21

Zweigman se metió en Signal Road y aminoró la velocidad. La camioneta Bedford pasó lentamente por delante de las oficinas del capitán de puerto, un edificio de dos plantas de estilo victoriano con un toque gótico, y siguió hasta la dirección que les había dado Khan.

—Es ahí —dijo Shabalala señalando el almacén, una construcción utilitaria de hierro y madera cuyas puertas principales estaban cerradas con una pesada tranca de madera—. No va a poder entrar por ahí, oficial Cooper. Quizá haya una entrada por el lateral.

Zweigman aparcó la camioneta delante de una fila de casitas obreras bien cuidadas con verjas con patrones decorativos en los porches. Una pareja de ancianos negros, encorvados por la edad, estaban metiendo cubos de leña en una de las casas para encender el fuego por la noche.

Emmanuel se bajó de la camioneta y miró la hora. La una y diez. Si no estaba de vuelta a la una y veinticinco, Zweigman y Shabalala saldrían del coche y entrarían a buscarle en el almacén.

—Quince minutos —dijo Zweigman sacando un reloj de bolsillo de su maletín—. El tiempo está corriendo, oficial.

Emmanuel se puso en marcha sin despedirse, una vieja superstición de la guerra, donde decir la palabra «adiós» en voz alta era tentar a los dioses a que te concedieran tu deseo. Se dirigió al almacén. Una ancha entrada para camiones llevaba hasta una puerta lateral.

Un gato pardo dormía al sol en una rampa de acero que conducía a una plataforma de carga. Emmanuel intentó abrir las puertas de la zona de carga, pero el picaporte no se movió. Rodeó el edificio hasta el jardín trasero. Entre las malas hierbas, que le llegaban hasta la altura de las rodillas, se levantaba una construcción anexa contra cuyo muro de ladrillo estaban apoyados los restos de una estufa de leña oxidada. El almacén tenía una puerta trasera con salpicaduras de pintura, también cerrada.

Emmanuel volvió a la zona de carga del lateral y llamó a la puerta con cuatro golpes. El gato se despertó y, con ágil elegancia, saltó desde la plataforma y desapareció entre las hierbas y flores. Emmanuel volvió a llamar, más fuerte.

—Ya voy, un momento.

Emmanuel oyó los chasquidos de varias cerraduras oxidadas al abrirse y se llevó la mano a la Walther por si la actitud relajada del hermano Jonah era una artimaña.

La puerta se abrió. Emmanuel dio un paso atrás y estuvo a punto de perder el equilibrio. El hermano Jonah estaba completamente desnudo, salvo por una pequeña toalla blanca que llevaba enrollada en la cintura. Llevaba su melena de Jesucristo recogida en una coleta y tenía gotas de sudor por todo su fibroso cuerpo. Si la grasa era señal de pereza, el predicador callejero estaba libre de ese pecado. Era puro músculo envuelto en piel.

—El amigo de la hermana Bergis —el predicador le reconoció—. El que no quiso compartir su nombre.

—Soy el hermano Emmanuel —contestó Emmanuel tendiéndole la mano e intentando mantener una expresión neutra. Una navaja, una pistola, una shambok, una cadena de metal: todas esas cosas estaban en la lista de posibles peligros. Un hombre con coleta prácticamente desnudo, no—. He venido a buscar respuestas a algunas preguntas que me tienen algo intranquilo. ¿Puedo robarle unos minutos de su tiempo?

—Ofrezco consejo cuando puedo —el hermano Jonah le dio un rápido apretón de manos y retrocedió hacia el interior del almacén—. Siempre que entienda que aquí el reloj de los hombres no significa nada. La naturaleza manda. Ella es quien nos acompaña en todos nuestros viajes terrenales y yo trabajo a su servicio.

