13

Aparcado a la sombra del transatlántico atracado en el muelle de Southampton Street había un DeSoto blanco de cuatro puertas con embellecedores plateados y con los tapacubos blancos. Un musculoso hombre negro vestido con un mono de trabajo azul bien limpio y abrochado hasta el cuello estaba pasando un trapo por el arco de la rueda del coche mientras una cuadrilla de estibadores zulúes cargaban la bodega del barco al tiempo que entonaban una canción de trabajo. Los pasajeros bañados por el sol se asomaban desde la barandilla y se deleitaban con el sonido del África negra trabajando.

Al ver acercarse a Emmanuel, el hombre le saludó con una de esas amplias sonrisas con que los criados se dirigían a los europeos. Emmanuel no hizo nada por intentar sacarle de su error.

—Buenas —dijo el hombre, que siguió sacando brillo al coche con movimientos amplios y uniformes del brazo, como un mozo de cuadra cepillando a un caballo.

—Bonito coche —dijo Emmanuel, que fingió que observaba los lados cromados de color plateado mientras en realidad observaba al limpiador. Tenía las manos suaves y las uñas limpias y cortas.

—¿El baas también tiene coche? —preguntó el empleado negro sin apartar la mirada de su tarea. El tiempo, los coches y la coronación de la reina de Inglaterra eran temas inofensivos de los que se podía hablar con los blancos.

—No, no tengo coche —contestó Emmanuel, que se fijó en los zapatos de piel de dos tonos que le asomaban bajo las perneras del mono de trabajo. Tenían las suelas nuevas y los cordones recién estrenados. No era el calzado de usar y tirar que daban los patronos a sus empleados. Si aquel hombre resultaba ser solamente un humilde criado, Emmanuel estaba dispuesto a comerse los zapatos—. Quiero hablar con el Holandés Errante.

Aquello consiguió atraer la atención del limpiador. Levantó la vista. La gran sonrisa se contrajo ligeramente, pero el hombre logró mantenerla a base de fuerza de voluntad.

Hiya… —se disculpó—. Lo siento, ma’ baas, pero no sé quién es ese. Lo siento, ma’ baas. Lo siento.

—Puedes ahorrarte toda esa cantinela de «baas, lo siento, ma’ baas» —contestó Emmanuel—. Mírame bien. No soy policía, solo quiero encontrar al Holandés Errante.

El hombre se enrolló el trapo alrededor del dedo y a continuación examinó lentamente el traje de Vincent Gerard. La corbata de seda, el tejido importado de calidad, los botones cosidos a mano…

—¿Para qué quiere ver al holandés? —preguntó, todavía con cautela.

—Eso ya se lo diré yo a él —respondió Emmanuel—. Es un asunto privado.

—¿Privado? —El hombre negro dio un silbido—. En Sudáfrica esa es una palabra que sale muy cara, ma’ baas. Esas cosas privadas hay que pagarlas a precio de oro.

—Tengo dinero —dijo Emmanuel. El dinero en efectivo de Van Niekerk era como una fianza. Veinticinco horas más y tanto él como el fajo de billetes podrían quedar en manos de la policía como pruebas.

—¿Quién le ha hablado del holandés al baas? Si no le doy un nombre, no va a venir.

Mencionar a Jolly Marks en una fase tan temprana de la negociación podría espantar al holandés. Los niños muertos tenían ese efecto. Pero estaba claro que el holandés no querría saber nada de él si no le daba un nombre. Sacó la libreta de Jolly y le enseñó el dibujo de la sirena al hombre negro.

—¿Servirá esto?

Los oscuros ojos marrones del limpiador estudiaron el dibujo, sopesando los posibles riesgos y las posibles recompensas de aceptar un nuevo cliente.

—Espere aquí y veré qué puedo hacer.

El hombre se metió el trapo en un bolsillo y desapareció tras una fila de casetas situadas a un lado del edificio de dos pisos que albergaba la terminal de pasajeros. Emmanuel se apoyó en el DeSoto. El sol aún estaba bien alto sobre el horizonte.

