III

El sonido machacón de las tropas en movimiento retumbó en la mañana lluviosa y la voz hambrienta de Terarn Gashtek los conminó con furia a que se dieran prisa.

Unos esclavos recogieron su tienda y la metieron en un carro. El Portador del Fuego espoleó a su caballo y arrancó su larga lanza de guerra de la tierra blanca, volvió grupas y salió rumbo al oeste, seguido de sus capitanes, entre los cuales se encontraban Elric y Moonglum.

Los dos amigos discutían el problema que se les presentaba en lengua occidental. El bárbaro esperaba que le condujeran hacia su presa, y como sus batidores cubrían amplias distancias, les resultaría imposible desviarlo de los poblados. Estaban ante un dilema porque sería una desgracia sacrificar otro pueblo para concederle a Karlaak unos cuantos días de gracia, sin embargo…

Poco después, dos batidores jadeantes se acercaron a Terarn Gashtek a todo galope.

—¡Un poblado, mi señor! ¡Es pequeño y fácil de tomar!

—Por fin… esto nos permitirá poner a prueba nuestras espadas y comprobar lo fácil que es atravesar la carne occidental. Después apuntaremos a un blanco mayor. —Volviéndose a Elric, le preguntó—: ¿Conoces este poblado?

—¿Dónde se encuentra? —inquirió Elric, con voz apagada.

—A una decena de millas hacia el suroeste —repuso el batidor.

A pesar de que aquel poblado estaba condenado a muerte, Elric se sintió casi aliviado. Se referían al pueblo de Gorjhan.

—Lo conozco —dijo.

Cavim, el talabartero, iba a entregar un juego de sillas de montar a una granja de las afueras del poblado cuando a lo lejos vio a los jinetes, en un momento en que los rayos del sol se reflejaron en sus brillantes yelmos. No cabía duda de que los jinetes venían desde el Erial de las Lágrimas, y en su avance en formación, reconoció de inmediato la amenaza.

Volvió grupas y con la velocidad del miedo cabalgó de regreso al pueblo de Gorjhan.

El barro seco de la calle tembló bajo los cascos del caballo de Cavim y su grito agudo, exaltado, acuchilló los postigos de las ventanas.

—¡Saqueadores! ¡Saqueadores! ¡Vienen hacia aquí!

Al cabo de un cuarto de hora, los jefes del pueblo habían convocado una conferencia para debatir si huían o se quedaban a luchar. Los ancianos aconsejaron a sus vecinos que huyesen de los saqueadores; los jóvenes preferían quedarse, armarse y presentar batalla. Otros adujeron que el pueblo era demasiado pobre como para ser atacado por saqueador alguno.

Los habitantes de Gorjhan continuaban con el acalorado debate cuando la primera oleada de saqueadores se acercó vociferante a las murallas del pueblo.

Cuando se dieron cuenta de que no les quedaba más tiempo para discutir, advirtieron también cuál sería su fin, y corrieron a los baluartes empuñando sus patéticas armas.

Terarn Gashtek avanzó vociferante entre los bárbaros que pisoteaban el barro que rodeaba Gorjhan y les ordenó:

—¡No perdamos tiempo en sitiarlos! ¡Traedme al hechicero!

Condujeron ante él a Drinij Bara. De entre los pliegues de sus ropas, Terarn Gashtek sacó al gato negro y le acercó una espada de hierro al cogote.

—Utiliza tu hechizo, mago, y derriba las murallas.

El hechicero frunció el ceño y sus ojos buscaron a Elric, pero el albino apartó la mirada y volvió grupas.

El hechicero sacó un puñado de polvo del morral que llevaba colgado del cinto y lo lanzó en el aire, donde se convirtió primero en un gas, luego en una bola de fuego, y finalmente entre las llamas se formó una cara, una espantosa cara inhumana.

—Dag-Gadden, el Destructor —canturreó Drinij Bara—, nuestro antiguo pacto te obliga… ¿vas a obedecerme?

—Es mi deber, por lo tanto lo haré. ¿Qué deseas?

—Que destruyas las murallas de este poblado y que dejes a los hombres que hay tras ellas, desnudos como cangrejos sin sus caparazones.

—Para mí la destrucción es un placer, y a destruir voy cuanto me has ordenado.

El rostro llameante se esfumó para elevarse dejando un rastro de fuego y convertirse en una bóveda escarlata que ocultó el cielo.

Luego cayó sobre el poblado y, a su paso, las murallas de Gorjhan crujieron, se desmoronaron y desaparecieron.

Elric se estremeció. Si Dag-Gadden llegaba hasta Karlaak, su ciudad acabaría de igual modo.

