedos agarrotados de una mano de niño. Casi parecían estar haciéndole un gesto para que se acercara. Un crío blanco yacía en el suelo, con los brazos estirados y las escuálidas piernas cruzadas. Tenía un corte en el cuello de oreja a oreja, como una segunda boca.
Emmanuel reconoció a la víctima: era un niño inglés de unos once años, de un barrio marginal, que se ganaba la vida entre las putas y los vagones de carga. Jolly Marks. A saber si ese sería su verdadero nombre.
Emmanuel examinó el cuerpo de abajo arriba, empezando por las machacadas zapatillas de lona. Llevaba un uniforme militar con los puños doblados y las rodillas desgastadas. Tenía un cordón atado a una trabilla de los pantalones caquis y una mancha de sangre en la pretina. La mugre se extendía en forma de abanico por la camisa gris y se le acumulaba en las líneas de alrededor de la boca. El examen reveló la falta de algo en cada detalle del cadáver. La falta de dinero manifiesta en la ropa gastada de Jolly. La falta de higiene en el pelo enredado y las uñas mugrientas. La falta de un padre o una madre que pudiera impedir que un niño anduviera por el puerto de Durban de noche.
Emmanuel volvió a alumbrar la pretina manchada de sangre. Jolly Marks siempre llevaba una pequeña libreta colgada de la trabilla de los pantalones caquis en la que anotaba los pedidos de cigarrillos y comida. El cordón que sujetaba la libreta seguía allí, pero la libreta no estaba. Aquel detalle podía ser importante.
—¿Alguno de vosotros ha cogido una libreta de espiral con un cordón atado? —preguntó.
—No —contestaron los dos hermanos a la vez.
Emmanuel se agachó junto al cuerpo. A unos centímetros de la mano derecha del niño había un cortaplumas oxidado con la pequeña hoja extendida. Emmanuel había tenido una navaja parecida cuando tenía casi exactamente la misma edad que Jolly. El pequeño Marks había entendido que en aquel lugar ocurrían cosas malas de noche.
Emmanuel conocía a aquel niño, conocía los detalles de su vida sin tener que hacer una sola pregunta. Había pasado su infancia con niños como Jolly Marks. No, eso no era verdad. Había pasado su infancia siendo uno de esos niños. Un muchacho blanco mugriento. Así podría haber acabado él: primero en las calles de un barrio marginal de Jo’burgo y después en los campos de batalla de Europa. Él había escapado y había sobrevivido. Jolly nunca tendría esa oportunidad. Emmanuel se volvió hacia los indios.
—¿Alguno de vosotros ha tocado a este niño?
—No, nunca —Amal negó con tanta fuerza que le tembló el cuerpo—. Nunca, nunca jamás.
—¿Y tú? —le preguntó a Parthiv.
—No. Ni hablar. Nosotros estábamos a lo nuestro y ha aparecido ahí.
Nadie que anduviera por los callejones del puerto de Durban después de medianoche estaba a lo suyo a menos que «lo suyo» fuera algún asunto ilegal. Sin embargo, había una gran diferencia entre robar y asesinar, y los trajes satinados de los hermanos estaban limpios y planchados. Emmanuel les miró las manos, también limpias. Jolly yacía sobre un charco de sangre, con el cuello rebanado de un solo tajo: la labor de un asesino experimentado.
—¿Alguno de vosotros había visto antes al niño? ¿Quizá habíais hablado con él?
—No —contestó Parthiv, demasiado deprisa—. No le conozco.
—Ojalá no le hubiera visto nunca —dijo Amal con la voz entrecortada—. Ojalá me hubiera quedado en casa.
Emmanuel apartó la luz de la linterna de la cara del adolescente. Cualquier muerte violenta era espeluznante, pero la muerte violenta de un niño era distinta: los efectos eran más profundos y más duraderos. Amal solo era unos años mayor que Jolly; seguramente aún no hubiera acabado el colegio.
—Sentaos con la espalda apoyada en la pared —dijo Emmanuel.
Amal se desplomó sobre el suelo y cogió aire por la boca. Le faltaba poco para sufrir un ataque de ansiedad.
—¿Nos va a… a… a detener, oficial?
Emmanuel sacó una pequeña petaca del bolsillo de la chaqueta y desenroscó el tapón. Se la ofreció a Amal, que echó el cuerpo hacia atrás.
—No bebo. Mi madre dice que si bebes te vuelves tonto.
—Haz una excepción esta noche —dijo Emmanuel—. De todas formas, es casi todo café.
El joven dio un sorbo y empezó a toser hasta que le salieron unos lagrimones de los ojos. Parthiv resopló con desdén, avergonzado por la incapacidad de su hermano pequeño para aguantar el alcohol. Emmanuel se guardó la petaca en el bolsillo y echó un vistazo al estrecho pasadizo que quedaba entre la pared del almacén y el tren de mercancías.
Tenía un cadáver al aire libre, ningún rastro del arma homicida y dos testigos que con toda probabilidad se habían topado con la escena del crimen por accidente. Era la pesadilla de todo detective…, pero también el sueño de todo detective. La escena del crimen era toda suya. No había policías de a pie que fueran a pisotear las pruebas andando sobre el barro ni oficiales de alto rango compitiendo por el control de la investigación. Una repentina brisa agitó la vegetación que crecía entre la gravilla. Al otro lado del cuerpo de Jolly, en el suelo, la colilla de un cigarro liado a mano se movió con el viento. Emmanuel la cogió y la olió: vainilla y chocolate. Era una mezcla especial de tabaco con sabor.
—¿Fumas, Parthiv? —preguntó Emmanuel mirando por encima del hombro.
—Claro.
—¿Qué marca?
—Old Gold. Son americanos.
—Los conozco —contestó Emmanuel. La mitad de las tropas yanquis habían recorrido Europa con cigarrillos Old Gold y Camel en la boca. Durante unos años, había parecido que la libertad olía a carne en conserva y tabaco americanos. Los Old Gold eran unos cigarrillos de venta a gran escala que se importaban a Sudáfrica. Probablemente el tabaco con vainilla y chocolate se hiciera por encargo.
—¿Y tú, Amal? ¿Fumas?
—No.
—¿Ni siquiera una calada después de clase?
—Solo una vez. No me gustó. Me hizo daño en los pulmones.
Parthiv volvió a resoplar.
Emmanuel alumbró las manos y la cara de Jolly. Amal miró para otro lado. A pesar del cortaplumas abierto, en las manos del niño no había heridas que indicaran que hubiera intentado defenderse. El asesino había actuado con rapidez y con máxima eficiencia. Quizá fuera el frescor de aquella noche lo que hacía interpretar el asesinato como frío y desapasionado. Le vino a la cabeza la palabra «profesional».
No podía decirse que aquella descripción encajara con ninguno de los hermanos Dutta. Volvió a alumbrar el suelo con la linterna, recorriendo el terreno en busca de pruebas concluyentes. La libreta de pedidos de Jolly no estaba junto al cuerpo.
En ese momento se oyó el crujido del enganche de dos vagones entre las sombras. Parthiv y Amal dirigieron su atención a algo que había aparecido en la penumbra de la zona de carga, detrás de Cooper. Emmanuel se dio la vuelta y un agujero negro se abrió y se lo tragó.