—Banderas británicas, chapas con la bandera…

Un vendedor ambulante indio recorrió el muelle acarreando un cubo lleno de adornos para la coronación. Emmanuel sintió el calor del sol sobre su piel, pero fue incapaz de disfrutarlo. Ver al pálido hombre escondido tras un periódico había vuelto a plantear la gran pregunta: ¿por qué le habían dejado irse de la comisaría? Tenía la sensación de que el verdadero motivo del acuerdo de las cuarenta y ocho horas era más complejo de lo que había dicho Van Niekerk.

Un hombre negro con un traje verde oscuro, una camisa blanca y una corbata verde salió de detrás de las casetas de almacenamiento y fue caminando rápidamente sobre los tablones de madera del embarcadero. Llevaba un mono de trabajo azul bien doblado sobre el brazo. Emmanuel entrecerró los ojos al recibir la intensa luz de la tarde. El hombre negro abrió el maletero del DeSoto, metió el mono y sacó un sombrero de ala curva de fieltro gris oscuro con una cinta de raso verde. Tres minutos detrás de las casetas habían bastado para que el criado del mono de trabajo se convirtiera en un hombre de mundo: un tipo astuto y espabilado que jamás había removido la tierra con una azada ni arreado a las vacas para meterlas en el kraal al atardecer.

—¿Tú? —dijo Emmanuel. La sirena con el pelo alborotado le guiñó el ojo desde un trozo cuadrado de cartón que tenía bien guardado en el limpio maletero. En la parte superior del cartel se veían las débiles marcas de unos enganches.

El hombre negro se bajó el ala del sombrero de tal manera que su expresión resultó imposible de interpretar.

—¿No tengo pinta de holandés, ma’ baas?

—Como los molinos y los tulipanes —contestó Emmanuel.

Y quizá ese fuera exactamente el objetivo del nombre. El negro que tenía delante poseía una ambición tan grande que para él no existía la frontera racial.

—¿Quiere ir al mismo sitio que su amigo? —preguntó el hombre después de cerrar el maletero con llave y borrar sus propias huellas dactilares de la carrocería cromada con un pañuelo.

Emmanuel no entendió a qué se refería. ¿Qué amigo?

—El que vino a verme con el dibujo del niño. ¿Quiere ir al mismo sitio al que le llevé a él?

—El dibujo del niño… —Jolly le había dado el dibujo a alguien más para que lo usara como tarjeta de presentación ante el receloso holandés—. Ja, al mismo sitio —dijo Emmanuel—. ¿Por cuánto me llevas?

—Dos libras por llevarle y traerle. En efectivo y por adelantado.

Eso era casi el alquiler de un mes. Una celda en la cárcel, por otro lado, era gratis. Le dio un par de billetes con la cara del rey y se preguntó adónde le llevaría aquella excursión.

—¿Cuál es tu verdadero nombre? —preguntó—. No puedo ir contándole mis secretos a alguien que se hace llamar el Holandés Errante.

—Me llamo Exodus —el hombre palpó los billetes con el pulgar y el índice antes de metérselos cuidadosamente en el bolsillo del pecho. Abrió la puerta del coche e invitó a entrar a Emmanuel—. Ese es el nombre con el que me bautizaron. Los basutos tuvimos que abandonar nuestra tierra y venir a la ciudad, como los del éxodo de la Biblia.

Quizá fuera cierto, pero Emmanuel tenía sus dudas. Tener varios nombres equivalía a tener varias máscaras tras las que esconderse. La policía podría tardar semanas en desentrañar la conexión entre Exodus y el Holandés Errante.

La brillante tapicería de cuero del interior del DeSoto olía a cera de abeja fresca y el suelo estaba cubierto con unas lujosas alfombrillas mullidas. Encima de la ventanilla trasera había dos enganches de metal. Así era como la hermana de Jolly, Susannah, había visto la sirena. El dibujo había estado colgado ahí, pegado al cristal: una invitación en clave para los bajos fondos de Durban.