Triunfantes, las tropas bárbaras arrasaron el poblado indefenso.

Cuidándose de no tomar parte en la matanza, Elric y Moonglum nada pudieron hacer para ayudar a las víctimas. La vista de aquel derramamiento de sangre sin sentido los enfureció. Se ocultaron en una casa que, hasta aquel momento, parecía no haber sido alcanzada por el pillaje de los bárbaros. En su interior hallaron a tres niños acurrucados alrededor de una niña mayor, que aferraba entre sus manitas una vieja guadaña. Temblando de miedo, se dispuso a hacerles frente.

—No nos hagas perder el tiempo, niña —le dijo Elric—, o perderéis vuestras vidas. ¿Hay un desván en esta casa?

La niña asintió.

—Entonces subid, deprisa. Nos ocuparemos de que no os hagan daño.

Y allí se quedaron los dos amigos; detestaban presenciar la locura asesina que había hecho presa de los bárbaros. Oyeron los terribles sonidos de la matanza y olieron el hedor de la carne muerta y la sangre derramada.

Un bárbaro, cubierto de sangre ajena, arrastró por los cabellos a una mujer hasta llegar a la casa. La mujer no intentó resistirse; en su rostro se reflejaba el horror que le produjo cuanto había presenciado.

—Búscate otro nido, halcón —gruñó Elric—. Éste es para nosotros.

—Aquí hay sitio suficiente para lo que quiero —respondió el hombre.

Los músculos tensos de Elric reaccionaron en contra de su voluntad. Su diestra se dirigió veloz hacia su cadera izquierda; los largos dedos se cerraron alrededor de la empuñadura negra de la Tormentosa. El acero saltó de la vaina cuando Elric avanzó; con los ojos carmesíes echando chispas de odio, enterró la espada en el cuerpo del hombre. Volvió a hundir en él la espada, y sin ninguna necesidad, partió en dos al bárbaro. La mujer se quedó donde estaba, consciente pero inmóvil.

Elric levantó su cuerpo inerte, se lo entregó con suavidad a Moonglum y le ordenó bruscamente:

—Llévala junto a los otros.

Una vez acabada la matanza, los bárbaros comenzaron a incendiar parte del poblado y luego se dedicaron al pillaje. Elric se asomó a la puerta.

Poco había que saquear, pero como aún estaban sedientos de violencia, emplearon sus energías en destrozar objetos inanimados y en incendiar las moradas en ruinas.

La Tormentosa colgaba de la mano de Elric mientras el albino observaba el poblado en llamas. Su rostro se convirtió en una máscara de sombras y luces saltarinas a medida que el fuego lanzaba hacia el cielo neblinoso llamas cada vez más altas.

A su alrededor, los bárbaros hablaban del patético botín; de vez en cuando, el grito de una mujer se imponía a los demás sonidos, entremezclado con gritos rudos y el fragor del metal.

Oyó después unas voces cuyo tono se diferenciaba del de las más cercanas. Los acentos de los saqueadores se entremezclaron con uno nuevo: un tono suplicante y lastimero. Entre el humo apareció un grupo capitaneado por Terarn Gashtek.

Terarn Gashtek llevaba una cosa ensangrentada en la mano; era una mano humana cortada a la altura de la muñeca; contoneándose tras él avanzaron varios de sus capitanes, entre los cuales iba sujeto un anciano desnudo. La sangre le manaba a borbotones del brazo destrozado y le bañaba el cuerpo.

Terarn Gashtek frunció el entrecejo al ver a Elric y le gritó:

—Y ahora, occidental, verás cómo aplacamos nosotros a los Dioses, con unas ofrendas mejores que la harina y la leche agria que solían ofrecerles los puercos como éste. No tardará en danzar a mi antojo, te lo garantizo…, ¿no es así, sacerdote?

El tono lastimero desapareció de la voz del sacerdote cuando el anciano miró con ojos brillantes a Elric. Lanzó entonces un grito agudo y repelente.

—¡Aullad a mi alrededor, perros! —exclamó escupiendo las palabras—, pero Mirath y T’aargano serán vengados por la muerte de su sacerdote y la devastación de su templo…, habéis traído aquí el fuego, pero por el fuego moriréis. —Y señalando a Elric con el muñón añadió—: Y tú…, tú eres un traidor y lo has sido en muchas causas, lo veo escrito en ti. Aunque ahora… eres… —El sacerdote hizo una pausa para tomar aliento.

Elric se humedeció los labios con la lengua.

—Soy lo que soy —dijo—. Y tú no eres más que un viejo que pronto va a morir. Tus dioses no pueden dañarnos, porque no les tenemos ningún respeto. ¡Y no pienso escuchar más tus divagaciones seniles!