Emmanuel asintió con la cabeza, aunque no tenía ni idea de qué estaba hablando el hermano Jonah. Una fila de mugrientas ventanas de ladrillos de vidrio situada justo debajo del techo dejaba entrar un mínimo de luz en el interior del edificio de madera y hierro. Había palomas posadas en tres anchas vigas que atravesaban el techo de lado a lado. Unas estanterías de acero de distintos tamaños, en su mayoría vacías, ocupaban distintas cantidades de espacio en el suelo. Almacenadas en una de las baldas a media altura había cajas de madera con el emblema del ciervo y la corona de una marca de whisky de importación. Uno de los camiones que salían del puerto de Point con artículos robados había descargado su mercancía en aquel almacén.

Emmanuel miró hacia la penumbra para ver si percibía algún movimiento, pero no detectó nada. Una aurora de intensa luz blanca resplandecía como un sol artificial en un rincón al fondo del almacén.

—Ahí es donde trabajo —el hermano Jonah cerró la puerta y Emmanuel le siguió hacia el origen de la luz. Lo que estaba presenciando no justificaba lo que había dicho Khan sobre que el predicador quizá se asustaría. La desnudez y la vulnerabilidad iban de la mano. Cuando la gente percibía un peligro, se vestía y se armaba o, en su defecto, se escondía. Aguantar y pelear o salir corriendo y esconderse eran las sencillas normas que gobernaban la respuesta de los seres humanos a una situación amenazante. El hermano Jonah había abierto la puerta sin otra cosa encima que una toalla, una toalla diminuta. No parecía que tuviera ni la más mínima preocupación.

La luz se volvió más intensa y Emmanuel sacó la Walther. Le vino a la cabeza el lema no oficial de las fuerzas aéreas especiales, «Las patrañas confunden al cerebro». Un predicador desnudo divagando sobre la Madre Naturaleza en un almacén abandonado era la distracción perfecta. El verdadero peligro se escondía en la oscuridad de los rincones.

—Falta aproximadamente un día —dijo el hermano Jonah— para que mi trabajo por fin quede terminado.

Emmanuel dejó que el evangelizador se adelantara tres pasos.

—¿Qué trabajo? —preguntó—. Pensaba que era predicador.

—La salvación es mi ocupación principal —contestó el hermano Jonah quitándose el sudor del cuello con la mano y secándose los dedos en la toalla—, pero también acepto trabajillos aquí y allá que me dan de comer.

Los músculos principales de la espalda y los brazos se le movieron bajo la piel. A aquel cuerpo no había que darle demasiado de comer.

—¿En qué consiste este trabajo? —preguntó Emmanuel, que se paró antes de llegar al círculo de resplandeciente luz blanca que alumbraba el suelo de cemento. Sus ojos se acostumbraron al contraste entre la oscuridad casi total y la luz artificial de una gran lámpara situada unos treinta centímetros por encima de sus cabezas. Había otras lámparas más pequeñas con bombillas desnudas que apuntaban directamente a una caja de cristal colocada encima de un tablero de contrachapado. Dentro del recipiente de cristal había una gran pila de hierba y tiras de papel de periódico. El círculo de luz irradiaba calor.

—En ayudar a la naturaleza —dijo el hermano Jonah, que entró en el círculo de luz de la lámpara—. Mire, eche un vistazo.

Emmanuel se acercó lentamente, pero se detuvo hasta que estuvo seguro de que no había ningún movimiento fuera del círculo de luz. Fijó en su cabeza la situación de la puerta trasera del almacén y volvió a meter la Walther en la funda.

—¿Los ve? —dijo el hermano Jonah señalando el montón de hierba y papel de periódico. En un hueco abierto en medio del nido artificial había tres huevos de color azul claro—. Ya los he tenido veinticuatro horas debajo del calor. Pronto estarán listos para salir del cascarón.

—Está incubando huevos.

Emmanuel se quitó el sombrero y se abanicó con él. Las lámparas de calor subían la temperatura, pero no tanto como para que hiciera falta quedarse en cueros. Aquella era una decisión personal que sospechaba que el predicador había tomado simplemente porque le gustaba andar desnudo.

—¿Para quién trabaja? —preguntó Emmanuel. Tenía que encontrarle algún sentido a la incubadora del hermano Jonah antes de volver a dirigir la conversación hacia Jolly Marks y el matrimonio ruso.