Exodus salió marcha atrás del hueco en el que había aparcado y se dirigió hacia el centro de la ciudad por Quayside Road. Las filas de anchos almacenes dieron paso a edificios de apartamentos de estilo art déco y hoteles con balcones cuyas habitaciones del primer piso tenían vistas al paseo marítimo y a la bahía de Natal. Los bancos de arena se adentraban en el agua como hebras doradas. Una garza gris solitaria pescaba posada en un bajío y varios hombres blancos con los pantalones remangados y con cubos y palas en mano buscaban lombrices en la orilla. El promontorio, cubierto de agreste vegetación, protegía el puerto del mar abierto.

—Bueno… —El basuto giró el espejo retrovisor para ver mejor el asiento trasero—, ¿y está casado el baas? ¿Tiene novia, quizá?

A Emmanuel no le molestó que le observara así. El elegante traje de Vincent Gerard era mejor que un disfraz de payaso. La imagen del espejo estaba a años luz de su verdadera vida.

—Novia —dijo. Los recuerdos de Lana Rose seguían frescos en su memoria, mientras que la marca de su anillo de boda en el dedo casi había desaparecido. Tres años no habían sido suficientes para que la alianza de oro dejara una huella permanente.

Unos dedos oscuros tamborilearon en el volante.

—¿Y es una buena mujer?

—Claro.

Llevaban cinco minutos en el coche y ya había soltado dos mentiras seguidas. Un hombre con una profesión como la de Exodus no podía esperar que sus clientes le dijeran la verdad.

—Dime una cosa —dijo Emmanuel—, ¿puedo conseguir cualquier cosa que desee pagando lo suficiente?

Un buen traje y un buen coche eran dos cosas que normalmente no estaban al alcance de un hombre negro. Con dinero todo era posible. Y, de alguna manera, Jolly Marks había acabado metido en aquel engranaje. El tabaco y los caramelos no eran caridad; se los había ganado.

Exodus negó con la cabeza.

—Algunos de los que trabajan en el puerto te pueden ayudar a conseguir cualquier cosa, sea lo que sea lo que te pida el cuerpo. Yo no soy de esos. Yo no trabajo con niños. Tampoco puedo ayudar a un hombre al que le guste hacer sangrar a una mujer con sus propias manos. Esas son mis reglas.

A Emmanuel siempre le había hecho gracia que a los delincuentes y a los matones les encantaran las reglas y los códigos de caballería. Se podía destruir un restaurante con una bomba incendiaria, asesinar a un informante de la policía o aterrorizar a toda una comunidad y no pasaba nada, siempre que no se hiciera daño a ningún niño, perro o ancianita. Según la experiencia de Emmanuel, las reglas eran la forma más fácil que tenía un hombre de convencerse a sí mismo de su propia valía. En cualquier caso, las reglas eran pura ficción. Todas venían con una decena de cláusulas excepcionales.

—Por el puerto se rumorea que hiciste negocios con el niño ese, Jolly Marks —dijo Emmanuel, que esperó que el coche pegara un frenazo. Una conversación sobre un niño europeo muerto era un terreno peligroso para un hombre en la posición de Exodus.

—A ese muchacho se le dan bien los números, es como una máquina —dijo Exodus con una sonrisa. La facilidad con la que se había ganado dos libras le había puesto de buen humor. Era más de lo que la mayoría de la gente de color ganaba en un mes—. Es capaz de llevar la cuenta de cinco manos diferentes en una partida de póquer como si nada.

Exodus había hablado en presente y Emmanuel comprendió por qué. Había salido de la ciudad el viernes por la mañana y acababa de regresar. El basuto no sabía que el pequeño Marks había muerto.

—¿Le utilizas para que lleve la cuenta en partidas de cartas?

—Para las partidas en fiestas exclusivas para europeos. Se gana más dinero que trabajando en el puerto. También es más seguro.

Durban, la más inglesa de las ciudades sudafricanas, parecía permisiva, pero los controles de entrada emplazados en todas las vías principales de acceso a la ciudad mantenían a la mayor parte de la población negra acorralada en el poblado de Cato Manor, que crecía descontroladamente. Era imposible que un nativo se tropezara con las dotes matemáticas de un niño blanco por accidente.

—¿Cómo sabías que a Jolly se le daban bien los números? —preguntó Emmanuel.