En el rostro del anciano sacerdote se reflejaba el conocimiento de los tormentos pasados y de los que le esperaban. Dio la impresión de estar meditando sobre ello y permaneció callado.

—Ahórrate el resuello para gritar —le dijo Terarn Gashtek al sacerdote.

—Portador del Fuego, es de mal augurio matar a un sacerdote —le recordó Elric.

—Amigo mío, me parece que eres débil de estómago. No temas, si lo sacrificamos a nuestros dioses, sólo puede traernos buena suerte.

Elric se alejó. Cuando entró en la casa, un grito agónico surcó la noche, seguido de una risa que no tenía nada de agradable.

Más tarde, mientras las casas ardientes continuaban iluminando la noche, Elric y Moonglum, llevando a hombros unos pesados sacos y sujetando una mujer cada uno, avanzaron hasta el borde del campamento fingiéndose borrachos. Moonglum dejó los sacos y a las mujeres en compañía de Elric y regresó para volver poco después con tres caballos.

Abrieron los sacos para que salieran los niños y observaron en silencio cómo las mujeres montaban a caballo y ayudaban a los niños a subirse también.

Luego partieron al galope.

—Esta misma noche —dijo Elric, despiadado— hemos de poner en práctica nuestro plan, tanto si el mensajero ha avisado a Dyvim Slorm como si no. No soportaría tener que presenciar otra matanza como la de hoy.

Terarn Gashtek había bebido hasta perder el conocimiento. Yacía despatarrado en la estancia de una de las casas que se habían salvado del incendio.

Elric y Moonglum se le acercaron sigilosamente. Mientras Elric vigilaba que no entrase nadie, Moonglum se arrodilló junto al jefe bárbaro y, con dedos ligeros y extremo cuidado, buscó entre los pliegues de la ropa del hombre. Sonrió satisfecho cuando sacó al gato, que no dejaba de menearse; en su lugar dejó una piel de conejo rellena de paja que había preparado de antemano con tal fin. Sujetando con fuerza al felino, se incorporó y le hizo una seña a Elric. Los dos salieron cautelosamente de la casa y atravesaron el caos del campamento.

—He averiguado que Drinij Bara está en el carro grande —le informó Elric a su amigo—. Date prisa, el mayor peligro ha pasado.

—Cuando el gato y Drinij Bara hayan intercambiado su sangre y el hechicero haya recuperado su alma, ¿qué pasará, Elric? —inquirió Moonglum.

—Nuestros poderes combinados quizá logren contener a los bárbaros, pero… —se interrumpió al ver que un nutrido grupo de guerreros se acercaba a ellos.

—Es el occidental y su pequeño amigo —rió uno de ellos—. ¿Adonde vais, camaradas?

Elric advirtió de inmediato que la matanza de aquel día no había saciado por completo su sed de sangre, y que buscaban pelea.

—A ninguna parte en especial —repuso. Los bárbaros les rodearon.

—Hemos oído muchas historias sobre tu espada, extranjero —dijo el portavoz del grupo con una sonrisa socarrona—, y me gustaría compararla con un arma de verdad. —Sacó la cimitarra del cinturón—. ¿Qué me dices?

—Preferiría ahorrarte la experiencia —repuso Elric fríamente.

—Muy generoso…, pero a mí me gustaría que aceptaras la invitación.

—Déjanos pasar —le ordenó Moonglum. Los rostros de los bárbaros se crisparon y el jefe del grupo dijo:

—¿Es así como le hablas a los conquistadores del mundo?

Moonglum dio un paso atrás y desenvainó la espada, mientras el gato se debatía en su mano izquierda.

—Será mejor que acabemos con esto —le dijo Elric a su amigo.

Desenvainó la espada rúnica. El acero entonó una melodía suave y burlona; al oírla, los bárbaros quedaron desconcertados.

—¿Y bien? —inquirió Elric, manteniendo enhiesta su espada. El bárbaro que lo había retado no parecía muy seguro de lo que debía hacer. Después, se obligó a gritar:

—El acero limpio puede soportar cualquier brujería —y se abalanzó sobre el albino.

Agradecido por aquella nueva oportunidad de vengarse, Elric paró el embate, empujó hacia atrás la cimitarra y lanzó una estocada que rajó al hombre en el torso, por encima de la cadera. El bárbaro profirió un grito y cayó muerto. Moonglum, enzarzado en duelo con un par de hombres, mató a uno de ellos; pero el otro se abalanzó sobre él y en uno de sus lances hirió al pequeño oriental en el hombro. Moonglum aulló y dejó caer al gato. Elric intervino y eliminó al contrincante de Moonglum; la Tormentosa entonó entonces una endecha triunfal. El resto de los bárbaros se dieron media vuelta y echaron a correr.