—Para el señor Khan. Le vuelven loco las aves y los loros exóticos. Le gusta criarlos manualmente —el hermano Jonah se golpeó los músculos del pecho y los brazos con los puños y respiró hondo—. Debería quitarse la chaqueta y la camisa, hermano Emmanuel. Dejar que el calor penetre en su cuerpo. Te abre los pulmones.

—Estoy bien —contestó Emmanuel—. Así que trabaja para el señor Khan.

—De vez en cuando —contestó el hermano Jonah, que en ese momento se puso a hacer una serie de marcadas sentadillas—. Hasta un mono podría hacer este trabajo, pero al señor Khan le gusta tener a blancos trabajando para él y paga por ese privilegio.

—No me cabe duda.

Tener empleados blancos era el mayor símbolo de poder que podía tener un hombre de color. Aquello demostraba que el dinero podía darle la vuelta al mundo y hacerlo girar en sentido contrario a las agujas del reloj.

—Sé que la hermana Bergis me mira por encima del hombro —dijo el hermano Jonah mientras pasaba a hacer elevaciones de rodillas—. Pero yo no tengo detrás a una sociedad misionera rica con el grifo abierto. El dinero con el que financio mi trabajo sale de mi propio bolsillo.

—¿Tanto paga Khan por incubar huevos? —preguntó Emmanuel con un dejo de escepticismo. La venta de whisky robado era un buen negocio con una clientela fija. Seguramente fuera así como el predicador se ganaba el pan.

El hermano Jonah interrumpió su tabla de ejercicios y puso los brazos en jarras.

—No debería hacer caso a la hermana Bergis —dijo—. Las mujeres solitarias tienen una gran imaginación. Llenan su tiempo con historietas. Es porque tienen el vientre vacío.

El predicador dirigió la vista fuera del círculo de luz, hacia la pared del fondo. Emmanuel se volvió rápidamente, esperando el golpe de un garrote o un puño, y vio un espejo de cuerpo entero apoyado en la pared. El hermano Jonah contempló su propio reflejo con admiración: un hombre que creía que Dios le había creado a su imagen y semejanza.

—Sí, la hermana Bergis tiene algunas teorías de lo más disparatadas sobre usted —dijo Emmanuel volviéndose hacia el predicador con una sonrisa—. Cree que fue usted soldado. Un combatiente. Yo le dije que usted era un hombre pacífico. Que seguramente se pasó la guerra sentado en una celda como objetor de conciencia.

—Combatí en el Pacífico —contestó el predicador, al que se le marcaron las venas de la frente del enfado—. Cuerpo a cuerpo con esos malditos japoneses. Lo de Europa fue una broma en comparación con lo que hicimos en aquellas islas. Y eso no fue más que el principio.

—El Pacífico. La guerra allí fue muy dura.

—¿Y para qué? —El hermano Jonah se quitó la toalla de la cintura y se secó el sudor de las piernas y el pecho—. La mitad de Europa está en poder de esos rusos descreídos y Japón se lo devolvimos a los japoneses. El mundo es más peligroso que nunca, hermano Emmanuel. Supongo que eso es lo que le ha traído hasta mí. La lamentable situación en la que vivimos.

Desde luego, no había venido por el espectáculo que estaba representando el predicador desnudo a medio metro de él en tres deshonrosas dimensiones.

—He venido para hablar del asesinato de Jolly Marks. ¿Por qué cree que le mataron?

—Fue la voluntad de Dios —contestó el hermano Jonah mientras volvía a ponerse la toalla en la cintura—. Debemos aceptarla aunque no la comprendamos.

—Usted estaba en la zona de carga del puerto aquella noche —dijo Emmanuel—. Pensaba que podría darme un punto de vista más práctico acerca de lo que ocurrió. Quizá diciéndome qué estaba haciendo allí.

El hermano Jonah se quedó quieto.

—Solo puedo informar de lo estrictamente necesario, y yo digo que usted no necesita saber nada. ¿Me explico?