—Por la hermana de mi madre. Limpia en una de las casas de Point Road, la que regenta esa irlandesa gorda que se pone la ropa de los hombres, ¿sabe cuál?

—No.

—El padre del chico le llevó a la casa para que les hiciera trucos de cartas a esas arpías y a sus clientes. Así fue como mi tía se enteró de lo de los números.

El contacto entre razas siempre tenía lugar a puerta cerrada. El DeSoto redujo la velocidad y avanzó lentamente por un tramo desierto de Edwin Swales Drive. Un borracho se recuperaba de una dura noche durmiendo la mona en la entrada a un astillero. En aquella zona era una tranquilísima tarde de domingo.

—Solo llevé a ese tal Jolly a tres fiestas —el hombre negro miró por encima del hombro con desconfianza—. Si no es policía, ¿cómo sabe el baas esas cosas?

Le iba a tocar escuchar un aluvión de «baas, ma’ baas» mientras Exodus planeaba una estrategia para escaparse.

—No soy policía —dijo Emmanuel.

—¿Cómo sabe que ese niño ha trabajado para mí?

—Dame dos libras y te lo digo —contestó Emmanuel. Si le metía más miedo de la cuenta, Exodus podría dar media vuelta y regresar al centro.

—¿Y por qué debería hacer eso?

—Porque mis fuentes son privadas y en Sudáfrica la palabra «privado» sale muy cara. Esas cosas privadas hay que pagarlas a precio de oro. ¿Era así?

Exodus se echó a reír y dijo:

—Creo que es posible que no sea usted policía.

—No lo soy, pero tengo prisa. Mi chica quiere que vuelva a tiempo para ver las luces de la coronación.

Unas cuantas horas más en ese trabajo y mentir se iba a volver más fácil que respirar.

La presencia de edificios industriales se fue reduciendo y ante ellos surgió un manglar, con una vegetación espesa y enmarañada que se extendía a lo largo de la orilla del mar. Una panda de muchachos con los codos prominentes y las rodillas rasguñadas iban corriendo por la calle con cañas de pescar caseras en los hombros. El puente sobre el canal Umhlatuzana era un esbelto cordón umbilical que unía el promontorio con la zona más cosmopolita de los alrededores del centro de Durban.

—¿Vamos a cruzar el puente o a volver a la terminal de pasajeros? —dijo Emmanuel—. He ahí la pregunta de las dos libras.

El DeSoto atravesó el puente con gran estruendo. Ahí tenía su respuesta. La carretera fue subiendo hacia lo alto del promontorio. La lengua de tierra estaba llena de pequeñas casas con vistas sobre las marismas y los muelles del puerto. Había mujeres europeas chismorreando junto a vallas bajas y hombres vestidos con monos de trabajo haciendo pequeñas reparaciones en chasis de coches o quemando la basura de la semana en bidones metálicos con agujeros para que entrara el oxígeno. Los pétalos de un árbol del coral, arrastrados por el viento, teñían de rojo el arcén de tierra.

En una cuerda tendida provisionalmente de lado a lado del jardín delantero de una casa de ladrillo ondeaban dos banderas británicas. Al otro lado de la calle, una pancarta blanca con la palabra «República» se agitaba en la valla de delante de una vivienda tan pequeña como la de enfrente.

—Ingleses contra afrikáners —dijo Exodus—. Un lado apoya a la reina y a su país, y el otro defiende al primer ministro Malan y quiere una república.

—¿Alguna apuesta sobre quién va a ganar? —preguntó Emmanuel.

La balanza había empezado a inclinarse hacia el lado de Malan, el ex pastor de la Iglesia Reformada Holandesa con los pantalones por encima de su prominente barriga. Había viajado a Londres para la coronación, pero estaba ensalzando las ventajas de una Sudáfrica independiente, mientras los soldados británicos enterrados en los campos de Zululandia y el Transvaal se revolvían en sus tumbas.

—Ahora que Malan y los suyos mandan, me toca apoquinar más dinero. Muchas leyes que infringir significan muchos sobornos que pagar a la policía. Aunque, si le soy sincero…, por mí tanto los holandeses como los británicos se podían ir a freír espárragos. No se lo tome a mal, baas.