—¿Qué gravedad reviste tu herida? —inquirió Elric resollando; Moonglum no le contestó, se hincó de rodillas y se puso a buscar en la oscuridad.

—Date prisa, Elric… ¿Ves al gato?, lo solté cuando luchaba. Si lo perdemos… es nuestro fin.

Presas del frenesí, comenzaron a buscar por el campamento.

Pero nada lograron, pues el gato, con la destreza propia de su especie, se había ocultado.

Momentos después, de la casa ocupada por Terarn Gashtek les llegó el sonido de un altercado.

—¡Ha descubierto que le han robado el gato! —exclamó Moonglum—. ¿Qué hacemos ahora?

—No lo sé…, seguir buscando y esperar que no sospeche de nosotros.

Continuaron la búsqueda sin ningún resultado. Mientras lo hacían, se les acercaron varios bárbaros. Uno de ellos les anunció:

—Nuestro jefe quiere hablar con vosotros.

—¿Por qué?

—Os lo dirá él mismo. Andando.

A regañadientes siguieron a los bárbaros, que los condujeron ante el enfurecido Terarn Gashtek. El Portador del Fuego aferraba la piel de conejo rellena en una mano que más bien parecía una garra y los miraba con el rostro crispado por la ira.

—¡Me han robado la cuerda con la que tenía sujeto al hechicero! —rugió—. ¿Qué sabéis vosotros de esto?

—No te entiendo —dijo Elric.

—Me han robado al gato… y he encontrado este harapo en su lugar. Hace poco os sorprendieron hablando con Drinij Bara, y creo que esto ha sido obra vuestra.

—No sabemos nada —dijo Moonglum.

—El campamento es un caos —aulló Terarn Gashtek—, llevará un día entero reorganizar a mis hombres…, y cuando están desatados de este modo no obedecen a nadie. Pero cuando haya impuesto el orden, interrogaré a todos mis hombres. Si decís la verdad, seréis liberados; entretanto, os daremos todo el tiempo que os haga falta para hablar con el hechicero. —Hizo una señal con la cabeza—. Lleváoslos, desarmadlos, atadlos y metedlos en la perrera de Drinij Bara.

Mientras se los llevaban de allí, Elric masculló:

—Debemos escaparnos y encontrar a ese gato, pero mientras tanto, no hemos de malgastar esta oportunidad de hablar con Drinij Bara.

—No, hermano hechicero —dijo Drinij Bara en la oscuridad—, no te ayudaré. No pienso arriesgar nada hasta que el gato y yo no estemos juntos.

—Pero Terarn Gashtek ya no puede amenazarte.

—Pero ¿y si captura al gato?

Elric no contestó. A pesar de las incómodas ataduras, logró moverse un poco sobre las duras tablas del carro. Se disponía a continuar con sus esfuerzos para persuadir al mago cuando alguien levantó el toldo y una figura atada cayó al lado de ellos. En medio de la oscuridad, preguntó en la lengua oriental:

—¿Quién eres?

El hombre contestó en la lengua del Oeste:

—No te entiendo.

—¿Eres occidental? —preguntó Elric en la lengua común.

—Sí. Soy un mensajero oficial de Karlaak. Fui capturado por estos chacales apestosos cuando regresaba a la ciudad.

—¿Qué? ¿Eres el hombre que enviamos a ver a Dyvim Slorm, mi pariente? Soy Elric de Melniboné.

—Mi señor, ¿entonces estamos todos presos? Por todos los dioses… Karlaak está perdida.

—¿Has logrado entregar el mensaje a Dyvim Slorm?

—Sí…, logré dar con él y su banda. Afortunadamente, se encontraban más cerca de Karlaak de lo que sospechábamos.

—¿Y qué contestó a mi petición?

—Dijo que unos cuantos jóvenes podrían estar dispuestos, pero que incluso con el auxilio de la brujería, tardaría un cierto tiempo en llegar a la Isla del Dragón. Existe una posibilidad.

—Es todo lo que nos hace falta…, pero no servirá de nada a menos que cumplamos con el resto de nuestro plan. Hemos de recuperar el alma de Drinij Bara, para que Terarn Gashtek no pueda obligarle a defender a los bárbaros. Tengo una idea…, se trata del recuerdo de un antiguo parentesco que los de Melniboné teníamos con un ser llamado Meerclar. Doy gracias a los dioses por haber descubierto esas drogas en Troos y por conservar mi fuerza. Ahora he de llamar a mi espada para que acuda a mí.