—Tengo datos que le sitúan en la zona de carga del puerto la noche que asesinaron a Jolly Marks —continuó Emmanuel como si no le hubieran interrumpido—. Usted siguió a una hermosa mujer rubia desde el muelle de pasajeros. ¿Qué más necesito saber? Usted no es ningún hombre de Dios; usted es un vicioso. ¿Sabía eso Jolly?

—Soy un soldado del ejército del Señor —dijo el hermano Jonah en voz baja mientras ajustaba la posición de una de las lámparas de calor para que diera una luz más directa—. Yo diría que tú eres de la policía secreta. ¿Me equivoco? Ese trabajo no tiene nada de malo, pero tú no estás preparado ni entrenado para manejar esta clase de situación, hijo.

—No puede ser muy difícil si está usted implicado —dijo Emmanuel. La coletilla «hijo» le había irritado. El predicador no le sacaba más de quince años. Varios miles de kilómetros separaban los escenarios de la guerra de Europa y el Pacífico. Quizá fueran compañeros de armas, pero hasta eso era un tanto forzado. Por otro lado, con un padre desequilibrado ya había tenido suficiente para dos vidas.

—¿Lo ves? Es tu ignorancia la que habla —dijo el hermano Jonah—. El personal de cada misión se selecciona cuidadosamente para garantizar la victoria. A mí me escogieron, a ti no.

—¿Le escogieron para asesinar a niños y ancianas? —Atacó Emmanuel con desdén—. Pues sí que le han seleccionado para una buena misión, hermano. Los ángeles deben de estar encantados con las tres nuevas almas que les ha mandado.

—Te estás confundiendo. Era una misión de reconocimiento. Una avanzada para localizar e identificar. No hubo que lamentar víctimas.

—Así que usted estuvo allí pero nadie sufrió daños mientras vigilaba —dijo Emmanuel, traduciendo la jerga militar a la lengua estándar—. A Jolly lo degollaron. Eso entra en la categoría de daños graves hasta para los soldados del Pacífico.

—El mismo sitio, la misma hora, otro universo —dijo el hermano Jonah—. Te voy a dar un soplo: si quieres encontrar al asesino de ese crío, busca a un perturbado con debilidad por los niños. Un demonio vestido de ángel.

Una paloma echó a volar desde la viga del techo.

—Lo tengo delante —respondió Emmanuel.

—Santo Dios —Jonah el predicador dejó paso a Jonah el soldado cansado de la guerra—. Hice un juramento ante Dios, ante los hombres y ante todo el océano Pacífico. No más sangre. Ni una gota más derramada por mi propia mano en lo que me queda de vida. Amén. Aleluya. Y entonces me fui y no pequé más.

Aquello sonaba muy convincente, pero Emmanuel necesitaba hechos, no citas bíblicas.

—¿Estuvo en el patio de maniobras aquella noche?

—No es ilegal ir andando de la terminal de pasajeros a Point Road.

—¿Estaba Jolly Marks allí?

—Le vi muy brevemente, sí.

—¿No habló con él?

El hermano Jonah se encogió de hombros.

—No. Él estaba trabajando. Yo estaba trabajando.

Emmanuel se aflojó la corbata. El calor tropical era el doble de intenso bajo las lámparas y su boca se estaba convirtiendo en una cavidad árida a pasos agigantados. Estaba empezando a sentir la presión en el interior de la cabeza. En cuanto saliera del almacén iba a tener que beberse cuatro litros de agua.

—¿Vio a alguien más aquella noche? —le preguntó al predicador.

—Sombras —contestó el hermano Jonah, que de pronto se acordó de algo y sonrió—. Ah, sí, y también a un indio calvo poniéndole el motor a punto a una fulana blanca en un callejón. Por el ruido que hacían, parecía que le había encontrado el botón de arranque y se lo estaba apretando de lo lindo.

Giriraj y la prostituta.

—¿Nadie más?

—No.

El predicador empezó a toquetearse la coleta, enrollándose el pelo lacio en los huesudos dedos.

—Así que lo que me dijo mi testigo no es verdad —dijo Emmanuel—. No había una joven rubia y un hombre mayor en la zona de carga aquella noche.