Emmanuel se encogió de hombros para indicar que no se había ofendido. Su reclasificación de blanco a mestizo le había dejado al margen del mundo blanco. Desde la frontera de ese mundo había experimentado la extraña verdad que gobernaba las vidas de la mayoría de los sudafricanos de color: el peso de una bota sobre la espalda era el mismo si el que te pisoteaba era británico que si era bóer.

—Mire a ese payaso —dijo Exodus, intentando apartar la atención de su atrevido comentario y señalando a un muchacho rubio que daba vueltas a un descampado a toda velocidad con una motocicleta, levantando humo y polvo con las ruedas. Dos chicas le miraban desde el borde del descampado, no demasiado impresionadas por el rugido del motor y el olor a combustible quemado—. Los jóvenes de por aquí se creen muy duros. Del promontorio al reformatorio; eso es lo que decimos en la ciudad. ¿Había estado alguna vez aquí?

—Es la primera vez —dijo Emmanuel. Casi seis meses en Durban y lo único que podía mostrar eran sus manos ásperas y los músculos que se le marcaban bajo la piel. El bucle entre los apartamentos Dover y los astilleros de la Victoria era prácticamente toda la órbita de su universo.

El DeSoto siguió ascendiendo a un ritmo constante hasta girar a la izquierda y acceder a una carretera que discurría por la cresta del promontorio. Un espeso manto de vegetación cubría las laderas y llegaba hasta la orilla del centelleante mar. La brisa trajo un hedor a cerdo y pescado podridos.

—Eso es la colonia ballenera —dijo Exodus—. Están cortando la grasa e hirviéndola en grandes cubas. ¿Podrá disfrutar de su visita a pesar del olor?

—Haré todo lo que pueda. Y por cierto, puedes llamarme Emmanuel.

Aquella tarde sería especial si le conducía a una de las últimas personas que habían visto a Jolly Marks con vida. Quizá. A lo mejor. Ojalá. Eran palabras propias de una oración, no de una investigación policial. Hechos, pruebas contundentes, testigos. Eso era lo que necesitaba para no acabar en la cárcel.

Salieron de la carretera principal y se metieron por un camino de tierra que atravesaba un campo cubierto de espino y arbustos invasivos. Un buzón blanco señalaba la presencia de una vivienda en algún lugar entre la maleza. El rojo de la tierra, el azul del cielo y quince tonos distintos de verde rodeaban el coche. El ruido de un automóvil que circulaba por la carretera principal se fue apagando a medida que los fue envolviendo el silencio.

El DeSoto bajó dando botes y los dientes plateados de la calandra delantera fueron aplastando los matorrales a su paso y convirtiéndolos en un campo de hierba. El adorno cromado del capó, un busto del explorador español Hernando de Soto, dirigió una mirada acerada a la maleza.

—Hemos llegado —dijo Exodus, que paró el coche en un terreno poco cuidado a la sombra de unas caobas de Natal centenarias. Una casa en ruinas ocupaba una parcela cuadrada de tierra de la que había sido arrancada toda la vegetación. Posada en la desvencijada valla había una bandada de lustrosos estorninos cuyas brillantes plumas irisaban con la luz del sol.

—¿Estás seguro de que es aquí? —dijo Emmanuel.

Una vivienda abandonada apartada de la carretera principal y lejos de los curiosos era el lugar perfecto para un timo. Los hombres que usaban los servicios de Exodus eran objetivos fáciles. Si sufrían un robo, raramente lo denunciarían a la policía. Si recibían una paliza, en algún caso pelearían, pero normalmente se arrastrarían hasta un rincón y se lamerían las heridas, con su ignominioso secreto a salvo.

—Es aquí —dijo Exodus—. Los dejé aquí. Era noche cerrada, pero encontramos el buzón y después la casa.

Los. Había dejado a más de una persona allí en plena noche. Emmanuel abrió la puerta del coche y el intenso hedor de la estación ballenera trajo consigo el olor de la muerte. Era demasiado tarde para echarse atrás. Si mencionaba la palabra «policía», Exodus se iría con el coche sin despedirse. Ya tenía sus dos libras en el bolsillo.