Cerró los ojos y relajó cuerpo y mente; luego se concentró en un único punto: la espada Tormentosa.

La simbiosis que unía a hombre y espada había existido durante años y todavía perduraban ciertos lazos.

—¡Tormentosa! —gritó Elric—. ¡Tormentosa, únete a tu hermano! Ven, dulce espada rúnica, ven, asesina de linajes forjada en el infierno, tu amo te necesita…

Afuera comenzó a soplar un viento gimiente. Elric oyó gritos de temor y un silbido. Entonces, la cubierta del carro se partió en dos dejando entrar la luz de las estrellas y la espada gimiente que se balanceaba en el aire, sobre su cabeza. Luchó por incorporarse, sintiendo náuseas por lo que se disponía a hacer, pero reconfortado en cierto modo por el hecho de que en esa ocasión no le guiaba un interés egoísta, sino la necesidad de salvar al mundo de la amenaza del bárbaro.

—Dame tu fuerza, espada mía —gimió mientras con las manos atadas aferraba la empuñadura—. Dame tu fuerza, y esperemos que sea la última vez.

El acero se retorció en sus manos; Elric notó una horrible sensación cuando la fuerza de la espada, la fuerza robada a cientos de hombres valientes, como el vampiro roba la sangre de sus víctimas, fluía en su cuerpo estremecido.

Quedó dotado entonces de una fuerza peculiar que no era enteramente física. Su rostro pálido se crispó cuando se concentró para controlar el nuevo poder y la espada, que amenazaban con poseerlo por completo. Cortó sus ataduras y se puso en pie.

En ese mismo instante, un grupo de bárbaros se acercó al carro a toda carrera. Elric se apresuró a cortar las tiras de cuero que ataban a los otros, e inconsciente de la presencia de los guerreros, gritó otro nombre.

Hablaba en una nueva lengua, una lengua extraña que en circunstancias normales no habría podido recordar. Era una de las lenguas que los Reyes Hechiceros de Melniboné, los antepasados de Elric, habían aprendido hacía cientos de siglos, incluso antes de la creación de Imrryr, la ciudad de Ensueño.

—Meerclar de los Gatos, soy yo, tu pariente, Elric de Melniboné, el último de su linaje que hizo votos de amistad contigo y tu pueblo. ¿Me oyes, Señor de los Gatos?

Más allá de la tierra, en un mundo que no respondía a las leyes físicas del tiempo y el espacio que gobernaban el planeta, brillando en un profundo calor azul y ámbar, una criatura antropoide se estiró y bostezó, dejando ver unos dientecitos puntiagudos. Frotó la cabeza lánguidamente contra su hombro peludo y escuchó.

La voz que oía no pertenecía a uno de los suyos, la especie que amaba y protegía. Pero reconoció la lengua en que hablaba.

Sonrió para sus adentros cuando recordó y sintió la agradable sensación de la camaradería. Recordó una raza que, a diferencia de otros humanos (a los que desdeñaba) había compartido sus cualidades, una raza que, al igual que él, amaba el placer, la crueldad y la sofisticación. La raza de los melniboneses.

Meerclar, Señor de los Gatos, Protector de los Felinos, se dirigió con gracia hacia el lugar de donde provenía aquella voz.

—¿Cómo puedo ayudarte? —ronroneó.

—Meerclar, buscamos a uno de los tuyos, que está cerca de aquí.

—Sí, siento ya su presencia. ¿Qué quieres de él?

—Nada que le pertenezca… pero tiene dos almas, y una de ellas no es suya.

—Es verdad…, su nombre es Fiarshern, y pertenece a la gran familia de Trrechoww. Lo llamaré. Acudirá a mí.

Afuera, los bárbaros pugnaban por dominar el miedo a los acontecimientos sobrenaturales que tenían lugar en el carro. Terarn Gashtek lanzó una maldición y les gritó:

—Son unos pocos contra cinco mil de los nuestros. ¡Prendedles al punto!

Sus guerreros comenzaron a avanzar con cautela.

Fiarshern, el gato, oyó una voz; su instinto le indicó que sería una tontería desobedecerla. Y echó a correr hacia el lugar de donde provenía.

—¡Mirad…, es el gato! ¡Agarradlo, deprisa!

Dos de los hombres de Terarn Gashtek se lanzaron a cumplir con las órdenes de su jefe, pero el pequeño felino los esquivó y ligero, saltó al interior del carro.

Fiarshern, devuélvele su alma al humano, —le ordenó Meerclar con voz suave. El gato avanzó hacia su amo humano y hundió los dientecitos delicados en las venas del hechicero.