—No que yo recuerde.

—¿No los siguió desde el muelle de pasajeros?

—No —contestó el hermano Jonah mientras volvía a ajustar las lámparas, teniendo cuidado de no mirar a Emmanuel a los ojos. Tenía la cara y los brazos llenos de gotas de sudor a pesar de que acababa de secárselos.

Todo lo que había dicho el predicador sobre Jolly Marks parecía verosímil, pero había mentido al decir que no había seguido a Natalya y a Nicolai desde el muelle de pasajeros. Nicolai era el «Ivan» al que se había mencionado en el desguace Larsen’s.

—¿Quién le contrató para que siguiera al Ivan? —dijo Emmanuel—. ¿Khan? ¿La policía?

El predicador vaciló, desconcertado por el uso de la jerga. A continuación, como recitando de memoria, dijo:

—Esa información es confidencial.

Emmanuel intentó hacerse una idea más clara de los acontecimientos. El hermano Jonah creía que era un soldado de Dios seleccionado cuidadosamente para un encargo específico. Admitía que había estado en la zona de carga del puerto e incluso que había visto a Jolly Marks, pero creía que la «misión» era exclusivamente de reconocimiento. Quizá el propio Jonah fuera el que estaba confundido por todas las patrañas de la policía secreta.

—Le voy a decir algo que creo sinceramente que tiene que saber —dijo Emmanuel—. Jolly Marks habló con los rusos aquella noche. Los ayudó a llegar a una casa en el promontorio. Alguien le asesinó para intentar conseguir esa información.

—Joder. Un vicioso abusó del crío.

—No. Le mataron para llegar hasta el Ivan.

—Una avanzada para localizar e identificar —dijo el hermano Jonah levantando el dedo y señalando a Emmanuel—. Eso es todo.

—Eso era solo la primera parte del plan —contestó Emmanuel con delicadeza. Sabía lo que era ser soldado y marchar día y noche, de una batalla a la siguiente, a las órdenes de comandantes que controlaban la situación global y que no te informaban de nada—. El verdadero objetivo era capturar a los rusos y canjearlos. Jolly fue una víctima civil.

El cuerpo fibroso de Jonah se puso en tensión y una sombra de duda le atravesó el rostro.

—Dígame quién está al mando de esta misión y juntos podemos solucionar este embrollo —dijo Emmanuel.

Un estante metálico vibró en la oscuridad y el gato pardo de las escaleras entró corriendo en el círculo de luz y se estampó contra una de las patas de la mesa. El recipiente de cristal que contenía los huevos se deslizó por el tablero de contrachapado, pero se frenó al chocar con el reborde metálico. Las palomas echaron a volar hacia el techo inclinado.

—He debido de dejarme la puerta abierta —dijo el hermano Jonah cogiendo al gato del pescuezo y levantándolo—. ¿Cuántas veces tengo que decirte que te quedes fuera, señorita?

Emmanuel dio un paso atrás para alejarse de las uñas del gato y las luces de la incubadora se apagaron. El almacén quedó sumido en la oscuridad. Las luces de dos linternas empezaron a recorrer las estanterías y dibujaron círculos de luz en las paredes. Se oyeron unas pisadas que avanzaban rápidamente por el suelo de cemento. Emmanuel se arrodilló y empezó a gatear hacia la puerta trasera, pero se dio con la cabeza en una balda de acero. Se dirigió hacia la izquierda y se reorientó en el espacio.

—¿Qué narices está pasando? —gritó el hermano Jonah—. ¿Quién anda ahí?

Un haz de intensa luz alcanzó el rostro del predicador y el hermano Jonah se llevó una mano a la cara para protegerse los ojos. El gato flexionó el lomo y se soltó. La aureola del haz de luz de la otra linterna iluminaba tanto como una vela. Emmanuel vislumbró el contorno de la puerta trasera y se dirigió hacia ella. El haz de luz de la segunda linterna atravesó la oscuridad y alumbró el picaporte de la puerta.

Estaba atrapado.

—Sigue cerrada —dijo una voz de hombre—. Tiene que estar aquí dentro.