Poco después, Drinij Bara lanzó una salvaje carcajada.

—He recuperado mi alma. Gracias, gran Señor de los Gatos. ¡Deja que te recompense!

—No es preciso —respondió Meerclar con una sonrisa burlona—, de todos modos, percibo que tu alma ya está vendida. Adiós, Elric de Melniboné. Ha sido un placer acudir a tu llamado, aunque noto que ya no practicas el antiguo oficio de tus antepasados. No obstante, y en nombre de nuestras viejas lealtades, no te he escatimado este servicio. Adiós, regreso a un sitio más cálido que este lugar inhóspito.

El Señor de los Gatos se esfumó para regresar al mundo del calor azul y ámbar, donde continuó con su sueño interrumpido.

—Vamos, Hermano Hechicero —gritó Drinij Bara, exultante—. Cobrémonos la venganza que nos pertenece.

Terarn Gashtek y sus hombres se enfrentaron a ellos. Muchos llevaban los arcos dispuestos para disparar sus largas flechas.

—¡Matadlos, deprisa! —aulló el Portador del Fuego—, ¡matadlos antes de que tengan tiempo de invocar más demonios!

Una lluvia de flechas cayó sobre ellos silbando. Drinij Bara sonrió, y pronunció unas cuantas palabras mientras movía las manos de forma descuidada. Las flechas se detuvieron en pleno vuelo, dieron media vuelta y, cada una de ellas fue a clavarse en la garganta del arquero que la había disparado. Terarn Gashtek se quedó boquiabierto, giró sobre sus talones, se abrió paso a empellones entre sus hombres y, al retirarse, ordenó a sus bárbaros que atacasen a los cuatro hombres.

Impulsados por la certeza de que si echaban a correr estarían perdidos, la turba de bárbaros los encerró.

Amanecía, la luz comenzaba a iluminar el cielo cubierto de nubes cuando Moonglum miró hacia arriba y señalando con el dedo, gritó:

—¡Mira, Elric!

—Son sólo cinco —dijo el albino—. Sólo cinco… pero quizá basten.

Interceptó los mandobles de varios aceros con su propia espada y, aunque estaba dotado de una fuerza sobrehumana, esa fuerza parecía haber abandonado su espada convirtiéndola en un arma corriente. Sin dejar de luchar, relajó el cuerpo y notó que la fuerza lo abandonaba para fluir de vuelta a la Tormentosa.

La espada rúnica volvió a gemir y, sedienta, buscó las gargantas y los corazones de los bárbaros.

Drinij Bara no iba armado, pero no le hacía falta, pues utilizaba métodos más sutiles para su defensa. A su alrededor quedaban esparcidos los horribles efectos: masas deshuesadas de carne y tendones.

Los dos hechiceros, Moonglum y el mensajero se abrieron paso entre los enloquecidos bárbaros que desesperadamente intentaban vencerles. En medio de tanta confusión, resultaba imposible elaborar un plan de acción coherente. Moonglum y el mensajero despojaron a unos cadáveres de sus cimitarras y se unieron a la lucha.

A la larga, lograron llegar a los límites exteriores del campamento. Gran número de bárbaros habían huido a todo galope en dirección al oeste. En ese momento, Elric vio a Terarn Gashtek armado con un arco. Adivinó en seguida las intenciones del Portador del Fuego y advirtió a gritos al otro hechicero, que se encontraba de espaldas al bárbaro. Vociferando un encantamiento perturbador, Drinij Bara se volvió de lado, se interrumpió, intentó comenzar otro encantamiento, pero la flecha lo alcanzó en un ojo.

—¡No! —gritó.

Y cayó muerto.

Al ver que habían matado a su aliado, Elric se detuvo un instante, miró hacia el cielo y vio unas enormes bestias voladoras que reconoció de inmediato.

Dyvim Slorm, hijo de Dyvim Tvar, primo de Elric y Amo de los Dragones, había conducido a los legendarios dragones de Imrryr en auxilio de su pariente. Pero la mayoría de las inmensas bestias dormían, y seguirían durmiendo durante otro siglo, pues sólo cinco dragones estaban despiertos. Pero Dyvim Slorm nada podía hacer aún por temor a dañar a Elric y a sus compañeros.

Terarn Gashtek también había visto a las magníficas bestias. Sus grandes planes de conquista comenzaban a derrumbarse; entonces se inclinó hacia adelante y echó a correr hacia Elric.

—¡Basura de rostro pálido! —aulló—. ¡Tú tienes la culpa de todo esto… y pagarás al Portador del Fuego por lo que le has hecho!

Elric lanzó una carcajada al levantar la Tormentosa para protegerse del insensato bárbaro. Y señalando hacia el cielo, dijo:

—A ésos también se les puede llamar Portadores del Fuego, Terarn Gashtek. ¡Y ellos son más dignos de ese apelativo que tú!

Enterró entonces su infernal espada en el cuerpo de Terarn Gashtek; el bárbaro lanzó un gemido entrecortado cuando el acero le bebió el alma.

—Seré un destructor, Elric de Melniboné —dijo con un hilo de voz—, pero mis métodos eran más limpios que el tuyo. ¡Malditos seáis tú y cuanto te sea querido, malditos por toda la eternidad!

Elric lanzó otra carcajada, pero la voz le tembló ligeramente al ver el cadáver del bárbaro.

—En otras ocasiones me he librado ya de maldiciones parecidas, amigo mío. Y creo que la tuya tendrá poco efecto. —Hizo una pausa y añadió—: Por Arioch, espero no equivocarme. Creí que mi destino estaba libre de penas y maldiciones, pero quizá me equivocara…

La horda de bárbaros había montado ya a caballo y huía en dirección al oeste. Había que detenerlos, pues al paso que iban, no tardarían en llegar a Karlaak, y sólo los Dioses sabían qué harían aquellos salvajes cuando llegaran a la ciudad desprotegida.

Elric oyó entonces el batir de unas alas de nueve metros y percibió el olor familiar de los enormes reptiles voladores que años antes lo habían perseguido cuando, al frente de la flota de ladrones, había conducido el asalto a su ciudad natal. Oyó entonces las curiosas notas del Cuerno para Dragones y vio que Dyvim Slorm estaba sentado a lomos de la bestia que encabezaba el grupo; en la enguantada mano derecha llevaba un aguijón en forma de lanza.

El dragón descendió en espiral; cuando su cuerpo inmenso se posó sobre el suelo a unos cuantos metros de distancia, dobló las alas correosas. El Amo de los Dragones saludó a Elric brazo en alto.

—Salve, Rey Elric, veo que casi no llegamos a tiempo.

—Tu llegada no podía ser más oportuna, amigo mío —sonrió Elric—. Es un placer volver a ver al hijo de Dyvim Tvar. Por un momento temí que no acudieras a mi llamada.

—Las viejas diferencias quedaron olvidadas en la Batalla de Bakshaan, cuando Dyvim Tvar, mi padre, perdió la vida al ayudarte en el asedio de la fortaleza de Nikorn. Lamento que sólo las bestias más jóvenes estuviesen listas para ser despertadas. Como recordarás, las otras fueron utilizadas hace apenas unos años.

—Lo recuerdo —dijo Elric—. ¿Puedo rogarte que me hagas otro favor, Dyvim Slorm?

—¿De qué se trata?

—Que me dejes montar el dragón jefe. Conozco las artes del Amo de los Dragones y tengo buenos motivos para ir tras los bárbaros… pues no hace mucho, nos vimos obligados a presenciar una matanza insensata, y si fuera posible, quisiera pagarles con la misma moneda.

Dyvim Slorm asintió y bajó de su montura. La bestia se agitó, inquieta, y retiró los labios de su hocico ahusado para mostrar unos dientes gruesos como los brazos de un hombre, y largos como una espada. Su lengua bifurcada se movió, veloz, y volvió la cabeza para mirar a Elric con sus fríos ojos.

Elric le cantó en la antigua lengua melnibonesa, aferró el aguijón y el Cuerno para Dragones que le tendía Dyvim Slorm y luego, con sumo cuidado, se subió a la silla, colocada en la base del cuello del dragón. Colocó los pies enfundados en botas en los enormes estribos de plata.

—Y ahora, vuela, hermano dragón —cantó—, vuela alto, muy alto, y ten preparado tu veneno.

Oyó restallar las alas en el aire cuando la bestia comenzó a batirlas; el animal se elevó en el encapotado cielo gris.

Los otros cuatro dragones siguieron al primero y, mientras Elric ganaba altura haciendo sonar unas notas específicas en el cuerno, desenvainó la espada.

Siglos antes, los antepasados de Elric, montados en sus dragones, se habían lanzado a la conquista de todo el Mundo Occidental. Entonces, las Cuevas de los Dragones habían albergado una infinidad de estos animales. Pero eran pocos los que habían quedado, y de esos pocos, sólo los más jóvenes habían dormido lo suficiente como para ser despertados.

Los enormes reptiles se elevaron en el cielo ventoso; el largo pelo blanco de Elric y su negra capa manchada volaban tras él, mientras cantaba la exultante Canción de los Amos de los Dragones, urgiendo a las bestias a volar hacia el oeste.