Emmanuel dio un giro de sesenta grados. El reflejo del hermano Jonah apareció en el espejo de cuerpo entero que estaba apoyado en la pared. El primer impulso de Emmanuel fue apresurarse, pero la oxidada disciplina del campo de batalla le sujetó las riendas. Fue gateando hasta el espejo y lo inclinó hasta crear un hueco lo suficientemente grande para esconderse detrás. Se metió detrás del cristal y se recostó contra la pared. Era imposible escaparse. La invisibilidad era la segunda mejor opción.

—El señor Khan se va a enterar de esto —clamó el hermano Jonah—. Os vais a meter en un lío de mil pares de demonios. Ya lo veréis.

—¿Dónde está? —preguntó una voz serena—. ¿Dónde está Cooper?

—¿Quién narices es Cooper? —contestó el predicador con la voz quebrada por el enfado—. Y quítame esa luz de la cara. No veo nada, joder.

Emmanuel se quedó quieto e intentó entender lo que estaba pasando al otro lado del espejo. Dos hombres con potentes linternas. No eran Fletcher y Robinson, de la policía local. Una voz bien modulada: un sudafricano de colegio bien. El otro era de la zona pero estaba mucho menos pulido.

—Cooper —la voz serena se encendió de ira—, el hombre con el que estabas hablando. ¿Dónde está?

A Emmanuel se le aceleró el corazón. Había reconocido la voz. Era la del pálido menestral de la comisaría. Estaba seguro.

—No puedo pensar con esa luz en los ojos. No veo nada, hermano. Quítamela de la cara y entonces podemos hablar.

La luz descendió hacia el suelo y Emmanuel tuvo cuidado de que su cuerpo no sobrepasara los bordes del espejo. Oyó unos pies arrastrándose y, a continuación, el gruñido que emitió el predicador al reconocer al menestral.

—Ah —dijo el hermano Jonah—, eres tú. Llegas en el momento más oportuno. Tenemos que hablar de los Ivans.

—¿Los ha mencionado Cooper?

—Sí…, y también muchas otras cosas —el tono de voz del hermano Jonah se volvió áspero—. Por lo visto me has mentido, hermano. Dijiste que no habría sangre. Has roto esa promesa.

Se oyó el golpe de un objeto de acero contra un cuerpo y el predicador se desplomó sobre el espejo. El cristal se rompió y la parte trasera del espejo le golpeó la cara a Emmanuel con fuerza. Sintió unas intensas explosiones de dolor en el caballete de la nariz y cogió aire bruscamente, apretando la boca con fuerza para no hacer ruido. A un lado del espejo vio aparecer el brazo flácido del hermano Jonah.

No salgas de tu escondite —susurró el sargento mayor escocés—. Es el menestral. Él es quien te ha estado siguiendo los últimos dos días… Anda detrás de los rusos. Ya la ha cagado dos veces, una en la casa del promontorio y otra en casa de Hélène. Si te encuentra ahora, él y su amigo te van a hacer mear sangre hasta que les digas dónde están los Ivans.

—Volvamos a la entrada lateral —dijo el menestral—. Vendremos hasta este extremo del almacén e iremos mirando en todos los estantes y rendijas. Le haremos salir de donde esté.

—¿Y qué hacemos con este? —preguntó el segundo hombre.

—Deja al hermano Jonah. Estará bien dentro de un rato. El jefe me va a hacer la vida imposible si le mato. Aún sigue enfadado por lo de los otros.

Los otros. Emmanuel pegó el cuerpo a la pared. Jolly Marks, la señora Patterson y su criada eran daños colaterales. Para el menestral no eran seres humanos, sino simples obstáculos para el éxito de la misión. Si el menestral se había mostrado tan seguro de que las tres víctimas habían sido asesinadas por la misma persona era porque las había matado él mismo.

Emmanuel intentó recobrar el aliento. La operación de captura de los rusos era una cacería y él era el perro sabueso, al que el menestral había puesto en libertad para que encontrara a la presa. El trato al que habían llegado en la sala de interrogatorios, encontrar al asesino de Jolly si no quería que le colgaran, era pura fantasía. El menestral le mataría en cuanto tuviera a los rusos. Al igual que las tres víctimas de asesinato, Emmanuel era prescindible.

Los conceptos de «daños colaterales» y «bajas aceptables» eran ofensivos hasta en la guerra. Apretó los puños y sintió oleadas de ira que le recorrían el cuerpo.

Tranquilízate, muchacho —dijo el sargento mayor—. Usa la cabeza. Ahí fuera no hay luz. Tienen linternas y van armados. Sal de ahí y lárgate. Ya les joderás más tarde. Se llama retirada táctica.

Oyó unas pisadas que se alejaban por la superficie de cemento en dirección a la entrada lateral. Las luces de las linternas se fueron atenuando y dejaron tras de sí un vacío de color melaza.

Ahora —musitó el sargento mayor—. Sal con cuidado y ve hacia la puerta trasera a toda prisa.

Emmanuel empujó el espejo y un trozo de cristal se desprendió de la superficie resquebrajada. Un segundo fragmento se rompió en una docena de agujas reflectantes y la luz de una de las linternas recorrió todo el perímetro de la habitación apuntando al suelo.

—Ese espejo se está cayendo a pedazos —dijo el menestral—. Vamos, muévete.

Emmanuel salió lentamente de lado, con cuidado de no tocar los trozos de cristal que habían quedado desperdigados por el suelo. El espejo captó la imagen del hermano Jonah tirado en el suelo, multiplicándola y distorsionándola como en la casa de los espejos de una feria. Emmanuel se dirigió hacia la pared, palpando los listones de madera con las yemas de los dedos. Las luces blancas barrían el almacén de derecha a izquierda metódicamente, buscando en la oscuridad. Emmanuel apresuró el paso y encontró el relieve metálico de un cerrojo.

Cogió aire y sus pulmones se relajaron. La secuencia de acontecimientos era muy sencilla. Correr el pestillo, abrir la puerta y echar a correr. Tres pasos rápidos. Las luces de las linternas se acercaron. Emmanuel abrió el cerrojo, que hizo un chasquido parecido al del percutor de un arma al golpear la recámara. Abrió la puerta y la luz del sol inundó el almacén.

—¡Ahí!

Emmanuel echó a correr hacia la maleza y avanzó entre ella con dificultad en dirección a la estufa abandonada. Rezó para que Zweigman y Shabalala se retrasaran. Dos civiles no tenían nada que hacer contra dos hombres armados.

Se acercó corriendo a la estufa de metal oxidada y encontró una pieza en la que apoyar el pie en el quemador de la parte delantera. Se subió a la vieja estufa. Las patas cedieron con un suspiro metálico y la parte superior escoró como un barco hundiéndose hacia las profundidades del mar. Emmanuel estiró los brazos, pero no pudo evitar caerse y aterrizar sobre unos hierbajos.

Levantó la cabeza y vio un estrecho hueco detrás de la edificación anexa del almacén y una pila de ladrillos inclinada apoyada en la valla trasera. Fue gateando hasta allí y se metió en el estrecho pasillito, apenas cinco centímetros más ancho que su propio cuerpo. Rodeado de escombros y de plantas estropeadas, se quedó agachado en la clásica postura del soldado: esperando el peligro inminente.

—¿Dónde cojones está? —dijo el menestral. Un trozo de piel blanca traslúcida y la manga de la chaqueta de un traje negro azulado pasaron fugazmente junto al estrecho hueco de detrás de la pequeña construcción anexa.

—¿En el siguiente jardín? —preguntó la otra voz.

—Quizá. Asómate por encima de la valla. Yo rastrearé esta zona. Tiene que estar por aquí.

Emmanuel se agachó un poco más. A corto plazo, el estrecho escondite era la solución perfecta. A largo plazo, era el equivalente a ser un patito en un puesto de tiro al blanco. Con que pasaran cinco minutos rastreando la zona le encontrarían. Contuvo la respiración, aguzó el oído y no oyó nada. Esperó.