Salvajes caballos del viento, seguid el rastro de las nubes,

el impío cuerno os guía con su canto.

¡Vosotros y nosotros fuimos los primeros en la conquista,

vosotros y nosotros seremos los últimos!

Los pensamientos de amor, de paz, de venganza incluso, se perdían en aquel vuelo intrépido sobre los cielos brillantes que cubrían la antigua Era de los Reinos Jóvenes. Elric, orgulloso, arquetípico y desdeñoso, seguro de que hasta su sangre imperfecta era la sangre de los Reyes Hechiceros de Melniboné, adoptó un aire indiferente.

No poseía lealtades, ni amigos y, si se encontraba bajo el dominio del mal, entonces se trataba de un mal puro, brillante, no contaminado por los impulsos humanos.

Los dragones siguieron volando en lo alto hasta que allá abajo apareció la masa negra que obstruía el paisaje, la horda de bárbaros impulsados por el miedo, la horda que, en su ignorancia, había pretendido conquistar las tierras amadas por Elric de Melniboné.

—¡Eh, hermanos dragones…, soltad vuestro veneno…, quemadlo todo…, quemadlo! ¡Y que vuestro fuego purifique el mundo!

La Tormentosa se unió al grito salvaje que lanzaron los dragones al iniciar el descenso en picado, para abalanzarse sobre los enloquecidos bárbaros y soltar sobre ellos ríos de venenoso combustible que el agua no lograba apagar; el olor a carne quemada comenzó a elevarse a través del fuego y las llamas, convirtiendo aquel paisaje en una escena del Infierno…, y el orgulloso Elric fue el Señor de los Demonios en busca de venganza.

El regocijo que sintió no era malsano, pues se había limitado a hacer lo que era preciso, nada más. Dejó de gritar, obligó a su dragón a retroceder y elevarse, haciendo sonar el cuerno para llamar a los otros reptiles. A medida que subía, el regocijo lo abandonó para dar paso a un gélido horror.

«Sigo siendo un melnibonés —pensó—, y no puedo deshacerme de lo que soy. Y a pesar de toda mi fuerza, sigo siendo débil, y por eso, ante cualquier emergencia, estoy siempre dispuesto a usar a esta maldita». Profiriendo un grito de odio, lanzó su espada al vacío. El acero chilló como una mujer y cayó en picado hacia la tierra lejana.

—Se acabó, ya está hecho.

Después, ya más calmado, volvió al lugar donde había dejado a sus amigos y guió al reptil hacia el suelo.

—¿Dónde está la espada de tus antepasados, Rey Elric? —inquirió Dyvim Slorm.

El albino no le contestó y se limitó a agradecer a su pariente por haberle permitido montar al dragón jefe. Volvieron todos a ocupar sus sillas, a lomos de los reptiles, y emprendieron el vuelo de regreso hacia Karlaak para darles las buenas nuevas.

Al ver a su señor montando en el primer dragón, Zarozinia supo que Karlaak y el Mundo Occidental estaban a salvo, y que el Mundo Oriental había sido vengado. Cuando se reunieron en las afueras de la ciudad, a pesar de que Elric había adoptado una postura orgullosa, su rostro se mostraba serio y sombrío. Zarozinia notó que volvía a sentir la pena que su amado creía ya olvidada. Corrió a su encuentro, y él la aferró entre sus brazos, sin decir palabra.

Elric se despidió de Dyvim Slorm y de sus amigos imrryrianos y después, seguido de cerca por Moonglum y el mensajero, entró en la ciudad, y se dirigió luego a su casa, molesto por las congratulaciones que los ciudadanos le ofrecían.

—¿Qué te ocurre, mi señor? —inquirió Zarozinia cuando lo vio echarse sobre el gran lecho y suspirar—, ¿crees que hablar te ayudaría?

—Estoy cansado de hechizos y de espadas, Zarozinia, es todo. Pero por fin me he deshecho de una vez por todas de esa espada infernal, a la que me creía atado por el resto de mi existencia.

—¿Te refieres a la Tormentosa?

—¿A cuál si no?

Zarozinia se quedó callada. Nada le dijo de la espada que, al parecer, por propia voluntad, había entrado gritando en Karlaak para ir a colocarse, en la oscuridad del arsenal, en el antiguo sitio que había ocupado.

Elric cerró los ojos e inspiró profundamente.

—Que duermas bien, mi señor —le dijo ella suavemente. Con ojos llorosos y la expresión triste, se tendió a su lado.

No recibió con beneplácito la mañana.