Los roncos resoplidos de un motor y el chirrido de unas ruedas en la entrada de vehículos del lateral interrumpieron el tenso silencio que reinaba en el jardín abandonado. A continuación se oyó el sonido prolongado de un claxon, seguido de un portazo.

—Hola, ¿hay alguien en casa? —exclamó la voz de Zweigman—. ¿Es este el almacén Empire? Vengo a recoger una mercancía.

—Mierda —dijo el menestral con un tono áspero—. Tenemos que irnos. Vuelta al punto de partida en cinco minutos.

—En cuanto vea esta pistola se irá pitando —dijo su compañero.

Emmanuel tenía el corazón a punto de salírsele del pecho. Zweigman había sobrevivido a la guerra, pero no de uniforme. Lo suyo era curar, no combatir.

—No desenfundes —dijo el menestral. La estufa volcada crujió bajo el peso de otro cuerpo—. No más víctimas civiles. Volveremos más tarde y pondremos este lugar patas arriba.

El otro hombre dio un gruñido y la valla que marcaba el límite de la parcela crujió. Dos pies aterrizaron pesadamente en el suelo desde cierta altura. El equipo de búsqueda se había desplazado al jardín contiguo.

Vamos, vamos —ordenó el sargento mayor—. Yo ya me puedo replegar ahora que han llegado los refuerzos.

Emmanuel se acercó al extremo de su pequeño escondite y se asomó al exterior. Cielo, malas hierbas y trozos de metal oxidado, pero ni rastro de ningún hombre trajeado. El menestral y su adlátere estaban en el siguiente jardín, al otro lado de la valla.

—Hola —la voz de Zweigman se oía cada vez más cerca—. Hola. Vengo a recoger una mercancía.

Emmanuel dobló la esquina de la pequeña construcción y atravesó la parcela llena de maleza. Zweigman le vio acercarse y Emmanuel le hizo un gesto para que guardara silencio. El médico alemán retrocedió hasta la Bedford, abrió la puerta del copiloto y se metió en la parte delantera de la camioneta. Ahora Shabalala estaba al volante. Emmanuel se metió de un salto por la puerta que Zweigman había dejado abierta y la Bedford puso rumbo a la calle por la entrada de vehículos.

Shabalala giró a la izquierda en Signal Road. Un vendedor de verduras indio iba caminando trabajosamente por la acera con dos cestas colgadas en equilibrio de una vara de bambú apoyada sobre sus musculosos hombros.

—Berenjenas. Patatas. Cebollas —el sonido de su quejumbrosa retahíla llenó el ambiente—. Berenjenas frescas.

Detrás de ellos, el almacén fue disminuyendo de tamaño hasta convertirse en una mancha de color barro indistinguible de los otros edificios de aspecto industrial que daban a la calle.

—Le sangra la nariz —dijo Zweigman sacando un pañuelo de tela del bolsillo y dándoselo a Emmanuel—. Está limpio.

—Gracias.

—¿Ha encontrado al hermano Jonah?

—Sí, pero otros dos hombres me han encontrado a mí antes de que pudiera terminar de interrogarle.

—El hombre que le ha dado la dirección, ese tal señor Khan —dijo Shabalala—, es el que los ha mandado.

—Sí, ha tenido que ser él —contestó Emmanuel mirando por la ventanilla—. En el tiempo que he estado en el almacén me ha dado tiempo a averiguar que el hermano Jonah no es el asesino.

—Eso no son buenas noticias —dijo Shabalala—. Sigue estando de mierda hasta el cuello, oficial.

—Solo hasta los sobacos —dijo Emmanuel—. Sé quién mató a esas personas. Simplemente no sé cómo se llama. Ni dónde vive.

—¿Y eso es un avance? —preguntó Zweigman riéndose.

Emmanuel sacó la agenda que había conseguido Lana con sus propias manos y la sostuvo en alto.

—Khan tiene el nombre que estoy buscando. Seguramente su número esté en esta agenda.

—Pero ¿cómo va a saber qué nombre es?

—No lo voy a saber. Me lo va a decir Khan.